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Un agradable día de primavera, las enseñanzas sobre el Monstruo tocaron a su fin. Estaba al corriente de todos los hechos conocidos, me había convertido en un experto después de Spezi y el mismo Monstruo. No obstante, había un punto en el que Spezi se mostraba decididamente evasivo: su opinión sobre quién podía ser el Monstruo de Florencia.

Eccoci qua —dijo Spezi—. De modo que esto es lo que tenemos: sectas satánicas, anfitriones blasfemos y cerebros ocultos. ¿Qué será lo próximo? —Se inclinó en su silla con una sonrisa torcida y extendió las manos—. ¿Café?

—Por favor.

Spezi bebió de un trago su media taza de expreso, una costumbre italiana que nunca he logrado adquirir. Yo tomé el mío a pequeños sorbos.

—¿Alguna pregunta? —Sus ojos chispeaban.

—Sí —contesté—. ¿Quién crees que es el Monstruo?

Spezi tiró la ceniza de su cigarrillo.

—Está todo ahí. —Señaló la pila de papeles—. ¿Quién crees tú que es?

—Salvatore Vinci.

Spezi meneó la cabeza.

—Analicemos el caso como haría Philip Marlowe. La Beretta es la pieza clave. ¿Quién puso la pistola en el crimen de 1968? ¿Quién la utilizó? ¿Quién se la llevó a casa? Y lo que es más importante: ¿qué pasó después con ella? Está todo en el relato, si buscas detenidamente.

—La pistola pertenecía a Salvatore Vinci —dije—. Él se la trajo de Cerdeña, él planeó los asesinatos de 1968, él tenía el coche y él fue quien disparó.

—Bravo.

—Entonces, tuvo que ser él quien se la llevó a casa.

—Exacto. Entregó la pistola a Stefano Mele para que hiciera el último disparo y quedara en sus manos pólvora residual. Luego Mele arrojó la pistola al suelo. Vinci la recuperó y se la llevó a casa. No era un idiota. No iba a dejar el arma del crimen en la escena. Una pistola utilizada en un asesinato es peligrosa, porque los de balística pueden relacionarla con las balas extraídas a las víctimas. El asesino nunca vendería o regalaría una pistola como esa. Lo lógico es que la destruyera o la escondiera en un lugar seguro. Dado que sabemos que la pistola no fue destruida, Salvatore Vinci tuvo que esconderla. Junto con la caja de balas. Seis años después, la pistola reapareció para volver a matar… en las manos del Monstruo de Florencia.

Asentí con la cabeza.

—Entonces piensas que Salvatore Vinci es el Monstruo, como creía Rotella.

Spezi sonrió.

—¿Eso crees? —Del montón de papeles extrajo el informe del FBI—. Lo has leído. ¿Te hace pensar en Salvatore Vinci?

—La verdad es que no.

—¡En absoluto! El perfil insiste en un aspecto crucial: el Monstruo de Florencia es impotente, o casi. Padece una disfunción sexual y tiene poco o ningún contacto sexual con mujeres de su edad. Mata para satisfacer sus deseos libidinosos, deseos que no puede satisfacer de forma normal. Una prueba clara es que en las escenas de los crímenes no había signos de violación, tocamientos o actividad sexual. Pero Salvatore era lo contrario de impotente, era un auténtico Príapo. Y su perfil tampoco encaja con el resto del informe del FBI, especialmente en los detalles psicológicos.

—Si Salvatore Vinci no es el Monstruo —reflexioné—, todavía te enfrentas al misterio de cómo pasó la Beretta de sus manos a las del Monstruo.

El planteamiento quedó flotando en el aire. Los ojos de Spezi brillaron.

—¿Se la robaron? —pregunté.

—¡Exacto! ¿Y quién estaba en mejor situación para hacerlo?

Aunque todas las pistas estaban ahí, era incapaz de verlas.

Spezi martilleó la mesa con un dedo.

—Carezco del documento más importante de este caso. Sé que existe, porque hablé con alguien que lo ha visto. Hice lo imposible por conseguirlo. ¿Imaginas de qué documento estoy hablando?

—¿La denuncia del robo?

