«¿Por qué tonto como un repollo[59]? ¿Cree usted que los repollos son más tontos que otras cosas? Usted dice: repetir treinta y seis veces lo mismo. ¿Por qué precisamente treinta y seis? ¿Por qué dormir como un poste? ¿Por qué rayos de Brest? ¿Por qué hacer mucha bulla[60]?». Pero entonces Brichot tomaba la defensa del señor Cambremer y explicaba el origen de cada locución. La señora de Cambremer se ocupaba sobre todo de examinar los cambios que habían introducido los Verdurin en la Raspeliére, para poder criticar algunos, importar otros a Féterne o quizás los mismos. «Me pregunto qué puede hacer esa araña toda torcida. Me cuesta reconocer a mi vieja Raspeliére, comentó con un aire familiarmente aristócrata, como si hablara de un servidor del que hubiese pretendido no tanto decir la edad como que lo habla visto nacer. Y como era un poco libresca en su vocabulario: Sin embargo —agregó a media voz—, me parece que si habitara en casa ajena me daría alguna vergüenza cambiarlo todo en esa forma[61]». «Es una lástima que no haya venido usted con ellos, dijo la señora de Verdurin al señor de Charlus y a Morel, suponiendo que el señor de Charlus estuviese de revista y se doblegara a la regla de llegar con todos en el mismo tren. ¿Está usted seguro de que Chantepie quiere decir la urraca que canta, Chochotte?, agregó para indicar que como gran ama de casa tomaba parte a la vez en todas las conversaciones». «Hábleme un poco de ese violinista —me dijo la señora de Cambremer—; me interesa; me gusta con locura la música y me parece haber oído hablar de él; instrúyame. Había sabido que Morel llegara con el señor de Charlus y quería vincularse con el segundo invitando al primero. Agregó, sin embargo, para que yo no pudiese adivinar ese motivo: También me interesa ese señor Brichot». Porque si era muy cultivada en la misma forma que algunas personas predispuestas a la obesidad comen apenas y caminan todo el día sin dejar de engordar a ojos vistas a la señora de Cambremer profundizaba inútilmente, sobre todo, en Féterne una filosofía cada vez más esotérica, una música cada vez más sabía y no salía de esos estudios sino para maquinar intrigas que le permitiesen cortar las amistades burguesas de su juventud y trabar relaciones que había creído formaban parte primeramente de la sociedad de su hermosa familia y que luego advirtiera estaban situadas mucho más alto y mucho más lejos. Un filósofo que para ella no era suficientemente moderno, Leibnitz, dijo que el trayecto de la inteligencia al corazón es muy largo. Ni la señora de Cambremer ni su hermano habían tenido fuerzas para recorrer ese trayecto. Sin dejar la lectura de Stuart Mil más que por la de Lachelier, a medida que creía menos en la realidad del mundo exterior, más se encarnizaba en labrarse una buena posición en este antes de morir. Enamorada del arte realista, ningún objeto le parecía lo bastante humilde para servirle de modelo al pintor o al escritor. Un cuadro o una novela mundana me hubiesen dado náuseas; un Mujick de Tolstoi o un campesino de Millet eran el límite extremo que no permitía sobrepasar al artista. Pero franquear las que limitaban sus propias relaciones, elevarse hasta el trato con las duquesas, era la meta de todos sus esfuerzos, a tal punto resultaba ineficaz el tratamiento espiritual al que se sometía frente al snobismo congénito y mórbido que se desarrollaba en ella. Este había llegado a curar aun ciertas inclinaciones a la avaricia y al adulterio, a los que tendía siendo joven, semejante en ello a esos estados patológicos singulares y permanentes que parecen inmunizar contra las otras enfermedades a quienes los sufren. No podía, por otra parte, dejar de pensar al oírle hablar de hacer justicia, sin el menor placer, en el refinamiento de sus expresiones. Eran las que tienen, en un momento dado, todas las personas de similar envergadura intelectual; de manera que la expresión refinada proporcionaba enseguida, como el arco de círculo los medios de describir y limitar toda la circunferencia. Debido a ello esas expresiones hacen que las personas que las emplean me aburran inmediatamente como si fueran ya conocidas, pero también se reputen superiores y se me ofrecieran a menudo como vecinas inapreciables y deliciosas. «Usted no ignora, señora, que muchas regiones forestales sacan su nombre de los animales que las habitan. Al lado del bosque de Chantepie tiene usted el bosque de Chantereine». «No sé de qué reina se trata —contestó el señor de Cambremer—; pero usted no es galante con ella». «Tómese esa, Chochotte —dijo la señora de Verdurin—. ¿Y aparte de eso, el viaje transcurrió bien?». «No hemos encontrado más que algunas vagas humanidades que llenaban el tren. Pero contesto a la pregunta del señor de Cambremer: reina no es aquí la mujer del rey, sino la rana. Es el nombre que ha conservado mucho tiempo en la zona, como lo demuestra la estación de Renneville, que debería escribirse Reineville». «Me parece que ahí tiene usted un hermoso animal, dijo el señor de Cambremer, señalándole un pescado a la señora de Verdurin». Era uno de los cumplidos con los que creía pagar su cuota en una comida y devolver ya la cortesía. “Invitarlos es inútil” —le decía a menudo a su mujer al hablar de tales o cuales amigos—. “Han quedado encantados con nosotros. Eran ellos los agradecidos”. Por otra parte, debo decirle que voy casi diariamente a Renneville, desde hace muchos años, y no he visto que haya allí más ranas que en otra parte. La señora de Cambremer había hecho venir al cura de una parroquia donde tiene grandes dominios y que posee el mismo giro espiritual que usted, por lo que veo. Ha escrito una obra». «Ya lo creo, la he leído con un interés infinito, contestó hipócritamente Brichot». La satisfacción que su orgullo recibía indirectamente de esa respuesta hizo reír largo rato al señor de Cambremer. «¡Ah!, y bueno, el autor, cómo diré, de esa geografía, de ese glosario, ocupa un largo epilogo acerca del nombre de una pequeña localidad de lo que éramos antaño, si puedo decirlo, los señores y que se denomina Pont-á-Couleuvre (Puente de la Culebra). Y no soy, evidentemente, más que un vulgar ignorante al lado de ese pozo de ciencia; pero he ido por lo menos mil veces a Pont-á-Couleuvre por cada una de las que haya ido él y que me lleve el diablo si he visto una sola de esas feas serpientes, y digo feas a pesar del elogio que les hace el bueno de La Fontaine. (El hombre y la culebra era una de sus dos fábulas)». «Usted no las ha visto y usted ha visto bien —contestó Brichot—. Es verdad que el escritor de quien habla usted conoce a fondo su tema y ha escrito un libro notable». «¡También! —exclamó la señora de Cambremer—, ese libro, corresponde decirlo, es un verdadero trabajo de benedictino». «Sin duda ha consultado algunos registros[62] (por ello se entienden las listas de los beneficios y de los curatos de cada diócesis), lo que ha podido proporcionarle el nombre de patronos laicos y de los coladores eclesiásticos. Pero hay otras fuentes. Uno de mis más sabios amigos las ha probado. Ha descubierto que ese mismo lugar se llamaba Pont-á-Quileuvre. Ese nombre extraño lo incitó a remontarse aún más alto, hasta un texto latino en que el puente que su amigo cree infestado de culebras se llama Pons cuit aperi.[63] (Puente cerrado que no se abría más que mediante una honrada retribución)».
«Usted habla de ranas. Yo, al encontrarme en medio de personas tan sabias, me siento como la rana ante el Areópago», (era la segunda fábula), dijo Cancan, que repetía a menudo, riéndose mucho, esa broma, gracias a la cual creía por humildad y con oportunidad hacer a la vez profesión de ignorancia y demostrar su saber. En cuanto a Cottard, bloqueado por el silencio del señor de Charlus y tratando de tomar aire por otros lados, se volvió hacia mí y me planteó una de esas preguntas que llamaban la atención de sus enfermos si había acertado y señalaba con ello que, por así decirlo, estaba en el propio cuerpo de sus pacientes; si, por el contrario, erraba, le permitía rectificar algunas teorías y ampliar los antiguos puntos de vista. «Cuando usted llega a lugares relativamente elevados, como este en que nos encontramos ahora, ¿no advierte que eso aumenta su tendencia alas sofocaciones?», me preguntó, seguro de hacer admirar o por lo menos completar su instrucción. El señor de Cambremer oyó la pregunta y sonrió.
«No puedo decirle cómo me divierte saber que tiene usted sofocaciones», me dijo a través de la mesa. Y no es que quisiera decir que eso le alegraba, aunque también fuera cierto. Porque ese hombre excelente no podía, sin embargo, oír hablar de la desgracia ajena sin un sentimiento de bienestar y un espasmo de alegría que pronto dejaban lugar a la compasión de sus buenos sentimientos. Pero su frase tenía otro significado, que precisó la siguiente: «Me divierte —me dijo—, porque justamente mi hermana también tiene lo mismo». En resumen, que eso lo divertía como si me los oyese citar como a uno de sus amigos que los frecuentara mucho. «¡Qué chico es el mundo!», fue el pensamiento que formuló mentalmente y que vi escrito en su rostro sonriente cuando Cottard me habló de mis sofocaciones. Y estos se hicieron a partir de esa cena algo así como una relación común y de la cual el señor de Cambremer nunca dejaba de pedirme noticias aunque no fuese más que para dárselas a su hermana. Mientras contestaba las preguntas que me formulaba su esposa acerca de Morel, iba pensando en una conversación que había tenido esa tarde con mi madre. A la vez que no me disuadía de ir a casa de los Verdurin si con ello podía distraerme, me recordaba que ese era un medio que no le hubiere gustado a mi abuelo y le hubiera hecho gritar: «¡En guardia!», y mi madre agregó: «Escucha: el presidente Toureuil y su mujer me dijeron que habían almorzado con la señora de Bontemps. Nada me preguntaron. Pero he creído comprender que el sueño de tu tía sería un casamiento entre Albertina y tú. Creo que el verdadero motivo es que a todos ellos les resultas sumamente simpático. Sin embargo, lujo que suponen podrías proporcionarle, las relaciones que más o menos se sabe tenemos, creo que todo eso no es ajeno a la idea, aunque secundario No te hubiera hablado, porque no me interesa; pero, como supongo que te hablarán, he preferido adelantarme». «¿Pero a ti qué te parece?», le pregunté a mi madre. «Yo no soy quien se casará con ella. Puedes casarte mil veces mejor. Pero creo que a tu abuela no le hubiera gustado que influyan sobre ti. En la actualidad no puedo decirte cómo hallo a Albertina; no la hallo».
«Te diré como Madame de Sévigné: tiene buenas cualidades. Por lo menos, lo supongo. Pero en este comienzo no puedo alabarla sino por negaciones: no es tal cosa, no tiene la pronunciación de Rennes. Con el tiempo quizás llegue a decir: es tal cosa. Y me parecerá siempre bien si debe hacerte feliz». Pero con esas mismas palabras que dejaban en mis manos la decisión de mi felicidad, mi madre me había abismado en la duda, como cuando mi padre me permitió ir a ver Fedra y sobre todo ser escritor y sentí de golpe una excesiva responsabilidad, el temor de apenarlo y esa melancolía que sobreviene cuando uno deja de obedecer órdenes que día tras día ocultan el porvenir y uno advierte que ha empezado, por fin; a vivir de verdad la vida como un adulto, esa única vida que está a nuestra disposición.
Quizás lo mejor sería esperar un poco, comenzar a ver a Albertina como antes, para tratar de darme cuenta de si la quería de veras. Podía llevarla a casa de los Verdurin para distraerla y eso me recordó que yo mismo no había ido sino para saber si allí estaba la señora de Putbus o si llegaría de un momento a otro. En todo caso, no estaba comiendo. «A propósito de su amigo Saint-Loup —me dijo la señora de Cambremer, usando así una expresión que señalaba más continuidad en sus ideas de lo que dejaban traslucir sus frases, porque si hablaba de música, pensaba en los Guermantes—, ¿usted sabe que todos comentan su casamiento con la sobrina de la princesa de Guermantes? Le diré, por mi parte, que todos esos chismes mundanos me tienen sin cuidado». Me sobrecogió el temor dé haber hablado delante de Roberto sin ninguna simpatía de esa muchacha seudooriginal y cuyo espíritu era tan mediocre como violento su carácter. No existe casi ninguna noticia que no nos haga lamentar alguna palabra. Le contesté a la señora de Cambremer, lo que, por otra parte, era verdad, que nada sabía y que, además, la novia me parecía muy joven aún. «Quizás sea por eso que todavía no se ha hecho oficial. De cualquier manera, se habla mucho al respecto». «Prefiero avisarle —le dijo secamente la señora de Verdurin a la señora de Cambremer, al oír que esta había hablado de Morel y cuando bajara la voz para referirse al noviazgo de Saint-Loup, creyendo que me seguía hablando de lo mismo—. Aquí no se hace musiquita. En arte, sabe usted, los fieles de mis miércoles, mis hijos, como los llamo —agregó con un aspecto de terror orgulloso—, son temiblemente avanzados. Les digo a veces: mis buenos muchachos, ustedes andan más ligero que su Patrona, a quien, sin embargo, no se supone que hayan asustado las audacias. Todos los arios eso va un poco más lejos: ya veo acercarse el día en que no les gustará ni Wágner ni d’Indy». «Pero está muy bien ser avanzado, nunca lo somos demasiado», dijo la señora de Cambremer mientras inspeccionaba cada rincón del comedor tratando de reconocer las cosas que había llevado la señora de Verdurin y atraparla a esta en flagrante delito de mal gusto. Sin embargo, quería hablarme del tema que más la interesaba: el señor de Charlus. Le parecía conmovedor que protegiese a un violinista. «Parece inteligente». «Hasta extremadamente animado para ser un hombre de cierta edad», dije yo. «¿De edad? Pero no parece viejo, mire usted: el cabello sigue siendo joven». (Porque desde hacía tres o cuatro años la palabra cabello había sido empleada en singular por uno de esos desconocidos que son los que lanzan las modas literarias y todas las personas que tenían la longitud de radio de la señora de Cambremer decían el cabello; no sin una sonrisa afectada. Actualmente se sigue diciendo el cabello, pero del abuso del singular renacerá el plural). «Lo que me interesa sobre todo en el señor de Charlus —agregó—, es que en él uno advierte el don. Le diré que me importa menos la sabiduría Lo que se aprende no me interesa». Esas palabras no se contradecían con el valor particular de la señora de Cambremer, que era precisamente adquirido e imitado. Pero justamente una de las cosas que debían saberse en ese momento es que el saber no es nada y no pesa lo que una brizna, al lado de la originalidad. La señora de Cambremer había aprendido, como todos, que no hay que aprender nada. «Por eso es —me dijo— que Brichot, que tiene su aspecto interesante, porque no desdeño cierta sabrosa erudición, me interesa, sin embargo mucho menos». Pero Brichot no estaba ocupado en este momento sino por una cosa: al oír que se hablaba de música, temblaba ante la idea de que el tema no le recordará a la señora de Verdurin la muerte de Dechambre. Quería decir algo para desviar ese funesto recuerdo. El señor de Cambremer le proporcionó la oportunidad con esta pregunta: «¿Entonces los lugares boscosos siempre llevan nombres de animales?». «No, de ninguna manera —contestó Brichot, feliz de desplegar su saber ante tantos novicios, entre los cuales le había dicho que estaba seguro de interesar por lo menos a uno—. Basta con ver cómo en los nombres de las mismas personas está conservado un árbol, como una retama en la hulla. Uno de nuestros padres conscriptos se llama el señor de Saulces de Freycinet, lo que significa, salvo error, lugar plantado de sauces y fresnos, salix et fraxinetum[64]; su sobrino el señor de Selves reunió más árboles todavía, ya que se llama de Selves, Sylva». Saniette veía con alegría que la conversación tomaba un giro más animado. Podía, ya que Brichot hablaba constantemente guardar un silencio que le evitaría ser blanco de las pullas del señor Verdurin y la señora. Y más sensible aún en su alegría de verse libre, lo había enternecido oír al señor Verdurin, a pesar de la solemnidad de semejante cena, decirle al maître que pusiera una garrafa de agua junto al señor Saniette, que no bebía otra cosa. (Los generales que matan más soldados son los que más se interesan por su alimentación). Por fin, la señora de Verdurin le había sonreído una vez a Saniette. Decididamente, era buena gente. Ya no lo torturarían. En ese momento, un invitado que he olvidado mencionar, interrumpió la comida; era un ilustre filósofo noruego que hablaba muy bien el francés, aunque lentamente, por un doble motivo: primero, porque lo había aprendido hacía muy poco y no quería cometer errores (incurría, sin embargo, en algunos) y se refería para cada palabra a una especie de diccionario interior; luego, porque, como metafísico, pensaba siempre lo que quería decir, mientras lo decía, lo que aun para un francés es motivo de lentitud. Por lo demás, resultaba una persona excelente, aunque semejante en apariencia a muchos otros, salvo en un punto. Este hombre de hablar tan lento (había una pausa entre cada palabra) se hacía vertiginoso para huir en cuanto se despedía. Su precipitación hacía creer, al principio, que tendría cólicos o una necesidad afín más urgente.
