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Regresamos a Florencia bajo una lluvia torrencial. Por el camino telefoneé desde mi móvil a la embajada de Estados Unidos en Roma. Un funcionario del Departamento Jurídico me explicó que no podían hacer nada por mí porque no estaba detenido.

—Los estadounidenses que se meten en líos en Italia —dijo— deben contratar a un abogado. La embajada de Estados Unidos no puede intervenir en una investigación criminal local.

—No soy un estadounidense que ha hecho algo estúpido y se ha visto implicado en una investigación criminal —bramé—. Me están hostigando porque soy periodista. ¡Es una cuestión de libertad de prensa!

El funcionario no se dejó impresionar.

—Independientemente de lo que usted piense, este es un asunto criminal local. Está en Italia —dijo—, no en Estados Unidos. No podemos intervenir en las investigaciones criminales.

—¿Pueden, por lo menos, recomendarme un abogado?

—No nos dedicamos a valorar a los abogados italianos. Le enviaremos una lista de los abogados que conoce la embajada.

—Gracias.

Ante todo, tenía que hablar con Mario. Algo grande se avecinaba; mi interrogatorio no había sido más que un aviso. Detener a un periodista estadounidense y someterlo a un interrogatorio era una jugada arriesgada incluso para alguien tan poderoso como el fiscal del ministerio público de Perugia. Si estaban dispuestos a hacerme eso a riesgo de recibir mala publicidad (que pretendía echarle por la cabeza cual tonelada de ladrillos), ¿qué serían capaces de hacerle a Spezi? Era él a quien realmente querían.

No podía llamar a Spezi desde mi móvil. Cuando regresé a Florencia concerté un encuentro con él por medio de móviles prestados y llamadas desde cabinas telefónicas. Cerca de la medianoche, Spezi, Zaccaria y Myriam llegaron a nuestro apartamento de via Ghibellina.

Spezi, Gauloises en boca, se paseó por el elegante salón arrastrando nubes de humo.

—Jamás pensé que se atreverían a dar ese paso. ¿Estás seguro de que te acusaron de perjurio?

—Estoy seguro. Soy una persona indagata.

—¿Te entregaron un avviso di garanzia?

—Dijeron que me lo enviarían a mi dirección de Maine.

Les relaté cuanto podía recordar del interrogatorio. Cuando llegué al momento en el que Mignini nos acusó de colocar una pistola en la villa para incriminar a un inocente y desviar las sospechas de Spezi, este me interrumpió.

—¿Eso dijo? ¿«Desviar las sospechas» de mí?

—Eso dijo.

Meneó la cabeza.

Porca miseria! Esos dos, Giuttari y Mignini, no solo me consideran culpable de ardides periodísticos, como colocar una pistola para obtener una primicia, sino que creen que estoy directamente relacionado con los asesinatos del Monstruo o, por lo menos, con el asesinato de Narducci.

—En cierto modo —dije—, su fantasía encaja con los hechos. Míralo desde su perspectiva. Llevamos años insistiendo en que Antonio es el Monstruo. Como nadie nos hace caso, vamos a la villa, nos damos un garbeo y unos días después llamamos a la policía, le decimos que Antonio tiene pruebas escondidas allí y que vayan a buscarlas. Detesto decirlo, Mario, pero que hayamos podido colocar algo es una teoría verosímil.

—¡Venga ya! —aulló Spezi—. Esa teoría no solo carece de lógica investigadora, sino de lógica en general. No hace falta pensar mucho para descartarla. Si yo estuviera detrás del asesinato de Narducci y quisiera «desviar las sospechas» de mí, ¿crees que realmente reclutaría a un ex presidiario del que no sé nada, a un policía que en su día fue uno de los mejores detectives de la brigada móvil de Florencia y a un famoso escritor estadounidense? ¿A quién se le ocurre que tú, Doug, estarías dispuesto a venir a Italia para colocar pruebas con el fin de que la policía las encuentre? ¡Ya eres un escritor de éxito! ¡No necesitas publicidad! Y Nando es el presidente de una importante empresa de seguridad. ¿Por qué iba a arriesgarlo todo por una miserable primicia? ¡Es completamente absurdo!

