CAPÍTULO III

Me caía de sueño. Me subió por el ascensor hasta mi piso, no el ascensorista, sino aquel turbio botones que empezó una conversación para contarme que su hermana estaba siempre con aquel señor tan rico y como una vez quiso volver a su casa en lugar de seguir siendo seria, su señor había ido a ver a la madre del turbio botones y de los otros hijos más afortunados, que le habían devuelto cuanto antes la insensata a su amigo. «Usted sabe, señor, que mi hermana es una gran dama. Toca el piano y conversa en español. Y usted no lo creería por ser la hermana del sencillo empleado que lo hace subir por el ascensor; no se priva de nada; la señora tiene su mucama y no me sorprendería que un día llegase a tener coche. Es muy bonita, si viera usted, un poco altiva pero vaya, se comprende. Tiene mucho ingenio. Nunca deja un hotel sin aliviarse en un ropero o una cómoda, para dejar un pequeño recuerdo a la mucama que tendrá que limpiarlo. Algunas veces lo hace en un coche y después de haber pagado el viaje, se oculta en un rincón para reírse del cochero cuando lo ve protestar porque tendrá que volver a lavar el coche. Mi padre había acertado también cuando le encontró a mi hermano menor ese príncipe indio que había conocido antes. Claro que es otro estilo. Pero la posición es soberbia. Si no fuera por los viajes sería el sueño. Únicamente yo, hasta el momento me he quedado en la calle. Pero nunca se sabe. La suerte está en mi familia; quién sabe si algún día no seré presidente de la República. Pero lo hago charlar (no había dicho una palabra y empezaba a dormirme al oír las suyas). Buenas noches, señor. ¡Oh, gracias, señor! Si todos tuvieran su buen corazón, ya no habría desgraciados. Pero, como dice mi hermana, siempre tendrá que haberlos, ahora que soy rica para poder fastidiarlos. Disculpe la expresión. Buenas noches, señor».

Quizás aceptamos cada noche el riesgo de vivir mientras dormimos unos sufrimientos que consideramos nulos y no acaecidos porque se habrán soportado durante un sueño que creemos inconsciente. En efecto, esas noches en que volvía tarde de la Raspeliére, tenía mucho sueño. Pero en cuanto llegaron los fríos, ya no podía dormirme enseguida porque el fuego iluminaba como si hubiesen encendido una lámpara. Sólo que no era más que una llamarada y también como una lámpara, como el día cuando cae la noche, no tardaba en disminuir su luz demasiado viva; y entraba yo en el sueño que es como un segundo departamento que tuviésemos y donde fuéramos a dormir abandonando el nuestro. Tiene sus propias campanillas y a veces nos despierta violentamente un campanillazo, perfectamente percibido por nuestros oídos, cuando no ha tocado nadie, sin embargo. Tiene sus sirvientes y sus visitantes particulares que vienen a buscarnos para salir, de tal suerte que estamos dispuestos a levantarnos cuando nos vemos obligados a comprobar, por nuestra casi inmediata trasmigración al otro departamento, el de la víspera, que el cuarto está vacío y no ha venido nadie. La raza que lo habita es andrógina, como la de los primeros seres humanos. Aparece, al cabo de un instante, un hombre con el aspecto de una mujer. Las cosas tienen predisposición a convertirse en hombres, los hombres en amigos o enemigos. El tiempo que transcurre para el que duerme, durante esos sueños, es absolutamente distinto del tiempo en el que se cumple la vida del hombre despierto. Ya su curso es mucho más rápido, un cuarto de hora parece un día, a veces mucho más largo, uno cree haber dormido un poco y ha dormido durante todo el día. Entonces, en el carro del sueño, baja uno a profundidades en que no puede alcanzarlo el recuerdo y fuera de los cuales el espíritu se ha visto obligado a desandar el camino. La caballada del sueño parecida a la del sol trota con paso tan parejo en una atmósfera en que no puede detenerla ninguna resistencia, que se necesita alguna piedrita aerolítica que nos sea extraña (disparada por algún desconocido desde lo azul) para alcanzar el sueño regular (que sin eso no tendría motivo alguno para detenerse y continuaría con un movimiento igual por los siglos de los siglos) y con una curva brusca, hacerlo volver a lo real, quemar etapas, atravesar las regiones próximas de la vida donde pronto el dormido oirá los rumores aún casi vagos, pero ya perceptibles aunque deformados, y aterrizar bruscamente al despertar. Entonces desde esos sueños profundos, uno se despierta en una aurora sin saber quién es, sin ser nadie, nuevo, listo para todo, con el cerebro vacío de ese pasado que constituía hasta entonces la vida. Y quizás aún sea más bello cuando el aterrizaje del despertar se produce brutalmente y nuestros pensamientos del sueño, sustraídos por una copa de olvido, no tienen tiempo de volver progresivamente antes de que se detenga el sueño. Entonces, desde la sombría tormenta que nos parece haber atravesado (pero no decimos siquiera nosotros) salimos yacentes, sin pensamientos, un nosotros que no tuviera contenido. ¿Qué martillazo habrá recibido el ser o lo que está ahí, para ignorarlo todo, estupefacto hasta el momento en que la memoria acude y le devuelve la conciencia o la personalidad? Y para esas dos maneras de despertar, no hay que quedarse dormido, aún profundamente, bajo el imperio de la costumbre. Porque todo lo que la costumbre encierra en sus redes, lo vigila, hay que escaparle, tomar el sueño en momentos en que se creía hacer cualquier cosa menos dormir, tomar en una palabra un sueño que no permanece bajo la tutela de la previsión, con la compañía aún oculta de la reflexión. Por lo menos en esos despertares como los que acabo de describir y que la mayor parte del tiempo eran los míos cuando había cenado la víspera en la Raspeliére, todo sucedía como si así fuera y puedo atestiguarlo, yo, el extraño ser humano que mientras espera que la muerte lo libere, vive con las ventanas cerradas, nada sabe del mundo, permanece inmóvil como un búho y como este sólo ve con alguna claridad en las tinieblas. Todo transcurre como si así fuera, pero quizás sólo una capa de estopa ha impedido que el durmiente percibiese el diálogo interior de los recuerdos y la charla incesante del sueño. Porque (lo que por otra parte puede explicarse tan bien en el primer sistema, mes vasto, más misterioso, más astral) en el momento en que se produce el despertar, el durmiente oye una voz interior que le dice: «¿Vendrá usted a comer esta noche, querido amigo? ¡Qué agradable sería!», y piensa: «Sí, qué agradable será, iré»; luego al acentuarse el despertar, recuerda de pronto: «Según asegura el médico, a mi abuela sólo le quedan algunas semanas de vida». Llama y llora pensando que ya no será, como, antes su abuela, su abuela moribunda la que le contestará, sino un mucamo indiferente. Por otra parte, cuando el sueño lo llevaba tan lejos del mundo poblado por el recuerdo y el pensamiento, a través de un éter en que estaba solo, más que solo: sin tener ese compañero siquiera en que se advierte uno mismo, estaba fuera del tiempo y sus medidas. Ya entra el mucamo y no se atreve a preguntarle la hora, porque ignora si ha dormido, cuántas horas ha dormido (se pregunta si no serán cuántos días, hasta tal punto regresa con el cuerpo cansado y el espíritu reposado y el corazón nostálgico, como desde un viaje demasiado lejano para no haber durado mucho tiempo). En verdad puede pretenderse que no hay más que un tiempo por el insignificante motivo de que sólo al mirar el reloj uno ha comprobado que lo que creíamos un día no era más que un cuarto de hora. Pero en el momento en que uno lo comprueba es justamente un hombre despierto, sumergido en el tiempo de los hombres despiertos, y ha desertado el otro tiempo. Quizás más aún que otro tiempo: otra vida. Los placeres que uno tiene en sueños, no los hace figurar en la cuenta de los placeres gozados en el transcurso de la existencia. Para no aludir sino al más vulgarmente sensual de todos, ¿quién de nosotros al despertar no ha experimentado algún fastidio por haber gozado mientras dormía un placer que a menos de querer cansarse en exceso, ya no puede una vez despierto, renovar indefinidamente ese día? Es como un bien perdido. Uno ha sentido placer en otra vida que no era la nuestra. Sufrimientos y placeres del sueño (que en general se desvanecen muy pronto al despertar), si los hacemos figurar en un presupuesto, no ha de ser en el de la vida corriente.

