2

A las once de la mañana del día siguiente, lunes, Spezi fue en coche hasta el distrito de Careggi, situado en las afueras de Florencia. La temperatura era de cuarenta grados a la sombra y la humedad rozaba la de una ducha caliente; una neblina de contaminación cubría como un manto la ciudad. Descendió por una carretera llena de baches hasta un gran edificio de color amarillo, una villa deteriorada, con desconchados del tamaño de un plato en las paredes, que en ese momento formaba parte de un complejo hospitalario.

La recepción de la oficina del forense era una sala oscura dominada por una enorme mesa de mármol donde descansaba un ordenador cubierto, como un cadáver, con una sábana blanca. El resto de la mesa estaba vacío. Detrás, en un nicho abierto en la pared, el busto de bronce de alguna lumbrera en el campo de la anatomía miraba con expresión severa a Spezi.

De la recepción partía una escalera de mármol que subía y bajaba. Spezi la bajó.

La escalera conducía a un pasadizo subterráneo con puertas a ambos lados e iluminado con tubos fluorescentes que emitían un constante zumbido. Las paredes eran de azulejos. La puerta del fondo estaba abierta y por ella escapaba el chirrido estridente de una sierra para huesos. Un reguero de líquido oscuro salía hasta el pasillo y desaparecía por un desagüe.

Spezi entró.

—¡Mira quién está aquí! —exclamó Fosco, el ayudante del médico forense. Cerró los ojos, estiró los brazos y citó a Dante—: «No son muchos los que me buscan aquí…».

Ciao, Fosco —saludó Spezi—. ¿Quién es? —Señaló con el mentón un cadáver tumbado en una camilla de cinc sobre el que estaba trabajando un empleado del depósito. Acababa de abrirle el cráneo con la sierra circular. Sobre la camilla, junto al pálido rostro del cadáver, descansaban una taza de café vacía y las migajas de un brioche recién engullido.

—¿Ese? Todo un erudito. Nada menos que un distinguido profesor de la Accademia della Crusca. Pero esta noche, como puedes ver, he sufrido otra decepción. Acabo de abrirle la cabeza y mira lo que encuentro. ¿Dónde está toda esa sabiduría? ¡Ja! Por dentro es igualito que la puta albanesa que abrí ayer. Seguramente el profesor se creía mejor que ella, pero cuando los he abierto he descubierto que son iguales. Y los dos tuvieron el mismo destino: mi camilla de cinc. ¿De qué le sirvió empaparse de tanto libro? ¡Bah! Sigue mi consejo, periodista: come, bebe y diviértete…

Una voz educada habló desde la puerta e interrumpió a Fosco.

—Buenas tardes, señor Spezi. —Era Mauro Maurri, el forense en persona. Parecía un caballero salido de la campiña inglesa: ojos azul claro, pelo gris algo largo, chaqueta beige y pantalones de pana—. ¿Subimos a mi despacho? Conversaremos más tranquilos.

El despacho de Mauro Maurri era una estancia estrecha y alargada, forrada de libros y revistas sobre criminología y patología forense. Tenía la ventana cerrada para mantener el calor a raya y solo había encendido la lamparilla de su mesa; el resto del despacho quedaba a oscuras.

Spezi tomó asiento, sacó un paquete de Gauloises, le ofreció a Maurri, que rechazó con un ligero movimiento de cabeza, y se encendió uno.

Maurri habló pausadamente:

—El asesino utilizó un cuchillo o algún instrumento afilado que tenía una muesca o un diente en el centro. Quizá se trate de un defecto, quizá no. Podría ser un tipo de cuchillo con esa forma. A mí me parece, aunque no podría jurarlo, que se trata de un cuchillo de submarinismo. El asesino realizó tres cortes para extraer el órgano.

El primero en la dirección de las agujas del reloj, de las once a las seis; el segundo en dirección contraria a las agujas del reloj, nuevamente de las once a las seis. El tercer corte iba de arriba abajo, para despegar el órgano. Tres cortes limpios y firmes con una hoja sumamente afilada.

—Como Jack.

—¿Disculpe?

—Jack el Destripador.

—Claro, Jack el Destripador. No… no como él. Nuestro asesino no es cirujano. Ni carnicero. En este caso no se precisaban conocimientos de anatomía. Los investigadores desean saber si se trata de una operación bien hecha. ¿Qué quieren decir con eso de una operación «bien hecha»? ¿Quién ha hecho alguna vez una operación de ese tipo? La persona que lo hizo actuó sin vacilar, de eso no hay duda. Podría tratarse de alguien que utiliza determinadas herramientas en su oficio. ¿No es cierto que la chica trabajaba el cuero para Gucci? ¿No utilizaba ella un cuchillo de zapatero? Y su padre, ¿no trabajaba también el cuero? A lo mejor fue alguien de su entorno… Tuvo que hacerlo alguien diestro con el cuchillo, un cazador o un taxidermista… Y, sobre todo, alguien con determinación y nervios de acero. Aunque estuviera manejando un cadáver, la chica acababa de morir.

