Lo que desgraciadamente ignoraba en ese momento y no supe sino dos años después es que uno de los clientes del conductor era el señor de Charlus y que Morel, encargado de pagarlo y que se guardaba parte del dinero (haciendo triplicar y quintuplicar por el conductor la cantidad de kilómetros) se había relacionado mucho con él (aunque aparentaba no conocerlo delante de la gente), y usaba su coche para trayectos distantes. Si entonces hubiera sabido eso y que la confianza que pronto tuvieron los Verdurin en ese conductor, proviniese de ahí, sin saberlo ellos, quizás pudieran haberse evitado muchos de los pesares de mi vida de París relativa a Albertina, y al año siguiente; pero entonces no tenía yo ni la menor sospecha. Por sí mismos, los paseos del señor de Charlus en auto con Morel, no tenían para mi un interés directo. Se limitaban por otra parte lo más a menudo a una cena o un almuerzo, en un restaurante de la costa donde el señor de Charlus se hacía pasar por un viejo sirviente arruinado y Morel, que tenía la misión de pagar las adiciones, por un gentilhombre excesivamente bueno. Cuento una de esas comidas que puede dar idea de las otras. Era en un restaurante de Saint-Mars-le-Vétu, de forma alargada: «¿No podría quitarse eso?», preguntó el señor de Charlus a Morel como a un intermediario y para no dirigirse directamente a los mozos. Designaba así a tres rosas marchitas con las que un bien intencionado maître había querido adornar la mesa. «Sí…, dijo Morel turbado, a usted no le gustan las rosas». «Probaría por el contrario por el petitorio en cuestión que me gustan, ya que aquí no hay rosas Morel pareció sorprendido, pero en realidad no me gustan mucho. Soy bastante sensible a los nombres; y en cuanto una rosa es un poco hermosa, uno sabe que se llama la baronesa de Rothschild o la Mariscala Niel, lo que enfría un poco. ¿Le gustan los nombres? ¿Ha encontrado lindos títulos para sus pequeños trozos de concierto?». «Hay uno que se llama Poema triste». «Es horrible, contestó el señor de Charlus con una voz aguda y restallante como una cachetada. Pero ¿había pedido champaña?», le dijo al maître, que creyó traerlo y colocaba junto a sus dos clientes dos copas llenas de vino espumante. «Pero, señor». «Quite ese horror que no tiene ninguna relación con el peor de las champañas. Es ese vomitivo llamado cup en donde se olvidan generalmente tres frutillas podridas en una mezcla de vinagre y soda. Sí, continuó volviéndose hacia Morel, usted parece ignorar lo que es un título. Y aun cuando interpreta lo que mejor toca, no parece advertir el aspecto mediúmnico del asunto». «¿Cómo?», preguntó Morel, que como no había entendido nada de lo que dijera el barón, temía verse privado de una información útil, como es por ejemplo una invitación a almorzar. Como el señor de Charlus no consideró ese «¿Cómo?», a manera de pregunta, y Morel, por consiguiente, no tuvo respuesta, creyó tener que cambiar la conversación y darle un giro sensual: «Ahí tiene esa rubiecita que vende las flores que no le gustan; otra que debe tener una amiguita. Y la vieja que come en la mesa del fondo, también». «¿Pero como sabes todo eso?», preguntó el señor de Charlus maravillado de la presencia de Morel. «¡Oh!, las adivino en un segundo. Si nos paseáramos juntos en medio de la gente ya vería que no me equivoco dos veces». Y el que hubiese mirado en ese momento a Morel con aspecto de muchacha, en medio de su belleza viril, hubiese comprendido la oscura adivinación que no lo señalaba menos a ciertas mujeres de lo que él a ellas. Tenía ganas de suplantar a Jupien, deseando vagamente agregar a sus entradas permanentes las rentas que, según creía, le sacaba el chalequero al barón. «Y en cuanto a los gigolós los conozco mucho más aún; le evitaría todas las equivocaciones. Pronto habrá feria en Balbec, ya encontraremos muchas cosas».
«Y en París entonces, ya vería cómo iba a divertirse». Pero una prudencia hereditaria de sirviente le hizo dar otro giro a la frase que ya empezaba. De manera que el señor de Charlus siguió creyendo que trataba siempre de muchachas. «Vea usted, dijo Morel deseando exaltar de un modo que suponía menos comprometedor para sí (aunque fuese en realidad más inmoral) los sentidos del barón; mi sueño sería encontrar una muchacha muy pura, hacerme querer por ella y quitarle su virginidad». El señor de Charlus no pudo dejar de pellizcarle con ternura la oreja a Morel, pero agregó cándidamente: «¿Para qué te serviría? Si le quitaras la doncellez tendrías que casarte con ella. ¿¿Casarme con ella?, exclamó Morel, que sentía que el barón estaba embriagado o que no pensaba en el hombre, en resumen, más escrupuloso de lo que creía, con quien hablaba. ¿Casarme? Rábanos. Se lo prometería, pero una vez llevada a cabo la pequeña operación, la dejaría plantada esa misma noche». El señor de Charlus cuando una ficción podía causarle un momentáneo placer sensual, tenía la costumbre de prestarle su adhesión, aunque se la retirase por completo instantes después al agotarse todo el placer. «¿Verdaderamente, harías eso?», le dijo riendo a Morel y apretujándolo más aún. «¡Y cómo!», dijo Morel al ver que no disgustaba al barón si seguía explicándole con sinceridad aquello que efectivamente era uno de sus deseos. «Es peligroso» —dijo el señor de Charlus—. «Prepararía las valijas de antemano y me iría sin dejar la dirección». «¿Y yo?», preguntó el señor de Charlus. «Lo llevaría conmigo, se entiende», se apresuró a decir Morel, que no había pensado qué sería del barón, que constituía la menor de sus preocupaciones. «Mire, hay una muchacha que me gustaría mucho para eso: es una costurera que tiene su negocio en el edificio del señor duque». «La hija de Jupien —exclamó el barón mientras entraba el tonelero—. ¡Oh, nunca! —agregó, ya sea que la presencia de un tercero lo hubiese enfriado, o bien que hasta en esas especies de misas negras en las que se complacía mancillando las cosas más santas, no pudiera resolverse a complicar personas por las que sentía amistad—. Jupien es un buen hombre, la muchacha es encantadora; sería horrible causarles pena». Morel advertía que había ido muy lejos y se calló, pero su mirada seguía en el vacío, fijándose en la muchacha ante la cual había querido un día que lo llamase querido y grande artista y a la que le había encargado un chaleco. Muy trabajadora, la chica no se había tomado vacaciones, pero supo posteriormente que mientras el violinista Morel estaba en los alrededores de Balbec, no dejaba de pensar en su hermoso rostro, ennoblecido por cuanto al verlo a Morel conmigo lo había supuesto un «señor».
«Nunca lo oí tocar a Chopin, dijo el barón y sin embargo hubiera podido hacerlo; Stamati me daba lecciones, pero me prohibió que fuera a casa de mi tía Chimay para oír al maestro de los Nocturnos». «¡Qué tontería cometió con ello!», exclamó Morel. «Al contrario, —contestó con vivacidad y voz aguda el señor de Charlus—. Demostraba su inteligencia. Había comprendido que yo tenía una “naturaleza” y que sufriría la influencia de Chopin. No importa porque abandoné la música muy joven, como todo por otra parte».
«Y además uno imagina algo —agregó con una voz gangosa, lenta y arrastrada—, siempre hay gente que ha oído y que le dan a uno una idea. Pero en fin, Chopin no era más que un pretexto para volver al aspecto mediúmnico que usted descuida».
Se advertirá que después de una interpolación del lenguaje vulgar, el del señor de Charlus había regresado bruscamente al estilo preciosista y altanero de costumbre. Es que la idea de que Morel dejaría «plantada» sin remordimientos a una muchacha violada, le había hecho experimentar de pronto un placer completo. Desde entonces sus sentidos se habían aplacado por algún tiempo y el sádico (él, verdaderamente mediúmnico) que se había sustituido por algunos momentos al señor de Charlus, había huido y devuelto la palabra al verdadero señor de Charlus, lleno de refinamiento artístico, sensible y bueno. «Usted tocó el otro día la transcripción para piano del cuarteto número XV, lo que ya es absurdo porque nada hay menos pianístico. Está hecha para aquellos a quienes las cuerdas demasiado tensas del sordo glorioso hacen doler los oídos. Y justamente ese misticismo casi agrio es lo divino. De cualquier manera lo tocó usted muy anal al cambiar todos los movimientos. Hay que tocar eso como si se lo estuviera componiendo: el joven Morel afligido por una momentánea sordera y un genio inexistente se queda inmóvil un instante. Luego, presa del sagrado delirio toca y compone los primeros compases. Entonces, agotado por semejante esfuerzo de trance, se desploma dejando caer un hermoso mechón para complacer a la señora de Verdurin y además se toma así el tiempo de reconstruir la prodigiosa cantidad de sustancia gris empleada para la objetivación pítica. Luego, con las fuerzas recobradas, presa de una inspiración nueva y sobreeminente, se precipita sobre la inagotable frase sublime que el virtuoso berlinés (creemos que así designaba el señor Charlus a Mendelssohn) debía imitar incansablemente. De ese modo, único, verdaderamente trascendente, lo haría tocar yo en París».
Cuando el señor de Charlus le daba opiniones por el estilo, Morel se espantaba mucho más que cuando el maître volvía a llevar sus rosas y su «cup» desdeñados, porque se preguntaba ansiosamente qué efecto le produciría eso a la «clase». Pero no podía detenerse en esas reflexiones, porque el señor de Charlus le decía imperiosamente: «Pregúntele al maître si tiene buen cristiano». «¿Buen cristiano? No entiendo». «Ya ve que estamos en las frutas: es una pera. Puede estar seguro de que la señora de Cambremer las tiene en su casa, porque la condesa de Escarbagnas las tenía. El señor Thibaudier se las envía y ella dice: “He aquí un buen cristiano muy hermoso”». «No, no sabía». «Ya veo, por otra parte que no sabe usted nada. Si ni siquiera leyó a Moliere… Y bien, ya que no debe saber elegir, como lo demás, pida sencillamente una pera que se cosecha precisamente cerca de aquí, la Luisa-Bonne d’Avranches». «¿La qué?». «Espere; ya que es tan torpe, yo mismo voy a encargar otras que prefiero: ¿maître, tiene usted la Dayennée des Comices? Charlie, debía usted leer la página encantadora que escribió sobre esta pera la duquesa Emilia de Clermont-Tonnerre». «No, señor, no tenemos», «¿Tiene usted Triunfo de Jodoigne?». «No, señor». «¿Virginia-Dailet, Passe-Colmar? No y bueno, ya que no tiene usted nada, vamos a irnos. La Duquesa de Angulema todavía no está madura, vamos Charlie, vámonos». Desgraciadamente para el señor de Charlus su falta de sentido común y quizás la castidad de sus relaciones con el violinista Morel, lo hicieron ingeniarse desde esa época para colmar al violinista de bondades extrañas que este no podía comprender y a la que la naturaleza, descabellada en su género, pero ingrata y mezquina, no podía contestar sino con una ceguera o una violencia siempre creciente y que hundían al señor de Charlus —antaño tan altivo, ahora tan tímido— en unos accesos de verdadera desesperación. Se verá cómo en las cosas más pequeñas, Morel, que se creía convertido en un señor de Charlus, mil veces más importante, había comprendido equivocadamente tomándolas al pie de la letra las orgullosas enseñanzas del barón, en cuanto se refería a la aristocracia. Digamos sencillamente por el instante, mientras me espera Albertina en Saint-Jean de la Haise, que si algo colocaba a Morel por encima de la nobleza (y ese era su principio bastante noble, sobre todo para alguien cuyo placer consistía en buscar niñitas —ni visto ni conocido— con el conductor) era su reputación artística y lo que podían pensar en la clase de violín. Sin duda era feo porque sentía que el señor de Charlus le era adicto, que pareciese renegarlo y burlarse de él, del mismo modo que en cuanto yo le prometí guardar secreto acerca de las funciones de su padre en casa de mi tío abuelo, me trató con desprecio. Pero, por otra parte, a Morel le parecía superior su nombre de artista diplomado a un «nombre». Y cuando el señor de Charlus en sus ensueños de ternura patológica quería hacerle adoptar un título de su familia, Morel rechazaba enérgicamente.
Cuando a Albertina le parecía más prudente quedar en Saint-Jean de la Haise para pintar, yo tomaba el auto y no sólo podía ir a Gourville y a Féterne, sino a Saint-Mars le Vieux y hasta Criquetot antes de volver a buscarla. Mientras fingía estar ocupado por algo además de ella y tener que dejarla por otros placeres, no pensaba sino en ella. Muy a menudo no llegaba más allá de la gran llanura que domina a Gourville y como se parece un poco a la que empieza por encima de Combray en la dirección de Méséglise aun a bastante distancia de Albertina, tenía la alegría de pensar que si no la alcanzaban mis ojos, esta poderosa y dulce brisa marina que pasaba a mi lado debía descender más lejos que ellos sin que nada la detuviera hasta Quettelholme, agitar las ramas de los árboles que sepultan a Saint-Jean de la Haise bajo su follaje, acariciando la cara de mi amiga, y echar así un doble lazo entre ella y yo, en ese retiro indefinidamente ampliado, pero sin riesgos como esos juegos en que dos niños se encuentran por momentos fuera del alcance de la voz y la vista, uno de otro, y en que a pesar de estar lejos siguen unidos. Volvía por esos caminos desde donde se ve el mar y donde antaño antes que apareciese ella entre las ramas yo cerraba los ojos para pensar perfectamente en lo que iba a ver; era en verdad la primitiva abuela de la tierra, prosiguiendo su descabellada e inmemorial agitación como en los tiempos en que aun no existían seres vivos. Ahora ya no eran para mí más que el medio de ir a reunirme con Albertina, cuando los reconocía todos iguales, sabiendo por dónde seguirían derecho, por dónde darían vuelta recordaba yo que los había recorrido, pensando en la señorita de Stermaria y también que la misma prisa de volver a encontrarme con Albertina la había tenido en París al bajar las calles por donde pasaba la señora de Guermantes y adquirían para mí la monotonía profunda, la significación moral de una especie de línea de mi carácter. Era natural y sin embargo no era indiferente; me recordaban que era mi destino perseguir fantasmas; seres cuya realidad en gran parte estaba en mi imaginación; hay seres, en efecto —y desde la juventud ese había sido mi caso— para quienes todo lo que tiene un valor fijo y comprobable para otros; fortuna, éxito, altas situaciones, no cuentan; lo que necesitan son fantasmas. Les sacrifican todo lo demás, todo lo ponen en movimiento, todo lo utilizan en la búsqueda de tal o cual fantasma. Pero este no tarda en desvanecerse; entonces corre uno tras de otro, a riesgo de volver al primero. No era la primera vez que buscaba a Albertina, la muchacha que había visto el primer año frente al mar. Otras mujeres, es cierto, se habían intercalado entre Albertina, amada por primera vez y la que yo no dejaba en estos momentos; otras mujeres, especialmente la duquesa de Guermantes. Pero, se dirá, ¿por qué afligirse tanto con respecto a Gilberte? ¿Tomarse tanto trabajó por la señora de Guermantes? Si me convertía en su amigo, con el solo objeto de no pensar más en ella, sino en Albertina. Antes de su muerte Swann pudo haberme contestado; él, que había sido aficionado a los fantasmas. De fantasmas perseguidos, olvidados, buscados de nuevo, a veces para una sola entrevista y para tocar una vida irreal que huía enseguida, esos caminos de Balbec estaban llenos de ellos. Al pensar que sus árboles, perales, manzanos, tamariscos, de sobrevivirían, me parecía recibir de ellos el consejo de ponerme a trabajar mientras no sonara la hora del eterno descanso.
Yo bajaba del coche en Quettelholme, corría por la abrupta hondonada, atravesaba el arroyo sobre una tabla y la encontraba a Albertina pintando delante de la iglesia llena de torrecillas, espinosa y roja, florida como un rosal. Sólo el tímpano estaba unido; y sobre la superficie radiante de la piedra afloraban unos ángeles que delante de nuestra pareja del siglo XX seguían celebrando, con cirios en las manos, las ceremonias del siglo XIII.
Su retrato era el que trataba de hacer Albertina sobre la tela preparada, e imitando a Elstir, daba grandes pinceladas, tratando de obedecer al ritmo noble que, según el gran maestro, hacía que esos ángeles fuesen tan distintos a todos los que conocía. Luego volvía a tomar sus útiles. Apoyados uno en el otro, retrepábamos la hondonada, dejando la iglesita tan tranquila como si no nos hubiese visto, para que escuchara el ruido perenne del arroyo. Pronto corría el auto y tomaba al regreso otro camino que a la ida. Pasábamos delante de Marcouville, la orgullosa. Sobre su iglesia, a medias nueva, a medias restaurada, el sol declinante extendía su pátina tan hermosa como la de los siglos. A su través los grandes bajorrelieves parecían verse bajo una capa fluida, semilíquida, semiluminosa, la Santa Virgen, Santa Isabel o San Joaquín nadaban todavía en el remolino impalpable, casi en seco, a flor de agua o a flor de sol. Surgiendo de un polvo cálido, las numerosas estatuas modernas se erguían sobre sus columnas hasta media altura de los tules dorados del poniente. Delante de la iglesia un ciprés enorme parecía estar en una suerte de cerco consagrado. Bajábamos un instante para mirarlo y dábamos algunos pasos. Albertina tenía tanta conciencia directa de sus miembros como de su toquilla de paja de Italia y de la echarpe de seda (que no eran para ella el asiento de menores sensaciones de bienestar) y recibía mientras daba la vuelta a la iglesia, otro tipo de impulso, traducido en un contento inerte, pero al que yo le encontraba cierta gracia; echarpe y toquilla que no eran sino una parte reciente y adventicia de mi amiga, pero que ya me era querida y cuyo rastro seguía con los ojos, a lo largo del ciprés, por el aire nocturno. Ni ella podía verlo, pero sospechaba que esas elegancias le sentaban, porque me sonreía armonizando el porte de su cabeza con el peinado que lo completaba: «No me gusta, está restaurada» me dijo enseñándome la iglesia y recordando lo que le había dicho Elstir acerca de la preciosa e inimitable belleza de las piedras viejas. Albertina reconocía al instante una restauración. Uno no podía sino asombrarse de la seguridad que ya tenía su gusto en arquitectura, a cambio del deplorable que seguía teniendo para la música. No me gustaba esa iglesia más que a Elstir y no me causaba placer que su fachada llena de sol viniera a colocarse ante mis ojos y había bajado a verla sólo para complacer a Albertina. Y sin embargo, me parecía que el gran impresionista estaba en contradicción consigo mismo; ¿por qué ese fetichismo adherido al valor arquitectónico objetivo, sin tener en cuenta la transfiguración de la iglesia en el poniente? «No, decididamente, me dijo Albertina, no me gusta; me gusta su nombre de orgullosa. Pero lo que habrá que pensar en preguntarle a Brichot, es por qué Saint Mars se llama le Vétu. Iremos la próxima vez, ¿verdad?» —me decía mirándome con esos ojos negros sobre los que su toca estaba echada como antes su pequeño polo—. Flotaba su velo. Volví a subir al auto con ella, feliz porque teníamos que ir al día siguiente a Saint-Mars, cuyos antiguos campanarios de un rosa asalmonado, y tejas romboidales, eran como viejos peces agudos, imbricados de escamas, musgosos y rojizos, que sin parecer moverse se levantaban en un agua transparente y azul por esos tiempos ardorosos en que no se pensaba más que en el bario. Al dejar Marcouville, para ahorrar camino bifurcábamos en un cruce de camino donde había una granja. A veces Albertina mandaba detener el coche y me pedía que fuera solo a buscar, para poderlos beber en el coche, vino calvados o sidra, que aseguraban no era espumante y que nos salpicaba por completo. Estábamos el uno contra el otro. La gente de la granja casi no veía a Albertina en el coche cerrado y yo les devolvía las botellas volvíamos a partir como para continuar esa vida nuestra, esa vida de amantes que podían suponer era la que teníamos y para la cual ese alto para beber no había sido un momento insignificante; suposición que hubiese parecido tanto menos inverosímil si nos vieran después que Albertina había bebido su botella de sidra; parecía entonces no soportar ya entre ambos una separación que de costumbre no la molestaba; bajo la falda de tela, sus piernas se apretaban contra las mías, aproximaba a mis mejillas sus mejillas que se habían puesto descoloridas, calientes y rojas en los pómulos con algo ardiente y mustio como las mujeres de los suburbios. En esos momentos y casi con tanta rapidez como su personalidad, cambiaba la voz, perdía la suya para adquirir otra, ronca, audaz, casi canallesca. Caía la noche. ¡Qué placer sentirla junto a mí con su echarpe y su toca!, recordándome que así juntos es como se encuentran siempre los que se aman. Tenía quizás amor por Albertina, pero al no atreverme a dejárselo percibir, aunque si existía en mí no podía ser sino como una verdad sin valor hasta que pudiese comprobarla la experiencia; y me parecía irrealizable y fuera del plano de mi vida. En cuanto a mis celos, me obligaban a dejar lo menos posible a Albertina aunque supiese que no se curaría del todo más que separándome de ella para siempre. Hasta podía experimentarlo junto a ella, pero entonces me las arreglaba para no dejar que se renovara la circunstancia que lo había despertado en mí. Así es como un hermoso día fuimos a almorzar a Rivebelle. Las grandes puertas vidriadas del comedor, de ese hall en forma de corredor que servía para los tes, estaban abiertas de par en par frente a los céspedes dorados por el sol, de los que parecía formar parte el amplio restaurante luminoso. El mozo de cara rosada y cabellos negros retorcidos como una llama, se zambullía por esa amplia extensión no tan ligero como antes, porque ya no era simple mozo, sino jefe de mesa; sin embargo, a causa de su actividad natural, a veces a lo lejos, en el comedor, a veces más cerca, pero afuera, sirviendo clientes que habían preferido almorzar en el jardín, se le percibía aquí o allá, como las sucesivas estatuas de un dios joven y corredor, unas en el interior, por otra parte bien iluminado de una vivienda que se prolongaba en verdes céspedes, ya bajo los follajes en la claridad de la vida al aire libre. Estuvo un momento a nuestro lado. Albertina contestó distraídamente a lo que yo le decía. Lo miraba con ojos agrandados. Durante algunos minutos sentí que uno puede estar cerca de la persona que ama y sin embargo no tenerla consigo. Parecían estar en un misterioso coloquio, mudo por mi presencia y prolongación quizás de antiguas citas que no conocía o sólo de una mirada que le había arrojado él y para lo que yo era el tercero molesto y de quien se oculta uno. Cuando se alejó llamado violentamente por su patrón, Albertina continuó almorzando pero ya no parecía considerar el restaurante y los jardines como una pista iluminada en donde aparecía aquí y allá, en variados escenarios, el dios corredor de los negros cabellos. Por un instante me pregunté si no iría a dejarme solo en la mesa para seguirlo. Pero desde los días siguientes empecé a olvidar para siempre esa impresión penosa porque había decidido no volver a Rivebelle y le había hecho prometer a Albertina quien me aseguraba que era la primera vez que venía y que ya no volvería. Y negué que el mozo de los pies ágiles sólo tuviese ojos para ella para que no creyese que mi compañía la había privado de un placer. A veces me sucedió volver a Rivebelle pero solo y para beber mucho, como ya lo había hecho. Y a tiempo que vaciaba una última copa miraba un rosetón pintado sobre la pared blanca y le relacionaba el placer que experimentaba en ese momento. Sólo eso existía en el mundo para mí; lo perseguía, lo tocaba y lo perdía por momentos con la mirada huidiza y me era indiferente el porvenir, conformándome con el rosetón como una mariposa que da vueltas en torno a una mariposa posada con la que va a terminar su vida, en un acto supremo de voluntad. El momento estaba quizás particularmente bien elegido para renunciar a una mujer a quien ningún sufrimiento muy reciente y muy vivo me obligaba a pedirle ese bálsamo que poseen las que lo han causado. Me calmaban esos mismos paseos que aunque momentáneamente no los considerase sino como la espera de un mañana que a pesar del deseo que me inspiraba, no debía ser distinto del día anterior, tenían el encanto de haberse arrancado a los lugares donde había estado Albertina hasta entonces y dónde no estaba yo con ella, en casa de su tía o sus amigas. Encanto, no de una alegría positiva, sino solamente del apaciguamiento de una inquietud y muy fuerte sin embargo. Porque algunos días después, cuando volvía a pensar en la granja frente a la cual habíamos bebido sidra o sencillamente en los pocos pasos que habíamos dado frente a Saint-Mars le Vétu, al recordar que Albertina caminaba a mi lado con su toquilla, la sensación de su presencia agregaba de pronto tal virtud a la imagen indiferente de la iglesia nueva que el momento en que la fachada llena de sol se posaba por sí misma en mi recuerdo, era algo así como una amplia compresa calmante que me aplicaran sobre el corazón.
