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Unos años atrás, Spezi había telefoneado a Antonio Vinci para intentar hacerle una entrevista. Antonio se negó en redondo. En vista de ello, nos preguntábamos cuál sería la mejor forma de abordarlo ahora. Decidimos no llamar con antelación para no darle otra oportunidad de decir no. En lugar de eso nos presentaríamos en su casa con nombres falsos para evitar una segunda negativa y protegernos de posibles represalias cuando el artículo saliera publicado. Yo sería un periodista norteamericano que estaba escribiendo un artículo sobre el Monstruo de Florencia y Spezi un amigo que me echaba una mano como traductor.

Llegamos al edificio de apartamentos de Antonio a las 21.40, lo bastante tarde para asegurarnos de encontrarlo en casa. Antonio vivía en un cuidado barrio obrero del oeste de Florencia. Su edificio, una estructura modesta de estuco con un pequeño jardín de flores y un aparcamiento para bicicletas delante, estaba en una calle secundaria. Al final de la misma, pasada una hilera de pinos reales, asomaban los esqueletos de fábricas abandonadas.

Spezi llamó al telefonillo. Respondió una mujer.

—¿Quién es?

—Marco Tiezzi —dijo Spezi.

Nos abrieron sin más preguntas.

Antonio nos recibió en la puerta con un pantalón corto como único atuendo. Miró a Mario.

—¡Oh, es usted, Spezi! —dijo, reconociéndole al instante—. No oí bien el nombre. ¡Hace tiempo que quería conocerle!

Nos invitó a sentarnos a la mesa de la cocina con la actitud de un anfitrión afable y nos ofreció un vaso de un licor sardo llamado mirto. Su compañera, una mujer mayor que él silenciosa y discreta, terminó de lavar unas espinacas en el fregadero y se marchó.

Antonio era un hombre guapo, con una sonrisa que le formaba hoyuelos en las mejillas. Tenía el pelo negro, salpicado de gris, y el cuerpo bronceado y musculoso. Rezumaba confianza en sí mismo y encanto obrero. Mientras hablábamos del caso tensaba despreocupadamente los músculos de los brazos o deslizaba las manos por ellos, en lo que parecía un gesto inconsciente de vanidad. Llevaba tatuado un trébol de cuatro hojas en el brazo izquierdo y dos corazones en el derecho, y en medio del pecho tenía una cicatriz grande. Hablaba con una voz queda, ronca, persuasiva, que recordaba a De Niro en la película Taxi Driver. Sus ojos negros eran serenos y vivaces, y parecía divertido con nuestra inesperada llegada.

Spezi inició la conversación de forma desenfadada mientras sacaba una grabadora del bolsillo.

—¿Puedo usarla? —preguntó.

Antonio sacó músculo y sonrió.

—No —dijo—. Soy muy celoso de mi voz. Es demasiado aterciopelada, demasiado armoniosa para meterla en esa caja.

Spezi devolvió la grabadora al bolsillo y explicó que yo era un periodista de la revista The New Yorker que estaba escribiendo un artículo sobre el caso del Monstruo. La de Antonio formaba parte de una serie de entrevistas hechas a las personas relacionadas con el caso que todavía vivían. Antonio se mostró satisfecho y muy tranquilo con la explicación.

Spezi arrancó con preguntas de naturaleza general y creó una atmósfera amigable, coloquial, mientras tomaba apuntes. Antonio había seguido de cerca el caso del Monstruo de Florencia y tenía un sorprendente conocimiento de los hechos.

Tras una serie de preguntas vagas, Spezi empezó a estrechar el círculo.

—¿Qué tipo de relación tenía con su tío Francesco Vinci?

—Estábamos muy unidos. Era una amistad sólida como el hierro. —Hizo una pausa y, a renglón seguido, dijo algo sorprendente—. Spezi, me gustaría darle una primicia. ¿Recuerda cuando arrestaron a Francesco por esconder su coche? ¡Pues yo estuve con él esa noche! Nadie lo sabía, hasta ahora.

Antonio se estaba refiriendo a la noche del doble asesinato de Montespertoli, cerca del castillo de Poppiano, ocurrido en junio de 1982. En aquel entonces, Antonio vivía a seis kilómetros del lugar. Fue ese crimen el que condujo a la detención de Francesco Vinci como el Monstruo de Florencia, y una de las pruebas clave contra él fue que, incomprensiblemente, había escondido su coche entre la maleza en torno a la hora de los asesinatos. Se trataba, sin duda, de una auténtica primicia; si Antonio estaba con Francesco esa noche, significaba que Francesco contaba con una coartada que nunca utilizó y, como resultado de ello, había pasado dos años en la cárcel innecesariamente.

—¡Pero eso significa que su amigo Francesco tenía un testigo a su favor! —exclamó Spezi—. Usted podría haber evitado que acusaran a Francesco de ser el Monstruo de Florencia y malgastara dos años en la cárcel. ¿Por qué no dijo nada?

