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Tras los asesinatos de Scopeti, los alcaldes de Florencia y de las poblaciones adyacentes lanzaron una campaña de prevención. Aunque los jóvenes de Florencia estaban tan traumatizados que era impensable que aparcaran fuera de los muros de la ciudad después del anochecer, todavía había millones de extranjeros que llegaban a la Toscana cada año con sus tiendas y caravanas y que desconocían el peligro. En las áreas donde la gente solía acampar se colgaron letreros, en distintos idiomas, que advertían del peligro de permanecer en el lugar entre el crepúsculo y el alba. Se evitaba, no obstante, mencionar al asesino en serie, para no ahuyentar por completo a los turistas.

La ciudad de Florencia imprimió miles de carteles, diseñados por el famoso artista gráfico Mario Lovergine, en los que se mostraba un ojo muy abierto rodeado de hojas. «Occhio ragazzi! ¡Atención, chicos y chicas! Watch out, kids! Jeunes gens, danger! Pericolo di aggressione! ¡Peligro de agresión!», advertía el cartel. Con el mismo diseño se imprimieron decenas de miles de postales para repartirlas en cabinas de peaje, estaciones de tren, cámpings, albergues juveniles y autobuses públicos. Los anuncios de televisión insistían igualmente en ello.

Pese a sus esmerados esfuerzos, los investigadores de la SAM salieron del claro de Scopeti con pocas pistas o datos nuevos. La presión era enorme. Thomas Harris, en su novela Hannibal, explicaba algunas de las técnicas empleadas por la SAM para intentar atrapar al Monstruo: «En algunos caminos y cementerios había más agentes de policía, sentados por parejas en los coches, que amantes. No había suficientes agentes femeninas para cubrir todos los puestos. Durante el verano, muchas parejas de hombres se turnaban la peluca, y muchos bigotes eran sacrificados».

La idea de ofrecer una recompensa, descartada con anterioridad, fue rescatada por el fiscal Vigna, que estaba convencido de que el Monstruo disfrutaba de la protección de la omertá, la cual solo podía romperse con una generosa suma de dinero. Era una propuesta polémica. Las recompensas no formaban parte de la cultura italiana; eran un fenómeno que únicamente conocían por las películas americanas del Oeste. Muchos temían que desencadenara una caza de brujas o que aparecieran un montón de cazadores de recompensas chiflados. Tan delicada era la decisión que finalmente tuvo que tomarla el mismísimo primer ministro italiano, el cual determinó una recompensa de quinientos millones de liras, una gran suma en aquellos tiempos.

La recompensa se hizo pública pero nadie apareció con información nueva para reclamarla.

Como en la ocasión anterior, la SAM recibió un alud de acusaciones anónimas y rumores infundados que no había más remedio que investigar, por improbables que parecieran. Entre ellos había una carta que la policía recibió el 11 de septiembre de 1985, donde se le aconsejaba que interrogara «al ciudadano Piero Pacciani, nacido en Vicchio». La nota proseguía así: «Muchos dicen que este individuo estuvo en la cárcel por matar a su prometida. Es un hombre de recursos, inteligente, astuto, un agricultor de pies grandes y torpes pero mente rápida. Mantiene a toda su familia secuestrada; la esposa es tonta y las hijas no pueden salir, no tienen amigos».

Los investigadores hicieron indagaciones. No era cierto que Pacciani hubiera matado a su prometida, pero en 1951 mató a un hombre al que pilló seduciendo a su prometida en un coche, por lo que cumplió una larga condena. Pacciani vivía en Mercatale, a unos seis kilómetros del claro de Scopeti. La policía llevó a cabo un registro rutinario en su casa y no encontró nada interesante.

De todos modos, el nombre del viejo agricultor permaneció en la lista.

Unas semanas después, empezó a correr otro rumor, esta vez referente a Perugia, a ciento cincuenta kilómetros de distancia. Al parecer, un joven médico, Francesco Narducci, vástago de una de las familias más ricas de la ciudad, se había suicidado ahogándose en el lago Trasimeno. Los propagadores de rumores enseguida empezaron a especular con la teoría de que Narducci era el Monstruo y que el hombre, abrumado por el remordimiento, se había quitado la vida. Una breve pesquisa demostró que no era cierto, y los investigadores lo archivaron junto con las demás pistas falsas que acumulaba el caso.

Entretanto, en 1985, la investigación, bajo la implacable presión de tener que mostrar resultados, empezó a flaquear. El alejamiento entre el fiscal jefe, Piero Luigi Vigna, y el juez instructor, Mario Rotella, era cada vez mayor.

