Pero algunos días después tuve la prueba de las aficiones de esta joven y también de la probabilidad de que antes hubiera conocido a Albertina. A menudo, cuando dos muchachas se deseaban, en la sala del casino se producía algo así como un fenómeno luminoso, una especie de rastro fosforescente que iba de una a otra. Digamos de paso que es por medio de semejantes materializaciones, aunque imponderables; por esos signos astrales que inflamaban toda una porción de la atmósfera, que Gomorra, dispersa, tiende en cada ciudad y en cada aldea a reunir sus miembros separados y reformar la ciudad bíblica, mientras que en todas partes persiguen los mismos esfuerzos, aunque sea en vista de una reconstrucción intermitente, los nostálgicos, los hipócritas y a veces los valientes exilados de Sodoma. Una vez vi a la desconocida que Albertina había aparentado desconocer en el preciso momento en que pasaba la prima de Bloch. Los ojos de la joven se estrellaron, pero ya se veía que no conocía a la señorita judía. La veía por primera vez; experimentaba un deseo, ninguna duda, de ninguna manera la misma certidumbre que con respecto a Albertina; Albertina, acerca de cuya camaradería había debido contar a tal punto que ante su frialdad experimentara la sorpresa de un extranjero habituado a París pero que no lo habita y que al volver a pasar algunas semanas, en lugar del teatrito donde tenía costumbre de pasar buenas veladas, comprueba que han construido un banco.

La prima de Bloch fue a sentarse a una mesa, donde hojeó un magazine. Pronto la joven se sentó distraídamente junto a ella. Pero podían haberse visto, bajo la mesa, sus pies que se atormentaban, luego las piernas y las manos que se confundían. Siguieron las palabras, se trabó la conversación, y el cándido marido de la joven, que la estaba buscando por todos lados, se extrañó al encontrarla haciendo proyectos para esa misma noche con una muchacha que él no conocía. Su mujer le presentó a la prima de Bloch, como una amiga de infancia, bajo un nombre ininteligible, porque se habla olvidado de preguntarle cómo se llamaba. Pero la presencia del marido le hizo avanzar un paso a su intimidad, porque se tutearon, ya que se habían conocido en el convento, incidente del que más tarde se rieron mucho, así como del marido tonto, con una alegría que fue motivo de nuevas ternuras.

En cuanto a Albertina, no puedo decir que sus modales fueran demasiado libres con alguna muchacha, en ninguna parte, en la playa o el casino. Hasta eran tan excesivamente fríos e insignificantes que antes que buena educación parecían una astucia destinada a disipar sospechas. Tenía una manera de contestarle a una determinada muchacha en voz muy alta, rápida, helada y decentemente: «Sí, iré al tenis a eso de las cinco. Me bañaré mañana por la mañana a eso de las ocho», abandonando inmediatamente la persona a la que acababa de decirle eso, a quien parecía querer despistar terriblemente y ya sea concertar una cita, ya sea más bien después de haberla concertado en voz baja, decir en voz alta esta frase, efectivamente insignificante para no hacerse notar. Y cuando la veía tomar luego su bicicleta y correr a toda velocidad, no podía dejar de pensar que iba a reunirse con aquella a quien apenas hablara.

A lo sumo, cuando alguna hermosa joven bajaba del automóvil en un rincón de la playa, Albertina no podía dejar de darse vuelta. Y explicaba enseguida: «Estaba mirando la nueva bandera que han puesto delante de los baños. Podían haber hecho algo mejor. La otra estaba bastante apolillada. Pero me parece que en verdad esa está bastante mal».

Cierta vez no le bastó a Albertina la frialdad, y eso no me hizo sino más desgraciado. Me sabía fastidiado porque encontraba a veces a una amiga de su tía que tenía mala apariencia y solía pasar dos o tres días en casa de la señora de Bontemps. Amablemente, Albertina me había dicho que no volvería a saludarla. Y cuando esa mujer iba a Incarville, Albertina decía: «A propósito, usted debe saber que está aquí. ¿Se lo han dicho?», como para probarme que no la veía a hurtadillas. Un día, al decírmelo, agregó: «Sí, la he encontrado en la playa y ex profeso, por pura grosería, casi la rocé empujándola al pasar». Cuando Albertina me dijo eso, volvió a mi memoria una frase de la señora de Bontemps, en la que nunca había vuelto a pensar, cuando dijera delante de mí a la señora Swann, hasta qué punto era desvergonzada Albertina, como si fuese una cualidad y como le había dicho a no recuerdo ya qué esposa de funcionario, que el padre de esta había sido marmitón. Pero una palabra de la que amamos no se conserva mucho tiempo en su pureza; se gasta y se pudre. Una o dos noches después, volví a pensar en la frase de Albertina, y ya no fue más esa mala educación que la enorgullecía y que no podía sino hacerme sonreír. Lo que pareció significarme, era otra cosa, y es que Albertina, tal vez sin objeto fijo, para exacerbar los sentidos de esa dama, o recordarle con inquina antiguas propuestas, posiblemente aceptadas otrora, la rozó rápidamente y pensaba que lo había quizás sabido, ya que era en público y quiso prevenir de antemano una interpretación desfavorable.

Por otra parte, iban a cesar bruscamente mis celos causados por las mujeres que quizá amaba Albertina.

