Durante 2004, nuestro último año en Italia, la investigación del Monstruo ganó ímpetu. Daba la impresión de que todos los meses aparecía en los diarios una nueva historia totalmente inverosímil. Mario y yo seguíamos trabajando en nuestro libro, recopilando información y reuniendo recortes de periódico de los últimos acontecimientos. Mario seguía ejerciendo su labor como periodista investigador autónomo, fisgoneando, visitando regularmente a sus contactos en los carabinieri, siempre a la caza de una primicia.
Un día, Mario me telefoneó.
—Doug, reúnete conmigo en el bar Ricchi. ¡Tengo grandes noticias!
Nos vimos una vez más en nuestro bar predilecto. Mi familia y yo llevábamos cuatro años en Italia y en el bar Ricchi me conocían lo suficiente para poder saludar al dueño y a su familia por sus nombres de pila y, además, disfrutar de un sconto de vez en cuando.
Spezi llegó tarde. Como siempre, había estacionado ilegalmente su coche en la piazza y había colocado en el parabrisas el letrero de PERIODISTA, junto con un permiso de prensa especial que le permitía conducir por la parte vieja.
Entró envuelto en humo y pidió un café «stretto, stretto» y un vaso de agua. Algo pesado le tiraba de la gabardina.
Dejó su sombrero estilo Bogart en el banco, tomó asiento y extrajo un objeto envuelto en papel de periódico, que dejó sobre la mesa.
—¿Qué es?
—Ya lo verás. —Hizo una pausa para beber el café de un trago—. ¿Has visto alguna vez el programa de televisión Chi l’ha visto? [¿Quién le ha visto?]?
—No.
—Es uno de los programas con mayor audiencia de la televisión italiana, una copia descarada de vuestro programa America’s Most Wanted. Me han pedido que colabore en una serie de emisiones destinadas a reconstruir la historia del caso del Monstruo de Florencia, desde el principio hasta nuestros días.
Spezi se rodeó de una triunfal nube de humo azul.
—¡Es fantástico! —exclamé.
—Y —añadió con ojos chispeantes—, para el programa, tengo una primicia que nadie conoce, ¡ni siquiera tú!
Bebí un sorbo de café y esperé.
—¿Recuerdas cuando te hablé del detective que me aseguró que los turistas franceses habían sido asesinados el sábado por la noche porque había larvas grandes como colillas? Pues bien, conseguí hacerme con las fotografías que el equipo forense había tomado aquel lunes. En una esquina de las fotografías aparece impresa la hora exacta en la que se hicieron: en torno a las cinco de la tarde, tres horas después de que se descubrieran los cuerpos. Una ampliación permite ver perfectamente las larvas, y te aseguro que son grandes. Después de algunas indagaciones di con el mayor experto en entomología forense de Italia, un hombre conocido internacionalmente que, junto con un colega estadounidense, desarrolló hace diez años una técnica para establecer la hora de la muerte basándose en el desarrollo de las larvas. Se llama Francesco Introna y es director del Istituto di Medicina Legale de Padua y director del Laboratorio di Entomología Forense en el Istituto di Medicina Legale de Bari, donde enseña; tiene trescientos artículos científicos publicados en revistas médicas y asesora al FBI. Así que le llamé, le envié las fotos y me dio los resultados. Hermosos resultados. ¡Doug, es la prueba definitiva que andábamos buscando, la prueba de que Pacciani era inocente, de que Lotti y Pucci mintieron y de que sus compañeros de merienda no tuvieron nada que ver con los asesinatos!
—Fabuloso —aplaudí—. Pero ¿cómo funciona? ¿Cuál es la base científica?
—El profesor me lo explicó. Por lo visto, las larvas son clave para determinar la hora de una muerte. Las calliforidi, o moscas azules, depositan en el cadáver gran cantidad de huevos concentrados en una piña. Ponen únicamente durante el día, porque las moscas no vuelan de noche. Los insectos tardan entre dieciocho y veinticuatro horas en nacer y luego se desarrollan siguiendo un proceso estricto.
Sacó el informe.
—Léelo tú mismo.
Era breve y conciso. Me abrí paso en el denso y científico italiano. Las larvas de las fotografías de la víctima francesa, declaraba el informe, «habían superado la primera fase de desarrollo y se hallaban en la segunda… Se habían depositado en los restos treinta y seis horas antes como mínimo. Por lo tanto, los datos entomológicos no pueden respaldar la teoría de que el homicidio se cometió la noche del 8 de septiembre [la noche del domingo] y que la deposición de los huevos tuvo lugar la madrugada del 9, según las fotografías hechas doce horas después, a las cinco de la tarde. Los datos determinan que la muerte se produjo, como mínimo, el día anterior».