—Porque no quería involucrarme en sus asuntos.

—¿Y por esa razón permitió que pasara dos años en prisión?

—Mi tío quería protegerme. Y yo tenía fe en el sistema.

«Fe en el sistema». Una declaración totalmente increíble viniendo de él. Spezi pasó a otra cuestión.

—¿Cómo era su relación con su padre, Salvatore?

La tenue sonrisa de Antonio pareció congelarse ligeramente, pero solo un instante.

—Nunca nos llevamos bien. Incompatibilidad de caracteres, supongo.

—Pero ¿había razones concretas para que no congeniaran? ¿Es posible que usted culpara a Salvatore Vinci de la muerte de su madre?

—No. Aunque he oído decir algo a ese respecto.

—Su padre tenía extraños gustos sexuales. ¿Es posible que le odiara por eso?

—En aquel entonces ignoraba todo eso. No me enteré de sus —hizo una pausa—… tics hasta mucho después.

—Pero usted y su padre tenían fuertes peleas, incluso cuando usted era un muchacho. En la primavera de 1974, por ejemplo, su padre presentó una denuncia contra usted por haber entrado en su casa a robar… —Spezi hizo una pausa despreocupadamente. Era una pregunta crucial: podía confirmar si el supuesto documento existía de verdad, si Salvatore Vinci había acusado realmente a Antonio justo antes de que el Monstruo empezara a matar.

—No fue exactamente así —dijo Antonio—. Como no fue capaz de decir si me había llevado algo, solo me acusaron de allanamiento de morada. En otra ocasión tuvimos una pelea y le puse mi cuchillo de submarinismo en la garganta, pero mi padre logró zafarse y yo me encerré en el cuarto de baño.

Habíamos confirmado un detalle crucial: el allanamiento de morada de 1974. Pero Antonio había añadido voluntariamente, casi como un desafío, un hecho clave: que había amenazado a Vinci con su «cuchillo de submarinismo». El médico forense del caso del Monstruo, Mauro Maurri, había escrito años atrás que el instrumento empleado por el Monstruo podía ser un cuchillo de submarinismo.

Spezi prosiguió con sus preguntas, avanzando lentamente hacia su objetivo.

—¿Quién cree que cometió el doble asesinato de 1968?

—Stefano Mele.

—La policía no encontró la pistola.

—Puede que Mele la vendiera o se la regalara a alguien cuando salió de la cárcel.

—Eso es imposible. La pistola se utilizó de nuevo en 1974, cuando Mele estaba todavía encarcelado.

—¿Está seguro? Nunca me había parado a pensarlo.

—Dicen que fue su padre quien disparó en 1968 —prosiguió Spezi.

—Era demasiado cobarde para eso.

—¿Cuándo abandonó usted Florencia?

—En el 74. En primer lugar fui a Cerdeña y después me dirigí al lago Como.

—Y luego regresó y se casó.

—Exacto. Me casé con el amor de mi niñez, pero la cosa no funcionó. Nos casamos en 1982 y nos separamos en 1985.

—¿Por qué no funcionó?

—Mi mujer no podía tener hijos.

Ese era el matrimonio que había sido anulado por no haberse consumado: impotentia coeundi.

—¿Volvió a casarse?

—Vivo con una mujer.

Spezi adoptó un tono desenfadado, como si estuviera llegando al final de la entrevista.

—¿Puedo hacerle una pregunta provocadora?

—Claro. Aunque quizá no la responda.

—Mi pregunta es la siguiente: si su padre tenía una Beretta calibre 22, usted era la persona en mejor situación para quitársela. ¿Quizá durante el allanamiento de morada de la primavera de 1974?

Antonio no respondió enseguida. Dio la impresión de que reflexionaba.

—Hay algo que demuestra que no la cogí.

—¿Qué?

—Si la hubiera cogido —sonrió—, habría disparado a mi padre directamente en la frente.

—Siguiendo esa línea de razonamiento —continuó Spezi—, usted estuvo ausente de Florencia entre 1975 y 1980, justamente durante el período en el que no hubo asesinatos. Cuando regresó, los asesinatos se reanudaron.

Antonio no respondió directamente al comentario. Se reclinó en la silla y amplió su sonrisa.

—Esos fueron los mejores años de mi vida. Tenía una casa, buena comida y todas esas chicas… —Soltó un silbido e hizo el gesto italiano de joder.

—Entonces… —prosiguió Spezi con naturalidad—, ¿usted no es… el Monstruo de Florencia?

Solo hubo un breve titubeo, pero Antonio no dejó de sonreír ni un solo instante.

—No —dijo—. Me gustan los coños vivos.

Nos levantamos y Antonio nos acompañó hasta la puerta.

Mientras la abría, se inclinó hacia Spezi. Le habló con voz queda y cordial, y esta vez le tuteó.

—Por cierto, Spezi, casi se me olvidaba. —La voz adquirió un tono ronco, amenazador—. Escucha bien esto: yo no me ando con chiquitas.