La mañana del 22 de febrero salí del apartamento para comprar pastas y café para el desayuno. Cuando cruzaba la calle en dirección a un pequeño café, sonó el móvil. Un hombre me comunicó, en italiano, que era detective de policía y quería verme de inmediato.
—Vamos —reí—, ¿con quién hablo en realidad?
Estaba impresionado por el italiano impecable y el tono oficial, por lo que me devané los sesos tratando de adivinar quién era.
—No es ninguna broma, señor Preston.
Hubo un largo silencio mientras comprendía que la cosa iba en serio.
—¿De qué se trata?
—Ahora mismo no puedo decírselo. Es preciso que venga a vernos. Es obbligatorio.
—Estoy muy ocupado —dije, cada vez más asustado—. No dispongo de tiempo. Lo siento mucho.
—Pues tiene que encontrarlo, señor Preston —fue la respuesta—. ¿Dónde está en estos momentos?
—En Florencia.
—¿Dónde exactamente?
¿Debía negarme a contestar? ¿Debía mentir? Ni una cosa ni otra me parecía lo más sensato.
—En via Ghibellina.
—No se mueva de ahí. Iremos a buscarle.
Miré a mi alrededor. Era una parte de la ciudad que no conocía bien, con muchas callejuelas y pocos turistas. No me pareció una buena idea. Quería testigos, testigos americanos.
—Nos veremos en piazza della Signoria —repliqué, nombrando la plaza más concurrida de Florencia.
—¿Dónde? Es muy grande.
—Donde quemaron a Savonarola. Hay una placa.
Silencio.
—No conozco ese lugar. Mejor nos reunimos en la puerta del Palazzo Vecchio.
Llamé a Christine.
—Me temo que esta mañana no podré llevarte el café.
Llegué pronto y paseé por la piazza mientras la cabeza me daba vueltas. Como estadounidense, escritor y periodista siempre había disfrutado de una petulante sensación de invulnerabilidad. ¿Qué podían hacerme? Ya no me sentía tan intocable.
A la hora convenida vi a dos hombres que se abrían paso entre la masa de turistas. Vestían vaqueros, zapatos negros, americana azul y gafas de sol encajadas en un pelo cortado al rape. Iban in borghese, de paisano, pero incluso a cien metros de distancia pude adivinar que eran polis.
Me acerqué.
—Soy Douglas Preston.
—Síganos.
Los detectives entraron en el Palazzo Vecchio, y en el magnífico patio renacentista rodeado de frescos de Vasari me entregaron una citación legal para comparecer en un interrogatorio ante Giuliano Mignini, el fiscal del ministerio público de Perugia. El detective explicó cortésmente que la no comparecencia constituía un delito grave y les pondría en la desagradable posición de tener que ir a buscarme.
—Firme aquí para indicar que ha recibido el documento y entiende lo que dice y lo que debe hacer.
—Todavía no me han dicho de qué se trata.
—Lo averiguará mañana en Perugia.
—Por lo menos dígame si tiene que ver con el Monstruo de Florencia.
—Le felicito —respondió el detective—. Ahora, firme.
Firmé.
Llamé a Spezi. La noticia lo dejó profundamente consternado.
—Nunca imaginé que llegarían a actuar contra ti —dijo—. Ve a Perugia y responde a las preguntas. Diles solo lo que quieran saber, no más. Y por lo que más quieras, no mientas.