Appunto! En la primavera de 1974, cuatro meses antes del primer asesinato del Monstruo en Borgo San Lorenzo, Salvatore Vinci se personó en el cuartel de los carabinieri para poner una denuncia. «Han forzado la puerta de mi casa y han entrado a robar». Cuando los carabinieri le preguntaron qué le habían robado, dijo: «No lo sé».

Spezi se levantó y abrió la ventana. La corriente de aire fresco agitó las capas de humo azul concentradas en la habitación. Sacó otro Gauloises del paquete que descansaba sobre la mesa, se lo llevó a los labios y lo encendió. Luego se apartó de la ventana.

—Piensa, Doug. Ese tipo, un sardo que desconfía de la autoridad, probablemente un asesino, denuncia ante los carabinieri que han entrado en su casa, pero en realidad no le han robado nada. ¿Por qué? Además, ¿quién iba a querer robarle nada? Vive en una casa miserable, no posee nada de valor. Salvo… quizá… una Beretta calibre 22 y dos cajas de balas.

Echó la ceniza de su cigarrillo. Yo estaba sentado en el borde de la silla.

—No te he contado lo más extraordinario de todo. Vinci dijo el nombre de la persona que entró en su casa. La persona a la que denunció era un muchacho. Un miembro de su clan sardo, un familiar cercano. La última persona que habría entregado a los carabinieri. ¿Por qué acusarle si no se llevó nada? Porque tenía miedo de lo que el ladrón pudiera hacer con la pistola. Salvatore Vinci quería dejar constancia del allanamiento para protegerse. Por si el muchacho hacía con la pistola algo… horrible.

Spezi empujó su dedo unos centímetros hacia mí, como si estuviera deslizando el documento inexistente.

—Ahí, en ese documento, encontraríamos el nombre que Salvatore Vinci dio a los carabinieri. El nombre del ladrón. Esa persona, mi querido Douglas, es el Monstruo de Florencia.

—¿Y quién es?

Spezi sonrió burlón.

Pazienza! En 1988, después del conflicto entre Rotella y Vigna, los carabinieri abandonaron oficialmente la investigación. Sin embargo, no se desentendieron del todo y siguieron investigando en secreto. Y el documento desaparecido es una de las cosas que desenterraron de Dios sabe qué archivo polvoriento del sótano de algún cuartelucho.

—¿Una investigación secreta? ¿Descubrieron algo más?

Mario sonrió.

—Muchas cosas. Por ejemplo: después del primer crimen del Monstruo, Salvatore Vinci ingresó voluntariamente en el Departamento de Psiquiatría del hospital Santa Maria Nuova. ¿Por qué? Lo ignoramos. Por lo visto, el historial médico ha desaparecido. A lo mejor el muchacho que le había robado la pistola había hecho algo horrible con ella.

Hurgó en los papeles y extrajo el informe del FBI.

—En este informe, tu FBI enumera una serie de características que podría tener el Monstruo. Apliquémoslas a nuestro sospechoso.

»El informe dice que el Monstruo tiene un historial de delitos menores como incendio y robo, pero no delitos como violación y violencia. Nuestro hombre tiene antecedentes penales por robo de coches, posesión ilícita de armas, allanamiento de morada y un incendio.

»El informe dice que durante los siete años transcurridos entre el crimen de 1974 y el siguiente, el de 1981, el Monstruo se ausentó de Florencia. Nuestro hombre se marchó de Florencia en enero de 1975 y regresó a finales de 1980. A los pocos meses se reanudaron los asesinatos.

»El informe dice que el Monstruo probablemente vivió solo durante el período de los crímenes. Cuando no vivía solo, es probable que estuviera con una mujer mayor, una tía o una abuela. Durante los siete años en los que se ausentó de Florencia, nuestro sospechoso estuvo viviendo con una tía. En 1985, meses después de los últimos asesinatos, nuestro hombre conoció a una mujer mayor que él y se fue a vivir con ella. No hubo más asesinatos. Es cierto que entre 1982 y 1985 estuvo casado, pero según un agente de los carabinieri que formaba parte de la investigación secreta del caso del Monstruo, el matrimonio fue anulado por impotentia coeundi, es decir, por no haberse consumado. Hay que decir que en aquellos tiempos la impotentia coeundi se utilizaba a veces para obtener el divorcio en Italia, aunque no fuera cierta.