He dicho dos tiempos; quizás haya uno solo, no que el del hombre despierto sea válido para el durmiente, pero quizás porque la otra vida, aquella en la que se duerme no está —en su parte profunda— sometida a la categoría del tiempo. Ya me lo imaginaba al quedarme dormido tan profundamente al día siguiente de las comidas de la Raspeliére. He aquí por qué. Empezaba a desesperarme al despertar cuando veía que después de haber llamado diez veces, no venía el mucamo. Al undécimo llamado entraba. Pero no era nada más que el primero. Los otros diez no eran sino esbozos del campanillazo que yo quería en el sueño que aún me duraba. Mis manos torpes ni siquiera se habían movido. Y esas mañanas (y es lo que me hace decir que el sueño quizás ignore las leyes del tiempo), mi esfuerzo para despertarme consistía especialmente en un esfuerzo de constituir el bloque oscuro y no definido del sueño que acababa de vivir en los cuadros del tiempo. No es tarea fácil; el sueño, que ignora si hemos dormido dos horas o dos días, no puede proporcionarnos ninguna referencia. Y si no la encontramos en el exterior, sin conseguir volver al tiempo, volvemos a dormirnos por cinco minutos que nos parecen tres horas.

Siempre he dicho —y experimentado— que el sueño es el hipnótico más poderoso. Después de haber dormido profundamente dos horas, haber combatido con tantos gigantes y haber trabado para siempre tantas amistades, es mucho más difícil despertarse que después de haber tomado varios gramos de veronal. Razonando así de uno al otro, me sorprendió saber por boca del filósofo noruego, que lo sabía por el señor Boutroux, su eminente colega —perdón, su cofrade— lo que pensaba el señor Bergson de las alteraciones particulares de la memoria debidas a los hipnóticos. «Se entiende, le habría dicho el señor Bergson al señor Boutroux, si creemos al filósofo noruego, que los hipnóticos tomados de vez en cuando en dosis moderadas, no tienen influencia sobre esa sólida memoria de nuestra vida diaria tan bien instalada entre nosotros. Pero existen otras memorias, más altas y también más inestables. Uno de mis colegas dicta un curso de historia antigua. Me dijo que si tomaba un comprimido para dormirse la noche anterior, luego durante el curso le costaba encontrar las citas griegas que necesitaba. El médico que le había recomendado esos comprimidos le aseguró que no tenían ninguna influencia sobre la memoria». «Quizás sea porque usted no necesita hacer citas en griego», —le había contestado, no sin un orgullo burlón, el historiador.

No sé si es exacta esa conversación entre el señor Bergson y el señor Boutroux. El filósofo noruego, sin embargo tan profundo y tan claro, tan apasionadamente atento, pudo haber comprendido mal. Personalmente mi experiencia me ha proporcionado resultados opuestos. Los momentos de olvido que siguen al día siguiente de la ingestión de ciertos narcóticos, tienen un parecido sólo parcial, pero inquietante con el olvido que reina en el curso de una noche de sueño natural y profundo. Y lo que olvido en uno y otro caso no es tal o cual verso de Baudelaire que me cansa más bien, «tal como un xilófono», no es uno u otro concepto de uno de los filósofos citados, es la misma realidad de las cosas vulgares que me rodean —si duermo— y cuya no percepción me convierte en un loco; si estoy despierto y salgo de un sueño artificial, no es el sistema de Porfiro o de Plotino del que puedo discutir tan bien como otros días, sino la respuesta que prometí a una invitación, a cuyo recuerdo se ha sustituido un blanco completo. La elevada ha seguido en su lugar; lo que ha puesto fuera de uso el hipnótico es el poder de obrar dentro de las pequeñas cosas, en todo aquello que exige actividad para reponerse justo a tiempo, para apoderarse de tal o cual recuerdo de la vida diaria. A pesar de todo cuanto pueda decirse de la supervivencia después de la destrucción del cerebro, advierto que a cada alteración del cerebro corresponde un fragmento de muerte. Poseemos todos nuestros recuerdos, ya que no la facultad de recordarlos, dice de acuerdo al señor Bergson el gran filósofo noruego cuyo lenguaje no he tratado de imitar, para no perder más tiempo. Sino la facultad de recordarlos. Pero ¿qué es un recuerdo que uno no recuerda? O mejor, vayamos más lejos.

No recordamos nuestros recuerdos de los últimos treinta años; pero nos bañan por completo; ¿por qué detenerse entonces en treinta años?, ¿por qué no prolongar esta vida anterior más allá del nacimiento? Dado que no conozco toda una parte de los recuerdos que están detrás de mí, dado que me son invisibles, que no tengo el poder de llamarlos hacia mí, ¿quién me dice que en esa masa desconocida de mí mismo no hay algunos que se remonten mucho más allá de mi vida humana? Si puedo tener en mí y alrededor de mí tantos recuerdos que no recuerdo, ese olvido (por lo menos olvido de hecho ya que no poseo la facultad de ver nada) puede ir a parar a una vida que he vivido en el cuerpo de otro hombre, aun en otro planeta. Un mismo olvido lo borra todo. Pero entonces ¿qué significa esta inmortalidad del alma cuya realidad afirmaba el filósofo noruego? El ser que seré después de muerto ya no, tiene motivos de recordar al hombre que soy desde mi nacimiento, de lo que ese último recuerda lo que he sido antes que ella.

El mucamo entraba. No le decía que había llamado varias veces, porque me daba cuenta que hasta ese momento no había hecho más que soñar que llamaba. Me espantaba sin embargo pensar que ese sueño había tenido la nitidez del conocimiento. ¿Tendría recíprocamente, el conocimiento la irrealidad del sueño?

En cambio le preguntaba quién era el que había llamado tanto esa noche. Me decía: nadie y podía afirmarlo porque el tablero de llamadas las hubiera señalado. Sin embargo yo oía los llamados repetidos, casi furiosos, que seguían vibrando en mis oídos y debían serme perceptible durante varios días. Es raro, no obstante, que el sueño arroje en esa forma recuerdos que no mueren sino con él. Uno puede contar aerolitos. Si es una idea que ha forjado el sueño, se disgrega muy rápidamente en fragmentos tenues, inalcanzables. Pero ahí el sueño había fabricado sonidos. Más materiales y más sencillos, duraban todavía. Me asombraba la hora relativamente temprana que me anunciaba el mucamo. No por eso estaba menos descansado. Son los sueños livianos los que tienen una larga duración porque ya que son intermediarios entre la vigilia y el sueño, conservan una noción algo borrosa pero permanente de la primera y necesitan infinitamente mucho más tiempo para descansarnos que un sueño profundo, que puede ser corto. Me sentía muy cómodo por otro motivo. Si basta recordar que uno está cansado para sentir penosamente el cansancio, decirse: «Estoy descansado» basta para crear el reposo. Y yo había soñado que el señor de Charlus tenía ciento diez años y acababa de darle un par de cachetadas a su propia madre. Que la señora de Verdurin había comprado un ramo de violetas por cinco mil millones; estaba pues seguro de haberme dormido profundamente, soñado a contramano de mis nociones del día anterior y de todas las posibilidades de la vida corriente; lo que bastaba para sentirme completamente descansado.

