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Ya en el momento del doble homicidio de 1968, las investigaciones destaparon numerosas pistas que indicaban que los asesinatos habían sido cometidos por un grupo de hombres, pistas que fueron pasadas por alto o descartadas.

En aquel entonces, la policía interrogó minuciosamente a Natalino, único testigo del crimen. Su declaración era confusa. Su padre había estado allí. En determinado momento, durante el interrogatorio, dijo: «Vi a Salvatore en las cañas», pero enseguida se desdijo y declaró que no era Salvatore sino Francesco, aunque finalmente confesó que su padre le había ordenado que dijera que era Francesco. Describió la «sombra» de otro hombre en la escena del crimen y habló vagamente de un «tío Piero» que también estaba presente, un hombre que «llevaba la raya del pelo en el lado derecho y trabajaba de noche»; debía de tratarse de su tío Piero Mucciarini, de profesión panadero. Luego dijo que no recordaba nada de lo ocurrido.

Uno de los agentes de los carabinieri, harto de las constantes contradicciones del muchacho, le amenazó: «Si no dices la verdad, te llevaré de nuevo con tu madre muerta».

La única información sólida que los investigadores creyeron haber obtenido del niño era que había visto a su padre en la escena del crimen con una pistola en la mano. Como marido agraviado, era el sospechoso perfecto. Arrestaron a Stefano Mele esa misma noche y rápidamente echaron por tierra su patética coartada, según la cual en el momento del crimen estaba en casa, enfermo. El test del guante de parafina desveló rastros de pólvora entre los dedos pulgar e índice de su mano derecha, la clásica marca de quien acaba de disparar una pistola. Hasta un simplón como Mele comprendió que después del test no tenía sentido seguir mintiendo, por lo que confesó haber estado presente en la escena del crimen. Puede que hasta cayera en la cuenta de que le habían tendido una trampa para incriminarlo.

Cauteloso, asustado, Mele contó a los carabinieri que Salvatore Vinci era el verdadero asesino:

—Un día —dijo—, me contó que tenía una pistola… Fue él. Él era el amante celoso de mi mujer. Fue él quien, después de que ella lo abandonara, amenazó con matarla. Lo dijo en más de una ocasión. Un día, cuando le pedí que me devolviera un dinero, ¿saben qué contestó? «Mataré a tu esposa por ti», eso fue lo que me dijo, «y ya no te deberé nada». ¡De veras que lo dijo!

Pero, a renglón seguido, Mele se retractó de sus acusaciones contra Salvatore Vinci y asumió toda la responsabilidad del crimen. En lo referente a qué había sido de la pistola, nunca dio una respuesta satisfactoria. «La arrojé a la acequia», aseguró, pero esa noche los carabinieri buscaron cuidadosamente en la acequia y alrededores y no encontraron nada.

A los carabinieri no les convencía la historia. No les parecía probable que un hombre que tenía problemas para orientarse en una habitación hubiera sido capaz de encontrar solo, y sin coche, la escena del futuro crimen, situada a varios kilómetros de su casa, tender una emboscada a los amantes y dispararles siete tiros. Cuando le presionaron, Stefano volvió a dirigir sus acusaciones contra Salvatore. «Era el único que tenía coche», dijo.

Los carabinieri decidieron reunirlos para ver qué pasaba. Fueron a buscar a Salvatore y se lo llevaron al cuartel. Los presentes dijeron que nunca olvidarían ese encuentro.

Salvatore entró en la habitación, en el papel de balente, rezumando seguridad en sí mismo. Se detuvo y clavó a Mele una mirada dura, penetrante. Mele rompió a llorar y se arrojó a los pies de Salvatore. «¡Perdóname! ¡Te lo ruego, perdóname!», sollozó. Vinci se volvió y se marchó sin pronunciar palabra. Ejercía un poder inexplicable sobre Stefano Mele, la capacidad de imponerle una omertá tan poderosa que Mele estaría dispuesto a pasarse la vida en la cárcel antes que desafiarla. Inmediatamente, Mele negó que Salvatore hubiera disparado y volvió a acusar a su hermano Francesco. No obstante, nuevamente presionado, insistió una vez más en que había cometido el doble asesinato solo.

Llegados a este punto la policía y el juez de instrucción (el juez que supervisa la investigación) se dieron por satisfechos. Independientemente de los pormenores, el crimen estaba resuelto: tenían la confesión del marido agraviado, respaldada por pruebas forenses y la declaración del hijo. Mele fue el único acusado del asesinato.

