Si creyeras que eres inmune al peligro, ¿entrarías? ¿Entrarías en este palacio, célebre escenario de sangre y gloria, seguirías tu rostro a través de la insondable oscuridad…? En el vestíbulo, la oscuridad es casi absoluta. Una larga escalera de piedra, la fría barandilla deslizándose bajo nuestra mano, nuestros pasos precedidos por siglos de pisadas…
Así, una fría mañana de enero, Christine y yo nos encontramos subiendo la escalera vivazmente descrita por Thomas Harris en Hannibal. Teníamos una cita en el Palazzo Capponi con el conde Niccoló Piero Uberto Ferrante Galgano Gaspare Calcedonio Capponi y su esposa, la condesa Ross. Finalmente había hecho la llamada. Acababan de rodar la película Hannibal, dirigida por Ridley Scott, en el Palazzo Capponi, donde Hannibal Lecter, alias «doctor Fell», era contratado como conservador de la biblioteca y los archivos de los Capponi. Pensé que sería interesante entrevistar al verdadero conservador de tales archivos, el conde Niccoló en persona, y escribir un artículo para The New Yorker coincidiendo con el estreno de la película.
El conde nos recibió en lo alto de la escalera y nos condujo hasta una biblioteca donde aguardaba la condesa. Alto y robusto, de unos cuarenta años, tenía el cabello moreno y rizado, una perilla recortada, como sacada de un cuadro de Antón van Dyck, ojos azules y de mirada afilada y orejas de colegial. Parecía la versión adulta del retrato de 1550 de su antepasado Lodovico Capponi, obra del pintor Bronzino, que se exhibe en la Frick Collection de Nueva York. Cuando el conde saludó a mi esposa, la besó en la mano de una forma de lo más peculiar. Más tarde averiguaría que es un antiguo gesto que consiste en tomar la mano de la dama y, con un giro rápido y elegante, elevarla a unos quince centímetros de los labios al tiempo que se hace una breve reverencia sin llegar, naturalmente, a tocar la piel con los labios. Solo los florentinos con título saludan a las damas de esta manera. El resto saluda con un apretón de manos.
La biblioteca de Capponi se hallaba al final de un pasillo poco iluminado, frío como el hielo, decorado con escudos de armas. El conde nos invitó a sentarnos en dos enormes sillas de roble y él lo hizo en un taburete de metal, detrás de una vieja mesa de refectorio, y jugueteó con su pipa. En la pared a su espalda había cientos de casilleros con documentos familiares, manuscritos, libros de contabilidad y registros de arrendamientos de ochocientos años de antigüedad.
El conde vestía americana marrón, jersey granate, pantalones y —algo excéntrico para un florentino— unos zapatos feos y muy desgastados. Tenía un doctorado en historia militar e impartía clases en el campus florentino de la New York University. Hablaba un impecable inglés eduardiano que parecía una reliquia de otro siglo. Le pregunté dónde lo había aprendido. El inglés, explicó, llegó a su familia cuando su abuelo se casó con una inglesa y criaron a sus hijos en esa lengua. Neri, su padre, había transmitido el inglés a sus hijos como si fuera una herencia de familia; así el idioma de la época eduardiana se había fosilizado en la familia Capponi y había permanecido inalterado desde hacía casi un siglo.
La condesa Ross era estadounidense, muy bonita, comedida y formal, con un mordaz sentido del humor.
—Tuvimos aquí a Ridley Scott con su puro —dijo el conde, refiriéndose al director de la película.
—El equipo llegaba siguiendo el olor del puro —dijo la condesa.
—Producía mucho humo.
—Lo cierto es que había mucho humo falso. Ridley estaba obsesionado con el humo. Y con los bustos. Siempre estaba pidiendo bustos de mármol.
El conde miró su reloj.
—No pretendo parecer descortés, pero solo fumo dos veces al día: después de las doce y pasadas las siete.
Faltaban tres minutos para las doce.