* * *

Estábamos Albertina y yo ante la estación del pequeño tren local. Debido al mal tiempo, habíamos tomado el ómnibus del hotel. No lejos de nosotros se hallaba el señor Nissim Bernard, con un ojo en compota. Engañaba desde hacía poco al niño de los coros de Atkalie con el peoncito de una granja bastante acreditada de la vecindad: «Los Cerezos». Ese mozo rojizo, con rasgos abruptos, parecía tener precisamente un tomate en lugar de cabeza. Un tomate exactamente igual le servia de cabeza a su hermano gemelo. Para el contemplador desinteresado tiene cierta belleza el perfecto parecido de dos mellizos, como si la naturaleza se industrializara por un momento para despachar productos parecidos. Desgraciadamente, el punto de vista del señor Nassim Bernard era distinto, y ese parecido no era sino superficial. El tomate N.º 2 se complacía con frenesí en hacer exclusivamente las delicias de las señoras y el tomate N.º 1 no llegaba hasta odiar la aceptación de las aficiones de ciertos señoree. Y cada vez que el señor Bernardo se presentaba en «Los Cerezos» sacudido como por un reflejo debido al recuerdo de los buenos momentos pasados con el tomate N.º 1, miope (y por otra parte no era necesaria la miopía para confundirlos), el viejo israelita que representaba sin saberlo a Anfitrion, se dirigía al hermano mellizo y le decía: «¿Quieres que nos veamos esta noche?». Recibía enseguida una enérgica corrección. Hasta llegó a renovarse en el transcurso de una misma comida en que continuaba con el otro los propósitos empezados con el primero. A la larga, se asqueó de tal manera, por asociación de ideas de los tomates, aun de los comestibles, que cada vez que se los oía encargara un pasajero próximo a él en el Gran Hotel, le susurraba: «Discúlpeme, señor, si me dirijo a usted, sin conocerlo. Pero he oído que encargaba tomates. Hoy están podridos. Se lo digo en interés suyo, porque a mí tanto me da; yo no los como nunca». El extraño agradecía efusivamente a ese vecino filantrópico y desinteresado, volvía a llamar al mozo y fingía arrepentirse: «No, decididamente, tomates no». Aimé, que conocía la escena, se reía solo y pensaba: «Este señor Bernard es un viejo vivo; ha sabido encontrar de nuevo la manera de cambiar el encargo». Mientras esperaba el tranvía, el señor Bernard no tenía interés en saludarnos a Albertina y a mí debido a su ojo en compota. Y nosotros aún menos en hablarle. Hubiese sido casi inevitable, sin embargo, si en ese momento no se precipitara sobre nosotros una bicicleta a toda velocidad y saltara de ella el ascensorista, sin aliento. La señora de Verdurin había telefoneado poco después de nuestra partida para que yo fuese a cenar dos días después; se verá pronto el porqué. Después de haberme dado los detalles de la telefoneada, el ascensorista nos abandonó, y como esos empleados democráticos que hacen ostentación de independencia frente a los burgueses y restablecen el principio de autoridad entre ellos, en lugar de decir que el portero y el carretero podían disgustarse si llegara tarde, agregó: «Me escapo por mis jefes».

Las amigas de Albertina se habían ido por un tiempo. Quise distraerla. Suponiendo que hubiese sentido alguna felicidad pasando las tardes sólo conmigo, en Balbec, sabía que esta no se entregaba nunca por completo y que Albertina, hasta en la edad (que algunos no sobrepasan) en que aún no se ha descubierto que esa imperfección depende del que experimenta la felicidad y no de quien la da, pudo sentirse tentada de hacer remontar hasta mí el motivo de su desilusión. Preferí que se lo imputase a las circunstancias que, combinadas por mí, no nos dejarían la facilidad de estar a solas, a tiempo que le impedía quedarse sin mí en el casino y el muelle. Por eso le había pedido que me acompañara ese día a Doncières, para ver a Saint-Loup. Con esa misma intención de ocuparla, le aconsejé la pintura que había aprendido antaño. Mientras trabajara ya no se preguntada si era feliz o desgraciada. La hubiese llevado de buena gana a cenar de tiempo en tiempo a casa de los Verdurin y los Cambremer, que seguramente recibirían unos y otros a una amiga mía, pero ante todo necesitaba estar seguro de que la señora Putbus no se hallaba aún en la Raspeliére. No era sino en el mismo sitio que podía cerciorarme, y como sabía de antemano que dos días después Albertina debía llegarse hasta los alrededores con su tía, aproveché para enviar un telegrama ala señora de Verdurin preguntándole si podía recibirme el miércoles. Si la señora Putbus estaba ahí, ya me las arreglada para ver a su mucama, comprobar si resultaba arriesgado hacerla ir a Balbec, y en ese caso saber en qué momento, para alejar a Albertina ese día. El trencito local, haciendo un rodeo que no existía cuando lo tomara con mi abuela, pasaba ahora por Doncières-la-Goupil, gran estación de donde partían trenes importantes y especialmente el expreso con el que había venido a visitar a Saint-Loup desde París y había vuelto. Y con mal tiempo, el ómnibus del Grand Hotel nos llevó a Albertina y a mí a la estación del pequeño tranvía: Playa Balbec.

No estaba aún el trencito, pero se veía, ocioso y lento, el penacho de humo que dejara por el camino y que reducido ahora a sus únicos recursos de nube casi inmóvil, trepaba lentamente las verdes pendientes del acantilado de Criquetot. Por fin, el pequeño tranvía, al que se había anticipado para tomar una dirección vertical, llegó lentamente, a su vez. Los viajeros que iban a tomarlo, se apartaron para dejarle lugar, pero sin apresurarse, sabiendo que trataban con un andarín tolerante, casi humano y que, guiado como la bicicleta de un debutante por las señales complacientes del jefe de estación y bajo la tutela poderosa del maquinista, no se arriesgaba a voltear a nadie y podía detenerse donde uno quisiera.

Mi telegrama explicaba el llamado telefónico de los Verdurin y era tanto más oportuno cuanto que el miércoles (dos días después era miércoles precisamente) era día de cena de gala para la señora Verdurin, tanto en la Raspeliére como en París, cosa que yo ignoraba. La señora de Verdurin no ofrecía cenas, pero tenía miércoles. Los miércoles eran unas obras de arte. Aun a sabiendas de que no tenían similares en ninguna parte la señora de Verdurin les introducía ciertos matices. «Ese último miércoles no valía lo que el anterior —decía ella—. Pero creo que el próximo será uno de los mejores que haya dado nunca». Llegaba a veces hasta a confesar: «Este miércoles no es digno de los demás. En cambio, les reservo una gran sorpresa para el siguiente». En las últimas semanas de la estación de París, antes de partir para el campo, la patrona anunciaba el fin de los miércoles. Era una oportunidad de estimular a los fieles: «Ya no quedan más que tres miércoles; ya no quedan más que dos —decía ella, con el mismo tono que si el mundo estuviese a punto de concluir—. No irá usted a faltar el próximo miércoles, para la clausura». Pero esa clausura era ficticia, porque advertía: «Ahora oficialmente ya no hay miércoles. Es el último de este año; pero, de cualquier manera, me quedaré en casa el miércoles Haremos un miércoles entre nosotros. ¿Quién sabe? A lo mejor esos pequeños miércoles íntimos serán los más agradables». En la Raspeliére los miércoles eran forzosamente restringidos, y como, según hubiera uno encontrado a un amigo de paso, lo invitara tal o cual noche, casi todos los días eran miércoles. «No recuerdo bien el nombre de los invitados, pero sé que esta la señora marquesa de Camembert», me había dicho el ascensorista; el recuerdo de nuestras explicaciones relativas a los Cambremer no había llegado a suplantar definitivamente el antiguo nombre, cuyas sílabas familiares y llenas de sentido venían en auxilio del joven empleado cuando lo perturbaba ese nombre difícil, prefiriéndolas y readaptándolas inmediatamente, no por pereza y como un antiguo uso intransferible, sino a causa de la necesidad de lógica y de claridad que ellas satisfacían.

