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El verano de 1985 estaba siendo uno de los más calurosos de los últimos tiempos. Una grave sequía azotaba la Toscana; las colinas de Florencia, castigadas por el fuerte sol, agonizaban; el suelo se agrietaba y las hojas se volvían marrones y caían de los árboles. Los acueductos de la ciudad empezaron a secarse y los curas, con sus feligreses, rezaban fervientemente al Señor para que lloviera. Junto con el calor, el miedo al Monstruo flotaba sobre la ciudad como un manto sofocante.

El 8 de septiembre fue un día abrasador, sin nubes, otro más de una sucesión que parecía interminable. Para Sabrina Carmignani, no obstante, era un gran día —cumplía diecinueve años—; no lo olvidaría en la vida.

Ese domingo, en torno a las cinco de la tarde, Sabrina y su novio se internaron con el coche en un pequeño claro situado junto a la carretera principal que llevaba a San Casciano, al que llamaban claro de Scopeti, como la carretera. El claro quedaba oculto de la via Scopeti por una cortina de robles, cipreses y pinos reales, y era conocido entre los jóvenes por ser un buen lugar para mantener relaciones sexuales. Se hallaba en el corazón de la región de Chianti y casi podía verse desde la vieja casa de piedra donde Nicolás Maquiavelo pasó sus años de exilio escribiendo El príncipe. Hoy día esta zona de villas, castillos, viñedos bellamente cuidados y pueblecitos es una de las más caras del mundo.

Los dos jóvenes aparcaron cerca de otro coche, un Volkswagen Golf blanco con matrícula francesa. En el asiento trasero, sujeto con los cinturones de seguridad, había una silla de niño. A unos metros del vehículo había una pequeña tienda de campaña de color azul metálico. La luz le daba de tal forma que podía verse la silueta de una persona en el interior.

—Una persona sola —explicaría Sabrina más tarde—, tumbada y quizá durmiendo. Parecía que hubieran zarandeado la tienda y fuera a desmoronarse. El porche estaba sucio, había muchas moscas y olía muy mal.

El panorama no les gustó y dieron la vuelta. Cuando salían del claro, otro coche doblaba en ese momento desde la carretera principal. El conductor retrocedió para dejarles pasar. Ni Sabrina ni su novio se fijaron en la marca del vehículo ni en la persona que iba dentro.

Habían estado muy cerca de descubrir a las nuevas víctimas del Monstruo.

A las dos de la tarde del día siguiente, lunes 9 de septiembre, un ávido buscador de setas entró con su coche en el claro de Scopeti. Nada más bajar del coche lo asaltó «un extraño olor, junto con un fuerte zumbido de moscas. Pensé que cerca debía de haber un gato muerto. No vi nada raro alrededor de la tienda. Entonces me acerqué a los arbustos que había enfrente. Fue en ese momento cuando los vi: dos pies descalzos asomando entre la vegetación… No tuve el valor de acercarme más».

La SAM, la nueva brigada, enseguida puso manos a la obra. Las víctimas eran dos turistas franceses que habían acampado en el claro de Scopeti. Por primera vez, se acordonó debidamente la escena de un crimen del Monstruo. La SAM cercó no solo el claro de Scopeti, sino una franja de un kilómetro de diámetro a su alrededor. El descubrimiento de una silla de niño en el asiento trasero del coche inquietó a los investigadores durante algunas horas, hasta que, tras algunas indagaciones, averiguaron que la hija de la mujer asesinada estaba en Francia al cuidado de unos familiares.

Un helicóptero aterrizó en la escena del crimen con un famoso criminólogo a bordo, el cual había elaborado con anterioridad un perfil psicológico y de conducta del Monstruo. La policía permitió la entrada de periodistas y fotógrafos, pero solo hasta una cinta de plástico rojo y blanco tendida entre los árboles, a cien metros de la escena del crimen, bajo la estricta vigilancia de dos agentes armados con ametralladoras. Los periodistas protestaron por no gozar del acceso acostumbrado. Finalmente, el ayudante del fiscal permitió que uno de ellos, Mario Spezi, examinara la escena e informara luego a los demás. Spezi saltó la barrera de plástico bajo la mirada furiosa de sus colegas. Sin embargo, cuando vio la última atrocidad del Monstruo, envidió a los que había dejado atrás.

La mujer asesinada era Nadine Mauriot, de treinta y seis años, propietaria de una zapatería en Montbéliard, localidad próxima a la frontera con Suiza. Se había separado de su marido y llevaba unos meses viviendo con Jean-Michel Kraveichvili, de veinticinco años, un entusiasta de los cien metros lisos que entrenaba con el equipo de atletismo local. Habían estado viajando por Italia haciendo acampada y el lunes debían estar de regreso en Francia para acompañar a la hija de Nadine a su primer día de colegio.

