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El juicio de Pietro Pacciani comenzó el 14 de abril de 1994. La sala del tribunal estaba abarrotada de un público dividido entre quienes lo creían culpable y quienes lo creían inocente. Las chicas se paseaban luciendo camisetas con el lema «I ♥ Pacciani». Había una auténtica multitud de fotógrafos, documentalistas y reporteros, en cuyo centro, protegido y guiado por el inspector jefe Ruggero Perugini, estaba el escritor Thomas Harris.

Los juicios son teatro en estado puro: un margen de tiempo limitado, una sala cerrada, relación de los hechos y reparto de papeles (el fiscal, los abogados, los jueces y el acusado). Pero no ha habido juicio más teatral que el de Pacciani. Fue un melodrama digno de Puccini.

El agricultor estuvo meciéndose y sollozando durante todo el procedimiento, y de vez en cuando gritaba en su antiguo dialecto toscano: «¡Soy un corderito inofensivo!… ¡Estoy aquí como Cristo en la cruz!». A veces se erguía cuanto le permitía su baja estatura, se sacaba de un bolsillo escondido un pequeño icono del Sagrado Corazón y lo blandía frente a las caras de los jueces mientras el presidente del tribunal repicaba con el mazo y le ordenaba que se sentara. Otras veces montaba en cólera y, con el rostro encendido, escupía baba mientras maldecía a un testigo o al mismo Monstruo e invocaba a Dios con las manos juntas y los ojos alzados al cielo, chillando: «¡Haz que arda para siempre en el infierno!».

Después de tan solo cuatro días de juicio, Spezi publicó la primera gran historia. Una prueba fundamental contra Pacciani era su extraño cuadro del centauro y las siete cruces, el cual, según los psicólogos, era «compatible» con la personalidad psicopática del Monstruo. La imagen permanecía oculta bajo una tela, pero Spezi había conseguido sacar una foto de la misma de la oficina del fiscal. No necesitó muchos días para dar con el verdadero autor, un pintor chileno de cincuenta años llamado Christian Olivares, exiliado a Europa durante la era Pinochet. Olivares se indignó cuando oyó que su cuadro se estaba utilizando como prueba contra un asesino en serie:

—En ese cuadro —dijo a Spezi— quería representar el grotesco horror de las dictaduras. Decir que es la obra de un psicópata es ridículo. Sería como decir que los Desastres de la guerra de Goya indican que el pintor era un demente, un monstruo al que había que encerrar.

Spezi llamó a Perugini.

—Mañana —le dijo—, mi periódico publicará un artículo diciendo que el cuadro que usted atribuyó a Pacciani no lo pintó él, sino un artista chileno. ¿Desea hacer algún comentario?

El artículo supuso un auténtico bochorno. Vigna, el fiscal jefe, trató de quitarle trascendencia al cuadro. «Fueron los medios de comunicación los que exageraron su importancia», declaró. Otro fiscal, Paolo Canessa, intentó minimizar el daño explicando que «Pacciani firmó el cuadro y contó a sus amigos que era un sueño que había tenido».

El juicio se prolongó seis meses. En un rincón de la sala, las cámaras, con sus teleobjetivos, apuntaban hacia Pacciani y los testigos situados enfrente. En una pantalla colocada en el lado izquierdo de la sala se proyectaban las imágenes para que las personas en asientos con mala visibilidad pudieran seguir el drama. Cada noche la televisión mostraba los momentos más destacados del juicio, que atraían una amplísima audiencia. A la hora de la cena, las familias se reunían en torno al televisor para ver un drama por capítulos que resultaba más entretenido que un culebrón.

El momento culminante se produjo cuando a las hijas de Pacciani les llegó el turno de declarar. Toda la Toscana se pegó al televisor para escuchar sus testimonios.

Los florentinos nunca olvidarían la imagen de las dos hijas (una de las cuales había ingresado en un convento) sollozando mientras contaban, con espantosa minuciosidad, cómo habían sido violadas por su padre. Frente a los ojos del público pasó una imagen de la vida rural de la Toscana que nada tenía que ver con Bajo el sol de la Toscana. Las declaraciones de las hijas retrataban una familia donde las mujeres soportaban insultos, maltratos por embriaguez, palizas con palos y violencia sexual.

—Mi padre no quería tener hijas —explicó una de ellas, llorando—. Mamá sufrió un aborto involuntario y mi padre sabía que era un varón. Nos dijo: «Sois vosotras las que deberíais haber muerto, no él». En una ocasión nos hizo comer la carne de una marmota que había cazado para quitarle la piel. Nos pegaba cuando no queríamos acostarnos con él.

