—Polizia! Perquisizione! ¡Policía! ¡Esto es un registro!
A las 6.15 de la mañana del 18 de noviembre de 2004, el timbre de la puerta, junto con la voz estridente de un detective de policía exigiendo entrar, despertó a Mario Spezi.
Lo primero que pensó Spezi fue esconder el disquete que contenía el libro que estábamos escribiendo juntos. Saltó de la cama y subió como una bala por la estrecha escalera que conducía a su estudio de la buhardilla. Abrió la caja de plástico donde guardaba los disquetes de su viejo ordenador, agarró el que tenía la etiqueta con la palabra «Monster» escrita en inglés y se lo guardó dentro de los calzoncillos.
Llegó a la puerta justo cuando la policía entraba en tropel. Parecía un ejército, tres… cuatro… cinco. Spezi contó hasta siete. La mayoría eran gordos y las enormes cazadoras de cuero gris y marrón hacía que parecieran aún más grandes.
El mayor de todos era un comandante de la brigada GIDES de Giuttari; los demás eran carabinieri y policías. El comandante, al que llamaban Graybeard («Viejo»), deseó un buongiorno a Spezi y le puso una hoja de papel delante de la cara.
Procura della Repubblica presso il Tribunale di Perugia, decía el membrete (Oficina del Fiscal del Tribunal de Perugia) y, debajo, «Orden de registro, información y garantía para el acusado sobre el derecho de defensa».
Había salido directamente de la oficina de Giuliano Mignini, el fiscal del ministerio público de Perugia.
«La persona arriba mencionada —decía el documento— se halla por la presente bajo investigación oficial por haber cometido los siguientes delitos: a), b), c), d)…» Llegaban hasta la letra r. Diecinueve delitos, todos ellos sin especificar.
—¿Qué son estos delitos, a, b, c y demás? —preguntó Spezi a Graybeard.
—Harían falta varios volúmenes para explicarlos —fue la respuesta del hombre.
Spezi no podía saber cuáles eran esos delitos. Se hallaban bajo secreto judicial.
Spezi leyó con incredulidad el motivo del registro. Se decía que había dado «muestras de un interés peculiar y sospechoso por la rama perugiana de la investigación» y que «parecía empeñado en perjudicar la investigación a través de la televisión». Supuso que se referían al programa Chi l’ha visto? del 14 de mayo, donde el profesor Introna cortaba las alas a la investigación de la secta satánica y Spezi aparecía agitando el tope para puertas y dejando en ridículo al inspector jefe Giuttari.
La orden no solo autorizaba el registro de la casa, sino también de «las personas presentes o que puedan llegar» en busca de algún objeto que pudiera tener relación con el caso del Monstruo, por intrascendente que fuera. «Existen razones suficientes para creer que dichos objetos podrían hallarse en el entorno de la persona arriba mencionada o en su propia persona».
Spezi se quedó petrificado al leer esto último. Eso significaba que tenían permiso para cachearle. Podía notar el estuche de plástico del disquete clavándosele en la carne.
La esposa de Spezi, Myriam, y su hija de veinte años, Eleonora, estaban en la sala de estar, en bata, alarmadas y desconcertadas.
—Dígame qué busca —dijo Spezi— y yo mismo se lo mostraré. Así evitaremos que me destroce la casa.
—Queremos todo lo que tenga sobre el Monstruo —dijo Graybeard.
Eso significaba no solo todo el archivo que Spezi había creado a lo largo de un cuarto de siglo de investigar e informar sobre el caso, sino todo el material que estábamos utilizando para escribir el libro del Monstruo. Spezi era el guardián de la investigación; yo solo tenía copias de los documentos más recientes.
De repente comprendió a qué venía todo aquello. Querían evitar que el libro se publicara.
—¡Mierda! ¿Y cuándo piensan devolvérmelo?
—Cuando lo hayamos revisado —dijo Graybeard.
Spezi lo llevó hasta su buhardilla y le mostró las numerosas carpetas que integraban el archivo: montones de recortes de prensa amarillentos, pilas de fotocopias de documentos legales, análisis de balística, informes de médicos forenses, transcripciones completas de juicios, interrogatorios, veredictos, fotografías, libros.
La policía procedió a guardarlo todo en grandes cajas de cartón.
Spezi telefoneó a un amigo de la agencia de noticias ANSA, el equivalente italiano de Associated Press, y tuvo la suerte de encontrarlo.
—Están registrando mi casa —dijo—. Se están llevando todo lo que Douglas Preston y yo necesitamos para escribir el libro sobre el Monstruo. Ya no podré escribir ni una sola palabra.
