Hacía una mañana espectacular, soleada y cristalina, una mañana que parecía un regalo de los dioses. Spezi se encontraba en un campo de flores y hierbas medicinales situado en los alrededores del pueblo de Vicchio, lugar de nacimiento del pintor Giotto, a cuarenta kilómetros de Florencia en dirección nordeste.
Los cadáveres de las nuevas víctimas, Pia Rontini y Claudio Stefanacci, habían sido descubiertos antes del alba, al final de un sendero herboso, por amigos que llevaban toda la noche buscándolos. Ella tenía diecinueve años y él acababa de cumplir veinte. El lugar se hallaba a tan solo ocho kilómetros del campo de Borgo San Lorenzo, donde el Monstruo había matado a sus primeras dos víctimas en 1974.
Claudio se hallaba todavía dentro del coche, que estaba aparcado en la ladera de una colina arbolada llamada La Boschetta, el Bosquecillo. El asesino había arrastrado a Pia unos treinta metros por el campo, de nuevo hasta un lugar perfectamente visible que se hallaba a menos de doscientos metros de una granja. La muchacha había sufrido la misma mutilación que las demás víctimas. Esta vez, no obstante, el asesino había ido un poco más lejos. Le había arrancado —el término «extraído» resulta inadecuado— el seno izquierdo. El momento de la muerte se determinó gracias a un granjero que había oído unos disparos a las 21.40, aunque pensó que eran las detonaciones de una escúter.
El nuevo crimen se había producido mientras los tres sospechosos principales —Francesco Vinci, Piero Mucciarini y Giovanni Mele— se encontraban en la cárcel.
Este doble homicidio generó pánico, confusión y una avalancha de duras críticas hacia la policía. El caso ocupó las portadas de los periódicos de toda Europa. La gente opinaba que mientras el asesino aumentaba paulatinamente su lista de víctimas, la policía se dedicaba a detener a sospechosos cuya inocencia quedaba demostrada en cuanto el Monstruo volvía a actuar. Mario Rotella, no obstante, se negó a dejar libres a los tres sospechosos. Estaba convencido de que habían participado en los asesinatos de 1968 y que, por consiguiente, conocían la identidad del Monstruo.
El pánico se apoderó de la policía y de los fiscales que llevaban el caso. Vigna suplicó al público: «Si alguien sabe algo, que hable. Es indudable que hay gente que sabe cosas y que, por la razón que sea, se niega a contarlas. Alguien con este tipo de patología tiene que haber dejado pistas o indicios por lo menos en su familia».
Miles de cartas anónimas, algunas escritas con letras recortadas de revistas, abarrotaron de nuevo los estantes de la jefatura de policía; en ellas se aseguraba que el Monstruo era un vecino, un pariente, un amigo con extraños hábitos sexuales, el sacerdote de la localidad o el médico de cabecera. Los ginecólogos volvieron a ser el blanco de innumerables acusaciones. Otras cartas acusatorias iban firmadas, algunas incluso por conocidos intelectuales, y ofrecían enrevesadas teorías salpicadas de eruditas citas literarias y expresiones en latín.
Tras el doble homicidio de Vicchio, el Monstruo de Florencia se convirtió en algo más que un criminal; se transformó en un oscuro espejo que reflejaba la identidad de la ciudad misma: sus fantasías más oscuras, sus pensamientos más extraños, sus actitudes y prejuicios más vergonzosos. Muchas acusaciones aseguraban que detrás de los asesinatos había sectas esotéricas o satánicas. Profesores y aspirantes a expertos que no sabían absolutamente nada de criminología ni de asesinos en serie ofrecían sus teorías en la prensa y la televisión. Un «experto» manifestó la difundida creencia de que el Monstruo era inglés: «Se trata de un crimen más propio de Inglaterra o de la vecina Alemania». Otro fue aún más lejos y escribió a los periódicos: «Imaginen Londres. La City. Una noche de espesa niebla. Un ciudadano londinense modélico, irreprochable, emerge inopinadamente de la oscuridad y ataca a una joven e inocente pareja. Imaginen la violencia, el erotismo, la impotencia, la tortura…».
Los consejos se sucedían: «Podrían encontrar y arrestar fácilmente al asesino. Solo tienen que buscar en los lugares adecuados: en las carnicerías y los hospitales, pues es evidente que nos enfrentamos a un carnicero, un cirujano o un enfermero».
Otro: «No hay duda de que es soltero, de unos cuarenta años, y vive con su madre, que conoce su “secreto”. Pero el cura también lo conoce porque le ha oído en confesión, pues acude a la iglesia con regularidad».
La interpretación feminista: «El Monstruo es una mujer, una auténtica virago, de origen británico, que da clases en un colegio florentino a niños de hasta trece años».
