26

Una fría mañana de febrero de 1996, Mario Spezi cruzó la pequeña plaza del pueblo de San Casciano en dirección al cuartel de los carabinieri. Jadeaba, y no solo por los Gauloises que fumaba sin descanso; llevaba un abrigo enorme, increíblemente feo, de colores chillones y lleno de cremalleras, cinturones y hebillas que tenían como único fin ocultar la verdadera función de la prenda. El pequeño botón junto al cuello era un micrófono. A la altura del pecho, detrás de una absurda etiqueta de plástico, se ocultaba una cámara de vídeo. Entre el tejido exterior y el forro había una grabadora, una batería y varios cables. El dispositivo electrónico escondido dentro del relleno no emitía el menor zumbido. Un técnico de un canal de televisión lo había activado en el interior de la iglesia de la Collegiata di San Casciano, detrás de una columna de piedra, entre el confesionario y la pila bautismal. En ese momento no había nadie en la Collegiata, salvo una anciana coja arrodillada frente a un bosque de velas de plástico que proyectaban su luz eléctrica en la oscuridad.

Durante los dos años transcurridos desde la condena de Pacciani, Spezi había escrito muchos artículos en los que expresaba sus dudas sobre la culpabilidad del agricultor. Pero esta prometía ser la primicia que acabaría con todas las primicias.

La cámara de vídeo disponía de una hora de filmación. En esos sesenta minutos, Spezi tenía que persuadir a Arturo Minoliti, jefe del cuartel de los carabinieri de San Casciano, de que hablara. Debía conseguir que el hombre le dijera la verdad sobre la bala que Perugini había hallado en el jardín de Pacciani. Minoliti, por su cargo, había estado presente en el registro de doce días de la casa de Pacciani y era el único que presenció el hallazgo de la bala que no tenía relación con la SAM ni con la policía.

Spezi siempre había visto con malos ojos este tipo de periodismo y había jurado muchas veces que nunca lo ejercería. Era sucio, ya que significaba engañar a alguien para obtener una primicia. Pero justo antes de entrar en el cuartel donde le esperaba Minoliti, sus escrúpulos se desvanecieron como agua bendita en la punta de un dedo. Grabar a Minoliti subrepticiamente tal vez fuera la única forma de llegar a la verdad, o por lo menos a una parte de ella. Había mucho en juego: Spezi estaba convencido de que Pacciani era inocente y de que se había producido una gran injusticia.

Spezi se detuvo en la entrada del cuartel y se volvió para que su pecho filmara el rótulo que rezaba: CARABINIERI. Pulsó el timbre y esperó. Un perro ladró en algún lugar y un viento helado le cortó la cara. Ni por un momento se le pasó por la cabeza que corría el riesgo de ser descubierto. El deseo de una primicia hacía que se sintiera invencible.

Abrió la puerta un hombre con uniforme azul y mirada cautelosa.

—Soy Mario Spezi. Tengo cita con el jefe Minoliti.

Lo dejaron en una salita el tiempo suficiente para poder fumar otro Gauloises. Desde su asiento, Spezi podía ver el despacho vacío del funcionario al que esperaba sonsacar la verdad. Advirtió que el asiento situado frente al escritorio, el que Minoliti ocuparía, estaba colocado a la derecha y calculó que el objetivo de la cámara, en su pecho izquierdo, solo filmaría la pared. Se dijo que en cuanto se sentara debía girar el asiento, con naturalidad, a fin de encuadrar al jefe de los carabinieri.

«Nada bueno saldrá de esto —pensó Spezi, súbitamente inseguro—. Esto parece una película de Hollywood. Solo un puñado de profesionales de la televisión sobreexcitados pensaría que puede tener éxito».

Minoliti llegó. Alto, rozando los cuarenta, con un traje de confección y unas gafas de sol con montura dorada que cubrían parcialmente la cara de un hombre inteligente.

—Disculpe la espera.

Spezi había elaborado un plan para dirigirlo hacia el punto crucial. Contaba con minar su resistencia despertando su conciencia como funcionario encargado de defender y hacer respetar la ley, y alimentar un poco su vanidad, si tenía.

Minoliti señaló una silla. Spezi agarró el respaldo y lo desplazó con un movimiento presto y natural. Se sentó de cara al jefe de los carabinieri y dejó los cigarrillos y el mechero sobre la mesa. Ahora estaba seguro de que tenía a Minoliti en el punto de mira de la cámara.