—Doctor Maurri —dijo Spezi—, ¿tiene alguna idea de lo que pudo haber hecho con el… fetiche?

—Se lo ruego, no me haga esa pregunta.

Cuando la tarde del lunes languidecía en una indolencia sofocante y no parecía que por el momento fueran a surgir más novedades sobre el caso, se convocó una reunión en el despacho del director de La Nazione. El dueño del periódico estaba allí, así como el redactor jefe, el director de noticias, varios periodistas y Spezi. La Nazione era el único periódico que poseía información sobre la mutilación del cadáver; los demás diarios no sabían nada. Sería una gran primicia. El director opinaba que los pormenores del crimen debían aparecer en el titular. El redactor no estaba de acuerdo, pues consideraba que eran demasiado importantes. Mientras Spezi leía sus notas en voz alta para ayudar a tomar una decisión, un joven periodista de crónica negra irrumpió bruscamente en el despacho.

—Lamento interrumpirles —dijo—, pero acabo de recordar algo. Si no me equivoco, hace cinco o seis años se produjo un crimen similar.

El director se levantó de un salto.

—¿Ahora nos lo dices, justo antes del cierre? ¿Estabas esperando a que el periódico estuviera en la imprenta para «recordar»?

El periodista se amilanó, ignorando que la cólera del hombre era puro teatro.

—Lo siento, señor, se me acaba de ocurrir ahora. ¿Recuerda aquel doble homicidio cerca de Borgo San Lorenzo? —Guardó silencio, a la espera de una respuesta. Borgo San Lorenzo era un pueblo en las colinas situado a unos treinta kilómetros de Florencia, en dirección norte.

—¡Vamos, continúa! —bramó el director.

—Una joven pareja fue asesinada en Borgo mientras mantenían relaciones sexuales en un coche. ¿Recuerda que el asesino introdujo una rama en la… vagina de la chica?

—Ahora empiezo a recordar. ¿Qué estabas haciendo? ¿Durmiendo? Tráeme el expediente de ese caso. Y ponte a escribir un artículo de inmediato. Ya sabes, las similitudes, las diferencias… ¡Vamos! ¿Qué haces todavía aquí?

La reunión terminó y Spezi se marchó a su mesa para escribir el artículo sobre su visita a la oficina del forense. Pero antes de ponerse manos a la obra repasó el viejo artículo que narraba la historia de los asesinatos de Borgo San Lorenzo. Las coincidencias eran sorprendentes. Las dos víctimas, Stefania Pettini, de dieciocho años, y Pasquale Gentilcore, de diecinueve, habían sido asesinadas la noche del 14 de septiembre de 1974, un sábado sin luna. Y estaban prometidos. El asesino había volcado el bolso de la chica y desparramado el contenido, como el bolso de paja que Spezi había visto sobre la hierba. La pareja también había pasado la noche en una discoteca de Borgo San Lorenzo, el Teen Club.

La policía había recuperado los cartuchos y el artículo aseguraba que se trataba de balas Winchester, serie H, calibre 22, como las utilizadas en los asesinatos de Arrigo. Aunque ese detalle no resultaba excesivamente revelador, pues esas eran las balas de calibre 22 más vendidas en Italia.

El asesino de Borgo San Lorenzo no había extirpado los órganos sexuales de la chica. En lugar de eso, la sacó del coche a rastras y con el cuchillo le pinchó el cuerpo noventa y siete veces, formando un elaborado diseño alrededor de los pechos y la zona púbica. El asesinato tuvo lugar junto a un viñedo y el asesino penetró a su víctima con una vieja rama de vid. En ninguno de los dos casos había indicios de abuso sexual.

Spezi escribió el artículo principal mientras el otro reportero redactaba una reseña sobre los asesinatos de 1974.

Dos días más tarde llegó la reacción. La policía, tras leer el artículo, comparó los cartuchos recuperados de los asesinatos de 1974 con los del nuevo caso. Casi todas las pistolas, con excepción de los revólveres, expulsan el cartucho después de cada disparo; si la persona que dispara no se toma la molestia de recogerlo, este permanece en la escena del crimen. El informe del laboratorio de la policía fue contundente: en los dos crímenes se había empleado la misma pistola. Una Beretta calibre 22 de cañón largo, un modelo diseñado para tiro al blanco. Sin silenciador. Y el detalle decisivo: el percutor tenía un pequeño defecto que dejaba una marca inconfundible en el borde del cartucho, tan singular como una huella dactilar.