Caminaba de un lado a otro esparciendo ceniza.

—Doug, tienes que hacerte la siguiente pregunta: ¿por qué Giuttari y Mignini se están esforzando tanto en atacarnos justamente ahora? ¿Podría ser porque en menos de dos meses publicaremos un libro sobre el caso que pone en tela de juicio su investigación? ¿Podría tratarse de un intento de desacreditar nuestro libro antes de que salga publicado? Ya saben qué cuenta el libro. Lo han leído.

Dio una vuelta por el salón.

—En mi opinión, Doug, lo peor de todo es la acusación de que hice eso para desviar las sospechas de mí. ¿Sospechas de qué? ¡De ser uno de los instigadores del asesinato de Narducci! Todos los periódicos han estado escribiendo lo mismo, lo cual indica que han estado utilizando la misma fuente, bien informada y, desde luego, oficial. ¿En qué me convierte eso?

Dio un paseo y se volvió.

—Doug, ¿eres consciente de lo que piensan en realidad? No soy solo un cómplice o alguien implicado en el asesinato de Narducci. Soy uno de los cerebros que están detrás de los asesinatos del Monstruo. ¡Creen que soy el Monstruo!

—Dame un cigarrillo —pedí. Normalmente no fumaba, pero en ese momento lo necesitaba.

Spezi me pasó un cigarrillo y se encendió otro.

Myriam rompió a llorar. Zaccaria estaba sentado en el borde del sofá con su largo pelo desmadejado; el traje, por lo general impecable, se veía mustio y arrugado.

—Pensadlo bien —dijo Spezi—. Se supone que yo coloqué la pistola del Monstruo en la villa para incriminar a un hombre inocente. ¿De dónde saqué la pistola del Monstruo, a menos que yo sea el Monstruo?

La ceniza se retorcía al final de su cigarrillo.

—¿Dónde está el maldito cenicero?

Fui a buscar un plato pequeño a la cocina para Spezi y para mí. Él apagó con vehemencia su pitillo a medio fumar y encendió otro.

—Te diré de dónde saca Mignini sus ideas. De esa mujer de Roma, Gabriella Carlizzi, la que dijo que la Orden de la Rosa Roja estaba detrás de los ataques del 11-S. ¿Has entrado en su sitio web? ¡Y esa es la mujer a la que el fiscal del ministerio público de Perugia escucha!

Spezi había pasado de ser el monstruólogo a ser el Monstruo.

Abandoné Italia al día siguiente. Cuando regresé a mi casa de Maine, encaramada sobre un acantilado frente al gris Atlántico, y escuché el oleaje rompiendo rítmicamente contra las rocas y el graznido de las gaviotas en lo alto, me alegré tanto de estar libre, de no estar pudriéndome en una cárcel italiana, que noté que me caían lágrimas por la cara.

El conde Niccoló me telefoneó al día siguiente.

—¡Caramba, Douglas, veo que has estado armándola en Italia! ¡Menudo espectáculo!

—¿Cómo lo sabes?

—Los periódicos de esta mañana dicen que ahora eres oficialmente sospechoso en el caso del Monstruo de Florencia.

—¿Sale en los periódicos?

—En todos. —Rio quedamente—. No te preocupes.

—¡Por Dios, Niccoló, me han acusado de ser cómplice de asesinato, de colocar una pistola en esa villa, de falso testimonio y obstrucción a la justicia! Me han aconsejado que no vuelva a Italia. ¿Y dices que no debería preocuparme?

—Mi querido Douglas, todo italiano que se precie es un indagato. Te felicito por haberte convertido en un auténtico italiano. —Su voz perdió su tono cínico y se tornó seria—. Nuestro amigo Spezi es el que debería estar preocupado. Muy preocupado.