El conde prosiguió:
—Ridley quería más bustos en el Gran Salone durante el rodaje, así que encargó bustos de papel maché imitando los antiguos. Pero no daban el pego, así que le dije que tenía algunos antepasados en el sótano y que podíamos subirlos. Opinó que sería fantástico. Estaban muy sucios, así que le pregunté: «¿Los desempolvamos?». «Oh, no», respondió, «¡se lo ruego, no!» Uno de los bustos era de mi quadrisnonna, la tatarabuela de mi abuela, Luisa Velluti Zati, hija de los duques de San Clemente, una mujer muy recatada. Se negaba a ir al teatro porque lo consideraba inmoral. Y ahora formará parte del atrezo de una película. ¡Y qué película! Violencia, destripamientos, canibalismo.
—Quién sabe, a lo mejor le gustó —dijo la condesa.
—El equipo de rodaje se portó muy bien. En cambio los florentinos no hicieron más que poner pegas durante toda la filmación. Sin embargo, ahora que ha terminado, esos mismos comerciantes han colgado letreros en sus vitrinas que dicen: «Hannibal se rodó aquí».
Miró su reloj, vio que ya era mezzogiorno y encendió su pipa. Una nube de fragante humo se elevó hacia el alto techo.
—Además del humo y los bustos, a Ridley le fascinaba Enrique VIII.
El conde se levantó y hurgó entre los archivos hasta dar con un pesado pergamino. Era una carta de Enrique VIII a un antepasado Capponi donde pedía dos mil soldados y tantos arcabuceros como fuera posible para su ejército. La carta la firmaba el mismo Enrique, y del documento pendía algo marrón y ceroso del tamaño de un higo aplastado.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Es el sello de Enrique VIII. Ridley bromeaba diciendo que más que un sello parecía su testículo izquierdo. Le hice una fotocopia. Del documento, quiero decir.
Pasamos de la biblioteca al Gran Salone, la sala de recepción principal del palacio, donde Hannibal Lecter toca el clavicordio mientras el inspector Pazzi, oculto en la via de’ Bardi, escucha. En el Salone había un piano, no un clavicordio, que es lo que Anthony Hopkins toca en la película. La estancia estaba decorada con retratos sombríos, paisajes fantásticos, bustos de mármol, armaduras y armas. Debido al coste que representaba calentar un espacio tan amplio, la temperatura casi rozaba la de una cámara de tortura siberiana.
—La mayoría de las armaduras son falsas —dijo el conde con gesto desdeñoso—, pero esta de aquí es auténtica. Data del decenio de 1580. Probablemente perteneció a Niccola Capponi, un caballero de la Orden de San Esteban. En otros tiempos podía ponérmela. Es bastante ligera. Hacía flexiones con la armadura puesta.
De una estancia oculta emergió un potente berrido y la condesa salió a toda prisa.
—La mayoría de estos retratos son de los Médici. Tenemos cinco matrimonios con miembros de los Médici en nuestra familia. Y un Capponi fue exiliado de Florencia junto con Dante. Aunque en aquellos tiempos es muy probable que Dante nos mirara por encima del hombro. Formábamos parte, como bien escribió, de la gente nova e i subiti guadagni, de «la gente nueva y súbitamente rica». Neri Capponi ayudó a que Cosimo de Médici volviera de nuevo a Florencia en 1434, después de su exilio. Fue una alianza enormemente provechosa para la familia. Nosotros prosperamos en Florencia porque nunca fuimos la primera familia. Siempre éramos la segunda o la tercera. Existe un dicho florentino: «Al clavo que sobresale hay que remacharlo».
La condesa regresó con un bebé, Francesca, así llamada por Francesca Capponi, la bella mujer que se casó con Vieri di Cambio de Médici y murió a los dieciocho años al dar a luz. Su retrato con las mejillas rosadas, atribuido a Pontormo, estaba colgado en la estancia contigua.
Le pregunté al conde quién era su antepasado más famoso.
—Piero Capponi. Todos los escolares de Italia conocen su historia. Es como Washington cruzando el Delaware, un relato demasiado adornado.
—Siempre quita importancia a esa historia —intervino la condesa.
—No es eso, querida. Pero es cierto que la historia está demasiado adornada.
—En su mayor parte es verdad.
