El 7 de junio de 1981 amaneció radiante en Florencia, Italia. Era un domingo tranquilo, con el cielo azul y una suave brisa que transportaba desde las colinas la fragancia de cipreses caldeados por el sol. Mario Spezi estaba sentado a su mesa de La Nazione, donde llevaba varios años trabajando de periodista, fumando y leyendo el periódico. Se le acercó el compañero que normalmente llevaba la sección de sucesos, una leyenda del diario que había sobrevivido a veinte años cubriendo la mafia.
El hombre se sentó en el borde de la mesa de Spezi.
—Esta mañana tengo una cita —dijo—. No está mal, casada…
—¿A tu edad? —dijo Spezi—. ¿Un domingo por la mañana antes de misa? ¿No te parece excesivo?
—¿Excesivo? Mario, ¡soy siciliano! —Se golpeó el pecho—. Provengo de la tierra que vio nacer a los dioses. Como te decía, confiaba en que esta mañana pudieras cubrir la sección de sucesos por mí y pasarte por la jefatura de policía, por si surge algo. Ya he hecho las llamadas pertinentes y la cosa está tranquila. Como todos sabemos —y en ese momento pronunció una frase que Spezi jamás olvidaría—, en Florencia nunca ocurre nada los domingos por la mañana.
Spezi se inclinó y le cogió la mano.
—Si el Padrino así lo ordena, obedeceré. Beso su mano, don Rosario.
Spezi holgazaneó en el periódico hasta las doce. Era el día más flojo e improductivo de las últimas semanas. Tal vez por ello empezó a apoderarse de él ese recelo que afecta a todos los periodistas de sucesos: la sensación de que algo podría estar sucediendo y otro podría llevarse la primicia. Así pues, se dirigió diligentemente a su Citroën y recorrió los setecientos metros que lo separaban de la jefatura de policía, un edificio vetusto y ruinoso situado en el casco viejo de Florencia, en otros tiempos un monasterio, donde los agentes de policía tenían sus diminutas oficinas en las antiguas celdas de los monjes. Subió los peldaños de la escalera de dos en dos hasta el despacho de Maurizio Cimmino, jefe de la brigada móvil. La puerta estaba abierta y su voz retumbaba, alta y quejumbrosa, en el pasillo.
Algo había sucedido.
Spezi encontró al jefe en mangas de camisa detrás de su mesa, chorreando sudor, con el teléfono encajado entre la barbilla y el hombro. La radio de la policía tronaba en segundo plano y varios agentes hablaban y blasfemaban en dialecto florentino.
Cimmino atisbo a Spezi en la puerta y se volvió furiosamente hacia él.
—Por Dios, Mario, ¿ya estás aquí? No me toques los cojones. Solo sé que son dos.
Spezi hizo ver que estaba al corriente de lo que fuera que estuviese hablando.
—De acuerdo, no le molesto más. Únicamente dígame dónde están.
—Via dell’Arrigo, donde puñetas caiga eso… Por Scandicci, creo.
Spezi bajó la escalera como una bala y telefoneó a su director desde la cabina telefónica de la planta baja. Casualmente, sabía dónde estaba via dell’Arrigo: un amigo suyo era el propietario de la Villa dell’Arrigo, una espectacular finca situada en lo alto de la estrecha y tortuosa carretera rural del mismo nombre.
—Ve allí ahora mismo —dijo el director—. Te enviaremos un fotógrafo.
Spezi salió de la jefatura de policía y condujo a toda pastilla por las desiertas calles medievales de la ciudad en dirección a las colinas. A la una de la tarde de un domingo, la gente se hallaba en sus casas después de asistir a misa, preparándose para la comida más reverenciada de la semana en un país donde comer in famiglia es una actividad sagrada. Via dell’Arrigo ascendía por una empinada cuesta, atravesando viñedos, cipreses y olivares centenarios. A medida que la carretera se aproximaba a las pronunciadas y arboladas cimas de las colinas de Valicaia, las vistas se extendían hasta abarcar la ciudad de Florencia con los grandes Apeninos detrás.
Spezi divisó el coche patrulla del jefe de los carabinieri locales y aparcó al lado. Reinaba el silencio. Cimmino y su brigada no habían llegado aún, y tampoco el médico forense. El agente de los carabinieri que vigilaba el lugar conocía bien a Spezi, por lo que no lo detuvo cuando pasó por su lado saludándolo con un movimiento de cabeza. Spezi prosiguió por un sendero de tierra que atravesaba un olivar, hasta el pie de un ciprés solitario. Desde ahí podía ver la escena del crimen, que no estaba protegida ni acordonada.
Aquella imagen, me contó Spezi, se le quedaría grabada en la mente para siempre. La campiña toscana se extendía bajo un cielo azul cobalto. Un castillo medieval rodeado de cipreses coronaba un monte cercano. A lo lejos, en la calima de principios de verano, la cúpula de ladrillos del Duomo se elevaba sobre la ciudad de Florencia, la encarnación física del Renacimiento. El joven parecía dormir en el asiento del conductor. Tenía la cabeza apoyada en la ventanilla, los ojos cerrados, el semblante terso y tranquilo. Solo una pequeña marca negra en la sien, a la misma altura que un agujero en la resquebrajada ventanilla, indicaba que se había producido un crimen.
En el suelo, volcado sobre la hierba, había un bolso de paja, abierto, como si alguien hubiera hurgado en él antes de desecharlo.
