Entretanto, en Estados Unidos, yo recordaba las palabras de Niccoló, acerca de que Italia iba a hacer el ridículo frente al mundo, y estaba decidido a que así fuera. Me propuse crear un revuelo en Estados Unidos que avergonzara al Estado italiano y le obligara a poner remedio a esta injusticia.
Llamé a todas las organizaciones defensoras de la libertad de prensa que conocía. Redacté un llamamiento y lo colgué en la red. Terminaba así: «Os pido a todos, por favor, por amor a la verdad y a la libertad de prensa, que acudáis en ayuda de Spezi. Esto no debería estar ocurriendo en este bello y civilizado país que tanto amo, el país que dio al mundo el Renacimiento». El llamamiento incluía los nombres, las direcciones y los correos electrónicos del primer ministro de Italia, Silvio Berlusconi, del ministro de Interior y del ministro de Justicia. Muchos sitios web recogieron y publicaron el llamamiento traducido al italiano y al japonés, y comentado por diferentes bloggers.
La rama del PEN en Boston organizó una eficaz campaña de envío de correspondencia. Un novelista amigo mío, David Morrell (el creador de Rambo), escribió una carta de protesta al gobierno italiano, al igual que muchos otros escritores conocidos que pertenecían al International Thriller Writers (ITW), organización que yo había ayudado a crear. Muchos de estos escritores gozaban de un gran éxito en Italia y sus nombres tenían mucho peso. La revista Atlantic Monthly me encargó un artículo sobre el caso del Monstruo y el arresto de Spezi.
Lo peor de todo era no saber. La desaparición de Spezi creaba un vacío que la gente llenaba con nefastas especulaciones y terribles rumores. Spezi estaba a merced del fiscal del ministerio público de Perugia, un hombre con un gran poder; y del inspector jefe Giuttari, a quien los periódicos habían apodado il superpoliziotto, el superpoli, por la aparente falta de supervisión con la que actuaba. Durante esos cinco días de silencio me despertaba pensando en Spezi, preguntándome qué podían estar haciéndole, y eso me volvía loco. Todos tenemos un límite de resistencia psicológica y me preguntaba si encontrarían el de Spezi, pues no había duda de que el plan era sobrepasarlo.
Cada mañana me sentaba en mi cabaña del bosque de Maine, tras haber hecho todas las llamadas que se me ocurrían, temblando de frustración, sintiéndome impotente mientras esperaba que me respondieran, confiando en que la organización con la que había contactado tomara algún tipo de medida.
El director de The New Yorker me había puesto en contacto con Ann Cooper, directora ejecutiva del Committee to Protect Journalists (CPJ), con sede en Nueva York. Esta organización comprendía más que ninguna otra la urgencia de la situación y enseguida puso manos a la obra. El CPJ emprendió en Italia una investigación independiente sobre el caso de Spezi que dirigía Nina Ognianova, coordinadora de la organización en Europa, en la que entrevistó a periodistas, policías, jueces y colegas de Spezi.
Los días inmediatamente posteriores al arresto de Spezi, la mayoría de los principales diarios de Italia —sobre todo de la Toscana y Umbría, y particularmente La Nazione, el periódico de Mario— se mostraron reacios a cubrir toda la historia. Informaban del arresto de Spezi y de los cargos contra él, pero lo trataban como un simple suceso. La mayoría pasó por alto la cuestión de la libertad de prensa que planteaba el arresto. Apenas hubo protestas. Pocos periodistas mencionaban uno de los cargos más insidiosos contra Spezi, el de «obstruir una investigación por medio de la prensa». (Más tarde supimos que varios colegas de Spezi de La Nazione se enfrentaron a la dirección del periódico por su pusilánime cobertura.)
En mis conversaciones con amigos y periodistas italianos, me sorprendió descubrir que muchos sospechaban que algunas de las acusaciones eran ciertas. Después de todo, me decían algunos colegas italianos, tal vez yo no comprendía bien Italia, pues esto era algo que los periodistas italianos hacían constantemente. Veían mi indignación como una actitud ingenua y algo torpe. Indignarse significa ser serio, sincero… y un inocentón. Algunos italianos enseguida adoptaron la pose del cínico hastiado que desconfiaba de todo y era demasiado listo para tragarse las declaraciones de inocencia mías y de Spezi.
—¡Ah! —exclamó el conde Niccoló en una de nuestras frecuentes conversaciones—. ¡Naturalmente que Spezi y tú estabais tramando algo en esa villa! La dietrologia insiste en que así debe ser. Solo un ingenuo creería que vosotros, periodistas, fuisteis a la villa «simplemente para echar un vistazo». ¡La policía no habría arrestado a Spezi sin un motivo! Douglas, un italiano siempre tiene que dárselas de furbo. No tenéis un equivalente en inglés para este maravilloso término. Define a una persona astuta y maliciosa que sabe de dónde sopla el viento, que puede engañar pero a la que nunca pueden engañar. En Italia, todo el mundo opta por creer lo peor de los demás para no dar la imagen de crédulo. Ante todo, quieren dar la imagen de furbos.
Me costaba, como estadounidense, entender el clima de temor e intimidación que en Italia rodeaba este asunto. En Italia no existe verdadera libertad de prensa, principalmente porque cualquier funcionario público puede solicitar que se presenten cargos contra un periodista por «diffamazione a mezzo stampa», por difamación a través de la prensa.
La intimidación a la prensa se hizo particularmente patente cuando nuestra editorial, RCS Libri, parte de uno de los mayores grupos editoriales del mundo, se negó a hacer declaraciones en defensa de Spezi. Nuestra editora solía evitar a la prensa salvo cuando el periodista era de The Boston Globe. «El periodista Spezi y el principal investigador de la policía se odian —dijo al Globe—. ¿Por qué? Lo ignoro… Si ellos [Preston y Spezi] creen que han descubierto algo útil para la policía y los jueces, deberían simplemente decirlo y abstenerse de insultarlos».
Entre tanto, en la cárcel Capanne, cerca de Perugia, nadie decía una palabra sobre la suerte de Mario Spezi.