Hubiera asombrado mucho a mi madre que no podía comprender la asiduidad del señor de Charlus con los Verdurin, si le contara (precisamente el día en que había encargado la toca de Albertina, sin decirle nada y para sorprenderla) con quién había ido a cenar el señor de Charlus a un salón del gran hotel de Balbec. El invitado no era otro que el mucamo de una prima de los Cambremer. Ese mucamo estaba vestido con mucha elegancia y cuando atravesó el hall con el barón, pasó por hombre de mundo a los ojos de los turistas, como hubiera dicho Saint-Loup. Ni siquiera los jóvenes botones, los «levitas» que bajaban en tropel los escalones del templo en ese momento del relevo, prestaron atención a los dos recién llegados, de los cuales, a uno, el señor de Charlus mientras bajaba los ojos le interesaba indicarles que les concedía muy poca. Parecía que se estuviese abriendo una picada entre ellos. «Prosperad, cara esperanza de una nación santa», dijo recordando unos versos de Racine, citados en un sentido muy distinto. «¿Cómo?», preguntó el mucamo muy poco al corriente de los clásicos. El señor de Charlus no le contestó porque ponía cierto orgullo en no tener en cuenta las preguntas y seguía marchando derecho como si no hubiese otros clientes en el hotel y como si en el mundo no existiese nadie más que él, el barón de Charlus. Pero al continuar los versos de Josabeth: «Venid, venid, hijas mías», sintió repugnancia y no agregó como ella, hay que llamarlos, porque esos niños no habían alcanzado aún la edad en que se ha formado el sexo por completo y que tanto gustaba al señor de Charlus. Por otra parte, si le había escrito al mucamo de la señora de Chevregny, por no dudar de su conformidad, lo había imaginado más viril. Lo encontraba al verlo más afeminado de lo que quisiera. Le hubiese dicho que creía habérselas con cualquier otro porque conocía de vista a otro mucamo de la señora de Chevregny, que efectivamente había advertido en el coche. Era algo así como un campesino, muy rústico, completamente opuesto a este que por el contrario suponía que todos sus remilgos eran otras tantas superioridades y no dudaba que fuesen sus cualidades de hombre de mundo las que sedujeran al señor de Charlus y no comprendió siquiera de qué quería hablar el barón. «Pero no tengo ningún compañero, más que uno que no, puede haber tenido usted en cuenta; es horrible, parece un campesino gordo». Y ante la suposición de que era quizás ese rústico el que había visto el barón experimentó una herida en su amor propio. El barón la adivinó y ampliando su encuesta: «Pero no hice un voto especial de conocer únicamente a la gente de la señora de Chevregny, dijo. ¿Acaso aquí o en París, ya que parte usted pronto, no podría presentarme muchos compañeros de una u otra casa?». «¡Oh, no! —contestó el mucamo—; no frecuento a nadie de mi clase. No les hablo más que por razones de servicio. Pero podría hacerle conocer a una persona muy bien». «¿—Quién?, —preguntó el barón—. El príncipe de Guermantes». Al señor de Charlus le causó despecho que no le ofrecieran sino un hombre de esa edad, y para el cual por otra parte no necesitaba la recomendación de un mucamo. Por lo que rechazó el ofrecimiento con un tono seco y sin dejarse desalentar por las pretensiones sociales del sirviente empezó de nuevo a explicarle lo que quería, el género, el tipo, aunque fuese un jockey, etc… Por temor a que lo hubiese oído el escribano que pasaba en esos momentos, creyó ingenioso indicar que hablaba de otra cosa y dijo con insistencia y como entre bambalinas, pero como si sólo continuara su conversación: «Si, a pesar de mi edad, he conservado el gusto por las chucherías, las chucherías bonitas. Haría locuras por un bronce antiguo, una araña antigua. Me encanta lo Bello». Pero para que el mucamo comprendiese el cambio de tema que había ejecutado con tanta rapidez, el señor de Charlus apoyaba tanto sobre cada palabra y además para que lo oyese el notario, las gritaba tanto, que todo ese juego escénico hubiese bastado para revelar lo que ocultaba a oídos menos avisados que los del fiel oficial ministerial. Este nada sospechó al igual que todos los clientes de hotel que tomaron por un extranjero elegante al mucamo tan bien vestido. En cambio, si los hombres de mundo se equivocaron y lo tomaron por un americano muy elegante, apenas apareció ante los sirvientes estos lo identificaron como un forzado reconoce a otro forzado, como un animal reconoce a otros. Los jefes de fila levantaron la vista. Aimé echó un vistazo suspicaz. El sumiller, alzando los hombros y ocultándose con la mano dijo, porque creyó que eso era cortés, una frase desagradable que todos oyeron. Y hasta nuestra vieja Francisca, cuya vista aflojaba y que pasaba en esos momentos al pie de la escalera para ir a comer con «los correos», levantó la cabeza, reconoció un sirviente ahí donde no lo sospechaban los huéspedes del hotel —como la vieja nodriza Euricles reconoció a Ulises mucho antes que los Pretendientes sentados en el festín— y viendo que el señor de Charlus caminaba familiarmente con él, tuvo una expresión agobiada, como si de pronto todas las maldades que había oído y no pudiera creer adquiriesen a sus ojos una triste verosimilitud. Nunca me habló a mí ni a nadie de ese incidente, pero debió provocarle un trabajo considerable a su cerebro, porque más tarde, cada vez que tenía oportunidad de ver a «Julián», que tanto había amado, en París, se portó siempre cortésmente con él, pero enfriada y con una fuerte dosis de reserva. Ese mismo incidente llevó por el contrario a otro a una confidencia: y fue Aimé. Cuando me crucé con el señor de Charlus, él, que no había creído encontrarme, me gritó «buenas noches» a tiempo que levantaba la mano con la indiferencia por lo menos aparente de un gran señor que se lo cree todo permitido y a quien le parece más hábil aparentar que no se oculta. Y Aimé, que en ese momento lo observaba con ojos desconfiados y que vio que yo saludaba al compañero de aquel en quien estaba seguro de reconocer un sirviente, me preguntó esa misma noche quién era porque desde hacía algún tiempo, a Aimé le gustaba conversar o más bien, como le gustaba decir, sin duda para señalar el carácter filosófico de esas charlas, «discutir» conmigo. Y como a menudo le decía que me molestaba que él permaneciera de pie mientras yo comía en lugar de sentarse y compartir mi comida, declaraba que nunca había visto un cliente que tuviese «un razonamiento tan preciso». En ese momento conversaba con dos mozos. Me habían saludado y no sé por qué sus rostros seguían siendo desconocidos para mí aunque había en su conversación un rumor que no me parecía nuevo. Aimé los reprendía a los dos debido a sus noviazgos que no aprobaba. Me tomó como testigo, y yo dije que no podía emitir una opinión ya que no los conocía. Me recordaron su nombre y haberme servido a menudo en Rivebelle. Pero uno se había dejado crecer el bigote y el otro se lo había afeitado y hecho rapar la cabeza; y debido a ello, aunque fuese la misma cabeza de antaño la que estuviera colocada sobre sus hombros (y no otra como en las restauraciones defectuosas de Notre-Dame) continuó tan invisible para mí como esos objetos que escapan a las minuciosas investigaciones y que están sobre una chimenea simplemente a la vista de todos los que no los advierten. En cuanto supe sus nombres, reconocí exactamente la música