Yo la dejaba a Albertina en Parville, pero para volver a encontrarme con ella a la noche y acostarme a su lado sobre la grava y en la oscuridad. Sin duda no la veía todos los días, pero sin embargo podía decirme: «Si ella contase el empleo de su tiempo, de su vida, sería yo todavía quien ocupara el mayor lugar» y pasábamos juntos largas horas seguidas que ponían en mis días una embriaguez tan dulce que aun al saltar del coche que le mandaría una hora más tarde en Parville no me sentía ya solo, como si antes de dejarlo, lo hubiese llenado de flores. Podía haber dejado de verla todos los días; iba a dejarla feliz, sintiendo que el efecto calmante de esa felicidad podía prolongarse varios días. Pero entonces oía que al dejarme Albertina le decía a su tía o a una amiga: «Entonces, mañana a las ocho y media. No hay que llegar tarde, estarán listos desde las ocho y cuarto». La conversación de una mujer que se ama se parece al suelo que cubre un agua subterránea y peligrosa; uno advierte a cada momento tras sus palabras, la presencia y el frío penetrante de una napa invisible; se ve, aquí y allá, su perdida trasudación, pero ella misma permanece oculta. En cuanto oía la frase de Albertina mi calma quedaba destruida. Quería pedirle que nos viéramos para impedirle asistir a esa cita misteriosa de las ocho y media de la que hablara a medias palabras en mi presencia. Me hubiese obedecido sin duda las primeras veces, lamentando sin embargo renunciar a sus proyectos; luego habría descubierto mi permanente necesidad de alterarlos; y yo me convertiría en aquel para quien se oculta todo. Y hasta era probable que esas fiestas de las que yo quedaba excluido consistiesen en muy poca cosa y quizás no me invitaban por temor a que tal o cual invitada me pareciese vulgar o aburrida. Desgraciadamente esta vida tan incorporada a la de Albertina, no sólo ejercía acción sobre mí; me traía tranquilidad pero le causaba más inquietudes a mi madre, que destruyó la confesión. Una vez que yo volvía contento, decidido a terminar de un momento a otro una existencia cuyo fin suponía yo que dependía únicamente de mi voluntad, mi madre me dijo al oírme ordenar al conductor que fuese a buscar a Albertina: «¡Cómo gastas dinero!». (Francisca en su lenguaje sencillo y expresivo decía con más vigor: «El dinero corre»). «Trata, continuó mamá, de no hacer como Carlos de Sévigné, de quien decía su madre: “Su mano es un crisol en el que se funde la plata”. Y además, creo que has salido bastante con Albertina. Te aseguro que resulta exagerado, y aún a ella puede parecerle ridículo. Me encantó ver que eso te distrae; no te pido que dejes de verla, pero en resumidas cuentas que no resulte imposible encontrarlo al uno sin el otro». Mi vida con Albertina, vida desprovista de grandes placeres —por lo menos de grandes placeres percibidos—, esa vida que yo esperaba cambiar de un momento a otro, escogiendo una hora de calina, se me hizo de golpe y por un tiempo necesaria, cuando se sintió amenazada con esas palabras de mamá. Le dije a mamá que sus palabras acababan de postergar por lo menos dos meses la decisión que exigían y que sin ellas hubiese tomado antes del fin de la semana. Mamá se puso a reír (para no entristecerme) del efecto que habían producido instantáneamente sus consejos y me prometió no volver a hablarme de ello para impedir que renaciese mi buena intención. Pero desde la muerte de mi abuela, cada vez que mamá empezaba a reír, la risa comenzada se cortaba de pronto y concluía en una expresión casi sollozante de sufrimiento, sea por el remordimiento de haber podido olvidar un instante, sea por el recrudecimiento del dolor, cuya cruel preocupación había sido avivada por ese olvido tan breve. Pero a la que le causaba el recuerdo de mi abuela, instalado en mi madre como una idea fija, sentía yo que esta vez se agregaba otra, que se relacionaba conmigo, con lo que temía mi madre como consecuencias de mi intimidad con Albertina; intimidad que sin embargo no se atrevió a obstaculizar debido a lo que acaba de decirle. Pero no pareció convencerse de que no me equivocaba. Recordaba durante cuántos años no me hablar hablado más ni ella ni mi abuela de mi trabajo y de una regla de vida más higiénica que sólo me impedían empezar, decía yo, la agitación en que me ponían sus exhortaciones y que a pesar de su obediente silencio, no había proseguido. Después de la cena, el auto la traía de vuelta a Albertina; todavía había alguna luz; el aire estaba menos caldeado, pero después de un día caluroso, ambos soñábamos con frescores desconocidos; entonces ante nuestros ojos afiebrados apareció primeramente la luna muy estrecha (como esa noche en que había ido a casa de la princesa de Guermantes y me telefoneara Albertina), como la cáscara ligera y delgada y luego como el casco fresco de un fruto que un cuchillo invisible empezara a mondar en el cielo. A veces también era yo quien iba a buscar a mi amiga, algo más tarde entonces y ella debía esperarme frente a los arcos del mercado en Maineville. En los primeros momentos no la distinguía; ya me inquietaba que no viniese o que hubiese entendido mal. Entonces la veía trepar a mi lado en el coche, con su blusa blanca de lunares azules, y el ligero impulso más propio de un animal joven que de una muchacha. Y como una perra empezaba entonces a acariciarme sin cesar. Cuando había caído por completo la noche y que, como decía el director del hotel, el cielo estaba ya sembrado de estrellas[73] cuando no íbamos a pasear al bosque con una botella de champaña, sin preocuparnos de los paseantes que seguían vagando por el dique débilmente iluminado pero que nada hubieran distinguido a dos pasos sobre la arena negra, nos recostábamos en la parte inferior de los médanos; ese mismo cuerpo en cuya elasticidad vivía toda la gracia femenina, marina y deportiva, de las muchachas que viera pasar por primera vez delante del horizonte de las aguas, yo lo mantenía apretado contra mí mismo, bajo un mismo cobertor, muy al borde del mar inmóvil que se vela debido a un rayo tembloroso; y lo escuchábamos sin cansarnos y con el mismo placer, ya cuando contenía su respiración, suspendida lo bastante como para que se creyese que se había detenido el reflujo, ya cuando exhalaba a nuestros pies el murmullo demorado y esperado. Yo concluía por llevar de vuelta a Albertina a Parville. Llegados delante de ella, teníamos que interrumpir nuestros besos por temor a que nos vieran; y como ella no tenía ganas de acostarse, volvía a Balbec conmigo, de donde la llevaba por última vez a Parville; los conductores de esos primeros tiempos del automóvil se acostaban a cualquier hora. Y de hecho yo solo regresaba a Balbec con la primera humedad matutina, solo esta vez, pero todavía rodeado íntegramente por la presencia de mi amiga, repleto de una provisión de besos difícil de agotar. Sobre la mesa encontraba todavía una tarjeta postal o un telegrama. ¡Era también de Albertina! Lo había escrito en Quettelholme, mientras yo me iba solo en el auto y para decirme que pensaba en mi. Me acostaba releyéndolos. Entonces advertía por encima de las cortinas la línea del pleno día y me decía que debíamos querernos sin embargo ya que habíamos pasado toda la noche besándonos. Cuando al día siguiente veía a Albertina en el dique a tal punto temía que me contestara que ese día no estaba libre y no podía acceder a mi solicitud de pasearnos juntos, que postergaba ese pedido lo más posible antes de dirigírselo. Estaba tanto más inquieto cuanto que ella parecía fría y preocupada; pasaban conocidos suyos; sin duda había formado para esa tarde unos proyectos de los que yo estaba excluido. La miraba y miraba ese cuerpo encantador, esa cabeza rosada de Albertina que erguía frente a mí el enigma de sus intenciones, la decisión desconocida que debía causar la felicidad o la desgracia de mi tarde. Era todo un estado de alma, todo un porvenir de existencia que había revestido delante de mí la forma alegórica y fatal de una muchacha. Y cuando me decidía por fin y con la expresión más indiferente le preguntaba: «¿Paseamos juntos luego, esta noche?», y me contestaba: «¡Con mucho gusto», entonces todo el reemplazo brusco, en la rosada figura, de mi larga inquietud por una quietud deliciosa, me hacía aún más preciosas esas formas a las que debía el bienestar permanente, y el apaciguamiento que se siente después que ha estallado la tormenta. Me repetía: «¡Qué amable es, qué ser adorable!», en una exaltación menos fecunda que la que se debe a la embriaguez, apenas más honda que la de la amistad, pero muy superior a la de la vida mundana. No anulábamos el pedido del automóvil sino cuando había una comida en casa de los Verdurin o cuando Albertina no estaba libre para salir conmigo y entonces aprovechaba yo para avisar a la gente que quería verme que me quedaría en Balbec. En esos días autorizaba a venir a Saint-Loup, pero sólo esos días. Porque una vez que llegó de improviso, preferí privarme de verla a Albertina antes que arriesgar su encuentro con ella y que se comprometiese el estado de calma feliz en que me encontraba desde hacía algún tiempo y se renovasen mis celos. Y no me sentí tranquilo hasta que Saint-Loup estuvo de vuelta: Por ello se limitaba él, lamentándolo pero con escrúpulos, a no venir nunca a Balbec sin que yo lo llamase. Pensando antaño en las horas que pasaba con él la señora de Guermantes, valorizaba mucho su presencia. Los seres no dejan de cambiar de lugar con relación a nosotros. En la marcha insensible pero eterna del mundo, los consideramos inmóviles en un instante de visión, demasiado breve para que se perciba el movimiento que los arrastra. Pero no tenemos más que elegir en nuestra memoria dos imágenes de ellos en momentos distintos, lo bastante cercanos sin embargo para que por lo menos no hayan cambiado sensiblemente en sí mismos y la diferencia de las dos imágenes mide el desplazamiento que operaron con relación a nosotros. Me inquietó terriblemente al hablarme de los Verdurin; temí me pidiera que lo recibieran, lo que hubiese bastado, debido a los celos que no dejaría de experimentar, para arruinarme todo el placer que encontraba con Albertina. Pero felizmente Roberto me confesó todo lo contrario: sobre todas las cosas deseaba no conocerlos. «No, me dijo, esos ambientes clericales me parecen insufribles». No comprendí primeramente el adjetivo clerical aplicado a los Verdurin, pero el final de la frase de Saint-Loup me aclaró su pensamiento y sus concesiones a modas de lenguaje que a menudo asombran en hombres inteligentes. «Son ambientes, me dijo, donde se hace una tribu, una congregación, una capilla. No me irás a decir que no es una pequeña secta; miel sobre hojuelas para los que pertenecen a ella y no tienen suficiente desdén para la gente que no están con ellos. El asunto no es como para Hamlet, ser o no ser, sino pertenecer a ellos o no. Tú perteneces; mi tío Charlus también. ¡Qué quieres! A mí nunca me ha gustado eso, no es culpa mía».
Se entiende que la regla que le había impuesto a Saint-Loup, de venir a verme sólo ante un llamado mío, la cumplía tan estrictamente para cualquier persona con las que me había vinculado poco a poco en la Raspeliére, en Féterne, en Montsurvent y otras partes; y cuando desde el hotel advertía el humo del tren de las tres que dejaba mucho tiempo colgado su penacho estable en las rugosidades de los acantilados de Parville, en las cuestas verdes, no tenía ninguna vacilación acerca del visitante que vendría a tomar el té conmigo y estaba aún oculto, a la manera de un dios, tras esa pequeña nube. Me veo obligado a confesar que ese visitante previamente autorizado por mí a venir, casi nunca fue Saniette y me lo he reprochado muy a menudo. Pero la conciencia de aburrir que tenía Saniette (naturalmente mucho más al hacer una visita que al narrar una historia) hacía que a pesar de ser más instruido, más inteligente y mejor que muchos otros, parecía imposible experimentar a su lado, no solamente ningún placer, sino otra cosa que no fuese un spleen casi intolerable y que le echaba a perder a uno la tarde. Posiblemente si Saniette hubiese confesado francamente ese aburrimiento que temía causar, no se hubiesen temido sus visitas. El aburrimiento es uno de los males menos graves que deban soportarse; el suyo no existía quizás sino en la imaginación de los demás o le había sido inoculado por ellos gracias a una especie de sugestión, la que había hallado una base en su agradable modestia. Pero insistía tanto en no traslucir que no lo buscaban, que no se atrevía a ofrecerse. En verdad tenía razón de no proceder como esa gente que se alegra tanto de prodigar sombrerazos en un lugar público, que no os han visto desde hace mucho tiempo y que al advertiros en un palco con personas brillantes que no conocen, os echan un saludo furtivo y sonoro, disculpándose del placer o la emoción que han sentido al veros y al comprobar que volvéis a los placeres, tenéis buen aspecto, etc. Pero a Saniette, por el contrario, le faltaba mucha audacia. Podía haberme dicho, en casa de la señora de Verdurin o en el pequeño tranvía, que le causaría mucho placer verme en Balbec si no temiera molestarme. Semejante propuesta no me hubiese espantado. Al contrario, no ofrecía nada, pero con un rostro torturado y una mirada tan indestructible como un esmalte cocido, pero en cuya composición entraba además de un deseo estremecido de verlo a uno —a menos que encontrase alguien más divertido— la voluntad de no trasparentar ese deseo, y me decía con un aire suelto: «¿Usted no sabe qué hará en estos días? Porqué iré sin duda hasta Balbec. Pero no, no es nada, se lo pedía por casualidad». Esa expresión no podía engaitar y los signos inversos con los que expresamos nuestros sentimientos por su contrario son de tan clara lectura que uno se pregunta cómo es posible que todavía haya gente que diga por ejemplo: «Tengo tantas invitaciones que no sé cómo darles abasto», para disimular que no los han invitado. Pero además, esa expresión suelta, debido probablemente a lo que integraba su composición turbia, le causaba a uno lo que nunca pudiera conseguir el temor al aburrimiento o la franca confesión del deseo de verlo a uno; es decir esta especie de malestar, de repulsión, que en el orden de las relaciones de simple cortesía social es el equivalente de lo que en el amor, el ofrecimiento disfrazado que hace a una dama el enamorado que ella no quiere, de verla al día siguiente, a tiempo que asegura que no tiene ningún interés; o ni siquiera ese ofrecimiento sino una actitud de falsa frialdad. Enseguida se desprendía de la persona de Saniette, no sé qué cosa que le obligaba a uno a contestarle con la mayor ternura del mundo: «No; desgraciadamente esta semana, le explicaré…». Y dejaba venir en su lugar gente que estaba lejos de valer lo que el pero que no tenía su mirada cargada de melancolía y su boca plegada por la amargura de todas las visitas que deseaba —callándola— hacer a unos y a otros. Desgraciadamente era muy raro que Saniette no encontrase en el trencito al invitado que venía a verme, si el mismo no me había dicho en casa de los Verdurin: «No olvide que el jueves iré a verlo», día en que precisamente le dijera a Saniette que no estaba libre. De manera que acababa por imaginar la vida como si estuviera llena de diversiones organizadas a sus espaldas, ya que no en su contra. Por otra parte, como uno nunca es íntegramente uno, ese exagerado discreto, era enfermizamente indiscreto. La única vez que vino a verme por casualidad y a pesar mío, una carta de no sé quién estaba tirada sobre la mesa. Al cabo de un instante vi que escuchaba sólo distraídamente lo que le decía. Lo fascinaba la carta, cuyo origen ignoraba por completo, y yo creía que en cualquier momento sus pupilas esmaltadas iban a desprenderse de la órbita para alcanzar esa carta cualquiera pero que imantaba su curiosidad. Parecía un pájaro que va a arrojarse fatalmente a una serpiente. Finalmente no pudo contenerse y la cambió primeramente de lugar como para ordenar el cuarto. Cuando eso no le bastó, la tomó, la volvió, la revolvió, maquinalmente. Otra forma de su indiscreción es que una vez remachado, ya no podía partir. Como ese día yo estaba indispuesto, le pedí que tomara el tren siguiente y se fuera al cabo cíe media hora. No dudaba que yo sufriese, pero me contestó: «Me quedaré una hora y cuarto y me iré después». Posteriormente he sufrido por no haberle dicho que viniese cada vez que me era posible. ¿Quién sabe? Quizás hubiera conjurado su mala suerte y otros lo hubiesen invitado para que me dejara inmediatamente, de manera que mis Invitaciones hubiesen tenido la doble ventaja de devolverle la alegría y aliviarme de él.
Los días siguientes a los que había recibido no esperaba visitas; naturalmente, y el automóvil volvía a buscarnos a Albertina y a mí. Y cuando volvíamos, Aimé en el primer escalón del hotel, no podía impedir, con ojos apasionados, curiosos y golosos, el ver qué propina le daría al conductor. Por más que ocultara la moneda o el billete en mi mano cerrada, las miradas de Aimé separaban mis dedos. Desviaba la cabeza al cabo de un segundo porque era discreto, bien educado y hasta se conformaba con beneficios relativamente pequeños. Pero el dinero que recibía otro le excitaba una curiosidad incomprensible y le hacía venir el agua a la boca. Durante esos cortos instantes parecía atento y afiebrado, como un niño que lee una novela de Julio Verne o el que come cerca de uno en un restaurante y al ver que nos cortan un faisán que él no puede o no quiere pedir, abandona un instante sus pensamientos serios para fijar en el ave una mirada que hacen sonreír el amor y la envidia.
Así se sucedían diariamente esos paseos en automóvil. Pero una vez cuando entraba al ascensor, el ascensorista me dijo: «Ha venido ese señor y me ha dejado un encargo para usted». El ascensorista me dijo esas palabras con una voz absolutamente quebrada, tosiendo y escupiéndome en la cara. «¡Qué resfrío tengo!», agregó como si yo no fuera capaz de darme cuenta solo, «El médico dice que es tos convulsa», —y volvió a toser y a escupirme encima—. «No se canse hablando» —le dije con una expresión de bondad fingida—. Temía me contagiara la tos convulsa, que con mi predisposición a las sofocaciones me hubiera sido muy penosa. Pero puso su gloria, como un virtuoso que no quiere dejarse llevar enfermo, en hablar y escupir permanentemente. «No, no es nada, —dijo (para usted quizás, pensaba yo, pero no para mí)—. Por otra parte, pronto volverá a París (tanto mejor, basta que no me la contagie antes). Según parece, repuso, París es muy soberbio. Debe ser todavía más soberbio que aquí y que Monte Carlo, aunque algunos botones, algunos clientes y hasta maîtres que iban por la estación a Monte Carlo me hayan dicho a menudo que París era menos soberbio que Monte Carlo. Quizás se ensañaban, y sin embargo, para ser maître no hay que ser imbécil; para tomar nota de todos los pedidos, reservar las mesas, hace falta una cabeza… Me han dicho que era peor todavía que escribir piezas o libros». Casi habíamos llegado a mi piso cuando el ascensorista me hizo bajar de nuevo porque le parecía que el botón andaba mal y lo arregló en un abrir y cerrar de ojos. Le dije que prefería subir a pie, lo que quería decir y ocultar que prefería no contagiarme su tos convulsa. Pero con un ataque de tos cordial y contagioso, el ascensorista me volvió a meter en el ascensor. «Ya no hay ningún peligro, ahora he arreglado el botón». Al ver que no dejaba de hablar y prefiriendo conocer el nombre de quién me había visitado al paralelo entre las bellezas de París, Balbec y Monte Carlo, le dije (como a un tenor que lo aburre a uno con Benjamín Godard, cánteme mejor algo de Debussy). «¿Pero quién vino a verme?». «El señor que salió anoche con usted. Voy a buscar su tarjeta, que está en la portería». Como el día anterior yo había acompañado a Roberto de Saint-Loup hasta la estación de Doncières, creí que el ascensorista querría hablar de Saint-Loup; pero se trataba del conductor. Y al designarlo con estas palabras: «El señor que salió anoche con usted», me hacía saber al mismo tiempo que un obrero es tan señor como un hombre de mundo. Lección de palabras únicamente. Porque para el asunto nunca había hecho yo distinciones de clases. Y si al oír que llamaban señor a un conductor tenía el mismo asombro que el conde de X, que lo era solamente desde hacía ocho días y al que cuando dije: «La condesa parece cansada», hice volver la cabeza para ver de quién hablaba yo, era sencillamente por falta de costumbre del vocabulario; nunca había establecido diferencia entre obreros, burgueses y grandes señores y me hubiera hecho amigo de cualquiera de ellos indistintamente. Con cierta preferencia por los obreros y después de ellos por los grandes señores, no por gusto, sino por saber que puede exigírseles a ellos más cortesía para los obreros de la que se consigue de los burgueses, ya sea que los grandes, señores no desprecian a los obreros como hacen los burgueses o bien porque son habitualmente corteses con todos, como las mujeres bonitas felices de brindar una sonrisa que saben recibida con tanta alegría. No puedo decir, por otra parte, que esa manera que tenía yo de colocar a la gente del pueblo en un plano de igualdad con la gente de mundo, si era muy bien recibida por estos, satisficiese en cambio siempre y plenamente a mi madre. Y no que hiciese humanamente una diferencia cualquiera entre los seres, y si alguna vez Francisca tenía pesares o se sentía enferma, mamá la cuidaba o la consolaba siempre con la misma amistad y la misma abnegación que a su mejor amiga. Pero mi madre era demasiado la hija de mi abuelo para no tener socialmente un sentido de castas.
Por más que la gente de Combray tuviese buen corazón, sensibilidad y hubiese adoptado las más hermosas teorías acerca de la igualdad humana, mi madre, cuando un mucamo se emancipaba, decía una vez «usted» y se deslizaba insensiblemente a no hablarme más en tercera persona, tenía por esas usurpaciones el mismo descontento que estalla en las «memorias» de Saint-Simon, cada vez que un señor sin derecho a ello, toma el pretexto de adquirir la calidad de «Alteza» en un acta auténtica o de no rendirle a los duques lo que les debía y de lo que poco a poco se dispensa. Había un «espíritu de Combray» tan refractario que se necesitarán siglos de bondad (la de mi madre era infinita) y de teorías igualitarias para llegar a resolverlo. No puedo decir que en mi madre ciertas partículas de su espíritu no continuaron insolubles. Le habría dado tan fácilmente la mano como una moneda de diez francos a un mucamo (y estos últimos le causaban mucho más placer por otra parte). Para ella, lo confesase o no, los amos eran los amos y los sirvientes eran la gente que comía en la cocina. Cuando veía que un conductor de automóvil cenaba en el comedor, no estaba del todo contenta y me decía: «Me parece que podrías tener un amigo algo mejor que un mecánico», como hubiera dicho al tratarse de casamiento: «Podrías encontrar mejor partido». El conductor (felizmente nunca pensé invitarlo) había venido a decirme que la compañía de automóviles que lo había mandado a Balbec por la estación lo hacía volver a París al día siguiente. Este motivo, tanto más que el conductor era encantador y se expresaba tan sencillamente que siempre sus palabras parecían palabras de evangelio, nos pareció estar de acuerdo con la verdad. No lo era sino a medias. No había más nada que hacer efectivamente, en Balbec. Y en cualquier caso la compañía, que no tenía confianza sino a medias en la veracidad del joven evangelista apoyado en su rueda consagratoria, deseaba que volviese cuanto antes a París. Y en efecto, si el joven apóstol cumplía milagrosamente la multiplicación de los kilómetros cuando se los contaba al señor de Charlus, en cambio en cuanto se trataba de rendirle cuentas a la compañía, dividía por seis lo que había ganado. En cuya conclusión, la compañía pensaba que nadie paseaba ya en Balbec, lo que resultaba inverosímil por la estación, o que la robaban, y en una y otra hipótesis pensaba que lo mejor era llamarlo a París, donde, la verdad, no se trabajaba mucho. El deseo del conductor era evitar la estación ociosa. He dicho —lo que entonces ignoraba y cuyo conocimiento me hubiese evitado muchos disgustos— que estaba muy vinculado (sin que aparentasen conocerse jamás delante de los demás) con Morel. A partir del día en que lo llamara sin que supiese todavía que tenía un recurso para no irse, debimos contentarnos para nuestros paseos, con alquilar un coche o algunas veces caballos de silla para distraer a Albertina ya que le gustaba la equitación. Los coches eran malos. «¡Qué carro!», decía Albertina. Me hubiera gustado estar solo a menudo, por cierto. Sin querer fijarme una fecha, deseaba que terminase esta vida a la que le reprochaba hacerme renunciar no tanto al trabajo como al placer. Sin embargo, sucedía también que las costumbres que me contenían se viesen abolidas de pronto, lo más a menudo cuando algún antiguo yo, lleno del deseo de vivir con alegría, reemplazaba por un instante a mi yo actual. Experimenté especialmente ese deseo de evasión un día que al dejar a Albertina en casa de su tía, había ido a caballo a ver a los Verdurin y había tomado por el bosque un sendero salvaje cuya belleza me habían alabado. Ciñendo las formas del acantilado, subía vuelta a vuelta y oprimido entre ramilletes de árboles tupidos, se hundía en gargantas silvestres. Por un instante las rocas desnudas que me rodeaban y el mar que se percibía por sus desgarraduras, flotaron frente a mis ojos como fragmentos de otro universo: había reconocido el paisaje montañés y marino que Elstir eligió como tema de esas dos admirables acuarelas: «Poeta encontrando una musa». «Joven encontrando un centauro». Su recuerdo volvía a colocar los lugares en que estaba actualmente a tal punto fuera del mundo actual que no me hubiera asombrado si al igual del joven de la edad prehistórica que pinta Elstir, en el curso de mi paseo, me topara con un personaje mitológico. De pronto mi caballo se encabritó; había oído un ruido extraño, me costó dominarlo para que no me arrojara al suelo; luego levanté los ojos al lugar de donde parecía salir ese ruido, con los ojos llenos de lágrimas y vi a unos cincuenta metros por encima de mí, entre dos grandes alas de acero reluciente que lo llevaban, y en el sol, a un ser cuya figura borrosa me pareció similar a la de un hombre. Me conmoví tanto como podía estarlo un griego que viera por primera vez a su semidiós. También lloré porque estaba dispuesto a llorar en el momento de reconocer que el ruido se originaba encima de mi cabeza —los aeroplanos aun eran escasos en esa época— al solo pensamiento de que lo que iba a ver por primera vez era un aeroplano. Entonces como cuando se advierte la proximidad de una palabra conmovedora en un diario, no esperaba sino haber visto el avión para echarme a llorar. Sin embargo, el aviador pareció vacilar acerca de su camino; yo sentía abiertos para él —delante de mí el hábito no me hubiese aprisionado— todos los caminos del espacio y e la vida; llegó más lejos, planeó algunos instantes, por encima del mar y decidiéndose de pronto, pareció ceder a alguna atracción inversa a la del peso y como si volviera a su patria, con un ligero movimiento de sus alas de oro, picó en línea recta hacia el cielo.
Volviendo al tema del mecánico; no solamente le pidió a Morel que los Verdurin reemplazasen su break[74] por un auto (lo que dada la generosidad de los Verdurin con respecto a los fieles era relativamente fácil), sino, lo que era más difícil, a su cochero principal, el joven sensible y de ideas pesimistas, por él, el conductor. Lo que se ejecutó en algunos días de la manera siguiente: Morel había comenzado por mandarle robar al cochero todo lo que necesitaba para enganchar. Un día le faltaba el freno, otro día la cadeneta de barbada. Otras veces era el cojín del asiento lo que había desaparecido; hasta su látigo, la frazada, el martinete, la esponja, la gamuza. Pero siempre se las arregló, con los vecinos; sólo que llegaba con atraso, lo que fastidiaba en contra suya al señor Verdurin y lo hundía en un estado de tristeza y de ideas negras. El conductor, apurado por entrar, le declaró a Morel que iba a volver a París. Había que dar un gran golpe. Morel convenció a los sirvientes del señor Verdurin que el joven cochero había dicho que los haría caer en una celada y se jactaba de poder derrotar a seis de ellos y les dijo que no podían dejarlo pasar por alto. Por su parte, no podía intervenir, pero los avisaba para que tomaran la iniciativa. Quedó convenido que cuando el señor Verdurin estuviera de paseo con sus amigos caerían todos en la cuadra sobre el joven. Consignaré, aunque no sea la ocasión, sino porque los personajes me interesaron más tarde, que ese día en casa de los Verdurin había un amigo de vacaciones al que querían hacerle dar un paseo a pie antes de su partida fijada para esa misma noche.
Lo que me sorprendió mucho cuando partimos, es que ese día Morel, que venía con nosotros para dar un paseo a pie, pues debía tocar el violín entre los árboles, me dijo: «Oiga, me duele un brazo; no quiero decírselo a la señora de Verdurin, pero ruéguele que mande a uno de sus mucamos, por ejemplo Howsler, para llevarme los Instrumentos». «—Creo que mejor sería otro —contesté—. Lo necesitarán para la comida». Una expresión de ira pasó por el rostro de Morel. «Pero no, no quiero confiarle mi violín a cualquiera». Más tarde comprendí el motivo de esa preferencia. Howsler era el hermano muy querido del joven cochero y de haberse quedado en la casa, pudo haberlo ayudado. Durante el paseo, lo bastante quedo para que Howsler el mayor no pudiera oírnos: «Es un buen muchacho, dijo Morel. Por otra parte, también lo es su hermano. Si no tuviese esa maldita costumbre de beber…». «¿Cómo, beber?… dijo la señora de Verdurin palideciendo al pensar que tenía un cochero que bebía». «Usted no se da cuenta. Siempre pienso que es un milagro que no le haya sucedido un accidente mientras los lleva». «¿Pero acaso lleva a otros?». «No tiene más que ver cuántas veces ha volcado, hoy tiene la cara llena de equimosis. No sé cómo no se ha matado y rompió sus varas». «No lo he visto hoy, dijo la señora de Verdurin temblando a la sola idea de lo que podía haberle sucedido a ella; usted me desespera». Quiso acortar el paseo para volver; Morel eligió una melodía de Bach, con infinitas variaciones para hacerla durar. En cuanto volvió fue a la cuadra, vio las varas nuevas y a Howsler ensangrentado. Le iba a decir, sin hacerle ninguna observación, que ya no necesitaba cochero y entregarle dinero, pero por propia iniciativa y ya que no quería acusar a sus compañeros a cuya animosidad atribuía retrospectivamente el robo diario de todas las sillas, etc., y viendo que su paciencia sólo conduciría a que lo dejaran muerto sobre las baldosas, quiso irse él mismo lo que solucionó todo. El conductor entró al día siguiente y más tarde la señora de Verdurin (que había tenido que tomar otro) quedó tan satisfecha de él, que me lo recomendó calurosamente como hombre de absoluta confianza. Yo, que lo ignoraba todo, lo tomé en París por día, pero he anticipado demasiado y todo eso figurará en la historia de Albertina. En este momento estamos en la Raspeliére, donde voy a cenar por primera vez con mi amiga y el señor de Charlus con Morel, hijo supuesto de un «intendente» que ganaba treinta mil francos anuales fijos, tenía coche y cantidad de mayordomos, subalternos, jardineros, directores y granjeros a sus órdenes. Pero ya que me he anticipado en tal forma, no quiero dejar al lector bajo la impresión de una maldad absoluta que hubiera cometido Morel. Estaba más bien lleno de contradicciones, capas algunos días de una verdadera gentileza.
Naturalmente me asombró mucho saber que había sido despedido el cochero y mucho más al reconocer en su reemplazante al conductor que nos paseara a Albertina y a mí. Pero se despachó una historia complicada según la cual, se suponía que había vuelto a París, de donde lo habían solicitado para los Verdurin, y no dudé ni un segundo. El despido del cochero motivó que Morel me conversara un poco para expresarme su tristeza con relación a la partida de ese buen muchacho. Por otra parte, aun fuera de los momentos en que estaba solo y en que brincaba literalmente hacia mí con una expansión de alegría, Morel, que veía que todo el mundo me agasajaba en la Raspeliére y sentía que se excluía voluntariamente de la familiaridad de alguien que no era un peligro para él, ya que me había hecho quemar las naves y quitado toda posibilidad de adoptar frente a él aires de protección (que por supuesto no había pensado tomar de ninguna manera) dejó de alejarse de mí. Atribuí su cambio de actitud a la influencia del señor de Charlus, quien, en efecto, en algunos puntos lo hacía menos obtuso y más artista, pero en otros en que se aplicaba al pie de la letra las fórmulas elocuentes, mentirosas y por otra parte momentáneas del amo, lo estupidizaba aún más. Lo que había podido decirle el señor de Charlus, era en efecto lo único que yo suponía. ¿Cómo podía adivinar entonces lo que luego me dijeron? (y de lo que nunca estuve seguro, ya que las afirmaciones de Andrea acerca de todo lo concerniente a Albertina, especialmente más tarde me parecieron siempre sujetas a caución, porque, como ya lo vimos antes, no quería sinceramente a mi amiga y tenía celos de ella), lo que en todo caso si era cierto, me fue ocultado notablemente por ambos: que Albertina conocía mucho a Morel. La nueva actitud que en ese momento del despido del cochero adoptó Morel a mi respecto, me permitió cambiar de opinión sobre él. Conservé de su carácter la fea impresión que me hiciera concebir la bajeza demostrada por ese joven cuando me había necesitado, y luego, tan pronto realizado el favor, evidenciado un desdén que llegaba hasta simular que no me veía. A eso le hacía falta la evidencia de sus relaciones venales con el señor de Charlus y también instintos bestiales sin continuidad cuya insatisfacción (cuando sucedía eso) o las complicaciones que acarreaban, causaban sus tristezas; pero ese carácter no eran tan uniformemente feo y lleno de contradicciones. Se parecía a un libro antiguo de la edad media, lleno de errores, tradiciones, absurdos y obscenidades; era extraordinariamente complejo. Primero creí que su arte, en que era verdaderamente un consumado maestro, le había dado unas superioridades que iban más allá del virtuosismo del ejecutante. Una vez que yo le expresaba mi deseo de trabajar: «Trabaje, hágase ilustre», me dijo. «¿De quién es eso?», le pregunté. «De Fontanes a Chateaubriand». También conocía una correspondencia amorosa de Napoleón. Bien, pensé yo, es culto. Pero esa frase que había leído no sé dónde, era sin duda la única que conociese de toda la literatura antigua y moderna, porque me la repetía cada noche. Otra que me repetía mucho más para impedirme que dijera algo suyo a nadie, era esta que creía igualmente literaria, que apenas es francesa y por lo menos no ofrece ningún sentido, salvo quizás para un sirviente fisgón: «Desconfiemos de los desconfiados». En el fondo, yendo desde esa estúpida máxima hasta la frase de Fontanes a Chateaubriand, se hubiese recorrido toda una parte, variada, pero menos contradictoria de lo que parece, del carácter de Morel. Ese mozo que por poco dinero que encontrase en ello, hubiese hecho cualquier cosa y sin remordimientos —quizás sin una extraña contradicción, yendo hasta la sobreexcitación nerviosa, pero a la que le sentaría mal el nombre de remordimiento—; que hubiese, si ello le produjese interés, hundido en el pesar, hasta en el luto, a familias enteras; ese mozo que colocaba al dinero sobre todas las cosas; y sin hablar de bondad por encima de los sentimientos más naturales de humanidad, ese mismo mozo colocaba sin embargo más allá del dinero, su diploma de primer premio del Conservatorio y que no se hiciera ningún comentario desfavorable acerca de él, en la clase de flauta o de contrapunto. Por eso sus más grandes cóleras, sus más sombríos y más injustificables ataques de mal humor provenían de lo que llamaba (generalizando sin duda algunos casos particulares en que había encontrado malevolentes) la astucia universal. Se alababa de escapar a ella, no hablando nunca de nadie, ocultando su juego, desconfiando de todos. (Para mi desgracia, debido a lo que resultaría de ello, luego de mi regreso a París, su desconfianza no había «funcionado» con respecto al conductor de Balbec, en quien sin duda había reconocido a un semejante, es decir, contrariamente a su máxima, un desconfiado en la buena significación de la palabra, un desconfiado que calla obstinadamente delante de la gente honrada y enseguida entabla relaciones con un crápula). Le parecía —y no era del todo falso— que esa desconfianza le permitiría sacar siempre los naipes del juego y resbalar, inasible, a través de las más peligrosas aventuras y sin que se pudiese, no ya probar sino adelantar nada en su contra, en el establecimiento de la calle Bergére. Trabajaría, se haría ilustre, sería quizás algún día, con una respetabilidad intacta, maestro del jurado de violín, en los concursos de ese prestigioso Conservatorio.
