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A estas alturas, el número de fiscales que trabajaban en el caso del Monstruo era ya de casi media docena, y de ellos el más eficiente y carismático era Piero Luigi Vigna. Estos fiscales se encargaban de dirigir la investigación, supervisar la recogida y el análisis de las pruebas, desarrollar una teoría del crimen y formular estrategias para procesar al culpable. En el sistema italiano, los fiscales son independientes los unos de los otros; cada uno es responsable de una parte del caso, concretamente de los asesinatos que se producen mientras se halla de «guardia», por decirlo de algún modo. (De esa forma el trabajo se reparte entre varios fiscales, cada uno se hace cargo de los casos que tienen lugar durante su turno.) Además, otro ostenta el augusto título de pubblico ministero, es decir, fiscal del ministerio público. Este fiscal (que suele ser también juez) representa los intereses del Estado italiano y presenta el caso en el tribunal. El fiscal del ministerio público en el caso del Monstruo cambió varias veces a lo largo de la investigación, a medida que se producían nuevos asesinatos y se incorporaban nuevos fiscales al caso.

El giudice istruttore, el juez instructor, es quien supervisa a todos los fiscales y a los investigadores de la policía y los carabinieri. En el caso del Monstruo, el juez instructor era Mario Rotella y su cometido era supervisar las actividades de la policía, los fiscales y el ministerio público y asegurarse de que sus acciones se llevaran a cabo de manera correcta y legal y contaran con el respaldo de pruebas suficientes. Para que el sistema funcionara, los fiscales, el del ministerio público y el juez instructor tenían que estar más o menos de acuerdo en el enfoque que debían seguir en la investigación.

En el caso del Monstruo, el fiscal jefe y el juez instructor, Vigna y Rotella, tenían personalidades muy distintas. Sería difícil encontrar dos hombres menos adecuados para trabajar juntos. Dada la fuerte presión para resolver el caso, empezaron a disentir.

Vigna recibía en audiencia en la primera planta del Tribunale de Florencia, en la larga hilera de cuartos a ambos lados de un angosto pasillo que siglos atrás habían sido celdas monacales. Ahora, dichas celdas eran las oficinas de los fiscales. En este vetusto lugar, los periodistas siempre eran bien recibidos; solían dejarse caer y bromeaban con los fiscales, que los trataban como amigos. Vigna gozaba de una posición casi mítica. Había puesto fin a la oleada de raptos de la Toscana con un método sencillo: cuando raptaban a una persona, el Estado congelaba de inmediato las cuentas bancadas de la familia de la víctima, para impedir así el pago del rescate. Además de negarse a viajar con guardaespaldas, Vigna puso su nombre en la guía telefónica y en el timbre de la portería de su casa, como un ciudadano más, un gesto desafiante que los italianos encontraban admirable. La prensa adoraba sus citas elocuentes, sus observaciones ingeniosas y sus salidas mordaces. Vestía como el florentino que era, con trajes de corte distinguido y corbatas elegantes; además, en un país donde se valora mucho una cara bonita, era excepcionalmente guapo, de facciones finas, ojos azules chispeantes y sonrisa fácil. Sus colegas de la fiscalía eran igualmente encantadores. Paolo Canessa, una nueva y brillante incorporación, era abierto y elocuente. Silvia Della Monica, fiscal atractiva y con agallas, solía obsequiar a los periodistas con anécdotas de sus primeros casos. Cualquier periodista que subiera a la primera planta del Tribunale siempre salía con una libreta llena de información nueva y citas incisivas.

En la tercera planta se hallaba la misma hilera de celdas monacales, pero el ambiente era muy distinto. En esta planta era donde Mario Rotella recibía en audiencia. Procedía del sur de Italia, razón suficiente para levantar sospechas entre los florentinos. Con su bigote desfasado y sus gafas de gruesa montura negra parecía más un verdulero que un juez. Además de refinado, culto e inteligente, era un pedante y un pelmazo. Respondía a las preguntas de los periodistas con largas peroratas en las que en realidad no decía nada. Sus complejas frases, plagadas de citas extraídas de libros de jurisprudencia, eran intraducibles para el lector corriente y a menudo incomprensibles incluso para los periodistas. Cuando los reporteros salían de las oficinas de Rotella, en lugar de una libreta llena de anécdotas y citas con las que armar fácilmente un artículo, se encontraban con una ciénaga miasmática de palabras que desafiaban cualquier intento de organización o simplificación.