Spezi oyó un rumor de pasos en la hierba. El agente de los carabinieri se detuvo a su espalda.
—¿Y la mujer? —preguntó Spezi.
El agente apuntó con el mentón hacia la parte trasera del coche. Algo alejado del vehículo, el cuerpo de la chica yacía boca arriba al pie de un pequeño terraplén, rodeado de flores silvestres. También le habían disparado y estaba desnuda salvo por una cadena de oro alrededor del cuello, que había quedado entre sus labios entreabiertos. Los ojos, azules, estaban abiertos y parecían mirar a Spezi con asombro. La imagen era extrañamente tranquila, serena, sin signos de lucha o desconcierto, como un diorama. Pero había un detalle escalofriante: la zona púbica bajo el abdomen de la víctima sencillamente no estaba.
Spezi se volvió y tropezó con el agente, que pareció entender la pregunta reflejada en sus ojos.
—Durante la noche… vinieron los animales… El fuerte sol hizo el resto.
Spezi sacó un Gauloises del bolsillo y lo encendió bajo la sombra del ciprés. Fumó en silencio, a medio camino entre las dos víctimas, reconstruyendo el crimen en su cabeza. Era obvio que la pareja había sido atacada mientras hacía el amor en el coche; probablemente habían subido hasta allí después de pasar la noche bailando en Disco Anastasia, un local situado en la base de la colina y frecuentado por adolescentes. (La policía confirmaría más tarde que así fue.) Aquella noche había habido luna nueva. El asesino debió de acercarse con sigilo en la oscuridad; tal vez estuvo un rato viendo cómo hacían el amor y atacó en el momento en el que la pareja era más vulnerable. Había sido un crimen de bajo riesgo —un crimen cobarde— disparar a bocajarro a dos personas atrapadas en el reducido espacio de un coche, cuando eran completamente ajenas a lo que sucedía a su alrededor.
El primer disparo fue para el muchacho, a través de la ventanilla del coche, y lo más probable es que no llegara a enterarse de lo que sucedía. La chica tuvo un final más cruel; ella sí debió de enterarse. Después de matarla, el asesino la sacó a rastras del coche —Spezi podía ver las marcas en la hierba— y la dejó en la base del terraplén. El lugar estaba sorprendentemente desprotegido. Se hallaba al lado de un sendero que transcurría paralelo a la carretera, abierto y visible desde múltiples ángulos.
La llegada del inspector jefe Sandro Federico y el fiscal Adolfo Izzo, junto con el equipo forense, interrumpió las cavilaciones de Spezi. Federico mostraba la actitud relajada de un romano, un aire de divertida despreocupación. Para Izzo, en cambio, este era su primer destino y estaba hecho un manojo de nervios. Salió disparado del coche patrulla y fue directo a Spezi.
—¿Qué está haciendo aquí, señor? —preguntó indignado.
—Trabajar.
—Tiene que abandonar el lugar ahora mismo. No puede estar aquí.
—Vale, vale… —Spezi había visto cuanto necesitaba ver.
Se guardó el bolígrafo y la libreta, subió al coche y regresó a la jefatura de policía. En el pasillo, frente al despacho de Cimmino, tropezó con un sargento al que conocía bien; de cuando en cuando se habían echado una mano. El sargento sacó una fotografía del bolsillo y se la enseñó.
—¿La quieres?
Era una foto de las dos víctimas sentadas sobre un muro de piedra, abrazándose.
Spezi la cogió.
—Te la devolveré esta tarde, cuando hayamos sacado una copia.
Cimmino facilitó a Spezi los nombres de las víctimas: Carmela De Nuccio, veintiún años, trabajaba para la casa de modas Gucci de Florencia. El hombre era Giovanni Foggi, de treinta años, empleado de la compañía eléctrica local. Estaban prometidos. Un agente de policía fuera de servicio que estaba disfrutando de un paseo dominical por el campo había encontrado los dos cadáveres a las diez y media de la mañana. El crimen se había producido poco antes de medianoche, pero había una suerte de testigo: un agricultor que vivía al otro lado de la carretera. Había oído la canción «Imagine», de John Lenon, que procedía de un coche estacionado en el prado. De repente la canción se había interrumpido. No escuchó ningún disparo de la que era claramente una pistola de calibre 22, a juzgar por los cartuchos encontrados en la escena del crimen: balas Winchester serie H. Cimmino dijo que ninguna de las dos víctimas tenía antecedentes penales ni enemigos, excepto el hombre al que Carmela había dejado cuando empezó a salir con Giovanni.
—Es espantoso —dijo Spezi a Cimmino—. Nunca había visto nada igual en esta zona… Y qué horror lo que hicieron esos animales…
—¿Qué animales? —le interrumpió Cimmino.
—Los animales que llegaron durante la noche y le hicieron eso a la chica… entre las piernas.
Cimmino le miró sorprendido.
—¡Qué coño los animales! Fue el asesino quien lo hizo.
Spezi sintió que se le helaba la sangre.
—¿El asesino? Pero ¿qué hizo? ¿Acuchillarla?
El inspector Cimmino respondió con naturalidad, quizá en un esfuerzo por mantener el horror a raya.
—No, no la acuchilló. Simplemente le cortó la vagina… y se la llevó.
Spezi no lo entendió enseguida.
—¿Que se llevó la vagina? ¿Adónde? —En cuanto formuló la pregunta se dio cuenta de lo estúpida que sonaba.
—El caso es que no está. El asesino se la llevó.