«Mi querido colega —le dijo a Brichot después de haber deliberado en su espíritu si colega era el término que correspondía—, tengo una especie de deseo de saber si hay otros árboles en la nomenclatura de su hermosa lengua-francesa-latina-normada. La señora (quería decir la señora de Verdurin, aunque no se atreviese a mirarla) me ha dicho que usted sabía toda clase de cosas. ¿No es precisamente el momento?». «No, es el momento de comer», interrumpió la señora de Verdurin, que veía que la comida no llevaba miras de acabar. «¡Ah, bien! —contestó el escandinavo inclinando la cabeza sobre su plato, con una sonrisa triste y resignada—. Pero debo hacerle observar a la señora que si me he permitido este cuestionario —perdón, esta cuestación— es porque debo regresar mañana a París para cenar en la “Torre de Plata” o en el Hotel Meurice. Mi colega francés —el señor Boutroux— debe hablarnos de las sesiones de espiritismo —perdón, de las evocaciones espiritosas— que ha controlado». «No es tan bueno como dicen la Torre de Plata» —dijo, fastidiada, la señora de Verdurin—. «He comido algunas veces deplorablemente». «Pero, si no me equivoco, ¿acaso la comida que comemos en casa de la señora no pertenece a la más fina cocina francesa?». «¡Dios mío! No es positivamente mala —contestó, suavizada, la señora de Verdurin—. Y si usted vuelve el próximo miércoles, será mejor». «Pero parto el lunes para Argel y de ahí me voy al Cabo. Y cuando esté en el Cabo de Buena Esperanza no podré encontrarme más con mi ilustre colega. Perdón, no podré volver a encontrar a mi cofrade».
Y por obediencia, después de haber formulado disculpas retrospectivas, se puso a comer con una rapidez vertiginosa. Pero Brichot se sentía demasiado feliz al poder brindar más etimologías vegetales y contestó, interesando a tal punto al noruego que este dejó de nuevo de comer, pero haciendo señas de que podían quitar su plato lleno y continuar con el siguiente: «Uno de los cuarenta —dijo Brichot— llama Houssaye, o lugar plantado de acebos; en el de un fino diplomático d’Ormesson, encuentra usted el olmo, el ulmus, caro a Virgilio, que le ha dado su nombre a la ciudad de Ulm; en el de sus colegas, el señor de la Boulaye, el abedul; el señor de Aunay, el aliso el señor de Bussiére, el boj; el señor Albaret, la albura (me prometí decírselo a Celeste); el señor de Cholet, el repollo (el choux) y el manzano (pommier) en el nombre del señor de la Pommeraye, a quien oímos conferenciar, Saniette, ¿lo recuerda usted?, en tiempos en que el bueno de Porel había sido enviado a los confines del mundo coma procónsul en Odeonia». «Usted decía que Cholet proviene de repollo —le dije a Brichot—. ¿Acaso una estación por la que he pasado antes de llegar a Doncières proviene también de repollo: Saint-Frichoux?». «No: Saint-Frichoux es Sanctus Fructuosus, como Sanctus Ferreolus dio Saint-Fargeau, pero eso no es normando para nada». «Sabe demasiadas cosas, nos aburre, gorgoteó dulcemente la princesa». «Hay tantos otros nombres que me interesan, pero no puedo pedirle todo de una vez». Y volviéndome hacia Cottard: «¿Acaso está aquí la señora de Putbus?», le pregunté. Cuando Brichot pronunció el nombre de Saniette, el señor Verdurin lanzó a su mujer y a Cottard una mirada irónica que reveló al tímido. «No, a Dios gracias —contestó la señora de Verdurin, que había oído mi pregunta—. He tratado de desviar sus veraneos hacia Venecia; estamos libres de ella por este año». «Yo mismo tendré derecho a dos árboles —manifestó el señor de Charlus—, porque he alquilado o poco más o menos una pequeña casa entre Saint-Martin-du-Chêne y Saint-Pierre-des-Ifs[65]». «Pero es muy cerca; espero que venga a menudo en compañía de Charlie Morel. No tendrá más que ponerse de acuerdo con nuestro pequeño grupo, para los trenes; está usted a dos pasos de Doncières», dijo la señora de Verdurin, que odiaba no se llegase con el mismo tren y a las horas en que mandaba los coches. Sabía hasta qué punto era empinada la cuesta a la Raspeliére, aun dando el rodeo por las vueltas, detrás de Féterne, lo que hacía perder media hora, y temía que los que hacían rancho aparte no encontrasen coches para conducirlos o, estando en realidad en su casa, pudiesen tener el pretexto de no haberlos encontrado en Douville-Féterne y no haberse sentido con fuerzas para semejante ascensión a pie. A esa invitación, el señor de Charlus se conformó contestando con una inclinación silenciosa. «No debe ser fácilmente soportable todos los días, pues tiene una expresión afectada —murmuró el doctor a Ski, que, aunque seguía siendo muy sencillo a pesar de su capa superficial de orgullo, no trataba de ocultar que Charlus se hacía el snob ante él—. Ignora, sin duda, que en todas las termas, y aun en las clínicas de París, los médicos para quienes naturalmente soy el gran jefe considero un honor presentarme a todos los nobles que están ahí y no van a tirar por mucho tiempo. Es incluso lo que llega a hacerme bastante agradable la permanencia en los balnearios —agregó con un tono ligero—. Aun en Doncières, el mayor del regimiento, que es el médico que atiende al coronel, me ha invitado a almorzar diciendo que estaba en condiciones de cenar con el general. Y ese general es un señor con partícula y todo. No sé si sus pergaminos son más o menos antiguos que los de ese barón». «No se sugestione usted; es una corona muy pobrecita», —contestó Ski a media voz y agregó algo confuso junto con un verbo del que sólo distinguí las ultimas sílabas, ocupado como estaba oyendo lo que Brichot le decía al señor de Charlus—. «No, créame que lamento decírselo: usted no tiene más que un solo árbol, porque si Maint-Martín-du-Chéne es evidentemente Sanctus Martinus juste quercum[66], en cambio la palabra if puede ser sencillamente la raíz, ave, eve, que quiere decir húmedo, como en Aveyron, Lodéve, Yvette y que usted ve subsistir en nuestros vertederos[67] de cocina. Es el agua, que en bretón se dice Ster, Stermaria, Sterlaer, Sterbouest, Ster-en-Dreuchen». No oí el final porque, por más placer que me causara oír de nuevo la palabra Stermaria, a mi pesar oí que Cottard le decía muy de cerca y en voz queda a Ski: «¡Ah, pero yo no sabía! Entonces es un señor que sabe darse vueltas en la vida. ¡Cómo!, ¿pertenece a la cofradía? Sin embargo, no tiene los ojos saltones. Tendré que hacerle caso a sus pies bajo la mesa; lo único que faltaría es que yo le saliera gustando. Veo varios nobles, en el baño, en traje de Adán; son más o menos degenerados. No les hablo porque en resumidas cuentas, soy funcionario y eso podría perjudicarme. Pero ellos saben perfectamente quién soy yo». Saniette, a quien había espantado la interpelación de Brichot, comenzaba a respirar como el que teme una tormenta y ve que al relámpago no le sigue ningún ruido dé trueno, cuando oyó al señor de Verdurin preguntarle, a tiempo que fijaba sobre él una mirada que no soltaba al desgraciado, mientras hablaba de manera que podía desarmarlo enseguida y no le permitía reponerse: «¿Pero usted nos había ocultado siempre que frecuentaba las tardes del Odeón, Saniette?». Tembloroso como un recluta ante un sargento torturador, Saniette contestó; dándole a su frase las más pequeñas dimensiones que pudo, para que tuviese más oportunidades de huirle a los golpes: «Una vez, en la Chercheuse». «¿Qué dice?» —aulló el señor Verdurin, asqueado y furioso, frunciendo el ceño, como si no le bastara toda su atención para comprender algo tan ininteligible—. «Primeramente, no se entiende lo que dice. ¿Qué tiene en la boca?» —preguntó cada vez más violento el señor Verdurin y aludiendo al defecto de pronunciación de Saniette—. «Pobre Saniette, no quiero que lo atormenten», dijo la señora de Verdurin con un tono de falsa compasión y para no dejar una sola duda a nadie acerca de la insolente intención del marido. «Estaba en la Ch… che, che, che»; «trate de hablar con claridad —dijo el señor Verdurin—, ni siquiera lo oigo». Casi ninguno de los fieles se contenía para reírse y parecían una banda de antropófagos en quienes la herida hecha a un blanco despierta el gusto de la sangre. Porque el instinto de imitación y la falta de valor gobiernan tanto a las muchedumbres como a las sociedades. Y todos se ríen de quien ven burlado, aunque diez años más tarde lo venerarán en un círculo donde lo admiren. Del mismo modo que el pueblo aclama o expulsa a los reyes. «Vamos, no es culpa suya», dijo la señora de Verdurin. «Tampoco es la mía, no se come fuera de casa cuando ya no se puede articular». «Estaba en la Chercheuse d’Esprit, de Favart». «¿Cómo? ¿Es a la Chercheuse d’Esprit que llama usted la Chercheuse? Magnifico, podía haber buscado cien años sin encontrarlo», exclamó el señor Verdurin, que sin embargo, hubiera juzgado de primera intención que alguien no era culto o artista si le hubiese oído decir el título completo de algunas obras. Por ejemplo: había que decir el Enfermo, el Burgués; y los que hubiesen agregado imaginario o gentilhombre demostrarían con ello no pertenecer al cenáculo; lo mismo que en un salón alguien revela no pertenecer a la sociedad si dice el señor de Montesquiou-Fezensac, en lugar del señor de Montesquiou. «Pero no es tan extraordinario», dijo Saniette, jadeando de emoción, pero sonriente, aunque no tuviese ganas. La señora dé Verdurin estalló: «¡Oh, si! —exclamó sardónicamente—. Convénzase de que nadie en el mundo pudo haber adivinado que se trataba de la Chercheuse d’Esprit». El señor Verdurin repuso con voz dulce y dirigiéndose a un tiempo a Saniette y a Brichot: «Por otra parte, la Chercheuse d’Esprit es una linda pieza». Pronunciada seriamente, esta simple frase, donde no podía hallarse un rastro de malevolencia, excitó tanta gratitud en Saniette y le produjo tanto bienestar como si se tratara de una amabilidad. No pudo ya decir una sola palabra y guardó un feliz silencio. Brichot fue más locuaz. «Es verdad le contestó al señor Verdurin y si la hiciesen pasar como original de algún autor sármata o escandinavo, podría proponerse la candidatura de la Chercheuse d’Esprit para la situación vacante de obra maestra. Pero, dicho sea sin faltarle al respeto a los manes del amable Favart, no tenía temperamento ibseniano. (Enseguida se ruborizó hasta las orejas pensando en el filósofo noruego que tenía un aspecto desgraciado, porque estaba tratando inútilmente de identificar qué vegetal podía ser el boj que había citado hacía un rato Brichot con respecto a Bussiére). Por otra parte, como la satrapia de Porel la ocupa ahora un funcionario de rigurosa observancia tolstoiana, podría suceder que viésemos Anna Karenina o Resurrección bajo el arquitrabe del Odeón». «Sé a qué retrato de Favart quiere referirse usted —dijo el señor de Charlus—. He visto una prueba muy linda en casa de la condesa de Molé». El nombre de la condesa de Molé impresionó muchísimo a la señora de Verdurin. «¡Ah, frecuenta usted a la señora de Molé!», exclamó. Suponía que se decía la condesa de Molé; la señora de Molé sencillamente por abreviación, como oír decir los Rohan, o por desdén, cuando ella misma decía: la señora de La Trémoïlle. No dudaba en absoluto que la condesa de Molé, que conocía a la reina de Grecia y a la princesa de Caprarola, tuviese tanto derecho como nadie a la partícula y por una vez estaba decidida a dársela a alguien tan brillante y que con ella se había mostrado tan amable. Por eso y para indicar que había hablado en esa forma exprofeso y no le regateaba ese «de» a la condesa repuso: «Pero yo no sabía que conociera usted a la señora de Molé», como si fuera doblemente extraordinario que el señor de Charlus conociese a esa señora y que la señora de Verdurin no lo supiese. Y el mundo, o por lo menos lo que el señor de Charlus llamaba así, formaba un todo relativamente homogéneo y cerrado. Es tanto más comprensible que, en la inmensidad variada de la burguesía, un abogado le diga a alguien que conoce a uno de sus compañeros de colegio: «Pero ¿¿cómo demonios conoce usted a Fulano?», y en cambio, se asombre porque un francés conozca el sentido de la palabra templo o bosque, y no sería mucho más extraordinario que admirar los azares que llegaron a reunir al señor de Charlus y a la condesa Molé. Además, aunque semejante relación no se desprendiese con toda naturalidad de las leyes sociales, si hubiese sido fortuita, como sería extraño que la ignorase la señora de Verdurin, ya que veía por primera vez al señor de Charlus y sus relaciones con la señora de Molé estaban muy lejos de ser las únicas cosas que supiese a su respecto, de la que, a decir verdad, nada sabía. «¿Quién representaba esa Chercheuse d’Esprit, mi pequeño Saniette?», preguntó el señor Verdurin. Aunque sentía que había pasado la tormenta, el antiguo archivista vacilaba en contestar. «Pero, claro —dijo la señora de Verdurin—, lo atemorizas, te burlas de todo lo que dice y luego quieres que conteste. Vamos: díganos quién la representaba y le daremos galantina para llevar a su casa», dijo la señora de Verdurin haciendo una malvada referencia a la ruina en que se había precipitado Saniette queriendo salvar a un matrimonio amigo. «Sólo recuerdo que era la señora de Samary que hacía la Zerbina», dijo Saniette. «¿La Zerbina? ¿Y qué es eso?», gritó el señor Verdurin como si hubiese incendio. «Es un papel del viejo repertorio, como también el capitán Fracasse, como quien diría Corta-Montañas, el Pedante». «¡Ah, el pedante es usted!». «¡La Zerbina! No, si está loco—», exclamó el señor Verdurin. La señora de Verdurin miró a sus invitados riendo, como para disculpar a Saniette. «¡La Zerbina! Supone que todos saben enseguida lo que eso significa. Usted es como el señor de Longepierre, el hombre más tonto que conozco, que nos decía familiarmente días pasados: “el Banat”. Nadie sabía de qué quería