Pero es quizás una lógica excesiva para el cerebro de Morel hacer que las contradicciones se originen unas en otras. En realidad, su naturaleza era como un papel en el cual se han hecho tantos dobleces en todos sentidos que resulta imposible orientarse. Parecía tener principios bastante elevados y con una letra magnífica deslucida por los más groseros errores de ortografía, se pasaba horas escribiéndole a su hermano que había obrado mal con sus hermanas, que era el mayor y su sostén y a sus hermanas que habían cometido una inconveniencia con él.
Muy pronto, al terminar el estío, cuando uno descendía del tren de Doville, el sol mitigado por la bruma, en el cielo uniformemente malva, no era ya sino una masa roja. A la paz enorme que desciende de noche sobre esos prados tupidos y salinos y que había aconsejado a muchos pintores, la mayoría parisienses, ir a veranear a Doville, se agregaba una humedad que los hacía volver temprano a los pequeños chalets. En muchos de estos ya estaba encendida la lámpara. Únicamente algunas vacas quedaban afuera mirando al mar y mugiendo, mientras que otras que se interesaban más por la humanidad, volvían su atención hacia nuestros coches. Únicamente un pintor que había armado su caballete sobre un delgado promontorio, trabajaba, tratando de traducir esa calma enorme, esa luz apaciguada. Quizás las vacas le servirían inconsciente y benévolamente de modelos, porque su aspecto contemplativo y su presencia solitaria cuando han regresado los seres humanos, contribuían a su modo a la poderosa sensación de descanso que se desprende de la noche. Y algunas semanas más tarde no fue menos agradable la trasposición cuando al avanzar el otoño, los días se acortaron del todo y hubo que hacer ese viaje de noche. Si se daba una vuelta por la tarde, había que volver a lo sumo a las cinco para vestirse, ya que ahora el sol redondo y rojo, había descendido en medio del espejo oblicuo, antes odiado y como un fuego griego incendiaba el mar en los cristales de todas mis bibliotecas. Algún gesto encantador había despertado el yo, despierto y frívolo que era el mío cuando iba a cenar en Rivebelle con Saint-Loup y la noche en que creí llevar a la señorita de Stermaria a cenar a la isla del bosque, tarareaba inconscientemente la misma tonada de entonces; y sólo al advertir que en la canción reconocía al cantor intermitente, que en efecto no sabía otra cosa. La primera vez que la había cantado, empezaba a quererla a Albertina pero creí no conocerla nunca. Más tarde en París, fue cuando había dejado de quererla y algunos días después de haberla poseído por primera vez. Ahora era al amarla de nuevo y en momentos de ir a cenar con ella, con gran desesperación del director, que creía que yo acabaría por habitar la Raspeliére y dejaría su hotel, y que aseguraba haber oído decir que por ahí reinaban unas fiebres que se debían a los pantanos del Bec y sus aguas dormidas. Me hacía feliz esa multiplicidad que le veía a mi vida desplegada así en tres planos; y luego cuando uno se hace, por un instante, un hombre antiguo, es decir, distinto al que se es desde hace tiempo, la sensibilidad que ya no está amortiguada por la costumbre recibe impresiones tan agudas de los menores choques, que palidece todo lo que ha existido antes y a lo que nos adherimos con la transitoria exaltación del ebrio debido a su intensidad. Ya era de noche cuando subimos al ómnibus o al coche que iba a llevarnos a la estación para tomar el trencito. Y en el hall nos decía el presidente primero: «¡Ah!, van ustedes a la Raspeliére. Rediez, tiene bastante frescura la señora de Verdurin, ¡hacerlos viajar en ferrocarril una hora y de noche, solamente para comer! Y después vuelta a empezar el trayecto a las diez de la noche con un viento de todos los diablos. Bien se ve que no tienen ustedes nada que hacer», —agregó, frotándose las manos—. Sin duda hablaba así por el descontento de no haber sido invitado y también debido a la satisfacción que los hombres «ocupados» —aunque sea en el trabajo más tonto— tienen de «no tener tiempo» para hacer lo mismo que uno.
En verdad es legítimo que el hombre que redacta informes, alinea cifras, contesta cartas de negocios y sigue los cursos de la bolsa, experimente cuando le dice a uno jactanciosamente: «Está bueno para usted que no tiene nada que hacer», un agradable sentimiento de superioridad. Pero esta se afirmaría con tanto desdén y más quizás (porque también el hombre ocupado come fuera de su casa) si la diversión de uno fuera escribir Hamlet o sólo leerlo. En lo que los hombres ocupados carecen de reflexión. Porque debían pensar que la cultura desinteresada, que les parece un cómico pasatiempo de ociosos, cuando la sorprenden en momentos en que se la practica, es la misma que en su propio oficio coloca fuera de línea a hombres que quizás no sean mejores magistrados o administradores que ellos, pero ante cuyo rápido progreso se inclinan diciendo: «Parece que es un hombre muy culto, un individuo sumamente distinguido».
Pero de lo que no se daba cuenta el presidente primero era que lo que me gustaba en esas comidas de la Raspeliére es que, como lo decía con razón aunque por crítica, «representaban un verdadero viaje», un viaje cuyo encanto me parecía tanto más acentuado que su meta no era él por sí mismo, que en él no se buscaba ningún placer ya que este estaba en la reunión a la que nos dirigíamos y que no dejaba de modificarse mucho por toda la atmósfera que lo rodeaba. Ya era de noche, ahora cuando cambiaba el calor del hotel —del hotel convertido en mi hogar— por el vagón al que subíamos con Albertina y en el que el reflejo de la linterna sobre el cristal, indicaba en ciertas paradas del pequeño tren impulsivo, que habíamos llegado a una estación. Para no arriesgarnos a que Cottard no nos viera y cuando no oía gritar el nombre de la estación, yo abría la portezuela, pero lo que se precipitaba en el vagón no eran los fieles, sino el viento, la lluvia y el frío. En la oscuridad distinguía yo el campo, oía el mar, estábamos en pleno campo. Antes de reunirnos con el pequeño núcleo, Albertina se miraba en un espejito, extraído de un neceser de oro que llevaba consigo. En efecto, las primeras veces, la señora de Verdurin la hizo subir a su cuarto de baño para que se arreglase antes de la comida, y yo, en medio de la profunda calma en que vivía desde tiempo atrás, había experimentado un pequeño movimiento de inquietud y de celos al verme obligado a dejarla a Albertina al pie de la escalera y me había sentido tan ansioso mientras estaba solo en el salón, en medio del pequeño clan, preguntándome lo que haría arriba mi amiga, que al día siguiente, encargué por telegrama a Cartier, después de haberle pedido opiniones al señor de Charlus acerca de lo más elegante que se llevaba, un neceser que era la alegría de Albertina y también la mía. Para mí era una prenda de calma y también de la solicitud de mí amiga. Porque había adivinado seguramente que no me gustaba que se quedara sola en casa de la señora de Verdurin y se las arreglaba para efectuar en el vagón todo el tocado previo a la comida.
En el número de los asiduos de la señora de Verdurin y el más fiel de todos, contaba ahora desde hacía varios meses, el señor de Charlus. Regularmente, tres veces por semana, los pasajeros que esperaban en las salas de espera o en el andén de Doncières-Oeste, veían pasar a ese hombre grueso, de cabellos grises, bigotes negros y labios enrojecidos por un colorete que se distingue menos al terminar la estación que en el verano, en que la plena luz lo hacía más crudo y el calor lo licuaba a medias. Mientras se dirigía hacia el trencito no podía dejar (sólo por costumbre de entendido, ya que ahora tenía un sentimiento que lo hacía casto o por lo menos, fiel la mayor parte del tiempo) de echar una mirada furtiva y a la vez inquisitiva y timorata sobre los mozos de cordel, los militares, los jóvenes en traje de tenis, después de lo cual bajaba los párpados sobre sus ojos casi cerrados con la unción de un eclesiástico que rezara el rosario o con la reserva de una esposa consagrada a su único amor o de una muchacha bien educada. Los fieles estaban tanto más convencidos de que no los había visto, cuanto que subía a un compartimiento que no era el de ellos (como lo hacía a menudo la princesa Sherbatoff) como hombre que no sabe si la gente se alegrará o no de que los vean con él y que lo deja a uno en libertad de ir a buscarlo si se le da la gana. El doctor no había sentido esas ganas las primeras veces y quiso que lo dejáramos solo en su compartimiento. Disimulando con elegancia su carácter vacilante desde que ocupaba una posición médica importante, dijo sonriendo, echándose para atrás y mirando a Ski, por encima de los anteojos, con malicia o para sorprender oblicuamente las opiniones de los compañeros. «Ustedes comprenden, si fuera soltero, pero por mi mujer, no sé si puedo permitir que viaje con nosotros, después de lo que me han dicho», susurró el doctor. «¿Qué dices?», preguntó la señora de Cottard. «Nada, eso no te concierne; no es para mujeres», contestó guiñando el ojo el médico, con una satisfacción majestuosa de sí mimo, que participaba de la expresión de matarlas callando que conservaba frente a sus alumnos y enfermos y la inquietud que acompañaba sus rasgos de ingenio, antaño en casa de los Verdurin, y siguió hablando en voz baja. La señora de Cottard no distinguió otras palabras que «la cofradía» y «charlita» y como en el vocabulario del médico la primera designaba a la raza judía y la segunda a una persona charlatana la señora de Cottard llegó a la conclusión de que el señor de Charlus debía ser un israelita charlatán. No comprendió que se mantuviese apartado al barón por eso; le pareció que formaba parte de su deber de clan exigir que no lo dejasen solo y nos dirigimos todos hacia el compartimiento del señor de Charlus, guiados por Cottard siempre perplejo. Desde el rincón en que leía un volumen de Balzac el señor de Charlus advirtió esa vacilación; no había levantado los ojos sin embargo. Pero así como los sordomudos reconocen una corriente de aire imperceptible para los demás, si alguien se coloca detrás de ellos, tenía, para sentirse avisado de la frialdad a su respecto una verdadera hiperacucia sensorial. Esta, como acostumbra hacerlo en todos los dominios, le había engendrado al señor de Charlus algunas dolencias imaginarias. Como esos neurópatas que al sentir un ligero frescor deducen que debe haber una ventana abierta en el piso de arriba, se ponen furiosos y empiezan a estornudar, lo mismo el señor de Charlus, si una persona demostraba preocupación delante de él, suponía que a esa persona le habrían llevado algún chisme. Pero ni siquiera hacía falta parecer distraído, o sombrío o divertido; él lo inventaba todo. En cambio la cordialidad le ocultaba fácilmente las malevolencias que no conocía. Al adivinar por primera vez la vacilación de Cottard con gran asombro de los fieles que no creían que ya los había visto el lector de los párpados caídos, les extendió la mano cuando estuvieron a una conveniente distancia, pero se contentó con una inclinación de su cuerpo enderezado de nuevo y vivamente para Cottard, sin tomar con su mano enguantada de gamuza la mano que le ofrecía el médico. «Hemos tenido mucho interés en hacer el camino con usted, señor, y no dejarlo así, solo en su rincón. Es un gran placer para nosotros», —dijo bondadosamente la señora de Cottard al barón—. «Muy honrado, —declamó el barón inclinándose fríamente—. Me alegró mucho saber que había elegido usted esta región para fijar sus taber…». Iba a decir tabernáculos, pero esa palabra le pareció hebrea y descortés para un judío que podría suponerle una intención. Por eso se contuvo para elegir otra de sus expresiones familiares, es decir, una expresión solemne, «que quería decir para fijar sus penates» (es verdad que esas divinidades no pertenecen tampoco a la religión cristiana pero son propias de una religión que ha muerto desde hace tanto tiempo que no tiene adeptos, que uno pueda temer que se resientan). «Nosotros, desgraciadamente, con la vuelta a las clases y el servicio hospitalario del doctor, no podemos constituir nunca domicilio por mucho tiempo en un mismo lugar». Y señalándole una caja: «Vea usted, como nosotras las mujeres somos menos felices que el sexo fuerte, para ir tan cerca como a la casa de nuestros amigos Verdurin, nos vemos obligadas a llevar toda una gama de impedimentos». Yo, mientras tanto, miraba el volumen de Balzac del barón. No era un ejemplar en rústica, comprado al azar como el volumen de Bergotte que me había prestado el primer año.
Era un libro de su biblioteca y como tal llevaba la divisa: «Pertenezco al barón de Charlus», a la que dejaban lugar a veces para indicar la afición estudiosa de los Guermantes: «In proeliis non semper» y otra más: «Non sine labore». Pero pronto las veremos reemplazadas por otras, para tratar de complacer a Morel. La señora de Cottard, al cabo de un instante eligió un tema que le pareció más personal al barón. «No sé si usted opina como yo, señor —le dijo al cabo de un instante—, pero tengo una gran amplitud de ideas y para mí, con tal que se practiquen sinceramente, todas las religiones son buenas. No soy como esa gente para quienes la vista de un… protestante pone rabiosos». «Me enseñaron que la mía era la verdadera», contestó el señor de Charlus. «Es un fanático, pensó la señora de Cottard; Swann, salvo al final, era más tolerante; verdad que era convertido». Y al contrario, el barón no solamente era cristiano como se sabe, sino hasta piadoso a la manera de la edad media. Para él, como para los escultores del siglo XIII, la Iglesia cristiana estaba, en el sentido vivo de la palabra, poblada por una multitud de seres que se creían perfectamente reales; profetas, apóstoles, ángeles, personajes santos de toda índole, que rodeaban al Verbo encarnado, su madre y su esposo, el Padre Eterno, todos los mártires y doctores, como su pueblo en alto relieve, cada cual se apresura en el pórtico o llena la nave de las catedrales. Entre todos ellos el señor de Charlus había elegido como patronos intermediarios a los arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, con quienes tenía frecuentes coloquios para que comunicasen sus plegarias al Padre Eterno frente a cuyo trono están. Por eso me divirtió mucho el error de la señora de Cottard.
Para dejar el terreno religioso, digamos que el doctor, llegado a París con el magro equipaje de los consejos de una madre campesina y absorbido luego por los estudios casi exclusivamente materiales, de los que quieren llevar más lejos su carrera médica y se ven obligados a consagrarse durante muchos años, nunca se había cultivado, había adquirido más autoridad pero no más experiencia y tomó al pie de la letra esa palabra «honrado» que a la vez lo satisfizo porque era vanidoso y lo afligió porque era buen muchacho. «Ese pobre Charlus —le dijo por la noche a su mujer— me causó lástima cuando me dijo que se sentía honrado de viajar con nosotros. Pobre diablo, se advierte que no tiene relaciones y que se humilla».
Pero muy pronto, sin necesidad de ser conducidos por la caritativa señora de Cottard los fieles consiguieron dominar la molestia que habían experimentado todos, quien más quien menos al principio al lado del señor de Charlus. Sin duda en su presencia conservaban todos en la memoria el recuerdo de las revelaciones de Ski y la idea de la singularidad sexual que estaba incluida en su compañero de viaje. Pero esta misma singularidad ejercía sobre ellos una suerte de atractivo. Le confería para ellos, a la conversación del barón, por otra parte notable pero en aspectos que no podían apreciar, un sabor que convertía a la conversación más interesante, incluso a la de Brichot, en algo insípido. Desde un principio, por otra parte, se habían complacido en reconocer que era inteligente. «El genio quizás vecino de la locura», dictaminaba el médico y si la princesa ávida de instruirse insistía, no decía nada más, ya que ese axioma era lo único que sabía acerca del genio y no le parecía, además, tan comprobado como lo que se refería a la tifoidea o al artritismo. Y como se había hecho soberbio y seguía mal educado: «Nada de preguntas, princesa, no me interrogue, he venido al mar para mi descanso. Y luego, que usted no me comprendería; no sabe medicina». Y la princesa se callaba disculpándose, pareciéndole que Cottard era un hombre encantador y comprendiendo que las celebridades no siempre son abordables. En ese período primero habían terminado por suponer inteligente al señor de Charlus, a pesar de su vicio (lo que generalmente así se llama). Ahora, sin darse cuenta, era por ese vicio que lo suponían más inteligente que los demás. Las más sencillas máximas que, diestramente provocado por el universitario o el escultor, enunciaba el señor de Charlus acerca del amor, los celos, la belleza, a causa de la experiencia singular, secreta, refinada y monstruosa en que las había hallado, tomaban para los fieles ese encanto de lo desarraigado, que una psicología análoga a lo que nos ofreció siempre nuestra literatura dramática, reviste en una pieza rusa o japonesa interpretada por artistas de esos países. Se arriesgaba aún, cuando él no lo oía, un mal retruécano: «Oh —susurraba el escultor al ver a un empleado joven con largas pestañas de bayadera—, si el barón se pone a guiñarlo al inspector, no llegaremos nunca, el tren marchará retrocediendo. Miren cómo lo está mirando, ya no estamos en un trencito sino en un funicular». Pero en el fondo, si no venía el señor de Charlus, los desilusionaba casi viajar entre gente como todos y no tener al lado a ese personaje pintarrajeado, panzón y cerrado, parecido a alguna caja de origen exótico y sospechoso que deja escapar el curioso perfume de unas frutas para los que os causaría náuseas la sola idea de probarlas. Desde ese punto de vista, los fieles del sexo masculino tenían satisfacciones más vivas, en el corto tramo del trayecto entre Saint-Martin-du-Chéne, en donde subía el señor de Charlus, y Doncières, estación en que se nos reunía Morel. Porque mientras no estaba el violinista (y si las damas y Albertina formaban corro aparte para no interrumpir la conversación y se mantenían alejadas) el señor de Charlus no se molestaba para no aparentar rehuir algunos temas y hablar de lo que se ha «convenido en llamar las malas costumbres». Albertina no podía molestarlo por prerrogativa de muchacha que estaba siempre con las señoras para que su presencia no restrinja la libertad de la conversación. Y yo soportaba fácilmente no tenerla a mi lado, a condición sin embargo de que se quedara en el mismo vagón. Porque yo, que ya no experimentaba celos, ni amor por ella, no pensaba en lo que hacía mientras no la veía; en cambio, cuando estaba ahí, un simple tabique que en rigor pudiera disimular una traición me resultaba insoportable y si se iba con las señoras al compartimiento próximo, al cabo de un instante sin poder continuar en el sitio, a riesgo de molestar al que hablaba, Brichot, Cottard o Charlus, a quien no podía explicar el motivo de mi fuga, me levantaba, los dejaba plantados y pasaba al lado para ver si no sucedía nada anormal. Y hasta Doncières, sin temor de chocar, el señor de Charlus hablaba a veces con mucha crudeza de unas costumbres que por su cuenta no le parecían ni buenas ni malas. Lo hacía por habilidad, para indicar su amplitud de espíritu, convencido como lo estaba de que las suyas no despertaban ninguna sospecha en el espíritu de los fieles. Suponía que había en el universo algunas personas que según una expresión que más tarde se le hizo familiar, «sabían que era él». Pero suponía que esas personas no eran más de tres o cuatro y que en la costa normanda no había ninguna.
Puede asombrar esa ilusión por parte de alguien tan fino y tan inquieto. Aun para los que creía más o menos informados, se jactaba de que no lo fueran sino vagamente y pretendía, según les dijese tal o cual cosa, colocar a tal o cual persona fuera de las suposiciones de un interlocutor que por cortesía aparentaba aceptar sus palabras. Aunque sospechara lo que podía saber o sospechar de él, suponía que esa opinión, que creía por mi parte mucho más antigua de lo que era en realidad, era generalizada y que para que lo creyeran le bastaba negar tal o cual detalle, siendo así que por el contrario, si el conocimiento del conjunto es anterior siempre al de los detalles, facilita infinitamente su investigación y una vez destruido el poder de invisibilidad, ya no le permite ocultar lo que quiera al simulador. En verdad, cuando el señor de Charlus, invitado a comer por tal o cual fiel o amigo de los fieles, daba los más complicados rodeos para traer en medio del nombre de diez personas que citaba, el de Morel, no sospechaba en lo más mínimo que a los motivos siempre distintos que daba del placer o la comodidad que le podría ocasionar ser invitado con él esa noche, sus huéspedes pareciendo creerlo perfectamente sustituían uno solo, siempre el mismo, que él creía ignorado por ellos, es decir que lo amaba. En la misma forma, la señora de Verdurin, que parecía aceptar siempre los motivos semiartísticos, semihumanitarios que le daba el señor de Charlus acerca de su interés por Morel, no dejaba de agradecer con emoción al barón, por la bondad conmovedora, según ella, que había tenido para con el violinista. Y cuál hubiera sido el asombro del señor de Charlus si un día que él y Morel estaban atrasados y no llegaban por tren, hubiera oído que la Patrona decía: «Sólo nos faltan las señoritas». El barón estaría tanto más sorprendido cuanto que al no moverse casi de la Raspeliére, hacía de capellán, abate del repertorio y a veces (cuando Morel tenía 48 horas de licencia) dormía dos noches seguidas. La señora de Verdurin les daba entonces dos cuartos comunicantes y para ponerlos cómodos decía: «Si desean hacer música, no se molesten, las paredes son como las de una fortaleza, no hay nadie en el piso de ustedes y mi marido duerme con un sueño de plomo». Esos días, el señor de Charlus relevaba a la princesa yendo a buscar a los recién llegados a la estación, disculpaba a la señora de Verdurin por no haber ido, a causa de un estado de salud que describía tan bien, que los invitados entraban con cara de circunstancias y lanzaban un grito de asombro al encontrar a la Patrona, dispuesta y de pie, con vestido semiescotado.
Porque momentáneamente el señor de Charlus se había hecho uno de los fieles más fieles para la señora de Verdurin, una segunda princesa de Sherbatoff. Ella estaba mucho menos segura de su situación social que la de la princesa, creyendo que si esta no quería ver a nadie más que al pequeño núcleo, era por desprecio de los demás y predilección por él. Como esa ficción era precisamente lo propio de los Verdurin, que calificaban como aburridos a todos los que no podían frecuentar, es increíble que la Patrona pudiese creer que la princesa era un alma de acero que odiaba lo elegante. Pero no cedía y estaba convencida de que también la gran señora no frecuentaba a los aburridos sinceramente y por afición de intelectualidad. Por otra parte, su número disminuía para los Verdurin. La vida de playa le quitaba a una presentación las consecuencias de porvenir que se pudiese temer en París. Hombres brillantes que habían ido sin su mujer a Balbec, lo que facilitaba todo en la Raspeliére, tomaban iniciativas y de aburridos se convertían en exquisitos. Este fue el caso del príncipe de Guermantes, que la ausencia de la princesa no hubiera decidido a ir, sin embargo como «soltero» a casa de los Verdurin, si el imán del dreyfusismo no hubiese sido tan poderoso que le hiciera subir de un solo impulso las cuestas que conducen a la Raspeliére, desgraciadamente un día que había salido la Patrona. Por otra parte la señora de Verdurin no estaba convencida de que él y el señor de Charlus perteneciesen al mismo mundo. El barón había dicho, sí, que el duque de Guermantes era su hermano, pero esa era quizás la mentira de un aventurero. Tan elegante se mostrara, tan amable, tan «fiel» hacia los Verdurin, que la Patrona vacilaba casi en invitarlo con el príncipe de Guermantes. Consultó con Ski y Brichot. «¿El barón y el príncipe de Guermantes van bien?». «Dios mío, señora, creo poder decirle que sí en cuanto a uno de los dos». «¿Pero qué me importa uno de los dos? ¿Le pregunto si marchan juntos?». «Ah, señora, esas son cosas difíciles de saber». La señora de Verdurin no ponía en ello ninguna picardía. Estaba convencida de las costumbres del barón pero no pensaba en ello para nada cuando se expresaba en esa forma; sólo quería saber si se podían invitar juntos al príncipe y al señor de Charlus y si eso andaría bien. No ponía ninguna intención malevolente en el empleo de esas expresiones hechas y que favorecen «los pequeños clanes» artísticos. Para adornarse con el señor de Guermantes quería llevarlo la tarde que seguiría al almuerzo, a una fiesta de caridad, en la que unos marinos de la costa figurarían una partida. Pero como no tenía tiempo de ocuparse de todo delegó sus funciones en el fiel de los fieles: en el barón. «Usted comprende, no tienen que quedarse inmóviles como unas ostras; tienen que ir y venir, que se vea el zafarrancho, ignoro el nombre de todo eso. Pero usted, que va tan a menudo al puerto del Balbec-Plage, podría hacer un ensayo sin cansarse. Señor de Charlus, usted debe ser más entendido que yo en hacer andar a unos marineritos. Pero después de todo, nos tomamos bastante trabajo por el señor de Guermantes. Quizás sea un imbécil del Jockey. ¡Oh, Dios mío! Estoy hablando mal del Jockey y creo recordar que usted es socio. ¿Eh?, barón, ¿no me contesta usted? ¿Es socio? ¿No quiere salir con nosotros? Mire, aquí hay un libro que he recibido, supongo que le interesará. Es de Roujon. El título es lindo: “Entre los hombres”».
Por mi parte, me hacía tanto más feliz que el señor de Charlus sustituyese bastante a menudo a la princesa Sherbatoff cuanto que estaba en malas relaciones con esta, por un motivo a un tiempo insignificante y profundo. Un día que estaba en el trencito, colmando de atenciones como siempre a la princesa Sherbatoff, vi subir a la señora de Villeparisis. En efecto, había ido a pasar algunas semanas a casa de la princesa de Luxembourg, pero encadenado a esa diaria necesidad de verla a Albertina, nunca había contestado las multiplicadas invitaciones dé la marquesa y su real huésped. Tuve remordimientos al ver la amiga de mi abuela y por puro deber (sin abandonar a la princesa Sherbatoff) conversé bastante tiempo con ella. Ignoraba por otra parte absolutamente que la señora de Villeparisis supiese quién era mi vecina y no quería conocerla. En la estación siguiente, la señora de Villeparisis dejó el vagón y llegué a reprocharme no haberla ayudado a bajar; fui a sentarme al lado de la princesa. Pero hubiese parecido —cataclismo frecuente en las personas cuya situación es poco estable y que temen que uno haya oído hablar mal de ellas y las menosprecie— que se efectuara un cambio visible. Sumergida en su Revista de Ambos Mundos, la señora de Sherbatoff contestó apenas sin despegar los labios mis preguntas y acabó por decirme que le provocaba jaqueca. No comprendía cuál era mi crimen. Cuando saludé a la princesa, no iluminó su rostro la sonrisa habitual y un saludo seco bajó su barbilla; ni me alargó la mano y no volvió a hablarme nunca desde entonces. Pero debió hablar —para decir no sé qué— a los Verdurin; porque en cuanto les preguntaba a estos si no procedería bien al hacerle una cortesía a la princesa Sherbatoff todos se precipitaban en coro: «No, no, no. Sobre todo, no le gustan las amabilidades». No lo hacían para disgustarme con ella pero había conseguido hacer creer que era insensible a los halagos: un alma inaccesible a las vanidades de este mundo. Hay que haber visto al hombre político reputado más Integro, más intransigente, más inabordable desde que está en el poder, hay que haberlo visto mendigar tímidamente en tiempos de su desgracia, con una brillante sonrisa de enamorado, el altivo saludo de un periodista cualquiera; hay que haber visto el súbito erguirse de Cottard (que sus nuevos pacientes tomaban por una barra de hierro) y saber con qué despechos amorosos, con qué fracasos de snobismo, estaban hechas la aparente altivez, el antiesnobismo universalmente aceptado de la princesa Sherbatoff, para comprender que en la humanidad la regla —que acarrea excepciones, es natural— es que los duros son débiles rechazados y que los fuertes, sin preocuparse que los quieran o no, son los únicos que tienen esa dulzura que el vulgo supone debilidad.