Nos apresuramos para alcanzar un vagón vacío en el que pudiera besarla a Albertina durante todo el trayecto. Al no encontrarlo, subimos a un compartimiento en el que ya estaba instalada una señora de cara enorme, fea y vieja, con expresión masculina, muy endomingada y que leía la Revista de Ambos Mundos[41]. A pesar de su vulgaridad, tenía gustos presuntuosos y me divertía adivinar a qué categoría social podía pertenecer. Llegué a la conclusión inmediata de que debía ser la regente de una gran casa pública; una tratante de viaje. Su cara y sus modales lo proclamaban a gritos. Sólo que hasta entonces ignoraba yo que esas señoras leyesen la Revista de Ambos Mundos. Albertina me la señaló no sin dejar de guiñarme el ojo, con una sonrisa. La señora parecía extremadamente digna; y como, por mi parte, llevaba en mí la conciencia de estar invitado para el día siguiente en el punto terminal de la línea del ferrocarril, en casa de la célebre señora de Verdurin; que en una estación intermedia me esperaba Roberto de Saint-Loup y que, algo más lejos, hubiera complacido mucho a la señora de Cambremer yendo a habitar Féterne, mis ojos chispeaban irónicos al considerar a esa señora importante que parecía creer que por su apariencia atildada, las plumas de su sombrero y su Revista de Ambos Mundos era un personaje más considerable que yo. Esperaba que la señora no se quedase más tiempo que el señor Nissim Bernard y que se bajase, por lo menos, en Toutainville; pero no fue así. El tren se detuvo en Evreville y se quedó sentada. Lo mismo en Montmartin-sur-Mer, en Parville-la-Bingard, en Incarville, de manera que, ya desesperado, en cuanto el tren abandonó Saint-Frichoux, que era la última estación antes de Doncières, comencé a abrazar a Albertina, sin ocuparme de la señora. En Doncières había ido a esperarme Saint-Loup a la estación, con las mayores dificultades, me dijo, porque, como habitaba en casa de su tía, mi telegrama no le había llegado sino poco antes y no podía consagrarme más que una hora, ya que no había podido distribuir su tiempo con anticipación. Esa hora, ¡ay de mí!, me pareció demasiado larga, porque apenas bajamos del vagón Albertina ya no hizo caso sino a Saint-Loup. No hablaba conmigo: contestaba apenas si le dirigía la palabra y me rechazó cuándo me acerqué. En cambio, con Roberto se reía con su risa tentadora, le hablaba volublemente, jugaba con su perro y, mientras fastidiaba al animal, rozaba intencionalmente a su amo. Recordaba que el día que Albertina se dejó besar por mí, tuve una sonrisa de gratitud para el desconocido seductor que le había ocasionado una modificación tan profunda y me simplificara en tal forma la tarea. Yo pensaba ahora en él con horror. Roberto había debido darse cuenta que Albertina no me era indiferente, porque no contestó a sus truecas, lo que la puso de mal humor en mi contra; luego me habló como si yo estuviera solo, lo que al advertirlo ella volvió a aumentar su estima. Roberto me preguntó si no quería tratar de encontrarme con los amigos que aún estaban, con los cuales cenábamos cada noche en Doncières durante mi permanencia allí. Y como él mismo iba a parar a ese estilo de pretensión fastidiosa que reprobaba: «¿Para qué te sirve tener encanto con ellos, con tanta perseverancia, si no quieres volver a verlos?». Decliné su propuesta, porque no quería correr el riesgo de alejarme de Albertina y también porque ahora me sentía alejado de ellos. De ellos, es decir, de mí. Deseamos apasionadamente que haya otra existencia en la que seríamos iguales a lo que somos aquí. Pero no pensamos que aún sin alcanzar esa otra vida, en esta misma y al cabo de algunos años somos infieles a lo que hemos sido y a lo que queríamos ser eternamente. Aun sin suponer que la muerte nos modificase más que esos cambios que se producen en curso de la vida, si en esa otra vida encontráramos el yo que hemos sido, nos apartaríamos de él como de esas personas con las que se ha estado ligado, pero que uno no ha visto por mucho tiempo —por ejemplo, los amigos de Saint-Loup, que tanto me gustaba encontrar cada noche en el Faisán Dorado— y cuya conversación ya no sería ahora para mí sino molestia e inoportunidad. A ese respecto y porque prefería no ir al encuentro de lo que me había gustado, un paseo por Doncières podía haberme parecido algo así como la prefiguración de la llegada al Paraíso. Uno sueña mucho con el Paraíso o mejor dicho con numerosos paraísos sucesivos, pero todos son, mucho antes que uno se muera, paraísos perdidos y donde uno estaría perdido.

Nos dejó en la estación. «Pero tienes casi una hora disponible —me dijo—. Si la pasas aquí, verás, sin duda, a mi tío Charlus, que dentro de un rato tomará el tren rumbo a París. Yo me he despedido de él, porque tengo que volver antes de la hora de su tren. No he podido hablarle de ti porque aún no había recibido tu telegrama». Cuando le reproché a Albertina, una vez que nos dejara Saint-Loup, me contestó que con su frialdad conmigo había querido borrar a todo azar la idea que pudo haberse hecho si en el momento en que el tren se detuvo me había visto reclinado contra ella y con mi brazo alrededor de su cintura. Había advertido, en efecto, esa actitud (yo no me había dado cuenta, pues, de lo contrario me hubiese sentado más correctamente al lado de Albertina) y había tenido tiempo de decirme al oído: «¿Son esas las muchachas tan timoratas de las que me hablaste y que no querían tratar a la señorita de Stermaria porque le encontraban feos modales?». Le había dicho, en efecto, a Roberto y muy sinceramente cuando fuera para verlo desde París hasta Doncières y al hablar de Balbec, que no había nada que hacer con Albertina, porque era la virtud personificada. Y ahora que desde hacía mucho tiempo sabía por mí mismo que eso era falso, deseaba aún más que Roberto lo creyese verosímil. Me hubiese bastado decirle a Roberto que yo amaba a Albertina. Era uno de esos seres que saben evitar un placer con tal de ahorrarle a un amigo los sufrimientos que seguirían experimentando si fueran suyos. «Sí, es muy niña. Pero ¿no sabes nada de ella?», agregué con inquietud. «Nada, sino que los he visto como dos enamorados».

