Esa noche metieron a Mario Spezi en la furgoneta y lo devolvieron a su celda de la cárcel Capanne. Al día siguiente era sábado y el tribunal cerraba a la una. Las jueces comunicarían su decisión antes de esa hora.
El sábado, Spezi aguardó en su celda mientras el reloj se acercaba a la una. También sus compañeros de pabellón —que habían acabado por saber quién era aunque no pudieran verle— estaban pendientes del veredicto. El reloj dio la una; luego, la una y media. A punto de alcanzar las dos, Spezi empezó a resignarse a que el veredicto le era desfavorable. Entonces, entre los reclusos de las celdas del fondo estalló una ovación. Alguien había oído algo en una televisión invisible que tronaba en alguna parte.
—¡Tío, estás libre! ¡Tío, puedes irte! ¡Tío, te dejan ir sin condiciones!
Myriam, que estaba aguardando la noticia en un café, recibió una llamada de un colega de Mario del periódico.
—¡Gran noticia! ¡Felicidades! ¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado! ¡Hasta el último tanto!
«Después de veintitrés días en prisión —informó la RAI, la televisión nacional de Italia—, el periodista Mario Spezi, acusado de obstrucción a la justicia en los asesinatos en serie de Florencia, ha sido puesto en libertad por decisión del Tribunal de Revisión». Las tres jueces ni siquiera habían puesto condiciones a la liberación, como era habitual. Ni arresto domiciliario, ni retirada del pasaporte. Spezi fue puesto en libertad de forma absoluta e incondicional.
El revés para el fiscal del ministerio público de Perugia fue terrible.
Un guardia entró en la celda de Spezi con una bolsa de basura negra.
—Deprisa, mete todas tus cosas aquí.
Spezi lo metió todo, pero al volverse para salir; el guardia bloqueó la puerta. Quedaba una última vejación.
—Antes de irte —dijo el guardia— tienes que limpiar tu celda.
Spezi pensó que bromeaba.
—Nunca pedí venir aquí —dijo— y fui ilegalmente encarcelado. Si la quieres limpia, límpiala tú.
El guardia afiló la mirada, cogió la puerta de metal de las manos de Spezi y la cerró de un portazo. Giró la llave.
—¡Si tanto te gusta puedes quedarte! —gritó antes de alejarse.
Spezi no podía creerlo. Se agarró a los barrotes.
—Escucha bien, cretino. Sé cómo te llamas y si no me dejas salir ahora mismo, te denunciaré por detención ilegal. ¿Lo entiendes? Te denunciaré.
El guardia aminoró el paso, siguió hacia su puesto, luego giró lentamente sobre sus talones y regresó, como concediéndole condescendientemente la razón, y abrió la puerta. Spezi fue entregado a otro guardia de rostro pétreo, que lo acompañó a una sala de espera.
—¿Por qué no me deja salir? —preguntó Spezi.
—Hay papeleo que rellenar. Y… —El guardia titubeó—. También debemos mantener el orden público ahí fuera.
Spezi salió finalmente de la cárcel Capanne, con la bolsa de basura negra en la mano. Una multitud de periodistas y espectadores lo recibió con un clamor.
Niccoló fue el primero en telefonearme.
—¡Excelentes noticias! —gritó—. ¡Spezi está libre!