Por otra parte, no debo juzgar severamente a la princesa Sherbatoff. ¡Es tan frecuente su caso! Un día en el entierro de Guermantes, un hombre notable colocado a mi lado me señaló un caballero esbelto y provisto de una hermosa cara. «Entre todos los Guermantes —me dijo mi vecino—, es el más inaudito, el más singular. Es el hermano del duque». Le contesté imprudentemente que se equivocaba, que ese señor, sin ningún parentesco con los Guermantes, se llamaba Journier-Sarlovéze. El hombre notable me volvió la espalda y no me saludó desde entonces.
Un gran músico, miembro del Instituto, alto dignatario oficial y que conocía Ski, pasó por Harambouville, donde tenía una sobrina, y asistió a un miércoles de los Verdurin. El señor de Charlus fue particularmente amable con él (a pedido de Morel) y sobre todo para que al regreso a París le permitiese el académico asistir a diferentes sesiones privadas, ensayos, etc., donde tocaba el violinista. El académico, halagado y por otra parte, hombre encantador, prometió y cumplió su promesa. El barón quedó muy conmovido por todas las amabilidades que ese personaje (por otra parte en lo que se refería a él, le gustaban única y profundamente las mujeres) tuviera para con él, de todas las facilidades que le procuró para ver a Morel en lugares oficiales donde no entraban los profanos; de todas las oportunidades dadas por el célebre artista al joven virtuoso para lucirse, hacerse conocer, nombrándolo, de preferencia a otros, a igualdad de talentos, para audiciones que debían tener un eco particular. Pero el señor de Charlus no sospechaba que le debía tanta más gratitud al maestro porque este, doblemente meritorio o si se quiere dos veces culpable, no ignoraba nada de las relaciones entre el violinista y su noble protector. Las favoreció, en verdad, sin ninguna simpatía por ellas, sin poder comprender otro amor que el de la mujer que había inspirado toda su música, pero por indiferencia moral, complacencia y servicialidad profesionales, amabilidad mundana y snobismo. En cuanto a dudas sobre el carácter de esas relaciones, tenía tan pocas, que desde la primera comida en la Raspeliére, le había preguntado a Ski, al hablar del señor de Charlus y de Morel, como lo hubiese hecho de un hombre y su querida: «¿Hace tiempo que andan juntos?». Pero demasiado hombre de mundo para dejarles traslucir nada a los interesados, dispuesto a reprimir cualquier chisme entre los compañeros de Morel y a decirle paternalmente a Morel para tranquilizarlo: «Hoy dicen eso de cualquiera», no cesó de colmar de gentilezas al barón, que a este le parecieron encantadoras pero naturales, incapaz de suponer que el ilustre maestro tuviese tanto vicio o tanta virtud. Porque nadie tenía el alma tan baja para repetirle las palabras que se decían en ausencia del señor de Charlus, ni los «parecidos» sobre Morel. Y sin embargo, esta sencilla situación basta para demostrar que aun algo tan universalmente desacreditado, que no hallaría defensor en ninguna parte: el «rumor», también tiene su valor psicológico, ya sea que nos tenga a nosotros mismos por objeto y se nos haga así particularmente desagradable, ya sea que nos enseñe algo que ignorábamos de un tercero. Impide al espíritu adormecerse sobre el aspecto ficticio que tiene de lo que cree las cosas y que no es más que su apariencia. Las da vueltas con la mágica destreza de un filósofo idealista, y nos presenta rápidamente un ángulo insospechado al reverso del paño. El señor de Charlus pudo haber imaginado estas palabras dichas por una tierna parienta: «¿Cómo quieres que Memé esté enamorado de mí, te olvidas que soy mujer?». Y sin embargo, tenía un verdadero afecto profundo por el señor de Charlus. ¿Cómo extrañarse entonces de que entre los Verdurin, acerca de cuyo afecto y cuya bondad no tenía ningún derecho a contar lo que decían de él? (y no fueron solamente palabras, ya lo veremos) fuesen tan distintos de lo que se los imaginaba, es decir del simple reflejo de las que oía cuando estaba presente. Sólo esas adornaban con inscripciones afectuosas el pequeño pabellón ideal adonde a veces iba el señor de Charlus a soñar, solo, cuando introducía por un instante su imaginación en la idea que tenían de él los Verdurin. La atmósfera era tan simpática tan cordial, tan reconfortante el descanso, que cuando el señor de Charlus había ido, antes de dormir, a descansar un poco de sus preocupaciones, nunca salía sin una sonrisa. Pero ese pabellón es doble para cada uno de nosotros: frente al que creemos único, está el otro que nos es habitualmente invisible, el verdadero, simétrico con el que conocemos, pero muy distinto y cuya decoración, en la que nada reconoceríamos de lo que esperábamos ver, nos espantaría como si fuera hecha con los odiosos símbolos de una insospechada hostilidad. ¡Qué estupor para el señor de Charlus, si hubiese entrado a uno de esos pabellones adversos, gracias a algún chisme, como por una de esas escaleras de servicio en que a la puerta de los departamentos hay graffitti obscenos abocetados por proveedores descontentos o sirvientes despedidos! Pero en tanto carecemos de ese sentido de la orientación de que están dotados algunos pájaros, no tenemos el sentido de la visibilidad ni el de las distancias, imaginándonos muy cercana la atención interesada de gente que por el contrario nunca piensa en nosotros y no sospechan que durante ese tiempo somos la única preocupación de otros. Así vivía engañado el señor de Charlus, como el pescado que cree que el agua donde nada está más allá del vidrio de su acuario que le presenta el reflejo, mientras que no ve a su lado, en la sombra, al paseante entretenido que sigue sus movimientos o al piscicultor todopoderoso que en el momento imprevisto y fatal, diferido en ese momento con respecto al barón (para quien el París, el piscicultor será la señora de Verdurin) lo sacará sin compasión del medio en que le gustaba vivir para arrojarlo en otro. A lo sumo, los pueblos, mientras no son otra cosa que colecciones de individuos, pueden ofrecer ejemplos más vastos pero idénticos en cada una de sus partes, de esa ceguera profunda, obstinada y desconcertante. Hasta entonces, si era causa de que el señor de Charlus profiriese en el pequeño clan palabras de una inútil habilidad o una audacia que hacía sonreír a hurtadillas, no debía haber tenido para él ni debía tener graves inconvenientes en Balbec. Un poco de albúmina, azúcar o arritmia cardiaca no impide que la vida siga normalmente, para quien no lo advierte, ya que sólo el médico ve en ello la profecía de catástrofes. Actualmente la afición platónica o no del señor de Charlus por Morel sólo impelía al barón a decir de buenas ganas, en ausencia de Morel, que le parecía muy hermoso, pensando que se comprendería eso muy inocentemente y obrando en ello como un hombre agudo que llamado a deponer ante un tribunal no temerá entrar en detalles aparentemente desfavorables pero que por eso mismo tienen más naturalidad y menos vulgaridad que las protestas convencionales de un acusado teatral. Con la misma libertad, siempre entre Doncières-Oeste y Saint-Martin-du-Chêne —o lo contrario al regreso— el señor de Charlus hablaba a menudo de gente que según parece tienen muy extrañas costumbres y hasta agregaba: «Después de todo, digo extrañas y no sé por qué, porque eso no tiene nada de extraordinario», para señalarse a sí mismo qué cómodo estaba con su público. Y lo estaban efectivamente a condición de que él tuviese la iniciativa de las operaciones y que supiese que la tertulia estaba muda y sonriente, desarmada por la credulidad o la buena educación.
Cuando el señor de Charlus no hablaba de su admiración por la belleza de Morel, como si no tuviese ninguna relación con una afición —llamado vicio— se ocupaba de ese vicio como si no fuese de ningún modo el suyo. A veces ni siquiera vacilaba en llamarlo por su nombre. Y como después de haber mirado la hermosa encuadernación de su Balzac, le preguntaba qué prefería de la Comedia humana, me contestó dirigiendo su pensamiento a una idea fija: «Todo lo uno o todo lo otro las pequeñas miniaturas como El Cura de Tours o La Mujer Abandonada o los grandes frescos como la serie de las Ilusiones Perdidas. ¿Cómo? ¿No conoce las Ilusiones Perdidas? Es tan hermoso. El momento en que Carlos Herrera pregunta el nombre del castillo frente al cual pasa su calesa; es Rastignac, la vivienda del joven que antes amó. Y el abate cae en un ensueño que Swann llamaba, lo cual era muy ingenioso, la Tristeza de Olimpio de la pederastia. ¡Y la muerte de Luciano! No recuerdo ya qué hombre de buen gusto a quien le preguntaba qué acontecimiento lo había afligido más en su vida había tenido esta respuesta: “La muerte de Luciano de Rubempré en Esplendores y Miserias”». «Sé que Balzac se lleva mucho este año, como el pesimismo el año pasado interrumpió Brichot. Pero a riesgo de entristecer las almas en mal de deferencia balzaciana, sin pretender, Dios me condene, el papel de vigilante de la literatura y levantar sumario por faltas de gramática, le confieso que el copioso improvisador cuyas temibles lucubraciones me parece que está usted encareciendo singularmente siempre fue para mí un escriba insuficientemente minucioso. He leído esas Ilusiones Perdidas de que nos habla barón, torturándome para alcanzar un fervor de iniciado y le confieso con toda sencillez de alma, que esas novelas-folletines redactadas en pathos[75], en galimatías doble o triple (Esther feliz. Adónde llevan los malos caminos, Cuánto les cuesta el amor a los ancianos) siempre me hicieron el efecto de los misterios de Rocambole promovidos por favor inexplicable a la situación precaria de obras maestras». «Usted dice eso porque no conoce la vida», dijo el barón doblemente fastidiado porque advertía que Brichot no comprendía ni sus motivos de artista ni los otros. «Ya entiendo —contestó Brichot—; usted quiere decir, como Maese Francisco Rabelais, que soy abundantemente sorbonagre, sorbonícola y sorboniforme[76]. Sin embargo, tanto como a los compañeros me gusta que un libro me produzca sensación de sinceridad y de vida; no soy uno de esos intelectuales…». «El cuarto de hora de Rabelais, interrumpió el doctor Cottard, con una expresión ya no de duda, sino de ingeniosa seguridad. Quienes hacen voto de literatura siguiendo la regla de l’Abbaye-aux-Bois, en la obediencia del señor vizconde de Chateaubriand, gran maestre de lo ficticio, según la regla estricta de los humanistas. El señor vizconde de Chateaubriand…». «¿Chateaubriand con papas?», interrumpió el doctor Cottard. «Él es el patrón de la cofradía» continuó Brichot sin señalar la broma del doctor, quien, en cambio, alarmado por la frase del universitario, miró con inquietud al señor de Charlus. Brichot le había parecido carecer de tacto a Cottard, cuyo retruécano trajera una fina sonrisa a los labios de la princesa Sherbatoff. «Con el profesor, la ironía mordaz del perfecto escéptico nunca pierde sus derechos», dijo por amabilidad y para indicar, que la «frase» del médico no le había pasado inadvertida. «El sabio es forzosamente escéptico», contestó el doctor. «¿Qué sé yo?, γυωθι σεαυτου decía Sócrates. Es muy exacto; el exceso es un defecto para todo. Pero me pongo verde cuando pienso que eso bastó para que perdurara el nombre de Sócrates hasta nuestros días. ¿Qué hay en esa filosofía? En resumen, poca cosa. Cuando uno piensa que Charcot y otros han hecho trabajos mil veces más notables y que se apoyan por lo menos en algo, sobre la supresión del reflejo pupilar, como síndrome de la parálisis general, y que están casi olvidados. En suma, Sócrates no es nada extraordinario. Era gente que no tenía nada que hacer, y se pasaba todo el día paseando y discutiendo. Es como Jesús: “Amaos los unos a los otros”; muy bonito». «¡Amigo mío!», rogó la señora de Cottard. «Naturalmente, mi mujer protesta: son todas unas neuróticas». «Pero mi doctorcito: no soy neurótica», murmuró la señora de Cottard. «¿Cómo? ¿No es neurótica, y cuando su hijo está enfermo, presenta fenómenos de insomnio? Pero en fin, reconozco que Sócrates y lo demás son necesarios para una cultura superior y para tener talentos de exposición. Siempre les cito el γυωθι σεαυτου a mis discípulos para el primer curso. El padre Bouchard, que lo supo, me felicitó». «No es que exija la forma por la forma del mismo modo que no atesoraría en poesía la rima millonaria —repuso Brichot—. Pero sin embargo, la Comedia Humana —muy poco humana— es, por el contrario, una de esas obras en que el arte sobrepasa al fondo, como dice ese divertido canalla de Ovidio. Y puede permitirse preferir un sendero a media costa que conduce al curato de Meudon o a la Ermita de Ferney, a igual distancia del valle de los Lobos, donde René cumplía soberbiamente los deberes de un pontificado sin mansedumbre, y las Jardie, donde Honorato de Balzac, azuzado por los oficiales de justicia no dejaba de cacografiar para una polaca, como abnegado apóstol de la jerigonza». «Chateaubriand está mucho más vivo de lo que usted dice, y Balzac, a pesar de todo, es un gran escritor» —contestó el señor de Charlus, todavía demasiado impregnado por el gusto de Swann, para no sentirse irritado por Brichot—, y Balzac conoció hasta esas pasiones que todos ignoran o no estudian más que para escarnecerlas. Sin volver a hablar de las inmortales Ilusiones Perdidas, Sarrazine, La muchacha de los ajos de oro, Una pasión en el desierto y hasta la bastante enigmática Querida amarilla, vienen en apoyo de lo que digo. Cuando le hablaba a Swann de ese aspecto “fuera de la naturaleza” de Balzac, me decía: «Usted opina como Taine. No tenía el honor de conocer al señor Taine —agregó el señor de Charlus con esa costumbre irritante del “señor” inútil que tiene la gente de mundo, como si creyeran cuando llaman “señor” a un gran escritor, que le están haciendo un honor, suponen que conservan las distancias y hacen saber que no lo conocen—. No lo conocía al señor Taine; pero me sentía muy honrado de tener su misma opinión». Por otra parte, a pesar de esas ridículas costumbres sociales, el señor de Charlus era muy inteligente, y es probable que si algún antiguo casamiento produjera cierto parentesco entre su familia y la de Balzac, hubiese experimentado (no menos que Balzac, por otra parte) una satisfacción de la que no hubiera dejado de engreírse, sin embargo, como de una prueba de admirable condescendencia.
A veces, en la estación subsiguiente a Saint-Martín-du-Chéne, subían al tren algunos jóvenes. El señor de Charlus no podía dejar de mirarlos, pero como abreviaba y disimulaba la atención que les prestaba, parecía ocultar un secreto, más particular que el verdadero; parecía conocerlos lo dejaba aparentar a pesar de sí mismo después de haber aceptado su sacrificio, antes de volver con nosotros, como lo hacen esos niños a quienes como consecuencia de un disgusto entre sus padres les han prohibido saludar a sus compañeros, pero que al encontrarse no pueden privarse de levantar la cabeza, antes de caer bajo la férula de su preceptor.
Cuando al hablar de Balzac el señor de Charlus pronunciara una frase sacada del griego, luego de aludir a la Tristeza de Olimpio, en Esplendores y Miserias, Ski. Brichot y Cottard se habían mirado con una sonrisa quizás menos irónica que señalada por la satisfacción que experimentarían unos invitados que consiguieran hacer hablar a Dreyfus de su propio asunto o a la Emperatriz de su reinado. Calculaban llevarlo un poco a ese tema, pero ya estábamos en Doncières, donde se nos reunía Morel. Delante de él, el señor de Charlus vigilaba cuidadosamente su conversación, y cuando Ski quiso retrotraerlo al amor de Carlos Herrera por Luciano de Rubempré, el barón se puso misterioso y como contrariado, y finalmente, severo y justiciero (al ver que no le hacían caso), como un padre que oye decir indecencias delante de su hija. Como Ski había puesto cierto encarnizamiento en proseguir, el señor de Charlus, con los ojos fuera de las órbitas y levantando la voz dijo con un tono significativo y señalando a Albertina, que sin embargo, no podía oírnos, ocupada en conversar con la señora de Cottard y la princesa de Sherbatoff, y con el tono de doble sentido que toma alguien que quiere darle una lección a gente mal educada: «Creo que ya sería tiempo de hablar de cosas que puedan interesar a esa joven». Pero yo comprendí perfectamente que para él, la joven no era Albertina, sino Morel; demostró, por otra parte, más tarde, la exactitud de mi interpretación con las expresiones que utilizó al pedir que no se mantuviesen más esas conversaciones delante de Morel. «Usted sabe —me dijo al hablar del violinista—, que no es en lo más mínimo lo que podrían ustedes creer; es un muchacho muy honrado, que siempre ha seguido siendo juicioso y muy serio». Y uno advertía con esas palabras, que el señor de Charlus consideraba la inversión sexual, como un peligro tan amenazador para los jóvenes como la prostitución para las mujeres, y que si utilizaba el epíteto «serio» para Morel, era en el sentido que toma al serle aplicado a una obrerita. Entonces Brichot, para cambiar la conversación, me preguntó si pensaba quedarme mucho tiempo en Incarville. Por más que le hubiera hecho observar varias veces que habitaba Balbec y no Incarville, volvía a incurrir en su error, porque es con el nombre de Incarville o de Balbec-Incarville que designaba a esa parte del litoral. Cuando cierta señora del barrio de Saint-Germain quería hablar de la duquesa de Guermantes, me preguntaba siempre si hacía mucho que no había visto a Zenaida o a Oriana-Zenaida, por lo que yo no entendía en el primer momento. Posiblemente debió existir una parienta de la señora de Guermantes que como se llamaba Oriana conocieran por Oriana-Zenaida para evitar las confusiones. Quizás hubiese existido antes sólo una estación en Incarville y de ahí pudiera irse en coche a Balbec. «¿De qué hablaban, pues?», dijo Albertina, asombrada del tono solemne de padre de familia que acababa de usurpar el señor de Charlus. «De Balzac —se apresuró a contestar el barón—, y tiene usted esta noche precisamente el atuendo de la princesa de Cadignan, no el primero, el de la comida, sino el segundo». Este hallazgo provenía dé que para elegirle los vestidos a Albertina me inspiraba yo en el gusto que se había formado ella gracias a Elstir, quien apreciaba mucho una sobriedad que podía haberse llamado británica, si no se le agregara más dulzura y flexibilidad francesas. Muy a menudo los vestidos que prefería ofrecían a las miradas una armoniosa combinación de tonos grises como los de Diana de Cadignan. Nadie como el señor de Charlus para apreciar en su verdadero valor los vestidos de Albertina; enseguida sus ojos descubrían lo que constituía su rareza y su precio; nunca hubiera confundido el nombre de un tejido y reconocía a los modistas. Sólo que le gustaba —en cuanto a las mujeres— un poco más de brillo y de color de lo que toleraba Elstir. Por eso me lanzó esa noche una mirada mitad sonrisa, mitad inquieta, inclinando su pequeña nariz rosada de gata. En efecto, cruzada sobre su falda de crépe de chine[77] gris, su chaqueta de cheviot gris permitía creer que Albertina estaba totalmente vestida de gris. Pero al hacerme señas de que la ayudara debido a sus mangas abullonadas, para ponerse o quitarse la chaqueta, se la quitó, y como sus mangas eran escocesas y con un tono muy suave, rosa, celeste, verdoso y tornasolado, pareció que se había formado un arco iris en el cielo gris. Y se preguntaba si eso iría a gustarle al señor de Charlus. «¡Ah! —exclamó este encantado—, he aquí un rayo de luz, un prisma de color. La felicito». «Sólo el señor tiene algún mérito», contestó gentilmente Albertina, señalándome porque le gustaba indicar lo que provenía de mí. «Sólo las mujeres que no saben vestirse temen el color —repuso el señor de Charlus—. Puede uno ser brillante sin vulgaridad y dulce sin ser desabrida. Por otra parte, no tiene usted los mismos motivos que la señora de Cadignan, para aparentar desprenderse de la vida, porque esa era la idea que quería inspirarle a d’Arthez con su vestido gris». Albertina, a la que interesaba ese lenguaje mudo de los vestidos, le formuló preguntas al señor de Charlus acerca de la princesa de Cadignan. «¡Oh!, es una novela exquisita —dijo el barón ensoñadoramente—. Conozco el jardincillo donde se paseó Diana de Cadignan con el señor d’Espard. Es el de una de mis primas». «Todas esas cosas del jardín de su prima —murmuró Brichot a Cottard— podrán tener valor, lo mismo que su genealogía para ese excelente barón. Pero ¿qué interés tienen para nosotros, que no tenemos el privilegio de pasearnos en él, no conocemos a esa dama y no poseemos títulos de nobleza?». Porque Brichot no sospechaba que uno pudiese interesarse en un vestido o en un jardín, como en una obra de arte, y que como en Balzac, el señor de Charlus volvía a ver los pequeños senderos de la señora de Cadignan. El barón prosiguió: «Pero usted la conoce me dijo, al hablar de esa prima y para halagarme como alguien que, para el señor de Charlus, aunque exilado en el pequeño clan, si no pertenecía a su mundo, por lo menos lo frecuentaba. De cualquier modo debe haberla visto en lo de la señora de Villeparisis». «¿La marquesa de Villeparisis, a la que pertenece el castillo de Baucreux?», preguntó Brichot con aspecto cautivado. «Sí; ¿la conoce usted?», preguntó secamente el señor de Charlus. «De ningún modo —contestó Brichot, pero nuestro colega Norpois pasa todos los años parte de sus vacaciones en Baucreux. He tenido oportunidad de escribirle ahí». Le dije a Morel, pensando interesarle, que el señor de Norpois era amigo de mi padre. Pero ni un solo movimiento de su rostro demostró que hubiese oído; a tal punto suponía que mis padres eran gente de poca monta y que no andaban muy lejos de lo que había sido mi tío abuelo, en cuya casa su padre fuera mucamo, y que, por otra parte, contrariamente al resto de la familia, como le gustaba hacer muchos aspavientos, había dejado un recuerdo deslumbrador a sus sirvientes.
«Según parece, la señora de Villeparisis es una mujer superior, pero nunca he sido admitido, a juzgar por mí mismo, yo, por otra parte, lo mismo que mis colegas. Porque Norpois, que además está lleno de cortesía y afecto en el Instituto, no presentó ninguno de nosotros a la marquesa. El único que fue recibido por ella es nuestro amigo Thureau-Dangin, que tenía con ella una antigua vinculación de familia y también Gastón Boissier, que ella deseó conocer a raíz de un estudio que le interesaba particularmente. Cenó una vez en su casa y se quedó bajo su embrujo. Todavía no la invitaron a la señora de Boissier». Al oír esos nombres, Morel sonrió enternecido: «¡Ah! Thureau-Dangin —me dijo con una expresión casi tan interesada como indiferente se había mostrado al oír hablar del marqués de Norpois y de mi padre—. Thureau-Dangin y su tío eran un buen par de amigos. Cuando una señora deseaba una localidad bien ubicada para una recepción en la Academia, su tío decía: “Le escribiré a Thureau-Dangin”. Y naturalmente, la localidad llegaba, porque usted comprende que el señor Thureau-Dangin no se hubiese atrevido a rehusarle nada a su tío, que podía esperarlo en un recodo. También me divierte oír el nombre de Boissier, porque en esa casa su tío abuelo encargaba todas las compras para las señoras a fin de año. Lo sé porque conozco a la persona que se encargaba del asunto». Algo más que conocerla porque era su padre. Algunas de las afectuosas alusiones de Morel en recuerdo de mi tío se vinculaban al hecho de que no pensábamos quedarnos siempre en la casa de Guermantes a la que no habíamos ido a alojarnos más que por mi abuela. Se hablaba a veces de una posible mudanza. Y para comprender los consejos que a ese respecto me daba Carlos Morel, hay que saber que antes mi tío abuelo vivía en el bulevar Malesherbes, número 40 bis. De lo que había resultado que en la familia —ya que frecuentábamos mucho la casa de mi tío Adolfo hasta el día fatal en que disgusté a mis padres al contar la historia de la señora de rosa—, en lugar de decir en «casa de su tío», decían «en el 40 bis». Las primas de mamá le decían con la mayor naturalidad: «¡Ah!, el domingo no podremos vernos, porque comen ustedes en el 40 bis».
Si yo iba a visitar a una parienta, me recomendaban ir primero al «40 bis» para que no se ofendiera mi tío si no empezaba con él. Era dueño de la casa y se mostraba muy exigente, a decir verdad, con la elección de los inquilinos que eran todos amigos o se iban haciendo. El coronel barón de Vatry iba a fumar todos los días con él un cigarro, para conseguir más fácilmente las reparaciones. La puerta cochera estaba siempre cerrada. Si mi tío advertía ropa en alguna ventana o una alfombra, se enfurecía y las hacía quitar más rápidamente que un policía en la actualidad. Pero en fin, no por eso dejaba de alquilar parte de la casa, ya que sólo conservaba para sí dos pisos y la cuadra. A pesar de eso, sabiendo que le causaba placer la buena conservación de la casa, como si mi tío hubiera sido su único ocupante, celebraban el confort del petit hotel y él callaba sin oponer el desmentido formal que hubiera debido. El petit hotel era confortable con toda seguridad (mi tío le introducía todos los inventos de la época). Pero no tenía nada extraordinario únicamente mi tío, a pesar de decir con falsa modestia mi pequeño cuchitril, estaba convencido o de cualquier manera le había inculcado a su mucamo, a la mujer de este, al cochero y a la cocinera, la idea de que en París no existía nada que se pudiera comparar al petit hotel en materia de confort, lujo y agrado. Carlos Morel había crecido con esa fe. Y la había conservado. Por eso, aun en los días en que no me conversaba, si en el tren yo hablaba con alguien de la posibilidad de una mudanza, enseguida me sonreía y guiñándome el ojo con expresión de entendido, me decía: «¡Ah!, lo que usted necesitaría es algo así como el 40 bis. Ahí sí que estaría bien. Hay que decir que su tío sabía de estas cosas. Estoy seguro de que en todo París no hay nada que pueda compararse al 40 bis».
Debido a la expresión melancólica que tomó el señor de Charlus al hablar de la princesa de Cadignan, yo me imaginé que esa novela no lo hacía pensar solamente en el jardincillo de una prima bastante indiferente. Cayó en un profundo ensueño y como si se hablara a sí mismo: «Los secretos de la princesa de Cadignan —exclamó—, ¡qué obra maestra, qué profundo es y qué dolorosa esa mala fama de Diana que teme tanto que llegue a saberlo el hombre que ama! ¡Qué verdad eterna y más general de lo que parece, qué lejos llega eso!». El señor de Charlus pronunció esas palabras con una tristeza que, sin embargo, se advertía no dejaba de tener su encanto para él. Es verdad que el señor de Charlus, que no sabía exactamente hasta qué punto eran conocidas sus costumbres, temía desde hacía algún tiempo, que una vez que volviese a París y lo vieran con Morel, que interviniese la familia de este y quedara de ese modo comprometida su felicidad. Hasta el momento esta eventualidad no se le había aparecido quizás más que como algo profundamente desagradable y penoso. Pero el barón era muy artista. Y ahora que desde hacía un instante confundía su situación con la que describía Balzac, se refugiaba en cierto modo dentro de la novela y ante el infortunio que tal vez lo amenazaba y en todo caso no dejaba de espantarlo, tenía este consuelo, el de encontrar en su propia ansiedad lo que Swann y también Saint-Loup hubiesen designado como algo muy «balzaciano». Esta identificación con la princesa de Cadignan le había resultado fácil al señor de Charlus, gracias a la transposición mental que le era corriente y de la que ya había dado varios ejemplos. Bastaba, por otra parte, para que el solo reemplazo de la mujer, como objeto amado, por un joven, desencadenase enseguida a su alrededor todo el proceso de complicaciones sociales que se desenvuelven habitualmente en torno a un amorío. Cuando, por cualquier motivo, se introduce de una vez por todas, mi Cambio en el calendario o en los horarios, si se hace iniciar el año algunas semanas más tarde o se hacen dar las doce de la noche un cuarto de hora antes, como los días seguirán teniendo veinticuatro horas y los meses treinta días, todo lo que provenga de la medida del tiempo seguirá igual. Todo puede haberse cambiado sin traer ninguna perturbación, ya que las relaciones entre las cifras son siempre las mismas. Así sucede con las vidas que adoptan la «hora de Europa Central» o los calendarios orientales. Hasta me parece que el amor propio que uno pone en mantener a una actriz desempeñaba un papel en estos amoríos. Cuando el señor de Charlus se había enterado de lo que era Morel desde el primer día, supo ciertamente que su origen era humilde, pero la mujer liviana que queremos no pierde su prestigio para nosotros cuando es hija de gente pobre. En cambio, los músicos conocidos a los que había hecho escribir —ni siquiera por interés como aquellos amigos que al presentarle Swann a Odette, se la habían descrito como más exigente y más requerida de lo que era por simple banalidad de hombre conocido que encarece a un debutante, le habían contestado al barón: «¡Ah!, gran talento, excelente situación, y ya que, naturalmente, se trata de un joven, muy apreciado por los entendidos, hará su camino». Y por la manía de la gente que habla de la belleza masculina e ignora la inversión: «Y además da gusto verlo tocar; luce como nadie en un concierto; tiene hermosos cabellos y actitudes distinguidas; su cabeza es encantadora y parece un violinista de retrato». Por eso, el señor de Charlus, sobreexcitado, además, por Morel, que no le ocultaba cuantas proposiciones se le hacían, estaba orgulloso de traerlo consigo y edificarle un palomar al que volviese a menudo. Porque el resto del tiempo quería que fuera libre, lo que era necesario debido a su carrera que el señor de Charlus deseaba que Morel continuara, por más dinero que tuviese que darle, ya fuera por esa idea muy propia de los Guermantes, de que un hombre debe hacer algo que uno no vale sino por su talento y que la nobleza y el dinero sólo son el cero que multiplica un valor, ya porque temiese que el violinista se aburriera al estar ocioso y siempre con él. En fin, no quería privarse del placer que tenía al decirse en ciertos grandes conciertos: «El que aclaman en este momento estará conmigo esta noche». Cuando la gente elegante está enamorada de cualquier manera, pone su vanidad en aquello que puede destruir las ventajas anteriores en que su vanidad pudo haber hallado satisfacción.
