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La llamada llegó el 7 de abril de 2006, viernes. La voz del conde Niccoló retumbó a través de la conexión transatlántica.

—Acaban de arrestar a Spezi —dijo—. Los hombres de Giuttari fueron a su casa, le tendieron una trampa para que saliera y lo metieron en un coche. Es lo único que sé. Ahora mismo han dado la noticia.

Me quedé mudo.

—¿Arrestado? ¿Por qué?

—Lo sabes perfectamente. Lleva años haciendo que Giuttari, un siciliano, parezca un idiota redomado a los ojos de toda la nación. ¡Ningún italiano toleraría algo así! Y debo decir, querido Douglas, que Mario posee una pluma sumamente afilada. Se trata de una cuestión de apariencias, algo que vosotros, los anglosajones, nunca entenderéis.

—¿Qué ocurrirá ahora?

Niccoló soltó un largo suspiro.

—Esta vez han ido demasiado lejos. Giuttari y Mignini han sobrepasado la línea. Italia podría quedar en ridículo delante del mundo y las autoridades no pueden permitir que eso suceda. Giuttari será quien caerá. En cuanto a Mignini, la judicatura estrechará filas y limpiará sus trapos sucios a puerta cerrada. Puede que Giuttari reciba su merecido desde otra parte, pero le llegará. Recuerda mis palabras.

—¿Y qué le ocurrirá a Mario?

—Por desgracia, tendrá que pasar un tiempo en prisión.

—Espero que no sea mucho.

—Averiguaré todo lo que pueda y volveré a llamarte.

Me asaltó una preocupación.

—Niccoló, ve con cuidado. Eres el candidato perfecto para esa secta satánica… conde, miembro de una de las familias más antiguas de Florencia.

Niccoló rio con ganas.

—No creas que no lo he pensado.

Y dirigiéndose a la hipotética persona que estaría escuchando nuestra conversación telefónica, se puso a cantar en tono infantil:

Brigadiere Cuccurullo, mi raccomando, segni tutto!

Brigadier Cuccurullo, ¡asegúrese de grabarlo todo!

—Siempre me ha dado mucha lástima el pobre desgraciado que tiene que escuchar estas llamadas. Mi sente, Brigadiere Gennaro Cuccurullo? Mi dispiace per lei! Segni tutto! («¿Me oye, brigadier Gennaro Cuccurullo? ¡Me da usted lástima! ¡Grábelo todo!»)

—¿De verdad crees que tienes el teléfono pinchado? —le pregunté.

—¡Ja, estamos en Italia! Es probable que hasta los teléfonos del Papa estén pinchados.

En casa de Spezi no contestaban. Busqué la noticia en internet. La agencia de noticias italiana ANSA y Reuters acababan de publicarla.

MONSTRUO DE FLORENCIA:

PERIODISTA SPEZI ARRESTADO POR OBSTRUCCIÓN

A LA JUSTICIA

Faltaban doce días para que nuestro libro se publicara. De repente, temí que la editorial se amedrentara y aplazara la publicación. Llamé a nuestra editora en Sonzogno. Se hallaba en una reunión para hablar de la situación y no podía atenderme, pero hablé con ella más tarde. Le inquietaba el arresto de Spezi —no todos los días uno de tus escritores de éxito ordena el arresto de otro de tus escritores— y estaba enfadada conmigo y con Spezi. En su opinión, Spezi, empeñado en dirigir una vendetta «personal» contra Giuttari, había provocado innecesariamente al inspector jefe y había metido a RCS Libri en un desagradable embrollo legal. Algo acalorado, respondí que Spezi y yo solo estábamos reivindicando nuestros derechos legítimos como periodistas que buscan la verdad, y que no habíamos infringido ninguna ley ni hecho nada inmoral. Se mostró, para mi sorpresa, algo escéptica en lo referente a esto último. Era una actitud que vería con demasiada frecuencia entre los italianos.

Los resultados de la reunión, con todo, fueron alentadores. RCS Libri decidió seguir adelante con la publicación de nuestro libro. Más aún, adelantaría una semana su distribución para que llegara pronto a las librerías. Para ello, RCS había ordenado que el libro saliera de los almacenes lo antes posible. Una vez fuera, sería mucho más difícil para la policía confiscar los ejemplares, pues estarían repartidos por miles de librerías de toda Italia.

Finalmente conseguí hablar con Myriam Spezi. Estaba relativamente serena.

—Le tendieron una trampa para que bajara a la verja —dijo—. Iba en zapatillas, no llevaba nada encima, ni siquiera la cartera. Se negaron a mostrarle una orden de arresto. Le amenazaron, le obligaron a subir a un coche y se lo llevaron.

Primero fueron a las oficinas del GIDES del edificio Il Magnifico para interrogarlo y luego lo trasladaron, con sirena incluida, a la deprimente cárcel Capanne de Perugia.