»El informe del FBI dice que este tipo de asesinos tienden a ponerse en contacto con la policía y a intentar confundir la investigación, o por lo menos a coleccionar las noticias sobre el crimen. Nuestro hombre se ofreció a los carabinieri como informante.

»Por último, estudios sobre asesinos en serie sexuales revelan historias de abandono materno y abuso sexual en la unidad familiar. La madre de nuestro hombre fue asesinada cuando él tenía un año. Sufrió una segunda separación traumática de una figura materna cuando el padre dejó a su novia. Y existe la posibilidad de que presenciara las extrañas actividades sexuales de su progenitor. Vivían en una casa pequeña donde su padre celebraba fiestas sexuales a las que asistían hombres, mujeres y puede que incluso niños. ¿Le obligaba su padre a participar en ellas? No hay indicios que indiquen que le obligaba… o que no lo hacía.

Empezaba a intuir por dónde iban los tiros.

Spezi dio una larga calada a su cigarrillo y expulsó el humo.

—El informe dice que el asesino probablemente empezó a actuar a los veintipocos años. Sin embargo, en el momento del primer crimen nuestro hombre solo tenía quince.

—¿Eso no basta para descartarlo?

Spezi negó con la cabeza.

—Lo cierto es que muchos asesinos en serie comienzan a una edad sorprendentemente temprana. —Recitó de un tirón los nombres de célebres asesinos en serie norteamericanos y la edad a la que empezaron: dieciséis, quince, catorce, diecisiete—. El crimen de 1974 estuvo a punto de salirle mal. Fue obra de un principiante asustado e impulsivo. Consiguió salir airoso únicamente porque el hombre murió al primer disparo, pero por pura casualidad. La bala le dio en el brazo y luego, desviada por el hueso, le entró en el pecho y le paró el corazón. La chica tuvo tiempo de salir del coche y echar a correr. El asesino disparó, pero solo le dio en las piernas. Tuvo que matarla con el cuchillo. Luego arrastró el cadáver hasta la parte trasera del coche. Intentó poseerla, pero no pudo. «Impotencia para el coito». Impotentia coeundi. Así pues, agarró la rama de una vid y se la introdujo en la vagina. Se quedó un rato acariciando el cadáver con el único instrumento que lo excitaba: su cuchillo. Le hizo noventa y siete cortes. Tal vez quiso abusar sexualmente del cuerpo, pero no pudo. Realizó los cortes alrededor de los pechos y la zona púbica, como si quisiera recalcar que ahora era suya.

Se hizo un largo silencio en el pequeño comedor. Al otro lado de la mesa, la ventana permitía ver las colinas donde el Monstruo había actuado.

—El informe dice que el Monstruo tenía coche. Nuestro hombre tenía coche. Los asesinatos se cometieron en lugares que el asesino conocía bien, cerca de su casa o de su lugar de trabajo. Si trazas el mapa de la vida y los movimientos de nuestro hombre, verás que o vivía cerca o estaba familiarizado con cada uno de los escenarios elegidos.

El dedo de Mario volvió a martillear la mesa.

—Ojalá pudiera encontrar ese documento sobre el allanamiento de morada.

—¿Todavía vive? —pregunté.

Spezi asintió.

—Y sé dónde vive.

—¿Has hablado alguna vez con él?

—Lo intenté en una ocasión.

—Bueno —dije al fin—. Pero ¿quién es?

—¿Seguro que quieres saberlo? —Mario me guiñó un ojo.

—¡Maldita sea, Mario!

Spezi dio una larga calada a su Gauloises y dejó que el humo saliera lentamente.

—La persona a quien Salvatore Vinci denunció por forzar la puerta de su casa en 1974, según mi informador, era su hijo, su propio hijo. Antonio Vinci. El bebé que fue rescatado del gas en Cerdeña en 1961.

Claro, pensé.

—Mario —dije—, ya sabes lo que tenemos que hacer, ¿verdad?

—¿Qué?

—Entrevistarle.