Quince minutos después, la noticia sobre el registro aparecía en las pantallas de ordenador de todos los diarios y las televisiones de Italia.
Entretanto, Spezi llamó al presidente de la Orden de Periodistas, al presidente de Press Association y al director de La Nazione, los cuales se mostraron más escandalizados que sorprendidos. Le aseguraron que iban a montar un escándalo.
El móvil de Spezi no dejaba de sonar. Uno tras otro, los colegas le llamaban mientras el registro proseguía. Todos querían entrevistarle. Spezi les aseguró que se reuniría con ellos en cuanto el registro hubiera terminado.
Los periodistas empezaron a congregarse frente a su edificio mientras el registro seguía su curso.
La policía no se conformó con llevarse los documentos que Spezi les había mostrado y empezó a revolver los cajones, retirar los libros de las estanterías y abrir las fundas de los cedé. Entraron en el cuarto de Eleonora y registraron el armario, las carpetas, los libros, cartas, diarios, álbumes de recortes y fotografías, desparramándolo todo por el suelo y dejando la habitación patas arriba.
Spezi rodeó a Myriam con un brazo. Su esposa estaba temblando.
—No te preocupes, es solo rutina. —Myriam llevaba puesta una chaqueta. En determinado momento, Spezi rescató el disquete y lo introdujo en uno de sus bolsillos. Luego le dio un beso en la mejilla para animarla—. Escóndelo —le susurró.
Minutos después, fingiendo pesadumbre, Myriam se dejó caer pesadamente en un diván que tenía una de las costuras descosidas. Cuando la policía se dio la vuelta, ocultó rápidamente el disquete bajo la tela.
Después de tres horas de registro se dieron por satisfechos. Cargaron las cajas en carretillas y pidieron a Spezi que los acompañara al cuartel de los carabinieri, donde harían un inventario que precisaba su firma.
Ya en el cuartel, mientras esperaba en una silla de cuero sintético marrón a que el inventario estuviera listo, sonó el móvil. Era Myriam, que estaba intentando poner orden en el piso; tuvo el acierto de dirigirse a su marido en francés. Spezi y su esposa solían hablar francés en casa, pues ella era belga y formaban una familia bilingüe. Su hija había ido a escuelas francesas en Florencia.
—Mario —dijo en francés—, no te preocupes, no se llevaron lo que de verdad te interesa. Pero no encuentro los documentos de la scagliola.
Una scagliola es un modelo de mesa antigua. Spezi poseía una sumamente valiosa que databa del siglo XVII, que había hecho restaurar y estaban pensando en vender.
No era la palabra más afortunada para utilizar en ese momento, en una conversación en francés, pues era evidente que tenían el teléfono pinchado. Spezi la interrumpió.
—Myriam, ahora no es el momento…
Cuando colgó tenía la cara colorada. Sabía que las palabras de su esposa eran totalmente inocentes pero que la policía podría darles una interpretación siniestra, sobre todo porque habían hablado en francés.
Al rato entró Graybeard.
—Spezi, necesito que me acompañe.
El periodista se levantó de la silla y le siguió hasta la habitación contigua. Graybeard se volvió y le miró fijamente a los ojos, con expresión hostil.
—Spezi, no está usted colaborando. Esto no marcha.
—¿Que no estoy colaborando? ¿Qué entiende usted por colaborar? He dejado mi casa a su entera disposición para que puedan poner sus sucias manos donde les plazca. ¿Qué más quieren?
Graybeard miró a Spezi con sus duros y marmóreos ojos.
—No estoy hablando de eso, no se haga el ingenuo. Sería mucho mejor para usted que colaborara.
—Ah, ahora lo entiendo… Es por lo que mi mujer dijo en francés. Creen que estaba intentando decirme algo en clave. Pero debe entender que es la lengua materna de mi esposa y que para ella es normal hablar en francés. En casa casi siempre lo hacemos. En cuanto al contenido de lo que dijo —Spezi supuso que Graybeard no era bilingüe—, en el caso de que no lo haya entendido, tenía que ver con un documento que ustedes no vieron: mi contrato con la editorial que publicará mi libro sobre el Monstruo. Quería decirme que no se lo habían llevado, eso es todo.
Graybeard siguió mirándole con los ojos entornados y el rostro impasible. Spezi se dijo que quizá el problema estaba en la palabra scagliola. Pocos italianos que no fueran aficionados a las antigüedades la conocían.
—¿Es por la scagliola? —preguntó—. ¿No sabe qué es una scagliola? ¿Es ese el problema?
