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La noche del jueves 22 de octubre de 1981 llovía y hacía un frío impropio de esa época del año. Al día siguiente estaba programada una huelga general: todos los comercios, negocios y escuelas cerrarían para protestar por las medidas económicas del gobierno. Por consiguiente, era una noche de fiesta. Stefano Baldi había ido a casa de su novia, Susanna Cambi, para cenar con ella y sus padres, y después la había llevado al cine. Luego la pareja aparcó el coche en los Campos de Bartoline, al oeste de Florencia. Stefano, que había crecido en la zona y jugado en los campos de niño, conocía bien el lugar.

De día frecuentaban los Campos de Bartoline viejos pensionistas que cuidaban allí sus pequeños huertos, tomaban el aire y mataban el rato con chismorreos. Por la noche había un trasiego constante de coches con parejas jóvenes en busca de soledad e intimidad. Y, por supuesto, de mirones.

Stefano y Susanna aparcaron en un camino sin salida rodeado de viñedos. Frente a ellos se alzaban las siluetas oscuras e imponentes de los montes de la Calvana y a su espalda se oía el vago rumor del tráfico de la autopista. Esa noche, las nubes eclipsaban las estrellas y la luna creciente, y proyectaba una densa oscuridad sobre el paisaje.

A la mañana siguiente, a las once, un matrimonio anciano que se había acercado a regar su huerto descubrió el crimen. El Volkswagen Golf negro bloqueaba el camino, la puerta del lado izquierdo estaba cerrada, la ventanilla era una telaraña de grietas y la puerta derecha estaba abierta de par en par. La disposición era idéntica a la hallada en los dos homicidios dobles anteriores.

Spezi llegó a la escena del crimen poco después que la policía. Una vez más, policía y carabinieri no se habían molestado en acordonar el lugar. Todo el mundo —periodistas, agentes, fiscales, el médico forense— se paseaba a sus anchas, haciendo chistes malos en un intento vano de mantener a raya el horror de la escena.

Al poco de llegar, Spezi divisó a un coronel de los carabinieri al que conocía. Vestía una elegante americana de cuero gris, abotonada hasta el cuello para mitigar el frío otoñal, y fumaba un cigarrillo americano detrás de otro. El coronel sostenía en la mano una piedra que había encontrado a veinte metros de la escena del crimen. Era de granito, tenía forma de pirámide truncada y cada lado medía unos cinco centímetros de ancho. Spezi reconoció el objeto: se utilizaba en las viejas casas rurales de la Toscana durante los calurosos veranos para mantener las puertas de las habitaciones abiertas y de ese modo crear corrientes de aire.

Girando la piedra en la mano, el coronel se acercó a Spezi.

—Este tope para puertas es lo único potencialmente relevante que he encontrado en la escena. Me lo llevaré como prueba, puesto que es lo único que tengo. Puede que el asesino lo usara para romper la ventanilla del coche.

Veinte años más tarde, el trivial tope para puertas, recogido casualmente en un campo, se convertiría en la pieza central de una nueva y extraña investigación.

—¿Nada más, coronel? —preguntó Spezi—. ¿Ningún rastro? El suelo está empapado y blando.

—Hemos encontrado la huella de una bota de goma, de las de montar, en el suelo, junto a la hilera de vides que transcurre perpendicular al camino de tierra, justo al lado del Golf. La hemos registrado. Pero sabes tan bien como yo que cualquiera podría haber dejado esa huella… y también la piedra.

Spezi, recordando su deber como periodista de observar con sus ojos y no fiarse de terceros, se acercó con suma reticencia a la joven fallecida. El cuerpo había sido arrastrado más de diez metros desde el coche y, como en los homicidios anteriores, estaba en un lugar sorprendentemente visible. Yacía en la hierba con los brazos en cruz y la misma mutilación.

Mauro Maurri, el médico forense, examinó a las víctimas y declaró que los cortes de la región púbica estaban hechos con el mismo cuchillo mellado, el que hacía pensar en un cuchillo de submarinismo. Señaló que, como en los otros asesinatos, no había indicios de violación, abusos o presencia de semen. La brigada móvil recogió nueve cartuchos Winchester serie H del suelo y otros dos en el interior del coche. Un examen desveló que todas las balas habían sido disparadas por el arma utilizada en los dos homicidios anteriores y mostraban la peculiar marca en el borde causada por el percutor.