Cientos de supuestos detectives privados aterrizaron en Florencia, procedentes de todos los rincones de Italia, algunos con la solución de los crímenes en el bolsillo. Los había que se paseaban por las colinas florentinas armados hasta los dientes, buscando al Monstruo o haciéndose fotos posando amenazadoramente con sus pistolas, que luego aparecían en los periódicos.
Algunos se presentaban en la jefatura de policía asegurando que eran el Monstruo. Un individuo incluso logró acceder a la radiofrecuencia del servicio de ambulancias florentino para anunciar: «Soy el Monstruo y atacaré de nuevo».
Muchos florentinos observaban horrorizados el alto grado de perversidad, pensamientos conspiradores y simple locura que los asesinatos del Monstruo parecían despertar en sus conciudadanos. «Jamás pensé que en Florencia hubiera gente tan extraña», declaró Paolo Canessa, uno de los fiscales a cargo de la investigación.
«El principal temor —dijo con amargura el inspector jefe Sandro Federico— es que en algún lugar de este cenagal de locura anónima se encuentre la pista que necesitamos y nos pase inadvertida».
Muchas cartas anónimas iban dirigidas a Mario Spezi, el «monstruólogo» de La Nazione. Entre ellas destacaba una, escrita en letra de imprenta. Spezi no sabía decir por qué, pero le había helado la sangre. Era la única que, en su opinión, sonaba verosímil.
ESTOY MUY CERCA DE TI. NUNCA ME ATRAPARÁS A MENOS QUE YO LO QUIERA. LA CIFRA FINAL AÚN QUEDA LEJOS. DIECISÉIS NO SON MUCHOS. NO ODIO A NADIE, PERO TENGO QUE HACERLO SI QUIERO VIVIR. SANGRE Y LÁGRIMAS SERÁN PRONTO DERRAMADAS. POR EL CAMINO QUE VAS NO LLEGARÁS A NINGÚN LADO. LO HAS INTERPRETADO TODO MAL. LO LAMENTO POR TI. NO COMETERÉ MÁS ERRORES, PERO LA POLICÍA SÍ. DENTRO DE MÍ, LA NOCHE ES ETERNA. LLORÉ POR ELLOS. ESPÉRAME.
La referencia a las dieciséis víctimas resultaba desconcertante, pues el doble asesinato de Vicchio elevaba la cifra tan solo a doce (catorce contando los asesinatos de 1968). Parecía la carta de otro loco fantasioso. No obstante, alguien recordó que el año anterior, en Lucca, otra pareja de amantes había sido asesinada en su coche. No fue con una Beretta calibre 22 ni hubo mutilación, por lo que la policía nunca atribuyó oficialmente el crimen al Monstruo de Florencia. Pero hoy día sigue pendiente de resolverse.
Los rumores siguieron circulando a sus anchas por Florencia hasta que un incidente pareció aunar la opinión pública. La tarde del 19 de agosto de 1984, casi tres semanas después de los asesinatos de Vicchio, el príncipe Roberto Corsini desapareció en el extenso bosque que rodeaba el castillo familiar de Scarperia, situado a unos doce kilómetros de Vicchio. Vástago de la última línea principesca que quedaba en la Toscana, el príncipe Roberto pertenecía a una adinerada familia de largo linaje. Los Corsini habían dado al mundo un papa, Clemente XII, y construido un inmenso y bello palacio en Florencia frente al río Arno. En el Palazzo Corsini, la familia conservaba intacta la suntuosa sala del trono del papa Clemente XII, junto con una valiosísima colección de arte renacentista y barroco. Aunque en los últimos años la familia andaba escasa de dinero contante y sonante —hasta el punto de que la mayor parte del Palazzo Corsini sigue todavía hoy día sin instalación eléctrica—, a lo largo de los siglos había acumulado extensas fincas. El príncipe Neri, padre de Roberto, solía alardear de que podía viajar a caballo desde Florencia hasta Roma —unos trescientos kilómetros— sin salir de sus tierras.
El príncipe Roberto era un hombre hosco y taciturno que detestaba las obligaciones y la vida social propias de un aristócrata. Prefería vivir en el campo, en el castillo familiar, y verse únicamente con algunos amigos íntimos. No estaba casado y no parecía tener amigas especiales. Quienes le conocían bien se referían cariñosamente a él como «el oso» por su carácter áspero y solitario. Para otros era, sencillamente, extraño.
En torno a las cuatro de la tarde del domingo 19 de agosto de 1984, el príncipe Roberto dejó a unos amigos alemanes que se hospedaban en su castillo y se adentró solo en el bosque. No iba armado pero llevaba unos prismáticos. A las nueve de la noche, al ver que no regresaba, sus amigos se inquietaron; llamaron primero a la familia y luego a los carabinieri de Borgo San Lorenzo, el pueblo vecino. Los carabinieri y los amigos rastrearon el bosque durante gran parte de la noche. Cuando detuvieron la busca, no habían encontrado rastro alguno del príncipe.
