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La investigación de la pista sarda arrojó luz sobre un curioso y casi olvidado rincón de la historia italiana: la emigración masiva de la isla de Cerdeña al continente italiano durante la década de 1960. Muchos de esos emigrantes fueron a parar a la Toscana, con lo que cambiaría para siempre el carácter de la provincia.

Remontarse a la Italia de principios de los sesenta significa hacer un viaje mucho más largo y profundo que una mera cuarentena de años. Italia era otro país entonces, un mundo que hoy día ha desaparecido.

El país se creó en 1871 por medio de la unión improvisada de grandes feudos y ducados agrupados torpemente para formar una nación. Los habitantes hablaban cerca de seiscientas lenguas y dialectos. Cuando el nuevo Estado italiano eligió el dialecto florentino como el «italiano» oficial, apenas el dos por ciento de la población lo hablaba. (Se eligió el florentino por encima del romano y el napolitano porque era el idioma de Dante.) Todavía en 1960, menos de la mitad de los ciudadanos sabía hablar el italiano oficial. Italia era un país pobre y aislado, azotado por la hambruna y la malaria, que seguía recuperándose de la enorme destrucción sufrida durante la Segunda Guerra Mundial. Pocos italianos tenían agua corriente en sus hogares, coche o electricidad. El gran milagro industrial y económico de la Italia moderna no había hecho más que empezar.

En 1960, la región más pobre y atrasada de toda Italia la formaban las áridas montañas, abrasadas por el sol, del interior de la isla de Cerdeña.

Esta Cerdeña era muy anterior a la de la Costa Esmeralda, los puertos y los clubes náuticos, los árabes millonarios, los campos de golf y las mansiones frente al mar. Era una cultura cerrada que vivía de espaldas al Mediterráneo. Los sardos siempre habían temido el mar porque, durante siglos, solo les había traído muerte, pillaje y violaciones. «Aquel que del mar llega, roba», reza un viejo dicho sardo. Del mar arribaron barcos exhibiendo la cruz cristiana de los pisanos, que talaron los bosques sardos para construir su armada. Del mar procedían las negras falúas de los piratas árabes que se llevaban a sus mujeres y niños. Y muchos siglos atrás, cuenta la leyenda, del mar llegó un terrible tsunami que arrasó con las poblaciones costeras y obligó a sus habitantes a huir para siempre a las montañas.

La policía y los carabinieri encargados de investigar la pista sarda regresaron a esas montañas, concretamente a Villacidro, el pueblo de donde provenían muchos de los sardos relacionados con el clan de Mele.

En 1960, prácticamente nadie en Cerdeña hablaba italiano, pues los sardos tenían su propio idioma, el logudorés, considerada la más antigua y menos contaminada de las lenguas romances. Los sardos veían con indiferencia las leyes que imponían sos italianos, que era como llamaban a la gente del continente. Tenían su propia ley no escrita, el código de La Barbagia, antigua región de la Cerdeña central y una de las zonas más agrestes y despobladas de Europa.

En el corazón de ese código se hallaba la figura del balente, el forajido artero, el hombre astuto, diestro y valeroso que cuida de los suyos. Robar, sobre todo ganado, era una actividad encomiable según el código si se cometía contra otra tribu, porque, aparte de las ganancias que aportaba, constituía un acto heroico, un acto de balentia. El ladrón, al robar, demostraba su astucia y superioridad frente al adversario, que pagaba por su incapacidad para cuidar de sus rebaños. Reglas similares justificaban el rapto e incluso el asesinato. Al balente había que temerlo y respetarlo.

Los sardos, sobre todo los pastores, que pasaban casi toda su vida en un aislamiento nómada, despreciaban el Estado italiano, que veían como una fuerza de ocupación. Si un pastor, siguiendo el código de balentia, infringía las leyes impuestas por los «forasteros» (italianos), en lugar de pasar por la ignominia de la cárcel se convertía en forajido y se unía a grupos de fugitivos y bandoleros que vivían en las montañas y asaltaban otras comunidades. Incluso como forajido, seguía viviendo secretamente en su comunidad, donde gozaba de protección, hospitalidad y, además, admiración. Los bandidos, a cambio, repartían entre la comunidad parte de su botín y se guardaban de cometer expolios en el territorio del que procedían. La gente de Cerdeña veía en el bandolero a alguien que defendía con valentía sus derechos y el honor de la comunidad contra el opresor extranjero, por lo que lo trataba como un personaje romántico y valeroso, confiriéndole un aura casi mítica.

Fue en este entorno de clanes donde se adentraron los investigadores para seguir los entresijos de la pista sarda, y donde descubrieron una antigua cultura que hacía que el concepto siciliano de omertá pareciera casi moderno.

El pueblo de Villacidro estaba aislado incluso para los sardos. Encantador pese a su pobreza, descansaba sobre una elevada llanura dividida por el río Leni y rodeada de picos escarpados. Los ciervos deambulaban por los bosques de robles y las águilas reales sobrevolaban los precipicios de granito rojo. La gran cascada de Sa Spendula próxima al pueblo, una de las maravillas naturales de Cerdeña, había servido de inspiración al poeta Gabriele D’Annunzio durante una visita a la isla en 1882. Mientras el poeta admiraba la sucesión de saltos entre las rocas, espió a un lugareño:

En el frondoso valle un pastor vigilante,

envuelto en pieles de animal,

acecha sobre los despeñaderos de caliza,

cual fauno de bronce, silencioso e inmóvil.

El resto de Cerdeña, sin embargo, consideraba Villacidro un lugar maldito, una «tierra de sombras y brujas», según rezaba un viejo dicho. Todo el mundo decía que las brujas de Villacidro, is cogas, se cubrían con largos vestidos que barrían el suelo, para ocultar la cola.

En Villacidro vivía una familia llamada Vinci.

Eran tres hermanos. Giovanni, el mayor, había violado a una de sus hermanas, por lo que la comunidad lo evitaba. El menor, Francesco, tenía fama de violento y destacaba por su destreza con el cuchillo; podía matar, desollar, destripar y trocear una oveja en un tiempo récord.

El mediano se llamaba Salvatore. Estaba casado con Barbarina, la «Pequeña Barbara», una adolescente que le había dado un hijo, Antonio. Una noche, Barbarina apareció muerta en su cama; se dictaminó que había sido un suicidio con gas propano. Pero en Villacidro corrían rumores inquietantes sobre ese supuesto «suicidio». Se decía que, una vez abierta la bombona de gas, alguien había sacado a Antonio de la cama de su madre, salvándole así la vida, y había dejado morir a la madre. Casi todos los habitantes de Villacidro creían que Salvatore la había asesinado.

La muerte de Barbarina fue la gota que colmó el vaso con respecto a los hermanos Vinci. El pueblo de Villacidro al completo se alzó contra ellos y se vieron obligados a marcharse. Un día soleado de 1961 los hermanos Vinci embarcaron en un transbordador con destino al continente, sumándose así a la gran emigración sarda. Desembarcaron en la Toscana para comenzar una nueva vida.

Al otro lado del mar, les esperaba otra Barbara.