—Lamento molestarle —empezó, titubeante—, pero mañana tengo una reunión con mi redactor en Milán y estoy buscando algo sobre el Monstruo de Florencia. Información nueva, una noticia de verdad. Usted sabe mejor que yo que a estas alturas ya se ha dicho de todo y a nadie le interesa ya el caso.

Minoliti se removió en su asiento y torció el cuello de forma extraña. Dirigió la mirada hacia la ventana y de nuevo a Spezi. Finalmente buscó ayuda en un cigarrillo.

—¿Qué quiere saber? —dijo, sacando el humo por la nariz.

—Arturo —dijo Spezi, inclinándose confidencialmente hacia delante—, Florencia es una ciudad pequeña. Usted y yo nos movemos en los mismos círculos. Los dos hemos oído ciertos rumores, es inevitable. Perdone que sea tan directo, pero se diría que tiene dudas sobre la investigación llevada a cabo contra Pacciani. ¿Serias dudas…?

El jefe de los carabinieri descansó el mentón sobre las manos y esta vez torció los labios de forma curiosa. Las palabras brotaron de su boca como una exhalación de alivio.

—Esto, sí… en lo referente a… En pocas palabras, si se produce una extraña coincidencia, la pasas por alto. Si se producen dos, todavía puedes pasarlas por alto. Pero cuando se producen tres, al final tienes que decirte que no puede tratarse de una coincidencia. Y en este caso, las coincidencias, o mejor dicho los sucesos extraños, han sido demasiados.

El corazón de Spezi se aceleró bajo el objetivo de la microcámara.

—¿Qué quiere decir con eso? ¿Hay algo en la investigación que no le parece bien?

—Pues sí. A ver, yo estoy convencido de que Pacciani es culpable, pero era nuestro deber demostrarlo… No se puede simplificar sin más.

—¿A qué se refiere?

—Me refiero, por ejemplo… al trapo. El trapo, sencillamente, carece de sentido para mí.

El trapo en cuestión era una prueba de peso contra Pacciani. Un mes después del exhaustivo registro de su propiedad, en el que se descubrió la bala, Minoliti recibió un paquete anónimo. El paquete contenía la varilla de guía de una pistola envuelta en un trozo de trapo y una nota escrita con letra de imprenta. La nota decía así:

ESTA ES UNA PIEZA DE LA PISTOLA DEL MONSTRUO DE FLORENCIA. ESTABA EN UN TARRO DE CRISTAL QUE HABÍAN VUELTO A COLOCAR (ALGUIEN LO HABÍA VISTO ANTES QUE YO) BAJO UN ÁRBOL EN LUIANO. PACCIANI SOLÍA IR A ESE LUGAR. PACCIANI ES EL DIABLO Y LE CONOZCO BIEN, Y USTED TAMBIÉN. CASTÍGUELO Y DIOS LE BENDECIRÁ PORQUE PACCIANI NO ES UN HOMBRE, ES UNA BESTIA. GRACIAS.

El asunto le pareció extraño desde el primer momento. Unos días después, durante otro registro del garaje de Pacciani, los agentes de la SAM encontraron un trozo de trapo que, por la razón que fuera, no habían visto en el registro que duró doce días. Cuando juntaron los dos pedazos, encajaban perfectamente.

Perugini elaboró la teoría de que el Monstruo en persona había enviado la carta con el trapo llevado por un deseo inconsciente de incriminarse.

—Ese trapo apesta —dijo Minoliti, volviéndose hacia la cámara escondida que llevaba Spezi—, porque el caso es que no me llamaron cuando lo encontraron. Se suponía que la SAM y los carabinieri de San Casciano debían realizar todas las operaciones conjuntamente, pero cuando encontraron el trapo no me llamaron. Muy extraño… Ese trapo, se lo digo yo, apesta. Ya habíamos estado en ese garaje y nos habíamos llevado mucho material para catalogarlo. Pero ese trapo no estaba allí.

Spezi encendió otro Gauloises para controlar su entusiasmo. Esto ya era una gran primicia y todavía tenían que llegar a la bala encontrada en el jardín.

—En su opinión, ¿de dónde salió el trapo?

El carabiniere abrió los brazos.

—Diablos, no lo sé. Yo no estaba allí. Ese es el problema. ¿Y por qué enviar una varilla guía? De todas las piezas de una pistola, esa es la única que no puede adjudicarse a un arma concreta. ¡Y justamente envían esa!

Spezi decidió conducir a Minoliti hacia la bala Winchester.

—¿Y lo de la bala también apesta?

Minoliti respiró hondo y guardó silencio unos segundos. Se volvió y de repente dijo:

—Me mosqueó mucho la forma como encontraron la bala. Me molestó que el inspector jefe Perugini nos pusiera en una situación tan comprometida…

Spezi se esforzó por mantener la calma. El corazón le latía con fuerza.