indeterminada de sus voces porque volví a ver sus antiguos rostros que las determinaban. «Quieren casarse y ni siquiera saben inglés», me dijo Aimé, que ignoraba que yo no estaba al corriente de la profesión hotelera y no comprendía cómo si se desconocen los idiomas extranjeros, se puede contar con una situación. Yo, que creía que sabría fácilmente que el recién llegado era el señor de Charlus y me figuraba que hasta debla recordarlo, ya que lo habla servido en el comedor cuando vino el barón durante mi primera estada en Balbec para ver a la señora de Villeparisis, le dije su nombre. Y no sólo Aimé no recordaba al barón de Charlus, sino que ese nombre pareció provocarle una impresión profunda. Me dijo que al día siguiente buscaría entre sus cosas, una carta que quizás yo podría explicarle. Me extrañó tanto más porque cuando el señor de Charlus había querido regalarme un libro de Bergotte, en Balbec durante el primer año, lo había hecho llamar especialmente a Aimé, que luego debió volver a encontrar en ese restaurante de París donde almorzara ya con Saint-Loup y su querida y donde fuera a espiarnos el señor de Charlus. Es verdad que Aimé no había podido cumplir personalmente esas misiones, ya que la primera vez estaba acostado y la segunda vez estaba sirviendo. Tenía sin embargo grandes dudas acerca de su sinceridad, cuando pretendía no conocer al señor de Charlus. Por una parte debió convenirle al barón. Como todos los jefes de piso del Hotel de Balbec y como varios mucamos del príncipe de Guermantes, Aimé pertenecía a una raza más antigua que la del príncipe, por consiguiente más noble. Cuando uno pedía una sala se creía primeramente solo. Pero pronto, en el office advertía un maître de hotel escultural, en ese estilo etrusco pelirrojo del que Aimé era el prototipo, algo envejecido por los excesos de champaña y que veía acercarse el momento necesario del agua de Contrexéville.

No todos los clientes se limitaban a pedirles que los sirvieran. Los mozos que eran jóvenes, escrupulosos, presurosos y a quienes esperaba una querida en la ciudad, se sustraían. Por eso Aimé les reprochaba su falta de seriedad. Tenía derecho a ello. Él era serio. Tenía una mujer e hijos y ambición debido a ellos. Por eso no rechazaba las insinuaciones de una extranjera o un extranjero aunque tuviese que quedarse toda la noche. Porque el trabajo debe anteponerse a todo. Tenía a tal punto el estilo que le debía gustar al señor de Charlus que sospeché que me mentía cuando me dijo que no lo conocía. Me equivocaba. Era completamente cierto que el groom le había dicho al barón que Aimé (que al día siguiente le había propinado un reto) se había acostado (o salido) y la otra vez estaba sirviendo. Pero la imaginación va más allá de la realidad. Y la turbación del botones había excitado posiblemente algunas dudas en el señor de Charlus, con respecto a la sinceridad de sus excusas, dudas que le habían herido sentimientos que no sospechara Aimé. También se ha visto que Saint-Loup le había impedido a Aimé llegarse hasta el coche en que el señor de Charlus que no se sabe cómo se procurará la nueva dirección del maître d’hotel sufriera una nueva desilusión. Aimé, que no lo había advertido, experimentó un asombro que no puede concebirse cuando la noche misma del día en que almorzara yo con Saint-Loup y su querida, recibió una carta lacrada con el escudo de los Guermantes y de la que extractaré aquí algunos párrafos, como ejemplo de la locura unilateral de un hombre inteligente que se dirige a un imbécil inequívoco. «Señor, no he podido conseguir, a pesar de algunos esfuerzos que asombrarían a mucha gente que intentaría inútilmente que yo los recibiera o los saludara, que atendiese las pocas explicaciones que usted no me pedía pero que creí deber ofrecerle por mi dignidad y la suya. Voy a escribirle pues aquí lo que hubiera sido más cómodo decirle de viva voz. No le ocultaré que la primera vez que lo vi en Balbec, su rostro me fue francamente antipático». Seguían luego algunas reflexiones acerca del parecido —sólo advertido al segundo día— con un amigo difunto por quien el señor de Charlus había tenido mucho afecto. «Había tenido entonces por un momento la idea de que usted, sin molestar su profesión en lo más mínimo, podía venir, a jugar conmigo esos partidos de naipes con los que su alegría sabía disipar mi tristeza y darme la ilusión de que no se había muerto. Sea cual sea la naturaleza de las suposiciones más o menos tontas que usted habrá hecho posiblemente y más al alcance de un sirviente (que ni siquiera merece ese nombre ya que no ha querido servir) usted habrá creído probablemente darse importancia, ignorando quién era yo y lo que era, al mandarme contestar que estaba acostado cuando le hacía pedir un libro; y es un error suponer que un mal procedimiento añade algo a la gracia de la que por otra parte está usted desprovisto por completo. Concluiría allí mismo si por casualidad no hubiese podido hablarle al día siguiente. Su parecido con mi desventurado amigo se acentuó a tal punto, haciendo desaparecer hasta la forma insoportable de su barbilla saliente, que comprendí que era el difunto que en ese momento le prestaba algo de su expresión tan bondadosa con el objeto de permitirle volver a mí y que no perdiera la suerte única que se le estaba ofreciendo. En efecto, aunque yo no quiera —ya que todo eso no tiene más objeto y ya no tendré motivos de volver a encontrarlo en esta vida mezclar en todo eso brutales cuestiones de intereses, me hubiera considerado demasiado feliz al obedecer la súplica del muerto (porque creo en la comunión de los santos y en su voluntad de intervención en el destino de los vivos) y obrar con usted como con él, que tenía su coche, sus sirvientes y al que era muy natural que le consagrase la mayor parte de mis rentas ya que lo quería como a un hijo. Usted decidió lo contrario. Ante mi solicitud de traerme un libro usted me hizo contestar que debía salir. Y esta mañana cuando le pedí que se acercara a mi coche, usted, si puedo hablar así sin sacrilegio, me renegó por tercera vez. Me disculpará que no incluya en este sobre las abultadas propinas que esperaba darle en Balbec y con las que me sería penoso llegar a una persona con quien por un momento creí que lo compartiría todo. A lo sumo podrá usted evitarme en su restaurante el intento dé una cuarta tentativa inútil y a la que no alcanzará mi paciencia. (Y aquí el señor de Charlus daba su dirección, especificaba a qué hora se le encontraba, etc.). Adiós, señor. Como supongo que si se parece tanto al amigo perdido no puede ser usted totalmente estúpido, sin lo cual la fisiognomía sería una ciencia errónea, estoy convencido de que si algún día vuelve a pensar en este incidente, no será sin experimentar algún remordimiento y cierta lástima. Por mi parte crea muy sinceramente que no conservo ninguna amargura. Hubiera preferido que nos separásemos con un recuerdo menos malo que esta tercera tentativa inútil. Pronto quedará olvidada. Somos como esos barcos que debe haber visto a veces en Balbec y que se cruzan por un momento; pudo ser ventajoso para ellos haberse detenido; pero uno pensó en forma diferente; pronto ni se verán en el horizonte y el encuentro se esfuma; pero antes de esa separación definitiva, cada cual saluda al otro y es lo que yo hago en este lugar, señor, deseándole buena suerte; el Barón de Charlus».