Cuando La Nazione publicó la noticia, se disparó la alarma. Eso significaba que un asesino en serie acechaba en las colinas de Florencia.

La investigación que siguió destapó un extraño submundo que pocos florentinos sabían que existía en las encantadoras colinas que rodeaban su ciudad. En Italia, la mayoría de los jóvenes vive con sus padres hasta que se casan, y la mayoría lo hace tarde. Por consiguiente, tener relaciones sexuales en el coche constituye un pasatiempo nacional. Se dice que uno de cada tres florentinos que viven en la actualidad fue concebido en un coche. Las noches de los fines de semana, las colinas que rodean Florencia se llenaban de jóvenes parejas que aparcaban su vehículo en carreteras oscuras y caminos de tierra, en olivares y prados.

Los investigadores descubrieron que docenas de mirones rondaban por los campos espiando a dichas parejas. En la zona, se conocía a esos mirones como indiani, o indios, porque se movían con sigilo en la oscuridad. Algunos cargaban con complejos equipos, como micrófonos ventosa y parabólicos, grabadoras y cámaras de visión nocturna. Los indiani habían dividido las colinas en distintas zonas operativas; cada una de ellas estaba administrada por un grupo o «tribu» que controlaba las mejores posiciones para ver sexo de manera furtiva. Algunas posiciones estaban muy solicitadas, ya fuera porque permitían mirar desde muy cerca o porque en ellas estacionaban «buenos coches». (Un «buen coche» es justamente eso que usted imagina.) También podían ser una fuente de ingresos, ya que a veces se compraban y vendían buenos coches en el acto, en una especie de bolsa para depravados en la que un indiano se retiraba con un fajo de billetes en la mano tras ceder su puesto a otro para que presenciara el final. Los indiani con dinero solían pagar a un guía para que los llevara a los mejores puestos y así minimizar riesgos.

Luego estaban los intrépidos que se aprovechaban de los indiani; vamos, una subcultura dentro de otra. Estos individuos se adentraban en las colinas por la noche para espiar no a los amantes, sino a los indiani; tomaban nota de sus coches, matrículas y demás detalles y luego les hacían chantaje, amenazándolos con airear sus actividades nocturnas a esposas, familiares y jefes. A veces, un indiano veía interrumpido su gozo voyeurístico por el flash de una cámara cercana; al día siguiente recibía una llamada: «¿Te acuerdas del flash de anoche en el bosque? La foto ha salido perfecta, has quedado sencillamente genial, hasta tu primo segundo te reconocería. Por cierto, el negativo está en venta…».

Los investigadores no tardaron en dar con un indiano que había estado merodeando por via dell’Arrigo en el momento en el que tuvo lugar el doble asesinato. Se llamaba Enzo Spalletti y de día conducía una ambulancia.

Spalletti vivía con su esposa y su familia en Turbone, un pueblo próximo a Florencia compuesto por un puñado de casas de piedra dispuestas en círculo alrededor de una piazza azotada por el viento, que recordaba un pueblo vaquero en un spaghetti western. El hombre no era del agrado de sus vecinos. Decían que se daba aires, que se creía mejor que nadie. Aseguraban que sus hijos recibían clases de danza, como si fueran hijos de un lord. Todo el pueblo sabía que era un voyeur. Seis días después del crimen, la policía fue a buscar al conductor de ambulancia. Entonces no creían estar tratando con el asesino, sino simplemente con un testigo importante.

Se lo llevaron a la jefatura de policía para interrogarlo. Spalletti era un individuo menudo con un bigote enorme, ojos pequeños, nariz grande, una barbilla que sobresalía como un pomo y una boca pequeña con forma de esfínter. Parecía un hombre con algo que esconder. Como si quisiera confirmar esa impresión, respondía a las preguntas de la policía con una mezcla de arrogancia, evasivas y desafío. Dijo que aquella noche había salido de casa con la idea de buscar una prostituta de su agrado, y que la encontró en el Lungarno de Florencia, cerca del consulado estadounidense. Era una joven de Nápoles que llevaba un vestido corto de color rojo. La chica subió a su Taurus y se dirigieron a un bosquecillo próximo al lugar donde los dos jóvenes fueron asesinados. Cuando terminaron, Spalletti devolvió a la joven prostituta al lugar donde la había encontrado.