—Estábamos en el jardín de Pacciani Perugini, dos agentes de la brigada y yo —prosiguió Minoliti—. Los dos agentes estaban restregándose las suelas de los zapatos en un poste de cemento que había en el suelo y bromeando porque llevaban zapatos idénticos. En un determinado momento, cerca del zapato de uno de ellos, apareció la base de la bala.

—Pero —le interrumpió Spezi para asegurarse de que la historia quedaba clara en la cinta—, no es así como Perugini lo describe en su libro.

—¡Exacto, exacto! Porque él dice: «Un rayo de luz se reflejó en la bala». ¿Qué rayo de luz? Aunque a lo mejor solo pretendía adornar el hallazgo.

—Minoliti, ¿la pusieron allí? —preguntó Spezi.

El rostro del hombre se ensombreció.

—Es una hipótesis. Es más que una hipótesis, en realidad… No estoy diciendo que esté seguro… Pero debo considerarlo aunque no quiera. Es casi una certeza…

—¿Casi una certeza?

—Sí, porque a la luz de los hechos no se me ocurre otra explicación. Cuando Perugini escribió que había visto ese reflejo, me quedé helado. Entonces me dije, el inspector jefe no me tiene ningún respeto, si le contradigo estoy jodido. Lo que quiero decir es que, ¿a quién iban a creer los jueces? ¿A un agente de los carabinieri o a un inspector jefe? Así que al final me vi obligado a respaldar su versión.

Su actuación era soberbia; Spezi tenía la sensación de estar filmando al ganador de un Oscar, y el acento napolitano lo hacía aún más auténtico. Cayó en la cuenta de que tan solo le quedaban quince minutos de cinta. Tenía que presionarle.

—Arturo, ¿la pusieron allí?

Minoliti sufría.

—No puedo creer que mis colegas, mis amigos…

Spezi no podía perder más tiempo.

—De acuerdo, le entiendo. Pero si pudiera olvidarse por un momento de que son colegas a los que conoce desde hace tiempo, ¿los hechos le llevarían a afirmar que alguien puso allí la bala?

Minoliti se quedó muy quieto.

—Si atiendo a la razón, debo decir que sí, que la pusieron allí. Llegué a la conclusión de que la bala, la varilla de guía y el trapo no eran pruebas limpias. —Minoliti siguió hablando en voz baja, casi para sí—. Me hallo en una situación complicada… Me han pinchado el teléfono… Tengo miedo… mucho miedo.

Spezi intentó averiguar si había hablado de ello con alguien más.

—¿No lo ha hablado con nadie?

—Lo hablé con Canessa. —Paolo Canessa era uno de los fiscales.

—¿Y qué le dijo?

—Nada.

Unos minutos después, en la puerta del cuartel, Minoliti se despidió de Spezi.

—Mario —dijo—, olvide lo que le he contado. Solo me estaba desahogando. Le he hablado porque confío en usted, pero a sus colegas, cuando entran aquí, hago que los registren.

Sintiéndose como un gusano, Spezi cruzó la plaza y echó a andar por la acera con los brazos rígidos y el hombro izquierdo pegado a los muros de las casas. Ya no sentía el viento helado.

«Dios mío —pensó—, ¡ha funcionado!»

Entró en la Casa del Popolo, donde la gente de la cadena de televisión le estaba esperando bebiendo cerveza. Se acercó a la mesa y tomó asiento sin decir palabra. Notaba sus miradas fijas en él. Permaneció callado y ellos no le preguntaron nada. De algún modo, todos entendieron que había sido un éxito.

Esa noche, mientras cenaban juntos después de ver la grabación de Minoliti, se permitieron sentirse eufóricos. Era la primicia del siglo. Spezi lamentaba tener que poner a Minoliti en la picota. No obstante, se dijo, la verdad también tiene sus víctimas.

Al día siguiente, la agencia italiana de noticias ANSA, que había oído hablar de la grabación, redactó una reseña al respecto. En cuanto salió publicada, las tres cadenas de televisión nacionales llamaron para entrevistar a Spezi. A la hora de los informativos, Spezi se arrellanó en el sofá, mando a distancia en mano, para ver cómo daban la noticia.

Ni siquiera la mencionaron. Al día siguiente, los periódicos no publicaron ni una línea sobre el asunto. Rai Tre, la cadena de televisión que había organizado la grabación de Minoliti, canceló la sección.

Era evidente que alguien en una posición de poder había impuesto silencio.