Los noticieros italianos de la noche dieron la historia. Mientras pasaban imágenes de Spezi, de escenas de los asesinatos del Monstruo, de las víctimas y de Giuttari y Mignini, el comentarista decía, «Mario Spezi, escritor y cronista del caso del Monstruo de Florencia, ha sido detenido, junto con el ex presidiario Luigi Ruocco, por obstrucción a la investigación del asesinato de Francesco Narducci… a fin de ocultar el papel del médico en los asesinatos del Monstruo de Florencia. El fiscal de Perugia… defiende la hipótesis de que los dos intentaron colocar pruebas falsas en la Villa Bibbiani, en Capraia, en forma de objetos y documentos, con el fin de forzar que se reanudara la investigación de la pista sarda, cerrada en los años noventa. El objetivo era desviar la atención de las investigaciones que relacionan a Marco Spezi y al farmacéutico de San Casciano, Francesco Calamandrei, con el asesinato de Francesco Narducci…».

Luego aparecía yo en un vídeo, saliendo de la oficina de Mignini después del interrogatorio.

«Otras dos personas —proseguía el comentarista— están siendo investigadas por el mismo supuesto crimen, un ex inspector de policía y el escritor estadounidense Douglas Preston, quien, junto con Mario Spezi, acaba de escribir un libro sobre el Monstruo de Florencia».

Entre las muchas llamadas que recibí, una era del Ministerio de Asuntos Exteriores. Una agradable mujer me informó de que la embajada de Estados Unidos en Roma había preguntado sobre mi situación al fiscal del ministerio público de Perugia. La embajada podía confirmar que era, efectivamente, un indagato, es decir, una persona oficialmente sospechosa de haber cometido un delito.

—¿Preguntaron qué pruebas tenían contra mí?

—No entramos en los detalles de los casos. Lo único que podemos hacer es aclarar su situación.

—Yo ya tengo clara mi situación, muchas gracias. ¡Sale en todos los periódicos de Italia!

La mujer carraspeó y preguntó si había contratado a un abogado en Italia.

—Los abogados cuestan dinero —refunfuñé.

—Señor Preston —dijo la mujer en tono amable—, se trata de algo muy serio. El asunto no terminará aquí, probablemente empeorará, e incluso con un abogado podría alargarse años. No puede quedarse de brazos cruzados. Tiene que gastarse el dinero y contratar a un abogado. Pediré a la embajada en Roma que le envíe una lista por correo electrónico. Desgraciadamente, no podemos recomendarle un abogado en particular; porque…

—Lo sé —dije—. No se dedican a valorar a los abogados italianos.

Al final de la conversación me preguntó con cautela:

—No tendrá intención de regresar a Italia en un futuro próximo, ¿verdad?

—¿Bromea?

—Cómo me alegra poder oír eso. —Su alivio era palpable—. No nos gustaría tener que… en fin… enfrentarnos al problema de su arresto.

La lista llegó. Eran, en su mayoría, abogados especializados en casos de custodia infantil, transacciones inmobiliarias y derecho contractual. Solo unos pocos llevaban asuntos penales.

Llamé a un abogado de la lista elegido al azar, de Roma, y hablé con él. El hombre había leído la prensa y estaba al corriente del caso. Se alegraba mucho de oírme. Había escogido a la persona idónea. Interrumpiría su importante trabajo para encargarse del caso y reclutaría como socio a un destacado abogado de Italia que el fiscal del ministerio público de Perugia conocía y respetaba. Si contrataba a un abogado importante tenía medio caso ganado; así funcionaban las cosas en Italia. Al actuar de ese modo, estaría comunicando al fiscal que yo era un uomo serio, un hombre con el que no se jugaba. Cuando pregunté tímidamente por los honorarios me dijo que poner el asunto en marcha únicamente me costaría veinticinco mil euros, como anticipo, y que esa nimia cantidad (prácticamente nada) se debía a la repercusión del caso y a lo que significaba para la libertad de prensa. Sería un placer para él enviarme las instrucciones sobre cómo efectuar el pago, pero tenía que hacerlo ese mismo día porque la agenda de este importantísimo abogado de Italia estaba cada vez más llena…

Pasé al siguiente abogado de la lista, y luego al siguiente. Finalmente di con uno que estaba dispuesto a aceptar mi caso por unos seis mil euros y que, al menos, hablaba como un abogado y no como un vendedor de coches de ocasión.

Según averiguaríamos más tarde, antes del arresto de Mario, los hombres del GIDES habían registrado la Villa Bibbiani de Capraia y sus terrenos. Buscaban la pistola, los objetos, las cajas o los documentos que supuestamente habíamos colocado. No encontraron nada. Pero para un hombre de recursos como Giuttari, eso no representó un problema. Había actuado con tanta inmediatez, dijo, que no habíamos tenido tiempo de llevar a cabo nuestra nefanda conspiración: la había detenido en seco.