hablar. Finalmente se supo que se trataba de una provincia de Servia». Para concluir con el suplicio de Saniette, que a mi me dolía más que a él, le pregunté a Brichot si sabía lo que significaba Balbec. «Balbec es probablemente una corrupción de Dalbec —me dijo—. Habría que consultar las cartas de los reyes de Inglaterra, soberanos de Normandía, porque Balbec dependía de la baronía de Douvres, a causa de lo cual se decía a menudo: Balbec de Ultramar, Balbec en tierra. Pero la misma baronía de Douvres dependía del obispado de Bayeux y a pesar de los derechos que momentáneamente tuvieron los Templarios sobre la Abadía, a partir de Luis de Harcourt, patriarca de Jerusalén y obispo de Bayeux, fueron los obispos de esa diócesis quienes colacionaron los bienes de Balbec. Es lo que me explicó el deán de Doville, hombre calvo, elocuente, quimérico y goloso, que vive obedeciendo a Brillant-Savarin, y me expuso en términos un tanto sibilinos pedagogías dudosas a tiempo que me hacía comer admirables papas fritas». Mientras Brichot sonreía para indicar lo espiritual que resulta la unión de cosas tan disímiles y el empleo para cosas comunes de un lenguaje irónicamente elevado, Saniette trataba de intercalar algún rasgo de ingenio que pudiese levantarlo de su derrumbe reciente. El rasgo de ingenio era lo que se llamaba un parecido, pero que había cambiado su forma porque hay una evolución para los chistes como para los géneros literarios, las epidemias que desaparecen sustituidas por otras, etc. Antaño la forma del parecido era el colmo. Pero era anticuada y únicamente Cottard era capaz de decirnos aún en medio de un partido de piquet: «¿Saben ustedes cuál es el colmo de la distracción? Es confundir el edicto de Nantes con una inglesa». Los colmos habían sido reemplazados por los sobrenombres. En el fondo, era siempre el antiguo parecido; pero, como el sobrenombre estaba de moda, nadie lo advertía. Desgraciadamente para Saniette cuando esos parecidos no eran suyos y de costumbre desconocidos para el pequeño núcleo, los despachaba con tanta timidez que, a pesar de la risa con que los subrayaba para indicar su carácter humorístico, nadie los comprendía. Y si, por el contrario, la palabra era suya, como la había encontrado generalmente al conversar con alguno de los fieles y este se lo había apropiado, el giro era entonces conocido, pero no como de Saniette. De ahí que, cuando deslizaba uno de esos, lo reconocían, pero lo acusaban de plagio por ser su autor. —Y continuó Brichot— Bec, en normando, es arroyo; existe la abadía du Bec, Mobec, el arroyo del estanque (Mor o Mer quería decir estanque, como en Morville, o en Bricquemar, Alvimare, Cambremer); Bricquebec, el arroyo de la altura, venía de Briga, lugar fortificado, como en Bricqueville, Bricquebosc; el Bric, Briand o bien brice, puente, que es lo mismo que bruck en alemán (Innsbruck) y que en inglés bridge, terminación de tantos nombres de lugares (Cambridge, etc.). Tenemos también en Normandía muchos otros con “bec”: Caudebec, Bolbec, le Robec, le Bec-Hellouin, Bach, Offenbach, Anspach, Varaguebec, de la antigua palabra varaigne, equivalente de veda, bosques, estanques reservados. En cuanto a Dal —agregó Brichot— es una forma de thal, valle: Darnetal, Rosendal y aun Becdal, cerca de Louviers. El arroyo que ha dado su nombre a Dalbec es, por otra parte, encantador. Vista desde un acantilado (fels, en alemán, tienen muy cerca de aquí, sobre una altura, la linda ciudad de Falaise), está junto a las agujas de la iglesia, situada a gran distancia, en realidad y parece reflejarla». «Ya lo creo —dije—, es un efecto que le gusta mucho a Elstir. He visto en su casa varios bocetos». «Elstir. ¡Usted conoce a Tiche! —exclamó la señora de Verdurin—. Pero ¿usted sabe que lo he conocido en la mayor intimidad? Gracias a Dios que ya no lo veo. No, pero pregúntele a Cottard, a Brichot; tenía su cubierto en mi casa, venía todos los días. Y a ese si que puede decirse que no le ha resultado abandonar nuestro pequeño núcleo. Le enseñaré dentro de un rato unas flores que pintó para mi; ya verá qué diferencia con lo que hace ahora y que no me gusta nada, pero nada. ¡Pero cómo! Yo le había encargado un retrato de Cottard, sin contar todo lo que hizo según mi modelo». «Y le había hecho cabellos malva al profesor —dijo la señora de Cottard, olvidando que entonces su marido ni siquiera era agregado—. No sé, señor, si a usted le parece que mi marido tiene cabellos malva». «Eso no importa —dijo la señora de Verdurin, levantando el mentón con desdén para la señora de Cottard y admiración para aquel de quien hablaba—; era un tremendo colorista, un gran pintor. Mientras que —agregó dirigiéndoseme nuevamente— no sé si a eso le llama usted pintura; todas esas enormes composiciones, esas cosas grandes que expone desde que no viene a mi casa. A mí me parece que eso es borroneo, propio de un pintor sin originalidad; además, le falta relieve y personalidad. Ahí hay de todo». «Restituye la gracia del siglo XVIII, pero es moderno», dijo Saniette precipitadamente, tonificado y vuelto a su lugar por mi amabilidad. «Pero me gusta más Helleu». «Ninguna relación con Helleu», opinó la señora de Verdurin. «Si, es un febril siglo XVIII. Es un Watteau a vapor[68]», y se puso a reír. «¡Oh!, conocido, archiconocido; hace años que me lo vuelven a servir», dijo, en efecto, el señor Verdurin, a quien, efectivamente, se lo había contado Ski, como algo propio. «No es una suerte que por una vez que pronuncia usted algo inteligible no sea suyo». «Me apena —repuso la señora de Verdurin—, porque era alguien dotado; estropeó un hermoso temperamento de pintor. ¡Ah, si se hubiese quedado aquí!… Ahora sería el primer paisajista de su época. Y es una mujer la que lo llevó tan bajo. No me asombra, por otra parte, porque el hombre era agradable, pero vulgar. En el fondo, era un mediocre. Le diré que lo advertí enseguida. En el fondo, nunca me interesó. Lo quería, nada más. Ante todo, era sucio. ¿Le gusta a usted la gente que no se lava nunca?».
«¿Qué es esto de tan bello color que estamos comiendo?», preguntó Ski. «Esto se llama espuma de frutilla», dijo la señora de Verdurin. «Pero es una ma-ra-villa. Habría que destapar botellas de Château-Margaux, de Château-Laffite, de Oporto». «No puedo decirle cómo me divierte: no bebe más que agua», dijo la señora de Verdurin para disimular, bajo el placer que le causaba esa fantasía, su espanto por semejante prodigalidad.
«Pero no es para beber —repuso Ski—; llenarán todos nuestros vasos, traerán unos duraznos maravillosos, unos griñones enormes, ahí frente al sol poniente; será lujurioso como un hermoso Veronés». «Costará casi tanto —murmuró el señor Verdurin—. Pero quiten esos quesos de tan feo color», —indicó tratando de retirar el plato del patrón que defendió su gruyére con todas sus fuerzas. «Usted comprende que no lo lamento a Elstir —me dijo la señora de Verdurin—; este está mucho mejor dotado. Elstir es el trabajo, el hombre que no sabe dejar su pintura cuando le entran ganas. Es el buen alumno, la bestia de los concursos. Ski no conoce más que su fantasía. Ya lo verá encender un cigarrillo en plena comida». «En suma, no sé por qué no quiso recibir usted a su mujer —dijo Cottard—; estaría aquí como antes». «Dígame ¿quiere ser educado usted? No recibo a busconas, señor profesor», le advirtió la señora de Verdurin, que, por el contrario, había hecho todo lo posible para que volviera Elstir, aun con su mujer. Pero antes de que se casaran había tratado de disgustarlos, le había dicho a Elstir que la mujer que amaba era tonta sucia, liviana de cascos y había robado. Por una vez no le salió bien la ruptura. Elstir había roto, pero con el salón de Verdurin; y se felicitaba de ello, como los conversos bendicen la enfermedad o el derrumbe que los ha llevado al retiro o les hizo conocer el camino de la salvación. «¡Es magnífico el profesor! —dijo ella—. Declare más bien que mi salón es una casa de citas. Parecería que no supiera usted quién es la señora de Elstir. Preferiría recibir a la última de las mujerzuelas. ¡Ah, no! No como esa clase de pan. Por otra parte, le diré que habré sido tanto más tonta al aceptar esa mujer cuanto que ya no me interesa el marido, está pasado de moda, ni siquiera dibuja». «Es extraordinario para un hombre de semejante inteligencia», dijo Cottard. «¡Oh, no! —contestó la señora de Verdurin—; aun en la época en que tenía talento, porque lo ha tenido el muy canalla, y hasta para regalar; pero lo que fastidiaba era su absoluta falta de inteligencia». Para exteriorizar ese juicio sobre Elstir, la señora de Verdurin no había esperado su distanciamiento y que ya no le gustase su pintura. Y es que aun en el tiempo en que formaba parte del pequeño grupo sucedía que Elstir pasaba días enteros con tal o cual mujer que, equivocadamente o no, la señora de Verdurin suponía ignorante, lo que a su juicio no era propio de un hombre inteligente. «No —dijo ella con aparente equidad— creo que él y su mujer han nacido para llevarse muy bien. Dios sabe que no conozco a nadie más aburrido sobre la tierra y que me pondría hidrófoba si tuviera que estar dos horas con ella. Pero dicen que a él le parece muy inteligente. Es que hay que confesarlo: nuestro Tiche era sobre todo excesivamente tonto. Lo he visto deslumbrado por personas que usted ni se imagina, por buenos idiotas que nunca hubiéramos aceptado en nuestro pequeño clan. Y bueno, les escribía y discutía con ellas, él. ¡Elstir! Eso no le impide tener aspectos encantadores; ¡ah!, encantadores, encantadores y naturalmente y deliciosamente aburridos». Porque la señora de Verdurin estaba convencida de que los hombres verdaderamente notables cometen mil locuras. Idea falsa en la que hay, sin embargo, alguna verdad. Es cierto que las locuras de la gente son insoportables. Pero un desequilibrio que no se descubre más que a la larga es consecuencia de la entrada en un cerebro humano de esas delicadezas para las que uno está hecho habitualmente. De tal suerte que irritan las singularidades de la gente encantadora, pero no hay gente encantadora que no sea, por otra parte, singular. «Mire: voy a poder enseñarle sus flores enseguida», me dijo al ver que su marido le hacía señas de que podían levantarse de la mesa. Y volvió a tomar el brazo del señor de Cambremer. El señor Verdurin quiso disculparse ante el señor de Charlus en cuanto dejó a la señora de Cambremer y darle sus motivos, sobre todo por el placer de conversar de esos matices sociales con un hombre señalado momentáneamente como inferior a aquellos que le asignaban el lugar a que tenía derecho según juzgaba. Pero ante todo trató de demostrarle al señor de Charlus que lo estimaba intelectualmente demasiado para pensar que pudiera hacerle caso a esas fruslerías: «Discúlpeme que le hable de esas insignificancias —empezó—, porque me imagino el poco caso que les hará. Los espíritus burgueses le prestan atención, pero los otros, los artistas, la gente entendida, verdaderamente a esa le importa muy poco. Y, desde las primeras palabras que hemos cambiado, comprendí que usted era de los nuestros». El señor de Charlus, que le daba a esa locución un sentido muy diferente, tuvo un respingo. Después de los guiños del doctor, la franqueza injuriosa del Patrón lo sofocaba. «No proteste, querido señor: usted es de los nuestros. Está tan claro como la luz del día —agregó el señor Verdurin—. Advierta que no sé si usted ejercita un arte cualquiera, pero no es necesario. No siempre basta. Dégrange, que acaba de morir, tocaba perfectamente con el más vigoroso mecanismo, pero no lo era. Brichot no lo es. Mi mujer, sí; Morel, también; siento que usted lo es…». «¿Qué iba a decirme?», interrumpió el señor de Charlus, que comenzaba a tranquilizarse acerca de lo que quería significar el señor Verdurin, aunque prefería que no gritara tanto esas palabras de doble sentido. «Lo hemos puesto solamente a la izquierda» —contestó el señor Verdurin—. El señor de Charlus, con una sonrisa comprensiva, bonachona e insolente, respondió: «¡Pero vamos! Eso no tiene ninguna importancia aquí», y prorrumpió en una risita que le era particular, una risa originaria, posiblemente, de alguna abuela bávara o lorenesa, que ella misma heredara de una antepasada, de suerte que sonaba así, sin cambios desde hacía bastantes siglos en antiguas pequeñas cortes de Europa y se gustaba su preciosa cualidad, tal como la de algunos instrumentos arcaicos que se han hecho muy escasos. Hay momentos en que, para describir completamente a alguien, haría falta que la imitación fonética se uniera a la descripción, y la del personaje que hacía el señor de Charlus corre peligro de ser incompleta por la ausencia de esa risita tan fina y ligera como ciertas obras de Bach, que no son nunca vertidas exactamente, porque las orquestas carecen de esas pequeñas trompetas de sonido tan particular para las que el autor escribió tal o cual partitura. «Pero —explicó resentido el señor Verdurin—, es a propósito. No le atribuyo ninguna importancia a los títulos de nobleza —agregó con esa sonrisa desdeñosa que le he visto a tantas personas conocidas, al encuentro de mi abuela y mi madre, para todo aquello que no poseen y delante de los que, según suponen, no podrán hacerse con ellas una superioridad—. Pero, en fin, como estaba precisamente el señor de Cambremer, que es marqués, y usted no es más que barón…». «Permítame —contestó el señor de Charlus con altanería al señor Verdurin, asombrado—. Soy también duque de Brabante, doncel de Montargis, príncipe de Olerón, de Carency, de Viareggio y des Dunes. Por otra parte, eso no le hace. No se atormente —agregó volviendo a su fina sonrisa, que floreció con estas últimas palabras—: he visto en seguida que no estaba usted acostumbrado».
