Solo esperaba una oportunidad para la ruptura definitiva. Y una noche que mamá partía al día siguiente para Combray, donde debía asistir en su enfermedad postrera a una hermana de su madre y me dejaba solo para que aprovechase el aire marino como lo hubiera querido mi abuela, le anunció que estaba irrevocablemente decidido a no casarme con Albertina y dejaría próximamente de verla. Me alegraba haber dado satisfacción con esas pocas palabras, a mi madre en vísperas de su partida. No me ocultó que le había resultado muy viva. También tenía que explicarme con Albertina. Al volver con ella de la Raspeliére, los fieles se habían ido bajando, quiénes en Saint-Mars-le-Vétu quiénes en Saint-Pierre-des-Ifs, otros en Doncières y yo me sentía particularmente feliz y desprendido de ella y había decidido, ahora que estábamos solos en el vagón, abordar por fin esta entrevista. Por otra parte la verdad es que entre todas las muchachas de Balbec la que yo amaba, aunque ausente en este momento con sus amigas, pero que volvería (me gustaba estar con todas, porque cada una de ellas conservaba para mí como el primer día, algo de lo esencial de las demás, como si perteneciera a una raza aparte) era Andrea. Ya que iba a volver de nuevo dentro de unos días a Balbec en verdad que enseguida vendría a verme y entonces para estar libre de no casarme con ella si no lo quería; para poder ir a Venecia, pero hasta entonces tenerla completamente para mi solo, el medio que adoptaría sería fingir que no me acercaba demasiado a ella y en cuanto llegara, cuando charláramos juntos le diría: «Lástima no haberla visto unas semanas antes. Yo la hubiera querido; ahora mi corazón no está libre. Pero no es nada, nos veremos a menudo porque me entristece mi otro amor y usted me ayudará a consolarme». Sonreía interiormente al pensar en esta conversación porque así le daría a Andrea la sensación de que en verdad no la quería y aprovecharía alegre y dulcemente su ternura. Pero todo eso no hacía sino más necesario hablarle seriamente a Albertina, para no obrar con desconsideración, y ya que me había decidido a consagrarme a su amiga Albertina, ella debía saber que no la quería. Había que decírselo enseguida; Andrea podía llegar de un momento a otro. Pero al acercarnos a Parville, me di cuenta de que esa noche no tendríamos tiempo y que mejor sería postergar hasta el día siguiente lo que ahora estaba irrevocablemente resuelto. Me limité, pues, a hablarle de nuestra comida en casa de los Verdurin. En momentos en que se colocaba el tapado y el tren acababa de abandonar Incarville, última estación antes de Parville, ella me dijo: «Entonces, mañana Verdurin de nuevo: no se olvide que debe venir a buscarme». No pude dejar de contestarle bastante secamente: «Sí, a menos que no “largue”, porque esta vida empieza a parecerme verdaderamente estúpida. En todo caso si llegamos a ir, para que mi tiempo en la Raspeliére no se haya perdido del todo, tendré que pedirle a la señora de Verdurin algo que podrá interesarme mucho, sea objeto de estudio y me cause placer, porque verdaderamente este año en Balbec he gozado muy poco». «No es amable para mí pero no le guardo rencor porque advierto que está nervioso. ¿Qué es ese placer?». «Que la señora de Verdurin me haga tocar las cosas de un compositor cuyas obras conoce muy bien. Yo también conozco una, pero según parece existen otras y necesitaría saber si están editadas y si son distintas a las primeras». «¿Qué compositor?». «Mi querida pequeña, una vez que te haya dicho se llama Vinteuil, ¿estarás mucho más adelantada?». Podemos haber rodado todas las ideas posibles, la verdad no ha penetrado nunca y desde afuera y cuando menos lo esperamos nos produce su horrible pinchazo y nos hiere para siempre. «Usted no sabe cómo me divierte —me contestó Albertina levantándose puesto que el tren se iba a parar—. No sólo eso me resulta más elocuente de lo que cree, sino que hasta sin la señora de Verdurin podría tener todos los informes que quiera. Usted recuerda que le hablé de una amiga, mayor que yo, que fue como una madre y una hermana y con la que pasé en Trieste mis mejores años y que por otra parte debo volver a ver dentro de algunas semanas en Cherburgo, desde donde viajaremos juntas (es un poco absurdo, pero usted sabe cómo me gusta el mar); y bien esta amiga (¡oh, no es en absoluto ese tipo de mujer que usted pudiera suponer!), mire qué extraordinario, es justamente la mejor amiga de la hija de ese Vinteuil y yo la conozco casi tanto como ella a la hija de Vinteuil. Siempre las llamo mis hermanas mayores. No me disgusta probarle que su Albertina podrá serle útil para esas cosas musicales acerca de las que dice y con razón que nada entiendo». Con esas palabras, pronunciadas al entrar en la estación de Parville, tan lejos de Combray y de Montjouvain, tanto tiempo después de la muerte de Vinteuil, se estremecía una imagen en mi corazón; una imagen reservada durante tantos años, que aunque al almacenarla hubiese podido adivinar su poder nocivo, podía creer que a la larga debía haberla perdido; conservada viva en el fondo de mí mismo —como Orestes, cuya muerte habían impedido los dioses para que en el día señalado volviese a su país para castigar el homicidio de Agamenón— para mi suplicio, para mi