En Italia, a un hombre condenado a cadena perpetua se le otorga automáticamente una apelación ante la Corte d’Assise d’Apello con un nuevo fiscal y un nuevo tribunal. En 1996, dos años después de la sentencia, se presentó el caso de Pacciani ante la Corte d’Assise. El fiscal jefe era Piero Tony, un aristócrata veneciano amante de la música clásica, con una calva orlada de cabellos que le rozaban el cuello de la camisa. El presidente del tribunal era el anciano e imponente Francesco Ferri, jurista con una larga y reconocida carrera.
Piero Tony no tenía relación alguna con la condena de Pacciani ni apariencias que guardar. Una de las grandes virtudes del sistema judicial italiano es este proceso de apelación en el que los implicados —fiscales o jueces— no tienen un interés personal en el asunto.
Tony, encargado de confirmar la condena de Pacciani, revisó las pruebas contra el agricultor con ecuanimidad y objetividad.
Y se quedó horrorizado.
—Esta investigación —dijo al tribunal—, si no fuera tan trágica, parecería sacada de la Pantera Rosa.
En lugar de llevar la acusación de Pacciani, Tony se dedicó en el juicio a criticar la investigación y descartar las pruebas contra el agricultor, echándolas por tierra, una a una, hasta que no quedó un solo ladrillo en pie. Los abogados de Pacciani, al ver que se apropiaba de sus argumentos, poco pudieron hacer salvo escuchar con estupefacción y, cuando les llegó el turno, expresar su acuerdo con la acusación.
A medida que avanzaba el juicio, el pánico y la consternación se apoderaron de los investigadores. Si el propio fiscal declaraba a Pacciani inocente, el agricultor quedaría absuelto, lo cual supondría una humillación y un desprestigio intolerables para la policía. Había que hacer algo, y la tarea recayó en el inspector jefe Michele Giuttari.
Seis meses antes, a finales de octubre de 1995, el inspector jefe Giuttari se había instalado en un despacho soleado con vistas al río Arno, junto a la embajada estadounidense, y se había hecho cargo del caso del Monstruo de Florencia después de que el inspector jefe Perugini se marchara a Washington. La Squadra Anti-Mostro se había disuelto, pues se creía que el caso estaba resuelto, pero Giuttari enseguida procedió a crear una unidad investigadora especial. Entretanto, había emprendido la hercúlea tarea de leerse los archivos del caso, decenas de miles, que comprendían cientos de entrevistas a testigos, pilas de informes periciales y análisis técnicos y transcripciones del juicio. También registró los armarios donde se guardaban las pruebas y examinó cuanto se había recogido en las escenas de los crímenes, por irrelevante que pareciera.
El inspector jefe Giuttari descubrió muchos cabos sueltos, pruebas no explicadas y profundos enigmas sin resolver. Durante el proceso llegó a una fatídica conclusión: el caso no estaba totalmente resuelto. Nadie, ni siquiera Perugini, había comprendido sus aterradoras proporciones.
Michele Giuttari era un siciliano de Messina apuesto y elocuente, aspirante a novelista y conocedor de enrevesadas teorías conspirativas. Se paseaba con medio puro toscano encajado en la comisura de la boca, el cuello del abrigo alzado y el pelo, negro y largo, denso y brillante, peinado hacia atrás. Guardaba un parecido sorprendente con Al Pacino en la película El precio del poder, y ciertamente había algo cinematográfico en la forma como se movía, briosa y elegante, como si una cámara lo estuviera siguiendo.
Mientras peinaba los archivos, Giuttari destapó pruebas importantes, pero desestimadas, que en su opinión revelaban algo mucho más siniestro que un solitario asesino en serie. Empezó por la declaración de Lorenzo Nesi de que había visto a Pacciani «con otra persona» en un coche rojo (que en realidad era blanco), la noche del domingo, a un kilómetro de la escena del último crimen. Giuttari abrió una investigación sobre esa persona misteriosa. ¿Quién era? ¿Qué estaba haciendo en el coche? ¿Había participado en el asesinato? Huelga decir que si descubría la verdad, la auténtica verdad, el inspector jefe saldría sumamente beneficiado. Perugini había utilizado al Monstruo para ascender en su carrera y Vigna estaba a punto de hacer lo propio. Había todavía mucho partido que sacarle al caso del Monstruo de Florencia.
Ahora, transcurridos seis meses, la inminente absolución de Pacciani amenazaba con echar abajo las teorías y los planes cuidadosamente trazados por el inspector jefe Giuttari. Tenía que hacer algo para mitigar el daño que provocaría la absolución de Pacciani. Así que elaboró un plan.
La mañana del 5 de febrero de 1996, el fiscal jefe Piero Tony se pasó cuatro horas recapitulando. El caso contra Pacciani, dijo, carecía de pruebas, pistas e indicios. No había una sola pieza de la pistola que lo relacionara con los asesinatos, una sola bala colocada en el jardín no bastaba para condenarlo, no había un solo testigo al que pudiera creer. No había nada. Para Tony, el punto fundamental de la acusación permanecía sin resolver: los investigadores no explicaban en ningún momento cómo la infame Beretta calibre 22 empleada en 1968 había pasado de manos del clan sardo a manos de Pacciani.
—Media pista y media pista —bramó Tony— no suman una pista entera, ¡suman cero!
El 12 de febrero, tras arrebatarles sus argumentos, los abogados de Pacciani poco tuvieron que decir en su recapitulación. Al día siguiente, Ferri y los demás jueces se encerraron en un despacho para deliberar.