La señora de Verdurin se me acercó para enseñarme las flores de Elstir. Si ese acto de cenar fuera de casa, ya indiferente hacía mucho para mí, no me hubiese procurado una especie de embriaguez, bajo una forma que la renovaba por completo, de un viaje a lo largo de la costa seguido por una trepada en coche hasta doscientos metros sobre el nivel del mar, esta no se había disipado en la Raspeliére. «Mire, mire usted eso —me dijo la Patrona, enseñándome unas rosas grandes y magníficas de Elstir, pero cuyo untuoso escarlata y cuya blancura batida se realzaban con un relieve excesivamente cremoso sobre la jardinera en que estaban—. ¿Cree usted que ahora podría Hacer algo semejante? Es muy fuerte. Y además es lindo como materia; sería divertido manipularla. No quiero decirle qué divertido era vérselas pintar. Uno advertía que le interesaba conseguir este efecto». Y la mirada de la Patrona se detuvo, soñadora, en ese regalo del artista en que estaba resumido, no sólo su gran talento, sino su gran amistad, que no sobrevivía más que por esos recuerdos que le dejara; tras las flores que ella misma recogiera antaño, creía volver a ver la hermosa mano que les había pintado, en una mañana, durante el fresco, a tal punto que, unas sobre la mesa y la otra apoyada contra un sillón del comedor, habían podido imaginar, frente a frente para el almuerzo de la Patrona, las rosas aún vivas y su retrato semiparecido. Sólo a medias, porque Elstir no podía mirar una flor sin trasplantarla primero a ese jardín interior en que nos vemos obligados a permanecer siempre. Había enseñado en esta acuarela la aparición de las rosas que viera y que sin él nunca hubieran podido conocerse; de manera que puede decirse que era una variedad nueva, con la que ese pintor, como un horticultor ingenioso enriqueciera la familia de las rosas. «Desde el día en que abandonó el pequeño núcleo, fue hombre liquidado. Según parece, mis comidas le hacían perder tiempo y yo perjudicaba el desarrollo de su génié —dijo ella irónicamente—. Como si frecuentar a una mujer como yo no fuese sino saludable para un artista», exclamó en un arranque de orgullo. Muy cerca de nosotros, el señor de Cambremer, que estaba ya sentado, esbozó, al ver de pie al señor de Charlus, el movimiento de levantarse y cederle la silla. Ese ofrecimiento no correspondía en el pensamiento del marqués sino quizás a una intención de vaga cortesía. El señor de Charlus prefirio darle el significado de un deber que el sencillo gentilhombre sabía corresponderle a un príncipe y no creyó que podía marcar mejor su derecho a esa preferencia sino por un rechazo. Por eso exclamó: «¡Pero cómo no! Se lo ruego, vaya». El tono astutamente vehemente de esa protesta tenía ya algo muy Guermantes que se acentuó aún más en el gesto imperativo, inútil y familiar con el cual el señor de Charlus se apoyó con las dos manos y como para obligarlo a que se volviera a sentar sobre los hombros del señor de Cambremer, que no se había levantado: «¡Vamos, querido amigo —insistió el barón—, es lo único que faltaba! ¡No hay motivos! En nuestros tiempos, lo reserva uno para los príncipes de la sangre». No conmoví ni a los Cambremer ni a la señora de Verdurin por mi entusiasmo hacia su casa. Porque permanecía frío ante bellezas que me indicaban y me exaltaba con confusas reminiscencias; algunas veces hasta les confesaba mi desilusión, al advertir que algo no estaba de acuerdo con lo que me había hecho suponer su nombre. Indigné a la señora de Cambremer al decirle que había creído que todo eso era mucho más campestre. En cambio me detuve extasiado para aspirar una corriente de aire que pasaba por la puerta. «Veo que le gustan las corrientes», me dijeron. Mi elogio de un trozo de lustrina verde que obturaba un vidrio roto no tuvo más éxito: «¡Qué horror!» —dijo la marquesa—. El colmo fue cuando dije: «Mi mayor alegría fue al llegar. Cuando oí mis pasos en la galería creí que entraba en no sé qué alcaldía de aldea, donde está el mapa del cantón». Esta vez la señora de Cambremer me volvió resueltamente la espalda. «¿No le pareció mal arreglado todo eso? —le preguntó su marido con la misma compasiva solicitud que si se hubiese informado hasta qué punto soportara su mujer una triste ceremonia—. Hay cosas lindas». Pero, como la malevolencia, cuando las reglas fijas de un gusto firme no le imponen límites inflexibles, encuentra todo criticable, ya de su persona o de la casa, en lo de quienes lo han suplantado a uno: «Sí, pero no están en su lugar. Además, ¡son tan hermosas!…». «Usted habrá notado —dijo con cierta firmeza el señor de Cambremer—, que hay unas telas de Jouy que llegan a la trama, cosas completamente gastadas en este salón». «Y esa pieza de género, con sus rosas enormes, como un cubrepié de campesina», dijo la señora de Cambremer cuya cultura completamente postiza se aplicaba exclusivamente a la filosofía idealista, a la pintura impresionista y a la música de Debussy. Y para no señalar únicamente en nombre del lujo, sino del buen gusto: «Y han puesto cortinillas. ¡Qué falta de estilo! ¿Qué quiere usted? ¿Dónde podía haber aprendido esa gente? Deben ser comerciantes ricos retirados de los negocios. No está todo mal para ellos y los candelabros me parecieron hermosos», dijo el marqués, sin que se supiera por qué los exceptuaba, en la misma forma en que, inevitablemente, cada vez que se hablaba de un templo, así fuera la catedral de Chartres, de Reims, de Amiens o la iglesia de Balbec, lo que se apresuraba siempre a citar como admirables eran: «la caja de órganos, el púlpito y las obras de misericordia». «En cuanto al jardín, no hablemos de ello —dijo la señora de Cambremer—. Es un asesinato. Esos senderos al sesgo…». Aproveché que la señora de Verdurin servía el café para ir a echar un vistazo a la carta que me entregara el señor de Cambremer y por la que su madre me invitaba a cenar. Con esa tinta escasa, la letra traducía una individualidad reconocible para mí en adelante entre todas, sin que se necesitara recurrir a la hipótesis de plumas especiales, como los colores raros y fabricados misteriosamente no le son necesarios al pintor para expresar su visión original. Hasta un paralítico atacado de agrafia, hubiera comprendido después de un ataque, que la señora de Cambremer pertenecía a una antigua familia en que la entusiasta cultura de artes y letras había dado un poco de aire a las tradiciones aristocráticas. Hubiera adivinado también en qué años más o menos había aprendido simultáneamente la marquesa a escribir y a interpretar a Chopin. Era la época en que la gente bien educada observaba la regla de ser amable y la llamada de los tres adjetivos. Un adjetivo halagador no le bastaba; lo hacía seguir (después de un guioncito) con un segundo y luego (después de un segundo guión) con un tercero. Pero lo que le era particular es que, contrariamente al objeto social y literario que se proponía, la sucesión de los tres epítetos adquiría en las cartas de la señora de Cambremer, no ya el aspecto de una progresión, sino el de un diminuendo. La señora de Cambremer me dijo en esa primera carta que lo había visto a Saint-Loup y había apreciado aún más que de costumbres sus cualidades, «únicas, raras, verdaderas», y que volvería con uno de sus amigos (precisamente el que quería a la nuera) y que si yo quería ir con o sin ellos para cenar en Féterne, estaría «encantada-feliz-contenta». Quizás era porque, como el deseo de amabilidad no igualaba en ella ni a la fertilidad de la imaginación ni a la riqueza del vocabulario, esa dama insistía en lanzar tres exclamaciones y no tenía fuerzas para dar en la segunda y la tercera más que un eco debilitado de la primera. Si sólo hubiese un cuarto adjetivo de la amabilidad inicial, no quedaría nada. En fin, por cierta sencillez refinada que no dejaría de producir una considerable impresión en la familia y aun en el círculo de las relaciones, la señora de Cambremer se había acostumbrado a sustituir la palabra que podía llegar a parecer mentirosa y sincera, por la palabra verdadera. Y para recalcar que se trataba efectivamente de algo sincero, rompía la alianza convencional que colocara verdadero antes del sustantivo y lo plantaba valerosamente después. Sus cartas terminaban por: Crea en mi amistad verdadera. Crea en mi simpatía verdadera. Desgraciadamente, se había convertido hasta tal punto en una fórmula, que esa afectación de franqueza daba más la impresión de una cortesía mentirosa que las antiguas fórmulas en cuyo sentido ya no piensa uno. Para leer, me molestaba, además, el ruido confuso de las conversaciones que dominaba, la voz más alta del señor de Charlus, que no había dejado su tema y le decía al señor de Cambremer: «Me hacía usted pensar, al querer que ocupara su lugar, en un señor que me envió una carta esta mañana como si se dirigiera a Su Alteza el barón de Charlus y la empezaba así: Monseñor». «En efecto, su corresponsal exageraba un poco», contestó el señor de Cambremer entregándose a una discreta alegría. El señor de Charlus la había provocado y no la compartió. «Pero en el fondo, querido —dijo—, advierta que heráldicamente hablando él está en lo cierto. Yo no hago una cuestión personal, como puede imaginarse. Hablo como si se tratara de otro. Pero ¿qué quiere usted? La historia es la historia; no podemos nada y no depende de nosotros modificarla. No le citaré al emperador Guillermo, que no dejó de llamarme monseñor en Kiel. He oído decir que llamaba así a todos los duques franceses, lo que es abusivo y sencillamente, quizás, una delicada atención que, por encima de nuestra cabeza, apunta a Francia». «Delicada y más o menos sincera», dijo el señor de Cambremer. «¡Ah!, no pienso como usted. Advierta que un señor de último orden, como ese Hohenzollern, protestante, además, y que ha despojado a mi primo el rey de Hannover, no está indicado para gustarme» —agregó el señor de Charlus, para quien Hannover parecía estar más cerca del corazón que Alsacia-Lorena—. «Pero creo que la inclinación que acerca a nosotros al emperador es profundamente sincera. Los imbéciles le dirán que es un emperador teatral. Es, por el contrario, maravillosamente inteligente: aunque no entiende de pintura; obligó al señor Tschudi a que retirara los Elstir de los museos nacionales. Pero a Luis XIV no le gustaban los maestros holandeses; tenía también afición por el despliegue y fue, en resumen, un gran soberano. Además, Guillermo II armó su país desde el punto de vista militar y naval, como no lo había hecho Luis XIV, y espero que su reinado no conocerá nunca los reveses que oscurecieron al final el reino de aquel que vulgarmente se llama el Rey Sol. La República cometió un gran error, en mi opinión, al rechazar las amabilidades del Hohenzollern o al devolvérselas con cuentagotas. Él mismo lo advierte muy bien, y dice con ese su don de expresión: Lo que quiero es un apretón de manos y no un sombrerazo. Como hombre, es vil; ha abandonado, entregado y renegado de sus mejores amigos en circunstancias en que su silencio resultó tan miserable como grande el de ellos», —continuó el señor de Charlus, que, llevado siempre por la pendiente, se deslizaba hacia el asunto Eulenbourg y recordaba la frase que le dijera uno de los acusados más altos—: «Es necesario que el emperador confíe en nuestra delicadeza para haberse atrevido a permitir semejante proceso. Pero, por otra parte, no se equivocó al tener fe en nuestra discreción. Hubiéramos cerrado la boca hasta en el cadalso». «Por otra parte, nada de eso tiene que ver con lo que quería decir y es que en Alemania, como príncipes mediatizados, somos Durchlaucht y en Francia estaba públicamente reconocido nuestro rango de Alteza. Saint-Simon pretende que lo habíamos tomado abusivamente en lo que se equivoca de medio a medio. El motivo que da, que Luis XIV nos prohibió que lo llamáramos el rey muy cristiano y nos ordenó que lo llamásemos el Rey a secas, prueba sencillamente que descendíamos de él y no que careciéramos de la cualidad de príncipe. Sin lo cual hubiesen tenido que negarlo al duque de Lorena y tantos otros. Por otra parte, varios de nuestros títulos provienen de la casa de Lorena, por Teresa d’Espinoy, mi bisabuela, que era la hija del doncel de Commercy. —Al advertir que Morel lo escuchaba, el señor de Charlus desarrolló más ampliamente los motivos de su pretensión—. Le indiqué a mi hermano que la nota sobre nuestra familia no debiera encontrarse en la tercera parte del Gotha, sino en la segunda, por no decir en la primera —dijo sin notar que Morel no sabía lo que era el Gotha—. Pero a él le concierne, es mi jefe de armas y desde que así le parece bien y lo deja pasar, no tengo más que cerrar los ojos». «El señor Brichot me ha interesado mucho», le dije a la señora de Verdurin, que se me acercaba a tiempo que me guardaba la carta de la señora de Cambremer en el bolsillo. «Es un espíritu cultivado y un buen hombre —me contestó fríamente. Carece—, sin lugar a dudas, de originalidad y buen gusto, y tiene una memoria terrible. Decían de los abuelos, de la gente que tenemos esta noche, los emigrados, que no habían olvidado nada. Mientras que Brichot todo lo sabe, y nos sacude con pilas de diccionarios durante la comida. Creo que ya no ignora usted nada acerca del significado de tal o cual ciudad o aldea». Mientras hablaba la señora de Verdurin, pensaba que me había prometido preguntarle algo, pero no podía recordarlo. «Estoy seguro de que hablan ustedes de Brichot. Eh, Chantepie y Freycinet. No le ha perdonado nada. La he mirado, mi pequeña Patrona». «Lo he visto perfectamente y estuve por estallar». No sabría decir hoy cómo se había vestido esa noche la señora de Verdurin. Quizás en ese momento tampoco, porque no tengo espíritu observador. Pero, al advertir que su atuendo no dejaba de tener pretensiones, le dije algo amable y hasta admirativo. Era como casi todas las mujeres, que se imaginan que cuando uno les hace un cumplido es la estricta expresión de la verdad y un juicio imparcial, irresistiblemente, como si se tratara de un objeto de arte que no se vinculase a una persona. Por eso, con una seriedad que me hizo ruborizar por mi hipocresía, me planteó esta cándida y orgullosa pregunta, habitual en semejantes circunstancias: «¿Le gusta?». «Están hablando de Chantepie, estoy seguro», dijo el señor Verdurin acercándose a nosotros. Había sido el único, pensando en mi lustrina verde y en el olor de bosques, que no había advertido que, al enumerar esas etimologías, Brichot se había puesto en ridículo. Y como las impresiones que para mí valorizaban las cosas pertenecían a la categoría de aquellas que los demás no experimentan o rechazan sin pensarlo como insignificantes y, por consiguiente, si hubiera podido comunicarlas, no las hubiesen comprendido o las desdeñaran, eran integralmente inutilizables para mí y tenían, además, el inconveniente de hacerme pasar por estúpido ante la señora de Verdurin, que ya había visto que me gustaba Brichot, como ya se lo había parecido a la señora de Guermantes por estar a gusto en casa de la señora de Arpajon. En cuanto a Brichot, sin embargo, había otro motivo. No pertenecía yo al pequeño clan. Y en todo clan, social, político o literario, se adquiere una perversa facilidad para descubrir en una conversación, un discurso oficial, una noticia o un soneto, aquello que el lector honrado no pensara ver jamás. ¡Cuántas veces me sucedió, al leer con cierta emoción un cuento hábilmente construido por un académico diserto y algo envejecido, estar a punto de decirles a Bloch o a la señora de Guermantes: «¡Qué lindo!», y antes de que hubiese abierto la boca, exclamara cada cual en un lenguaje diferente: «Si quiere usted pasar un buen rato, lea un cuento de Fulano. La estupidez humana nunca ha llegado tan lejos». El desprecio de Bloch se originaba especialmente en que algunos efectos de estilo, por otra parte agradables, eran un poco marchitos; el de la señora de Guermantes, en que el cuento parecía probar precisamente lo contrario de lo que quería decir el autor, por motivos de hecho que deducía ingeniosamente, pero en los que nunca hubiera pensado. Me sorprendió tanto la ironía que ocultaba la amabilidad aparente de los Verdurin para Brichot como oír algunos días más tarde en Féterne a los Cambremer, ante mi entusiasta elogio de la Raspeliére: «No es posible que sea usted sincero, después de lo que han hecho de ella». Verdad es que confesaron que la vajilla era hermosa. No la había visto, como no había visto las cortinillas chocantes. «En fin, ahora, cuando regrese usted a Balbec, ya sabrá lo que significa Balbec», dijo irónicamente el señor Verdurin. Y eran precisamente las cosas que me enseñaba Brichot las que me interesaban. En cuanto a lo que se llamaba su ingenio, era exactamente el mismo que tanto había gustado antaño en el pequeño clan. Hablaba con la misma facilidad irritante, pero sus palabras ya no tenían alcance: debían vencer un silencio hostil o ecos desagradables; lo que había cambiado no era lo que decía, sino la acústica del salón y la disposición del público. «¡Cuidado!», dijo a media voz la señora de Verdurin, señalando a Brichot. Este, que había conservado más penetrante el oído que la vista, arrojó sobre la Patrona una mirada pronto desviada de miope y de filósofo. Si sus ojos ya no eran tan fuertes, los de su espíritu, en cambio, echaban sobre las cosas una mirada mucho más amplia. Vela qué poco se puede esperar de los afectos humanos y se había resignado. Claro que lo hacía sufrir. Sucede que, aun en una sola noche aquel que está acostumbrado a gustar en un medio y adivina que lo encontraron demasiado frívolo o demasiado pedante o demasiado torpe o demasiado desenfadado, etc., vuelve afligida a su casa. Generalmente se debe a opiniones o sistemas que les parecieron absurdos o anticuados a otros. A menudo sabe demasiado que esos otros no valen lo que él. Podría disecar con la mayor facilidad los sofismas con cuya ayuda lo condenaron tácitamente, y desearía realizar una visita o escribir una carta; aconsejado por la prudencia, no hace nada y espera la invitación de la semana siguiente. A veces también esas desgracias duran meses, en lugar de terminar en una noche. Debido a la inestabilidad de los juicios sociales, llegan a aumentarla. Porque aquel que sabe que lo desprecia la señora X, al advertir que lo estiman en casa de la señora de Y, la declara muy superior y emigra a su salón. Por otra parte, no es este el lugar de describir a esos hombres superiores a la vida social, pero que no han sabido realizarse fuera de ella, felices de ser recibidos, agriados cuando los desconocen, descubriendo cada año las taras de la dueña de casa que alababan y el genio de la que no habían estimado en su valor, aunque vuelvan a sus primeros amores cuando hayan sufrido los inconvenientes que tenían también las segundas y los de las primeras estén ya un poco olvidados. Puede uno juzgar por esas cortas desgracias la pena que le causaría a Brichot esa que sabía definitiva. No ignoraba que a veces la señora de Verdurin se reía públicamente de él, y hasta de sus dolencias y sabiendo qué poco hay que esperar del afecto humano, y habiéndose sometido, no por eso dejaba de considerar a la Patrona como su mejor amiga. Pero, ante el rubor que cubrió el rostro del universitario, la señora de Verdurin comprendió que la había oído y se prometió ser amable con él durante la velada. No pude dejar de decirle que lo era muy poco para Saniette. «¡Cómo, poco amable! Pero nos adora, usted no sabe lo que somos para él. A mi marido a veces le fastidia un poco su estupidez, y hay que confesar que con motivos; pero, en esos momentos, ¿por qué no se rebela un poco más, en lugar de tomar ese aire de perro apaleado? No es sincero. Eso no me gusta. Lo que no impide que trate siempre de calmar a mi marido, porque, si se le fuera la mano, Saniette ya no podría volver; y eso no lo querría yo, porque le diré que ya no tiene un centavo y necesita sus comidas. Después de todo, si se disgusta, que no vuelva; eso no es cosa mía. Cuando uno necesita de los demás, no hay que ser tan idiota». «El ducado de Aumale ha permanecido mucho tiempo en nuestra familia antes de pasar a la casa de Francia —explicaba el señor de Charlus al señor de Cambremer, ante Morel estupefacto y a quien, a decir verdad, toda esa disertación, ya que no dirigida, era por lo menos destinada. Teníamos preeminencia sobre todos los príncipes extranjeros: le podría dar cien ejemplos. Una vez que la princesa de Croy quiso arrodillarse junto a mi tatarabuela, en el entierro de Monsieur, esta le hizo notar crudamente que no tenía derecho al mosaico, lo mandó retirar por el oficial de servicio y llevó el asunto al rey, quien ordenó a la señora de Croy que le presentara disculpas a la señora de Guermantes en su casa. Una vez que el duque de Borgoña vino a nuestra casa con los ujieres y la vara en alto, obtuvimos del rey que la bajara. Sé que no tiene mérito hablar de las virtudes de los propios. Pero es bien conocido que los nuestros siempre estuvieron antes que ninguno en el momento del peligro. Nuestro grito de guerra, cuando dejamos el de los duques de Brabante, fue Passavant[69]. De manera que, en resumen, es bastante legitimo que ese derecho de ser en todas partes los primeros, reivindicado durante tantos siglos en la guerra, lo hayamos conseguido luego en la corte. Y vaya, siempre nos fue reconocido. Le citaré, como otra prueba, a la princesa de Baden».