Nada de ello guardaba relación alguna con el Monstruo de Florencia. Cuando las preguntas apuntaron en esa dirección, las dos hijas fueron incapaces de recordar un solo hecho —una pistola, una mancha de sangre, una palabra imprudente de su padre pronunciada durante sus borracheras nocturnas— que pudiera relacionar a su padre con los dobles homicidios del Monstruo de Florencia.

Los fiscales colocaron en fila sus escasos indicios. Presentaron la bala, un trapo y una jabonera de plástico hallada en la casa de Pacciani. (La madre de una de las víctimas dijo que creía que se parecía a una jabonera que había pertenecido a su hijo.) Colocaron una imagen de la ninfa de Boticelli junto a una foto ampliada de la víctima con la cadena de oro en la boca. Un bloc de dibujo de fabricación alemana, también encontrado en casa de Pacciani, se presentó como prueba mientras los familiares decían creer que la pareja alemana tenía uno igual. Pacciani aseguró que lo había encontrado en un contenedor varios años antes de los asesinatos, y las anotaciones que había hecho databan, efectivamente, de una época muy anterior. Los fiscales dijeron que el astuto agricultor había añadido esas anotaciones más tarde, para desviar las sospechas. (Spezi señaló en un artículo que habría sido mucho más sencillo para Pacciani arrojar el incriminatorio bloc de dibujo a la chimenea.)

Entre los testigos estaban los viejos colegas de Pacciani de la Casa del Popolo, el centro social y de reuniones construido por los comunistas para la clase trabajadora de San Casciano. Sus amigos eran, en su mayoría, paletos sin estudios echados a perder por el vino barato y las prostitutas. Entre ellos había un hombre llamado Mario Vanni, un ex cartero de San Casciano de pocas luces, a quien sus camaradas apodaban Torsolo, «el corazón de la manzana», es decir, la parte de la manzana que no es buena y se tira.

En la sala del tribunal, Vanni se mostró desconcertado y aterrado. A la primera pregunta («¿Cuál es su ocupación actual?»), en lugar de responder procedió a explicar precipitadamente que, efectivamente, conocía a Pacciani, pero que solo eran «compañeros de merienda», nada más. Era evidente que, a fin de no cometer errores, el cartero había memorizado esa frase con la que respondía a casi todas las preguntas, ya fuera pertinente o no. «Eravamo compagni di merende», repetía una y otra vez.

«Éramos compañeros de merienda». Con estas palabras, el desafortunado cartero inventó una expresión que se haría un lugar en el léxico del idioma italiano. Compagni di merende, «compañeros de merienda», es ahora una expresión coloquial en italiano que hace referencia a amigos que fingen estar haciendo algo inocente cuando en realidad se dedican a oscuras fechorías. La expresión se hizo tan popular que incluso tiene su propia entrada en la Wikipedia italiana.

«Éramos compañeros de merienda», decía Vanni después de cada pregunta, con el mentón hundido, los ojos entornados, barriendo la vasta sala con la mirada.

El fiscal parecía cada vez más irritado con Vanni y su frase. Vanni se retractó de todo lo que había dicho en anteriores interrogatorios. Negó que fuera de caza con Pacciani, negó varias afirmaciones que había hecho previamente y al final acabó por negarlo todo; juró que no sabía nada, mientras repetía a gritos que él y Pacciani eran compañeros de merienda y nada más. El presidente del tribunal finalmente perdió la paciencia.

—Signor Vanni —dijo—, es usted lo que nosotros llamamos un testigo reticente y si continúa así se arriesga a que le acusemos de falso testimonio.

—Pero solo éramos compañeros de merienda —siguió gimoteando Vanni, mientras los presentes en la sala se desternillaban y el juez daba golpes con su mazo.

La conducta de Vanni en el estrado despertó las sospechas de un agente de policía llamado Michele Giuttari, que más tarde heredaría del inspector jefe Perugini la investigación del Monstruo. Por capturar al Monstruo (a Pacciani), habían recompensado a Perugini con un fantástico puesto: lo habían enviado a Washington para hacer de enlace entre la policía italiana y el FBI estadounidense.

Giuttari llevaría la investigación del Monstruo hasta cotas nuevas y espectaculares. Pero por el momento se mantenía al margen; se limitaba a observar y a escuchar mientras elaboraba sus propias teorías sobre los crímenes.