En otras palabras, los turistas franceses tuvieron que ser asesinados el sábado por la noche.
—¿Entiendes qué significa eso? —preguntó Spezi.
—Significa que los testigos son unos auténticos embusteros, pues todos aseguraron haber presenciado los asesinatos el domingo por la noche.
—Y que el testimonio de Lorenzo Nesi, que sitúa a Pacciani cerca de la escena del crimen el domingo por la noche, es irrelevante. Por si fuera poco, Pacciani tenía una coartada para la noche del sábado, la verdadera noche del crimen. ¡Estaba en una feria rural!
Se trataba de un hallazgo decisivo. La prueba entomológica demostraba (como si se precisaran más pruebas) que Pacciani y sus supuestos cómplices no tenían nada que ver con los asesinatos del Monstruo de Florencia. También echaba por tierra la teoría de la secta satánica, pues esta se basaba en la culpabilidad de Pacciani, la falsa confesión de Lotti y el testimonio de los demás testigos algebraicos. Eran exactamente lo que el juez Ferri decía de ellos en su libro: «Unos mentirosos compulsivos y burdos».
Esta nueva evidencia, dijo Spezi, obligaría a los investigadores a reabrir la pista sarda. En algún lugar de las profundidades del clan sardo encontrarían la verdad y se desenmascararía al Monstruo.
—Es increíble —dije—. El día que esto salga por televisión estallará un increíble revuelo.
Spezi asintió en silencio.
—Pero eso no es todo.
Retiró el papel del objeto que descansaba sobre la mesa y debajo apareció una curiosa piedra tallada en forma de pirámide truncada, con los cantos pulidos, vieja y desportillada, de unos dos quilos de peso.
—¿Qué es?
—Según el inspector jefe Giuttari, un objeto esotérico empleado para establecer comunicación entre este mundo y las regiones del infierno. Para el resto de los mortales es un tope para puertas. Lo vi en una puerta de la Villa Romana de Florencia, lo que ahora es el Instituto Cultural Alemán. El director, Joachim Burmeister, es amigo mío y me la prestó. Es casi idéntica a la piedra recogida cerca de la escena del crimen perpetrado por el Monstruo en 1981 en los Campos de Bartoline. El programa Chi l’ha visto? —prosiguió Spezi— tiene previsto grabar en la escena del crimen. Yo estaré allí, justamente donde encontraron el primer tope para puertas, sosteniendo este de aquí. Eso demostrará que el «objeto esotérico» de Giuttari no es más que eso: un tope para puertas.
—A Giuttari no le gustará.
Spezi esbozó una sonrisa maliciosa.
—Qué se le va a hacer.
El programa se emitió el 14 de mayo de 2004. El profesor Introna expuso los datos y explicó la ciencia de la entomología forense. Spezi apareció con su tope para puertas en los Campos de Bartoline.
Pero de increíble revuelo, nada. Ni la oficina del fiscal ni la policía mostraron el menor interés. El inspector jefe Giuttari rechazó de plano las conclusiones del profesor Introna. La policía y los fiscales se abstuvieron de hacer comentarios sobre el tope para puertas. En cuanto a las condenas de Lotti y Vanni, compañeros de merienda de Pacciani, por asesinato, las autoridades declararon que el sistema judicial italiano había emitido sus veredictos y no creía necesario revisarlos. En los círculos oficiales se evitó hacer declaraciones sobre el programa. Y la prensa contribuyó a que la cosa no pasara de ahí. Casi todos los periódicos italianos pasaron por alto el asunto. Se trataba de ciencia —no de otra historia excitante sobre sectas satánicas— y no ayudaría a vender más ejemplares. La investigación sobre sectas satánicas, cerebros ocultos, intercambio de cadáveres, conspiraciones de gente poderosa y topes para puertas tratados erróneamente como objetos esotéricos siguió su curso como si tal cosa.
La aparición de Spezi en televisión, no obstante, sí tuvo un efecto. Pareció aumentar el odio que el inspector jefe Giuttari sentía por él.
Nuestra última noche en Florencia, antes de regresar a Estados Unidos, nos reunimos con algunos amigos en casa de Myriam y Mario para una cena de despedida en la terraza con vistas a las colinas florentinas. Era el 24 de junio de 2004. Myriam había preparado una cena extraordinaria: crostini con pimientos dulces y anchoas servido con un spumante del Alto Adigio; faisán y perdiz, que había cazado un amigo el día anterior, envueltos en hojas de parra, acompañados de un chianti típico de las tierras de Viticchio; verdura silvestre aliñada con aceite de oliva picante de la zona y un intenso vinagre balsámico de doce años; queso pecorino fresco de Sant’Angelo, el pueblo de Mario, y zuppa inglese, un delicioso postre.