Como se había atrevido a disputarle su rango a esa misma duquesa de Guermantes de la que le acabo de hablar y quiso entrar antes en el palacio del rey, aprovechando un movimiento de vacilación que tuvo quizás mi parienta (aunque no había motivos), el rey gritó con vivacidad: «Entre, entre, prima. La señora de Baden sabe demasiado lo que le debe». «Y es como duquesa de Guermantes que tenía ese rango, aunque por ella misma tuvo un origen bastante elevado, ya que por su madre era sobrina de la reina de Polonia de la reina de Hungría, del Elector Palatino, del príncipe de Saboya-Carignan y del príncipe de Hannover; luego, rey de Inglaterra». «Maecenas atavis edite regibus[70]», dijo Brichot dirigiéndose al señor de Charlus, que contestó esa cortesía con una ligera inclinación de cabeza: «¿Qué dice usted?», preguntó la señora de Verdurin a Brichot, con lo cual quería reparar sus palabras de un rato antes. «Hablaba, Dios me perdone, de un dandi que era la flor de la sociedad (la señora de Verdurin frunció el ceño) más o menos por el siglo de Augusto (la señora de Verdurin, tranquilizada por la lejanía de esa sociedad, adoptó una expresión más serena), de un amigo de Virgilio y Horacio que extremaba la zalamería hasta echarle en cara sus ascendencias más que aristocráticas, reales; en una palabra, hablaba de Mecenas, una rata de biblioteca que era amigo de Horacio, Virgilio y Augusto. Estoy seguro de que el señor de Charlus sabe perfectamente por todos conceptos quién era Mecenas». Mirando graciosamente a la señora de Verdurin de reojo, porque la había oído citarlo a Morel para dos días después y temía que no lo invitaran. «Creo —dijo el señor de Charlus— que Mecenas era algo así como el Verdurin de la antigüedad». La señora de Verdurin sólo a medias reprimió una sonrisa satisfecha. Fue hacia Morel. «Es agradable el amigo de sus padres —le dijo—. Se ve que es un hombre instruido y bien educado. Se hallará en nuestro pequeño núcleo. ¿Dónde vive en París?». Morel guardó un altivo silencio y propuso solamente una partida de naipes. La señora de Verdurin exigió ante todo un poco de violín. Ante el asombro general, el señor de Charlus, que nunca mencionaba sus grandes dones, acompañó con el más puro estilo el último trozo (inquieto, atormentado, pero en fin anterior a le sonata de Franck) de la Sonata para piano y violín de Fauré. Sentí que le daría a Morel, maravillosamente dotado para el sonido y el virtuosismo, precisamente aquello que le faltaba: la cultura y el estilo. Pero pensé con curiosidad en lo que une en un mismo hombre una tara física y un don espiritual. El señor de Charlus no era muy distinto a su hermano, el duque de Guermantes. Hasta hacía un instante (y eso era curioso) había hablado un francés tan malo como el suyo. Reprochándome (sin duda para que le hablase a la señora de Verdurin en términos elogiosos de Morel) que nunca lo fueron a ver y mientras yo invocaba la discreción, me había contestado: «Pero, ya que soy yo quien se lo pide, únicamente yo podría resentirme. Eso pudo haber sido dicho por el duque de Guermantes. El señor de Charlus no era, en resumen más que un Guermantes. Pero había bastado que la naturaleza le desequilibrase lo suficiente el sistema nervioso para que, en lugar de una mujer, como lo hubiese hecho su hermano el duque, prefiriese un pastor de Virgilio o un discípulo de Platón, y enseguida, unas cualidades desconocidas al duque de Guermantes y a menudo relacionadas con ese desequilibrio habían hecho del señor de Charlus un pianista delicioso, un pintor aficionado que no carecía de buen gusto y un elocuente orador. Ante el estilo rápido, ansioso, encantador con el que el señor de Charlus tocaba el trozo schumanesco de la Sonata de Fauré, ¿quién hubiera podido discernir que ese estilo tenía su homólogo —uno no se atreve a decir su causa— en partes completamente físicas, en los defectos nerviosos del ejecutante? Más tarde explicaremos las palabras defectos nerviosos y por qué motivo un griego de la época de Sócrates, un romano del tiempo de Augusto, podían ser lo que se sabe y continuar como hombres absolutamente normales y no afeminados como los que vemos hoy. En la misma forma que con sus disposiciones artísticas reales no desarrolladas el señor de Charlus había querido a su madre mucho más que el duque y querido a su mujer, y aun años después, cuando le hablaban de ella le brotaban lágrimas, aunque superficiales, como la traspiración de un hombre demasiado gordo cuya frente se humedece por cualquier motivo. Con la diferencia de que no le dice a esos: “¡Qué calor tiene usted!”, mientras que a los otros simula no ver su llanto. Uno, es decir la gente; porque al pueblo le inquieta ver llorar, como si un llanto fuera más grave que una hemorragia. La tristeza que siguió a la muerte de su mujer, gracias al hábito de la mentira, no excluía una vida que no estaba de acuerdo con ella. Más tarde tuvo la ignominia de dejar suponer que durante la ceremonia fúnebre había encontrado la manera de pedirle al monaguillo su nombre y su dirección. Y era quizás verdad».
Terminado el trozo, me permití reclamar algo de Franck, lo que pareció hacer sufrir hasta tal punto a la señora de Cambremer, que no insistí. «A usted no le puede gustar eso», me dijo. Pidió, en su lugar, Fiestas de Debussy, lo que hizo gritar: «¡Ah, es sublime!», desde la primera nota. Pero Morel advirtió que no sabía más que los primeros compases y por chiquillería, sin ninguna intención de superchería, comenzó una marcha de Meyerbeer. Desgraciadamente, como hizo poca transición y no anunció nada, todos creyeron que seguía siendo Debussy y continuaron gritando que era sublime. Morel, al revelar que el autor no era el de Pelléas, sino el de Roberto el Diablo, produjo cierta frialdad. La señora de Cambremer no tuvo siquiera tiempo de experimentarlo por sí misma, porque acababa de descubrir un cuaderno de Scarlatti y se había echado encima con una impulsión histérica. «¡Oh, toque eso, mire; eso es divino!», gritaba. Sin embargo, de ese autor de tanto tiempo desdeñado y promovido hacía poco a los mayores honores, lo que elegía en su febril impaciencia era uno de esos trozos malditos que tan a menudo le impiden dormir a uno porque un alumno despiadado lo reanuda interminablemente en el piso de arriba. Pero a Morel le parecía suficiente música y como quería jugar a los naipes, para participar de la partida el señor de Charlus hubiera querido un whist. «Hace un momento le dijo al Patrón que era príncipe —le sopló Ski a la señora de Verdurin—; pero no es verdad: pertenece a una sencilla burguesía de pequeños arquitectos». «Quiero saber lo que decían de Mecenas. A mí me divierte», volvió a decir la señora de Verdurin a Brichot, con una amabilidad que lo embriagó a este. Por eso, para deslumbrar a los ojos de la Patrona y quizás también a los míos: «Pero, a decir verdad, señora, Mecenas me interesa sobre todo porque es el primer apóstol señalado de ese dios chino que cuenta hoy en Francia con más sectarios que Brahma, que el mismo Cristo, el muy poderoso dios Jemenfou[71]». La señora de Verdurin ya no se contentaba en esos casos con hundir la cabeza en sus manos. Se tiraba con la brusquedad de los insectos llamados efímeros sobre la princesa Sherbatoff; si esta estaba a poca distancia, la Patrona se enganchaba en la axila de la princesa, hundía sus uñas y ocultaba por algunos instantes la cabeza como un niño que juega a las escondidas. Disimulada por esa pantalla protectora, podía suponerse que reía hasta las lágrimas y podía también no pensar en nada más, como la gente que durante una rogativa un poco larga tiene la sabia precaución de sepultar la cara entre las manos. La señora de Verdurin los imitaba al escuchar los cuartetos de Beethoven para demostrar a la vez que los consideraba como un rezo y para no dejar ver que dormía. «Hablo muy seriamente, señora —dijo Brichot—. Creo que hoy es demasiado grande la cantidad de gente que se pasa el tiempo considerando a su ombligo como el centro del mundo. En buena doctrina, nada tengo que objetar a no sé qué nirvana que tiende a disolvernos en el gran Todo (el que, como Munich y Oxford, está mucho más cerca de París que Asniéres o Bois-Colombes); pero no es ni de buen francés, ni siquiera de buen europeo, cuando los japoneses están, quizás, a las puertas de nuestra Bizancio, que unos antimilitaristas socializados discutan gravemente acerca de las virtudes cardinales del verso libre». La señora de Verdurin creyó que ya podía soltar el hombro aprisionado de la princesa y dejó reaparecer su cara, no sin fingir que se secaba los ojos y sin recobrar aliento dos o tres veces. Pero Brichot quería que yo participase en el festín y habiendo recordado, de las defensas de las tesis que presidía como nadie, que nunca se alaba tanto a la juventud como morigerándola y dándole importancia o haciéndose tratar de reaccionario por ella: «No quisiera blasfemar contra los dioses de la Juventud —dijo echando sobre mí esa mirada furtiva que un orador le concede a hurtadillas a alguna persona de su auditorio y cuyo nombre menciona—. No quisiera ser condenado como hereje y relapso en la capilla mallarmeana en cuya misa esotérica ha debido ayudar nuestro nuevo amigo como todos por lo menos como monaguillo y mostrarse delicuescente o rosa-cruz. Pero, verdaderamente, hemos visto demasiados intelectuales de esos que adoran el arte con A mayúscula y que, cuando no les basta emborracharse con Zola, se dan inyecciones de Verlaine. Eterómanos por devoción baudelairiana, ya no serían capaces del esfuerzo viril que podría un día u otro pedirles la patria, anestesiados como lo están por la gran neurosis literaria en la atmósfera cálida, enervante, pesada de malsanos relentes, de un simbolismo de fumadero de opio». Incapaz de fingir ni remotamente admiración por la copla inepta y abigarrada de Brichot, me volví hacia Ski y le aseguré que se equivocaba completamente acerca de la familia del señor de Charlus; me contestó que estaba seguro de lo que manifestaba, y agregó que yo mismo le había afirmado que su verdadero nombre era Gandin, Le Gandin. «Le dije que la señora de Cambremer era hermana de un ingeniero, el señor Legrandin. Nunca le he hablado del señor de Charlus. Hay tanta relación de nacimiento entre él y la señora de Cambremer como entre el gran Condé y Racine». «¡Ah, yo creía…!», —exclamó Ski ligeramente, sin más disculpas que unas horas antes, cuando por un error suyo casi nos hizo perder el tren—. «¿Piensa usted quedarse mucho tiempo en la costa?», le preguntó la señora de Verdurin al señor de Charlus, en quien preveía a un fiel y temía volviera demasiado pronto a París. «¡Dios mío!, nunca se sabe —contestó con un tono arrastrado y gangoso el señor de Charlus—. Me gustaría quedarme hasta fines de septiembre». «Tiene usted razón —asintió la señora de Verdurin—; es el momento de las hermosas tempestades». «A decir la verdad, no es eso lo que me decidiría. He descuidado desde hace algún tiempo al Arcángel San Miguel, mi patrono, y quisiera indemnizarlo quedándome hasta su fiesta, el 29 de septiembre, en la Abadía del monte». «¿Le interesan mucho esos asuntos?», preguntó la señora de Verdurin, que quizás podía haber conseguido acallar su anticlericalismo herido si no temiese que una excursión tan prolongada no hiciese largar durante 48 horas al violinista y al barón. «Usted parece atacada de sordera intermitente —contestó con insolencia, el señor de Charlus—. Le he dicho que San Miguel era uno de mis gloriosos patronos». Luego, sonriendo con un éxtasis benevolente, los ojos fijos a lo lejos, la voz aumentada por una exaltación que me pareció más que estética, aunque religiosa: «¡Es tan hermoso el ofertorio, cuando Miguel está de pie junto al altar, vestido de blanco, agitando un incensario de oro y con tal acumulación de perfumes, que su olor sube hasta Dios!…». «Podríamos ir en tropel», sugirió la señora de Verdurin a pesar de su horror por la sotana. «En ese momento, desde el ofertorio —agregó el señor de Charlus, que, por otros motivos, pero del mismo modo que los buenos oradores de la Cámara, no contestaba nunca una interrupción y fingía no haberla oído—, sería encantador ver a nuestro joven amigo palestrinizando y hasta ejecutando un Aria de Bach. Hasta el buen abate enloquecería de alegría y es el mayor homenaje, por lo menos el mayor homenaje público; que pueda yo ofrecerle a mi Santo Patrono. ¡Qué edificante para los fieles! Le hablaremos dentro de un rato al joven angélico musical, militar como San Miguel».
Saniette, llamado para hacer el muerto, declaró que no sabía jugar al whist. Y Cottard, al ver que ya no faltaba mucho para la hora del tren, se puso enseguida a jugar un partido de écarté con Morel. El señor Verdurin, furioso, avanzó sobre Saniette: «Usted no sabe jugar a nada» —gritó furioso, por haber perdido la oportunidad de jugar al whist y encantado de haber encontrado una oportunidad de injuriar al antiguo archivista—. Este, aterrorizado, asumió un aire espiritual: «Sí, sé tocar el piano», contestó Cottard y Morel se habían sentado frente a frente. «A usted el honor», dijo Cottard. «Si nos acercáramos un poco a la mesa de juego… —manifestó el señor de Charlus al señor de Cambremer, inquieto al ver al violinista con Cottard—. Es tan interesante como esas cuestiones de etiqueta que en nuestra época ya no significan mucho. Los únicos reyes que nos quedan, en Francia, por lo menos, son los reyes de los naipes y me parece que van a pasar en abundancia a las manos del joven virtuoso», se apresuró a agregar con una admiración por Morel que se extendía hasta su manera de jugar, para halagarlo también y por fin para justificar el movimiento que hacía al inclinarse sobre el hombro del violinista. «Yo corto», dijo Cottard imitando la pronunciación de un rastacuero y sus hijos se echaron a reír, como lo hacían sus alumnos y el jefe de la clínica cuando el maestro, así fuera junto al lecho de un enfermo grave, lanzaba, con una impasible máscara de epiléptico, uno de sus chistes habituales. «No sé exactamente qué jugar», dijo Morel consultando al señor de Cambremer. «Como quiera; de todas maneras, lo derrotarán. Esto o aquello da lo mismo».