castigo, ¿quién lo sabe?, por haber dejado morir quizás a mi abuela; surgiendo de golpe del fondo de la noche en que parecía sepultada para siempre e hiriendo como un Vengador, para inaugurarme una vida terrible, nueva y merecida, quizás para que estallaran ante mis ojos las consecuencias funestas que engendran indefinidamente los actos malos y no sólo para quienes los han cometido, sino también para los que no han hecho, ni creído más que contemplar un espectáculo curioso y divertido, como yo ¡ay de mí!, en este lejano atardecer en Montjouvain, oculto por la maleza y donde (como cuando escuchara con complacencia el relato de los amores de Swann) había dejado que se me ensanchara peligrosamente la vía funesta y destinada a ser dolorosa del Saber. Y en ese mismo tiempo, tuve una sensación casi orgullosa, casi feliz de mi mayor dolor, como un hombre a quien el choque recibido le provoca tal brinco que llega un punto al que ningún esfuerzo conseguiría subirlo. Albertina, amiga de la señorita de Vinteuil y de su amiga, practicante y profesional del safismo, era, pues, en comparación con lo que yo había supuesto, dentro de las mayores dudas, lo que el pequeño acústico de la Exposición de 1889, del que apenas se pensaba que pudiera ir de una casa a la otra, a los teléfonos que planean sobre las calles, las ciudades, los campos y los mares, uniendo entre sí a los países. Era una «terra incognita» terrible donde acababa de aterrizar, una nueva fase de insospechados sufrimientos que se abría. Y sin embargo ese diluvio de la realidad que nos sumerge, si es enorme por comparación con nuestras ínfimas y tímidas suposiciones, se veía presentido por ellas. Es sin duda algo como lo que acababa de saber, era algo como la amistad de Albertina y la señorita de Vinteuil, pero que recelaba oscuramente cuando me inquietaba ver a Albertina cerca de Andrea. A menudo y sólo por falta de espíritu creador no se llega lo bastante lejos en el sufrimiento. Y la más terrible realidad provoca al mismo tiempo que el dolor la alegría de un hermoso descubrimiento porque no hace sino dar una forma nueva y clara a lo que rumiábamos mucho tiempo sin advertirlo.
El tren se había detenido en Parville y como éramos sus únicos pasajeros era con una voz ablandada por la sensación de la inutilidad de la tarea, por la misma costumbre que sin embargo se la hacía cumplir y le inspiraba a la vez la exactitud y la indolencia y más aún por las ganas de dormir, que gritó el empleado: «Parville». Albertina frente a mí y viendo que había llegado a destino, dio algunos pasos desde el fondo del vagón en que estábamos y abrió la portezuela. Pero ese movimiento que realizaba también para bajar me desgarraba intolerablemente el corazón como si contrariamente a la posición independiente de mi cuerpo que a dos pasos parecía ocupar el de Albertina, esa separación espacial que un dibujante verista se Hubiese visto obligado a marcar entre ambos, era sólo una apariencia y como si quien quisiera volver a dibujar las cosas de acuerdo a la verdadera realidad, tuviese que colocar ahora a Albertina, no ya a alguna distancia de mí, sino dentro de mí. Me causaba tanto daño al alejarse que, atrapándola, la tiré desesperadamente por el brazo. «¿Sería materialmente imposible —le pregunté— que usted durmiese esta noche en Balbec?». «Materialmente, no. Pero me caigo de sueño». «Usted me haría un inmenso servicio…». «Entonces sea, aunque no entiendo; ¿por qué no me lo dijo antes? En fin, me quedo». Dormía mi madre cuando después de haberle hecho dar a Albertina un cuarto situado en otro piso, volví al mío. Me senté junto a la ventana conteniendo mis sollozos para que mi madre, de la que me separaba sólo un delgado tabique, no me oyese. Ni siquiera se me había ocurrido cerrar las persianas, porque en un momento al cerrar los ojos vi en el cielo frente a mí ese mismo pequeño resplandor rojo apagado que se veía en el restaurante de Rivebelle en un estudio de sol poniente que había hecho Elstir. Recordé qué exaltación me había producido ver desde el tren el primer día de mi llegada a Balbec, esa misma imagen de una noche que no precedía a la noche sino a un nuevo día. Pero ya no habría en adelante ningún día nuevo para mí y me despertaría el deseo de una desconocida felicidad y sólo prolongaría mis sufrimientos hasta que ya no tuviese fuerzas para soportarlo. La verdad de lo que me había dicho Cottard en el casino de Parville, ya no me ofrecía dudas. Lo que temiera y sospechara vagamente mucho tiempo de Albertina, lo que deducía mi Instinto de todo su ser y lo que me había hecho negar poco a poco mis razonamientos conducidos por mi deseo, era verdad. Detrás de Albertina, ya no veía las montañas azules del mar, sino el cuarto de Montjouvain en donde caía en brazos de la señorita de Vinteuil con esa risa en que se oía algo así como el ignorado sonido de su goce. Porque, linda como lo era Albertina, ¿cómo podía ser que la señorita Vinteuil, con sus aficiones, no hubiese pedido satisfacerlas? Y la prueba de que a Albertina no le había chocado y consintió, es que no se disgustó y su intimidad no dejaba de crecer. Y ese movimiento gracioso de Albertina al posar su barbilla sobre el hombro de Rosamonde, mirándola entre sonrisas y dándole un beso en el cuello, ese