Sus diferencias se centraban en la investigación de la pista sarda. Rotella estaba convencido de que la pistola empleada en los asesinatos de 1968 no había salido del círculo sardo y que uno de sus miembros se había convertido en el Monstruo. Sus sospechas recaían en Salvatore Vinci, y estaba construyendo minuciosamente la acusación contra él con la ayuda de los carabinieri. Vigna, por su parte, creía que la pista sarda había llegado a un callejón sin salida. Quería descartarlo todo y arrancar la investigación desde cero. La policía estaba de acuerdo con Vigna.

La unidad especial conocida como SAM estaba formada por policías y carabinieri que, supuestamente, trabajaban en equipo. El problema era que los carabinieri y la policía no siempre congeniaban; muchas veces incluso se mostraban claramente hostiles. La Polizia di Stato es un cuerpo civil y los carabinieri dependen del ejército; ambos son responsables de hacer respetar la ley. Cuando se produce un crimen de envergadura, como un asesinato, ambos cuerpos acuden inmediatamente a la escena del crimen e intentan agenciarse el caso. Una historia, quizá inventada, cuenta que en el robo de un banco, la policía y los carabinieri persiguieron y dieron caza a los ladrones. Delante de ellos iniciaron una discusión sobre quién debía llevarse el mérito; finalmente, decidieron repartirse el botín: los ladrones para la policía, y el coche, el dinero y las armas para los carabinieri.

Durante años, la disensión entre Vigna y Rotella, cada vez más enconada, se mantuvo en el más estricto secreto entre los investigadores. En apariencia, la pista sarda siguió siendo la principal línea de investigación, pero las críticas a la misma, y al juez Mario Rotella, iban en aumento.

En 1985, en un último intento de hacerle hablar, Rotella encarceló brevemente a Stefano Mele con cargos falsos. La jugada desencadenó un coro de protestas. Se decía que Rotella estaba torturando innecesariamente a un viejo acabado, y que sus desvaríos ya habían causado un daño incalculable a la investigación y a los individuos a los que apuntaba con el dedo. Rotella se encontró de repente solo y en la estacada, bajo el ataque constante de la prensa. El periódico más importante de Cerdeña, la Unione Sarda, le criticaba de forma sistemática. «Es un hecho —escribía el periódico—, que cada vez que la investigación del Monstruo de Florencia se atasca, resucitan la llamada pista sarda». Asociaciones de sardos residentes en la Toscana también planteaban la cuestión del racismo; a la investigación le llovían quejas de todas las direcciones. Los circunloquios de Rotella solo hacían que empeorar las cosas.

Pero Rotella, que como juez instructor del caso del Monstruo gozaba de un poder considerable, siguió batallando. El interrogatorio y el breve arresto de Stefano Mele, tan duramente criticados, finalmente aclararon uno de los principales misterios del caso: por qué Stefano había protegido a Salvatore Vinci durante tanto tiempo, incluso hasta el punto de soportar catorce años de cárcel. ¿Por qué Mele había aceptado sin rechistar que lo acusaran de los asesinatos de Barbara Locci y Antonio Lo Bianco, cuando el crimen había sido concebido, organizado y ejecutado por Salvatore? ¿Por qué había guardado silencio durante el juicio si Salvatore había tenido el descaro de lucir la sortija de compromiso de su esposa cuando le tocó testificar? ¿Por qué se negaba, incluso tras cumplir catorce años de cárcel, a contar a los investigadores que Salvatore era uno de sus cómplices?

Mele reconoció finalmente que la razón era la vergüenza. Había participado en el circo sexual de Salvatore Vinci y le gustaba el sexo con hombres, sobre todo con Salvatore. Ese era el terrible secreto que Salvatore Vinci había sostenido sobre la cabeza de Mele durante casi veinte años para asegurarse de su silencio. Por eso Vinci había conseguido, en 1968, que con una sola mirada penetrante Mele se postrara a sus pies y rompiera en sollozos. Vinci le estaba amenazando con desvelar que era homosexual.

El doble homicidio de los turistas franceses en el claro de Scopeti sería el último crimen conocido del Monstruo de Florencia. Aunque los florentinos tardarían un tiempo en asimilarlo, la cadena de asesinatos que los había tenido tan aterrorizados había llegado a su fin.

La investigación, sin embargo, solo había hecho que empezar. Con el tiempo, se convertiría en un monstruo por derecho propio, un monstruo que devoraba cuanto encontraba a su paso, atiborrándose y engordando con las vidas inocentes que destrozaba.

El año 1985 fue solo el principio.