«Igual… ¿Ingalli? —dijo el doctor deslizando hacia el señor de Cambremer una mirada insinuante y benévola—. Es lo que llamamos la verdadera diva; era el sueño, una Carmen como ya no volverá a verse. Era la mujer para el papel. Me gustaba también oír Ingalli casado». El marqués se levantó con esa vulgaridad desdeñosa de la gente bien nacida que no comprende que insulta al dueño de casa aparentando no estar seguro de que pueda frecuentarse a sus invitados y que se disculpan con la costumbre inglesa para emplear una expresión despreciativa: «¿Quién es ese señor que juega a las cartas? ¿Qué hace en la vida? ¿Qué vende? Me gusta bastante saber con quién estoy para no ligarme con cualquiera. Y no he oído su nombre cuando usted me hizo el honor de presentármelo». Si el señor Verdurin, autorizándose con esas últimas palabras, había presentado efectivamente el señor de Cambremer a sus invitados, a este le hubiera parecido muy mal. Pero, sabiendo que era lo contrario lo que tenía lugar, creía gracioso parecer buen muchacho y modesto sin riesgos. La vanidad que tenía el señor Verdurin por su intimidad con Cottard no había hecho más que crecer desde que el doctor se había convertido en un profesor ilustre. Pero ya no se manifestaba bajo la forma ingenua de otrora. Entonces, cuando se conocía apenas a Cottard, si le hablaban al señor Verdurin de las neuralgias faciales de su mujer: «No hay nada que hacer —decía con el cándido amor propio de los que creen que cuanto se relaciona con ellos es ilustre y que todos conocen el nombre del profesor de canto de su familia—. Si tuviera un médico de segundo orden, podría buscarse otro tratamiento; pero cuando ese médico se llama Cottard (nombre que pronunciaba como si fuese Bouchard o Charcot), no hay más que sacar la escalera».
Usando un procedimiento inverso al saber que el señor de Cambremer había oído hablar con seguridad del famoso profesor Cottard, el señor Verdurin tomó una expresión simplota. «Es nuestro médico de familia; un excelente corazón que adoramos y que se haría cortar en cuatro pedazos por nosotros; no es un médico, es un amigo. No supongo que lo conozca usted ni que su nombre le represente algo, aunque para nosotros sea el nombre de una excelente persona, de un muy querido amigo: Cottard». Ese nombre, murmurado con aparente modestia, engañó al señor de Cambremer, que creyó se trataba de otro. «¿Cottard? ¿No hablará usted del profesor Cottard?». Se oía precisamente la voz del mencionado profesor, que, preocupado por un golpe, decía teniendo sus naipes: «Aquí es donde se alcanzaron los atenienses». «¡Ah, si!, justamente, es profesor», dijo el señor Verdurin. «¡Cómo! El profesor Cottard, ¿no se equivoca usted? ¿Está usted seguro de que es el mismo, el que vive en la calle du Bac?». «Si, vive en la calle du Bac, N.º 43. ¿Lo conoce?». «Pero todos conocen al profesor Cottard. Es una eminencia. Es como si me preguntara usted si conozco a Bouffe de Saint-Blaise o a Courtois-Suffit. Ya me había parecido al oírlo hablar que no era un hombre común; por eso me he permitido preguntárselo». «Veamos, ¿qué hay que jugar? ¿Triunfo?», preguntaba Cottard. Luego, bruscamente, con una vulgaridad que hubiera resultado fastidiosa aun en una circunstancia heroica, cuando un soldado quiere prestarle una expresión familiar al desprecio por la muerte, pero que se hacía doblemente estúpida en el pasatiempo sin peligro de los naipes, Cottard, decidiéndose a jugar triunfo, tomó un aspecto sombrío, de persona extravagante y, aludiendo a los que arriesgan la vida, jugó un naipe como si fuera su vida, exclamando: «Después de todo, ¡qué importa!». No era lo que debía jugar, pero tuvo un consuelo. En medio del salón, en un amplio sillón, la señora Cottard, sucumbiendo al efecto irresistible para ella de la sobremesa, se había entregado, tras vanos esfuerzos, al sueño amplio y liviano que se apoderaba de ella. Por más que se irguiese por instantes, para sonreír, ya por burlarse de sí misma, ya por temor a no dejar sin respuesta alguna palabra amable que le dirigieran, volvía a caer, a su pesar, presa del mal implacable y delicioso. Más que el ruido, lo que la despertaba así por un instante era la mirada (que por ternura veía aún con los ojos cerrados y preveía porque la misma escena se producía todas las noches y obsesionaba su sueño como la hora en que uno tendría que levantarse) conque el profesor señalaba el sueño de su esposa a los presentes. Para empezar, se contentaba con mirarla y sonreír, porque si como médico censuraba ese sueño después de la comida (por lo menos daba ese motivo científico para enojarse al final, pero no era seguro que fuera determinante, ya que tenía sobre ello tantos puntos de vista distintos), como marido todopoderoso y travieso le encantaba burlarse de su mujer, no despertarla primero sino a medias, para que volviese a dormir y tener el placer de despertarla de nuevo.
Ahora la señora de Cottard dormía profundamente. «¡Vamos, Leontina, duermes!», le gritó el profesor. «Oigo lo que dice la señora de Swann, mi amigo», repuso débilmente la señora de Cottard, que volvió a caer en su letargo. «¡Es insensato! —exclamó Cottard—. Dentro de un rato nos asegurará que no se ha dormido. Es como los enfermos que van a una consulta y pretenden que nunca duermen». «Se lo figuran, quizás», dijo riendo el señor de Cambremer. Pero al doctor le gustaba tanto contradecir como molestar y sobre todo no admitía que un profano se atreviese a hablarle de medicina. «No se figura uno que no duerme», promulgó en tono dogmático. «¡Ah!», contestó el marqués inclinándose respetuosamente, como lo hubiese hecho Cottard antaño. «Bien se ve —repuso Cottard— que usted no ha administrado como yo hasta dos gramos de trional sin llegar a provocar el sueño». «En efecto, en efecto —repuso el marqués riendo, con cierta ironía—; nunca he tomado trional, ni ninguna de esas drogas que al tiempo ya no hacen efecto, pero le estropean a uno el estómago. Le aseguro que cuando se ha cazado la noche entera en el bosque de Chantepie no se necesita trional para dormir». «Son los ignorantes quienes dicen eso —contestó el profesor—. El trional levanta a veces notablemente el tono nervioso. Usted habla de trional, ¿pero sabe siquiera de qué se trata?». «Pero… he oído decir que se trata de un medicamento para dormir». «No contesta usted mi pregunta, —repuso doctoramente el profesor, que estaba de exámenes tres veces por semana en la Facultad—. No le pregunto si hace dormir o no, sino lo que es. ¿Puede decirme cuántas partes de amilo o de etilo contiene?». «No —repuso, turbado, el señor de Cambremer—. Prefiero un buen vaso de coñac o aun de oporto 345». «Que son diez veces más tóxicos», —interrumpió el profesor—. «En cuanto al trional —se atrevió el señor de Cambremer—, mi mujer está abonada a todo eso. Lo mejor sería que hablase usted con ella». «Que debe saber más o menos lo mismo que usted. En todo caso, si su mujer toma trional para dormir, ya ve usted que la mía no lo necesita. ¡Vamos, Leontina, muévete, que te anquilosas! ¿Acaso duermo yo después de cenar? ¿Qué harás a los sesenta años si duermes ahora como una vieja? Vas a engordar, paralizas tu circulación. Ya ni me oye». «Son malos para la salud esos sueñitos después de la comida, ¿verdad, doctor? —dijo el señor de Cambremer para rehabilitarse ante Cottard—. Después de haber comido bien habría que hacer ejercicio». «¡Historias! —repuso el profesor—. Se ha estudiado la misma cantidad de alimento en el estómago de un perro quieto y en el estómago de un perro que había corrido, y en el primero la digestión estaba más adelantada». «Entonces no es el sueño el que corta la digestión». «Eso depende, según se trate de la digestión esofágica, estomacal o intestinal; es inútil darle explicaciones que no comprendería, ya que no ha hecho estudios médicos. Vamos Leontina, en marcha; es tiempo de irse». No era cierto, porque el doctor sólo iba a continuar su partida de naipes, pero esperaba contrariar así más bruscamente el sueño de la muda a la que dirigía las más sabias exhortaciones sin recibir respuesta. Sea que persistiese en la señora de Cottard una voluntad de resistencia al sueño, aun en estado somnífero; sea que el sillón no prestase apoyo a su cabeza, esta última fue proyectada mecánicamente de izquierda a derecha y de arriba abajo, en el vacío, como un objeto inerte y la señora de Cottard, cuya cabeza se balanceaba, parecía tan pronto oír música, tan pronto haber entrado en la última fase de la agonía. Ahí donde fracasaban las amonestaciones cada vez más vehementes de su marido, tuvo éxito el sentimiento de su propia tontería: «Mi baño está bien en cuanto a temperatura —murmuró—, pero las plumas del diccionario… —exclamó irguiéndose—. ¡Oh, Dios mío, qué tonta soy! ¿Qué digo? Estaba pensando en mi sombrero; he debido decir una tontería; por poco me duermo; es ese maldito fuego». Y todos se pusieron a reír porque no había fuego alguno.
«Se burlan ustedes de mí» —dijo, riendo, la señora de Cottard, que disipó con la mano sobre su frente, con ligereza de hipnotizador y destreza de mujer que vuelve a peinarse, los últimos rastros de sueño—; «quiero presentar mis humildes excusas a la querida señora de Verdurin y conocer la verdad por su boca». Pero su sonrisa se entristeció porque el Profesor, que sabía que su mujer trataba de complacerlo y temía no lograrlo acababa de gritarle: «Mírate al espejo; estás roja como si tuvieses una erupción de acné; pareces una campesina vieja». «¿Saben ustedes? Es encantador —dijo la señora de Verdurin—, tiene una agradable faceta de bonhomía irónica. Además, lo arrancó a mi marido de la misma tumba cuando toda la Facultad lo había desahuciado. Pasó tres noches en vela a su lado. Por eso, Cottard, para mí, ¿saben ustedes? —agregó con un timbre grave y casi amenazador, levantando la mano hacia las dos esferas con mechas blancas de sus sienes musicales y como si pretendiéramos tocar al doctor—, es sagrado. Podría pedir lo que se le ocurriese. Por otra parte, no lo llamo doctor Cottard; lo llamo doctor Dios. Y todavía al decir eso lo calumnio, porque ese Dios repara en la medida de lo posible una parte de las desgracias de las que el otro es responsable». «Juegue triunfo», dijo, con aire feliz, el señor de Charlus a Morel. «Triunfo, para ver», repuso el violinista. «Antes debía anunciar su rey —objetó el señor de Charlus—, usted es distraído; pero ¡qué bien juega!». «Tengo el rey», anunció Morel. «Es un hombre hermoso», contestó el profesor. «¿Qué sucede con esas estacas? —preguntó la señora de Verdurin señalando al señor de Cambremer un soberbio escudo esculpido encima de la estufa—. ¿Son sus blasones?», —agregó con irónico desdén—. «No, no son los nuestros —contestó el señor de Cambremer—. Llevamos oro en tres fajas, almenadas y contralmenadas de gules, cada una de cinco piezas y recargadas con un trébol de oro. No, esas son las de Arrachepel, que no pertenecían a nuestro linaje, pero de quienes heredamos la casa y nunca los de nuestra estirpe quisieron cambiarles nada. Los Arrachepel (antaño Pelvilain, según decires) llevaban oro con cinco estacas despuntadas de gules. Cuando se aliaron a los Féterne, su escudo cambió, pero permaneció acantonado por veinte crucecitas con el estoque perdido clavado de oro y a su derecha un vuelo de armiño». «¡Toma!», dijo en voz baja la señora de Cambremer.
«Mi tatarabuela era una d’Arrachepel o de Rachepel, como quieran ustedes, porque se encuentran los dos nombres en las viejas cartas —continuó el señor de Cambremer, que se ruborizó con vivacidad porque sólo entonces se le ocurrió la idea con que lo honrara su mujer y temió que la señora de Verdurin no fuera a aplicarse palabras que no le concernían en absoluto—. Según la historia, en el siglo XI, el primer Arrachepel, Macé, llamado Pelvilain, demostró en los sitios una particular destreza para arrancar estacas. De donde el sobrenombre de Arrachepel con que fue ennoblecido y las estacas que a través de los siglos ven persistir ustedes en sus escudos. Se trata de esas estacas que para hacer inaccesibles las fortificaciones enterraban y clavaban en el suelo en torno de ellas y que se unían entre sí. Son lo que ustedes llamaban muy bien piquetes y que nada tenían de los palos sueltos del, bueno de La Fontaine. Porque, según parecía; hacían inexpugnable la plaza. Evidentemente, provocan la sonrisa ante la artillería moderna. Pero hay que recordar que se trata del siglo XI». «Carece de actualidad —dijo la señora de Verdurin—, pero el pequeño campanario tiene carácter». «Usted tiene una suerte de… turlututu —palabra que repetía con frecuencia para esquivar la de Moliere—. ¿Sabe usted por qué han exceptuado del servicio al rey de carreau?». «Quisiera estar en su lugar», dijo Morel, a quien fastidiaba su servicio militar. «¡Ah, mal patriota!», exclamó el señor de Charlus, que no pudo contenerse y le pellizcó una oreja al violinista. «No, no saben ustedes por qué han exceptuado al rey de carreau —volvió Cottard, que insistía con sus bromas—. Es porque tiene un solo ojo». «Usted tiene que enfrentar a alguien fuerte, doctor», dijo el señor de Cambremer para demostrarle a Cottard que sabía quién era. «Ese joven es asombroso —interrumpió cándidamente el señor de Charlus, señalando a Morel—. Juega como un dios». Esta reflexión no le gustó mucho al doctor, que contestó: «El que ríe último ríe mejor. ¡Ah, pícaro, pícaro y medio!». «Dama y as», anunció triunfalmente Morel, a quien favorecía la suerte. El doctor agachó la cabeza como si no pudiera negar esa fortuna, y confesó, fascinado: «Es hermoso».
«Nos ha complacido mucho comer con el señor de Charlus», dijo la señora de Cambremer a la señora de Verdurin. «¿No lo conocían ustedes? Es bastante agradable, es característico, de una época (la hubiese turbado mucho decir de cuál)», contestó la señora de Verdurin con la sonrisa satisfecha de una dilettante, de un juez y de un ama de casa.
La señora de Cambremer me preguntó si yo iría a Féterne con Saint-Loup. No pude contener un grito admirativo al ver la luna colgada como un farolillo anaranjado en la bóveda de encinas que arrancaba del castillo. «Todavía no es nada; dentro de un rato, cuando esté más alta y se ilumine el valle, será mucho más hermoso. Eso es lo que no tienen ustedes en Féterne», dijo con tono desdeñoso a la señora de Cambremer, quien no supo qué contestar al no querer despreciar su propiedad, sobre todo delante de los locatarios. «¿Se quedan ustedes un tiempo más, señora?», le preguntó el señor de Cambremer a la señora de Cottard, lo que podía pasar como una vaga intención de invitarla y evitaba por el momento una cita más precisa. «¡Oh, ciertamente, señor! Me interesa mucho ese éxodo anual, por los niños. Por más que se diga, necesitan el aire libre. La Facultad quería mandarme a Vichy; pero es demasiado asfixiante y me ocuparé de mi estómago cuando esos muchachotes hayan crecido un poco. Además, el profesor tiene que hacer un gran esfuerzo con los exámenes, y los calores lo cansan excesivamente. Entiendo que se necesita un completo descanso cuando se ha estado en la brecha todo el año, como él. De todos modos nos quedaremos todavía un mes largo». «¡Ah!, entonces volveremos a vernos. Por otra parte, me veo tanto más obligada a quedarme cuanto que mi marido debe dar una vuelta por la Saboya y no estará aquí en forma estable sino dentro de quince días». «Me gusta aún más el lado del valle que el del mar, repuso la señora de Verdurin». «Van a tener ustedes un tiempo espléndido para el regreso. Habría que ver si están atados los coches, en caso que deseen en toda forma volver esta misma noche a Balbec, me dijo el señor de Verdurin, porque yo no creo que sea necesario. Mañana los llevarían en coche. Con toda seguridad será un día hermoso. Los caminos son espléndidos». Dije que era imposible.