—Tal vez. En 1494, Carlos VIII de Francia pasó por Florencia cuando marchaba con su ejército a reclamar Nápoles y, viendo una oportunidad de ganar dinero rápido, exigió una enorme suma a la ciudad. «Haremos sonar nuestras trompetas y atacaremos», declaró, si los florentinos no satisfacían el pago. La respuesta de Piero Capponi fue: «En ese caso, nosotros haremos sonar nuestras campanas», queriendo decir con ello que llamarían a los ciudadanos a luchar. Carlos se amedrentó. Cuentan que dijo: «Capón, Capón, vous étes un mauvais chapón». «Capón, Capón, sois un pollo malvado».
—Los chistes de pollos son muy frecuentes en la familia —dijo la condesa.
—En Navidad comemos capón —añadió el conde—. Es un poco caníbal. Y hablando de canibalismo, les mostraré dónde disfrutaba Hannibal Lecter de sus ágapes.
Le seguimos hasta la Sala Rossa, un elegante salón con butacas drapeadas, varias mesas y un aparador con espejo. Las paredes estaban forradas de seda roja tejida con capullos producidos en las fincas de gusanos de seda de la familia doscientos cincuenta años atrás.
—En el equipo de rodaje había una pobre mujer —explicó la condesa— a la que me pasaba el día diciéndole que no moviera nada sin permiso. Siempre estaba moviéndolo todo. Cada día, durante el rodaje, Sebastiano, el hermano menor de Niccoló, que dirige la Villa Calcinaia, la finca familiar de Chianti, traía una botella de su vino y la colocaba en un lugar estratégico de esta sala, pero no consiguió que apareciera en la película. Esa mujer se aseguraba siempre de retirarla. Los productores habían acordado con Seagram que solo utilizarían sus marcas.
El conde sonrió.
—No obstante, al final del día siempre había alguien que conseguía abrir la botella y vaciarla. Se trataba siempre de un excelente reserva.
Muchos años atrás, cuando estaba documentándose sobre el caso del Monstruo de Florencia para su novela Hannibal y asistiendo al juicio de Pacciani, Thomas Harris conoció al conde Capponi, el cual le invitó al palacio. Mucho tiempo después, Harris llamó al conde y le dijo que le gustaría convertir a Hannibal Lecter en conservador del archivo Capponi. ¿Tenía algún inconveniente?
—Celebramos una reunión familiar —explicó el conde—. Le dije que aceptábamos con una condición: que la familia no fuera el plato principal.
Niccoló y yo nos hicimos amigos. De vez en cuando comíamos juntos en Il Bordino, una pequeña trattoria situada detrás de la iglesia de Santa Felicitá, donde estaba la capilla y la cripta de su familia, a un breve paseo desde su palacio. Il Bordino era una de las últimas trattorias con solera que quedaban en Florencia; pequeña y bulliciosa, con un mostrador de cristal donde se exhibían los platos del día. El interior, con una iluminación tenue, semejaba una mazmorra con sus paredes de piedra y yeso renegridas, mesas de madera rayadas y viejos suelos de terracota. La comida era esencialmente florentina: sencillos platos de carne y pasta acompañados de pedazos de pan basto y vasos de poderoso vino tinto, a precios económicos.
Un día, mientras comíamos, mencioné a Niccoló que Mario Spezi y yo estábamos investigando el caso del Monstruo de Florencia.
—Ah —dijo con genuino interés—, el Monstruo de Florencia. ¿Estás seguro de que quieres mezclarte en ese asunto?
—Es una historia fascinante.
—Y que lo digas. Pero yo que tú iría con cuidado.
—¿Por qué? ¿Qué puede ocurrir? Es una vieja historia. Los últimos asesinatos tuvieron lugar hace veinte años.
Niccoló meneó lentamente la cabeza.
—Para un florentino, decir veinte años es como decir anteayer. Y la policía sigue investigando. Sectas satánicas, misas negras, una casa de los horrores… Los italianos se toman esas cosas muy en serio. Se han labrado carreras con este caso, pero otras se han arruinado. Tú y Mario deberíais tratar de no remover demasiado ese nido de víboras.
—Tendremos cuidado.
Sonrió.
—Yo, en tu lugar, volvería a esa deliciosa novela sobre Masaccio de la que me hablaste y dejaría en paz al Monstruo de Florencia.