Al oír la noticia de los asesinatos, Sabrina y su amigo acudieron de inmediato a los carabinieri para informar de lo que habían visto el domingo 8 de septiembre por la tarde. La chica relataría exactamente la misma historia unos años más tarde, delante de un juez de la Corte d’Assise. Veinte años después, en una entrevista con Spezi, Sabrina seguía convencida de que no se había equivocado de fecha, dado que aquel domingo era su cumpleaños.

Su testimonio tenía un peso fundamental a la hora de determinar si la pareja francesa había sido asesinada el sábado por la noche, como parecían indicar las pruebas, o el domingo por la noche, como más tarde insistirían los investigadores. El testimonio de Sabrina resultaba molesto, de modo que decidieron pasarlo por alto, entonces y ahora.

Existía otro detalle importante que hacía pensar que la pareja francesa había sido asesinada el sábado por la noche: si su intención era llegar a su casa de Francia a tiempo para acompañar a la hija de Nadine a su primer día de colegio, tendrían que haberse puesto en marcha el domingo.

Ese lunes por la tarde, el estado del cadáver de Mauriot era espeluznante. Tenía la cara negra y grotescamente hinchada, del todo irreconocible. El calor había tenido efectos devastadores, agravados por el hecho de estar en una tienda cerrada, y el cuerpo estaba cubierto de gusanos.

Los investigadores de la SAM reconstruyeron la matanza. En una palabra, era escalofriante.

El asesino se había aproximado sigilosamente a la tienda de los dos turistas franceses, que estaban desnudos y haciendo el amor. Anunció su presencia realizando un corte de veinte centímetros en el toldo de la tienda con la punta de su cuchillo, pero sin llegar a agujerear la puerta. El ruido debió de sobresaltar a los dos amantes. Descorrieron la cremallera para ver qué pasaba. El Monstruo ya se había posicionado, pistola en mano, y en cuanto asomaron la cabeza recibieron una lluvia de disparos. Nadine falleció en el acto. Jean-Michel recibió cuatro impactos —en una muñeca, un dedo, un codo y otro que le rozó el labio—, pero quedó relativamente ileso.

El joven atleta se levantó de un salto y salió disparado de la tienda, quizá incluso derribó al Monstruo, y echó a correr en la oscuridad. Si hubiese doblado a la izquierda, una corta carrera lo habría llevado hasta la carretera principal, lo que tal vez lo habría salvado. Pero corrió hacia delante, hacia el bosque. El Monstruo fue tras él. Jean-Michel saltó un frondoso seto que dividía el claro en dos. Tras recorrer doce metros, el Monstruo le dio alcance, le clavó el cuchillo en la espalda, el pecho y el estómago y le rebanó la garganta.

Mientras contemplaba el cadáver tendido junto al seto, Spezi advirtió que las hojas más bajas del árbol, que se elevaba dos metros por encima de la víctima, estaban salpicadas de sangre.

Tras matar a Jean-Michel, el Monstruo regresó a la tienda. Sacó a Nadine a rastras, cogiéndola por los pies, y realizó dos mutilaciones: le extirpó la vagina y le cercenó el seno izquierdo. Hecho esto, devolvió el cuerpo a la tienda y cerró la cremallera. Cubrió el cadáver del hombre con un montón de basura que recogió de los alrededores del claro y le colocó sobre la cabeza la tapa de una lata de pintura.

Pese a las pruebas recogidas diligentemente en el claro de Scopeti, la SAM no llegó a conclusión alguna. Parecía un crimen casi perfecto.

El martes llegó una carta a la oficina del fiscal. La dirección estaba escrita con letras recortadas de una revista.

Dentro del sobre, envuelto en un pañuelo de papel, había un trozo del seno cercenado a la turista francesa.

La carta se había enviado en algún momento del fin de semana desde una pequeña localidad próxima a Vicchio y entró en el sistema postal el lunes por la mañana.

Silvia Della Monica era la única mujer entre los investigadores del caso del Monstruo. La llegada de esta misiva le cambió la vida. La dejó completamente aterrorizada. Abandonó inmediatamente el caso y le fueron asignados dos guardaespaldas que permanecían con ella en su despacho, bajo llave, incluso cuando trabajaba, por miedo a que el asesino pudiera mezclarse con la gente que entraba en el Palazzo di Giustizia. Ahí terminó su participación en el caso.

La carta, reproducida en los diarios, provocó una oleada de especulaciones porque el asesino había escrito mal la palabra «REPUBBLICA» al emplear una «B» en lugar de dos. ¿Se trataba sencillamente de un error ortográfico cometido por una persona ignorante o indicaba que el Monstruo era extranjero? De las lenguas romances de Europa, solo en italiano se escribe la palabra «República» con dos «b».

Por primera vez, el Monstruo se había tomado la molestia de esconder los cuerpos. De no haberlos encontrado ya, el envío de la nota habría instado a las autoridades a emprender una busca desesperada de las víctimas. Había una razón por la que el Monstruo había cambiado su modus operandi: era un plan cuidadosamente diseñado para humillar a la policía.

Y casi lo consiguió.