movimiento que me recordó la señorita de Vinteuil y para cuya interpretación vacilara en admitir que una misma línea trazada por un gesto produjera obligatoriamente una misma inclinación, ¿quién sabe si Albertina no lo había aprendido sencillamente de la señorita de Vinteuil? Poco a poco el cielo apagado se iba encendiendo. Yo, que hasta entonces no me había despertado nunca sin sonreírle a las cosas más humildes, al tazón de café con leche, al ruido de la lluvia, al tronar del viento, sentí que ese día que iba a despertarse dentro de un instante y todos los días que lo seguirían, ya no me volverían a traer la esperanza de una felicidad desconocida, sino la prolongación de mi martirio. Me interesaba todavía la vida; sabía que sólo me cabía esperar lo más cruel. Corrí al ascensor, a pesar de la hora indebida, para llamar al ascensorista que ejercía las funciones de sereno nocturno, y le pedí que fuera a la habitación de Albertina, que le dijera que tenía que comunicarle algo importante y si podía recibirme. «La señorita prefiere venir —vino a contestarme—. Estará aquí dentro de un instante». Y pronto, en efecto, Albertina entró, de bata. «Albertina —le dije muy quedo y recomendándole no levantara la voz para no despertar a mi madre, de quien sólo nos separaba este tabique, cuya delgadez hoy resulta molesta, y que se parecía antes, cuando se concretaron tan bien las intenciones de mi abuela, a una suerte de diafanidad musical, obligando a susurrar—, me avergüenza molestarla. He aquí. Para que usted me comprenda debo decirle algo qué ignora. Al venir aquí dejé a una mujer con la que tenía que casarme y que estaba dispuesta a dejarlo todo por mí. Debía salir de viaje esta mañana y desde hace una semana todos los días me preguntaba yo si tendría el valor de no telegrafiarle que volvería. Tuve ese valor, pero me sentí tan desgraciado que creí matarme. Por eso es que le pregunté ayer a la noche si no podría pasar la noche en Balbec. De haber debido morir me hubiera gustado despedirme de usted». Y di liare curso a las lágrimas que mi ficción hacía naturales. «¡Pobrecito mío!, de haberlo sabido hubiera pasado la noche con usted», exclamó Albertina, en cuyo espíritu se desvanecía la idea de que me casaría quizás con esa mujer y por lo tanto la ocasión de contraer un «buen matrimonio» ni siquiera se le ocurrió; a tal punto estaba sinceramente conmovida con un pesar cuya causa podía ocultarle pero no su realidad ni su fuerza. «Por otra parte —me dijo ella—, ayer, durante todo el trayecto desde la Raspeliére, ya me había dado cuenta de que estaba usted nervioso y triste y temía algo». En realidad mi pena sólo había empezado en Parville y la nerviosidad muy distinta, aunque por suerte Albertina lo confundía, provenía del fastidio de tener que vivir unos días más con ella. Agregó: «Ya no lo dejo; voy a quedarme hasta el final». Me ofrecía precisamente —y sólo ella podía ofrecérmelo— el único remedio contra el veneno que me quemaba, homogéneo con él, por otra parte; uno dulce y el otro cruel; ambos derivaban igualmente de Albertina. En ese momento Albertina mi enfermedad aflojaba la causa de mis sufrimientos y me entregaba a ella —Albertina-remedio— enternecido como un convaleciente. Pero pensaba que pronto se iría de Balbec para Cherburgo y de ahí para Trieste. Renacerían sus antiguas costumbres. Lo que yo quería ante todo, era impedir que Albertina tomara el barco y tratar de llevarla a París. En verdad que desde París, más fácil aún que desde Balbec, podría ir a Trieste en cuanto quisiera, pero en París ya veríamos; quizás pudiera pedirle a la señora de Guermantes que influyese indirectamente sobre la amiga de la señorita Vinteuil para que no se quedase en Trieste y aceptara una situación en otra parte, quizás en casa del príncipe de… que había encontrado en lo de la señora de Villeparisis, y aun en lo de la señora de Guermantes. Y este, aun si quisiera ir Albertina a su casa para ver a su amiga, avisado por la señora de Guermantes, podría impedir que se juntaran. En verdad pude haberme dicho que si Albertina tenía esas aficiones, encontraría en París muchas personas que pudieran satisfacerla. Pero cada movimiento de celos es particular y lleva el sello de la criatura —por esta vez la amiga de la señorita de Vinteuil— que los provoca. La pasión misteriosa con la que antes había pensado en Austria, porque era el país de donde llegaba Albertina (su tío había sido consejero de Embajada); su singularidad geográfica, la raza que lo poblaba, sus monumentos, sus paisajes, podía considerarlos así como en un atlas o en una colección de vistas, en la sonrisa y los modales de Albertina; yo seguía experimentando aún esa pasión misteriosa, pero con una inversión de signos, en el dominio del horror. Sí; de ahí venía Albertina. Ahí era donde en cada casa, estaba segura ya de encontrar a la amiga de la señorita Vinteuil, ya a otras. Volverían las costumbres de infancia; se reunirían a los tres meses, para Navidad, luego el 19 de enero, fechas que ya me resultaban tristes por sí mismas, por el inconsciente recuerdo de pesar que había experimentado cuando me separaban antaño de Gilberte durante todas las vacaciones de año nuevo. Después las largas comidas, después los réveillons[99], y cuando todos estarían alegres