«Su actitud no borraba nada», le dije a Albertina en cuanto nos dejó Saint-Loup. «Es verdad —convino ella—, he sido muy torpe; lo he apenado y me siento más desgraciada que usted mismo. Ya verá que nunca volveré a proceder así; perdóneme», me dijo dándome la mano con expresión triste. En ese momento, desde el fondo de la sala de espera en que estábamos sentados; vi pasar lentamente al señor de Charlus, seguido a cierta distancia por un mozo de cordel que le llevaba las valijas.

No me daba cuenta hasta qué punto había envejecido en París, donde no lo encontraba sino en fiestas, inmóvil, ceñido en su frac, conservado en el sentido de la vertical por su orgullosa tiesura, su impulso de gustar y el chisporroteo de su conversación. Ahora, con un ambo claro de viaje que lo hacía más grueso, caminando y balanceándose, moviendo un vientre abultado y un trasero casi simbólico, la crueldad de la luz cruda descomponía sobre los labios en colorete, en polvo de arroz fijado por el cold-cream[42] sobre la punta de la nariz, en negro sobre los bigotes teñidos, cuyo color ébano contrastaba con los cabellos cenicientos, todo aquello que a la luz artificial hubiese parecido la animación del cutis en un ser aún joven. Conversando con él, pero brevemente debido al tren, miraba el vagón de Albertina, para hacerle señas de que ya iba. Cuando desvié la cabeza hacia el señor de Charlus, me pidió que por favor llamara a un militar pariente suyo que estaba del otro lado de la vía, exactamente como si fuera a subir a nuestro tren, pero en sentido inverso, en la dirección que se alejaba de Balbec. «Está en la sección musical del regimiento —me dijo el señor Charlus—. ¡Qué suerte ser tan joven como usted!, así me evita el fastidio de atravesar e ir hasta ella». Me hice un deber en ir hasta el militar designado, y vi, en efecto, por las liras bordadas de su cuello, que pertenecía a la música. Pero, en momentos en que iba a liquidar mi encargo, cuál no fue mi sorpresa y, puedo decir, mi placer al reconocer a Moret, el hijo del mucamo de mi tío, que me recordaba tantas cosas. Por ello olvidé el encargo del señor de Charlus. «¿Cómo, está en Doncières?». «Sí, y me incorporaron a la banda, al servicio de las baterías». Pero me contestó con un tono seco y altivo. Se había puesto muy afectado y, evidentemente, mi presencia, al recordarle la profesión de su padre, no le resultaba muy agradable. De golpe vi que caía sobre nosotros el señor de Charlus. Mi atraso lo había impacientado a ojos vistas. «Desearía oír un poco de música esta noche —le dije a Moret, sin entrar previamente en materia—. Ofrezco quinientos francos por la noche. Eso quizás podría tener algún interés para un amigo suyo, si los tiene en la sección musical». Por más que conociera yo la insolencia del señor de Charlus, me asombró ver que ni siquiera saludase a su joven amigo. El barón, por otra parte, no me dio tiempo a meditar.

Tendiéndome afectuosamente la mano: «Hasta luego, querido», me dijo, para indicarme que no tenía más que irme. Por otra parte, la había dejado a Albertina demasiado tiempo sola.

«¿Ve usted? —le dijo volviendo a subir al vagón—. La vida de los baños de mar y la vida de viaje me hacen comprender que el teatro del mundo dispone de menos decorados que actores y menos actores que situaciones». «¿Por qué me dice usted eso?». «Porque el señor de Charlus acaba de pedirme que vaya en busca de un amigo suyo que en ese mismo instante y en el andén de esta estación reconozco como a uno de los míos». Pero, mientras decía eso, reflexionaba acerca de cómo podía conocer el barón la desproporción social en que yo no había pensado. Primero se me ocurrió que fuese por Jupien, cuya hija, se recuerda, pareció enamorarse del violinista. Lo que me asombraba, sin embargo, es que cinco minutos antes de partir hacia París el barón quisiese oír música. Pero, al volver a ver en mi recuerdo a la hija de Jupien, empecé a creer que los reconocimientos expresarían por el contrario, una parte importante de la vida, si se supiese llegar hasta lo verdaderamente romántico, cuando de golpe tuve un destello y comprendí que había sido muy ingenuo. El señor de Charlus no conocía en lo mínimo a Morel ni Morel al señor de Charlus, quien, deslumbrado y a la vez intimidado por un militar que no llevaba, sin embargo, más que liras, me había requerido en su emoción para que le consiguiera a quien ignoraba que yo conocía. En todo caso, el ofrecimiento de los 500 francos había debido reemplazar para Morel relaciones anteriores, porque vi que seguían conversando, sin pensar que estaban al lado de nuestro tranvía. Y recordando cómo había venido el señor de Charlus hasta Morel y yo, identifiqué su parecido con algunos parientes suyos cuando levantaban a una mujer de la calle. Sólo que el objeto apuntado cambiaba su sexo. A partir de cierta edad, y aunque se cumplan en nosotros distintas evoluciones, los rasgos familiares se acentúan y uno se convierte más en sí mismo. Porque la naturaleza, contribuyendo armoniosamente al dibujo de su tapicería, interrumpe la monotonía de su composición gracias a la variedad de las figuras interceptadas. Por otra parte, la altivez con que el señor de Charlus interpelara al violinista es relativa de acuerdo con el punto de vista en que uno se coloque. La hubiesen reconocido las tres cuartas partes de la gente de mundo que se inclinaba ante él y no el prefecto de policía que algunos años más tarde lo hacía vigilar.