«Pero de cualquier modo, no es hora, objetó la Patrona. Déjalos en paz, tienen tiempo. ¿Para qué quieren llegar a la estación una hora antes? Están mejor aquí. Y usted, mi pequeño Mozart, le dijo a Morel, no atreviéndose a dirigirse directamente al señor de Charlus, ¿no quiere quedarse? Tenemos unos lindos cuartos que dan al mar. —Pero no puede, contestó el señor de Charlus, en lugar del jugador atento que ni siquiera había oído. Sólo tiene licencia hasta medianoche. Debe volver a acostarse como un niñito obediente, y juicioso, añadió con una voz complaciente, amanerada e insistente, como si hallara alguna voluptuosidad sádica en emplear esta casta comparación y también en marcar al paso su voz sobre lo que concernía a Morel y tocarlo, a falta de la mano, con unas palabras que parecían palparlo».
Por el sermón que me había dirigido Brichot, el señor de Cambremer había llegado a la conclusión de que yo era dreyfusista. Como era tan antidreyfusista como posible, por cortesía hacia un enemigo se puso a elogiarme a un coronel judío que había sido muy justo con un primo de los Chevregny y le había hecho conseguir el ascenso que se merecía. «Y mi primo tenía ideas completamente opuestas», dijo el señor de Cambremer, pasando como sobre ascuas respecto a cuáles eran esas ideas, pero que advertí tan antiguas y mal formadas como su rostro, ideas que algunas familias de ciertas pequeñas ciudades debían tener desde hacía tiempo. «Y bueno, ¿sabe usted?, eso me parece muy hermoso», concluyó el señor de Cambremer. Es verdad que no empleaba para nada la palabra hermoso en el sentido estético con que hubiese designado distintas obras, pero obras de arte para su madre o su mujer. El señor de Cambremer utilizaba más bien ese calificativo al felicitar a una persona delicada que había engordado levemente. «¿Cómo recobró tres kilos en dos meses? ¿Sabe usted que es muy hermoso?». Sobre una mesa había refrescos. La señora de Verdurin invitó a los caballeros a que eligiesen por sí mismos la bebida que más les agradara. El señor de Charlus fue a beber su vaso y volvió prontamente a sentarse junto a la mesa de juego para no moverse ya. La señora de Verdurin le preguntó: «¿Probó mi naranjada?». Entonces el señor de Charlus, con una graciosa sonrisa, mil muecas de su boca y movimientos de sus caderas, contestó: «No, preferí la de al lado; es frutilla, me parece; algo delicioso». Es extraño que cierto orden de actos secretos tenga como consecuencia exterior una manera de hablar o gesticular que los revela. Si un caballero cree o no cree en la Inmaculada Concepción o en la inocencia de Dreyfus o en la pluralidad de los mundos y quiere callarlo, no habrá nada en su voz ni en su andar, que trasluzca su pensamiento. Pero al oír que el señor de Charlus decía con esa voz aguda y esa sonrisa y esos gestos de los brazos: «No, he preferido, la de al lado; la frutilla», podía decirse: «Vaya, le gusta el sexo feo», con la misma certeza que le permite a un juez condenar a un criminal que no ha confesado o a un médico un paralítico general que ignora su enfermedad quizás pero que ha cometido un defecto de pronunciación del que puede deducirse que se habrá muerto antes de tres años. Quizás las gentes que por la manera de decir: «No, he preferido la de al lado; la frutilla» deducen un amor llamado antifísico, no necesitan tanta ciencia. Pero es que aquí hay más directa relación entre el signo revelador y el secreto. Sin decírselo precisamente uno advierte que quien nos contesta es una dulce señora sonriente, que parece amanerada porque aparenta ser hombre y uno no está acostumbrado a que los hombres hagan tantos remilgos. Y quizás es más gracioso pensar que desde hace tiempo, cierta cantidad de mujeres angélicas se han visto comprendidas por error en el sexo masculino donde, exiladas, aunque aletearan en vano hacia los hombres a quienes inspiran una repulsión física, saben arreglar un salón y componen «interiores». Al señor de Charlus no le importaba que la señora de Verdurin permaneciese de pie y se quedaba en su sillón, para estar más cerca de Morel. «¿No le parece un crimen, dijo la señora de Verdurin al barón, que quién podría encantarnos con su violín, esté ahí en una mesa de ecarté? ¡Cuando uno toca el violín como él!». «Juega bien a los naipes y lo hace todo muy bien; es tan inteligente…», dijo el señor de Charlus, mientras miraba los juegos, con el objeto de aconsejar a Morel. No era, por otra parte, el único motivo que tenía para no levantarse del sillón ante la señora de Verdurin. Con la mezcla singular que había hecho de sus concepciones sociales, de gran señor y a un tiempo aficionado al arte, en lugar de ser cortés del mismo modo que un hombre de su ambiente, Componía de acuerdo con Saint-Simon, una suerte de cuadros vivos; y en este momento se divertía en fingir el Mariscal de Uxelles, que lo interesaba por más motivos aún y del que se dice que era glorioso hasta el punto de no levantarse del asiento —por una expresión de pereza— ante lo más distinguido que había en la Corte. «Dígame, Charlus, dijo la señora de Verdurin, que empezaba a familiarizarse, ¿no tendría usted en el barrio, algún noble anciano y arruinado que pudiera servirme de portero?». «Pues claro, claro…, contestó el señor de Charlus sonriendo con aspecto bonachón, pero no se lo aconsejo». «Temería, por usted, que las visitas elegantes no fuesen más allá de la portería». Esa fue la primera escaramuza entre ellos. La señora de Verdurin apenas reparó en ello. Por desgracia debían ocurrir otras en París. El señor de Charlus continuó sentado. Por otra parte, no podía dejar de sonreír imperceptiblemente al ver hasta qué punto la sumisión tan fácilmente conseguida de la señora de Verdurin confirmaba sus máximas favoritas sobre el prestigio de la aristocracia y la cobardía de los burgueses. La Patrona no parecía asombrada en lo más mínimo por la actitud del barón y si lo dejó fue sólo porque la inquietaba ver que me seguía el señor de Cambremer. Pero ante todo quería aclarar el asunto de las relaciones del señor de Charlus con la condesa Molé. «Me había dicho usted que conocía a la señora de Molé. ¿La frecuenta?», preguntó dándole a las palabras: «¿La frecuenta?», el sentido que ella lo recibiera, y haber recibido la autorización de visitarla. El señor de Charlus contestó con una inflexión desdeñosa, una afectada precisión y un tono de salmodiar: «Pero cómo no, algunas veces». Ese algunas veces le dio ciertas dudas a la señora de Verdurin, que preguntó: «¿Se encontró ahí con el duque de Guermantes?». «¡Ah, no lo recuerdo!». «¡Ah!, dijo la señora de Verdurin, ¿usted no conoce al duque de Guermantes?». «Pero ¡cómo no iba a conocerlo!», contestó el señor de Charlus con una sonrisa que le hizo ondular la boca. Era sonrisa era irónica; pero como el barón temía que le viesen un diente de oro, la quebró con un repliegue de sus labios, de manera que la sinuosidad que resultó de ello fue una sonrisa benevolente: «¿Por qué dice?: ¿Usted no lo conoce? Si es mi hermano» dijo negligentemente el señor de Charlus, que dejó a la señora de Verdurin sumergida en el estupor y la incertidumbre de saber si su invitado se burlaba de ella, era un hijo natural o provenía de otro lecho. No se le había ocurrido que el hermano del duque de Guermantes pudiese llamarse barón de Charlus. Se dirigió a mí: «Oí que hace un rato lo invitaba a cenar el señor de Cambremer. A mí, como usted comprenderá, no me importa. Pero supongo, en interés suyo, que no irá. Ante todo, está lleno de aburridos. ¡Ah!, si le gusta cenar con condes y marqueses de provincia que nadie conoce, estará a gusto». «Creo que me veré obligado a ir una o dos veces. Por otra parte, no estoy muy libre, porque no puedo dejar sola a una joven prima (me pareció que ese parentesco supuesto simplificaba las cosas para salir con Albertina). Pero en cuanto a los Cambremer, como ya se los he presentado…». «Haga usted lo que le parezca. Pero puedo decirle que es sumamente malsano; cuando haya atrapado una pulmonía o esos buenos pequeños reumatismos de familia, ¿habrá adelantado mucho?». «¿Pero acaso el lugar no es hermoso?». «Si se quiere. Yo confieso francamente que prefiero cien veces esta vista a la del valle. Por otra parte, aunque nos hubieran pagado no habitaría la otra casa porque el aire del mar es fatal para el señor Verdurin. Por poco que su prima sea nerviosa… Además, usted es nervioso, creo; sufre de sofocaciones. Y bueno, ya verá. Vaya una vez y, no podrá dormir durante ocho días: pero este no es asunto nuestro. —Y sin pensar en lo contradictorio de su nueva frase con respecto a las anteriores—: Si le divierte ver la casa que no está mal, hermosa es decir demasiado, pero en fin, divertida, con el antiguo foso, el viejo puente levadizo, como yo tendré que ir alguna vez a cenar, y bien, vaya ese día, trataré de llevar a toda mi gente; entonces lo pasaremos mejor. Pasado mañana iremos a Harambouville en coche. El camino es magnífico, hay una sidra deliciosa. Venga. Y usted, Brichot. Usted también, Ski. Será una partida que por otra parte ya debe haber concertado de antemano mi marido. No sé a ciencia cierta a quién habrá invitado. Señor de Charlus, ¿usted es de los nuestros?». El barón, que no oyó esa frase y no sabía que se estaba hablando de una excursión a Harambouville, se sobresaltó: «Pregunta curiosa, murmuró con un tono burlón que afectó a la señora de Verdurin». «Por otra parte, me dijo, mientras esperamos la cena Cambremer, ¿por qué no traería a su prima? ¿Le gusta la conversación y la gente inteligente? ¿Es agradable? Sí y bueno, entonces muy bien. Véngase con ella. No sólo existen los Cambremer en el mundo. Comprendo que les alegre invitarla; no consiguen a nadie. Aquí siempre tendrá aire saludable y hombres inteligentes. En todo caso cuento con que no falte usted el miércoles que viene. He oído que tenía un té en Rivebelle, con su prima, el señor de Charlus y ya no sé quién más. Debería tratar de traerlos a todos aquí; sería linda una pequeña llegada en masa. Las comunicaciones no pueden ser más fáciles y los caminos encantadores; en caso necesario los mandaría a buscar. No sé, por otra parte, qué puede atraerlo en Rivebelle: está infestado de mosquitos. Usted cree quizás en la fama de las tortas. Mi cocinero las hace mucho mejor. Ya le haré comer tortas normandas, las verdaderas y los sabéis; no le digo nada. ¡Ah!, si le interesa esa porquería que sirven en Rivebelle, eso sí que no lo quiero; no asesino a mis invitados, señor, y aunque lo quisiera, mi cocinero se negaría a hacer esa cosa sin nombre y nos dejaría. No se sabe con qué están hechas esas tortas. Conozco una pobre muchacha a la que le provocaron una peritonitis que la mató en tres días. Tenía sólo diecisiete años. Es triste para su pobre madre, agregó con melancolía la señora de Verdurin, bajo las esferas de sus sienes cargadas de dolor y experiencia. Pero en fin, vaya a tomar el té a Rivebelle si le divierte que lo desuellen y le gusta tirar dinero a la calle. Sólo que, se lo ruego, es una misión de confianza la que le encomiendo; a eso de las seis, tráigame a toda su gente aquí, no deje que cada cual vuelva a su casa, en un desbande. Puede usted traerme a quien quiera. No se lo diría a cualquiera. Pero estoy convencida de que sus amigos son amables, y veo en seguida que nos entendemos. Fuera del pequeño núcleo, el miércoles habrá precisamente gente muy agradable. Usted no conoce a la pequeña señora de Longpont. Es encantadora y llena de ingenio; nada snob; ya verá que le gustará muchísimo. Ella también tiene que traer a toda una banda de amigos, agregó la señora de Verdurin para señalarme que eso se usaba y animarme con el ejemplo. Ya veremos quién tiene más influencia y me trae más gente; si usted o Barbe de Longpont. Y también creo que tienen que traerlo a Bergotte, agregó con un aire vago, ya que la concurrencia de esa celebridad se había hecho casi imposible debido a una nota aparecida en los diarios de la mañana que anunciaba que la salud del gran escritor inspiraba las mayores inquietudes. En fin, ya verá que ese será uno de mis miércoles más acertados; no quiero que haya mujeres aburridas. Por otra parte, no juzgue por el de esta noche, es un fracaso completo. No proteste, no puede haberse aburrido más que yo; a mí me parecía insoportable. No siempre será como esta noche, ¿sabe usted? Por otra parte, no hablo de los Cambremer, que son imposibles; pero he conocido gente de la sociedad que tenían fama de ser muy agradables y bueno, no eran nada en comparación con mi pequeño núcleo. Le oí decir que Swann le parecía inteligente. Ante todo, mi opinión es que era muy exagerado, pero sin hablar siquiera del carácter del hombre que me pareció siempre fundamentalmente antipático, socarrón y solapado; vino a cenar a menudo los miércoles. Y bueno, puede usted preguntárselo a los demás, aun al lado de Brichot, que está lejos de ser un águila, que sólo es un buen profesor de segunda que yo misma hice ingresar al Instituto, sin embargo, Swann ya no era nada. Muy opaco». Y como yo emitía una opinión contraria: «Así es. No quiero decirle nada en su contra, ya que era amigo suyo; por otra parte, lo quería mucho, me habló de usted de una manera deliciosa, pero pregúnteles a estos si alguna vez dijo algo interesante durante nuestras comidas. Sin embargo, es la piedra de toque. Y bueno, no sé por qué, pero Swann en casa no daba, no rendía nada. Y más aún, lo poco que valía lo adquirió aquí». Aseguré que era muy inteligente. «No, usted creía eso sólo porque lo conoció menos tiempo que yo. En el fondo uno lo agota muy pronto. A mi me aburría soberanamente. (Traducción: visitaba a los La Trémoïlle y los Guermantes y sabía que yo no lo hacía). Y yo soporto cualquier cosa, menos el aburrimiento. ¡Ah, eso no!». El horror al aburrimiento era ahora para la señora de Verdurin el motivo que debía explicar la composición del pequeño ambiente. No recibía todavía a duquesas, porque se sentía incapaz de aburrirse como de efectuar un crucero debido al mareo. Yo me decía que lo que aseguraba la señora de Verdurin no era totalmente falso y mientras que los Guermantes hubiesen declarado que Brichot era el hombre más tonto que conocían no estaba seguro si en el fondo no era superior ya que no a Swann, por lo menos a gente con el espíritu de Guermantes, que tuviesen el buen gusto de evitar y el pudor de ruborizarse por sus humoradas pedantes y me lo preguntaba yo, como si la naturaleza de la inteligencia pudiese verse iluminada en alguna medida por su respuesta y con la seriedad de un cristiano influido por Port-Royal que se plantea el problema de la Gracia. Ya lo verá, continuó la señora de Verdurin, cuando uno mezcla a gente de la sociedad con gente verdaderamente inteligente, gente de nuestro medio, ahí hay que verlos, el hombre de mundo más ingenioso en el reino de los ciegos, aquí no es más que un tuerto. Y además los otros ya no se sienten cómodos. A punto que llegó a preguntarme si en lugar de ensayar fusiones que todo lo estropean, no haría mejor en iniciar unas series sólo para fastidiosos con el objeto de gozar plenamente de mi pequeño núcleo. Conclusión: vendrá usted con su prima. Convenido. Bien. Por lo menos, aquí tendrán ambos algo que comer. En Féterne reinan el hambre y la sed. ¡Ah!, eso sí, si le gustan las ratas vaya enseguida, estará servido a gusto. Y lo conservarán tanto tiempo como quiera. Claro que se morirá de hambre. Por otra parte, el día que vaya cenaré antes. Y para que sea más divertido debería venir a buscarme. Tomaríamos una buena merienda y cenaríamos a la vuelta. ¿Le gustan las tortas de manzana? ¿Sí? Bueno, nuestro cocinero las hace como nadie. Ya ve que tenía razón al decirle que usted es el indicado para vivir aquí. Venga con nosotros. Ya sabe que en mi casa hay mucho más lugar de lo que parece. No lo digo para que no vengan los fastidiosos. Podría traerse a su prima. Tendría mucho mejor aire que en Balbec. Con este aire pretendo curar a los incurables. Palabra, que los he curado y no de hoy. Porque antes he vivido cerca de aquí; había descubierto algo que pagaba una miseria y que tenía mucho más carácter que la famosa Raspeliére. Se lo enseñaré si llegamos a pasear juntos. Pero reconozco que aun aquí, el aire es verdaderamente vivificante. Y no quiero hablar mucho de ello no sea que los parisienses empiecen a gustar de mi rincón. Siempre fue esa mi suerte. En fin, dígaselo a su prima. Les daremos dos lindos cuartos con vista al valle; ya verá usted por la mañana el sol en la niebla. ¿Y quién es ese Roberto de Saint-Loup de quién hablaba usted? —dijo con inquietud, porque había oído que debía ira verlo a Doncières y temió que me retuviese—. Usted podría traerlo mejor hasta aquí. Siempre que no sea fastidioso. Se lo oí mencionar a Morel; me parece que es uno de sus grandes amigos —dijo la señora de Verdurin, mintiendo completamente porque Saint-Loup y Morel ni siquiera conocían su existencia recíproca. Pero al enterarse de que Saint-Loup conocía al señor de Charlus, supuso que sería por medio del violinista y quería aparentar que estaba al corriente—. ¿No es médico, por casualidad, o literato? Usted sabe que si necesita recomendaciones para exámenes, Cottard lo puede todo y hago con él lo que quiero. En cuanto a la Academia, para más tarde, porque supongo que no tiene edad, dispongo ya de varios votos. Su amigo estaría aquí en una zona conocida y quizás le gustara ver la casa. Doncières no es muy divertido. En fin, usted hará lo que le parezca y como mejor le convenga —concluyó sin insistir, para no aparentar que trataba de conocer a la nobleza y porque pretendía que el régimen bajo el cual hacía vivir a sus fieles, esa tiranía se llamaba libertad—. ¡Vamos!, ¿qué te pasa? —dijo al ver que el señor Verdurin con gestos impacientes, alcanzaba la terraza de tablas que se extendía a un lado del salón, por encima del valle, como un hombre que se asfixia de rabia y necesita tomar aire—. ¿Otra vez te fastidio Saniette? Pero si sabes que se trata de un idiota confórmate a esa idea, no te pongas en semejante estado. Eso no me gusta, dijo ella, porque le hace mal y lo congestiona. Pero también debo reconocer que a veces se necesita una paciencia angelical para soportarlo a Saniette y sobre todo recordar que recogerlo es una caridad. Por mi parte debo confesar que su estupenda tontería me alegra. Supongo que habrá oído lo que dijo después de la comida: «No sé jugar al whist, pero sé tocar el piano». «¿Si será lindo? Es grande como el mundo y una mentira por otra parte, porque no sabe ni una ni otra cosa. Pero mi marido, bajo esas apariencias rudas, es muy sensible y muy bueno y esa suerte de egoísmo de Saniette, siempre preocupado por el efecto que pueda causar, lo saca de sus casillas. Vamos, hijito, cálmate, ya sabes que Cottard te ha dicho que eso era muy malo para el hígado. Y además las consecuencias las sufriré yo —dijo la señora de Verdurin—. Mañana Saniette vendrá con su ataquecito de nervios y de lágrimas. ¡Pobre hombre! Está muy enfermo. Pero tampoco ese es un motivo para matar a los demás. Y hasta en los momentos en que sufre demasiado y uno quisiera compadecerse de él, su tontería corta en seco la compasión. Es demasiado estúpido. No tienes más que decirle muy amablemente que semejantes escenas los enferman a ambos, que no vuelva, y como es lo que más teme, eso tendrá un efecto calmante sobre sus nervios»,— sugirió a su marido la señora de Verdurin.