Como Morel me advertía carente de maldad hacia él, sinceramente afecto al señor de Charlus y por otra parte de una absoluta indiferencia física frente a ambos, acabó por manifestarme los mismos sentimientos de calurosa simpatía de una cocotte que sabe que uno no la desea, es amigo sincero de su amante y no tratará de disgustarlos. No sólo me hablaba como lo hacía otrora Raquel, la querida de Saint-Loup, sino que de acuerdo a lo que me repetía el señor de Charlus, le decía en mi ausencia las mismas cosas que las que de mí le decía Raquel a Roberto. En fin, el señor de Charlus me decía: «Lo quiere mucho», como Roberto: «Te quiere mucho». Y como el sobrino de parte de su querida, el tío me pedía a menudo, de parte de Morel, que fuera a cenar con ellos. Por otra parte, no había menos tormentas entre ellos que entre Roberto y Raquel. Es cierto que cuando Charlie (Morel) se había ido, el señor de Charlus no agotaba sus elogios repitiendo, lo que lo halagaba, que el violinista era muy bueno con él. Pero era visible, sin embargo, que Charlie parecía irritado a menudo, aun delante de los fieles, en lugar de parecer siempre feliz y sometido como lo deseara el barón. Esta irritación llegó incluso más tarde, debido a la debilidad que le hacía perdonar al señor de Charlus las actitudes inconvenientes de Morel, hasta el punto de que el violinista no trataba de ocultarlas y aun lo afectaba. He visto al señor de Charlus entrar a un vagón en el que estaba Charlie con algunos amigos militares y ser recibido por el músico alzando los hombres y guiñando los ojos a sus compañeros. O si no hacía como que dormía, como alguien a quien esta llegada aburre sobremanera. O se ponía a toser; los otros se reían y simulaban, para burlarse, el vocabulario amanerado de los hombres similares al señor de Charlus; y se llevaban a un rincón a Charlie, que finalmente volvía, como si lo obligaran, hacia el señor de Charlus, cuyo corazón se veía dolido por todas esas ocurrencias. Es inconcebible que las soportara; y estas formas cada vez diferentes de sufrimiento, planteaban de nuevo el problema de la felicidad para el señor de Charlus y lo obligaban no sólo a pedir más, sino a desear otra cosa, ya que la combinación anterior se hallaba viciada por un recuerdo horrible. Y sin embargo, por penosas que luego fueran esas escenas, hay que reconocer que en los primeros tiempos, el genio del hombre del pueblo francés dibujaba para Morel; le hacía revestir encantadoras formas de sencillez, de aparente franqueza y hasta de una altivez independiente, que parecía inspirada por el desinterés. Eso era falso, pero la ventaja de la actitud estaba tanto más a favor de Morel cuanto que mientras quien ama se ve obligado a volver siempre a la carga e insistir sobrepujando, le es por el contrario, fácil al que no ama, seguir una línea recta, inflexible y graciosa. Existía por el privilegio de la raza en el rostro tan abierto de ese Morel de tan cerrado corazón, ese rostro adornado por la gracia neohelénica que florece en las basílicas de la Champagne. A pesar de su altivez ficticia al percibir a menudo al señor de Charlus en un momento inesperado, se sentía molesto frente al pequeño clan, se ruborizaba y bajaba los ojos con gran deleite del barón, que veía en ello toda una novela. Era sencillamente una prueba de irritación y vergüenza. La primera se expresaba a veces; porque por tranquila y enérgicamente decente que fuese de costumbre la actitud de Morel, no por eso dejaba de desmentirse a menudo. A veces hasta llegaba a estallar por parte de Morel y ante alguna palabra del barón, en una réplica insolente, cuyo tono cortante chocaba a todos. El señor de Charlus bajaba la cabeza, tristemente, nada contestaba, y con la facultad de creer que no se ha advertido la frialdad y la dureza de sus hijos propia de los padres idólatras, no por ello dejaba de entonar las alabanzas del violinista. El señor de Charlus no siempre era, por otra parte, tan sumiso, pero sus rebeldías no alcanzaban generalmente su objeto, sobre todo porque había vivido con gente de mundo y en el cálculo de las reacciones que podía despertar, tenía en cuenta la bajeza, ya que no original, por lo menos adquirida por la educación. Y en cambio, en ese lugar encontraba en Morel alguna veleidad plebeya de momentánea indiferencia. Desgraciadamente para el señor de Charlus no entendía que en Morel todo cedía ante las cuestiones en que el Conservatorio (y la buena reputación en el Conservatorio, pero esto que era más grave no se planteaba por el momento) entraba en juego. Así, por ejemplo, los burgueses cambian fácilmente su nombre por vanidad y los grandes señores por ventaja. Para el joven violinista, al contrario, el nombre de Morel estaba indisolublemente vinculado a su primer premio de violín, por lo tanto imposible de modificar. El señor de Charlus hubiese querido que Morel lo tuviese todo suyo, hasta su nombre. Como advirtiera que el nombre de Morel era Carlos que se parecía a Charlus y que la propiedad en donde se reunían se llamaba los Encantos[78], quiso convencer a Morel de que como un nombre hermoso y grato de pronunciar es la mitad de una reputación artística, el virtuoso sin vacilar debía adoptar el nombre de Charmel, alusión discreta al lugar de sus entrevistas. Morel alzó los hombros. Como último argumento, el señor de Charlus tuvo la malhadada idea de agregar que un mucamo suyo se había llamado así. No hizo sino excitar la furiosa indignación del joven. «Hubo un tiempo en que mis antepasados se enorgullecían de su título de mucamos y maestresalas del rey. Hubo otro —contestó altivamente Morel— en que mis antepasados le cortaron el cuello a los suyos».
El señor de Charlus se hubiese asombrado de haber podido suponer que a falta de «Charmel», resignado a adoptarlo a Morel y a brindarle unos de los títulos de la familia de Guermantes de que disponía, pero que como se verá las circunstancias no le permitieron ofrecer al violinista este rehusara pensando en la fama artística vinculada a su nombre de Morel y los comentarios que pudiesen tener lugar en la «clase». A tal punto colocaba a la calle Bergére por encima del barrio de Saint-Germain. El señor de Charlus no tuvo otro remedio que conformarse momentáneamente mandando hacer a Morel unos anillos simbólicos con la antigua inscripción: PLVS VLTRA CAROL’S. Ciertamente, ante un adversario de una calidad desconocida, el señor de Charlus debió cambiar su táctica. Pero ¿quién es capaz de ello? Por otra parte, si el señor de Charlus cometía torpezas, Morel no dejaba también de cometerlas. Aún más que la circunstancia que provocó la ruptura, lo que debía provisionalmente perderlo (pero ese provisorio resultó ser definitivo) con el señor de Charlus, es que en él no sólo había esa bajeza que lo aplanaba ante la severidad y le hacía contestar con insolencia a la dulzura. Paralela con esa baja naturaleza tenía una neurastenia complicada de mala educación que se despertaba en todas las oportunidades en que estaba en falta o estaba a cargo; y en el mismo momento en que necesitara toda su gentileza, toda su dulzura y toda su alegría para desarmarlo al barón, se ponía sombrío, agresivo, trataba de iniciar discusiones cuando sabía que no estaban de acuerdo con él y defendía su punto de vista hostil con una debilidad de argumentos y una violencia cortante que aumentaba esa misma debilidad. Porque carente muy pronto de argumentos, los inventaba a pesar de todo, con lo que desplegaba en toda su amplitud su ignorancia y su torpeza. Eran apenas visibles cuando era amable y sólo trataba de complacer. Al contrario, era lo único que se le veía, en esos ataques de humor sombrío en que de inofensivas se hacían odiosas. Entonces el señor de Charlus se sentía harto y no ponía su esperanza sino en un mañana mejor mientras que Morel se olvidaba de que el barón lo hacía vivir fastuosamente, tenía una sonrisa de compasión superior y decía: «Nunca le acepté nada a nadie. Por eso no existe nadie a quien le deba un solo agradecimiento».
Mientras tanto y como si tuviera que habérselas con un hombre de mundo, el señor de Charlus continuaba ejerciendo sus cóleras, verdaderas o fingidas, pero ya inútiles. Sin embargo, no siempre lo eran. Así un día (que por otra parte se ubica después de este primer período), en que volvía el barón con Charlie y conmigo de un almuerzo en casa de los Verdurin, creyendo que pasaba el fin de la tarde y la noche con el violinista en Doncières, la despedida de este al salir del tren y contestarle: «No; tengo que hacer», le causó al señor de Charlus una desilusión tan fuerte, que aunque quisiera hacer de tripas corazón, vi que las lágrimas disolvían el cosmético de sus pestañas, mientras se quedaba estupefacto frente al tren. Tal fue ese dolor, que como habíamos proyectado ella y yo terminar el día en Doncières, le dije a Albertina al oído, que me gustaría no dejarlo solo al señor de Charlus, que me parecía, no sabía por qué, muy apesadumbrado. La querida pequeña aceptó de buen grado. Le pregunté entonces al señor de Charlus si no quería que lo acompañase un poco. Él también aceptó, pero se negó a molestar para ello a mi prima. Me pareció que tenía cierta dulzura (y sin duda, por última vez ya que estaba resuelto a romper con ella) ordenarle suavemente como si hubiera sido mi mujer: «Vuelve sola; te encontraré esta noche», y oírla como lo hubiera hecho una esposa, autorizándome para hacer lo que quisiera y aprobarme, si me necesitaba el señor de Charlus, al que quería mucho, que me pusiera a su disposición. Nos fuimos el barón y yo; él contoneando su cuerpo voluminoso, con sus ojos entornados de jesuita, y yo siguiéndolo hasta un café donde nos sirvieron cerveza. Yo sentí que los ojos del señor de Charlus estaban fijos por la inquietud en algún proyecto. De pronto pidió papel y tinta y se puso a escribir con una rapidez singular. Mientras cubría hoja tras hoja, sus ojos relucían con un rabioso ensueño. Cuando hubo escrito ocho páginas: «¿Puedo pedirle un gran favor?, me dijo. Discúlpeme si cierro esta carta. Pero es necesario. Va a tomar usted un coche, un auto si puede, para ir más ligero. Lo encontrará seguramente a Morel en el cuarto donde fue a mudarse. ¡Pobre muchacho!, se ha querido hacer el fanfarrón en el momento de dejarnos, pero puedo asegurarle que está más conmovido que yo. Usted le entregará estas líneas y si le pregunta dónde me ha visto, le dirá que se había detenido en Doncières (lo que, por otra parte, es verdad), para verlo a Roberto, lo que quizás no lo sea, pero que me encontró con un desconocido; que parecía muy encolerizado; que creyó sorprender las palabras mandar los testigos (en efecto, mariana tengo un duelo). Sobre todo no le diga que yo lo solicito, no trate de traerlo con usted, pero si quiere acompañarlo, no se lo impida. Vaya, hijo; es por su bien: usted puede evitar un drama. Mientras esté afuera, le escribiré a mis testigos. Le impedí pasearse con su prima. Supongo que ella no me guardará rencor y hasta lo creo. Porque es un alma noble y sé que es una de esas mujeres que saben no rechazar la grandeza de las circunstancias. Tendrá que agradecerle en mi nombre. Le soy acreedor personalmente y me complace que así sea». Tenía mucha piedad del señor de Charlus; me parecía que Charlie pudo haber impedido ese duelo del que quizás era la causa y me rebelaba, si así era, que hubiese partido con tanta indiferencia en lugar de asistir a su protector. Mi indignación fue más grande cuando al llegar a la casa donde vivía Morel, reconocí la voz del violinista, quien por necesidad de difundir su alegría, cantaba a voz en cuello: «El sábado por la noche después del trabajo». Si lo hubiese oído el pobre señor de Charlus, él que quería que creyesen y que creía sin duda que en este momento Morel estaba apenado. Al verme Charlie se puso a bailar de contento. «¡Oh, viejo!, (perdóneme que lo llame en esta forma; ¡esta bendita vida militar le hace adquirir unas costumbres a uno!), ¡qué suerte verlo! No tengo nada que hacer esta noche. Se lo ruego, pasémosla juntos. Nos quedaremos aquí si le gusta; pasearemos en bote, si lo prefiere». Le dije que debía ir a Balbec; tenía bastantes ganas que lo invitara, pero yo no quería.
«Pero si está tan apurado, ¿para qué vino?». «Le traigo una carta del señor de Charlus». En ese momento desapareció toda su alegría; su rostro se contrajo. «¡Cómo! Tiene que venir a perseguirme hasta aquí. Entonces soy un esclavo. Viejo, sea amable. No abro la carta. Usted le dirá que no me ha encontrado». «¿No haría mejor si la abriese?; me imagino que pasa algo grave». «Cien veces no; usted no conoce las mentiras y las astucias infernales de ese viejo pícaro. Es un truco para que vaya a verlo. Y bueno, no iré; quiero tranquilidad esta noche». «¿Pero no hay un duelo mañana?», le pregunté a Morel, que suponía enterado también. «¿Un duelo? —me dijo estupefacto—. No sé ni una palabra. Después de todo, me importa un comino; ese viejo asqueroso puede hacerse matar si le gusta. Pero mire, usted me intriga; veré su carta de cualquier manera. Usted le dirá que la dejó por si acaso volviera».
Mientras me hablaba Morel yo miraba con estupor los libros admirables que le había regalado el señor de Charlus y que llenaban su cuarto. Como el violinista había rechazado los que decían «Pertenezco al barón, etc…», divisa que le parecía insultante por sí misma, como una señal de posesión, el barón, con la ingeniosidad sentimental en que se volcaba el amor desgraciado había variado otras, provenientes de sus antepasados, pero encargadas al encuadernador de acuerdo a las circunstancias de una amistad melancólica. A veces eran breves y confiadas como Spes mea[79] o como Exspectata non eludet [80]. Sólo a veces resignada como “Esperaré”. Algunas galantes: Mesmes plaisir du mestre[81] o que aconsejaba la castidad como aquella de los Simiane, sembrada con torres de azul y flores de lis y apartada de todo sentido: Sustentant lilia turres[82]. Otras, en fin, desesperadas y que daban cita en el cielo al que no lo había querido en la tierra: Manet ultima caelo[83] y (pareciéndole que estaban verdes las uvas que no pudo alcanzar), fingiendo que no había buscado lo que no había conseguido, el señor de Charlus decía en una: Non mortale quod opto[84]. Pero no tuve tiempo de verlas todas.
Si el señor de Charlus al echar esta carta sobre el papel había parecido presa del demonio de la inspiración que le hacía correr la pluma, en cuanto Morel abrió el sello: Atavis et armis[85], cargado con un leopardo acompañado por dos rosas sobre gules, se puso a leer con una fiebre tan grande como la que había tenido el señor de Charlus al escribir, y por esas páginas ennegrecidas a la buena de Dios, sus miradas corrían menos ligero que la pluma del barón. «¡Ah, Dios mío! —exclamó—, eso faltaba. ¿Pero dónde encontrarlo? Sabe Dios dónde está ahora». Insinué que apresurándose quizás se le encontrara en una cervecería en la que había pedido cerveza para reponerse. «No sé si volveré —le dijo a su casera, y agregó in petto—: eso dependerá del giro de los acontecimientos». Algunos minutos después llegábamos al café. Noté el aspecto del señor de Charlus en el momento en que me advirtió. Al ver que no regresaba solo, sentí que le volvían la respiración y la vida. Como esa noche no estaba en humor de pasarla sin Morel, había inventado que según sus informes, dos oficiales del regimiento lo difamaran con respecto al violinista y que les iba a mandar los testigos. Morel previó el escándalo, su vida imposible en el cuartel, y había acudido. En lo que no procedió del todo mal. Porque para que su mentira fuese más verosímil, el señor de Charlus ya había escrito a dos amigos (uno era Cottard), pidiéndoles que fueran sus testigos. Y si no hubiera llegado el violinista es seguro que loco como estaba el señor de Charlus (y para cambiar en furor su tristeza) se los hubiese mandado al azar a cualquier oficial con el que batirse le resultaría un alivio. Mientras tanto, el señor de Charlus, que recordaba que su raza era más pura que la casa de Francia, se decía que era demasiado bueno al hacerse tanta mala sangre por el hijo de un maître, cuyo amo no hubiese desdeñado frecuentar. Por otra parte, si sólo estaba a gusto en la frecuentación de la crápula, la profunda costumbre que esta tiene de no contestar una carta, no asistir a una cita sin aviso y no disculparse luego, le daba, como si se tratase de amores, a menudo tantas emociones y el tiempo restante le causaba tanto fastidio, molestias y rabia, que llegaba hasta lamentar la multiplicidad de cartas por una insignificancia, la exactitud escrupulosa de príncipes y embajadores, los que si desgraciadamente le eran indiferentes, representaban a pesar de todo algo así como un descanso. Acostumbrado a los modales de Morel y sabiendo hasta qué punto ejercía sobre él una influencia escasa, era incapaz de insinuarse en una vida en la que ocupaban demasiado lugar y tiempo unas camaraderías vulgares pero consagradas por la costumbre, para que se reservase una hora al gran señor suplantado, orgulloso e inútilmente implorante. El señor de Charlus estaba tan convencido de que no llegaría el músico, temía tanto haberse disgustado para siempre con él, yendo demasiado lejos, que apenas reprimió un grito al verlo. Pero al sentirse vencedor, quiso dictar las condiciones de paz y sacar él mismo las ventajas que podía. «¿Qué viene a hacer aquí?», le dijo. «¿Y usted? —agregó mirándome—; le había recomendado especialmente que no lo trajese». «No quería traerme» —dijo Morel, echando hacia el señor de Charlus, en el candor de su coquetería, unas miradas convencionalmente tristes y lánguidamente pasadas de moda, con un aspecto que sin duda estimaba irresistible de querer abrazarse al barón y de ganas de llorar—. «Yo he venido a pesar de él. Vengo en nombre de nuestra amistad para suplicarle de rodillas que no cometa esa locura». El señor de Charlus deliraba de alegría. La reacción era fuerte para sus nervios; a pesar de ello los dominó. «La amistad que invoca con bastante inoportunidad —contestó secamente— debía, por el contrario, hallar aprobación en usted, cuando no creo de mi deber dejar pasar las impertinencias de un tonto. Por otra parte, si quisiera obedecer las súplicas de un afecto que conocí mejor inspirado, ya no podría hacerlo las cartas para mis testigos ya han sido despachadas y no dudo de su aceptación. Usted siempre ha obrado conmigo como un pequeño imbécil, y si en lugar de enorgullecerse como tenía derecho por la preferencia que yo le había señalado, en lugar de hacerle comprender a la turba de ayudantes y sirvientes con que lo obliga a vivir la ley militar, qué motivo de incomparable orgullo era para usted una amistad como la mía, usted trató de disculparse, hasta transformar casi en un mérito estúpido el no ser lo suficientemente agradecido. Yo sé que en eso —agregó para no dejar traslucir hasta qué punto lo habían humillado ciertas escenas—, usted no tiene otra culpa que haberse dejado conducir por los celos de los demás. Pero ¿cómo a su edad es usted tan niño (y niño bastante mal educado) para no haber adivinado en seguida que el haberlo elegido yo y todas las ventajas que debían resultarle de ello, iban a despertar celos y que todos sus compañeros mientras lo excitaban para que se disgustase conmigo, tratarían de ocupar su lugar? No creí oportuno mostrarle las cartas que he recibido a ese respecto de todos aquellos en quien más confía. Desdeño tanto las iniciativas de esos sirvientes como sus burlas inoperantes. La única persona de quien me preocupo, es usted, porque le tengo mucho afecto, pero el afecto tiene límites y debiera haberlo sospechado». Por dura que pareciese la palabra “sirviente” a oídos de Morel, cuyo padre lo había sido, la explicación de todas las desventuras sociales por los “celos”, explicación simplista y absurda pero inusable y que en cierta clase “prende” siempre de un modo tan infalible como los trucos gastados para el público de los teatros o la amenaza del peligro clerical en las asambleas, encontraba en él un crédito casi tan fuerte como en Francisca o los sirvientes de la señora de Guermantes, para quienes eran la única causa de las desgracias de la humanidad. No dudó que sus compañeros hubiesen tratado de robarle su lugar y ese duelo calamitoso y por otra parte imaginario no tuvo por efecto sino hacerlo más desgraciado. «¡Oh!, ¡qué desesperación! —exclamó Charlie—. No podré sobrevivir. ¿Pero no tendrán que verlo antes de encontrarse con ese oficial?». «No sé; supongo que sí. Le avisé a uno de ellos que me quedaré aquí esta noche y le daré mis instrucciones». «Espero poder hacerlo entrar en razón hasta que llegue; permítame únicamente que me quede con usted», le pidió tiernamente Morel. Era todo lo que quería el señor de Charlus. No cedió de primera intención. «Se equivocaría usted si aplicara aquí el “porque te quiero te aporreo” del refrán, porque a usted es a quien quería y entiendo castigar, aun después de nuestro disgusto, a los que trataron cobardemente de perjudicarlo. Hasta entonces sólo he contestado sus insinuaciones inquisitivas, que se atrevían a preguntarme cómo un hombre de mi calidad podía vincularse con un gigoló de la suya, y salido de la nada, con la divisa de mis primos de La Rochefoucauld»
«Es mi placer. Le he señalado incluso algunas veces que ese placer era susceptible de convertirse en mi mayor placer, sin que de su arbitraria elevación resultase que yo me humillara». Y en un movimiento casi enloquecido de orgullo, exclamó levantando los brazos: «Tantus ab uno splendor[86]! Condescender, no es descender», —agregó con más tranquilidad, después de ese delirio de altivez y alegría—. «Supongo por lo menos que mis dos adversarios, a pesar de su distinto rango, tendrán una sangre como para poder hacerla correr sin vergüenza. He tomado a ese respecto algunos informes que me han tranquilizado. Si usted conservara alguna gratitud por mí, debía enorgullecerlo por el contrario que por causa suya retorne al espíritu belicoso de mis antepasados, diciendo como ellos en caso de un desenlace fatal, ahora que he comprendido qué pequeño ganapán es usted: “La muerte me es vida”». Y el señor de Charlus lo decía sinceramente, no sólo por amor de Morel, sino porque una afición batalladora que creía heredada candorosamente de sus antepasados, le proporcionaba tanta alegría ante la idea de batirse, que hubiese lamentado ahora renunciar a ese duelo imaginado primero, sólo para que acudiese Morel. Nunca había tenido un asunto sin creerse enseguida valiente e identificado con el ilustre condestable de Guermantes, mientras que para cualquier otro ese mismo acto de ir al campo le parecía de la más reducida insignificancia. «Creo que será muy hermoso —nos dijo sinceramente salmodiando cada término—. Ver a Sarah Bernhardt en el Aiglon, ¿qué es? Caca. ¿Mounet-Sully en Edipo? Caca. A lo sumo adquiere cierta palidez de transfiguración cuando la acción transcurre en las arenas de Nimes. Pero ¿qué es al lado de esa cosa inaudita, ver pelear al mismísimo descendiente del condestable?». Y ante ese solo pensamiento, no pudiendo contener su alegría, el señor de Charlus se puso a parar unos contras en cuarta que recordaban a Moliere, nos hicieron acercar prudentemente nuestros chops, temiendo que los primeros cruces de acero hiriesen a los adversarios, al médico y los testigos. «¡Qué espectáculo tentador para un pintor! Usted que conoce al señor Elstir debiera traerlo», me dijo. Le contesté que no estaba en la costa. El señor de Charlus me insinuó que se le podría telegrafiar. «¡Oh!, lo digo en su beneficio —agregó ante mi silencio—. Siempre es interesante para un maestro —según mi opinión lo es— eternizar semejante ejemplo de resurrección étnica. Quizás no haya uno por siglo».
Pero si el señor de Charlus se encantaba pensando en un combate que había creído ficticio al principio, Morel pensaba con terror en los chismes que podrían surgir de la «música» del cuartel, gracias al rumor de ese duelo que llegaría hasta el templo de la calle Bergére. Al imaginarse ya a la «clase» informada de todo, se hacía cada vez más apremiante con el señor de Charlus, quien seguía gesticulando ante la embriagadora idea de batirse. Suplicó al barón que le permitiera acompañarlo hasta el día siguiente, día supuesto del duelo, para vigilarlo y tratar de hacerle escuchar la voz de la razón. Una propuesta tan tierna triunfó sobre las últimas vacilaciones del señor de Charlus. Dijo que trataría de encontrar una escapatoria y que haría postergar un día más su resolución definitiva. De esta manera, al no arreglar de golpe el asunto, el señor de Charlus sabía retenerlo a Charlie, dos días por lo menos, y aprovechaba para conseguir de él unos compromisos para el porvenir a cambio de su renuncia al duelo, ejercicio decía él, que le encantaba por sí mismo, y del que no se privaría sin lamentarlo. Y en eso, por otra parte, era sincero, porque siempre le había gustado ir al terreno cuando se trataba de cruzar el acero o cambiar unas balas con un adversario. Cottard llegó por fin, aunque con mucho atraso, porque encantado de servir como testigo pero aún más conmovido, se había visto obligado a detenerse en todos los cafés y granjas del camino, pidiendo que le quisieran indicar por favor el «número 100» o el «excusado». Tan pronto llegó, el barón lo llevó a un cuarto aislado, porque le parecía más reglamentario que ni Charlie ni yo asistiéramos a la entrevista, y era muy hábil, para darle a un cuarto cualquiera el uso provisorio de sala del trono o de los debates. Una vez a solas con Cottard se lo agradeció calurosamente, pero le declaró que parecía probable que los términos repetidos no habían sido dichos en realidad y que en esas condiciones, el médico tuviese a bien advertir al otro testigo que salvo posibles complicaciones, el incidente debía considerarse liquidado. Al alejarse el peligro, Cottard se desilusionó. Hasta por un instante quiso expresar su indignación, pero recordó que uno de sus maestros que había realizado la más hermosa carrera médica de su tiempo, al fracasar por sólo dos votos en la Academia, había hecho de tripas corazón y fue a darle la mano al competidor elegido. Por eso el médico evitó una expresión de despecho que ya no hubiera alterado nada, y después de haber murmurado, él, el más miedoso de los hombres, que no pueden dejarse pasar ciertas cosas, agregó que así era mejor y que esa solución lo alegraba. El señor de Charlus, deseando demostrar su agradecimiento al médico del mismo modo que su hermano el duque le hubiese arreglado el cuello de su sobretodo a mi padre y sobre todo en la misma forma en que una duquesa hubiese tocado la cintura de una plebeya, acercó su silla muy junto a la del doctor, a pesar del asco que este le inspiraba. Y no sólo sin placer, sino dominando una repulsión física, como Guermantes y no como invertido, para despedirse del doctor, le tomó la mano y se la acarició un momento con la bondad del amo que acaricia el hocico de su caballo y le da azúcar. Pero Cottard, que nunca le había dejado suponer al barón que ni siquiera hubiese oído vagas maledicencias acerca de sus costumbres y no por eso dejaba de considerarlo en su fuero interno como integrante de la clase de los «anormales» (y hasta con su habitual falta de propiedad decía de un mucamo del señor Verdurin: «¿No es la querida del barón?»), personajes a los que estaba poco acostumbrado, se imaginó que esta caricia de la mano era el preludio inmediato de una violación para cuyo cumplimiento —ya que el duelo no había sido sino un pretexto— lo había atraído a una celada y llevado el barón hasta ese salón solitario en que iba a ser tomado a la fuerza. Sin atreverse a dejar la silla en donde lo clavaba el miedo, giraba ojos espantados, como si hubiese caído en manos de un salvaje y no estuviera muy seguro de que Se alimentara de carne humana. Por fin el señor de Charlus le soltó la mano, y como quería ser amable hasta el final: «Va a tomar usted algo con nosotros, como se suele decir, lo que antes se llamaba un mazagrán o un gloria, bebidas que sólo se encuentran como curiosidades arqueológicas en las piezas de Labiche y en los cafés de Doncières. Un “gloria” sería bastante adecuado al lugar, ¿verdad?, y a las circunstancias. ¿Qué le parece?». «Soy presidente de la liga antialcohólica —contestó Cottard—. Bastaría que pasara algún medicastro de campo para que dijesen que no predico con el ejemplo. Os homini sublime dedit cœlumque tueri[87]», agregó aunque eso no tuviera ninguna relación, y porque su stock de citas latinas era bastante pobre; suficiente sin embargo para deslumbrar a sus alumnos.
