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Spezi empezó a cubrir a tiempo completo el caso del Monstruo de Florencia para La Nazione. Ese caso brindaba al joven periodista una gran profusión de historias, a las que sacaba el máximo partido. Obligados a seguir todas las pistas, por improbables que fueran, los investigadores estaban desenterrando docenas de sucesos, personajes e incidentes extraños que Spezi, gran conocedor de las flaquezas humanas, atrapaba al vuelo y anotaba; historias que otros periodistas pasaban por alto. Los artículos que salían de su pluma eran sumamente entretenidos, y aunque muchos narraban hechos descabellados e inverosímiles, todos eran ciertos. Los artículos de Spezi empezaron a destacar por sus comentarios mordaces y por ese detalle perverso que seguía acompañando al lector mucho después de tomar su café matutino.

Un día, gracias a un policía de servicio, descubrió que los investigadores habían interrogado y soltado a un extraño personaje que se había hecho pasar por médico forense. Spezi encontró apasionante la historia y le siguió la pista para el periódico. Se trataba del «doctor» Carlo Santangelo, un florentino de treinta y seis años de aspecto agradable, amante de la soledad y separado, que vestía de negro, llevaba gafas con cristales ahumados y portaba un maletín en la mano izquierda. Su tarjeta decía:

PROF. DR. CARLO SANTANGELO

Médico forense

Instituto de Patología, Florencia

Instituto de Patología, Pisa - Departamento Forense

El omnipresente maletín contenía instrumental propio de su profesión, es decir, una amplia variedad de escalpelos relucientes y perfectamente afilados. En lugar de mantener una dirección fija, el doctor Santangelo prefería alojarse en distintos hoteles o residencias de pequeños pueblos próximos a Florencia. Cuando elegía un hotel, se aseguraba de que estuviera cerca de un cementerio pequeño. Y si tenía una habitación con vistas a las lápidas, mejor que mejor. La cara del doctor Santangelo, con aquellos cristales gruesos y oscuros cubriéndole los ojos, se había convertido en un rostro familiar para el personal de OFISA, la funeraria más importante de Florencia, donde pasaba muchas horas. El médico de las gafas oscuras extendía recetas, examinaba a pacientes e incluso tenía una consulta de psicoanalista.

El único problema era que el doctor Santangelo no era ni forense ni patólogo. En realidad, ni siquiera era médico, aunque por lo visto se creía con el derecho de operar a gente viva, al menos según un testigo.

Desenmascararon a Satangelo cuando se produjo un grave accidente de tráfico en la autopista sur de Florencia y alguien se acordó de que en un hotel cercano vivía un médico. Fueron a buscar al doctor Santangelo para que prestara los primeros auxilios y cuál fue su sorpresa cuando oyeron que no era otro que el médico forense que había realizado las autopsias de los cadáveres de Susanna Cambi y Stefano Baldi, las últimas víctimas del Monstruo. O por lo menos eso fue lo que varios empleados del hotel dijeron que les había contado el doctor Santangelo mientras abría orgullosamente su maletín y les enseñaba el instrumental.

La peculiar afirmación de Santangelo llegó a oídos de los carabinieri, que no tardaron en descubrir que de médico no tenía nada. Se enteraron de su predilección por los cementerios pequeños y las salas de patología y, más inquietante aún, de su afición por los escalpelos. Los carabinieri se lo llevaron de inmediato al cuartel para interrogarlo.

El falso forense reconoció voluntariamente que era un embustero y un farsante, pero no fue capaz de explicar la atracción que sentía por los cementerios de noche. No obstante, calificó acaloradamente de calumnia la historia que había contado su novia acerca de que Santangelo había echado a perder una noche de sexo apasionado tomándose una dosis de somníferos porque, según él, solo así podía vencer la tentación de abandonar el lecho de amor para darse un garbeo por las lápidas.

La sospecha de que el doctor Santangelo era el Monstruo no duró mucho, dado que, para todas las noches de los dobles homicidios, tenía la coartada de los empleados del hotel donde se hospedaba. El doctor, confirmaron los testigos, se acostaba pronto, entre las ocho y media y las nueve, y se levantaba a las tres de la mañana, que era cuando sentía la llamada de los cementerios.

—Sé que hago cosas extrañas —dijo Santangelo al juez que le interrogó—. A veces me pregunto si no estaré algo chiflado.

