11

Durante el otoño y el invierno de 1982 y 1983, Mario Spezi escribió un libro sobre el caso del Monstruo de Florencia. Se titulaba II Mostro de Firenze, y se publicó en mayo. Contaba la historia del caso desde los asesinatos de 1968 hasta el doble homicidio de Montespertoli. El público, atemorizado por lo que el incipiente verano pudiera traer, devoró el libro. Pero cuando las agradables noches estivales se aposentaron en las verdes colinas de Florencia, no hubo nuevos asesinatos, por lo cual los florentinos empezaron a creer que, después de todo, la policía había arrestado al hombre acertado.

Además de escribir un libro y publicar artículos sobre el caso del Monstruo, ese verano Spezi escribió un artículo sobre Cinzia Torrini, una cineasta que había producido un encantador documental sobre la vida de Berto, el último barquero del río Arno, hombre anciano y arrugado que obsequiaba a sus pasajeros con historias, leyendas y viejos dichos toscanos. A Torrini le agradó el artículo de Spezi y leyó con sumo interés su libro sobre el Monstruo. Le telefoneó para proponerle hacer una película sobre el Monstruo de Florencia y Spezi la invitó a cenar a su casa. Cenarían tarde, incluso para un italiano, porque Spezi seguía el horario de los periodistas.

Así fue como la noche del 10 de septiembre de 1983, Torrini condujo por la empinada colina que conducía al apartamento de Spezi. Como cabría esperar de una cineasta, Torrini tenía una gran imaginación. Los árboles que flanqueaban la carretera, diría más tarde, parecían manos de esqueletos desgarrando el aire y retorciéndose en el viento. No podía evitar preguntarse si hacía bien en internarse en el corazón de las colinas florentinas una noche de sábado sin luna para hablar con alguien acerca de espantosos crímenes cometidos en las colinas florentinas noches de sábado sin luna. Al salir de una curva, los faros de su viejo Fiat 127 alumbraron una cosa blanquecina que descansaba en medio de la estrecha carretera. La «cosa» se desplegó y se alzó del suelo, en silencio, como una sábana sucia transportada por el viento, hasta adquirir la forma de una gran lechuza blanca. A Torrini se le encogió el estómago, pues los italianos, como antiguamente los romanos, creían que toparse de noche con una lechuza era un mal augurio. Estuvo en un tris de dar la vuelta.

Estacionó el coche en el reducido aparcamiento que había frente a las enormes verjas de hierro de la vieja villa convertida en apartamentos y llamó al timbre. En cuanto Spezi abrió la puerta verde de su piso, el desasosiego de Torrini se desvaneció. El lugar era acogedor, cálido y excéntrico, con una mesa de juego del siglo XVII, llamada scagliola, que hacía de mesita de centro, viejas fotografías y dibujos en las paredes y una chimenea en un rincón. La mesa ya estaba puesta en la terraza, bajo un toldo blanco, con vistas a las luces parpadeantes que salpicaban las colinas. Torrini se rio de la absurda ansiedad que había sentido mientras subía y la apartó de su mente.

Pasaron casi toda la velada hablando de la posibilidad de hacer una película sobre el caso del Monstruo de Florencia.

—Yo lo veo difícil —dijo Spezi—. La historia carece de un personaje central: el asesino. No estoy tan seguro de que la policía tenga al hombre acertado. Me refiero al que tienen en la cárcel a la espera de ser juzgado, Francesco Vinci. Sería una película de asesinatos sin un final.

Eso no era un problema, explicó Torrini.

—El personaje principal no es el asesino, sino la ciudad de Florencia, la ciudad que descubre que entre sus muros se esconde un monstruo.

Spezi le contó por qué creía que Francesco Vinci no era el Monstruo.

—Lo único que tienen contra él es que era el amante de la primera mujer asesinada, que pega a sus novias y que es un sinvergüenza. En mi opinión, estos son elementos a su favor.

—¿Por qué dice eso? —preguntó Torrini.

—Le gustan las mujeres. Tiene mucho éxito con ellas y eso me basta para convencerme de que no es el Monstruo. Las pega pero no las mata. El Monstruo, en cambio, destruye a las mujeres. Las odia porque las desea y no puede tenerlas. Esa es su gran frustración, su maldición; de modo que las posee físicamente de la única manera que puede: o sea, robando la parte más representativa de su feminidad.

—Si es cierto —dijo Torrini—, significa que el Monstruo es impotente. ¿Es eso lo que cree?

—Más o menos.

—¿Qué opina de los aspectos rituales de las matanzas, de la cuidadosa colocación del cuerpo? La rama de vid que introdujo en la vagina, por ejemplo, recuerda las palabras de san Juan de que «todo sarmiento que en mí no lleva fruto, mi Padre lo cortará». ¿Estamos hablando de un asesino que castiga a las parejas por tener relaciones sexuales fuera del matrimonio?

Spezi lanzó una columna de humo hacia el techo y rio.

—Todo eso son bobadas. ¿Sabe por qué utilizó una rama de vid? Si observa las fotos de la escena del crimen, verá que la pareja estaba aparcada justo al lado de un viñedo. El asesino simplemente agarró el palo que tenía más a mano. Para mí, que use un palo para violar a una mujer parece confirmar que no se trata precisamente de Supermán. Probablemente, el asesino no violó a sus víctimas porque no puede.

Hacia el final de la noche, Spezi abrió su libro y leyó la última página en voz alta:

—«Muchos investigadores creen que el caso del Monstruo de Florencia está resuelto. No obstante, si al final de una cena en grata compañía me preguntaran qué pienso, les diría la verdad: que los domingos atiendo la primera llamada telefónica del día con sumo nerviosismo. Y más aún si la noche del sábado hubo luna nueva».

Cuando Mario cerró el libro, se hizo el silencio en la terraza con vistas a las colinas florentinas.

Entonces sonó el teléfono.

Era el teniente de los carabinieri, uno de los contactos de Spezi.

—Mario, acaban de encontrar a dos personas asesinadas en una furgoneta Volkswagen en Giogoli, encima de Galluzzo. ¿El Monstruo? Lo ignoro. Las dos víctimas son hombres. Pero yo que tú me acercaría a echar un vistazo.