La historia resultaba de lo más inverosímil. Para empezar, era impensable que una prostituta accediera voluntariamente a subir al coche de un desconocido y permitiera que este la llevara hasta un bosque oscuro a veinte kilómetros de la ciudad. Los interrogadores señalaron las muchas incoherencias de la historia, pero Spalletti se mantuvo firme. Hicieron falta seis horas de interrogatorio ininterrumpido para hacerlo flaquear. Finalmente, el conductor de ambulancia reconoció, sin abandonar su chulería ni un solo instante, lo que todo el mundo ya sabía: que era un mirón que el sábado 6 de junio por la noche había salido a merodear y había aparcado su Taurus rojo no lejos de la escena del crimen.

—¿Y qué? —prosiguió—. Yo no era el único que estaba esa noche espiando a las parejas en esa zona. Éramos un montón.

Explicó que conocía bien el Fiat de color cobre de Giovanni y Carmela: iba allí a menudo y era conocido como un «buen coche». Los había espiado en más de una ocasión. Y sabía a ciencia cierta que había habido otros tipos husmeando por esa zona la noche del crimen. Había estado con uno de ellos un buen rato; seguro que podía confirmarlo. Facilitó el nombre del tipo a la policía: Fabbri.

Horas después, Fabbri era trasladado a la jefatura de policía para que confirmara la coartada de Spalletti. En lugar de eso, declaró que hubo un intervalo de hora y media, justo en torno a la hora del crimen, en el que no estuvo con Spalletti.

—Es cierto que Spalletti y yo nos vimos —confesó Fabbri a los investigadores—. Nos encontramos, como siempre, en la Taverna del Diavolo.

Era un restaurante donde los indiani se reunían para hacer negocios e intercambiar información antes de dirigirse a las colinas. Fabbri añadió que había visto de nuevo a Spalletti al final de la noche, poco después de las once, cuando se detuvo a saludarlo al bajar de via dell’Arrigo. Por tanto, Spalletti debió de pasar a menos de diez metros de la escena del crimen en torno a la hora en la que los investigadores calculaban que se habían producido los asesinatos.

Pero eso no era todo. Spalletti había insistido en que se había ido derecho a casa después de saludar a Fabbri; sin embargo su esposa dijo que cuando se metió en la cama, a las dos de la madrugada, su marido todavía no había vuelto.

Los interrogadores regresaron a Spalletti: ¿dónde había estado entre la medianoche y las dos de la madrugada? El hombre no supo qué responder.

La policía encerró a Spalletti en la famosa cárcel florentina Le Múrate («Los emparedados») acusado de reticenza, reticencia, una forma de perjurio. Las autoridades seguían sin creer que fuera el asesino, pero no dudaban que ocultaba información importante. Puede que unos días en la cárcel le soltaran la lengua.

Los investigadores forenses registraron el coche y la casa de Spalletti con lupa. Encontraron una navaja en el coche y, en la guantera, una scacciacani o «espantaperros», una pistola barata cargada con cartuchos de fogueo para ahuyentar a los perros, que Spalletti había comprado a través de un anuncio en la contraportada de una revista pornográfica. No hallaron rastros de sangre.

Interrogaron a su esposa. Mucho más joven que Spalletti, era una muchacha de campo entrada en carnes, francota y sencilla, que reconoció que sabía que su marido era un mirón.

—Me ha prometido muchas veces que lo dejará, pero siempre vuelve —dijo sollozando—. Y es verdad que el 6 de junio por la noche salió a «echar un vistazo», así lo llamaba él.

Ignoraba a qué hora había regresado su marido, solo sabía que fue más tarde de las dos. Aseguró que su esposo tenía que ser inocente; no podría cometer un crimen tan terrible, sencillamente porque «la sangre le horroriza tanto que, en el trabajo, cuando se produce un accidente en la carretera, se niega a bajar de la ambulancia».

A mediados de julio la policía acusó finalmente a Spalletti de ser el asesino.

Ya que había sido el primero en sacar la historia a la luz, Spezi siguió cubriéndola para La Nazione. Sus artículos eran escépticos y señalaban las muchas lagunas existentes en el caso contra Spalletti, entre ellas que no había una prueba directa que lo relacionara con el crimen. Spalletti tampoco tenía conexión alguna con Borgo San Lorenzo, donde se produjo el primer asesinato en 1974.

El 24 de octubre de 1981, Spalletti abrió el periódico en su celda y leyó un titular que debió de causarle un gran alivio:

EL ASESINO ATACA DE NUEVO

Encuentran a una joven pareja brutalmente asesinada en el campo de un agricultor

Al volver a matar, el Monstruo en persona había demostrado la inocencia del conductor de ambulancia mirón.