Aimé ni siquiera había leído esta carta hasta el final, no comprendió una palabra y temía una superchería. Cuando le expliqué quién era el barón, pareció soñar un poco y experimentó ese remordimiento que le había anticipado el señor de Charlus. Ni siquiera juraría que no le escribiese entonces para disculparse con un hombre que le regalaba coches a sus amigos. Pero mientras tanto, el señor de Charlus había trabado relaciones con Morel. Y como a lo sumo sus relaciones con este eran platónicas, el señor de Charlus quizás buscara por una noche una compañía como aquella con la que acababa de sorprenderlo en el hall. Pero ya no podía apartar de Morel el sentimiento violento que, libre años antes, no pedía otra cosa que fijarse en Aimé y había dictado la carta que me causaba molestias por el mismo señor de Charlus y que me enseñara el maître. Era, a causa del amor antisocial como el del señor de Charlus, un ejemplo más señalado de la fuerza insensible y potente que tienen esas corrientes de la pasión y por los que el enamorado, como un nadador arrastrado por descuido pronto pierde de vista la costa. Sin duda, también el amor de un hombre normal puede permitir la medida de una separación bastante notable de los dos brazos de un compás, cuando el enamorado por la invención sucesiva de sus deseos, de sus arrepentimientos, de sus desilusiones y de sus proyectos construye toda una novela acerca de una mujer que no conoce. Sin embargo, tal separación estaba singularmente ensanchada por el carácter de una pasión en general no compartida y por las diferentes condiciones del señor de Charlus y de Aimé.

Yo salía todos los días con Albertina. Había decidido volver a pintar y eligió primeramente para su trabajo la iglesia de San Juan de la Haise, que ya no frecuenta nadie y es muy poco conocida, difícil de hacerse señalar, imposible de descubrir sin guía, distante de alcanzar en su aislamiento a más de media hora de la estación de Épreville, pasando las últimas casas de la aldea de Quetteholme. En cuanto al nombre de Épreville no me pareció estar de acuerdo el libro del cura con los informes de Brichot. Según uno, Épreville era la antigua Sprevilla; el otro indicaba como etimología Aprivilla. La primera vez tomamos un pequeño tren en la dirección opuesta a Féterne, es decir hacia Grattevast. Pero era la canícula y ya había resultado terrible partir tan pronto almorzáramos. Hubiese preferido no salir tan temprano; el aire luminoso y ardiente despertaba ideas de indolencia y de refresco. Llenaba nuestros cuartos, los de mi madre y míos, según su exposición, con temperaturas desiguales, como cámaras de baño turco. El baño de mamá, festoneado por el sol, de una blancura deslumbrante y morisca, parecía sumergido en el fondo de un pozo, debido a las cuatro paredes de yeso sobre las que daba, mientras que allá arriba, en el cuadrado libre, el cielo cuyas corrientes se veía resbalar unas sobre otras blandas y superpuestas, parecía (debido al deseo que uno tenía) ya situado sobre una terraza (o visto al revés por algún espejo colgado en la ventana) una piscina llena de un agua azul reservada para las abluciones. A pesar de esa temperatura ardiente habíamos ido a tomar el tren de la una. Pero Albertina tuvo mucho calor en el vagón, más aún en el largo trayecto a pie y temí que fuera a enfriarse al quedarse luego inmóvil en ese hueco húmedo que no alcanza el sol. Además, y como ya desde nuestras primeras visitas a Elstir advirtiera que apreciaba no sólo el lujo sino cierto confort del que la privaba la falta de dinero, había llegado a un arreglo con un alquilador de Balbec, para que un coche fuese a buscarnos todos los días. Para sentir menos calor atravesábamos el bosque de Chantepie. La invisibilidad de los innumerables pájaros, algunos semimarinos, que se daban la réplica a nuestro lado en los árboles, daba la misma sensación de descanso que se consigue al cerrar los ojos. Yo escuchaba esas oceánidas al lado de Albertina y encadenado por sus brazos al fondo del coche. Y cuando por casualidad advertía uno de esos músicos que pasaba de una hoja a la otra, había tan poco vínculo aparente entre él y sus cantos que no me parecía su causa ese cuerpecillo saltarín, humilde, asombrado y sin miradas. El coche no podía llevarnos hasta la iglesia. Lo mandaba detener a la salida de Quettelholme y me despedía de Albertina. Porque me había espantado al decirme de esa iglesia, como de otros monumentos y de algunos cuadros: «qué placer verla con usted». Placer que yo no me sentía capaz de brindar. No lo experimentaba ante las cosas bellas más que si estaba solo o fingía serlo y me callaba. Pero ya que había creído experimentar por obra mía sensaciones de arte que no se comunican en esa forma, me pareció más prudente decirle que la abandonaba y volvería a buscarla al terminar el día, pero que hasta entonces tenía que volver con su coche para visitar a la señora de Verdurin o los Cambremer, o pasar una hora con mamá en Balbec, pero nunca más lejos. Por lo menos, en los primeros tiempos. Porque ya que Albertina me había dicho una vez y por capricho: «Es fastidioso que la naturaleza haya hecho tan mal las cosas y que colocara de un lado a Saint-Jean de la Haise y del otro a la Raspeliére y que una esté aprisionada todo el día en el lugar que ha elegido», en cuanto recibí la toca y el velo, encargué para mi desgracia un automóvil en Saint-Fargeau (Sanctus Ferreolus, de acuerdo al libro del cura). Albertina, que yo había dejado en la ignorancia y que había venido a buscarme, se sorprendió al oír el ronquido del motor delante del hotel y le encantó saber que el coche era para nosotros. La hice subir un instante a mi cuarto. Saltaba de alegría. «Vamos a visitar a los Verdurin. Sí, pero es mejor que no vaya vestida así, ya que va a viajar en auto. Tenga, así estará mejor». Y saqué la toca y el velo que había escondido. «¿Es para mí? ¡Oh, qué bueno es usted!». Al encontrarnos Aimé en la escalera, orgulloso de la elegancia de Albertina y de nuestro medio de transporte, porque esos coches eran bastante raros en Balbec, se dio el placer de bajar detrás de nosotros. Como Albertina deseaba que la vieran un poco con su nueva ropa, me pidió que mandara bajar la capota que luego subiríamos de nuevo, para estar juntos con más libertad. «Vamos, dijo Aimé, al mecánico que por otra parte no conocía y que no se había movido, ¿no oyes que te están diciendo que bajes la capota?». Porque Aimé, educado por la vida de hotel en que había conquistado por otra parte un rango distinguido, no era tan tímido como el cochero del fiacre, para quien Francisca era una señora; a pesar de la falta de presentación previa a los plebeyos que no había visto nunca, los tuteaba sin que se supiese exactamente si era por su parte desdén aristocrático o fraternidad popular. «No estoy libre, contestó el conductor que no me conocía. Me han llamado para la señorita Simonet. No puedo llevarlo al señor». Aimé se puso a reír: «Vamos, tonto, contestó al mecánico que convenció enseguida, es precisamente la señorita Simonet y el señor, que te ordena bajar la capota, es precisamente tu patrón». Y como Aimé, aunque no tuviese personalmente simpatía por Albertina, estaba orgulloso de su atuendo por mí, le deslizó al conductor: «Te gustaría llevar todos los días princesas como esta, si pudieras, ¿eh?».

