Durante el rodaje con Dateline NBC, Spezi y yo tuvimos una experiencia en Italia que no llegó a filmarse. Stone Phillips quería entrevistar a Winnie Rontini, la madre de Pia Rontini, una de las víctimas del Monstruo, asesinada en La Boschetta, cerca de Vicchio, el 29 de junio de 1984. Mientras el equipo esperaba junto a las furgonetas en la plaza del pueblo, bajo la sombra de la estatua de Giotto, Spezi y yo echamos a andar por la calle que conducía a la vieja villa de los Rontini para preguntar a la mujer si podíamos entrevistarla.
Contemplamos la casa con consternación. La oxidada verja de hierro colgaba de un solo gozne. Las matas esqueléticas del jardín crujían con el viento y las hojas muertas se amontonaban en los rincones. Los postigos estaban cerrados, los listones rotos y descolgados. Media docena de cuervos nos observaba desde el tejado.
Mario pulsó el botón del interfono, pero no sonó. No funcionaba. Nos miramos.
—Parece abandonada —dijo Mario.
—Llamemos a la puerta.
Abrimos la verja con un gemido herrumbroso y entramos en el jardín abandonado, partiendo las hojas y ramas secas con nuestras pisadas. La puerta de la casa estaba cerrada con llave; la pintura verde colgaba formando pequeñas virutas; la madera se estaba resquebrajando. El timbre había desaparecido, dejando un agujero del que salía un cable pelado.
—¿Signora Rontini? —llamó Mario—. ¿Hay alguien en casa?
El viento susurraba y reía por la casa desierta. Mario aporreó la puerta y los golpes resonaron en las estancias vacías. Con un fuerte aleteo, los pájaros emprendieron el vuelo hacia el cielo; sus graznidos sonaron irritados, como uñas contra una pizarra.
Nos quedamos en el jardín mirando la casa abandonada. Los cuervos volaban en círculos, sin dejar de graznar. Mario meneó la cabeza.
—En el pueblo sabrán qué le ha pasado.
En la piazza, un hombre nos contó que, finalmente, el banco había ejecutado la hipoteca de la casa y que la signora Rontini vivía ahora de la ayuda estatal, en una vivienda de protección oficial cerca del lago. Nos dio la dirección.
Con cierto temor, buscamos el edificio y lo encontramos detrás de la Casa del Popolo. No tenía nada que ver con lo que un estadounidense entendería por una vivienda de protección oficial. Era un edificio alegre e inmaculado, con las paredes estucadas en color crema, flores en las ventanas y bellas vistas al lago. Caminamos hasta la parte de atrás y llamamos a la puerta de su apartamento. La signora Rontini nos abrió y nos invitó a sentarnos en su pequeña cocina-comedor. El apartamento era lo contrario de la otra casa, oscura y cavernosa; luminoso y alegre, estaba lleno de plantas, adornos y fotografías. El sol entraba a raudales por la ventana y fuera los pájaros piaban y revoloteaban en los sicomoros. La estancia olía a jabón y a ropa limpia.
—No —dijo con una sonrisa triste en respuesta a nuestra pregunta—. No quiero que vuelvan a entrevistarme nunca más. —Llevaba un vestido amarillo chillón y el pelo bien cuidado y teñido de rojo. Hablaba en tono afable.
—Todavía confiamos en descubrir la verdad —dijo Mario—. Nunca se sabe… esto podría ayudar.
—Sé que podría ayudar, pero la verdad ya no me interesa. ¿Qué cambiaría? No me devolverá ni a Pia ni a Claudio. Durante un tiempo pensé que saber la verdad mejoraría un poco las cosas. Mi marido murió buscando la verdad. Ahora, sin embargo, sé que no importa y que no me ayudará. Debía dejar todo eso.
Guardó silencio. Tenía sus manos pequeñas y regordetas dobladas sobre el regazo, los tobillos cruzados, una leve sonrisa en el rostro.
Charlamos un rato más y nos contó desenfadadamente cómo había perdido la casa y todo lo que tenía. Mario le preguntó por algunas fotografías que había en las paredes. Se levantó, descolgó una y se la pasó a Mario, que me la pasó a su vez.
—Esa fue la última fotografía que le hicieron a Pia —dijo—. Se la hizo unos meses antes de morir para el permiso de conducir. —Se dirigió a la siguiente—. Esta es Pia con Claudio. —Era una foto en blanco y negro de ellos dos sonriendo, abrazados por el cuello, increíblemente inocentes y felices; ella levantaba el pulgar para la cámara.
Winnie se acercó a la pared del fondo.
—Esta es Pia con quince años. Era una muchacha muy bonita, ¿no creen? —Deslizó la mano por la pared—. Renzo, mi difunto marido.
Descolgó una foto en blanco y negro, se quedó un rato mirándola y nos la tendió. Nos la pasamos. Era el retrato de un hombre enérgico y feliz, en la flor de la vida.
Levantó una mano y señaló las fotografías, dirigiendo sus ojos azules hacia mí.
—El otro día —dijo—, entré y me di cuenta de que estaba rodeada de muertos. —Sonrió con tristeza—. Tengo intención de descolgar todas estas fotos y guardarlas. Ya no quiero estar rodeada de muerte. Me había olvidado de que sigo viva.
Nos levantamos. En la puerta tomó la mano de Mario.
—Me parece bien que siga buscando la verdad, Mario, y espero que la encuentre. Pero le ruego que no me pida que le ayude. Voy a intentar vivir mis últimos años de vida sin ese peso. Espero que lo entienda.
—Lo entiendo —dijo Mario.
Salimos a la tarde resplandeciente. Las abejas zumbaban entre las flores, el sol dibujaba una estela fulgurante sobre la superficie del lago, la luz se derramaba sobre los tejados de tejas rojas de Vicchio y arrojaba serpentinas doradas a los viñedos y olivares de los alrededores. La vendemmia, vendimia, ya había empezado, y los campos estaban llenos de gente y carretas. El aire transportaba desde los viñedos el perfume de uvas magulladas y mosto fermentado. Otra tarde perfecta en las inmortales colinas de la Toscana.