«Señalan el tren de París, señor», —dijo el que llevaba las valijas—. «Pero ya no lo tomo. Consigne todo eso; ¡qué demonios!», repuso el señor de Charlus dándole veinte francos al mozo, encantado de la propina y estupefacto por el cambio. Esa generosidad atrajo enseguida a una vendedora de flores. «Tenga usted estos claveles, tenga esta hermosa rosa, señor; le traerán suerte». Impaciente, el señor de Charlus le alcanzó dos francos a cambio de los cuales la mujer ofreció sus bendiciones y de nuevo sus flores. «¡Dios mío!, si pudiera dejarnos en paz», exclamó el señor de Charlus, dirigiéndose con tono irónico y quejumbroso y como un hombre fastidiado a Morel, en cuyo apoyo encontraba cierta dulzura. «Lo que tenemos que decir es bastante complicado de por sí». Quizás el señor de Charlus no tenía interés en un numeroso auditorio, ya que el peón del ferrocarril no estaba muy lejos y quizás esas frases incidentales le permitirían a su altiva timidez no encarar demasiado directamente la solicitud de una cita. El músico, volviéndose con aspecto franco, imperativo y decidido hacia la florista, levantó hacia ella una mano que rechazaba y le indicaba que no se tenía interés en sus flores y que se fuese lo antes posible. El señor de Charlus vio, encantado, ese gesto autoritario y viril, manejado por la mano graciosa para quien debía ser aún más pesado, más macizamente brutal, con una firmeza y una elasticidad precoces, que le daba a ese adolescente imberbe el aspecto de un joven David capaz de afrontar un combate contra Goliat. A la admiración del barón se incorporaba involuntariamente esa sonrisa que experimentamos cuando vemos en un niño una expresión grave que no corresponde a su edad. «He aquí alguien que me gustaría para compañía de mis viajes y ayuda de mis asuntos. ¡Cómo simplificaría mi vida!», se dijo el señor de Charlus.

El tren de París (que no tomó el barón) partió. Luego subimos al nuestro Albertina y yo, sin saber qué había sido del señor de Charlus y de Morel. «No debemos volver a enojarnos, le pido perdón una vez más», —volvió a decirme Albertina aludiendo al incidente Saint-Loup—. «Tenemos que ser amables siempre», —me dijo con ternura—. «En cuanto a su amigo Saint-Loup, si usted cree que me interesa así sea un poquito, se equivoca de medio a medio».

«Lo único que me gusta en él es que parece quererlo mucho». «Es un excelente muchacho —dije, cuidando de atribuirle a Roberto cualidades superiores imaginarias, como no hubiera dejado de hacerlo por amistad hacia él si estuviese con cualquiera menos con Albertina. Es un ser excelente, franco, abnegado, leal, con quien puede Montar uno para todo». Al decir eso, me limitaba, frenado por los celos, a decir la verdad; pero en cambio, era la verdad lo que decía. Y me expresaba exactamente en los mismos términos que había utilizado la señora de Villeparisis para hablarme de él cuando aún no lo conocía y lo suponía tan distinto y tan altivo y me decía: «Les parece bueno porque es un gran señor». Lo mismo cuando me había dicho ella: «¡Sería tan feliz!…», me figuraba, después de haberlo visto frente al hotel, listo para conducir, que las palabras de su tía eran pura insignificancia mundana destinada a halagarme. Y me había dado cuenta posteriormente de que lo había dicho con sinceridad, pensando en lo que me interesaba, en mis lecturas y porque sabía que eso era lo que le gustaba a Saint-Loup, como debía sucederme decir sinceramente a alguien que contaba una historia de su antepasado La Rochefoucauld, el autor de las Máximas, y que hubiese querido pedir consejos a Roberto: «¡Sería tan feliz!». Es que había aprendido a conocerlo. Pero al verlo por primera vez no había podido creer que una inteligencia atingente a la mía pudiese envolverse en tanta elegancia exterior de ropa y actitudes. De acuerdo con su plumaje, lo había juzgado de manera distinta. Ahora era Albertina quien me dijo lo que yo había pensado antaño, quizás un poco debido a que Saint-Loup, por bondad hacia mí, había sido tan frío con ella: «¡Ah, es tan abnegado!… Advierto que se le adjudican a la gente todas las virtudes, cuando pertenecen al barrio de Saint-Germain». Y el hecho de que Saint-Loup perteneciese al barrio de Saint-Germain es algo en lo que no había pensado una sola vez en el transcurso de esos años en que, despojándose de su prestigio, me había manifestado sus virtudes. Cambio de perspectiva para mirar los seres, ya más notable en la amistad que en las simples relaciones sociales, pero mucho más en el amor, en que el deseo en tan vasta escala aumenta tanto los menores síntomas de frialdad, que había necesitado mucho menos que la que tenía de entrada Saint-Loup para que me creyese en un principio desdeñado por Albertina; que imaginase a sus amigas como seres maravillosamente inhumanos y que no vinculase el juicio de Elstir más que a la indulgencia que se tiene por la belleza y por cierta elegancia, cuando me decía acerca de la pequeña banda, con el mismo sentimiento que la señora de Villeparisis de Saint-Loup: «Son unas buenas muchachas». Y ese juicio no es el que hubiese manifestado voluntariamente cuando le oía decir a Albertina: «En todo caso, abnegado o no, espero no volver a verlo, ya que nos acarreó un disgusto. No tenemos que volver a enojarnos. No está bien». Ya que había aparentado desear a Saint-Loup, me sentía más o menos curado por algún tiempo de la idea de que le gustaban las mujeres, lo que suponía inconciliable. Y ante el impermeable de Albertina, con el que parecía haberse convertido en otra persona, la infatigable errante de los días lluviosos, y que, moldeado, gris y maleable, parecía en ese momento no tanto proteger su traje del agua, como estar empapado por ella y adherido al cuerpo de mi amiga, como para tomar las impresione de sus formas para un escultor, arranqué esa túnica que ceñía celosamente su pecho deseado y atrayendo hacia mí a Albertina: «Pero ¿acaso no quieres, viajera indolente, soñar sobre mi hombro, apoyando tu frente?», dije tomando su cabeza entre mis manos y señalándole las grandes praderas inundadas y mudas que se extendían por la noche, cayendo hasta el horizonte cerrado por las cadenas paralelas de los valles lejanos y azulencos.