Esa misma tarde, el inspector jefe Giuttari se puso su abrigo negro, se levantó el cuello, se encajó el medio toscano en la boca y reunió a sus hombres. Los coches camuflados salieron a todo gas de la jefatura de policía en dirección a San Casciano, donde rodearon la casa de Mario Vanni, el ex cartero que en el primer juicio a Pacciani había farfullado repetidas veces que él y el acusado solo eran «compañeros de merienda». Giuttari y sus hombres agarraron a Vanni y lo metieron en un coche sin darle siquiera tiempo a ponerse la dentadura postiza. Vanni, dijeron, era el «otro hombre» que Lorenzo Nesi había visto en el coche. Lo acusaron de ser cómplice de Pacciani.
El momento no pudo ser más oportuno. La mañana del 13 de febrero, el día que los jueces del Tribunal de Apelación debían anunciar su veredicto, los periódicos publicaron a toda página la noticia del arresto de Vanni como compinche de Pacciani.
Consecuencia de ello, la sala del tribunal parecía un volcán a punto de estallar. El arresto de Vanni era un desafío directo a los jueces en el caso de que osaran absolver a Pacciani.
Al comenzar la sesión, un policía enviado por el inspector jefe Giuttari llegó resoplando a la sala del tribunal con un fajo de papeles en la mano. Solicitó el derecho de palabra. A Ferri, el presidente del tribunal, le molestó esta jugada de último minuto. Sin embargo, mantuvo la calma e invitó al emisario de la jefatura de policía a decir lo que tuviera que decir.
El hombre anunció que habían aparecido cuatro nuevos testigos en el caso del Monstruo. Los presentó con las letras griegas Alfa, Beta, Gamma y Delta. Por razones de seguridad, dijo, no podía desvelar sus nombres al Tribunale. Sus testimonios eran absolutamente cruciales para el caso, porque dos de esos testigos, explicó el emisario al atónito tribunal, estuvieron realmente presentes en el doble homicidio de 1985 de los turistas franceses. Habían visto a Pacciani en la misma escena del crimen, cometiendo los asesinatos, y uno de ellos incluso había confesado haberle ayudado. Los demás podían corroborar tales testimonios. Estos cuatro testigos, después de más de una década de silencio, habían sentido el impulso repentino de hablar justo veinticuatro horas antes del fallo final que debía decidir la suerte de Pacciani.
Un silencio helado cayó sobre la sala. Hasta los Bic de los periodistas permanecieron inmóviles sobre las libretas. Era una revelación insólita, más propia de una película que de la vida real.
Si al principio Ferri se había sentido molesto, ahora estaba indignado. No obstante, habló con serenidad mientras su voz rezumaba sarcasmo:
—No podemos oír la declaración de Alfa y Beta. No estamos aquí para una lección de álgebra. No podemos esperar a que la Procura [la fiscalía] levante el velo de confidencialidad respecto a los nombres. O nos dicen inmediatamente quiénes son esos Alfa, Beta, Gamma y Delta, para que podamos invitarlos a entrar en la sala a declarar, o no los tendremos en cuenta ni tomaremos medidas para ello.
El policía se negó a dar los nombres. Ferri se puso furioso ante lo que veía como una ofensa al tribunal, de modo que despidió al emisario y desestimó su información sobre los nuevos testigos. Luego, él y los demás jueces se retiraron para decidir el veredicto.
Más tarde, se diría que Ferri había caído en una trampa astuta. Al presentar los testigos de forma deliberadamente ofensiva, Giuttari había conseguido que el presidente del tribunal, indignado, se negara a tomarles declaración, con lo que lograba un motivo para apelar su veredicto ante el Tribunal Supremo italiano.
Eran las once de la mañana. A las cuatro de la tarde empezó a correr el rumor de que el Tribunal de Apelación se disponía a anunciar su veredicto. Los televisores de todos los bares de Italia tenían sintonizado el mismo canal mientras facciones pro-Pacciani y anti-Pacciani discutían y hacían apuestas. Se desempolvaron numerosas camisetas con el lema «I ♥ Pacciani» para la ocasión.
De pie, con una voz marcada por la edad, Ferri, el presidente del tribunal, anunció la absolución total e incondicional de Pacciani de ser el Monstruo de Florencia.
El viejo y tambaleante agricultor era un hombre libre. Más tarde, flanqueado por sus abogados, saludó a sus defensores desde la destartalada ventana de su casa, sollozando y extendiendo las manos para bendecirlos, como si fuera el Papa.
El juicio público había terminado, pero el de la opinión pública continuó. El oportuno arresto de Vanni y la táctica desplegada en la sala del tribunal habían tenido el efecto deseado: Pacciani había sido absuelto de un crimen que dos personas le habían visto cometer: sus cómplices. Estallaron las protestas. Pacciani era culpable, tenía que serlo, pero el tribunal lo había absuelto. Ferri fue blanco de numerosas críticas. Tenía que haber algo que permitiera enmendar esa farsa de juicio, decían muchos.
Lo había: la negativa de Ferri a tomar declaración a los cuatro testigos. El Tribunal de Casación italiano (equivalente al Tribunal Supremo) se hizo cargo del asunto, desestimó la absolución y abrió la puerta a un nuevo juicio.
Giuttari enseguida entró en acción; organizó las pruebas y preparó la acusación para el nuevo juicio. Esta vez, sin embargo, Pacciani no era un solitario asesino en serie. Tenía cómplices: sus compañeros de merienda.