Esta primera vez no fui yo solo el que pudo ir a la Raspeliére, como lo hice otras veces, mientras Albertina pintaba; ella quiso venir conmigo. Pensaba que podríamos detenernos aquí y allá por el camino, pero le parecía imposible empezar yendo a Saint-Jean de la Haise. Es decir en otra dirección y dar un paseo que parecía destinado a un día distinto. Supo, al contrario, por el mecánico, que nada era más fácil que ir a Saint-Jean, donde estaría en veinte minutos y que podríamos quedarnos si lo queríamos varias horas o llegar mucho más lejos, porque de Quetteholme a la Raspeliére no emplearía más de 35 minutos. Lo comprendimos en cuanto arrancó el coche. Las distancias no son más que la relación del espacio con el tiempo y, varían con él. Expresamos la dificultad que hay en dirigirnos a un lugar, en un sistema de leguas, y kilómetros que se hace falso en cuanto disminuye esa dificultad. El arte también se modifica, ya que una aldea que parecía estar en otro mundo, se hace vecina suya en un paisaje cuyas dimensiones cambian. De cualquier manera saber que existe un universo en donde 2 y 2 son 5 y donde la línea recta no es el camino más corto de uno a otro punto, hubiese asombrado menos a Albertina que oírle decir al mecánico que era fácil ir en una misma tarde a Saint-Jean y a la Raspeliére, Douville y Quetteholme, Saint-Mars le Vieux y Saint-Mars le Vétu, Gourville y Balbec le Vieux, Tourville y Féterne, prisioneros tan herméticamente cerrados hasta entonces en la celda de días distintos, como antes lo eran Méséglise y Guermantes y en los cuales no podían demorarse los mismos ojos en una misma tarde; librados ahora por el gigante de las botas de siete leguas, vinieron para reunir junto a la hora de nuestra merienda, sus campanarios y sus torres, y sus viejos jardines que el bosque vecino descubría con premura.

Al iniciar por lo bajo el camino de la Cornisa el auto subió de un solo impulso, con un ruido continuo como de un cuchillo que se está afilando, mientras el mar se ensanchaba debajo de nosotros. Las casas antiguas y rústicas de Montsurvent acudieron con sus viñas y sus rosales apretados entre sí; los pinos de la Raspeliére, más agitados que al levantarse el viento nocturno, corrieron en todos sentidos para evitarnos y un sirviente nuevo que no había visto hasta entonces vino a abrirnos a la entrada, mientras que el hijo del jardinero, demostrando aptitudes precoces, devoraba con los ojos el lugar del motor. Como no era lunes no sabíamos si encontraríamos a la señora de Verdurin, porque con excepción de ese día de recibo, era imprudente visitarla de improviso. Sin duda se quedaba en su casa «en principio», pero esa expresión que utilizaba la señora de Swann en tiempos en que trataba ella también de formar su pequeño clan y atraer a los clientes sin moverse, aunque muchas veces no sacara ni los gastos y que traducía por un contrasentido con ese «por principio», sólo significaba por «regla general»; es decir, con numerosas excepciones. Porque no solamente le gustaba salir a la señora de Verdurin, sino que llevaba muy lejos sus deberes de dueña de casa y cuando habla tenido invitados para el almuerzo, enseguida después del café, los licores y los cigarrillos (a pesar del primer sopor del calor y de la digestión en que se preferiría ver pasar a través de las hojas el pailebote de Jersey sobre un mar de esmalte) el programa comprendía una serie de paseos, en cuyo transcurso los invitados instalados a la fuerza en coche, eran llevados, a su pesar, a uno u otro de los puntos de vista que abundan alrededor de Douville. Este segundo aspecto de la fiesta no era, en verdad (una vez cumplido el esfuerzo de levantarse y subir el coche) el que menos gustaba a los invitados, ya preparados por la comida suculenta, los vinos finos o la sidra espumante, para dejarse embriagar fácilmente con la pureza de la brisa y la magnificencia de los lugares. La señora de Verdurin se los hacía visitar a los extranjeros, algo así como si fueran unos anexos (más o menos lejanos) de su propiedad, que no podía dejar de verse ya que almorzaron en su casa y recíprocamente que no hubiesen conocido si no los recibiese la Patrona. Esta pretensión de arrogarse un derecho único sobre los paseos, como sobre el juego de Morel y antaño de Dechambre y obligar a los paisajes a que integraran el pequeño clan, no era por otra parte tan absurda como parece a primera vista. La señora de Verdurin se burlaba del mal gusto que, según ella, mostraban los Cambremer para amueblar la Raspeliére y arreglar el jardín y hasta de su falta de iniciativa en los paseos que realizaban o hacía dar por los alrededores. Por lo mismo que según ella, no empezaba la Raspeliére a ser lo que debla sino desde que era el asilo del pequeño clan, en la misma forma afirmaban que los Cambremer, recorriendo perpetuamente en su calesa, a lo largo del ferrocarril y al borde del mar el único y feo camino que había en los alrededores, habitaban la zona desde siempre pero no la conocían. Había alguna verdad en este aserto. Por rutina, falté de imaginación y poca curiosidad de una región que parece demasiado conocida por ser tan próxima, los Cambremer no salían de su casa más que para ir siempre a los mismos lugares y por los mismos caminos. En verdad se reían mucho de la pretensión de los Verdurin de enseñarles su propia región. Pero acorralados, ellos y aun su cochero, no hubiesen sido capaces de llevarnos a los lugares espléndidos, algo secretos adonde nos conducía el señor Verdurin, levantando aquí la tranquera de una propiedad privada pero abandonada, donde otros no creyeron posible aventurarse, bajando del coche más allá para seguir un camino intransitable, pero todo ello con la segura recompensa de un paisaje maravilloso. Digamos también que el jardín de la Raspeliére era en cierto modo una síntesis de todos los paseos que podían realizarse a muchos kilómetros de distancia. Ante todo por su posición dominante, que miraba al valle desde un solo lado y del otro al mar y además porque aun de un solo lado, el del mar por ejemplo, se habían dejado unos claros en medio de los árboles de tal modo que desde aquí se abarcaba un horizonte y desde ahí otro. Había un banco en cada uno de esos miradores; y uno iba a sentarse por turno en aquel desde donde se descubría a Balbec, Parville o Doville. Hasta en una sola dirección se había colocado un banco más o menos a pique sobre el acantilado y más o menos retirado. Con estos últimos se había conseguido un primer plano de vegetación y un horizonte que ya parecía muy vasto pero que se ampliaba infinitamente si al seguir un pequeño sendero llegaba uno hasta el banco siguiente, desde donde se abarcaba todo el anfiteatro del mar. Desde ahí se percibía exactamente el ruido de las olas que no llegaba por el contrario a las zonas más alejadas del jardín donde todavía se dejaban ver las aguas pero ya no podían oírse. Esos lugares de descanso llevaban en la Raspeliére según los dueños de casa el nombre de «vistas». Y en efecto, reunían en torno al castillo las más hermosas «vistas» de las regiones vecinas de las playas o de los bosques, percibidas y muy reducidas por el alejamiento; así como Adrián había reunido en su residencia reducciones de los más célebres monumentos de distintas regiones. El nombre que venía después de la palabra «vista» no era forzosamente el de un lugar de la costa, sino a menudo el de la ribera opuesta de la bahía, que se descubría conservando cierto relieve a pesar, de la extensión