Dos días después, el miércoles famoso, en ese mismo trencito que acababa de tomar en Balbec para ir a cenar a la Raspeliére, tenía especial interés en no perderlo a Cottard en Graincourt-Saint-Vast, donde un nuevo llamado telefónico de la señora de Verdurin me había indicado que lo encontraría. Debía subir a mi tren e indicarme dónde hallar los coches que se mandaban a la estación, desde la Raspeliére. Por eso, como el trencito no se detenía más que un instante en Graincourt, primera estación después de Doncières, me ubiqué de antemano en la portezuela, a tal punto temía no verlo a Cottard o que no me viera. ¡Vanos temores! No había advertido hasta dónde el pequeño clan moldeaba a sus miembros conforme a un mismo tipo; estos además, esperaban en el andén en gran traje de gala y se reconocían enseguida por cierta expresión de seguridad, elegancia y familiaridad, con miradas que franqueaban las filas apretadas del público vulgar, como un espacio libre y sin obstáculos a la vista, acechaban la llegada de algún cofrade que había tomado el tren en la estación anterior y chispeaban ya por la próxima conversación. Ese signo de selección que ya había marcado a los miembros del pequeño grupo, por la costumbre de comer juntos, no sólo los distinguía cuando eran numerosos y constituían una fuerza, agrupados y formando una mancha más brillante en medio del tropel de los pasajeros —lo que Brichot llamaba el Pecus—, sobre cuyos rostros opacos no podía leerse ninguna noción relativa a los Verdurin, ninguna esperanza de cenar jamás en la Raspeliére. Por otra parte, esos pasajeros vulgares se hubiesen interesado menos que yo si delante de ellos se pronunciaran —y a pesar de la notoriedad adquirida por algunos los nombres de esos fieles que me asombraba ver seguían cenando fuera de su casa; siendo así que varios ya lo hacían desde antes de mi nacimiento, según los relatos que había oído, en una época a la vez lo suficientemente vaga y distante para que me tentara exagerar su alejamiento—. El contraste entre la continuación no sólo de su existencia, sino de la plenitud de sus fuerzas y el aniquilamiento de tantos amigos que ya había visto desaparecer aquí o allá, me daba esa misma sensación que experimentamos cuando en la ultima hora de los diarios leemos precisamente la noticia que menos esperábamos, por ejemplo la de un fallecimiento prematuro y que nos parece fortuito porque los motivos resultantes nos son desconocidos. Ese sentimiento es que la muerte no alcanza uniformemente a todos los hombres, pero que una ola más avanzada de su trágica creciente arrastra una existencia situada al nivel de otras que por mucho más tiempo perdonarán las olas sucesivas. Veremos, por otra parte, más tarde, la diversidad de los muertos que circulan invisiblemente y son la causa de lo inesperado especial que presentan las necrologías de los diarios. Además, veía que con el tiempo no sólo se revelan y se imponen dones reales que puedan coexistir con la peor vulgaridad de conversación, sino que hasta individuos mediocres llegan a esos altos lugares, vinculados en la imaginación de nuestra infancia a algunos ancianos célebres sin pensar que lo serían, cierto número de años más tarde, sus discípulos convertidos en maestros y que ahora inspiran el respeto y el temor que experimentaban antes. Pero si los nombres de los fieles no eran conocidos del petos, su aspecto, sin embargo, se los hacía muy visibles. Aun en el tren (cuando el azar de lo que unos y otros hablan podido hacer en el día los reunía a todos), no teniendo que recoger en la estación siguiente más que un solitario, el vagón en el que se encontraban juntos, designado por el codo del escultor Ski, adornado por el Tiempo de Cottard, florecía de lejos como un coche de lujo y recogía en la estación requerida al compañero atrasado. El único al que se le hubiesen podido escapar esos signos de promisión, debido a su semiceguera, era Brichot. Pero también uno de los cofrades aseguraba voluntariamente a favor del ciego las funciones de vigilante, y en cuanto uno había advertido su sombrero de paja, su paraguas verde y sus anteojos verdes, lo encaminaba con prisa y dulzura hacia el compartimiento elegido. De tal suerte que no había ejemplo de que uno de los fieles extraviara a los otros en el curso del camino, a menos de provocar las más graves sospechas de jarana o aun de no haber viajado con el tren. A veces se producía lo inverso: un fiel había debido alejarse bastante, en la tarde y, por consiguiente, hacer solo parte del recorrido, antes de que lo alcanzara el grupo; pero aun aislado en esa forma, y único en su especie, no dejaba de producir, lo más a menudo, algún efecto. El futuro hacía el cual se dirigía lo designaba a la persona sentada en el banco de enfrente, la que se decía: «Debe ser alguien», distinguía una vaga aureola ya en torno al sombrero flexible de Cottard o del escultor Ski, y no se asombraba sino a medias cuando, en la estación siguiente, una muchedumbre elegante, si era su punto terminal, recibía al fiel en la portezuela y lo acompañaba hacia uno de los coches que esperaban, saludados todos hasta el suelo por el empleado de Doville, o invadía el compartimiento si era una estación intermedia. Es lo que hizo y precipitadamente, porque algunos habían llegado con atraso justo en el momento en que el tren, ya en la estación, se disponía a salir de nuevo, el tropel que Cottard condujo a paso redoblado hasta el vagón en cuyas ventanas había visto mis señales. Brichot, que se encontraba entre esos fieles, lo era mucho más en el curso de esos años, en que otros habían disminuido su asiduidad. Su vista se debilitaba progresivamente, y lo había obligado, aun en París, a disminuir cada vez más los trabajos nocturnos. Por otra parte, poca simpatía tenía por la Nueva Sorbona, en que las ideas de exactitud científica a la alemana empezaban a triunfar sobre el humanismo. Se limitaba ahora exclusivamente a su curso y a las mesas de examen; por eso tenía mucho más tiempo disponible para la vida mundana. Es decir, a las veladas de los Verdurin o a las que ofrecía a veces a los Verdurin tal o cual de los fieles, tembloroso de emoción. Es verdad que en dos oportunidades el amor había estado a punto de hacer lo que ya no podían hacer los trabajos, es decir, deslizar a Brichot del pequeño clan. Pero la señora de Verdurin, que cuidaba la semilla y, por otra parte, en interés de su salón, había llegado a cobrar una afición desinteresada a ese género de dramas y ejecuciones, lo disgustó sin remedio con la persona peligrosa, sabiendo, como decía ella misma, «poner orden en todo», y «llevar el hierro candente a la llaga». Eso le había resultado particularmente fácil con respecto a una de las personas peligrosas, que era simplemente la lavandera de Brichot, y la señora de Verdurin, que tenía entrada libre en el quinto piso del profesor, enrojecida de orgullo cuando se dignaba subir sus pisos, no había tenido más que poner de patitas en la calle a esa mujer que no valía nada. «¿Cómo? —le había dicho la patrona a Brichot—. ¿Una mujer como yo le hace el honor de visitarlo y usted recibe a semejante criatura?». Brichot no había olvidado nunca el favor que le prestara la señora de Verdurin al impedir que su vejez naufragara en el fango y cada vez le era más adicto, mientras que, en contraste con ese aumento del afecto y quizás por él mismo, la Patrona empezaba a sentir náuseas de un fiel tan dócil y por esa obediencia que descontaba. Pero Brichot extraía de su intimidad con los Verdurin un brillo que lo señalaba entre todos sus colegas de la Sorbona. Los deslumbraba con sus relatos de cenas a las que nunca los invitarían, con la mención en las revistas o con el retrato expuesto en el Salón que habían hecho de él tal o cual escritor o pintor reputados, de aquellos cuyo talento estimaban los titulares de las otras cátedras de la Facultad de Letras, pero de cuya atención no tenía ninguna probabilidad; en fin, por la elegancia de la misma ropa del filósofo mundano, elegancia que habían confundido primeramente con descuido hasta que su colega les explicara con benevolencia que el sombrero de copa puede dejarse en el suelo, durante una visita, y no se lleva para una cena campestre por elegantes que sean, debiendo reemplazarse por el fieltro, que acompaña muy bien al smoking. Durante los primeros segundos en que el pequeño grupo se hubo embutido en el vagón ni siquiera pude hablarle a Cottard, porque estaba sofocado, no tanto por haber corrido para no perder el tren, como por lo que le encantaba haberlo alcanzado tan a tiempo. Experimentaba algo más que la alegría de un éxito, casi la hilaridad de una alegre broma. «¡Ah!, está bueno —dijo cuando se repuso—. Un poco más, ¡rediez!, eso es lo que se llama llegar a punto», agregó guiñando el ojo, no para preguntar si la expresión era justa, porque ahora desbordaba seguridad, sino por satisfacción. Por fin pudo enumerarme a los otros miembros del pequeño clan. Me fastidio comprobar que casi todos estaban vestidos con lo que se llama smoking. Había olvidado que los Verdurin empezaban una tímida evolución hacia la sociedad frenada por el asunto Dreyfus y acelerada por la música nueva, evolución desmentida, por otra parte, por ellos y que continuarían desmintiendo hasta llegar a un resultado, como esos objetivos militares que sólo anuncia un general cuando se han alcanzado, para no aparentar una derrota si fracasan. El mundo, por lo demás, estaba de su lado, preparado para ir hacia ellos. Estaban todavía en ese grado de consideración en que pasaban como gente cuya casa no frecuentaba nadie de la sociedad, pero que no experimentan por ello ningún remordimiento. El salón Verdurin era reputado ser el templo de la Música. Ahí, según se aseguraba, había encontrado Vinteuil inspiración y aliento. Y si la sonata de Vinteuil seguía siendo íntegramente incomprendida y su nombre más o menos desconocido, aunque se pronunciara como el del más grande contemporáneo, ejercía un prestigio extraordinario. En fin, algunos jóvenes del barrio habían pensado que debían ser tan instruidos como los burgueses y tres de ellos habían aprendido música, por lo que la Sonata de Vinteuil gozaba en su circulo de una reputación enorme. Hablaban de ello de regreso a sus casas a la madre inteligente que los impulsara al estudio. Interesándose por los estudios de sus hijos, en los conciertos, las madres miraban con cierto respeto a la señora de Verdurin, que seguía la partitura en su primer palco. Hasta ahora esa latente sociabilidad de los Verdurin sólo se traducía en dos hechos. Por una parte, la señora de Verdurin decía de la princesa de Caprarola: «¡Ah, esa es inteligente! Es una mujer agradable. A quienes no puedo soportar es a los imbéciles, la gente que me aburre y me vuelve loca». Lo que hubiese hecho pensar a una persona sutil que la princesa de Caprarola, mujer de la más alta sociedad, había visitado a la señora de Verdurin.