Al alba reanudaron el rastreo. Uno de los amigos divisó una rama manchada de sangre. Se abrió paso hasta una quebrada próxima a un arroyo caudaloso y allí encontró las gafas rotas del príncipe. Unos pasos más adelante, la hierba estaba teñida de rojo. En la orilla, hundidos en el fango, encontró los prismáticos, y a unos metros un faisán muerto de un disparo. Y entonces tropezó con el príncipe, que estaba tendido boca abajo, muerto, con medio cuerpo en el agua y la cabeza atrapada en la hendidura de una roca.
El hombre giró el cuerpo; la cara del príncipe aparecía desdibujada por un disparo hecho a quemarropa.
Los rumores se extendieron por Florencia como el fuego. Mucha gente llevaba tiempo pensando que el Monstruo, por el hecho de parecer inteligente, astuto, frío y meticuloso, era un rico aristócrata. En opinión de muchos, la misteriosa muerte del príncipe, un individuo con fama de raro que vivía solo en un oscuro y siniestro castillo en la zona donde habían tenido lugar algunos de los asesinatos del Monstruo, no dejaba lugar a dudas: el príncipe Roberto Corsini era el Monstruo de Florencia.
Ni los investigadores ni la prensa habían insinuado en ningún momento que el asesinato del príncipe estuviera relacionado con el Monstruo de Florencia. La opinión pública interpretó este silencio como una prueba más de su culpabilidad: una familia extensa y poderosa como los Corsini tenía que proteger su reputación a toda costa. ¿Acaso no resultaba muy conveniente para la familia que el príncipe, puesto que era el Monstruo, hubiera muerto y ya no pudiera ir a juicio y mancillar su apellido?
Dos días más tarde, otro misterioso suceso reavivó los rumores. Alguien había entrado a robar en el castillo de los Corsini pero, por lo visto, no se había llevado nada. Nadie entendía por qué unos ladrones querrían entrar en una residencia abarrotada de agentes de policía que investigaban un asesinato. Se dijo que quienes habían entrado en el castillo no eran ladrones sino gente contratada para deshacerse de algunos objetos importantes, y probablemente truculentos, antes de que la policía los encontrara.
Los rumores continuaron incluso después de que se detuviera al asesino del príncipe cuatro días más tarde y confesara. Se trataba de un joven cazador furtivo que perseguía faisanes en la propiedad de los Corsini. El príncipe lo vio justo cuando estaba guardando un faisán en la bolsa y fue tras él. El cazador explicó que intentó dispararle en las piernas para que dejara de perseguirle, pero que Corsini, al ver que le apuntaba con la escopeta, se agachó para protegerse y recibió el tiro en plena cara.
Absurdo, dijo la opinión pública. Nadie mata a un hombre por tan poco. La historia no podía ser cierta; de hecho, era una prueba más de que la familia Corsini intentaba encubrir algo. Además, la historia del cazador furtivo no explicaba el misterioso allanamiento que había tenido lugar dos días más tarde.
Desde los salones de la aristocracia florentina hasta las trattorias de la clase trabajadora, un intrincado relato —la verdadera historia— empezó a circular. El príncipe Roberto Corsini era el Monstruo de Florencia. Su familia lo había descubierto y había hecho lo posible por ocultarlo. Pero otra persona —nadie sabía quién— también había descubierto el terrible secreto, si bien, en lugar de informar a la policía, se lo había callado y hacía chantaje al príncipe, de quien obtenía periódicamente generosos pagos por no desvelar la verdad. El domingo 19 de agosto, veinte días después de los asesinatos de Vicchio, el príncipe y su chantajista quedaron junto al arroyo y discutieron. Lucharon encarnizadamente y el chantajista disparó al príncipe.
Pero, continuaba el relato, alguien más sabía que Corsini era el Monstruo, de modo que el chantaje prosiguió, esta vez dirigido a la familia. No obstante, para que funcionara como era debido, los chantajistas necesitaban una prueba de que el príncipe Roberto era el Monstruo; una prueba espeluznante escondida en las profundidades del castillo. Eso explicaba el allanamiento de morada: los ladrones necesitaban encontrar una prueba, probablemente la Beretta, quizá algunas balas Winchester serie H, y puede que hasta los trofeos que el Monstruo había arrancado de los cuerpos de sus víctimas.
El rumor, fruto de la enrevesada imaginación de los florentinos, era completamente falso, imposible de creer, y tanto la prensa como los informes de los investigadores lo descartaban. La fantasía duró un año, hasta que la realidad la destruyó de la forma más contundente posible: con otro asesinato.