El señor de Charlus se encogió de hombros y lo trajo a Cottard hasta donde estábamos nosotros, después de pedirle que guardara un secreto que le importaba más cuanto que el motivo del duelo abortado había sido puramente imaginario. Había que impedir que llegase a los oídos del oficial arbitrariamente mezclado. Mientras bebíamos los cuatro, la señora de Cottard, que esperaba a su marido en la puerta y que el señor de Charlus viera perfectamente pero no le había interesado llamar, entró y saludó al barón, que le alargó la mano como a una sirvienta, sin moverse de la silla, en parte como un rey que recibe homenajes, en parte como un snob que no quiere que una mujer escasamente elegante se siente a su mesa, en parte como un egoísta que sólo se complace con sus amigos y no quiere que lo molesten. La señora de Cottard se quedó pues de pie conversando con el señor de Charlus y su marido. Pero quizás porque la cortesía y lo que debe “hacerse” no es el privilegio exclusivo de los Guermantes y de pronto puede iluminar los cerebros más inseguros o porque como engañaba mucho a su mujer, Cottard tenía por momentos necesidad de protegerla contra quien le faltara, por una suerte de desquite, el médico frunció de pronto el ceño, lo que nunca le había visto, y sin consultar al señor de Charlus, como amo: «Vamos, Leontina, no te quedes de pie, siéntate». «Pero ¿no lo molesto?», preguntó tímidamente la señora de Cottard al señor de Charlus, quien, sorprendido por el tono del médico, no había contestado. Y sin darle tiempo, esta segunda vez, Cottard repuso con autoridad: «Te he dicho que te sientes». Al cabo de un instante nos dispersamos y entonces el señor de Charlus le dijo a Morel: «Llego a la conclusión, en este asunto, liquidado mejor de lo que usted se merece, de que no sabe conducirse y que al terminar su servicio militar, yo mismo se lo entregaré a su padre, como hizo el arcángel Rafael enviado por Dios, con el joven Tobías». Y el barón se puso a sonreír, con un aire de grandeza y una alegría que Morel, a quien la perspectiva de volver así no gustaba para nada, no parecía compartir. En la embriaguez de compararse al arcángel y Morel al hijo de Tobías, el señor de Charlus ya no pensaba en el objeto de su frase, que consistía en tantear el terreno para saber si Morel aceptaría volver con él a París, como lo deseaba. Embriagado por su amor o su amor propio, el barón no vio o fingió no ver la mueca que hizo el violinista, porque habiéndolo dejado solo en el café me dijo con una sonrisa orgullosa: «¿Notó usted cómo deliraba de alegría cuando lo comparé al hijo de Tobías? Porque, como es muy inteligente, comprendió en seguida que el padre junto al cual viviría en adelante, no era su padre por la carne, que debe ser un mucamo horroroso y bigotudo, sino su padre espiritual, es decir Yo. ¡Qué orgullo para él! ¡Cómo erguía altivamente la cabeza! ¡Qué alegría experimentaba al haber comprendido! Estoy seguro que dirá todos los días: “¡Oh, Dios, que habéis dado el bienaventurado Arcángel Rafael por guía a vuestro servidor Tobías, en un largo viaje, concedednos a nosotros, vuestros servidores, el ser protegidos siempre por él y provistos de su auxilio!”». «Ni siquiera necesité —agregó el barón muy convencido de que algún día tendría un lugar frente al trono de Dios decir le que era yo el enviado celeste—; lo comprendió solo y enmudeció de felicidad». Y el señor de Charlus (a quien por el contrario la felicidad no le quitaba la palabra) sin preocuparse de algunos transeúntes que se volvieron creyendo que se las habían con un loco, exclamó solo y con todas sus fuerzas, levantando las manos: «¡Aleluya!».
Esta reconciliación puso fin sólo por un tiempo a los tormentos del señor de Charlus; a menudo Morel que se había ido muy lejos de maniobras, para que el señor de Charlus pudiese verlo o me enviara para hablarle, le escribía al barón cartas desesperadas y enternecidas, en que le aseguraba que tenía que terminar con su vida, porque necesitaba para algo horrible, veinticinco mil francos. No decía cuál era la cosa horrible y lo hubiese dicho que sin duda sería un invento. En cuanto al dinero, el señor de Charlus lo hubiese mandado de buenas ganas si no presintiera que eso le daba a Charlie los medios de arreglarse sin él y también de conseguir los favores de otro. Por lo que rechazaba y sus telegramas tenían el tono seco y cortante de su voz. Cuando estaba seguro de su efecto, deseaba que Morel se disgustase para siempre con él, porque convencido que se realizaría lo contrario, advertía todos los inconvenientes que renacerían de estos amorfos inevitables. Pero si no llegaba ninguna respuesta de Morel, ya no dormía y no tenía un solo momento de tranquilidad, tantas son las cosas, en efecto que vivimos sin conocer y las realidades interiores y profundas que se nos ocultan. Formaba entonces todas las suposiciones acerca de esa enormidad que le hacía necesitar a Morel veinticinco mil francos, le daba todas las formas y les ponía por turno nombres propios. Creo que en esos momentos, el señor de Charlus (y aunque disminuyera su snobismo en esa época lo alcanzó, ya que no lo sobrepasó, la creciente curiosidad que tenía el barón por el pueblo) debía recordar con cierta nostalgia, los graciosos torbellinos multicolores de las reuniones mundanas en que las mujeres y los hombres no lo requerían más que por el desinteresado placer que les proporcionaba, donde nadie hubiese pensado engañarlo, o inventar una «cosa horrible» por la que se está dispuesto a morir, si no recibe enseguida veinticinco mil francos. Creo que entonces y quizás porque tenía más rastros de Combray que yo y había injertado la altivez feudal en el orgullo alemán, debía parecerle que no se es impunemente el amante preferido de un sirviente, el pueblo no es exactamente el mundo y en resumen «no le hacía confianza» al pueblo como se la he hecho siempre.
La estación siguiente del trencito, Maineville, me recuerda precisamente un incidente relativo a Morel y al señor de Charlus. Antes de referirme a él, debo decir que la parada en Maineville (cuando uno acompañaba a un recién llegado elegante hasta Balbec que prefería no vivir en la Raspeliére para no molestar) era motivo de escenas menos penosas que la que voy a contar dentro de un instante. El recién llegado, que tenía su equipaje en el tren, hallaba generalmente el Gran Hotel algo alejado, pero como en Balbec sólo había pequeñas playas con villas incómodas se resignaba, por afición al lujo y al bienestar, al largo trayecto cuando, en momentos en que el tren se detenía en Maineville, veía erguirse de pronto el Palace, que no podía sospechar fuese una casa de prostitución. «Pero no vayamos más lejos», —le decía infaliblemente a la señora de Cottard, mujer conocida como de buen consejo y sentido práctico—. «Eso es todo lo que necesito. ¿Para qué seguir hasta Balbec, dónde seguramente no será mejor? Sólo por el aspecto, supongo que tiene todo el confort; podré perfectamente invitarla a la señora de Verdurin, porque a cambio de sus cortesías, pienso dar algunas pequeñas reuniones en su honor. No tendrá que recorrer tanto camino si habito Balbec. Me parece muy adecuado para ella y para su mujer, mi querido profesor. Debe haber salones; invitaremos a las señoras. Entre nosotros, no comprendo cómo en lugar de alquilar la Raspeliére la señora de Verdurin no vino a vivir aquí. Es mucho más sano que una casa vieja como la Raspeliére, forzosamente húmeda; sin ser higiénica por otra parte, no tiene agua caliente, uno no puede lavarse como quiere. Maineville me parece mucho más agradable. La señora de Verdurin hubiera desempeñado ahí perfectamente su papel de Patrona. En todo caso, cada cual según sus gustos, yo voy a radicarme aquí. Señora de Cottard, ¿no quiere bajar conmigo y nos apresuramos porque el tren no tardará en volver a salir? Usted me guiaría en esa casa que será la suya y que debe haber frecuentado a menudo. Es un cuadro adecuado precisamente para usted». Costaba muchísimo hacer callar y sobre todo impedir que bajara, al infortunado recién llegado, quien con la obstinación que proviene a menudo de las necedades, insistía, tomaba las valijas y nada quería entender hasta que se le asegurase que nunca irían a verlo, ni la señora de Verdurin ni la señora de Cottard. «En todo caso, tengo que elegir domicilio. La señora de Verdurin no tendrá más que escribirme».
El recuerdo relativo a Morel se refiere a un incidente de orden más particular. Hubo otros pero aquí me conformo, a medida que se detiene el trencito y el empleado grita Doncières, Grattevast, Maineville, etc., con anotar lo que me evocan la pequeña playa o el cuartel. He hablado ya de Maineville (media villa) y de la importancia que adquiría debido a esa suntuosa casa de mujeres que se había construido recientemente, no sin despertar las inútiles protestas de las madres de familia. Pero antes de decir en qué tiene alguna relación Maineville en mi memoria, con el señor de Charlus y con Morel, debo notar la poca proporción (que más tarde tendré que profundizar) entre la importancia que Morel le daba a ciertas horas libres y la insignificancia de las ocupaciones en que pretendía emplearlas, ya que esa misma falta de proporción se volvía a encontrar en medio de las explicaciones de otro estilo que él le daba al señor de Charlus. Él, que se hacía el desinteresado con el barón (y podía hacerlo sin riesgos, dada la generosidad de su protector) cuando deseaba pasar la noche por su lado, para dar una lección, etc., no dejaba de agregar a su pretexto estas palabras dichas con una sonrisa de avidez: «Y además esto me permite ganar cuarenta francos. No es poca cosa. Permítame que vaya, porque ya ve que me interesa. Vaya, no tengo rentas como usted, tengo que ir haciendo mi situación, es el momento de ganar centavitos». Morel no era completamente falso al querer dictar su lección. Por una parte no es verdad que el dinero no tenga color. Una manera nueva de ganarlo, les devuelve el brillo a las monedas que puso opacas el uso. Si verdaderamente había ido a dar una lección es posible que dos luises entregados al partir por una alumna le produjesen un efecto muy distinto que dos luises caídos de la mano del señor de Charlus. Y además el hombre más rico andaría por dos luises unos kilómetros que se hacen leguas cuando uno es hijo de mucamo. Pero el señor de Charlus tenía a menudo dudas acerca de la existencia de la lección de violín; tanto más grandes cuanto que el músico solía invocar pretextos de otro género, de un orden enteramente desinteresado desde el punto de vista material y por otra parte absurdos. Morel no podía dejar de presentar una imagen de su vida, pero voluntariamente y también involuntariamente, tan entenebrecida, que sólo podían distinguirse algunas partes.
Durante un mes se puso a disposición del señor de Charlus, a condición de tener libres las tardes porque deseaba seguir asiduamente unos cursos de álgebra. ¿Verlo después al señor de Charlus? ¡Ah!, era imposible, los cursos duraban a veces hasta muy tarde. «¿Hasta las dos de la mañana?, preguntaba el barón». «A veces». «Pero el álgebra se aprende con tanta o más facilidad en un libro». «Aún más fácilmente porque no entiendo mucho en un curso». «¿Entonces? Por otra parte el álgebra no puede servirte para nada». «Me gusta. Disipa mi neurastenia».
«No puede ser el álgebra la que le hace solicitar permisos nocturnos», se decía el señor de Charlus. «¿Estará agregado a la policía?». De cualquier modo, por objeciones que se le presentaran, reservaba algunas horas tardías ya para el álgebra ya para el violín. Una vez no fue ni una ni otra, sino el príncipe de Guermantes, que había venido a pasar unos días en esa costa y visitar a la duquesa de Luxembourg y que encontró al músico y sin saber quién era le ofreció cincuenta francos para pasar la noche juntos en la casa de mujeres de Maineville; doble placer para Morel por la ganancia recibida del señor de Guermantes y la voluptuosidad de que lo rodearan mujeres cuyos senos morenos se mostraban al desnudo. No sé cómo supo el señor de Charlus el lugar y lo que había sucedido, aunque no el seductor. Loco de celos y para conocerlo le telegrafió a Jupien, quien llegó dos días después y cuando a comienzos de la semana siguiente Morel anunció que se ausentaría de nuevo, el barón le preguntó a Jupien si se encargaría de comprar a la patrona del establecimiento y conseguir que los ocultara a él y a Jupien para asistir a la escena. «Entendido. Voy a ocuparme de ello querido mío» —contestó Jupien al barón. No puede comprenderse hasta qué punto esa inquietud agotaba al señor de Charlus y por lo mismo había enriquecido momentáneamente su espíritu. El amor provoca así verdaderos levantamientos geológicos en el pensamiento. En el del señor de Charlus, que hace unos días se parecía a una llanura tan uniforme que ni desde muy lejos podía haberse advertido una idea al nivel del suelo, se habían erguido bruscamente, duras como piedras, un macizo de montañas, pero montañas tan esculpidas como si algún escultor en lugar de llevarse el mármol lo hubiera trabajado en el sitio donde se retorcían en grupos, gigantes y titánicos el Furor, los Celos, la Curiosidad, la Envidia, el Odio, el Sufrimiento, el Orgullo, el Espanto y el Amor.
Mientras tanto había llegado la noche en que Morel debía estar ausente. La misión de Jupien había tenido éxito. Él y el barón debían llegar a eso de las once y los ocultarían. Tres cuadras antes de llegar a esa magnífica casa de prostitución (a la que se llegaba desde todos los alrededores elegantes) el señor de Charlus ya andaba en puntas de pies, disimulaba su voz y suplicaba a Jupien que no hablara tan alto por temor a que Morel los oyese desde el interior. Y en cuanto hubo entrado a paso de lobo al vestíbulo, el señor de Charlus, que tenía poca costumbre de esos lugares, con terror y estupefacción se encontró en un sitio más ruidoso que la Bolsa o el Hotel de Ventas. En vano les recomendaba que hablaran quedo a unas mucamitas que revoloteaban en torno a él; por otra parte, su misma voz estaba cubierta por el ruido de las subastas y las adjudicaciones que hacía una subpatrona anciana, de peluca muy morena y en cuyo rostro se resquebrajaba la gravedad de un escribano o de un sacerdote español y que lanzaba a cada minuto con un ruido de trueno a tiempo que dejaba abrir o cerrar alternativamente las puertas y como quien dirige la circulación de los coches: «Pongan al señor en el veintiocho, en el cuarto español». «Ya no se puede pasar». «Abran la puerta; esos señores preguntan por la señorita Noemí. Los espera en el saloncito persa». El señor de Charlus estaba espantado como un provinciano que tiene que cruzar avenidas y para elegir una comparación infinitamente menos sacrílega que el tema representado en los capiteles del pórtico de la antigua iglesia de Corlesville, las voces de las jóvenes sirvientas repetían más bajo, sin cansarse, la orden de la subdirectora, como esos catecismos que se oye salmodiar a los alumnos en la sonoridad de una iglesia de campaña. Por miedo que tuviese el señor de Charlus, que se imaginaba que lo oían desde la calle, convencido de que Morel estaba en la ventana, no se espantó sin embargo tanto con el rugido de esas inmensas escaleras en donde se comprendía que desde los cuartos no podía advertirse nada. Por fin, al término de su calvario, encontró a la señorita Noemí, que debía ocultarlo con Jupien, pero empezó encerrándolos en un salón persa muy suntuoso, desde donde nada veían. Le dijo que Morel había pedido una naranjada y que en cuanto la hubiese tomado llevarían a los dos pasajeros a un salón trasparente. Mientras tanto, y como la reclamaban, les prometió, como en un cuento, que les iba a mandar, para pasar el rato, «una pequeña señora muy inteligente». Porque a ella la llamaban. La pequeña señora inteligente tenía una bata persa que quería quitarse. El señor de Charlus le pidió que no lo hiciera y ella encargó champaña que costaba cuarenta francos la botella. Morel, en realidad, estaba mientras tanto con el príncipe de Guermantes y por salvar las apariencias había hecho como que se equivocaba de cuarto y había entrado en uno donde estaban dos mujeres que se apresuraron a dejar solos a los dos señores. El señor de Charlus ignoraba todo eso pero maldecía, quería abrir las puertas e hizo llamar nuevamente a la señorita Noemí, quien al oír que la pequeña señora inteligente le daba al señor de Charlus unos datos acerca de Morel que no coincidían con los que ella misma le había proporcionado a Jupien, la despachó y mandó enseguida para reemplazar a la pequeña señora inteligente, «una pequeña señora muy amable», que no les enseñó nada pero les dijo cómo era de seria la casa y también pidió champaña. El barón, echando espuma de rabia, mandó llamar a Noemí, que le dijo: «Sí, es un poco largo; esas señoras están haciendo posturas, no parece que tuviera ganas de hacer nada». En fin, ante las promesas y las amenazas del barón, la señorita Noemí se fue con aspecto de contrariedad, asegurándoles que no esperarían ni cinco minutos. Esos cinco minutos duraron una hora, después de lo cual Noemí acompañó en puntillas al señor de Charlus ebrio de furor y a Jupien desesperado hasta una puerta entreabierta, diciéndoles: «Van a ver ustedes muy bien. Por otra parte, en este momento no es muy interesante, está con tres señoras y les cuenta su vida de cuartel». Por fin el barón pudo ver por la abertura de la puerta y también por los espejos. Pero un terror mortal lo obligó a apoyarse contra la pared. Era ciertamente Morel el que tenía delante, pero como si aún existieran los misterios paganos y los embrujos, era mejor dicho la sombra de Morel, una aparición de Morel, un fantasma de Morel; Morel aparecido o evocado en ese cuarto (donde por todas partes en las paredes y los divanes aparecían los mismos emblemas de brujería), el que estaba a algunos metros, de perfil. Morel había perdido todo color, como la muerte, entre esas mujeres con las cuales parecería que debiera moverse alegremente lívido seguía congelado en una inmovilidad artificial; para beber la copa de champaña que estaba delante de su brazo debilitado, trataba lentamente de estirarse y volvía a caer. Se tenía la sensación de ese equívoco que hace que una religión hable de inmortalidad, pero entiende con ello, algo que no excluye a la nada. Las mujeres le hacían preguntas: «Ya ve, dijo en voz baja al barón la señorita Noemí, le hablan de su vida de cuartel, ¿divertido no? —y se rio— ¿está contento? Está tranquilo ¿no?», —agregó, como lo hubiera dicho de un agonizante.
Las preguntas de las mujeres se hacían más inquisitivas, pero Morel, inanimado no tenía fuerza para contestarles. Ni siquiera se producía el milagro de una palabra murmurada. El señor de Charlas tuvo un solo instante de vacilación y comprendió la verdad y que ya por torpeza de Jupien cuando fuera a concertarlo todo, ya fuera por el poder de expansión de los secretos confiados que hace que nunca se los conserve sea por el carácter indiscreto de esas mujeres, sea por temor de la policía, le habían avisado a Morel que dos señores habían pagado muy caro para verlo, lo habían hecho salir al príncipe de Guermantes, trocado en tres mujeres y colocado al pobre Morel, tembloroso y paralizado de tal modo por el estupor que si el señor de Charlus lo veía mal, él aterrado y sin palabras, no se atrevía a tomar su vaso por temor a dejarlo caer, viendo de lleno al barón.
La historia por otra parte no termina mejor para el príncipe de Guermantes. Cuando lo habían hecho salir para que no lo viera el señor de Charlus, furioso por su desilusión sin sospechar quién era el autor, había suplicado a Morel, siempre sin dejarle saber su identidad, que se entrevistaran a la noche siguiente en la pequeña casa que había alquilado y que a pesar del escaso tiempo que debía ocupar, habla adornado, de acuerdo a la misma costumbre maniática que ya hemos observado en casa de la señora de Villeparisis, con gran cantidad de recuerdos de familia, para sentirse más aclimatado. Por lo que al día siguiente, Morel, que volvía a cada rato la cabeza, temblando que lo siguiera y lo espiara el señor de Charlus, había terminado por entrar a su casa. Un mucamo lo hizo entrar al salón, diciéndole que iba a avisarle al señor (su amo le había recomendado que no pronunciara su título de príncipe temiendo despertar sospechas). Pero cuando Morel estuvo solo y quiso mirar en el espejo para ver si su mecha estaba despeinada, fue como una alucinación. Sobre la estufa, las fotografías identificables para el violinista, por haberlas visto en casa del señor de Charlus, de la princesa de Guermantes, de la duquesa de Luxembourg y de la señora de Villeparisis, lo petrificaron primeramente de asombro. En el mismo momento advirtió la del señor de Charlus, que estaba un poco apartada. El barón parecía inmovilizarlo a Morel con su mirada extraña y fija. Loco de miedo, Morel, que volvía de su primitivo estupor y no dudaba que esa no fuese una celada en que lo había hecho caer el señor de Charlus, para comprobar si le seguía siendo fiel, bajó de a cuatro los pocos escalones de la casa y se puso a correr todo lo que daba hacia el camino y cuando el príncipe de Guermantes (después de haber hecho esperar lo que creyó necesario a una relación de paso, no sin haberse preguntado si era muy prudente y si el individuo no sería peligroso), entró al salón, no encontró a nadie. Por más que explorara toda la casa, que no era grande, con su mucamo y con el revólver en la mano, las vueltas del jardincillo, y el sótano, el compañero cuya presencia creyera segura, había desaparecido. Lo encontró varias veces en el transcurso de la semana siguiente. Pero cada vez era Morel, el individuo peligroso el que se escapaba como si el príncipe lo fuera aún más. Encastillado en sus sospechas, Morel nunca las disipó y aún en París, la presencia del príncipe de Guermantes bastaba para ponerlo en fuga. Por lo que el señor de Charlus se vio protegido de una infidelidad que lo desesperaba y vengado, sin haberlo imaginado nunca ni sobre todo en qué forma.
Pero ya los recuerdos de lo que me habían contado a ese respecto se ven reemplazados por otros, porque el B. C. N., volviendo a su andar de carreta seguía depositando o recogiendo los pasajeros en las estaciones siguientes.
En Grattevast, donde vivía su hermana con la que pasara la tarde, subía a veces el señor Pedro de Verjus, conde de Crécy (que llamaban sólo el Conde de Crécy), gentilhombre pobre pero de una infinita distinción que había conocido yo por medio de los Cámbremer, con quien estaba por otra parte escasamente relacionado. Reducido a una vida extremadamente modesta, casi miserable, sentía que un cigarro, una «consumición», le eran tan agradables que me acostumbré a invitarlo a Balbec, los días en que no podía verla a Albertina. Muy fino, sabía expresarse a las mil maravillas, completamente canoso, con unos ojos azules encantadores y hablaba sobre todo como si fuera con el borde de los labios, muy delicadamente, del confort de la vida señorial que evidentemente había conocido y también de genealogías. Al preguntarle yo qué llevaba grabado en su anillo, me dijo con una sonrisa modesta: «Es una rama en agraz —simbólica, ya que me llamo Verjus[88]— con tallos y hojas en sinople[89]». Pero creo que se hubiera desilusionado si en Balbec sólo le hubiese ofrecido para beber vino en agraz. Le gustaban los vinos más costosos, sin duda por privación, por conocimiento profundizado de aquello de que estaba privado, por afición y quizás por una exagerada inclinación. Por eso cuando lo invitaba a comer en Balbec, encargaba la cena con una ciencia refinada, pero comía con algún exceso y sobre todo bebía haciendo entibiar aquellos vinos que debían serlo y helar los que deben estar en el hielo. Antes de la comida y después indicaba la fecha o el número que deseaba para un oporto o un coñac como lo hubiese hecho para la erección generalmente ignorada de un marquesado, que también conocía a la perfección.
Como yo era un cliente preferido de Aimé, le encantaba que ofreciera esas cenas extras y le gritaba a los mozos: «¡Pronto, preparen la mesa 25!», ni siquiera decía preparen, sino prepárenme, como si fuera para él. Y como el lenguaje de los Zaitres no es totalmente igual al de los jefes de mesa, semijefes, mozos, etc., en el momento en que pedía yo la adición, le decía al mozo que nos había servido, con un gesto reiterado y tranquilizador del reverso de la mano, como si quisiera calmar un caballo dispuesto a desbocarse: «No cargue mucho (para la adición), despacio, muy despacio». Y como el mozo se iba provisto de esa ayuda para la memoria, Aimé, que temía que sus recomendaciones no se siguieran exactamente, le recordaba. «Espere, voy a poner las cifras yo mismo». Y al decirle yo que eso no tenía importancia: «Tengo por principio que, como se dice vulgarmente, no debe estafarse al cliente». En cuanto al director, debido a los trajes sencillos, siempre iguales y bastante usados de mi invitado (sin embargo nadie como él hubiese practicado mejor el arte de vestirse fastuosamente, como un elegante de Balzac, si contara con los medios) se conformaba, por mí inspeccionando desde lejos si todo andaba bien y con una mirada ordenaba colocar una calza bajo la pata de una mesa que no tenía estabilidad. Y no es que no supiese prestar una mano como cualquiera, aunque ocultase sus comienzos como lavaplatos. Se necesitó sin embargo una circunstancia excepcional para que recortara personalmente un día las pavitas. Yo me había ido pero supe que lo hizo con una majestad sacerdotal, rodeado, a respetuosa distancia del trinchante, por un círculo de mozos que buscaban con ello no tanto aprender como ponerse en evidencia y ofrecían un aspecto beatífico de admiración. Vistos por otra parte por el director (hundiéndose con un gesto lento en los flancos de las víctimas y sin despegar los ojos, penetrado por su alta función como si debiese leer algún augurio) no lo fueron en absoluto. El sacrificador ni siquiera advirtió mi ausencia. Cuando lo supo, se desesperó. «¿Cómo, no me vio trinchar personalmente las pavitas?». Le contesté que no habiendo podido ver hasta entonces ni Roma, ni Venecia ni Siena, el Prado, el museo de Dresde, las Indias ni Sarah en Fedra, conocía la resignación y agregaría su trinchada de las pavitas a mi lista. La comparación con el arte dramático (Sarah en Fedra) fue la única que pareció comprender, porque por mí sabía que los días de grandes representaciones, Coquelin, el mayor, había aceptado papeles de debutante, hasta el de un personaje que dice una palabra o no dice nada. «De cualquier manera, lo siento por usted. ¿Cuándo trincharé de nuevo? Se necesitaría un acontecimiento, se necesitaría una guerra». (Se necesitó efectivamente el armisticio). Desde ese día cambió el calendario, y se contó en esta forma: “Al día siguiente del día en que trinché las pavitas”. “Justamente ocho días después que el director trinchó personalmente las pavitas”. Así esa disección fue, como el nacimiento de Cristo o la Égira, el punto de partida de un calendario distinto al de los demás, pero que no tomó su extensión y no igualó su duración.
La tristeza de la vida del señor de Crécy se originaba tanto por no tener más caballos y una mesa suculenta, como por estar en la proximidad de gente que creía que Cambremer y Guermantes eran uno solo. Cuando vio que yo sabía que Legrandin, que se hacía llamar ahora Legrand de Méséglise, no tenía ningún derecho para ello, encendido además por el vino que bebía, tuvo algo como un transporte de alegría. Su hermana me decía con expresión de entendido: «Nunca mi hermano se siente más feliz que cuando puede conversar con usted». Se sentía existir efectivamente, desde que había descubierto a alguien que conocía la mediocridad de los Cambremer y la grandeza de los Guermantes; alguien para quien existía el universo social. Tal como después del incendio de todas las bibliotecas del globo y la ascensión de una raza enteramente ignorante, un viejo latinista volviera a tomar pie y confianza en la vida al oírle citar a alguien un verso de Horacio. Por eso, si no abandonaba nunca el vagón sin decirme: «¿Para cuándo nuestra pequeña reunión?», no era tanto por avidez de parásito sino por gula de erudito y porque consideraba los ágapes de Balbec como una oportunidad de conversar, a un tiempo, de temas que le eran caros y de los que no podía hablar con nadie y análogos en eso a esas comidas en que reúnen a fecha fija, ante la mesa particularmente suculenta del Círculo de la Unión, la Sociedad de los bibliófilos. Muy modesto en lo concerniente a su propia familia, no me enteré por medio del señor de Crécy de cuál era su grandeza y cómo resultaba una rama auténtica —desprendida en Francia— de la familia inglesa que lleva el nombre de Crécy. Cuando supe que era un verdadero Crécy, le conté que una sobrina de la señora de Guermantes se había casado con un americano que se llamaba Carlos Crécy y le dije que suponía que no tendría ninguna relación con él. «Ninguna, —me dijo—. No más, aunque por otra parte mi familia no tenga tanta ilustración como tantos americanos que se llaman Montgommery, Berry, Chaudos o Capel tampoco tienen ninguna vinculación con las familias de Pembroke, Buckingham, Essex o el duque de Berry». Pensé decirle varias veces, para divertirlo, que la conocía a la señora de Swann, quien como cocotte[90] era conocida antiguamente con el nombre de Odette de Crécy; pero aunque el duque d’Alençon no se pudiera disgustar porque se hablara con él de Emiliana d’Alençon, no me sentí lo suficientemente vinculado con el señor de Crécy para llevar la broma hasta allí. «Su familia es muy grande» me dijo un día el señor de Montsurvent. «Su patronímico es Saylor». Y agregó que sobre su viejo castillo, por encima de Incarville, —por otra parte ahora casi inhabitable y aunque había nacido muy rico hoy estaba demasiado arruinado para repararlo se leía aún la antigua divisa de la familia. Esa divisa me pareció muy hermosa, ya fuera que la aplicasen a la impaciencia de una raza de presa metida en ese nido de aves de rapiña de donde antes debió tomar vuelo, ya fuera hoy, que al contemplar su declinar, esperaba la muerte cercana, en ese retiro dominante y salvaje. Es en ese doble sentido que esta divisa juega con el nombre de Saylor[91]: «Ignoro la hora».