Durante el juicio en la Corte d’Assise, cuando Salvatore Vinci fue llamado a declarar se produjo una escena extraña. Mientras hablaba y gesticulaba, su mano atrajo la atención del juez. En un dedo llevaba la sortija de compromiso de una mujer.

—¿Qué anillo es ese? —preguntó el juez.

—Es la sortija de compromiso de Barbara —dijo, mirando severamente a Mele en lugar de al juez—. Ella me la regaló.

Mele fue declarado único culpable del doble homicidio y condenado a catorce años de prisión.

En 1982, los investigadores procedieron a elaborar una lista de los posibles cómplices de los asesinatos de 1968. En la lista figuraban los dos hermanos Vinci, Salvatore y Francesco, así como Piero Mucciarini y la «sombra» mencionada por Natalino.

Los investigadores estaban convencidos de que la pistola no había sido arrojada a la acequia, como aseguraba Stefano. La pistola empleada en un homicidio raras veces se vende, se regala o se tira despreocupadamente. En su opinión, uno de los cómplices de Mele debió de llevársela a casa para esconderla. Seis años después, la pistola había salido de su escondite, junto con la misma caja de balas, para convertirse en la pistola del Monstruo de Florencia.

Sabían que encontrar la pistola era clave para resolver el caso del Monstruo de Florencia.

La investigación de la pista sarda se centró primero en Francesco Vinci porque él era el balente, el gallito, el tipo con antecedentes penales. Era violento, pegaba a sus novias y se relacionaba con gángsteres. Salvatore, en cambio, parecía más tranquilo, un hombre trabajador que no se metía en problemas. Tenía un historial intachable. Para la policía toscana, que carecía de experiencia en asesinos en serie, Francesco Vinci parecía la elección más obvia.

Los investigadores desenterraron retazos de pruebas circunstanciales contra Francesco. Determinaron que no había estado lejos de las escenas de los crímenes los días en los que se cometieron. Entre hurtos, robos de ganado y aventuras con mujeres, siempre andaba de acá para allá. Cuando se produjo el doble homicidio de Borgo San Lorenzo en 1974, por ejemplo, lo localizaron cerca de la escena debido a una discusión entre él y un marido celoso, discusión en la que su sobrino favorito, Antonio, hijo de Salvatore Vinci, también participó. En el momento del crimen de Montespertoli, Francesco también había estado cerca, una vez más visitando a Antonio, que en aquel entonces vivía en un pueblo situado a seis kilómetros de la escena.

Una prueba fundamental contra Francesco, sin embargo, tardó un tiempo en salir a la superficie. A mediados de julio, los carabinieri de una ciudad de la costa sur de la Toscana informaron a los investigadores de Florencia que el 21 de junio habían encontrado un coche oculto en el bosque bajo un montón de ramas. Al final, por la matrícula, descubrieron que el coche pertenecía a Francesco Vinci.

Esto parecía sumamente relevante, pues justamente el 21 de junio era el día en el que Spezi y otros periodistas habían publicado el (falso) informe de que una de las víctimas de los asesinatos de Montespertoli pudo sobrevivir el tiempo suficiente para hablar. Tal vez al Monstruo le asustó la noticia y decidió esconder su coche.

Los carabinieri se llevaron a Vinci al cuartel y le pidieron una explicación. El hombre se puso a contar una historia acerca de una mujer y un marido celoso, pero carecía de sentido y, además, no explicaba por qué había escondido el coche.

Francesco Vinci fue arrestado en agosto de 1982, dos meses después de los asesinatos de Montespertoli. En aquel entonces, el juez de instrucción dijo a la prensa: «El peligro ahora es que podría producirse otro asesinato, más espectacular aún que el anterior. El Monstruo podría sentirse tentado de reafirmar que él es el autor de los asesinatos actuando de nuevo». Era extraño que un juez dijera algo así tras la detención de un sospechoso, pero demostraba lo poco seguros que estaban los investigadores de tener al hombre acertado.

El otoño y el invierno transcurrieron sin que se produjeran nuevos asesinatos. Francesco Vinci seguía detenido. Los florentinos, sin embargo, no estaban tranquilos. Francesco no parecía el Monstruo inteligente y aristocrático que habían imaginado; coincidía demasiado con la imagen de un estafador de tres al cuarto, donjuán y seductor.

Toda Florencia esperaba con temor la llegada del verano, la estación favorita del Monstruo.