del panorama. En la misma forma que se sacaba un libro de la biblioteca del señor Verdurin para leer una hora en la «vista de Balbec», asimismo si el tiempo era propicio se iban a beber licores en la «vista de Rivebelle», siempre que no hubiese mucho viento, porque a pesar de los árboles plantados a cada lado, el aire era vivo. Volviendo a los paseos en coche que la señora de Verdurin organizaba para la tarde, si a la vuelta la Patrona encontraba las tarjetas de algún mundano de «paso por la costa», fingía sentirse encantada pero la desesperaba haber fallado su visita (y aunque por ahora no fueran sino a ver «la casa» o conocer por un día a una mujer cuyo salón artístico era célebre pero de imposible frecuentación en París) y hacía que rápidamente lo invitara a comer el señor Verdurin para el próximo miércoles. Dado que a menudo el turista se veía obligado a volver antes o temía los regresos tardíos, la señora de Verdurin había establecido que la encontrarían siempre el sábado a la hora del té. Esos tes no eran muy numerosos y yo había conocido en París algunos mucho más brillantes, en casa de la princesa de Guermantes, la señora de Galliffet o la señora de Arpajon. Pero precisamente aquí ya no estábamos en París y el encanto del cuadro no obraba sobre mí sólo por el gusto de la reunión sino por la calidad de las visitas. El encuentro con tal o cual mundano que no me causaba ningún placer en París, pero que cambiaba su carácter o su importancia en la Raspeliére, adonde viniera desde lejos por Féterne o el bosque de Chantepie, se convertía en un incidente agradable. A veces se trataba de alguien que yo conocía perfectamente y no hubiera dado un paso para encontrármelo en casa de los Swann Pero su nombre tenía otra resonancia en esos acantilados; como el de un actor que a menudo se oye en un teatro, o se ve impreso en los cartelones multicolores de una representación extraordinaria o de gala en que su notoriedad se multiplica por lo imprevisto del contexto. Como en el campo, uno no se molesta, a menudo el mundano tomaba la iniciativa de traer consigo aquellos amigos en cuya casa habitaba; se disculpaba en voz baja con la señora de Verdurin por no poder dejarlos ya que vivía con ellos; en cambio, a sus huéspedes, fingía ofrecerles como una especie de cortesía el conocimiento de esa diversión en una vida monótona de playa; como es ir a un centro espiritual, visitar una vivienda magnífica y tomar un té excelente. Lo que conformaba enseguida una reunión de varias personas de mediano valor; y si un trocito de jardín con algunos árboles que parecía mezquino en el campo, adquiere un encanto extraordinario en la avenida Gabriel o en la calle Monceau, dónde sólo se lo pueden permitir los multimillonarios, a la inversa, algunos señores que pertenecen a un segundo plano de una velada parisiense, adquirían todo su valor en la tarde del lunes en la Raspeliére. Apenas estaban sentados alrededor de la mesa recubierta con un mantel bordado de rojo y bajo los entrepaños de pintura monocroma se les servían tortas, hojaldre normando, tartas en forma de barquitos, llenas de cerezas como perlas de coral, «diplomáticos», y enseguida esos invitados soportaban, debido a la cercanía de la profunda copa azul bajo la cual se abrían las ventanas y que no podía dejar de verse al mismo tiempo que ellos, una alteración, una transmutación profunda que los convertía en algo mucho más precioso. Más aún, antes de haberlos visto, cuando iban los lunes a casa de la señora de Verdurin, esa misma gente que en París sólo tenía una mirada desvaída por la costumbre para las yuntas elegantes que se estacionaban frente a un edificio suntuoso, sentía que le latía el corazón al ver dos o tres malos coches detenidos frente a la Raspeliére, debajo de los altos pinos. Sin duda porque el cuadro agreste era distinto y las impresiones sociales volvían a adquirir frescura, gracias a esa trasposición. También se debía a que el pobre coche alquilado para ir a visitar a la señora de Verdurin evocaba un paseo hermoso y un costoso contrato «a destajo» concluido con un cochero que había pedido «tanto» por todo el día. Pero la curiosidad levemente conmovida frente a los que llegaban, aun imposibles de distinguir, dependía también de que se preguntaba cada cual: «¿Quién será ese?», pregunta difícil de contestar, sin saber previamente quién había venido a pasar ocho días con los Cambremer o a otra parte y que siempre le gusta a uno plantearse en las vidas agrestes y solitarias, cuando el encuentro de un ser humano que no se ha visto mucho tiempo o la presentación de alguien a quien no se conoce deja de ser esa cosa fastidiosa que es en París e interrumpe deliciosamente el espacio vacío de esas vidas demasiado aisladas en que resulta agradable hasta la hora del correo. Y el día en que fuimos en automóvil a la Raspeliére, como no era lunes, el señor Verdurin y la señora debían sentir esa necesidad de ver gente que turba a hombres y mujeres y le dan ganas de arrojarse por la ventana al enfermo encerrado lejos de los suyos, para una cura de aislamiento. Porque el nuevo sirviente de los pies veloces, ya familiarizado con esas expresiones, nos había contestado que si la señora no había salido debía estar en la “vista de Doville”, que iría a ver y volvió enseguida para decirnos que nos recibiría. La encontramos algo despeinada, porque llegaba del jardín, el gallinero y el vergel adonde fuera a darles de comer a sus pavos reales y a sus gallinas, a buscar huevos, recoger fruta y flores para su «centro de mesa», centro que recordaba el camino del parque en pequeño pero en la mesa le hacía soportar cosas que no fueran solamente buenas y útiles para comer; porque alrededor de esos otros regalos del jardín como las peras, los huevos batidos a nieve, subían los altos tallos de las lenguas de víbora, los claveles, las rosas y las coreopsis, entre las cuales como entre postes indicadores, se veía a través de los cristales de la ventana, moverse los barcos en alta mar. Por el asombro que demostraron el señor Verdurin y la señora, al interrumpir la disposición de las flores para recibir las visitas anunciadas y ver que esas visitas no eran más que Albertina y yo, vi que el nuevo sirviente lleno de celo pero al que mi nombre no resultaba todavía familiar, lo había trasmitido equivocadamente y la señora de Verdurin al oír el nombre de gente desconocida, había dicho, pese a todo, que nos hicieran pasar por necesidad de ver a cualquiera. Y el nuevo sirviente contemplaba ese espectáculo desde la puerta para comprender el papel que representábamos en la casa. Luego se alejó corriendo a grandes trancos, porque sólo estaba empleado desde el día anterior. En cuanto Albertina hubo enseñado su toca y su velo a los Verdurin me miró recordándome que no teníamos mucho tiempo disponible para lo qué deseábamos hacer. La señora de Verdurin quería que esperásemos el té, pero rehusamos cuando, se reveló de golpe un proyecto que hubiese anulado todos los placeres que me prometía de mi paseo con Albertina: ya que la Patrona, que no podía decidirse a abandonarnos o quizás a dejar huir una nueva distracción, quería volver con nosotros. Acostumbrada desde hacía mucho tiempo a que semejantes ofrecimientos de su parte no provocasen placer y como no estaba segura posiblemente de que este nos lo causara, disimuló con un exceso de seguridad la timidez que experimentaba al proponérnoslo y sin aparentar siquiera que pudiese caber duda acerca de nuestra contestación