Hasta Hermenonville subía a veces el señor de Chevregny, cuyo nombre, nos dijo Brichot, significaba como el de monseñor Cabriéres, lugar donde se reúnen las cabras. Era pariente de los Cambremer y debido a eso y por un falso sentido de la elegancia, estos lo invitaban a menudo a Féterne, pero sólo cuando no tenían que deslumbrar a algún invitado. Como vivía todo el año en Beausoleil, el señor de Chevregny se había conservado más provinciano que ellos. Por eso cuando iba a pasar algunas semanas en París, no perdía un solo día de todo aquello que «debía verse»; hasta el punto que a veces, algo aturdido por la cantidad de espectáculos demasiado rápidamente digeridos, cuando se le preguntaba si había visto determinada pieza, le sucedía no estar seguro. Pero esa vaguedad era muy rara, porque conocía las cosas de París con esa minucia particular de aquellos que lo visitan de tarde en tarde. Me aconsejaba las “novedades” que debían verse (Eso vale la pena) considerándolas únicamente desde el punto de vista de la noche agradable que provocan e ignorante del punto de vista estético, hasta no sospechar siquiera que podían constituir en efecto una “novedad” en la historia del arte. Así es como hablando de todo en un mismo plano, nos decía: «Hemos ido una vez a la Ópera Cómica, pero el espectáculo no valía gran cosa. Se llama Pelléas y Melisande. Es insignificante. Perder sigue siendo bueno, pero es mejor verlo en otra pieza. En cambio, en el Gymnase dan La castellana. La hemos visto dos veces, no dejen de verla, vale la pena; y además la representan de una manera encantadora; tienen ustedes a Frévalles, María Magnier y Baron, hijo»; hasta me citaba nombres de actores que nunca había oído yo y sin llamarlos previamente, señor, señora o señorita, como lo hubiese hecho el duque de Guermantes, que hablaba con el mismo tono ceremoniosamente desdeñoso de las “canciones de la señorita Yvette Guilbert” y los “experimentos del señor Charcot”. El señor de Chevregny no hacía lo mismo; él decía Cornaglia y Dehelly, como si dijera Voltaire y Montesquieu. Porque en él, con respecto a los actores como con todo lo que venía de París, el deseo de mostrarse desdeñoso del aristócrata se veía vencido por el de parecer familiar que tenía el provinciano.
Desde la primera comida que tuve en la Raspeliére, con lo que en Féterne se seguía llamando el «joven matrimonio», aunque el señor de Cambremer y la señora ya no fuesen de primera juventud la anciana marquesa me haba escrito una de esas cartas cuya letra reconoce uno entre miles. Me decía: «Traiga a su prima deliciosa, encantadora, agradable. Será un encanto, un placer», errando siempre con tanta infalibilidad la progresión esperada por quien recibía su carta, que acabé por cambiar de opinión acerca de la naturaleza de esos diminuendos, por suponerlos voluntarios y encontrar en ellos la misma depravación del gusto —traspuesta al orden mundano— que llevaba Sainte-Beuve a quebrar todas las alianzas de las palabras y alterar toda expresión algo corriente. Dos métodos sin duda enseñados por maestros distintos, se oponían en ese estilo epistolar, compensando el segundo en la señora de Cambremer la vulgaridad de los adjetivos múltiples, empleándolos en gama descendente, evitando concluir con el acorde perfecto mayor. En cambio me inclinaba a ver en esas graduaciones inversas, no ya un refinamiento como cuando eran la obra de la marquesa anciana, sino una torpeza como cada vez que la empleaban el marqués, su hijo o sus primas. Porque en toda la familia, hasta un grado bastante lejano y por una imitación admirativa de la tía Zelia, la regla de los tres adjetivos estaba a la orden del día, asimismo como una determinada manera entusiasta de aspirar reiteradamente al hablar. Imitación incorporada a la sangre por otra parte; y cuando una chiquilla de la familia, en su infancia, se detenía al hablar para tragar saliva, se decía: «Se parece a la tía Zelia»; advertían que más tarde sus labios tendrían una tendencia bastante rápida a oscurecerse con un ligero bozo y se prometían cultivarle sus disposiciones para la música. Las relaciones de los Cambremer con la señora de Verdurin no tardaron en ser menos perfectas que conmigo, por diferentes motivos. La querían invitar a esta. La “joven” marquesa me decía desdeñosamente: «No veo por qué no invitaríamos a esa mujer; en el campo una se trata con cualquiera, no tiene consecuencias». Pero bastante impresionados, en el fondo, no dejaban de consultarme acerca de la forma en que realizarían su deseo de cortesía. Como nos habían invitado a comer a Albertina y a mí, con amigos de Saint-Loup, gente elegante de la región, dueños del castillo de Gourville y que representaban algo más que lo mejorcito normando, que le gustaba tanto a la señora de Verdurin aunque no quisiera aparentarlo, les aconsejé a los Cambremer que invitaran conjuntamente con ellos a la Patrona. Pero los castellanos de Féterne, por temor (a tal punto eran tímidos) de descontentar a los nobles amigos o (a tal punto eran cándidos) a que el señor Verdurin y señora se aburriesen con gente que no era intelectual o aún (como estaban impregnados de un espíritu de rutina todavía no fecundado) por no mezclar los estilos y cometer un yerro, declararon que no harían buenas migas y que sería mejor reservarla a la señora de Verdurin (a la que se invitaría con su pequeño grupo) para otra comida. Para la próxima —la elegante— con los amigos de Saint-Loup no invitaron de todo el pequeño núcleo sino a Morel para que el señor de Charlus se informara indirectamente de la gente brillante que recibían y también para que el músico les resultase un elemento de distracción a los invitados; porque le pedirían que llevara el violín. Le agregaron a Cottard porque el señor de Cambremer declaró que tenía ímpetu y «lucía bien» en una comida; y además podía resultar cómodo estar en buenos términos con un médico para el caso en que se tuviera algún enfermo. Pero lo invitaron solo para «no empezar nada con la mujer». La señora de Verdurin se sintió ultrajada cuando supo que dos miembros del pequeño grupo habían sido invitados a comer íntimamente en Féterne sin ella. Le dictó al médico, cuyo primer movimiento había sido el de aceptar, una altiva respuesta en que decía: «Cenamos esa noche en casa de la señora de Verdurin», plural que debía constituir una lección para los Cambremer y señalarles que no era separable de la señora de Cottard. En cuanto a Morel, la señora de Verdurin no necesitó trazarle una conducta descortés, que siguió espontáneamente y he aquí el porqué. Si tenía frente al señor de Charlus, en lo que se refería a sus placeres, una independencia, que afligía al barón, ya hemos visto que la influencia de este último se hacía sentir más en otros dominios y que había ensanchado, por ejemplo, los conocimientos musicales y depurado el estilo del virtuoso. Pero no era aún, por lo menos a esta altura de nuestro relato, más que una influencia. En cambio había un terreno, sobre el cual lo que decía el señor de Charlus era ciegamente creído y ejecutado por Morel. Ciega y descabelladamente porque no sólo las enseñanzas del señor de Charlus eran erróneas, sino que aunque hubiesen resultado válidas para un gran señor, aplicadas al pie de la letra por Morel se hacían burlescas. El terreno en que Morel se ponía tan crédulo y era tan dócil a su amo, era el terreno social. El violinista, que antes de conocer al señor de Charlus, no tenía ninguna noción del mundo, había tomado al pie de la letra el boceto altivo y sumario que le había trazado el barón: «Hay cierto número de familias preponderantes, le había dicho el señor de Charlus, ante todo los Guermantes, que cuentan catorce alianzas con la casa de Francia, lo que es por otra parte especialmente halagador para la casa de Francia, porque a Aldonzo de Guermantes y no a Luis el Gordo, su hermano consanguíneo pero segundogénito, debía haberle correspondido el trono de Francia. Bajo Luis XIV, nos enlutamos cuando murió Monsieur, como que teníamos la misma abuela que el rey; muy por debajo de los Guermantes, se puede sin embargo citar a los La Trémoïlle, descendientes de los reyes de Nápoles y de los condes de Poitiers; los de Uzés, de familia escasamente antigua pero que son los pares más antiguos; los Luynes, muy recientes pero con el brillo de grandes alianzas; los Choiseul, los Harcourt, los La Rochefoucauld. Agregue todavía los Noailles, a pesar del conde de Toulouse los Montesquiou, los Castellane, los Castellane y salvo olvido, eso es todo. En cuanto a todos esos caballeretes que se llaman marqueses de Cambremer o de Quetezurzan, no hay ninguna diferencia entre ellos y el Último conscripto del regimiento. Que usted vaya a hacer pis a casa de la condesa Caca o caca a casa de la baronesa Pis, es lo mismo, habrá comprometido su reputación y confundido un trapo sucio con un papel higiénico. Lo que es antihigiénico». Morel había recogido piadosamente esa lección de historia, quizás algo sumaria y juzgaba las cosas como si él mismo fuera un Guermantes y deseaba una ocasión de encontrarse con los falsos La Tour d’Auvergne, para hacerles sentir con un desdeñoso apretón de manos, que no los tomaba en serio. En cuanto a los Cambremer, he aquí que justamente podía demostrarles que no eran mucho más que «el último conscripto de su regimiento». No contestó su invitación y la noche de la comida se disculpó a última hora con un telegrama, encantado, como si acabara de proceder como un príncipe de la sangre. Se debe agregar por otra parte que no puede imaginarse uno, de modo más general, cómo el señor de Charlus podía ser insoportable, quisquilloso y hasta tonto, él tan fino, en todas las oportunidades en que entraban en juego todos los defectos de su carácter. Puede decirse, efectivamente, que estos constituyen algo parecido a una enfermedad intermitente del espíritu. ¿Quién no ha notado el hecho en mujeres y aun en hombres que dotados de notable inteligencia, pero afligidos de nerviosidad, cuando son felices, tranquilos y satisfechos de lo que los rodean, hacen admirar sus preciosos dones y es exactamente la verdad la que habla por su boca? Una jaqueca, una insignificancia de amor propio basta para cambiarlo todo. La inteligencia luminosa, brusca, convulsiva y encogida, ya no refleja sino un yo irritado, suspicaz, coqueto, que hace todo lo necesario para disgustarnos.
La cólera de los Cambremer fue viva; y en el intervalo, otros incidentes aportaron cierta tensión a sus relaciones con el pequeño clan. Al volver los Cottard, Charlus, Brichot, Morel y yo, de una comida en la Raspeliére y como los Cambremer, que habían almorzado en casa de unos amigos en Harambouville, realizaran a la ida parte del trayecto con nosotros: «A usted, a quien tanto le gusta Balzac y lo sabe reconocer en la sociedad contemporánea, le había dicho yo al señor de Charlus esos Cambremer deben parecerle escapados de las Escenas de la Vida de Provincia». Pero el señor de Charlus, como si hubiese sido totalmente su amigo y le disgustara mi observación, me cortó bruscamente la palabra: «Usted dice eso porque la mujer es superior al marido, me dijo secamente». «¡Oh!, no quería decir que fuese la musa del departamento, ni la señora de Bargeton aunque…». El señor de Charlus volvió a interrumpirme: «Diga más bien la señora de Mortsauf». Se detuvo el tren y bajó Brichot. «Por más que le hiciéramos señas, usted es terrible». «¿Cómo es eso?». «Vamos, ¿no ha advertido usted que Brichot está locamente enamorado de la señora de Cambremer?». Vi por la actitud de los Cottard y de los Charlie, que eso no le ofrecía la menor duda al pequeño núcleo. Creí que habría de su parte cierta malevolencia. «Vamos, ¿no observó usted cómo su turbó al hablar de ella?», repuso el señor de Charlus, que gustaba demostrar experiencia de las mujeres y hablaba del sentimiento que inspiran con naturalidad y como si ese sentimiento fuera el que él experimentara habitualmente. Pero cierto tono de paternidad equívoca con todos los jóvenes —a pesar de su amor exclusivo por Morel— desmentía con el tono, las vistas de mujeriego que exponía: «¡Oh!, a esos muchachos —dijo con una voz aguda, amanerada y cadenciosa— hay que enseñarles todo, son inocentes como un recién nacido; no saben reconocer cuándo está enamorado un hombre de una mujer. A su edad yo era más experimentado», agregó porque le gustaba emplear las expresiones del mundo apache[92] quizás por afición, quizás para no aparentar, evitándolas, que frecuentaba aquellos para los que constituía el vocabulario corriente. Algunos días más tarde, debí entregarme a la evidencia y reconocer que Brichot estaba enamorado de la Marquesa. Desgraciadamente aceptó varios almuerzos en casa de ella. La señora de Verdurin estimó que ya era tiempo de manifestar oposición. Fuera de la utilidad que le suponía a una intervención, para la política del pequeño núcleo, esas especies de explicaciones y los dramas que desencadenaban le gustaban cada vez más, como los que hacen nacer la ociosidad tanto en el mundo aristocrático como en la burguesía. Fue un día de gran emoción en la Raspeliére cuando se vio a la señora de Verdurin desaparecer durante una hora con Brichot, a quien se supo le había dicho que la señora de Cambremer se burlaba de él, que era el hazmerreír de su salón, que iba a deshonrar su vejez y comprometer su posición en la enseñanza. Llegó hasta hablarle en términos conmovedores de la lavandera con quien vivía en París y de su pequeña hija. Ganó Brichot dejó de ir a Féterne, pero fue tal su pesar que durante dos días pudo creerse que iba a perder por completo la vista y de cualquier modo su enfermedad había dado un salto para adelante que ya no pudo evitarse. Sin embargo, los Cambremer, cuya cólera contra Morel era grande, invitaron una vez y a propósito, al señor de Charlus, pero sin él. Al no recibir respuesta del barón, creyeron haber cometido una torpeza y suponiendo que el rencor es mal consejero, escribieron un poco tardíamente a Morel, humillación que provocó la sonrisa del señor de Charlus, demostrándole su poder. «Usted responderá por ambos, que acepto», dijo el barón a Morel. Llegado el día de la comida, esperaban en el salón grande de Féterne. Los Cambremer daban esa comida en realidad para lo más elegante, que eran el señor Féré y la señora. Pero temían a tal punto disgustar al señor de Charlus que aunque habían conocido a los Féré por intermedio del señor de Chevregny, la señora de Cambremer sintió fiebre cuando el día de la comida vio que este los visitaba en Féterne. Se intentaron todos los pretextos para despacharlo a Beausoleil lo antes posible, no lo suficiente sin embargo para que dejara de cruzarse en el patio con los Féré, que se sintieron tan chocados de ver que lo echaban como avergonzado se sentía él. Pero a toda costa los Cambremer querían ahorrarle al señor de Charlus la presencia del señor de Chevregny, estimando que este era provinciano debido a los matices que se descuida en familia, pero que sólo se tienen en cuenta frente a los extraños, que son precisamente los únicos que no los advertirían. Pero a uno no le gusta enseñar esos parientes que se han quedado en lo que ya nos esforzamos por no ser. En cuanto a los Féré, eran en el más alto grado lo que se llama gente “muy bien”. A los ojos de quienes los calificaban en esa forma sin duda los Guermantes, los Rohan y muchos otros también eran gente muy bien pero su nombre evitaba tener que decirlo. Como no todos conocían el elevado nacimiento de la madre del señor Féré y el círculo extraordinariamente restringido que frecuentaban ella y su marido, cuando acababan de nombrarlos, se agregaba siempre, a título explicativo, que eran gente de lo mejor. ¿Su nombre oscuro les indicaba una especie de altiva reserva? De cualquier modo los Féré no veían a cierta gente que hubieran frecuentado los de La Trémoïlle. Se había necesitado la situación de reina al borde del mar que tenía en la Mancha la vieja marquesa de Cambremer, para que los Féré asistiesen cada año a una de sus recepciones. Los habían invitado a cenar y se especulaba mucho con el efecto que sobre ellos iba a producir el señor de Charlus. Anunciaron discretamente que estaba entre los convidados. Por casualidad la señora de Féré no lo conocía. La señora de Cambremer experimentó con ello una viva satisfacción y la sonrisa del químico que por primera vez va a poner en contacto dos cuerpos particularmente importantes le recorrió el rostro. Se abrió la puerta y la señora de Cambremer estuvo a punto de desmayarse al ver que Morel entraba solo. Como un secretario de los comandos, encargado de disculpar a su ministro; como una esposa morganática que expresa cuánto lamenta estar indispuesto el príncipe (así se portaba la señora de Clinchamp con el duque de Aumale), Morel dijo con el más ligero de los tonos: «El barón no podrá asistir. Está un poco indispuesto; por lo menos supongo que será por eso; no lo he encontrado esta semana» —agregó, desesperando hasta con estas últimas palabras a la señora de Cambremer, que le había dicho al señor Féré y la señora, que Morel veía a toda hora al señor de Charlus—. Los Cambremer fingieron que la ausencia del barón era un nuevo atractivo para la reunión y sin dejar que Moret los oyese decían a sus invitados: «Lo haremos sin él, ¿verdad?, será más agradable». Pero estaban furiosos, sospecharon una cábala organizada por la señora de Verdurin y cuando esta volvió a invitarlos a la Raspeliére, el señor de Cambremer, que no podía resistir el placer de ver su casa de nuevo y encontrarse con el pequeño grupo, asistió pero solo, diciendo que la Marquesa lo sentía muchísimo, pero que su médico le había ordenado no salir del cuarto. Los Cambremer creyeron que esa presencia a medias daba a la vez una lección al señor de Charlus y les enseñaba a los Verdurin que no les debían sino una cortesía limitada, como cuando antaño las princesas de la sangre acompañaban a las duquesas, pero sólo hasta la mitad del segundo cuarto. Al cabo de algunas semanas estaban casi disgustados. El señor de Cambremer me lo explicaba así: «Le diré que con el señor de Charlus era sumamente difícil. Es extremadamente dreyfusista…». «¡Pero no!». «Sí… de cualquier manera, lo es su primo, el príncipe de Guermantes; bastante les arrojan la piedra por ello. Tengo unos parientes que se fijan mucho en estas cosas. No puedo frecuentar a esa gente; me disgustaría con toda mi familia». «Ya que el príncipe de Guermantes es dreyfusista, tanto mejor, dado que Saint-Loup, que según parece se casa con la sobrina, también lo es. Quizás sea ese el motivo del casamiento». «Vamos, querida, no diga usted que Saint-Loup, a quien tanto queremos, es dreyfusista. No se deben difundir esos rumores a la ligera, dijo el señor de Cambremer. Usted lo dejaría mal parado en el ejército». «Lo ha sido, pero ya no lo es, le dije al señor de Cambremer. En cuanto a su casamiento con la señorita de Guermantes-Brassac, ¿es verdad?». «No se habla de otra cosa, pero usted está en buenas condiciones para saberlo». «Pero si les repito que a mí misma me dijo que era dreyfusista, agregó la señora de Cambremer. Es por otra parte muy disculpable. Los Guermantes son alemanes a medias». «En cuanto a los Guermantes de la calle Varenne, usted puede decir del todo, dijo Cancan. Pero con Saint-Loup, es harina de otro costal; por más que tenga toda una parentela alemana, su padre reivindicaba ante todo su título de gran señor francés; volvió al servicio en 1871 y lo mataron de la manera más honrosa durante la guerra. Por más puntilloso que yo sea sobre ese asunto, no hay que exagerar ni en uno ni en otro sentido. In medio… virtus ¡ah!, no puedo recordarlo. Es algo que dice el doctor Cottard. Ese sí que tiene siempre la palabra oportuna. Usted debía tener aquí un pequeño Larousse». Para no verse obligado a pronunciarse sobre la cita latina y abandonar el tema de Saint-Loup, en el que su marido parecía advertirle falta de tacto, la señora de Cambremer se refirió a la Patrona, cuyo disgusto con ellos debía explicarse aún más. «Le hemos alquilado sin inconvenientes la Raspeliére a la señora de Verdurin, dijo la marquesa. Sólo que parecía que conjuntamente con la casa y todo lo que consiguió, el goce del prado, los cortinados antiguos, cosas todas que no estaban en el contrato, tendría más derecho a sentirse vinculada con nosotros. Son cosas completamente distintas. Nuestro error consiste en no haberlas delegado sencillamente en un gerente o una agencia. En Féterne no tiene importancia, pero ya veo desde aquí el gesto de mi tía de Ch’nouville si viera llegar en mi día de recibo a la vieja de Verdurin con sus cabellos sueltos. En cuanto al señor de Charlus, naturalmente conoce a gente muy bien, pero también conoce otra muy mal». Yo preguntaba. Urgida, la señora de Cambremer acabó por decir: «Se dice que mantenía a un señor Moreau, Morille, Morue, ya no sé quién. Ninguna relación, se entiende, con el violinista Morel, agregó ruborizándose. Cuando supe que la señora de Verdurin se imaginaba que por ser nuestra inquilina en la Mancha, tendría derecho a visitarme en París, comprendí que había que cortar el cable».
A pesar de ese disgusto con la Patrona, los Cambremer no estaban en malas relaciones con los fieles y subían de buen grado a nuestro vagón cuando estaban en la línea. A punto de llegar a Doville, Albertina sacaba por última vez su espejo, creía a veces útil cambiarse los guantes o quitarse por un rato el sombrero y con la peineta de carey que le había regalado yo y que tenía en los cabellos, se alisaba las ondas, lo esponjaba y si era necesario, por encima de la ondulación que bajaba en valles regulares hasta la nuca, enderezaba su rodete. Una vez ubicados en los coches que nos esperaban, ya no se sabía dónde estábamos; los caminos no tenían luz; por el ruido más sonoro de las ruedas se sabía que atravesábamos una aldea; creíamos haber llegado y nos encontrábamos en pleno campo; oíamos campanas lejanas, olvidando que estábamos de smoking y nos habíamos dormido casi; cuando al cabo de ese amplio margen de oscuridad que debido a la distancia recorrida y los incidentes característicos en todo trayecto en ferrocarril, parecía que habíamos llegado a una hora avanzada de la noche; y casi a mitad de camino de un regreso hacia París, de pronto, en cuanto el deslizar del coche sobre una arena más fina revelaba que acabábamos de entrar al parque, estallaban y nos reintegraban a la vida mundana las luces brillantes del salón, luego del comedor, donde experimentábamos un vivo movimiento de retroceso al oír dar las ocho que creíamos pasadas hacía rato mientras los numerosos servicios y los vinos finos iban a sucederse alrededor de los hombres de frac y de las mujeres semiescotadas, en una cena rutilante de luces, como una verdadera comida en la ciudad y que sólo rodeaban, cambiando por ello su carácter, la doble bufanda singular y sombría que tejieran —desviadas por esa utilización social, de su solemnidad primitiva— las horas nocturnas, campestres y marinas de la ida y la vuelta. Esta nos obligaba, en efecto, a dejar el esplendor radiante y pronto olvidado del salón luminoso, por los coches en que me las arreglaba para estar con Albertina, para que mi amiga no pudiese estar con otros, sin mí y a menudo por otro motivo más, y es que ambos podíamos hacer muchas cosas en un coche a oscuras en el que los sacudones de la bajada nos justificaban para el caso en que se filtrara bruscamente un rayo de luz, por estar abrazados juntos. Cuando el señor de Cambremer no estaba disgustado aún con los Verdurin, me preguntaba: «¿No le parece que con esa niebla va a tener sofocaciones? Mi hermana las ha tenido y terribles esta mañana. ¡Ah!, usted también las tiene, decía con satisfacción. Se lo diré esta noche. Ya sé que al volver se informará enseguida si hace tiempo que no las ha tenido usted». No me hablaba de las mías por otra parte más que para llegar a las de su hermana y sólo me hacía describir las particularidades de las primeras para señalar mejor las diferencias que había entre ambos. Pero a pesar de estas, como le parecía que las sofocaciones de su hermana debían tener autoridad, no podía creer que lo que le conviniera a las suyas no conviniera a las mías y se irritaba porque yo no lo ensayaba, y es que hay algo aún más difícil que limitarse a un régimen y consiste en no imponérselo a los demás. «Por otra parte, qué digo yo, profano, cuando está usted aquí, en el areópago, en la misma fuente. ¿Qué piensa de ello el profesor Cottard?». Volví a ver por otra parte nuevamente a su mujer porque había dicho que mi prima tenía un aspecto curioso y quería saber qué entendía por ello. Negó haberlo dicho pero acabó por confesar que había hablado de una persona que creyó encontrar con mi prima. No sabía su nombre y dijo finalmente que si no se equivocaba era la mujer de un banquero, que se llamaba Lina, Linette, Lisette, Lía; en fin algo por el estilo. Yo supuse que «mujer de un banquero» sólo había sido colocado para mayor demarcación. Quise preguntarle si era cierto a Albertina. Pero prefería parecer el que sabe al que pregunta. Por otra parte Albertina no me hubiera contestado nada o un «no» cuya n vacilara demasiado y la o fuese demasiado llamativa. Albertina nunca contaba hechos que pudieran perjudicarla, sino otros que sólo podían explicarse por los primeros, ya que la verdad era más bien una corriente que parte de lo que nos dicen y que uno capta, por invisible que sea, la misma cosa que nos han dicho. Por eso cuando le aseguré que una mujer que había conocido ella en Vichy tenía mal aspecto, me juró que esa mujer no era en absoluto lo que yo creía y nunca había tratado de hacerle mal. Pero otro día agregó, al hablarle yo de mi curiosidad por esa clase de personas, que la señora de Vichy era también una amiga, que ella, Albertina, no la conocía, pero que la señora le había «prometido hacérsela conocer». Para que se lo hubiese prometido era pues necesario que Albertina lo deseara o que la señora supiera al ofrecérselo que le causaba placer. Pero si se lo objetara a Albertina, parecería que tenía sólo revelaciones de ella y las hubiese detenido enseguida; ya no podría saber más nada y ya no me temerían. Por otra parte estábamos en Balbec, y la dama de Vichy habitaba Menton con su amiga; el alejamiento y la imposibilidad del peligro hubiesen destruido prontamente mis sospechas. A menudo cuando el señor de Cambremer interpelaba desde la estación yo acababa de aprovechar las tinieblas con Albertina y con tanto más trabajo cuanto que esta había luchado un poco creyendo que no fueran lo bastante cerradas. «Usted sabe que estoy segura de que nos ha visto Cottard; por otra parte, aun sin vernos, ha oído su voz sofocada justo en el momento en que hablaban de las sofocaciones de otro tipo», me decía Albertina al llegar a la estación de Douville, donde volvíamos a tomar el trencito para el regreso. Pero ese regreso, lo mismo que el viaje de ida, al darme cierta sensación de poesía, me despertaba el deseo de viajar y llevar una nueva vida y por eso mismo me hacía encarar el abandono de todo proyecto de casamiento con Albertina y hasta el de romper nuestras relaciones definitivamente; también por lo mismo y debido a su naturaleza contradictoria, me facilitaba esa ruptura. Porque tanto a la ida como a la vuelta, a cada estación subían con nosotros o nos saludaban desde el andén personas conocidas; predominaban sobre los placeres furtivos de la imaginación, los continuados de la sociabilidad que son tan apaciguadores y tan arrulladores. Ya antes de las estaciones mismas, sus nombres (que me habían hecho soñar tanto desde el día en que las oyera durante esa primera noche en que viajara con mi abuela) se humanizaron y perdieron su singularidad desde esa noche en que Brichot ante la súplica de Albertina nos había explicado completamente sus etimologías. Me había parecido encantadora esa flor que terminaba algunos nombres como Fiquefleur, Honfleur, Flers Barfleur, Harfleur, etc., y divertido el buey que está al final de Bricqueboeuf. Pero desapareció la flor y también el buey cuando Brichot (y eso me lo había dicho el primer día en el tren) nos hizo saber que la flor quiere decir puerto (como fiordo) y que buey en normando budh, significa cabaña/ Al citar el varios ejemplos se generalizaba lo que me había parecido particular ir y Bricqueboeuf se iba a juntar con Elbeuf[93] y aun en un nombre tan individual de primera intención como el lugar, como el nombre de Pennedepie, en que las singularidades más imposibles de dilucidar con la razón me parecían mezcladas desde tiempo inmemorial en un vocablo feo, sabroso y endurecido como cierto queso normando, me desencantó encontrar el pen galo, que significa montaña y se encuentra tanto en Pennemarck, como en los Apeninos. Como a cada parada del tren advertía que tendría que repartir apretones de manos amigas, ya que no recibir visitas, le decía a Albertina: «Apúrese y pídale a Brichot los nombres que desea saber. Me había hablado usted de Marcouville l’Orgueilleuse». «Sí, me gusta mucho ese orgullo, es una aldea altiva», dijo Albertina. «Le parecería, contestó Brichot más altiva aún si en lugar de hacerse francesa o aún de baja latinidad, tal como se la encuentra en el cartulario del obispo de Bayeux, Marcovilla superba, tomara la forma más antigua, más cercana al normando Marculphivilla superba, la aldea, el dominio de Marculf. En casi todos esos nombres terminados en ville, puede usted aún ver erguirse en estas costas, al fantasma de los ásperos invasores normandos. En Harambouville, usted no tuvo, de pie en la portezuela, más que a nuestro excelente doctor, que evidentemente nada tiene de un jefe normando. Pero cerrando los ojos, podría ver al ilustre Herimund (Herimundivilla). Aunque no sé por qué se recorren estos caminos comprendidos entre Ligny y Balbec-Plage, de preferencia a los muy pintorescos que llevan desde Ligny hasta el antiguo Balbec… La señora de Verdurin ha paseado quizás por ahí en coche. Entonces habrán visto a Incarville o aldea de Wiscar y Tourville, antes de llegar a casa de la señora de Verdurin, que es la aldea de Turold. Además no sólo hubo normandos. Parece que llegaron alemanes hasta aquí (Aumenancourt, Alemanicurtis) no se lo digamos a ese joven oficial que observo; sería muy capaz de no querer volver a casa de sus primos. También hubo sajones, como lo comprueba la fuente de Sissonne (una de las metas favoritas en los paseos de la señora de Verdurin y a justo título), así como en Inglaterra el Middlessex, el Wessex. Cosa inexplicable, pareciera que hasta aquí hubieran llegado godos y moros, porque Mortagne proviene de Mauretania. El vestigio quedó en Gourville (Gothorumvilla). Algún rastro de los latinos subsiste, por otra parte, también: Lagny (Laliniacum)».
