El 12 de abril se levantó el aislamiento de cinco días y Spezi pudo finalmente reunirse con sus abogados. Ese día, la juez de instrucción Marina De Robertis revisaría su caso en el equivalente italiano de un procedimiento de habeas corpus. Su finalidad era determinar si el arresto y el encarcelamiento de Spezi estaban justificados.
Ese día, para la vista, Spezi recibió por primera vez ropa limpia, una pastilla de jabón y el permiso de afeitarse y ducharse. El fiscal del ministerio público, Guiliano Mignini, compareció ante la juez De Robertis para argumentarle por qué Spezi era un peligro para la sociedad.
«El periodista —escribió Mignini en su informe—, acusado de obstrucción a la investigación del Monstruo de Florencia, se halla en el meollo de una auténtica campaña de desinformación semejante a la que podría emprender un servicio secreto anómalo». Esta operación de desinformación, explicaba Mignini, pretendía desviar la investigación del «grupo de personas destacadas» que habían sido los cerebros de los asesinatos del Monstruo de Florencia. Entre estas personas destacadas estaba Narducci, que había contratado y ordenado a Pacciani y sus compañeros de merienda que mataran a jóvenes amantes y les extirparan partes del cuerpo. Spezi y los demás cerebros tenían un plan: que la culpa de los asesinatos del Monstruo de Florencia recayera exclusivamente en Pacciani y en sus compañeros de merienda. Cuando el plan falló y la investigación se volvió hacia ellos —tras reabrir el caso de la muerte de Narducci—, Spezi intentó por todos los medios redirigirla hacia la pista sarda, porque «de ese modo no habría riesgo de que la investigación rozara el mundo de los hombres distinguidos y los cerebros».
La declaración no aportaba ninguna prueba forense sólida, solo una disparatada teoría sobre una conspiración llevada a la esfera de lo fantástico.
Dietrologia en su forma más pura.
En la vista, Spezi se quejó de las condiciones en las que lo tenían retenido. Insistió en que únicamente estaba llevando a cabo una investigación legítima en calidad de periodista, no dirigiendo una «campaña de desinformación de un servicio secreto anómalo».
La juez Marina De Robertis miró a Spezi y le hizo una pregunta: la única que le haría en toda la vista.
—¿Ha pertenecido alguna vez a una secta satánica?
Al principio, Spezi creyó que no había oído bien. Su abogado le propinó un codazo y susurró:
—¡No se ría!
Un simple no como respuesta parecía insuficiente. Secamente, Spezi dijo:
—La única orden a la que pertenezco es la Orden de los Periodistas.
Con eso, se dio por concluida la vista.
La juez tardó cuatro ociosos días en tomar una decisión. El sábado, Spezi se reunió con su abogado para escuchar el veredicto.
—Traigo una buena noticia y una mala noticia —dijo Traversi—. ¿Cuál quiere oír primero?
—La mala.
La juez De Robertis había decretado arresto preventivo para Spezi por el peligro que representaba para la sociedad.
—¿Y la buena?
Traversi había visto en el escaparate de una librería de Florencia un montón de ejemplares de Dolci colline di sangue. El libro había salido finalmente a la venta.