Spezi preguntó al jefe de la brigada móvil sobre un hecho aparentemente anómalo: una Beretta calibre 22 solo podía alojar nueve balas en el cargador; sin embargo, había once cartuchos en la escena del crimen. El jefe le explicó que un tirador experto puede forzar una décima bala en el cargador y, con otra cargada con anterioridad en la recámara, convertir una Beretta de nueve balas en una de once.

El día después del asesinato, Enzo Spalletti fue excarcelado.

No sería una exageración utilizar la palabra «histeria» para describir la reacción ante este nuevo doble homicidio. La policía y los carabinieri estaban desbordados por las cartas, tanto firmadas como anónimas, que no había más remedio que investigar. Entre los acusados había médicos, cirujanos, ginecólogos e incluso sacerdotes, además de padres, yernos, amantes y rivales. Hasta ese momento, en Italia se consideraba que los asesinos en serie eran un fenómeno propio del norte de Europa, algo que ocurría en Inglaterra, Alemania o Escandinavia y, por supuesto, en Estados Unidos, donde todo lo violento parecía multiplicarse por diez. Pero nunca en Italia.

Los jóvenes estaban aterrorizados. Por la noche la campiña aparecía desierta, mientras que ciertas calles oscuras de la ciudad, especialmente en torno a la basílica de San Miniato al Monte, se llenaban de coches pegados los unos a los otros, con las ventanillas tapadas con periódicos o toallas y jóvenes amantes en el interior.

Después de los asesinatos, Spezi trabajó sin descanso durante un mes, durante el cual escribió cincuenta y siete artículos para La Nazione. Casi siempre era el primero en conseguir la primicia, por lo que la tirada del periódico se convirtió en la más alta de su historia. Muchos periodistas optaron por seguirle a hurtadillas para intentar descubrir sus fuentes.

Con los años, Spezi había desarrollado numerosas estratagemas para sonsacar información a la policía y a los fiscales. Cada mañana iba de ronda por el Tribunale y las oficinas de la fiscalía para comprobar si había alguna novedad. Se paseaba por los pasillos charlando con abogados y agentes de policía, recogiendo migajas de información. También telefoneaba regularmente a Fosco, el ayudante del forense, para preguntarle si había llegado algún fiambre interesante, y a un contacto que tenía en el cuerpo de bomberos, pues a veces se requería la presencia de los bomberos en la escena del crimen para rescatar un cadáver, sobre todo si estaba flotando en el agua.

Pero la mejor fuente de información de Spezi era un hombrecillo que trabajaba en las entrañas del edificio del Tribunale, un tipo insignificante con un empleo insignificante, al que los demás periodistas no prestaban la menor atención. Era el encargado de sacar el polvo y mantener ordenados los tomos donde cada día se anotaban los nombres de las personas que se hallaban en situación de indagato —esto es, bajo investigación— y los motivos. Spezi había conseguido que este humilde funcionario recibiera una suscripción gratuita de La Nazione, de la que estaba exageradamente orgulloso, a cambio de que le permitiera hojear los libros. Para mantener esta fuente de información en secreto, Spezi esperaba hasta la una y media, que era cuando los periodistas se congregaban delante del Tribunale para irse a comer a casa. Entonces se internaba en una calle lateral que conducía, por sinuosos callejones, hasta la entrada trasera del Tribunale, e iba a ver a su amigo secreto.

Una vez que Spezi disponía de unos cuantos datos interesantes sobre un caso, los suficientes para saber que merecía la pena, se dejaba caer por la fiscalía y fingía estar al corriente de todo. El fiscal encargado del caso, deseoso de averiguar cuánto sabía realmente, se prestaba a conversar y, a fuerza de diestros faroles y amagos, Spezi lograba confirmar lo que le habían contado y llenar las lagunas de la historia al tiempo que los peores temores del fiscal, acerca de que el periodista lo sabía todo, se hacían realidad.

Los jóvenes abogados defensores que circulaban por el Tribunale constituían otra fuente de información indispensable. Estaban desesperados por conseguir que su nombre saliera en los periódicos, requisito imprescindible para prosperar en su profesión. Cuando Spezi necesitaba ver un expediente importante, como una investigación o la transcripción de un juicio, pedía a uno de esos abogados que se lo consiguiera, insinuando que lo mencionaría en su periódico. Si el hombre vacilaba y el expediente era crucial, Spezi le amenazaba:

—Si no me haces este favor, me aseguraré de que tu nombre no aparezca en los periódicos durante todo un año.