no nos preguntó, sino que dijo a su marido, hablando de Albertina y de mí, como si nos hiciese un favor: «Yo los llevaré de vuelta». Al mismo tiempo se aplicaba sobre la boca una sonrisa que no le pertenecía, una sonrisa que ya le había visto a cierta gente cuando le decían a Bergotte con aire entendido: «He comprado su libro; así es», unas de esas sonrisas colectivas, universales que los individuos piden prestada cuando la necesitan —así como utiliza uno el ferrocarril y los coches de mudanza salvo algunos muy refinados como Swann o como el señor de Charlus, en cuyos labios nunca vi aparecer esa sonrisa. Desde entonces estaba envenenada mi visita. Hice como que no comprendía. Al cabo de un instante se hizo evidente que el señor Verdurin sería de la partida. «Será muy largo para el señor Verdurin, dije—. Pero no, me contestó la señora de Verdurin, alegre y condescendiente; dice que le divertirá mucho volver a recorrer con esa juventud un camino que hizo tantas veces antes; en caso necesario, viajará al lado del conductor, eso no le asusta y volveremos los dos, con el tren, muy juiciosamente, como dos buenos esposos. Miren: está encantado». Parecía que hablaba de un anciano pintor, lleno de bonhomía y que más joven que los jóvenes se alegra borroneando figuras para que se rían sus nietitos. Lo que aumentaba mi tristeza era que Albertina no parecía compartirla y le resultaba divertido circular así por toda la región con los Verdurin. En cuanto a mí, el placer que me había prometido con ella era tan imperioso, que no le quise permitir a la Patrona me lo estropeara e inventé unas mentiras que hacían disculpables las irritantes amenazas de la señora de Verdurin pero que, desgraciadamente, contrariaban a Albertina. «Pero tenemos que hacer una visita», dije. «¿Qué visita?», preguntó Albertina. «Ya se lo explicaré, es indispensable». «Y bueno, los esperamos», dijo la señora de Verdurin, resignada a cualquier cosa. A último momento, la angustia de sentir que me robaban una felicidad tan deseada, me dio el valor de ser descortés. Rechacé claramente, alegando en el oído de la señora de Verdurin que debido a un disgusto que había tenido Albertina y acerca del cual deseaba consultarme, era absolutamente necesario que yo estuviera a solas con ella. La Patrona tomó un aspecto irritado: «Está bien, nos iremos», me dijo con una voz que temblaba de ira. La sentí tan enojada que aparenté ceder un poco: «Pero quizás hubiéramos podido…». «No —repuso ella aún más furiosa—; cuando he dicho no, es no». Ya me creía disgustado con ella, pero nos volvió a llamar en la puerta para recomendarnos que no fuéramos a fallarle el próximo miércoles y que no viniéramos con ese aparato que era peligroso de noche, sino por tren con todo el grupito e hizo detener el coche ya en marcha en la pendiente del parque porque el sirviente se había olvidado de poner en la capota el trozo de torta y los pasteles que nos había mandado envolver. Volvimos escoltados un momento por las casitas que habían acudido con sus flores. El aspecto de la región nos parecía cambiado, a tal punto en la imagen topográfica que nos hacemos de cada uno de ellos, la noción de espacio está lejos de ser la que desempeña el papel más importante. Hemos dicho que la de tiempo las separa aún más. Tampoco es la única. No nos parece que algunos lugares que vemos siempre aislados, tengan una medida común con el resto, casi fuera del mundo, como esa gente que hemos conocido en períodos aparte de nuestra vida, en la conscripción o en la infancia y que no vinculamos con nada. Durante el primer año de nuestra permanencia en Balbec, había una altura a la que la señora de Villeparisis gustaba llevarnos porque desde ahí no se veía más que agua y bosques y que se llamaba Beaumont. Como el camino que elegía y que le parecía más hermoso por sus árboles añejos, trepaba siempre, su coche debía andar al paso y tardaba mucho. Una vez arriba, bajábamos, nos paseábamos un poco y volvíamos a subir al coche, regresando por el mismo camino, sin encontrar ni una aldea ni un castillo. Yo sabía que Beaumont era algo muy curioso, muy lejano, muy alto, pero no tenía ninguna idea de su orientación ya que nunca había tomado el camino de Beaumont para ir a ninguna parte; se tardaba, por otra parte, mucho yendo en coche. Integraba evidentemente el mismo departamento (o la misma provincia) que Balbec, pero estaba situado para mí en otro plano y gozaba de un privilegio especial de extraterritorialidad. Pero el automóvil no respeta ningún misterio, y después de Incarville, cuyas casas siguen todavía en mis ojos, al descender la cuesta de atajo que llega a Parville (Paternivilla) y al ver el mar desde un terraplén, pregunté cómo se llamaba ese lugar y antes que el conductor me contestara reconocí a Beaumont, a cuyo lado pasaba así sin saberlo cada vez que tomaba el trencito, ya que estaba a dos minutos de Parville. Como un oficial de mi regimiento que me pareciese un ser especial, demasiado benévolo y sencillo para ser de buena familia, demasiado lejano ya y misterioso para ser sencillamente de gran familia, y del que hubiera sabido que era cuñado o primo de tales o cuales personas con las que acostumbraba a cenar, así Beaumont, vinculada de pronto a lugares que me parecían tan lejanos, perdió su misterio y se ubicó en la región, haciéndome pensar con terror que la señora de Bovary y la Sanseverina me hubiesen parecido quizás seres iguales a los demás, si los encontrara fuera de la atmósfera cerrada de una novela. Puede suponerse que mi amor por los viajes mágicos en ferrocarril debiera haberme impedido compartir el deslumbramiento de Albertina frente al automóvil que conduce hasta a un enfermo adonde quiere e impide —como lo había hecho yo hasta entonces considerar el emplazamiento como la señal individual y la esencia sin sucedáneos de las bellezas inamovibles. Y ese emplazamiento no era sin duda para el auto, como el ferrocarril cuando yo había venido otrora desde París hasta Balbec una meta sustraída a las contingencias de la vida ordinaria, casi ideal a la partida y que como sigue siéndolo al llegar, al llegar a esa gran vivienda donde no vive nadie y que sólo lleva el nombre de la ciudad, la estación parece prometer el acceso como si fuera su materialización. No, el automóvil no nos llevaba así mágicamente a una ciudad que veíamos primero en el conjunto que resume su nombre y con las ilusiones del espectador en la sala. Nos hacía entrar por los entretelones de las calles, se paraba para pedirle un informe a un habitante. Pero, como compensación de una progresión tan familiar uno tiene los mismos tanteos del conductor inseguro de su camino y que vuelve sobre sus pasos, los pasos cruzados de la perspectiva que hacían jugar un castillo a las esquinitas con una colina, una iglesia y el mar, mientras uno se le acerca, aunque se acurruque en vano bajo su follaje secular; esos círculos cada vez más próximos que recorre el automóvil en torno a una ciudad fascinada que huía en todos sentidos para escaparle y sobre la cual finalmente se precipitaba en línea recta, a pique, hasta el fondo del valle donde queda yacente; de manera que ese emplazamiento, punto único, que parece despojar al automóvil del misterio de los trenes rápidos, da por el contrario la sensación de descubrirlo, de determinarlo nosotros mismos como con un compás, y ayudarnos a sentir con una mano más cariñosamente exploradora, una más fina precisión, la verdadera geometría, la hermosa medida de la tierra.