Como en todo juicio, llegó ese día que los italianos llaman «el giro»: ese momento a lo Perry Mason en el que un testigo clave sube al estrado y sella el destino del acusado. En el juicio a Pacciani ese testigo fue un hombre llamado Lorenzo Nesi, casanova de tres al cuarto delgado y adulador, con el pelo lacio y brillante peinado hacia atrás, Ray-Ban, camisa desabotonada y cadenas de oro colgando entre los pelos del pecho. Fuera por el deseo de llamar la atención o por el ansia de aparecer en primera plana, el caso es que Nesi se convirtió en un auténtico testigo por entregas que aparecía cuando más se le necesitaba y recordaba inopinadamente acontecimientos que llevaban largo tiempo enterrados. Esta fue su primera aparición; habría muchas más.

En su primera deposición, hecha de forma espontánea, Nesi explicó que Pacciani le había contado, muy orgulloso, que había salido de noche a cazar con una pistola los faisanes que descansaban en los árboles. Eso se interpretó como otra prueba condenatoria contra Pacciani, pues demostraba que el agricultor, que negaba tener una pistola, después de todo sí tenía una, y era sin duda «la» pistola.

Veinte días después, Nesi recordó, de pronto, algo más.

La noche del domingo 8 de septiembre de 1985, la supuesta noche del asesinato de los dos turistas franceses, Nesi, que regresaba de un viaje, se vio obligado a tomar un desvío después del claro de Scopeti porque la autovía Florencia-Siena, su trayecto habitual, estaba bloqueada por obras. (Sin embargo, más tarde se comprobó que las obras que bloqueaban la autovía habían tenido lugar el fin de semana siguiente.) Entre aproximadamente las nueve y media y las diez y media de la noche, explicó Nesi, se hallaba más o menos a un kilómetro del claro de Scopeti cuando se detuvo en un cruce para dejar pasar a un Ford Fiesta. El coche era rojo o rosado, y estaba casi absolutamente convencido de que lo conducía Pacciani. Le acompañaba un individuo al que no conocía.

¿Por qué no había informado de ello diez años atrás?

Nesi respondió que en aquel entonces solo estaba seguro a medias, y que uno solo debía informar de cosas de las que tuviera absoluta certeza. Ahora, tenía «casi» esa absoluta certeza y eso, se dijo, era suficiente para comunicarla. Más tarde, el juez le felicitó por su escrupulosidad.

Cuesta creer que alguien como Nesi, comerciante de jerséis, pudiera confundir un color, pero el caso es que se equivocó con el color del coche de Pacciani, que no era «rojo o rosado», sino blanco. (Quizá Nesi recordara el Alfa Romeo rojo identificado por unos testigos que llevó a crear al infame retrato robot.)

De todos modos, el testimonio de Nesi situaba a Pacciani a menos de un kilómetro del claro de Scopeti aquel domingo por la noche, y eso bastó para sellar la suerte del agricultor. Los jueces acusaron a Pacciani de asesinato y le condenaron a catorce cadenas perpetuas. En opinión de los magistrados, Nesi erró el color porque, al ser de noche, el brillo de las luces traseras hacía que el coche pareciera rojo en lugar de blanco. Absolvieron a Pacciani de los asesinatos de 1968, pues los fiscales no habían presentado evidencia alguna que lo relacionara con el crimen, salvo que fueron cometidos con la misma pistola. Los jueces en ningún momento abordaron la cuestión de cómo había llegado la pistola a manos de Pacciani si no había tenido nada que ver con los asesinatos de 1968.

El 1 de noviembre de 1994, a las 19.02, el presidente del tribunal procedió a leer el veredicto. Todas las cadenas nacionales interrumpieron su programación para dar la noticia.

—Culpable del asesinato de Pasquale Gentilcore y Stefania Pettini —recitó el presidente—. Culpable del asesinato de Giovanni Foggi y Carmela De Nuccio. Culpable del asesinato de Stefano Baldi y Susanna Cambi. Culpable del asesinato de Paolo Mainardi y Antonella Migliorini. Culpable del asesinato de Fredrich Wilhelm Horst Meyer y Uwe Jens Rüsch. Culpable del asesinato de Pia Gil da Rontini y Claudio Stefanacci. Culpable del asesinato de Jean-Michel Kraveichvili y Nadine Mauriot.

Cuando la voz estentórea del juez bramó el último «culpable», Pacciani se llevó una mano al corazón, cerró los ojos y murmuró:

—Muere un inocente.