El policía no respondió, pero estaba claro que, efectivamente, ese era el problema. Spezi intentó explicárselo en vano. Graybeard no estaba interesado en sus explicaciones.
—Lamento decirle, Spezi, que vamos a tener que empezar otra vez de cero.
Salieron del cuartel. La policía y los carabinieri subieron de nuevo a sus vehículos y regresaron al apartamento acompañados de Spezi. Dedicaron cuatro horas a ponerlo patas arriba y esta vez hicieron un verdadero destrozo.
No se dejaron nada, ni siquiera el hueco que había detrás de los libros de las estanterías. Se llevaron el ordenador, todos los disquetes (salvo el que seguía escondido bajo la tela del diván) e incluso el menú de una cena ofrecida en el Rotary Club durante una conferencia sobre el Monstruo a la que Spezi había asistido. Se llevaron su agenda de teléfonos y todas sus cartas.
No estaban de buen humor.
También Spezi empezaba a perder la paciencia. Cuando entró en la biblioteca, señaló el tope para puertas que le había prestado su amigo alemán, el que había exhibido en el programa de televisión. La piedra estaba detrás de la puerta cumpliendo su función: ser un tope para puertas.
—¿Ve esa piedra? —preguntó con sarcasmo al detective—. Es igual que la pirámide truncada hallada en la escena de uno de los crímenes y que ustedes insisten en asegurar que es un «objeto esotérico». Ahí lo tiene, mírelo bien. ¿No se da cuenta de que no es más que un tope para puertas? —Soltó una risa burlona—. Está en todas las casas rurales de la Toscana.
Su comentario fue un grave error. El detective cogió el tope para puertas y se lo llevó. De ese modo, a las pruebas contra Spezi se sumaba ahora un objeto idéntico al que el GIDES y Giuttari consideraban clave para su investigación, algo sobre lo que el Corriere della Sera había escrito en un artículo en primera página, donde lo describía, sin un ápice de ironía, como «un objeto que servía para poner el mundo terrenal en contacto con las regiones del infierno».
En el informe sobre los objetos sacados de casa de Spezi elaborado por la policía, el tope para puertas aparecía descrito como una «pirámide truncada, con base hexagonal, oculta detrás de una puerta», insinuando, por tanto, que Spezi había intentado esconderla. En un informe, el ministro público de Perugia, Giuliano Mignini, justificaba la confiscación del tope para puertas afirmando que el objeto «relacionaba a la persona investigada [es decir, Spezi] directamente con la serie de dobles homicidios».
En otras palabras, debido a ese tope para puertas, Spezi ya no era sospechoso únicamente de obstruir o interferir en la investigación del Monstruo de Florencia. La policía creía ahora que el objeto descubierto en su casa lo relacionaba directamente con uno de los crímenes.
El programa Chi l’ha visto? y el artículo del 23 de junio habían logrado consolidar las sospechas y el odio de Giuttari hacia Spezi. En un libro que publicó sobre el caso: El Monstruo: anatomía de una investigación, el inspector jefe explicaba la forma en la que evolucionaron sus sospechas. El texto da una idea de cómo funcionaba su mente.
«El 23 de junio —escribió Giuttari—, uno de los artículos [de Spezi] salió publicado en La Nazione, una entrevista “exclusiva” a Mario Vanni, condenado a cadena perpetua, con el título “Moriré como el Monstruo pero soy inocente”».
En el artículo, Spezi mencionaba que había charlado con Vanni en una ocasión, muchos años antes de que comenzaran los asesinatos del Monstruo, en San Casciano. Giuttari veía en ello una pista importante. «Me sorprendió que se conocieran desde sus días de juventud —escribió—. Pero más me sorprendió la curiosa coincidencia de que el enconado enemigo público de la investigación oficial del caso del Monstruo, y acérrimo defensor de la “pista sarda”, no solo resultara ser gran colega del ex farmacéutico acusado [Calamandrei]… sino viejo amigo de Mario Vanni».
Giuttari proseguía diciendo que Spezi había «participado en un programa de televisión» que pretendía centrar de nuevo la atención en la pista sarda «reciclando teorías trilladas y no verificadas» que hacía mucho que habían sido desacreditadas.
«Ahora —escribía Giuttari— el entrometimiento de Spezi empezaba a resultar sospechoso».
Al confiscar el tope para puertas, Giuttari y Mignini poseían la prueba física que necesitaban para relacionar a Spezi con una de las escenas de los crímenes del Monstruo.
