Debido a un error burocrático, los cartuchos recogidos en la escena de ese antiguo crimen, que deberían haberse tirado, seguían descansando en una bolsa de nailon en los polvorientos archivos del caso.
Cada uno tenía en el borde la marca peculiar de la pistola del Monstruo.
Los investigadores se apresuraron a reabrir el viejo caso, pero el desconcierto fue inmediato: el doble asesinato de 1968 estaba resuelto. Había sido un caso clarísimo. Un hombre había confesado y había sido condenado por el doble homicidio, y no podía ser el Monstruo de Florencia, porque cuando este había cometido los primeros asesinatos el hombre estaba en la cárcel y desde su liberación había vivido en un centro de reinserción social, bajo la mirada vigilante de las monjas, tan débil que a duras penas podía caminar. Era imposible que hubiera cometido ninguno de los crímenes del Monstruo. Y su confesión no era falsa: contenía detalles tan concretos y precisos del doble homicidio que solo una persona presente en la escena habría podido conocer.
A primera vista, los hechos del crimen de 1968 parecían sencillos, sórdidos e incluso banales. Una mujer casada, Barbara Locci, tenía a un albañil siciliano como amante. Una noche, después de ir al cine, la pareja aparcó en un camino discreto para tener relaciones sexuales. El celoso marido les tendió una emboscada y, en pleno acto, los mató a tiros. El marido, un inmigrante de la isla de Cerdeña llamado Stefano Mele, fue detenido unas horas más tarde. Cuando el test del «guante de parafina» desveló que había disparado recientemente una pistola, se vino abajo y confesó que había matado a su esposa y a su amante en un arranque de celos. Le redujeron la condena a catorce años de cárcel por «enajenación mental».
Caso cerrado.
Nunca se recuperó la pistola utilizada en el crimen. En su día, Mele aseguró que la había arrojado a una acequia cercana, pero la noche del crimen la policía rastreó detenidamente la acequia y sus alrededores y no encontró nada. En aquel entonces, nadie prestó demasiada atención a la pistola desaparecida.
Los investigadores se reunieron en el centro de reinserción social donde vivía Mele, próximo a Verona. Lo sometieron a un interrogatorio implacable. Concretamente, querían saber qué había hecho con la pistola después del crimen. Pero nada de lo que Mele decía tenía sentido; tenía la cabeza medio ida. Se contradecía continuamente y daba la impresión de estar ocultando algo; parecía tenso y vigilante. No pudieron sonsacarle nada de valor. Cualquiera que fuera su secreto, lo escondía con tal tenacidad que parecía dispuesto a llevárselo a la tumba.
Stefano Mele se hospedaba en un feo edificio de color blanco situado en una llanura cercana al río Adige, en las afueras de la romántica ciudad de Verona. Vivía con otros ex presidiarios que, tras saldar su deuda con la sociedad, no tenían adonde ir, ni familia, ni la posibilidad de conseguir un empleo retribuido. De repente, el cura que dirigía la institución se encontró, como si no tuviera suficientes preocupaciones ya, con la tarea adicional de proteger al pequeño sardo de las manadas de periodistas hambrientos. Todos los reporteros intrépidos de Italia estaban empeñados en entrevistar a Mele; pero el cura estaba igualmente decidido a mantenerlos a raya.
Spezi, el monstruólogo de La Nazione, no se dejó desanimar tan fácilmente como el resto. Un día se presentó en el centro de reinserción social en compañía de un director de documentales con el pretexto de filmar un reportaje sobre la buena obra que llevaba a cabo el centro. Después de una entrevista halagüeña con el cura y una serie de supuestas entrevistas con algunos internos, finalmente se encontraron cara a cara con Stefano Mele.
La primera impresión fue desalentadora: el sardo, aunque no era viejo, se paseaba por la sala con pasos cortos, nerviosos, y con las piernas rígidas, como si estuviera a punto de caerse. Mover una silla era casi una proeza para él. Una sonrisa inexpresiva dejaba al descubierto un cementerio de dientes podridos. Poco tenía que ver con la imagen del frío asesino que, quince años atrás, había matado a dos personas con eficiencia y sangre fría.
Al principio, la entrevista no fue fácil. Mele se mostraba vigilante y suspicaz. Poco a poco, no obstante, se fue relajando e incluso empezó a abrirse a los documentalistas, feliz de haber encontrado a unos oyentes comprensivos en los que poder confiar. Finalmente los invitó a su habitación, donde les enseñó viejas fotografías de su «parienta» (así llamaba a su esposa asesinada, Barbara), y de Natalino, su hijo.
Pero cada vez que Spezi abordaba el viejo crimen de 1968 Mele se hacía el despistado. Sus respuestas eran largas y enrevesadas; se diría que soltaba cuanto le pasaba por la cabeza. Parecía un caso perdido. Al final, dijo algo extraño:
—Tienen que encontrar esa pistola, de lo contrario habrá más asesinatos… Seguirán matando… Seguirán matando…
Cuando Spezi se marchó, Mele le hizo un regalo: una postal de la casa y el balcón de Verona donde se decía que Romeo confesó su amor a Julieta.
—Tome —dijo Mele—. Yo soy el «hombre de la pareja» y esta es la pareja más famosa del mundo.
«Seguirán…» Solo cuando ya se había ido, Spezi cayó en la cuenta del uso del plural. Mele había dicho repetidas veces «seguirán», como si se refiriera a más de un Monstruo. ¿Por qué creía que había varios? Parecía indicar que no estaba solo cuando mató a su esposa y al amante. Tuvo cómplices. Y era evidente que Mele creía que esos cómplices habían seguido matando parejas.
En ese momento, Spezi comprendió algo que la policía ya había deducido: el de 1968 no fue un crimen pasional. Fue un asesinato colectivo, un asesinato de clan. Mele no estuvo solo en la escena del crimen: tuvo cómplices.
¿Era posible que uno de esos cómplices se hubiera convertido en el Monstruo de Florencia?
La policía empezó a investigar quién pudo haber estado con Mele la fatídica noche. Esta fase de la investigación hurgó profundamente en el extraño y violento clan sardo al que pertenecía Mele y que llegó a conocerse como la «pista sarda».