Spezi y yo nos hicimos amigos. A los tres meses de conocernos, incapaz de liberarme de la historia del Monstruo, le propuse que escribiéramos juntos en un artículo sobre el Monstruo de Florencia para una revista americana. Como colaborador ocasional de The New Yorker, llamé al director y le propuse la idea. Nos asignó el proyecto.
Pero antes de ponerme a escribir necesitaba un curso intensivo del «monstruólogo». Así pues, dos días a la semana metía mi ordenador portátil en la mochila, sacaba la bici y pedaleaba los diez kilómetros hasta el apartamento de Spezi. El último kilómetro era una subida mortal a través de campos salpicados de olivos. El apartamento que compartía con su esposa belga, Myriam, y su hija, ocupaba todo el ático de la vieja villa y tenía una sala, un comedor y una terraza con vistas a Florencia. Spezi trabajaba en una buhardilla abarrotada de libros, papeles, dibujos y fotografías.
Cuando llegaba, solía encontrarlo en el comedor con un Gauloises colgando invariablemente de sus labios, capas de humo flotando en el aire y papeles y fotografías esparcidos sobre la mesa. Mientras trabajábamos, Myriam nos proporcionaba un suministro continuo de café expreso servido en tazas diminutas. Spezi siempre escondía las fotografías de las escenas de los crímenes cuando ella entraba.
La primera tarea de Mario Spezi fue ponerme al corriente del caso. Repasaba la historia cronológicamente, sin dejarse detalle, y de vez en cuando extraía un documento o una fotografía del montón a modo de ilustración. Lo hacíamos todo en italiano, pues el inglés de Spezi era rudimentario y yo estaba decidido a aprovechar la oportunidad de mejorar mis conocimientos de ese idioma. Mientras él hablaba, yo no paraba de introducir notas en mi ordenador.
—Genial, ¿verdad? —solía decir cuando terminaba de relatar un ejemplo particularmente atroz de incompetencia en la investigación.
—Si, professore —respondía yo.
Su visión del caso no era enrevesada. Desdeñaba profundamente las teorías conspirativas y los supuestos rituales satánicos, cerebros ocultos y sectas medievales. En su opinión, la explicación correcta era la más sencilla y obvia: el Monstruo de Florencia era un psicópata solitario que asesinaba a parejas por razones enfermizas y libidinosas.
—La clave para identificarlo —insistía Spezi— es la pistola utilizada en los asesinatos de clan de 1968. Encuentra la pistola y encontrarás al Monstruo.
En abril, cuando los viñedos estaban empezando a cubrir de franjas verdes las colinas, Spezi me llevó a ver la escena del asesinato de 1984 de Pia Rontini y Claudio Stefanacci en las afueras de Vicchio. Vicchio está al norte de Florencia, en una región conocida como el Mugello, donde las colinas se tornan empinadas y salvajes a medida que se aproximan a los montes Apeninos. Los pastores sardos se instalaron en esta región a principios de la década de 1960 tras inmigrar a la Toscana, para criar ovejas en los prados de las montañas. Su queso pecorino era muy apreciado, tanto que acabó por convertirse en el queso representativo de la Toscana.
Circulamos por una carretera rural paralela a un arroyo caudaloso. Hacía años que Spezi no iba por allí, por lo que tuvimos que parar varias veces antes de dar con el lugar. Un desvío en la carretera conducía a la senda herbosa de un enclave conocido como La Boschetta, el bosquecillo. Dejamos el coche y nos adentramos a pie. La senda terminaba en la base de una colina cubierta de robles, abierta por un lado a un campo de hierbas medicinales. A unos cientos de metros se divisaba una vieja granja con tejados de terracota. Un arroyo oculto entre álamos corría por el valle que se extendía a nuestros pies. Detrás de la casa, la tierra se elevaba, de colina en colina, hasta perderse en unas montañas azuladas. En las laderas inferiores había pastos de color verde esmeralda, pastos que el pintor Giotto había frecuentado de niño, a finales del siglo XIII, cuidando ovejas, soñando despierto y haciendo dibujos en la tierra.
El sendero terminaba en un santuario dedicado a las víctimas, formado por dos cruces blancas clavadas en la hierba y sendos jarrones de cristal con flores de plástico descoloridas por el sol. Sobre los brazos de las cruces descansaban unas monedas; el santuario se había convertido en lugar de peregrinaje para parejas jóvenes de la zona, que dejaban monedas como muestra de su amor. El sol atravesaba el valle, transportando el olor de las flores y los campos recién segados. Las mariposas revoloteaban, los pájaros gorjeaban en los árboles y nubes blancas y esponjosas acariciaban un cielo intensamente azul.