y animados, Albertina tendría esas mismas actitudes, que le había visto con Andrea, con sus amigas de allá, mientras que a amistad de Albertina por ella era inocente; ¡quién sabe las que había acercado delante de mí a la señorita Vinteuil perseguida por su amiga a Montjouvain! Ahora, mientras su amiga le hacía cosquillas a la señorita Vinteuil antes de caer sobre ella, le prestaba el rostro inflamado de Albertina, de Albertina a la que le oí al huir y abandonarse, esa risa extraña y profunda. Que era, al lado del sufrimiento que experimentaba, los celos que pude haber sentido el día en que Saint-Loup la había encontrado conmigo a Albertina en Doncières, cuando ella coqueteara con él y también lo qué había experimentado al volver a pensar en el desconocido iniciador al que podía deberle los primeros besos que me había dado en París, el día en que esperaba la carta de la señorita Stermaria. Nada eran esos otros celos provocados por Saint-Loup o por un joven cualquiera. En ese caso, a lo sumo hubiera podido temer a un rival contra quien tratara de triunfar. Pero aquí no se me aparecía el rival; sus armas eran distintas; no podía luchar en el mismo terreno ni darle los mismos placeres a Albertina ni siquiera concebirlos con precisión. En muchos momentos de nuestra vida, cambiaríamos todo el porvenir a cambio de un poder insignificante en sí mismo. Antaño hubiera renunciado a todas las ventajas de la vida para conocer a la señora de Blatin, porque era amiga de la señora de Swann. Hoy, para que Albertina no se fuese a Trieste, hubiera soportado todos los sufrimientos; y si eso no bastara, se los hubiera infligido. La hubiera aislado y encerrado; le hubiese quitado el escaso dinero que tenía, para que sin él, no pudiese realizar el viaje. Como antaño, lo que me impelía cuando quería ira Balbec, era el deseo de una iglesia persa, de una tempestad al amanecer; lo que me desgarraba el corazón ahora era pensar que quizás Albertina se fuera a Trieste, era que pasaría la Nochebuena con la amiga de la señorita Vinteuil; porque cuando la imaginación cambia su naturaleza y se hace sensible, no dispone para ello de una cantidad mayor de imágenes simultáneas. Si me hubieran dicho que en ese momento no se encontraba en Cherburgo o en Trieste, y que no podría verla a Albertina, hubiera llorado de alegría y dulzura. ¡Cómo hubiesen cambiado mi vida y mi porvenir! Y sin embargo, bien sabía que era arbitraria esa localización de mis celos, y que si Albertina tenía esas aficiones, podía satisfacerlas con otros. Por otra parte, ver a esas mismas muchachas en otro lugar, no hubiera torturado a ese punto mi corazón. De Trieste, de ese mundo desconocido en donde yo sabía a gusto a Albertina, donde estaban sus recuerdos, sus amistades, sus amores de infancia, era de donde se desprendía esa atmósfera hostil e inexplicable como la que antes subía hasta mi cuarto de Combray, del comedor donde oía conversar y reír con los extraños, a través del ruido de los tenedores, a mamá, que no vendría a darme las buenas noches; como la que había llenado para Swann las casas donde Odette iba a buscar en fiestas, inconcebibles alegrías. Ya no pensaba ahora en Trieste más como en un país delicioso, cuya raza es pensativa, dorados los crepúsculos y tristes los campanarios, sino como en una ciudad maldita, que hubiera deseado quemar inmediatamente y suprimir del mundo real. Esta ciudad estaba hundida en mi corazón como una punta permanente. Me horrorizaba dejar partir pronto a Albertina para Cherburgo y Trieste, y hasta quedarme en Balbec. Porque ahora que la revelación de la intimidad de mi amiga con la señorita Vinteuil se me hacía una casi certidumbre, me parecía que todos los momentos en que Albertina no estaba conmigo (y había días enteros en que no podía verla debido a su tía), estaba entregada a las primas de Bloch y quizás a otras. La idea de que esa misma noche podría ver a las primas de Bloch, me enloquecía. Por eso, una vez que me dijo que no me dejaría durante algunos días, le contesté: «Pero es que quisiera partir para París. ¿No partiría usted conmigo? ¿No quisiera vivir un poco con nosotros en París?». A toda costa había que impedirle que estuviera sola; por lo menos algunos días, conservarla a mi lado para estar seguro de que no pudiera ver a la amiga de la señorita Vinteuil. En realidad habitaría sola conmigo, porque mi madre, aprovechando un viaje de inspección que haría mi padre, se había impuesto como un deber, obedecer una voluntad de mi abuelo, que deseaba fuera a pasar algunos días en Combray con una de sus hermanas. Mamá no quería mucho a su tía, porque no había sido muy tierna con ella, ni la hermana que debiera para mi abuela. Así, una vez crecidos, los hijos recuerdan con rencor a los que fueron malos con ellos. Pero mamá, convertida en mi abuela, era incapaz de rencor alguno; la vida de su madre era para ella algo así como una infancia pura e inocente a la que iba a buscar esos recuerdos cuya dulzura o amargura regulaba sus acciones con unos y otros. Mi tía podía haber proporcionado a mamá algunos detalles inapreciables, pero ahora los tendría difícilmente; su tía se había enfermado gravemente (decían que de cáncer), y ella se reprochaba a sí misma no haber acudido antes para acompañar a mi padre, y