Llegó hasta pronunciar su nombre en el transcurso de una visita de pésame que le hiciera a la señora de Swann, después de la muerte de su marido y le había preguntado si los conocía. «¿Cómo dice?», había contestado Odette repentinamente triste. «Verdurin». «¡Ah, ya sé! —repuso con desesperación—; pero no los conozco, o mejor dicho, los conozco sin conocerlos: personas que vi hace tiempo en casa de amigos; son agradables». Una vez que partió la princesa de Caprarola, Odette quisiera haber dicho sencillamente la verdad; la mentira inmediata no era el producto de sus cálculos, sino la revelación de sus temores y deseos. No negaba lo que fuera hábil negar, sino lo que querría no existiese, aunque el interlocutor se enterase una hora más tarde de que se trataba de eso en efecto.

Poco después recobró su seguridad y hasta se adelantó a las preguntas diciendo, para no aparentar que las temía: «La señora de Verdurin; claro, la he conocido muchísimo», con la afectación de humildad propia de una gran señora que cuenta que ha viajado en tranvía. «Se habla mucho de los Verdurin desde hace algún tiempo», decía la señora de Souvré. Odette contestaba con un sonriente desdén de duquesa: «Sí, efectivamente, me parece que hablan mucho de ellos. De vez en cuando sucede que llega gente nueva a la sociedad en esa forma», sin pensar que ella misma era una de las más nuevas. «La princesa de Caprarola cenó con ellos», repuso la señora de Souvré. «¡Ah! —repuso Odette, acentuando su sonrisa—, no me asombra. Esas cosas comienzan siempre por la princesa de Caprarola y luego llega otra, por ejemplo la condesa de Molé». Al decir eso Odette aparentaba un profundo desdén por las dos grandes señoras que tenían la costumbre de inaugurar los salones recién abiertos. Uno advertía por su tono, que a ella, Odette, como a la señora de Souvré no las embarcarían en esas galeras.

Después de lo que confesara la señora de Verdurin acerca de la inteligencia de la princesa de Caprarola, el segundo síntoma de que los Verdurin tenían conciencia de su futuro destino era que ahora deseaban que uno fuera a cenar a su casa, de frac (sin solicitarlo formalmente, se entiende); al señor Verdurin podía saludarlo ahora sin vergüenza su sobrino, el que frecuentaba las altas esferas.