Spezi grabó un intercambio prototípico con Rotella después de que arrestaran a Giovanni Mele y a Piero Mucciarini como el «Doble Monstruo».

—¿Tiene pruebas? —preguntó Spezi.

—Sí —fue la respuesta lacónica de Rotella.

Spezi, buscando un titular, insistió:

—Tiene a dos hombres en la cárcel. ¿Es cierto que ambos son el Monstruo?

—El Monstruo no existe como concepto. Existe alguien que ha repetido el primer asesinato —respondió Rotella.

—¿Fue la declaración de Stefano Mele el factor decisivo?

—Lo que Mele dijo era importante. Hay puntos que lo ratifican. No tenemos una prueba importante sino cinco, pero solo las daré a conocer cuando llegue el momento de enviar a estos dos nuevos acusados frente al Tribunale que debe juzgarlos.

Sus circunloquios sacaban de quicio a Spezi y a los demás periodistas.

Solo en una ocasión, Rotella hizo una declaración categórica:

—Hay una cosa que sí puedo decirle: los florentinos ya pueden descansar tranquilos.

Como muestra de que no todo iba bien, uno de los fiscales de la planta inferior se apresuró a contradecir sus palabras y, pese a lo que habían escuchado arriba, anunció a la prensa:

—Yo invitaría cordialmente a los jóvenes a buscar una forma de cuidar de su salud que no sea respirando el aire del campo por la noche.

El público y la prensa no creyeron en la teoría del nuevo Doble Monstruo. Cuando se acercaba el verano de 1984, en Florencia aumentó la tensión. De noche, las pequeñas carreteras y caminos que recorrían las colinas de los alrededores de la ciudad permanecían vacíos. En respuesta a la creciente tensión, un joven asesor municipal propuso la creación de «pueblos del amor», lugares agradables, rodeados de jardines que garantizaran la intimidad, dotados de ciertos servicios especiales, vallados y custodiados por un vigilante. La idea provocó un escándalo y algunos contestaron que, ya puestos, por qué no abrir directamente prostíbulos en Florencia. Pero el hombre insistió en su idea: «El pueblo del amor es una forma de afirmar que cada uno de nosotros tiene derecho a una vida sexual libre y feliz».

Cuando los primeros días calurosos de 1984 acariciaron la ciudad, el miedo empezó a dispararse. Para entonces, el Monstruo había atraído la atención en todo el mundo: numerosos periódicos y canales de televisión ofrecían crónicas especiales sobre el caso, incluido el dominical de The Times de Londres y el Asahi Shimbun de Tokio. En Francia, Alemania y Gran Bretaña se emitieron documentales. Fuera de Italia, lo que despertaba fascinación no eran meramente los asesinatos en serie, sino el principal personaje de la historia del Monstruo: la ciudad de Florencia. Para la mayor parte del mundo, Florencia no era un lugar real donde vivía gente real; era un enorme museo donde poetas y artistas habían celebrado la belleza de la forma femenina con sus muchas Madonnas y la belleza de la forma masculina con sus orgullosos David; una ciudad de palacios elegantes, villas en lo alto de colinas, jardines, puentes, tiendas caras y excelente comida. No era una ciudad de basura, delincuencia, calles ruidosas, contaminación, graffiti y traficantes de drogas, y aún menos de asesinos en serie. La presencia del Monstruo desveló que Florencia no era la mágica ciudad renacentista de los folletos turísticos, sino una urbe trágica y miserablemente moderna.

A medida que avanzaba el verano, la tensión se hizo casi insoportable. Pocos en Florencia creían que el Monstruo estuviera en la cárcel. Mario Spezi consultó su calendario y reparó en que solo había una noche de sábado sin luna en todo el verano: la noche del 28 al 29 de julio. Unos días antes de ese fin de semana, Spezi se topó en la jefatura de policía con el inspector jefe Sandro Federico. Después de charlar un rato, le dijo:

—Sandro, me temo que este domingo podríamos ver a todo el mundo en el campo.

El policía hizo el signo de los cuernos con los dedos para ahuyentar al demonio.

El domingo 29 transcurrió plácidamente. El lunes por la mañana temprano, el 30, aún no había amanecido cuando sonó el teléfono en casa de Spezi.