Se trataba de un farol, pues Spezi carecía de ese poder, pero también era una posibilidad aterradora para un abogado joven e ingenuo. Intimidados, los letrados permitían a veces que Spezi se llevara a casa todo el expediente de una investigación, que se pasaba la noche fotocopiando y devolvía por la mañana.

En la investigación del Monstruo nunca escaseaban las novedades. Incluso ante la ausencia de nuevos acontecimientos, Spezi siempre encontraba algo sobre lo que escribir basándose en los rumores, las teorías conspirativas y la histeria general que rodeaba el caso.

Los rumores más disparatados y las teorías conspirativas más improbables, muchas de las cuales implicaban a la profesión médica, abundaban, y Spezi escribía sobre todas ellas. Un desafortunado titular publicado en La Nazione disparó el delirio: «El cirujano de la muerte ha vuelto». La intención del autor del titular era lanzar una metáfora sensacionalista, pero mucha gente se lo tomó al pie de la letra y el rumor de que el asesino era un médico ganó fuerza. Muchos médicos descubrieron de repente que eran objeto de crueles rumores e inspecciones.

Algunas de las cartas anónimas que recibía la policía eran tan detalladas que se veía obligada a investigar y registrar la consulta de determinados médicos. Intentaban dirigir las pesquisas con discreción a fin de evitar que se generaran más rumores, pero en una ciudad pequeña como Florencia las investigaciones siempre acababan saliendo a la luz, con lo que alimentaban la histeria y la percepción de que el asesino, efectivamente, era un médico. La opinión pública empezó a trazar un retrato del Monstruo: era un hombre culto, de clase alta y, lo más importante, cirujano. ¿Acaso no había declarado el médico forense que la operación realizada a Carmela y a Susanna se había hecho con «suma destreza»? ¿Acaso no habían mencionado la posibilidad de que las operaciones se hubieran efectuado con un escalpelo? A todo ello había que añadir la naturaleza fría y sumamente calculada de los crímenes, detalle que apuntaba a un asesino inteligente y culto. Otros rumores insistían en que el asesino era un noble. Los florentinos siempre han desconfiado de la nobleza, tanto que a principios de la república de Florencia se les prohibía ocupar cargos públicos.

Una semana después del asesinato en los Campos de Bartoline se produjo un repentino bombardeo de llamadas telefónicas a la jefatura de policía, La Nazione y la oficina del fiscal. Colegas, amigos y superiores de un destacado ginecólogo llamado Garimeta Gentile exigían la confirmación de algo de lo que hablaba toda Florencia pero que la prensa y la policía se negaban a reconocer: que el hombre había sido detenido como el presunto asesino. Gentile era uno de los ginecólogos más importantes de la Toscana y director de la clínica Villa Le Rose, próxima a Fiesole. Su esposa, decía el rumor, había encontrado en la nevera, escondidos entre la mozzarella y la rúcula, los terribles trofeos que había arrebatado a sus víctimas. El rumor había comenzado cuando alguien contó a la policía que Gentile había escondido la pistola en una caja de seguridad. La policía registró la caja en el más absoluto secreto, pero no encontró nada; sin embargo, los empleados del banco empezaron a hablar y la noticia se propagó. Los investigadores negaron el rumor contundentemente, pero este siguió creciendo. Una multitud alborotada se congregó delante de la casa del médico y la policía tuvo que dispersarla. Finalmente, el fiscal jefe se vio obligado a aparecer en televisión para desmentir los rumores y amenazar con presentar una querella criminal contra aquellos que los difundiesen.

A finales de noviembre Spezi recibió un premio periodístico por un trabajo que no estaba relacionado con el caso. Le habían invitado a Urbino para recoger el premio, un kilo de las mejores trufas blancas de Umbría. Su jefe le dejó ir únicamente con la promesa de que escribiera un artículo desde allí. Lejos de sus fuentes y sin nada nuevo sobre qué escribir, Spezi relató historias de célebres asesinos en serie del pasado, desde Jack el Destripador hasta el Monstruo de Dusseldorf. Terminaba el artículo diciendo que Florencia tenía ahora su particular asesino en serie, y allí, rodeado del perfume de las trufas, le puso un nombre: il Mostro di Firenze, el Monstruo de Florencia.