sólo encontraba un motivo más de hacer lo que hubiera hecho su madre, y como iba al aniversario del padre de mi abuela, que había sido tan mal padre, llevó unas flores para su tumba, como las que acostumbraba a llevar mi abuela. Mientras estuviera en Combray, mi madre se ocuparía de algunos trabajos, pero sólo si se ejecutaban bajo la vigilancia de su hija. Por lo que aún no habían empezado. Mamá no quería, al dejar París con mi padre, hacerle sentir el peso excesivo de un duelo al que se asociaba, pero que no podía afligirlo como a ella. «¡Ah!, no sería posible en ese momento —me contestó Albertina—. Por otra parte, ¿para qué necesita usted volver tan pronto a París, ya que se ha ido esa señora?». «Porque estaré más tranquilo en un sitio en que la he conocido, antes que en Balbec, que nunca vio ella, y al que le he tomado fastidio». No sé si Albertina comprendió más tarde que esa otra mujer no existía y que si esa noche había querido morir perfectamente, es porque me revelara por descuido que estaba vinculada con la amiga de la señorita Vinteuil. Hay momentos en que eso me parece probable. En todo caso, esa mañana creyó en la existencia de esa mujer. «Pero usted debiera casarse con esa mujer —me dijo—; hijo mío, sería feliz y ella con seguridad también lo sería». Le contesté que la idea de que podía hacer feliz a esa mujer había estado, efectivamente, a punto de decidirme; últimamente, cuando recibí una herencia importante que me permitiría darle mucho lujo y placeres a mi mujer, casi acepté el sacrificio de la que amaba. Embriagado por la gratitud que me inspiraba la gentileza de Albertina tan cerca del sufrimiento atroz que me había causado, en la misma forma que uno le prometería una fortuna al mozo de café que nos sirve un sexto vaso de aguardiente, le dije que mi mujer tendría un auto y un yate, y desde ese punto de vista, ya que Albertina gustaba tanto del auto y del yachting,[100] era una desgracia que no fuese la que yo amaba; yo hubiera sido el marido perfecto para ella, pero ya veríamos, quizás pudiéramos vernos agradablemente. A pesar de todo, como hasta durante la embriaguez, uno se contiene y no llama a los transeúntes por temor de los golpes, no cometí la imprudencia (si era una) como lo hubiese hecho en tiempos de Gilberte, diciéndole que era a ella, Albertina, a quien amaba. «Ya ve, estuve a punto de casarme con ella. Pero no me atreví a hacerlo, sin embargo; no hubiera querido hacer vivir a una joven junto a alguien tan enfermo y fastidioso». «Pero usted está loco; cualquiera querría vivir junto a usted; mire cómo lo buscan todos. No hablan de otro en casa de la señora de Verdurin y en el gran mundo también; me lo han dicho. Esa mujer no ha sido, pues, amable con usted para darle esa impresión de duda acerca de sí mismo. Ya veo lo que es: una malvada; la odio; ¡ah!, si hubiese estado en su lugar». «Se equivoca; es amable, muy amable. En cuanto a los Verdurin y al resto, no me importa nada. Fuera de la que amo y a la que, por otra parte, he renunciado, sólo me interesa mí pequeña Albertina; sólo ella, viéndome mucho, por lo menos los primeros días —agregué para no espantarla y poder pedir mucho durante esos días podrá consolarme un poco». Hice sólo una vaga alusión a una posibilidad matrimonial, a pesar de decir que era irrealizable porque no concordaban nuestros caracteres. A pesar de mí mismo, siempre perseguido por los celos con el recuerdo de las relaciones de Saint-Loup con Raquel cuando del Señor y de Swann con Odette, llegaba a creer que desde el momento que yo amaba, no podía ser amado y que sólo el interés podía vincularme a una mujer. Sin duda era una locura juzgara Albertina de acuerdo a Odette y a Rachel. Pero no era ella: era yo; eran los sentimientos que podía inspirar los que mis celos subestimaban demasiado. Y de ese juicio, quizás erróneo, nacieron sin duda muchas desgracias que irían a recaer sobre nosotros. «¿Entonces rechaza mi invitación para París?». «Mi tía no querrá que me vaya ahora. Además, aunque pueda más tarde, ¿no parecerá raro que vaya así a su casa? Ya sabrán en París que no soy su prima». «Y bueno; diremos que somos algo novios. ¿Qué importa, ya que usted sabe que no es verdad?». El cuello de Albertina, que emergía integro de su camisa, era poderoso, dorado y de grano grueso. Lo besé con tanta pureza como si hubiera besado a mi madre, para calmar un pesar de niño que entonces creía no poder arrancar nunca de mi corazón. Albertina me dejó para vestirse. Por otra parte, ya se vencía su abnegación; hacía un instante me había dicho que no me dejaría ni por un segundo. (Y yo advertía que su resolución no duraría, ya que temía, si nos quedábamos en Balbec, que esa misma noche fuera a verlas sin mí a las primas de Bloch). Y ahora acababa de decirme que quería llegarse hasta Maineville y que volvería a verme por la tarde. No había vuelto la víspera a la noche; podía haber cartas para ella y además su tía estaría inquieta. Y o le había contestado: «Si no es más que por eso, podemos mandar al ascensorista que le diga a su tía que está usted aquí y que retire sus cartas». Y deseosa de mostrarse amable, pero contrariada de estar sometida a una servidumbre, arrugó la frente y dijo luego muy amablemente: «Eso es», y mandó al ascensorista.