«Me pregunto la explicación de Thorpehomme, dijo el señor de Charlus. Comprendo hombre (homme) agregó mientras el escultor y Cottard cambiaban una mirada de inteligencia». «¿Pero Thorph?». «Homme, no significa de ninguna manera lo que usted supone, barón, repuso Brichot, mirando maliciosamente a Cottard y al escultor. Homme, no tiene nada que ver aquí con el sexo al que no debo mi madre. Home es holm, que significa islote, etc… En cuanto a Thorph, o aldea, lo volvemos a encontrar en cien palabras con las que aburrí a nuestro joven amigo. Así en Thorpehomme, no hay tal nombre de jefe normando, sino palabras de la lengua normanda. Ya ven ustedes cómo toda esa región ha sido germanizada». «Creo que exagera, dijo el señor de Charlus. Ayer fui a Orgeville». «Esta vez sí que le devuelvo el hombre que le había quitado en Thorpehomme, barón. Dicho sea sin pedantería, una carta de Roberto I, nos da para Orgeville, Otgervilla, el dominio de Otger. Todos esos nombres son los de los antiguos señores. Octeville la Venelle es para el Avenel. Los Avenel eran una conocida familia de la edad media. Bourguenolles, adonde nos llevó días pasados la señora de Verdurin, se escribía Bourg de móles, porque esa aldea perteneció en el siglo XI a Baudoin de Móles, así como la Chaise-Baudoin; pero henos aquí en Doncières». «¡Dios mío!, cuántos tenientes tratarán de subir, dijo el señor de Charlus con un espanto simulado. Lo digo por usted, porque a mí no me molesta, ya que bajo ahora mismo». «¿Oye, doctor?, dijo Brichot. El barón teme que los oficiales le pasen por encima. Y sin embargo están dentro de su papel al encontrarse amontonados aquí, porque Doncières es exactamente Saint-Cyr, Dominus Cyriacus. Hay muchos nombres de ciudades en que Sanctus y Sancta se ven reemplazados por dominus y domina. Por otra parte, esta ciudad tranquila y militar tiene a veces la apariencia de Saint-Cyr, de Versailles y hasta de Fontainebleau».
Durante esos regresos (así como en las idas) le decía a Albertina que se vistiera, porque demasiado sabía que tendríamos que recibir cortas visitas en Doncières, en Épreville, en Saint-Vast. Por otra parte no me eran desagradables, ya fuese en Hermenonville (el dominio de Herimund) la del señor de Chevregny, que aprovechaba que había ido a buscar unos invitados para pedirme que fuera a almorzar al día siguiente en Montsurvent o en Doncières; la invasión repentina de uno de los encantadores amigos de Saint-Loup enviado por él (si no estaba desocupado) para trasmitirme una invitación del capitán de Borodino de la mesa de oficiales al Cocq-Hardi o de los suboficiales para el Faisán de Oro. Saint-Loup venía a menudo por sí mismo y mientras se quedaba, sin que se pudiera advertirlo, yo mantenía prisionera a Albertina bajo mis miradas, por otra parte inútilmente vigilantes. Una vez sin embargo interrumpí mi guardia. Como había una larga parada, al saludarnos Bloch se escapó casi enseguida para reunirse con su padre, que acababa de heredar al tío y había alquilado un castillo que se llamaba la Encomienda y le parecía propio de un gran señor circular sólo en silla de posta, con postillones de librea. Bloch me rogó que lo acompañara hasta el coche. «Pero apúrate porque esos cuadrúpedos son impacientes; ven, hombre caro a los dioses, le causarás placer a mi padre». Pero yo sufría demasiado al dejar a Albertina en el tren con Saint-Loup; hubieran podido mientras me volvía, ir a otro vagón hablarse, sonreirse, tocarse, ya que mi mirada que se adhería a Albertina no podía desprenderse de ella mientras estuviera Saint-Loup. Y yo vi muy bien que Bloch, que me había pedido como un favor que fuera a saludar al padre ante todo creyó poco amable que se lo rehusase cuando nada me lo impedía, ya que los guardas habían avisado que el tren se quedaría por lo menos un cuarto de hora en la estación y casi todos los pasajeros sin los cuales no volvería a salir, habían bajado; y luego no dudó que eso ocurría porque decididamente era snob, ya que mi conducta en esa ocasión le pareció decisiva. Porque no ignoraba el nombre de las personas con quienes me encontraba. En efecto, el señor de Charlus me había dicho algún tiempo antes y sin recordarme o sin preocuparse que eso ya se hubiese hecho para acercarse a él: «Pero presénteme pues a su amigo; lo que usted hace es una falta de respeto para mí» y había conversado con Bloch, que pareciera gustarle enormemente al extremo de que lo gratificó con un «espero volver a verlo». «Entonces es irrevocable, no quieres andar cien metros para saludar a mi padre, a quien le causarías tanto placer», me dijo Bloch. Me apenaba fallarle aparentemente a la camaradería, y más aún por el motivo por el cual Bloch creía que yo fallaba y percibir que suponía que yo no era el mismo con mis amigos burgueses cuando había gente de rango. Desde ese día dejó de demostrarme la misma amistad y lo que me resultaba más penoso, ya no tuvo la misma estima por mi carácter. Pero para desengañarlo acerca del motivo que me retuviera en el vagón, tendría que haberle dicho algo —a saber, que sentía celos de Albertina—, lo que me hubiera resultado aún más doloroso que dejarle creer que era estúpidamente mundano. Así es como teóricamente uno cree que debiera siempre explicarse francamente y evitar los malentendidos. Pero muy a menudo los combina la vida de tal modo que para disiparlos, en las pocas circunstancias en que fuera posible, habría que revelar —lo que no es el caso aquí— algo que ofendería más a nuestro amigo que el cargo imaginario que nos atribuye o un secreto cuya divulgación —y era lo que me acababa de suceder— nos parece aún peor que el malentendido. Y además, aún sin explicarle a Bloch, ya que no podía hacerlo, el motivo por el cual no lo había acompañado, si le hubiese rogado que no se sintiera ofendido, sólo conseguiría duplicar esa ofensa al indicar que la había advertido. No había nada que hacer sino inclinarse ante ese fatum que había querido que la presencia de Albertina me impidiese acompañarlo y que creyera por el contrario que era la de esa gente brillante la que, aunque lo hubiera sido cien veces más, sólo tendría por efecto que me ocuparía entonces exclusivamente de Bloch y le reservara toda mi cortesía. Bastó así que accidentalmente, absurdamente un incidente (en este caso la presencia de Albertina y de Saint-Loup) se interpusiera entre dos destinos cuyas líneas convergían una hacia otra, para que se desviaran, se apartaran más y más y ya no pudieran acercarse. Y hay amistades más hermosas que las de Bloch y la mía, que se han visto destruidas sin que el involuntario autor del disgusto haya podido explicarle nunca al disgustado lo que sin duda curara su amor propio y devolviera su simpatía decreciente. Amistades más hermosas que la de Bloch no sería por otra parte decir mucho. Tenía todos los defectos que más me disgustaban. Mi ternura por Albertina era accidentalmente lo que me permitía soportarlos. Así en ese sencillo momento en que yo conversé con él mientras vigilada con un ojo a Roberto, Bloch me dijo que había almorzado en casa de la señora de Bontemps y que todos habían hablado con los mayores elogios de mí hasta el «declinar de Hélios». «Bueno, pensé, como la señora de Bontemps cree que Bloch es un genio, el sufragio entusiasta que me habrá concedido producirá más de lo que todos los demás pudieran haber dicho, y eso llegará de vuelta hasta Albertina. De un día al otro, no puede dejar de enterarse, y me asombra que su tía no le haya dicho todavía que soy un hombre “superior”». «Sí, agregó Bloch, todos hicieron tu elogio. Yo sólo guardé un silencio tan profundo como si en lugar del almuerzo, por otra parte mediocre que nos servían, hubiese absorbido amapola, cara al bienaventurado hermano de Tanathos y de Letea, el divino Hypnos que envuelve con dulces ligaduras el cuerpo y la lengua y no es que te admire menos que esa banda de perros ávidos con los que me habían invitado. Pero yo te admiro porque te comprendo y ellos te admiran sin comprenderte. Para decirlo mejor, te admiro demasiado para hablar así de ti, en público; me hubiera parecido una profanación alabar en voz alta lo que llevo en lo más hondo de mi corazón. Por más que me preguntaran a tu respecto, un Pudor sagrado, hijo de Kronion, me hizo enmudecer. No tuve el mal gusto de parecer descontento, pero ese pudor me pareció pariente —mucho más que de Kronion— de ese pudor que le impide a un crítico que nos admira hablar de nosotros para que el templo secreto en el que reinamos no sea invadido por la turba de los lectores ignaros y los periodistas; con el pudor del hombre de estado que no nos condecora para que no nos confundan en medio de la gente que no vale lo que nosotros; con el pudor del académico que no vota por nosotros para ahorrarnos la vergüenza de ser colega de X…, que no tiene talento; con el pudor en fin más respetable y más criminal sin embargo de los hijos que nos ruegan no escribamos de sus padres difuntos, que tuvo muchos méritos para asegurarles el silencio y el descanso, impedir que se mantenga la vida y se cree gloria alrededor del pobre muerto, que preferiría su nombre pronunciado por las bocas de los hombres a las coronas conducidas, muy piadosamente por otra parte, hasta su tumba».
Si mientras Bloch me desesperaba por no comprender los motivos que me impedían saludar a su padre, me habla irritado al confesarme que me descuidara en casa de la señora de Bontemps (ahora comprendía por qué Albertina no había aludido nunca a ese almuerzo y se quedaba en silencio cuando le hablaba del afecto de Bloch por mí) el joven israelita produjo en el señor de Charlus una impresión muy distinta al fastidio.
En verdad Bloch creía ahora que no sólo no podía yo estar ni un segundo lejos de la gente elegante, sino que celoso de las iniciativas que pudieron tener con él (como el señor de Charlus) trataba de ponerle trabas y le impedía vincularse, con ellos; pero por su parte el barón lamentaba no haber visto más a mi compañero. Según su costumbre, se cuidó de demostrarlo. Empezó por hacerme, sin aparentarlo, algunas preguntas acerca de Bloch, pero con un tono tan negligente, con un interés que parecía a tal punto simulado que nadie podía creer que oyese las respuestas. Con un aire desprendido, con una melopeya que más que indiferencia indicaba distracción y como una simple cortesía por mí. «Parece inteligente, dijo que escribía ¿tiene talento?». «Le dije al señor de Charlus que había sido muy amable al decirle que esperaba volver a verlo. Ni por un movimiento reveló el barón que había oído mi frase y como la repetí cuatro veces sin tener respuesta, acabé por dudar si no habría sido víctima de un espejismo acústico cuando creí oír lo que había dicho el señor de Charlus». «¿Vive en Balbec?», canturreó el barón, con un aspecto tan poco inquisitivo que es enojoso que el idioma francés no posea otro signo además del de interrogación para terminar esas frases aparentemente tan poco interrogativas. Es verdad que ese signo no le serviría al señor de Charlus. «No, alquilaron cerca de aquí, la “Encomienda”». Una vez que supo lo que deseaba el señor de Charlus fingió despreciar a Bloch. «¡Qué horror!, exclamó devolviéndole a la voz todo su vigor de clarín. Todas las localidades o propiedades llamadas “La Encomienda”, han sido construidas o poseídas por los Caballeros de la Orden de Malta (a la que pertenezco) como los lugares llamados el Templo o la Caballería por los Templarios. Si yo habitara la “Encomienda” sería muy natural. Pero un judío…».
«Por otra parte no me asombra; eso depende de un curioso afán por el sacrilegio propio de esa raza. En cuanto un judío tiene bastante dinero para comprar un castillo, elige siempre uno que se llama el Priorato, la Abadía, el Monasterio, la Casa de Dios. Tuve que habérmelas con un funcionario judío, ¿adivinen dónde vivía?, en Pont-l’Eveque[94]. Caído en desgracia se hizo mandar a Bretaña, en Pont-l’Abbe[95]. Cuando en Semana Santa dan esos espectáculos indecentes que se llaman La Pasión, la mitad de la sala está llena de judíos, en cantados de pensar que van a crucificar por segunda vez a Jesús, por lo menos en efigie. En el concierto de Lamoureux, tenía una vez por vecino a un rico banquero judío. Tocaron la Infancia del Cristo, de Berlioz, y estaba apenado. Pero pronto recobró la beatitud que le es habitual al oír el encantamiento de viernes santo. Su amigo vive en la Encomienda, ¡desgraciado!, ¡qué sadismo! Usted me indicará el camino —agregó volviendo a su aire indiferente—, para que un día pueda ir a ver cómo soportan nuestros antiguos dominios semejante profanación. Es una desgracia, porque es educado y parece fino. Sólo le faltaría vivir en la calle del Templo, en París». El señor de Charlus parecía con esas palabras querer encontrar únicamente un nuevo ejemplo de su teoría; pero en realidad me planteaba una pregunta con dos objetos cuyo principal era saber la dirección de Bloch. «En efecto, hizo notar Brichot, la calle del Templo se llamaba calle de la Caballería del Templo». «¿Y a ese respecto me permite una observación, barón?», dijo el universitario. «¿Qué? ¿Qué es?», dijo secamente el señor de Charlus, al que esa observación impedía conseguir su informe. «No, nada, contestó Brichot, cortado. Era a propósito de la etimología de Balbec que me habían pedido. La calle del Templo se llamaba ante Barre du Bec, porque la Abadía de Bec, en Normandía, tenía ahí, en París, su barra de justicia». El señor de Charlus nada contestó y aparentó no haber oído, lo que en él constituía una de las formas de la insolencia. «¿Dónde vive su amigo en París? Como las tres cuartas partes de las calles sacan su nombre de una iglesia o una abadía, hay probabilidades de que continúe el sacrilegio. No se puede impedir que los judíos vivan en el bulevar de la Magdalena, en el barrio de San Honorato o en la plaza de San Agustín. Mientras no llegan al pérfido refinamiento de elegir domicilio en la plaza del atrio de Nuestra Señora, en la calle del Arzobispado, en la calle Canonesa o en la del Ave-María, hay que tenerles en cuenta las dificultades». No pudimos informarle al señor de Charlus de cuál era la actual dirección de Bloch, que nos era desconocida. Pero yo sabía que los escritorios del padre estaban en la calle de los Mantos Blancos. «¡Oh, es el colmo de la perversidad!», —exclamó el señor de Charlus, que pareció hallar una profunda satisfacción en su propio grito de irónica indignación—. «¡Calle de los Mantos Blancos!», repitió, exprimiendo cada sílaba con una risa. «¡Qué sacrilegio! Piensen que esos Mantos Blancos profanados por el señor Bloch eran los de los hermanos mendicantes, llamados siervos de la Virgen que ahí estableció San Luis. Y la calle perteneció siempre a órdenes religiosas. La profanación es tanto más diabólica cuanto que a dos pasos de la calle de los Mantos-Blancos, existe una calle cuyo nombre no recuerdo y que está íntegramente concedida a los Judíos; hay ahí caracteres hebraicos en las tiendas, fábricas de pan ázimo, carnicerías judías, es enteramente la judengasse de París. Ahí debía vivir el señor Bloch. Naturalmente —repuso con énfasis y altivez para proferir conceptos estéticos que dieran por una respuesta que le dirigía a pesar de su herencia, un aspecto de antiguo mosquetero Luis XIII a su rostro erguido y hacia atrás—, no me ocupo de eso sino desde el punto de vista del arte. La política no es mi especialidad y no puedo condenar en bloque ya que de Bloch[96] se trata a una nación que lo cuenta a Spinoza entre sus hijos ilustres. Y lo admiro demasiado a Rembrandt para ignorar qué belleza puede extraerse de la frecuentación de la sinagoga. Pero en resumidas cuentas un ghetto es tanto más hermoso cuanto más homogéneo y más completo. Esté seguro por otra parte a tal punto el instinto práctico y la avidez se mezclan en ese pueblo con el sadismo, de que la proximidad de la calle hebraica de que hablo y la comodidad de tener al alcance de la mano las carnicerías de Israel le hicieron elegir a su amigo la calle de los Mantos Blancos. ¡Qué curioso! Por otra parte, por ahí vivía un extraño judío que había hecho hervir ostias, después de lo cual supongo que lo hicieron hervir a él, lo que es tanto más extraño cuanto que parecería indicar que el cuerpo de un judío vale tanto como el cuerpo de Dios. Quizás pudiera arreglarse algo con su amigo para que nos acompañe a ver la iglesia de los Mantos Blancos. Piensen que ahí es donde se depositó el cuerpo de Luis de Orleáns, después de su asesinato por Juan Sin Miedo, quien por desgracia no nos libró de los Orleáns. Estoy por otra parte personalmente en excelentes relaciones con mi primo el duque de Charles, pero en fin es una raza de usurpadores que hizo asesinar a Luis XVI, y despojó a Carlos X y Enrique V. Tienen por otra parte a quién salir, ya que cuentan a Monsieur[97] entre sus antepasados, que se llamaba sin duda así porque era la más asombrosa de las ancianas y el Regente y todo lo demás. ¡Qué familia!». Ese discurso antijudío o prohebreo —según se fijara uno en lo exterior de las frases ó en las intenciones que revelaran— había sido cortado cómicamente por mí con una frase que me había susurrado Morel y que lo había desesperado al señor de Charlus. Morel que no había dejado de advertir la impresión que produjera Bloch, me agradecía al oído haberlo «despachado», agregando cínicamente: «Hubiera deseado quedarse, todo eso son celos, ya quisiera tomar mi lugar. Es muy propio de un judío». «Hubiéramos podido aprovechar esa parada que se prolonga para pedirle explicaciones a su amigo. ¿No podría alcanzarlo usted?», me preguntó el señor de Charlus con la ansiedad de la duda. «No; es imposible, partió en coche y por otra parte, disgustado conmigo». «Gracias, gracias», me sopló Morel. «El motivo es absurdo, siempre puede alcanzarse un coche; nada le impide tomar un auto —contestó el señor de Charlus, acostumbrado a que nada se le negara. Pero al advertir mi silencio—: ¿Cuál es ese coche más o menos imaginario?», me dijo con insolencia y una última esperanza. «Es una silla de posta abierta y que ya debe haber llegado a la Encomienda». Ante lo imposible, el señor de Charlus se resignó y fingió bromear. «Comprendo que no se hayan atrevido con el cupé redundante. Hubiera sido un recupé[98]». Por fin nos avisaron que el tren salía y nos dejó Saint-Loup. Pero ese fue el único día en que al subir a nuestro vagón, me hizo sufrir a mis espaldas, ante el pensamiento que por un instante tuve de dejarlo con Albertina para acompañarlo a Bloch. Otras veces no me torturó su presencia. Porque por si misma y para evitarme toda inquietud Albertina se colocaba con cualquier pretexto de tal modo que ni siquiera involuntariamente pudiera rozarlo a Roberto, casi demasiado lejos para tener que darle la mano y desviando los ojos de él; en cuanto él estaba se ponía a conversar ostensiblemente y casi con afectación con cualquiera de los demás pasajeros, continuando ese juego hasta que Saint-Loup se alejara. De esa manera, como las visitas que nos hacía en Doncières no me causaban ningún sufrimiento, ni siquiera ninguna molestia, no eran una excepción entre las demás que me resultaban todas agradables al traerme en cierto modo el homenaje y la invitación de esa tierra. Ya desde el final del verano, en nuestro trayecto de Balbec a Douville, cuando advertía a lo lejos esa estación de San Pedro de los Tejos, donde por la noche y durante un instante centelleaba la cresta de los acantilados, rosada con el sol poniente como la nieve de una montaña, no pensaba ni en la tristeza que la vista de su extraña forma me había causado repentinamente la primera noche, dándome unas ganas tan grandes de volver a tomar el tren de regreso a París en lugar de seguir hasta Balbec el espectáculo que por la mañana podía tenerse por ahí según Elstir, en la hora anterior al sol naciente, cuando todos los colores del arco iris se reflejan en las rocas y tantas veces había despertado al chiquillo que un año le sirviera de modelo, para pintarlo desnudo en la arena. El nombre de San Pedro de los Tejos sólo me anunciaba que iba a aparecer un extraño cincuentón, ingenioso y pintado con quien podría hablar de Chateaubriand y de Balzac. Y ahora en las brumas nocturnas tras ese acantilado de Incarville, que tanto me hiciera soñar antaño, lo que yo veía, como si su greda antigua se hubiese hecho transparente, era la hermosa casa de un tío del señor de Cambremer, en la que sabía que siempre se alegrarían de recogerme, si no quisiera cenar en la Raspeliére o volver a Balbec. Así que no eran solamente los nombres de los lugares de esa zona los que habían perdido su misterio inicial, sino los mismos lugares. Los nombres ya vacíos a medias de un misterio que había reemplazado la etimología por el razonamiento, habían bajado un grado más. En nuestros regresos a Hermenonville, a Saint-Vast, a Arambouville, en momentos en que se detenía el tren, advertíamos unas sombras que en un principio no reconocíamos y que Brichot, que no veía nada, hubiera podido confundir en la noche, con los fantasmas de Herimund, Wiscar y Heribaldo. Pero se acercaban al vagón. Era sencillamente el señor de Cambremer, completamente disgustado con los Verdurin, que acompañaba a unos invitados y que de parte de su madre y de su mujer venía a pedirme si no quería dejarme «raptar» para estar algunos días en Féterne, donde iban a sucederse una excelente música que me cantaría integro a Glück y un famoso jugador de ajedrez con el que haría unos partidos excelentes y que no le irían en zaga a los de pesca y yachting en la bahía, ni siquiera a las comidas de los Verdurin para las que el marqués se comprometía solemnemente a «prestarme» haciéndome llevar y volver a buscar para mayor facilidad y también para mayor seguridad. «Pero no puedo creer que sea bueno para usted subir tan alto. Sé que mi hermana no podría soportarlo. Volvería en un estado… No está muy bien por otra parte en estos momentos. Verdaderamente, ha tenido usted un ataque tan fuerte. Mañana no podrá estar de pie». Y se desternillaba, no por maldad sino por el mismo motivo por el que no podía ver caer a un rengo en la calle sin reírse o conversar con un sordo. «¿Y antes? ¿Cómo hace quince días que no tiene nada? ¿Sabe que es muy bueno? Verdaderamente debía instalarse en Féterne, conversaría de sus sofocaciones con mi hermana». En Incarville era el marqués de Montpeyroux quien, como no había podido ir a Féterne, porque se había ausentado por la caza, venía a la estación con botas y el sombrero adornado con una pluma de faisán, a estrechar la mano de los que se iban y a mí por el mismo motivo, anunciándome la visita de su hijo para un día de la semana que no me molestara; me agradecía que lo recibiera y sería muy feliz si lo hiciera leer un poco; o el señor de Crécy, que había ido a hacer su digestión, fumando según él su pipa, aceptando uno o varios cigarros y me decía: «Y bien ¿no fija usted un día para nuestra próxima reunión a lo Lúculo? ¿No tenemos nada que decirnos? Permítame que le recuerde que está pendiente la cuestión de las dos familias de Montgommery. Tenemos que terminar eso. Cuento con usted». Otros, sólo habían venido para comprar sus diarios. Y también muchos conversaban con nosotros; siempre sospeché que no se encontraban en el andén, en la estación más cercana a su castillo más que porque no tenían otra cosa que hacer sino encontrarse un momento con desconocidos. En resumen, eran un cuadro de vida social como cualquiera esas paradas del trencito. Él mismo parecía tener conciencia del papel que le correspondía y había adquirido cierta amabilidad humana; paciente, con un carácter dócil, esperaba a los atrasados tanto como se quisiera y una vez partido aún se detenía para recoger a los que le hacían señas; lo corrían entonces, resoplando, en lo que se le parecían, pero eran distintos en cuanto lo alcanzaban a toda velocidad mientras que él no usaba sino una sabia lentitud. Así ni Hermenonville, ni Arambouville ni Incarville me evocaban ya las bizarras grandezas de la conquista normanda, no contentos de haberse despojado enteramente de la tristeza inexplicable en que los había visto bañarse otrora en la humedad nocturna. ¡Doncières! Para mí, aun después de haberlo conocido y despertado de mi ensueño, cuánto tiempo me había evocado ese nombre calles agradablemente glaciales, vidrieras iluminadas, aves suculentas. ¡Doncières! Ahora ya no era más que la estación en que subía Morel, Egleville (Aquilaevilla), aquella en que nos esperaba generalmente la princesa Sherbatoff; Maineville, la estación en que bajaba Albertina en las noches hermosas, cuando todavía no estaba demasiado cansada y tenía ganas de prolongar aún un momento conmigo, ya que por un montecillo no tenía que caminar mucho más que si se hubiese bajado en Parville (Paternivilla). No sólo ya no experimentaba el temor ansioso de aislamiento que me había oprimido la primera noche, sino que no tenía que temer siquiera que se despertase ni sentirme desarraigado o solitario en esa tierra que producía no sólo castaños o tamariscos, sino amistades que formaban a lo largo del recorrido una larga cadena interrumpida como la de las azuladas colinas, ocultas a veces en la rugosidad de una roca o detrás de los tilos de la avenida, pero que delegaba en cada posta un amable gentilhombre que venía con un apretón de manos cordial a interrumpir mi camino, impedir que advirtiera su longitud y en caso necesario ofrecerme recorrerlo conmigo. En la estación siguiente habría otro, a tal punto que el silbato del pequeño tranvía no nos hacía dejar un amigo si no era para encontrar otros. Entre los castillos menos cercanos y el ferrocarril que los bordeaba casi al paso de una persona que camina ligero, la distancia era tan reducida que en momentos en que desde los andenes, frente a las salas de espera, nos interpelaban sus propietarios, casi podíamos haber supuesto que lo hacían desde el umbral de sus puertas o desde la ventana de sus cuartos, como si la pequeña vía departamental fuera sólo una calle provinciana y el solar aislado sólo un hotel ciudadano; y aun en las escasas estaciones en que no se oía el «buenas noches» de nadie, el silencio tenía una plenitud nutricia y calmante, porque lo sabía formado con el sueño de amigos que se habían acostado temprano en el cercano solar y donde mi llegada hubiera sido saludada con alegría de haber tenido que despertarlos para pedirles algún favor de hospitalidad. Además que la costumbre llena tanto nuestro tiempo que al cabo ya no nos queda un rato libre, en una ciudad en que al llegar el día nos ofrecía la disponibilidad de sus doce horas; si una por casualidad quedaba desocupada ya no hubiera tenido la ocurrencia de emplearla en ver alguna iglesia para la que antes había ido a Balbec; ni siquiera confrontar un sitio pintado por Elstir con el boceto que viera en su casa, si no jugar otro partido de ajedrez en casa del señor de Féré. Era en efecto la influencia a tal punto degradante como el embrujo que había tenido esa región de Balbec de convertirse para mí en una verdadera zona de conocidos; si su reparto territorial, su siembra extensiva a lo largo de la costa, le daban forzosamente a las visitas a esos distintos amigos la apariencia de un viaje, restringía también el viaje hasta conservar sólo el agrado social de una serie de visitas. Los mismos nombres de lugares tan turbadores para mí como el simple Anuario de los Castillos, hojeado en el capítulo del departamento de la Mancha, me causaban tanta emoción como el Indicador de los ferrocarriles y se me habían hecho tan familiares que hubiera podido consultar ese mismo indicador en la página Balbec-Douville por Doncières con la misma tranquilidad feliz que un diccionario de direcciones. En ese valle demasiado social a cuyos flancos sentía adheridos, visibles o no, una compañía de amigos numerosos, el grito poético de la noche ya no era el de la rana o el de la lechuza, sino el «¿Cómo va?», del señor de Criquetot o el «Kaire» de Brichot. La atmósfera ya no me despertaba angustias y cargada de efluvios puramente humanos, era fácilmente respirable y hasta demasiado calmante. Para mí el beneficio era por lo menos no ver las cosas sino desde su punto de vista práctico. El casamiento con Albertina se me aparecía como una locura.