Spezi llegó a la cárcel Capanne, a veinte kilómetros de Perugia, el 7 de abril, el día de su arresto. Lo metieron a toda prisa en el edificio y se lo llevaron a un cuarto donde solo había una manta tendida en el suelo de cemento, una mesa, una silla y una caja de cartón.
Los guardias le ordenaron que se vaciara los bolsillos. Spezi obedeció. Le dijeron que se quitara el reloj y la cruz que llevaba en el cuello. Luego, uno de ellos le gritó que se desvistiera.
Spezi se quitó el jersey, la camisa, la camiseta y los zapatos, y esperó.
—Todo. Si tienes frío en los pies, colócate sobre la manta.
Spezi se desvistió hasta quedar completamente desnudo.
—Agáchate tres veces —le ordenó un guardia.
Spezi no sabía exactamente a qué se refería.
—Haz esto —dijo otro, poniéndose en cuclillas—. Hasta el suelo. Tres veces. Y empuja.
Tras un degradante cacheo, le ordenaron que se pusiera el uniforme de la cárcel que encontraría en la caja de cartón. Los guardias solo le permitieron conservar un paquete de cigarrillos. Rellenaron algunos formularios y lo condujeron hasta una gélida celda. Uno de los guardias abrió la puerta y Spezi entró. A su espalda escuchó cuatro golpes metálicos cuando el guardia cerró con fuerza la puerta de la celda, la atrancó y echó la llave.
Su cena esa noche consistió en pan y agua.
A la mañana siguiente, 8 de abril, permitieron que Spezi se reuniera con uno de sus abogados, que había llegado a la cárcel antes de hora. Luego, en principio, le dejarían tener un breve encuentro con su esposa. Los guardias lo acompañaron hasta una habitación. Dentro estaba su abogado, sentado a una mesa con una pila de carpetas delante. Acababan de saludarse cuando otro guardia entró con una amplia sonrisa en su cara picada de viruela.
—La reunión se ha cancelado. Órdenes de la fiscalía. Abogado, si no le importa…
Spezi apenas tuvo tiempo de pedirle a su abogado que le dijera a su esposa que estaba bien antes de que se lo llevaran de nuevo y lo aislaran.
Estuvo cinco días sin saber por qué le habían negado inopinadamente el derecho a ver a su abogado y por qué le habían aislado. El resto de Italia lo supo al día siguiente. El día del arresto de Spezi, el fiscal del ministerio público Mignini había pedido al juez de instrucción del caso de Spezi, la juez Marina De Robertis, que se acogiera a una ley que por lo general se empleaba únicamente con terroristas peligrosos y cerebros de la mafia que representan una amenaza inminente para el Estado. Spezi permanecería aislado y no podría ver a sus abogados. El objetivo de esta ley era impedir que un criminal violento ordenara el asesinato o la intimidación de testigos a través de sus abogados o visitas. Ahora, dicha ley se aplicaría contra el peligrosísimo periodista Mario Spezi. La prensa señalaba que el trato que Spezi recibía en la cárcel era aún más duro que el dispensado a Bernardo Provenzano, el jefe de los jefes de la mafia, capturado cerca de Corleone, Sicilia, cuatro días después del arresto de Spezi.
Durante cinco días, nadie supo qué le había sucedido a Spezi, dónde estaba o qué podían estar haciéndole. Su desaparición judicial produjo una profunda angustia psicológica a todos sus amigos y familiares. Las autoridades se negaban a desvelar información alguna sobre él, su estado de salud o las condiciones de su encarcelamiento. Spezi simplemente desapareció en las negras fauces de la cárcel Capanne.