Albertina no me había dejado ni un momento, y ya estaba el ascensorista golpeando ligeramente. Yo no esperaba que mientras conversaba con Albertina, tuviese tiempo de ir a Maineville y volver. Venía para decirme que Albertina le había escrito unas líneas a su tía y que podría, si yo lo quería, ir a París ese mismo día. Había procedido mal, por otra parte, al hacerle ese encargo de viva voz, porque, a pesar de la hora temprana, el director ya estaba al corriente y venía enloquecido a preguntarme si algo me había disgustado y si me iba de veras; si no podría esperar unos días al menos, ya que el viento era hoy bastante temeroso (había que temerlo). Yo no quería explicarle que a toda costa deseaba que no estuviese Albertina en Balbec a la hora en que las primas de Bloch daban su paseo; sobre todo porque Andrea, que era la única que podría protegerla, no estaba allí, y que Balbec era como uno de esos lugares en que un enfermo que ya no respira está decidido, aunque tenga que morir en el camino, a no pasar una noche más. Por otra parte, tendría que luchar contra ruegos por el estilo; primero, en el hotel donde María Gineste y Celeste Albaret tenían los ojos enrojecidos. (María, por otra parte, dejaba oír el presuroso sollozo de un torrente. Celeste, más blanda, le recomendaba tranquilidad; pero cuando María murmuró los únicos versos que sabía: Aquí abajo se mueren todas las lilas, Celeste ya no pudo contenerse y un mantel de lágrimas se desplegó sobre su cara color lila; pienso, por otra parte, que me olvidaron esa misma noche). Luego, en el trencito local, a pesar de todas las precauciones que había tomado para que no me vieran, me encontré con el señor de Cambremer, que palideció al ver mis baúles, porque contaba conmigo para dos días después; me indignó al quererme convencer de que mis sofocaciones dependían del cambio de clima y que el mes de octubre les resultaría excelente, y me preguntó si de cualquier manera «no podría postergar mi partida por ocho días», expresión cuya tontería me enfureció quizás porque me dañaba lo que me proponía. Y mientras me hablaba en el vagón, a cada estación temía que aparecieran, más terribles que Heribaldo o Guiscard, el señor de Crécy, implorando que lo invitaran, o más temible aún, la señora de Verdurin insistiendo en invitarme. Pero eso no sucedería sino dentro de algunas horas. Todavía no había llegado a ese punto. Sólo tenía que enfrentar las quejas desesperadas del director. Lo despaché, porque temí que con tanto susurro no acabara por despertar a mamá. Me quedé solo en el cuarto, ese mismo cuarto de cielo raso demasiado alto en donde había sido tan infeliz en mi primera estada, en donde había pensado en la señorita Stermaria con tanta ternura, acechado el paso de Albertina y sus amigas como pájaros migradores detenidos en la playa; donde la había poseído con tanta indiferencia cuando la mandara llamar con el ascensorista; donde había conocido la bondad de mi abuela, y sabido que se había muerto; esas celosías a cuyo pie caía la luz de la mañana, las había abierto por primera vez para ver los primeros contrafuertes del mar (esas celosías que me mandaba cerrar Albertina para que no vieran que nos besábamos). Tomaba conciencia de mis propias transformaciones al confrontarlas con la identidad de las cosas. Sin embargo, uno se acostumbra a ellas, y cuando recuerda de pronto la significación diferente que tuvieron y cuando han perdido todo significado, los acontecimientos tan distintos a los actuales que señalaron, la diversidad de actos realizados bajo el mismo techo, entre las mismas bibliotecas con vidrios, el cambio del corazón y la vida que implica esa diversidad, parecen aumentar todavía por la inmutable permanencia del decorado, reforzado por la unidad de lugar.