El día antes, el 23 de junio, Spezi había publicado un artículo en La Nazione donde entrevistaba a Vanni, el ex cartero de San Casciano condenado como cómplice de Pacciani. Spezi contaba que, por casualidad, se había encontrado a Vanni en una residencia de ancianos mientras trabajaba en otro artículo. Nadie sabía que el hombre había sido excarcelado debido a su delicada salud y avanzada edad. Spezi lo reconoció y aprovechó para entrevistarlo allí mismo.
«Moriré como el Monstruo pero soy inocente», rezaba el titular. Spezi consiguió la entrevista porque, decía, hizo que Vanni rememorara sus «buenos momentos» en San Casciano, cuando él y Spezi se vieron durante una feria, mucho antes de que el pobre cartero pasara a convertirse en uno de los infames compañeros de merienda de Pacciani. Habían subido juntos a un coche repleto de gente; Vanni agitaba una bandera italiana. Al ver a Spezi en la residencia se puso nostálgico y así fue como Spezi logró hacerle hablar.
Mientras cenábamos el sol se puso sobre las colinas florentinas, envolviendo el paisaje en una luz dorada. Las campanas de la iglesia medieval de Santa Margherita, en Montici, anunciaban las horas secundadas por las demás iglesias ocultas en las colinas de alrededor. El aire, caldeado por los agonizantes rayos de sol, olía a madreselva. Abajo, en el valle, las torres almenadas de un castillo proyectaban sombras alargadas sobre los viñedos circundantes. Poco a poco, las colinas pasaron del dorado al púrpura y finalmente se perdieron en el crepúsculo de la noche.
El contraste entre ese paisaje mágico y el Monstruo que en otros tiempos acechaba en él me impactó particularmente.
Mario aprovechó el momento para entregarme un regalo. Al desenvolverlo, apareció un Oscar de plástico con una base que decía: «El Monstruo de Florencia».
—Para cuando hagan una película basada en nuestro libro —dijo Mario.
También me regaló un dibujo a lápiz que había hecho años atrás de Pietro Pacciani, sentado en el banquillo durante su juicio, en el que había escrito: «Para Doug, en memoria de un florentino vil y de nuestro maravilloso trabajo juntos».
De regreso a la casa que habíamos construido en Maine, colgué el dibujo en la pared de la cabaña que utilizaba de estudio detrás de la vivienda, junto con una fotografía de Spezi donde aparecía con su gabardina y su sombrero de fieltro, Gauloises en boca, en una carnicería bajo una ristra de carrillos de cerdo.
Spezi y yo hablábamos con frecuencia, pues seguíamos trabajando en el libro del Monstruo. Echaba de menos mi vida en Italia, pero en Maine se respiraba tranquilidad y, con su habitual tiempo de mil demonios, niebla y frío, se convertía en un lugar maravilloso para trabajar. (Empecé a comprender por qué Italia producía pintores e Inglaterra escritores.) Rodeado de bosques de robles y pinos blancos, nuestro pueblo, Round Pond, tiene quinientos cincuenta habitantes y parece salido de una litografía de Currier & Ives, con su iglesia blanca y su campanario, un puñado de casas de madera, una tienda y un puerto lleno de langosteras. En invierno, el pueblo queda enterrado bajo un grueso manto de nieve rutilante y del océano sale humo. Apenas hay delincuencia y pocos se molestan en cerrar sus casas con llave cuando se marchan de vacaciones. La cena anual de la judía ocupa siempre la portada del periódico local. La «gran ciudad», a dieciocho kilómetros, es Damariscotta, con dos mil habitantes.
El choque cultural era considerable.
Seguíamos trabajando en el libro a través del teléfono y el correo electrónico. Spezi escribía la mayor parte del texto, mientras que yo leía y comentaba su trabajo y añadía algunos capítulos en mi pobre italiano, que Spezi se veía obligado a reescribir. (Mi nivel de italiano escrito correspondería, siendo generoso, al de un quinto grado.) También redactaba material en inglés, que traducía amablemente Andrea Carlo Cappi, el traductor de mis novelas, quien se había convertido en un buen amigo durante nuestros años en Italia. Spezi y yo hablábamos regularmente y hacíamos excelentes progresos con el libro.
La mañana del 19 de noviembre de 2004, fui a mi cabaña y escuché el buzón de voz. Tenía un mensaje urgente de Mario. Algo horrible había sucedido.