Apenas se veía el mar desde las ventanas de la derecha. Pero las del otro lado dejaban ver el valle sobre el que ahora cala la nieve del claro de luna. De vez en cuando se oía la voz de Morel y la de Cottard: «¿Tiene triunfo?». «Yes». «¡Ah!, usted tiene buenas ocurrencias», dijo el señor de Cambremer en contestación a su pregunta, porque había visto que el juego del médico estaba lleno de triunfos. «Aquí está la muchacha de carreau —dijo el médico—. Eso es triunfo. ¿Sabe usted? Corto y tomo». «Pero ya no hay Sorbona —dijo el médico al señor de Cambremer—; sólo existe la Universidad de París». El señor de Cambremer confesó que ignoraba por qué el médico le hacía esa observación. «Creía que hablaba usted de la Sorbona —repuso el médico—. Había oído que decía usted: “la sacas buena[72]” —agregó guiñando un ojo para indicar que era una ocurrencia—. Espere —dijo señalando a su adversario—, le preparo una jugada de Trafalgar». Y la jugada debía ser excelente para el médico, porque en su alegría se puso a mover voluptuosamente los dos hombros, lo que constituía en la familia, dentro del «estilo». Cottard, un rasgo casi zoológico de satisfacción. En la generación anterior, el movimiento de frotarse las manos como para enjabonarlas, acompañaba al movimiento. El mismo Cottard utilizaba primera y simultáneamente la doble mímica, pero un buen día, sin que se supiera a qué intervención, conyugal, magistral, quizás, se debiera ello, había desaparecido la frotación de las manos. El médico, aun jugando al dominó, cuando obligaba a su contrincante a «pedir» y tomar el doble seis, lo que constituía para él el más vivo placer, se conformaba con el movimiento de los hombros. Y cuando —lo menos posible— iba a su terruño por algunos días, al encontrarse con su primo hermano, que continuaba frotándose las manos, le decía a la señora de Cottard a su regreso: «Ese pobre Renato me pareció muy vulgar. ¿Tiene esa pequeñez?, dijo volviéndose hacia Morel. ¿No? Entonces juego el viejo David». «Pero entonces, usted tiene cinco y ha ganado. Esa es una hermosa victoria, doctor, dijo el marqués». «Una victoria a lo Pirro —dijo Cottard volviéndose hacia el marqués y mirando por encima de sus anteojos para estimar el efecto de su frase—. Si tenemos tiempo —le dijo a Morel— le doy una revancha. Me toca a mí. ¡Ah, no! Aquí están los coches; será el viernes, y le enseñaré una prueba que no cabe en un bolsillo». El señor Verdurin y la señora nos acompañaron hasta afuera. La Patrona estuvo particularmente mimosa con Saniette, con el objeto de asegurarse de que volvería al día siguiente. «Pero no me parece usted abrigado, hijo mío —me dijo el señor Verdurin, cuya gran edad autorizaba esa apelación paternala—. Parece que ha cambiado el tiempo». Palabras que me llenaron de alegría, como si la vida profunda y el surgimiento de combinaciones diferentes que implicaba en la naturaleza, anunciasen otros cambios, produciéndose en mi vida y creando nuevas posibilidades. Sólo al abrir la puerta del parque antes de partir, sentía uno que otro «tiempo» ocupaba el escenario desde hacía un instante; soplos frescos, voluptuosidad estival, se elevaban del bosquecillo de pinos (donde antaño la señora de Cambremer soñaba con Chopin) y casi imperceptiblemente, en repliegues acariciadores, en remolinos caprichosos, comenzaban sus nocturnos ligeros. Rechacé el abrigo que aceptaría noches más tarde cuando estuviese allí Albertina, más por el secreto del placer que contra el peligro del frío. Buscaron inútilmente al filósofo noruego. ¿Lo había sorprendido un cólico? ¿Habría temido perder el tren? ¿Lo habría venido a buscar un aeroplano? ¿Lo habría llevado una Asunción? De cualquier modo había desaparecido sin que nadie tuviese tiempo de advertirlo, como si fuese un dios. «Usted hace mal —me dijo el señor de Cambremer—; hace un frío para patos». «¿Por qué para patos?», preguntó el médico. «¡Cuidado con las sofocaciones! —repuso el marqués—. Mi hermana nunca sale de noche. Por otra parte, está bastante hipotecada en estos momentos. En todo caso, no se quede descubierto; póngase pronto el sombrero». «No son ahogos a frigore», dijo sentenciosamente Cottard. «¡Ah, ah! —dijo inclinándose el señor de Cambremer—, ya que esa es su opinión…». «Opinión de lector», dijo el médico deslizando sus miradas fuera de los anteojos para sonreír. El señor de Cambremer se rio, pero, convencido de que tenía razón, insistió: «Sin embargo —dijo—, cada vez que sale, mi hermana tiene un ataque…». «Es inútil deducir —contestó el médico sin darse cuenta de su descortesía—. Por otra parte, no practico medicina al borde del mar a menos que me llamen para una consulta. Aquí estoy de vacaciones». Lo estaba, por otra parte, mucho más de lo que hubiera querido. Y como el señor de Cambremer le dijese al subir al coche: «Tenemos la suerte de tener cerca de nosotros (no de su lado de la bahía, del otro; ¡pero es tan cerrada en ese sitio!), otra celebridad médica, el doctor du Boulbon», Cottard, que de costumbre evitaba deontológicamente criticar a sus colegas, no pudo dejar de exclamar, como lo había hecho delante de mí el día funesto en que habíamos ido al pequeño Casino: «No es un médico. Hace medicina literaria, terapéutica fantasista, charlatanería. Por otra parte, estamos en muy buenas relaciones. Me embarcaría para ir a verlo una vez si no tuviera que ausentarme». Pero al ver el aspecto que adoptó Cottard para hablarle de du Boulbon al señor de Cambremer, advertí que el barco con el que voluntariamente hubiese ido a verlo, se parecía mucho al que habían fletado los médicos de Salerno para arruinar las aguas descubiertas por Virgilio, otro médico literario (quien también les quitaba toda la clientela), pero que naufragó con ellos durante la travesía. «Adiós, mi pequeño Saniette; no deje de venir mañana; ya sabe que mi marido lo quiere mucho. Le gusta su ingenio y su inteligencia, pero sí, ya lo sabe usted demasiado, le gustan esos aires bruscos, pero no puede estar sin verlo. Siempre me pregunta antes que nada: “¿No viene Saniette? ¡Me gusta tanto verlo!”». «Nunca he dicho tal cosa», dijo el señor Verdurin a Saniette con una franqueza simulada que parecía poner perfectamente de acuerdo lo que decía la Patrona con su modo de tratar a Saniette. Luego, mirando su reloj, sin duda para no prolongar la despedida bajo la humedad nocturna, recomendó a los cocheros que no perdieran tiempo, pero que fueran prudentes en la bajada, y aseguró que llegaríamos antes que el tren. Que debía dejar a los fieles en una estación y en otra, terminando conmigo, ya que ninguno iba más lejos de Balbec y empezaba por los Cambremer. Estos, para que sus caballos no subieran en la noche hasta la Raspeliére, tomaron el tren con nosotros en Donville-Féterne. Efectivamente, la estación más cercana de ellos no era esta, que ya un poco distante de la aldea lo era aún más del castillo, sino la Sogne. Al llegar a la estación de Donville-Féterne, el señor de Cambremer insistió en darle al cochero de los Verdurin la «moneda», como decía Francisca (precisamente al amable cochero sensible, de las ideas melancólicas), porque el señor de Cambremer era generoso y en eso era más bien «del lado de su mamá». Pero sea que en eso interviniese el «lado de su papá» a tiempo de darla, experimentaba los escrúpulos de un error cometido, sea por él que como veía mal, daría por ejemplo cinco céntimos en lugar de un franco, sea por el destinatario que no advertiría la importancia de su donación. Por eso le hizo notar a este:
«¿Es un franco el que le doy, verdad? —dijo al cochero haciendo brillar la moneda a la luz y para que los fieles pudieran repetírselo a la señora de Verdurin—. ¿Verdad? Es un franco, como es un viaje corto». Él y la señora de Cambremer nos dejaron en la Sogne. «Le diré a mi hermana —me repitió— que usted tiene sofocaciones; estoy seguro de que le interesará saberlo». Comprendí que él comprendía: «le causaré placer».
En cuanto a su mujer, al despedirse de mí, empleó dos de esas abreviaciones que hasta escritas me chocaban en una carta aunque fuesen luego habituales, pero que habladas, aun hoy me siguen pareciendo, en su voluntaria negligencia, en su aprendida familiaridad, algo insoportablemente pedante: «Contenta de haber pasado la velada con usted —me dijo ella—; recuerdos a Saint-Loup, si llega a verlo». Al decirme esta frase la señora de Cambremer, pronunció «Saint-Loupe». Nunca supe quién lo había pronunciado así delante de ella, o lo que la había llevado a suponer que así debía pronunciarse. Lo cierto es que durante varias semanas, pronunció «Saint-Loupe», y un hombre que tenía gran admiración por ella y la imitaba, hizo lo mismo. Si otras personas decían Saint-Lou, insistían y decían con fuerza «Saint-Loupe», ya sea para dar indirectamente una lección a los demás, ya sea para distinguirse ellos mismos. Pero sin duda, algunas mujeres más brillantes que la señora de Cambremer le dijeron o le hicieron entender indirectamente que no debía pronunciarse de ese modo y que lo que le parecía una originalidad era un error que haría suponer que no estaba al corriente de las cosas sociales, porque poco después la señora de Cambremer volvía a decir «Saint-Lou» y su admirador dejaba igualmente toda resistencia, o porque lo hubiese retado, o porque advirtiera que ya no hacía sonar el final y se dijese que para que una mujer de ese valor cediera esa energía y esa ambición, tenía que ser por algún motivo bueno. El peor de esos admiradores era su marido. A la señora de Cambremer le gustaba a menudo hacerles a los demás bromas muy impertinentes. En cuanto me atacaba en esa forma a mí o a otro, el señor de Cambremer empezaba a mirar risueñamente a la víctima. Como el marqués era bizco —lo que proporciona una intención ingeniosa hasta a la alegría de los imbéciles—, el efecto de esa risa consistía en devolver algo de pupila al blanco sin ello completo del ojo. En la misma forma cuando aclara aparece un poco de azul en el cielo algodonoso de nubes. Por otra parte, el monóculo protegía esa operación delicada como un cristal a un cuadro de valor. En cuanto a la misma intención de la risa, no se sabía en verdad si era amable. «¡Ah, pícaro! Puede usted decir que es envidiable. Goza de las preferencias de una mujer tremendamente ir ingeniosa o traviesa». «Y bien, señor, supongo que lo están arreglando vayan sapos y culebras los que se está tragando», o servicial: «¿Sabe usted?, lo tomo a risa porque es pura broma, pero estoy aquí y no dejaré que lo maltraten», o cruelmente cómplice: «No tengo por qué agregar mi granito de sal, pero ya lo ve, me muero de risa por todas las canalladas que le prodiga. Me río como un jorobado, yo, el marido. Por lo tanto, si se le ocurriera hacerse el levantisco, mi querido señor, ya encontraría a quién hablarle. Ante todo le administraría cuidadosamente un par de cachetadas, y luego iríamos a cruzar los aceros en el bosque de Chantepie».
Sea cual fuera el resultado de esas diversas interpretaciones de la alegría del marido, las calaveradas de la mujer concluían pronto.
Entonces el señor de Cambremer dejaba de reír, desaparecía su momentánea pupila y como desde hacía algunos minutos se había perdido la costumbre del ojo completamente blanco, eso le daba a ese rojo Normando algo exangüe a la vez y estático, como si el marqués acabara de ser operado o como si implorase del cielo, detrás de su monóculo, las palmas del martirio.