Dos o tres veces, durante un instante, se me ocurrió que el mundo en que estaba ese cuarto y esas bibliotecas y en el que Albertina significaba tan poco, fuera quizás un mundo intelectual, que era la única realidad y mi pesar algo como lo que causa la lectura de una novela y para el que sólo un loco podía convertir en pesar duradero y permanente que se prolongara en su vida, y que bastaría quizás un pequeño movimiento de mi voluntad para alcanzar ese mundo real y entrar sobrepasando mi dolor, como esos aros de papel que se atraviesan, y no preocuparme ya más de lo que había hecho Albertina, como no nos preocupamos de las acciones de la protagonista supuesta de una novela, una vez que dejamos de leerla. Por otra parte, las queridas que más amé, nunca coincidieron con mi amor por ellas. Ese amor era verdadero, ya que todo lo subordinaba a verlas y conservarlas sólo para mí, puesto que sollozaba si las oía alguna noche. Pero tenían más la aptitud de despertar ese amor, de llevarlo a su paroxismo, de lo que constituían su imagen. Cuando las veía y las oía, nada encontraba en ellas que se pareciese a mi amor y pudiese explicarlo. Sin embargo, mi única alegría era verlas y mi única ansiedad esperarlas. Parecería que les había sido agregada accesoriamente por la naturaleza una virtud que no tenía ninguna relación con ellas, y que esa virtud, ese poder aparentemente eléctrico, tenía para mí el efecto de excitar el amor, es decir, dirigir todas mis acciones y causarme todas las penas. Pero de eso, la belleza, o la inteligencia, o la bondad de esas mujeres, eran completamente distintos. Como una corriente eléctrica que lo mueve a uno, me sacudieron mis amores, los viví, los sentí: nunca llegué a verlos o pensarlos. Hasta llego a creer que en esos amores (dejo a un lado el placer físico que los acompaña habitualmente, pero no basta para constituirlos), bajo la apariencia de la mujer, nos dirigimos, como si fueran divinidades oscuras, a esas fuerzas invisibles que la acompañan accesoriamente. Son ellas cuya benevolencia necesitamos y cuyo contacto buscamos sin hallar un placer positivo. La mujer, durante la cita, nos pone en contacto con esas diosas y nada más. Como ofrendas hemos prometido joyas y viajes; pronunciamos fórmulas que significan que las adoramos y fórmulas contrarias que significan que somos indiferentes. Hemos dispuesto todo nuestro poder para conseguir otra cita, pero que sea concedida sin fastidio. ¿Y podría ser sólo por la mujer, si no estuviera completada por esas fuerzas ocultas, por la que nos daríamos tanto trabajo, la que una vez que se ha ido, apenas podríamos decir cómo iba vestida y advertimos que ni siquiera la hemos mirado?
Como el de la vista es un sentido engañador, un cuerpo humano aún querido como el de Albertina, nos parece a algunos metros, a pocos centímetros, distante de nosotros. Y lo mismo con su alma. Sólo que algo cambia violentamente la ubicación de esa alma con respecto a nosotros, nos prueba que quiere a otros seres y no a nosotros; entonces, por los latidos de nuestro corazón dislocado advertimos que la criatura querida no estaba a algunos pasos de nosotros sino dentro de nosotros mismos. En nosotros, en regiones más o menos superficiales. Pero las palabras: «La señorita Vinteuil, es esa amiga», habían sido el sésamo que no hubiese encontrado por mí mismo, que había hecho penetrar a Albertina en la profundidad de mi corazón desgarrado. Y podía haber buscado durante cien años sin saber cómo podría volver a abrirse esa puerta que se había cerrado sobre ella.
Había dejado de oír esas palabras un instante mientras Albertina estaba conmigo hacía un rato. Abrazándola como abrazaba en Combray a mi madre, para calmar mi angustia, casi creía en la inocencia de Albertina o por lo menos no pensaba continuamente en el descubrimiento de su vicio. Pero ahora que estaba solo, las palabras sonaban de nuevo como esos ruidos interiores del oído que oímos apenas dejan de hablarnos. Ahora su vicio ya no me ofrecía dudas. La luz del sol que se iba a levantar modificando las cosas de mi entorno, me hizo tomar nuevamente, como si me desplazara un instante con respecto a ella, más cruel conciencia de mi sufrimiento. Nunca había visto empezar una mañana tan bella ni dolorosa. Pensando en todos los paisajes indiferentes que iban a encenderse y que hasta la víspera sólo me hubiesen despertado el deseo de visitarlos, no pude evitar un sollozo cuando en un gesto de ofertorio cumplido mecánicamente y que me pareció simbolizaba el sacrificio sangriento que haría de toda alegría cada mañana hasta el final de mi vida, renovación solemnemente celebrada en cada aurora con mi dolor cotidiano y la sangre de mi herida, el huevo de oro del sol, como si lo propulsara la ruptura del equilibrio que produciría un cambio de densidad en el momento de la coagulación, erizado de llamas como en los cuadros, reventó de un golpe el telón tras el cual se le sentía desde hacía un instante, estremecido y listo para entrar en escena y lanzarse y cuya púrpura misteriosa y rígida esfumó bajo olas luminosas. Yo mismo me oí llorar. Pero en ese momento y contra toda espera, me pareció ver a mi abuela delante de mí, como una de las apariciones que ya había tenido, pero sólo mientras dormía. ¿Todo eso no sería sino un sueño? ¡Ay de mí! Estaba muy despierto. «Te parece que me parezco a tu pobre abuela», me dijo mamá, porque era ella, con dulzura, como para calmar mi espanto, confesando, por otra parte, ese parecido, con una bella sonrisa de modesta altivez que nunca conociera la coquetería. Sus cabellos desordenados, en donde no se ocultaban las mechas grises que serpenteaban en torno a sus ojos inquietos y sus mejillas envejecidas; la bata misma de mi abuela que llevaba, todo me había impedido reconocerla durante un segundo y me había hecho dudar si dormía o si había resucitado mi abuela. Desde hacía ya tiempo mi madre se parecía a mi abuela mucho más que a la reidora y joven mamá que conociera mi infancia. Pero ya no había pensado en ello. En la misma forma, cuando uno se ha quedado leyendo largo rato, no advierte que pasa la hora y de pronto se observa que el sol que la víspera estaba a la misma hora, despierta a su alrededor las mismas armonías y las mismas correspondencias que preparan el crepúsculo. Mi madre me señaló mi error sonriendo, porque le era grato tener tal parecido con su madre. «He venido —me dijo mi madre— porque al dormir me pareció oír que alguien lloraba. Eso me despertó. Pero ¿cómo es posible que no te hayas acostado?»