Cuando la policía se hubo marchado, Spezi subió con cautela la escalera de su buhardilla, temeroso de lo que pudiera encontrar. Fue aún peor de lo que había temido. Se hundió en la butaca que yo le había regalado antes de abandonar Florencia, frente al espacio vacío dejado por su ordenador, y permaneció un rato contemplando el caos que le rodeaba. Entonces rememoró la mañana cristalina de aquel domingo 7 de junio de 1981 —veintitrés años atrás— cuando su colega le pidió que le sustituyera en la sección de sucesos, asegurando que «los domingos nunca ocurre nada».
Ni en un millón de años habría imaginado hasta dónde iba a llegar este asunto.
Quería llamarme, me contó después, pero en Estados Unidos era de noche, y no podía enviarme un correo electrónico porque no tenía ordenador. Finalmente decidió dar una vuelta por las calles de Florencia y buscar un cibercafé desde el que poder escribirme.
Frente a su apartamento le aguardaba una multitud de periodistas y cámaras de televisión. Dijo unas palabras, respondió algunas preguntas, se subió al coche y puso rumbo a la ciudad. En via de’ Benci, a unos pasos de Santa Croce, entró en un cibercafé abarrotado de estudiantes americanos con las caras llenas de granos que estaban hablando con sus padres a través de VOIP. Tomó asiento delante de un ordenador. Desde algún lugar, débilmente llegaba el triste trombón de Marc Johnson interpretando «Goodbye Pork Pie Hat» de Charles Mingus. Spezi se conectó a su servidor, introdujo la contraseña de su correo y vio que ya tenía un mensaje mío con un archivo adjunto.
Mientras escribíamos el libro del Monstruo, Spezi y yo habíamos estado intercambiando correos electrónicos sobre las cosas que habíamos corregido de los capítulos del otro. Lo que Spezi encontró fue el último capítulo del libro, escrito por mí, sobre la entrevista a Antonio. Spezi me envió un correo contándome que le habían registrado la casa.
A la mañana siguiente, tras leer el mensaje, le telefoneé y me relató la historia del registro. Me pidió ayuda para hacer pública la incautación de nuestro material de investigación.
Entre los documentos confiscados por la policía estaban las notas y borradores del artículo que habíamos escrito para The New Yorker y que no había llegado a publicarse. Llamé a Dorothy Wickenden, la directora de la revista, quien me facilitó una lista de personas que podían ayudarme y me explicó que como no habían publicado el artículo, la revista no consideraba oportuno intervenir directamente.
Dediqué varios días a hacer llamadas y escribir cartas, pero la respuesta fue mínima. La triste verdad era que a poca gente en Norteamérica le interesaba un periodista italiano que había irritado a la policía y al que le habían incautado sus archivos en un momento en el que estaban asesinando a periodistas en Rusia e Irak. «Claro que si hubieran encarcelado a Spezi… —me dijeron en numerosas ocasiones—, entonces algo se podría hacer».
Finalmente, el PEN intervino. El 11 de enero de 2005, el Writers in Prison Comité del PEN International de Londres envió a Giuttari una carta donde criticaba el registro de la casa de Spezi y que se hubieran incautado de sus papeles. La carta explicaba que «a International PEN le preocupa que pueda haberse producido una violación del Artículo 6.3 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, el cual garantiza el derecho de todas las personas acusadas de un delito criminal a ser informadas puntual “y minuciosamente sobre la naturaleza y el motivo de la acusación”».
Giuttari respondió ordenando otro registro de la casa de Spezi, que tuvo lugar el 24 de enero. Esta vez se llevaron un ordenador averiado y un bastón que sospechaban podía esconder un dispositivo electrónico.
Pero nunca dieron con el disquete que Spezi había escondido en los calzoncillos, de modo que pudimos seguir trabajando en el libro. Durante los meses siguientes, la policía fue devolviendo poco a poco las carpetas y archivos de Spezi, nuestras notas y el ordenador, pero no el infausto tope para puertas. Ahora, Giuttari y Mignini sabían qué aparecía exactamente en el libro, pues habían extraído del ordenador de Spezi todos los borradores. Y, por lo visto, no les gustó lo que leyeron.
Una agradable mañana, Spezi abrió el periódico y tropezó con un titular que casi hizo que cayera de la silla.
ASESINATO DE NARDUCCI:
PERIODISTA BAJO INVESTIGACIÓN
Como vino que se convierte en vinagre en una barrica mal sellada, las sospechas de Giuttari habían madurado. Spezi había pasado de periodista entrometido a sospechoso de asesinato.
—Cuando lo leí —me dijo Spezi por teléfono— tuve la sensación de formar parte de una nueva versión cinematográfica de El proceso de Kafka, pero protagonizada por Jerry Lewis y Dean Martin.