Gauloises en mano, Mario me hizo un bosquejo de la escena del crimen mientras yo tomaba apuntes. Me mostró dónde había estado aparcado el Panda azul claro de los dos amantes y el lugar, entre la espesa vegetación, en el que debió de esconderse el asesino. Me señaló dónde habían encontrado los cartuchos expulsados por el arma después de cada disparo, los cuales explicaban la pauta y la secuencia del tiroteo. Habían encontrado el cuerpo del muchacho atrapado en el asiento de atrás, casi en posición fetal, como si quisiera defenderse. El asesino lo mató a balazos y luego le asestó varias cuchilladas en las costillas, ya fuera para asegurarse de que estaba muerto o como muestra de desprecio.
—Ocurrió en torno a las nueve cuarenta —dijo Spezi. Señaló un campo al otro lado del río—. Lo sabemos porque un granjero que estaba arando ese campo por la noche, para evitar el calor, oyó los disparos. Pensó que eran las detonaciones de un motorino.
Seguí a Mario hasta el campo abierto.
—Arrastró el cuerpo y lo dejó aquí, completamente visible desde la casa. Un lugar absurdamente expuesto. —Señaló la casa con la mano que sostenía el cigarrillo, desprendiendo volutas de humo—. La escena era espeluznante. Nunca la olvidaré. Pia estaba tumbada boca arriba, con los brazos en cruz. Sus brillantes ojos azules estaban abiertos, mirando el cielo. Sé que puede parecer horrible, pero no pude evitar reparar en lo bella que era.
Nos quedamos un rato allí, rodeados de abejas que pululaban entre las flores. Había terminado de escribir. El susurro del río se colaba entre los árboles. Seguía sin percibir mal alguno. De hecho, en el lugar se respiraba tanta paz que casi parecía sagrado.
Después nos dirigimos a Vicchio, un pueblo pequeño rodeado de campos frondosos junto al río Sieve. En medio de la plaza empedrada se alzaba una estatua de bronce de tres metros de Giotto sosteniendo su paleta y sus pinceles. Entre los comercios más cercanos había una tienda de electrodomésticos, todavía propiedad de la familia Stefanacci, donde había trabajado Claudio Stefanacci.
Comimos en una modesta trattoria junto a la plaza y echamos a andar por una calle secundaria para hacer una visita a Winnie Rontini, la madre de la muchacha asesinada. Llegamos a un alto muro de piedra con verjas de hierro que rodeaba una gran villa, una de las más imponentes de Vicchio. A través de las verjas se divisaba un jardín italiano descuidado y, detrás, la fachada de la casa, de tres plantas, casi ruinosa y con grietas y desconchados en el estuco amarillo pálido. Las ventanas de la villa estaban cerradas a cal y canto. Parecía abandonada.
Pulsamos el timbre de la verja y en el diminuto altavoz sonó una voz débil. Mario dio su nombre y la verja se abrió. Winnie Rontini nos recibió en la puerta y nos invitó a pasar a su oscura casa. Se movía lenta y pesadamente, como si caminara bajo el agua.
La seguimos hasta un salón en penumbra sin apenas muebles. Una de las ventanas tenía los postigos entornados, lo que permitía que entrara una franja de luz, como una pared blanca que dividiera la oscuridad, donde se amontonaban motas de polvo que brillaban fugazmente antes de desaparecer. El aire olía a telas viejas y a cera abrillantadora. La casa estaba casi vacía, apenas quedaban algunos muebles destartalados, pues tiempo atrás los Rontini habían vendido todos los objetos antiguos y toda la plata para costear la búsqueda del asesino de su hija. La señora Rontini estaba tan arruinada que no podía permitirse ni tener teléfono.
Nos sentamos en el gastado sofá, levantando una nube de polvo, y la señora Rontini tomó asiento con lenta solemnidad frente a nosotros, en una butaca hundida. Su tez clara, su pelo elegante y sus ojos azules delataban su herencia danesa. En el cuello llevaba una cadena de oro con las iniciales P y C, de Pia y Claudio.
Hablaba despacio, como si las palabras le pesaran. Mario le habló de nuestro proyecto y de nuestra búsqueda constante de la verdad. La señora Rontini dijo, casi como si no le importara ya, que el asesino era Pacciani. Nos contó que Renzo, su marido, un ingeniero naval muy bien remunerado que viajaba por todo el mundo, había dejado el trabajo a fin de dedicarse a luchar por que se hiciera justicia. Cada semana acudía a la jefatura de policía de Florencia para preguntar si había novedades y para hablar con los investigadores; además, por su cuenta, había ofrecido generosas recompensas a cambio de información. Aparecía con frecuencia en la televisión y la radio pidiendo ayuda. Le habían estafado en más de una ocasión. El esfuerzo, con el tiempo, acabó con su salud y lo arruinó. Renzo falleció de un ataque al corazón en plena calle, delante de la jefatura de policía, después de una de sus visitas. La señora Rontini se quedó sola en la gran villa. Tuvo que ir vendiendo poco a poco los muebles y se endeudó cada vez más.
Mario le preguntó por la cadena.
—Para mí —dijo la mujer, acariciando la cadena—, la vida terminó aquel día.