«Y tienes los ojos llenos de lágrimas. ¿Qué sucede?». Tomé su cabeza entre mis brazos: «Mamá: se trata de esto temo que me creas muy tornadizo. Pero ante todo, ayer no te hablé muy amablemente de Albertina; lo que te dije era injusto». «Pero ¿qué importancia tiene?», me dijo mi madre, y advirtiendo él sol naciente, sonrió con tristeza pensando en su madre y para que no perdiese el fruto de un espectáculo que mi abuela lamentaba que yo no contemplase nunca, me señaló la ventana. Pero detrás de la playa de Balbec, el mar y el despertar del sol que me indicaba mi madre, yo veía con movimientos de desesperación que no se le escapaban, el cuarto de Montjouvain en que Albertina, rosada, acurrucada como una gata grande, la nariz traviesa, había tomado el lugar de la amiga de la señorita Vinteuil y decía haciendo restallar su risa voluptuosa: «Y bueno, si nos ven, tanto mejor. ¡Yo! ¿No iría a atreverme a escupirle a ese mono viejo?». Esa escena era la que veía detrás de la que se extendió en la ventana y que no era sino un velo melancólico, superpuesto como un reflejo. Parecía, en efecto, ella misma casi irreal, como una vista pintada. Frente a nosotros, en la saliente del acantilado de Parville, el bosquecillo en que habíamos jugado a la sortija corría en pendiente hasta el mar, bajo el barniz aún dorado del agua, el cuadro de su follaje, como en la hora en que nos levantáramos a menudo al crepúsculo, cuando había ido con Albertina para una siesta, al ver bajar el sol. En el desorden de las nieblas nocturnas que arrastraban aún en harapos rosados y azules vestigios del nácar del alba sobre las aguas pobladas, pasaban barcos sonriendo a la luz oblicua que amarilleaba sus velas y el extremo de su bauprés, como cuando vuelven por la noche: escena imaginaria, desierta y temblorosa; pura evocación del crepúsculo que no descansaba, como la noche sobre la serie de las horas del día que habitualmente veía anticiparse; suelta, interpolada más inconsistente aún que la horrible imagen de Montjouvain que no conseguía anular, ni cubrir, ni ocultar poética y vana imagen del recuerdo y del ensueño. «Pero, veamos —me dijo mi madre—; no me hablaste en lo más mínimo mal de ella; me dijiste que te fastidiaba un poco y que te alegraba haber renunciado a la idea de casarte con ella. No es un motivo para llorar en esa forma».
«Piensa que hoy parte tu mamá y la va a desesperar dejar a su grandote en ese estado. Tanto más, pobre pequeño, que no tengo tiempo de consolarte. Porque por más que mis cosas estén listas nunca sobra tiempo en un día de partida». «No es eso». Y entonces, calculando el porvenir, sopesando perfectamente mi voluntad, comprendiendo que semejante ternura de Albertina para la amiga de la señorita Vinteuil y por tanto tiempo, no había podido ser inocente, que Albertina había sido iniciada y por todo lo que me indicaban sus gestos, había nacido, por otra parte, con la predisposición del vicio que mis inquietudes presintieron con exceso, al que nunca había dejado de entregarse (al que se entregaba quizás en este momento, aprovechando un instante en que yo no estaba), le dije a mi madre, sabiendo la pena que le causaba, que no me demostró y que sólo se le hizo visible en esa expresión de preocupada seriedad que tenía cuando comparaba la gravedad de causarme pena o causarme daño; esa expresión que había tenido en Combray por primera vez cuando se había resignado a pasar la noche conmigo, esa expresión que en ese momento se parecía extraordinariamente a la de mi abuela cuando me permitía beber coñac, le dije a mi madre: «Sé la pena que voy a causarte. Ante todo, en lugar de quedarme aquí como lo querías, voy a partir al mismo tiempo que tú. Eso no es nada aún. Aquí no me siento bien; prefiero volver. Pero escúchame y no tengas mucha pena. He aquí. Me he engañado, y te engañé de buena fe ayer, y he meditado toda la noche. Es absolutamente necesario y decidámoslo enseguida, porque ahora me doy cuenta de que ya no cambiaré y sin ello no podría vivir: es absolutamente necesario que me case con Albertina».