La historia de Santangelo es solo uno de los muchos deliciosos artículos que Spezi escribió como «monstruólogo» oficial del periódico. También escribía sobre los numerosos canalizadores, tarotistas, videntes, geománticos y adivinos que ofrecían sus servicios a la policía. Los agentes incluso habían contratado a algunos de ellos y atestiguado, autenticado y archivado la transcripción de sus «lecturas». En los salones de la clase media de toda la ciudad, las veladas terminaban a veces con el anfitrión y los invitados sentados alrededor de una mesa de tres patas, con un vaso pequeño colocado boca abajo, interrogando a una de las víctimas del Monstruo y recibiendo sus enigmáticas respuestas. A menudo enviaban los resultados a Spezi, en La Nazione, y a la policía, o circulaban febrilmente entre grupos de creyentes. Paralela a la investigación oficial de la policía se desarrollaba otra sobre el mundo de ultratumba que Spezi cubría para gran divertimento de sus lectores, en la que hablaba de su asistencia a lecturas y sesiones de espiritismo en cementerios con videntes empeñados en hablar con los muertos.

El caso del Monstruo sacudió de tal modo a la ciudad que pareció que resucitara el espíritu de Savonarola, el siniestro monje de San Marcos, y sus acaloradas diatribas contra la decadencia de la sociedad. Hubo quienes utilizaron al Monstruo para despotricar contra Florencia y su supuesta depravación moral y espiritual, contra la codicia y el materialismo de su clase media. «El Monstruo —escribió un redactor— es la expresión viviente de esta ciudad de comerciantes entregados a una orgía de indulgencia narcisista fomentada por sacerdotes, personajes influyentes, profesores engreídos, políticos y escritorzuelos… El Monstruo es un vulgar vindicador de clase media que se oculta tras una careta de respetabilidad burguesa. Es, simplemente, un hombre con mal gusto».

Otros pensaban que el Monstruo era un monje o un sacerdote. Alguien escribió en una carta a La Nazione que los cartuchos encontrados en las escenas de los crímenes estaban viejos y descoloridos «porque en un monasterio es fácil que una vieja pistola y unas balas permanezcan largo tiempo olvidadas en algún rincón oscuro». El autor de la carta señalaba algo que los florentinos llevaban tiempo comentando: el asesino podía ser un sacerdote a lo Savoranola que se dedicaba a descargar la ira de Dios sobre los jóvenes por fornicar y por su depravación. También aventuraba que la rama de vid introducida en la primera víctima podía ser un mensaje bíblico recordando las palabras de Jesús de que «todo sarmiento que en mí no lleva fruto, mi Padre lo cortará».

Los detectives de la policía también se tomaron en serio la teoría de Savonarola, por lo que procedieron a investigar a ciertos sacerdotes conocidos por sus hábitos extraños o inusuales. Varias prostitutas florentinas contaron a la policía que de vez en cuando entretenían a un cura de gustos más bien excéntricos. El hombre les pagaba generosamente no por obtener sexo normal, sino por el privilegio de afeitarles el vello púbico. La policía se interesó por él puesto que disfrutaba manejando una cuchilla en esa zona concreta. Las chicas facilitaron a la policía su nombre y dirección.

Una cristalina mañana de domingo, un reducido grupo de policías y carabinieri vestidos de paisano y encabezados por dos jueces, entraron en una vieja iglesia rural rodeada de cipreses en las encantadoras colinas al sudoeste de Florencia. El sacerdote recibió a la comitiva en la sacristía, ya que se estaba poniendo las vestiduras sagradas para decir misa. Le mostraron una orden judicial, le comunicaron la razón de su visita y expresaron su intención de registrar la iglesia, los terrenos, los confesionarios, los altares, los relicarios y el tabernáculo.

El sacerdote se tambaleó y estuvo a punto de caer desmayado al suelo. No intentó negar su vocación nocturna de barbero de señoritas, pero juró que no era el Monstruo. Dijo que entendía que tuvieran que registrar el lugar, pero les rogó que mantuvieran en secreto la razón de su visita y esperaran a que hubiera terminado el oficio.

El cura pudo celebrar la misa ante sus feligreses, a la que también asistieron los policías e investigadores, que en todo momento se comportaron como tipos de ciudad disfrutando de una misa en el campo. Entretanto, no quitaban ojo al cura para no correr el riesgo de que, durante el oficio, destruyera alguna pista crucial.

El registro se llevó a cabo en cuanto los feligreses se hubieron marchado, pero los investigadores únicamente confiscaron la cuchilla del sacerdote, que enseguida quedó descartado.