Entre los que subieron en Graincourt a mi vagón se encontraba Saniette, que antaño fuera echado de casa de los Verdurin por su primo Forcheville, pero había vuelto. Sus defectos eran antes —desde el punto de vista de la vida social—, a pesar de sus cualidades superiores algo por el estilo de los de Cottard: timidez, deseo de gustar y esfuerzos infructuosos para conseguirlo. Pero si la vida le hacía revestir a Cottard apariencias de frialdad, desdén y gravedad que se acentuaban mientras despachaba sus chistes entre alumnos complacientes —cosa que no hacía en casa de los Verdurin, donde seguía siendo el mismo por la sugestión que los antiguos minutos ejercen sobre nosotros cuando nos volvemos a encontrar en un ambiente familiar, aunque si por lo menos con su clientela, en su servicio hospitalario o en la Academia de Medicina, lo que había producido una verdadera separación entre el Cottard antiguo y el actual—, en cambio, los mismos defectos se exageraban, por el contrario, en Saniette a medida que trataba de corregírselos. Advirtiendo que a menudo aburría y no lo escuchaban, en lugar de andar más despacio, como hubiese hecho Cottard, y forzar la atención por su expresión de autoridad, no sólo trataba de hacerse perdonar el giro demasiado serio de su conversación, por su tono baladí, sino que apresuraba su despacho, eliminaba, usaba abreviaturas para ser menos largo y más familiar con las cosas de que hablaba y sólo conseguía resultar interminable, haciéndolas ininteligibles. Su seguridad no era como la de Cottard, que congelaba a sus enfermos, quienes contestaban a la gente que alababa su amenidad en tertulia: «No es el mismo cuando lo recibe a uno en el consultorio; usted en plena luz y él a contraluz con sus ojos profundos». No imponía: uno sentía que ocultaba una timidez excesiva y que bastara una insignificancia para ponerlo en fuga. Saniette, a quien sus amigos habían dicho siempre que desconfiaba demasiado de sí mismo y, efectivamente, veta gente a la que estimaba con razón muy inferior conseguir fácilmente los éxitos que le eran negados, ya no empezaba un relato sin sonreír por su gracia, temiendo que un aspecto serio no valorizase lo suficiente su mercadería. A veces, dándole crédito a lo cómico que él mismo parecía suponer en lo que iba a decir, le hacían el favor de un silencio general. Pero el relato caía por su propio peso. Un invitado de buen corazón le deslizaba a veces el aliento a Saniette, haciéndoselo llegar furtivamente, sin despertar la atención, como quien desliza una carta. Pero nadie llegaba hasta asumir la responsabilidad ni arriesgar la adhesión pública como para lanzar una carcajada. Mucho después de terminar la historia y caída esta, Saniette, desesperado se quedaba solo para sonreírse a sí mismo, como gustando en ella y para sí el deleite que fingía estimar suficiente y que los demás no habían experimentado. En cuanto al escultor Ski, llamado así debido a la dificultad que causaba la pronunciación de su nombre polaco y porque él mismo desde que vivía entre cierta gente afectaba no querer que lo confundiesen con parientes muy encumbrados pero algo fastidiosos e innumerables, tenía a los cuarenta y cinco años —y era muy feo— una especie de chiquillería, de fantasía soñadora que había conservado por ser hasta los diez años el niño prodigio más encantador del mundo, verdadera chochera de todas las señoras. La señora de Verdurin pretendía que era más artista que Elstir. No tenía, por otra parte, sino parecidos puramente exteriores con este. Bastaban para que Elstir, que había encontrado una vez a Ski, tuviese por él esa repulsión profunda que nos inspiran, mucho más que los seres completamente opuestos a nosotros, aquellos que se nos parecen en una versión menos ajustada, en los que se despliega lo peor de nosotros, los defectos que hemos curado y que nos recuerdan fastidiosamente lo que debimos parecer antes de ser lo que somos. Pero la señora de Verdurin creía que Ski tenía más temperamento que Elstir porque no había arte para el que no tuviese facilidad y estaba convencida de que esa facilidad lo hubiera llevado hasta el talento, de haber sido menos perezoso. Esta misma parecía un don a la Patrona y además, como era lo contrario del trabajo que creía propio de los seres sin genio, Ski pintaba todo lo que se quería sobre gemelos para puño o en los paneles de las puertas. Cantaba con voz de compositor; tocaba de memoria dando con el piano la sensación de la orquesta, menos por su virtuosismo que por sus bajos falsos, que significaban la impotencia de los dedos para indicar el lugar de un pistón que, por otra parte, imitaba con la boca. Buscando sus palabras al hablar para hacer creer en una curiosa impresión, del mismo modo que atrasaba un acorde producido luego diciendo: «Ping», para que se oyeran los cobres, pasaba por maravillosamente inteligente; pero, en realidad, sus ideas se limitaban a dos o tres sumamente reducidas. Fastidiado por su reputación de fantasista, se le había metido en la cabeza demostrar que era un ser práctico y positivo, de lo que extraía una afectación triunfante de falsa precisión y falso buen sentido, agravados por su ninguna memoria y sus informaciones siempre inexactas. Sus movimientos de cabeza, cuello y piernas hubiesen sido graciosos de haber tenido todavía nueve años, rizos rubios, un gran cuello de encajes y botitas de cuero rojo. Llegados antes con Cottard y Brichot a la estación de Graincourt, habían dejado a Brichot en la sala de espera, para dar una vuelta. Cuando Cottard quiso volver, Ski respondió: «No hay ninguna prisa. El de hoy no es el tren local, sino el departamental». Encantado de ver el efecto que producía sobre Cottard ese matiz de precisión, agregó hablando de sí mismo: «Sí, porque a Ski le gusta el arte y porque modela la arcilla creen que no es práctico. Nadie conoce la línea mejor que yo». Sin embargo, volvían a la estación cuando, al advertir de pronto el humo del trencito que llegaba, Cottard había gritado lanzando un alarido: «Corramos todo lo que podamos». Habían llegado, en efecto, con el tiempo justo, ya que la distinción entre tren local y departamental nunca había existido sino en la imaginación de Ski. «Pero ¿acaso no está la princesa en el tren?», preguntó con voz vibrante Brichot, cuyos enormes anteojos, relucientes como esos reflectores que los laringólogos se sujetan a la frente para iluminar la garganta de sus pacientes, parecieron haber pedido prestada su vitalidad a los ojos del profesor y quizás, por el esfuerzo que hacía para acomodar su visión con ellos, parecían, aun en los momentos más insignificantes, mirar por sí mismos con una atención sostenida y una extraordinaria fijeza. Por otra parte, a tiempo que la enfermedad le retiraba poco a poco la vista a Brichot, le había revelado las bellezas de ese sentido, así como a menudo debemos decidirnos a separarnos de un objeto y regalarlo, por ejemplo, para mirarlo, lamentarlo y admirarlo. «No, no; la princesa acompañó hasta Maineville a unos invitados de la señora de Verdurin que tomaban el tren de París. No sería improbable que la señora de Verdurin, que tenía algo que hacer en Saint-Mars, estuviese con ella. Así, viajaría con nosotros y haríamos el camino juntos; sería encantador. Se trata de abrir el ojo, y el bueno, en Maineville. ¡Ah, no importa! Pero puede decirse que por poco perdemos el tren. Cuando vi el tren, me quedé galvanizado. Es lo que se llama llegar en el momento psicológico. ¡Mire usted si perdíamos el tren, y la señora de Verdurin viera que los coches volvían sin nosotros! Tableau[43]! —agregó el doctor, no repuesto aún de su emoción—. Esta no es una partida corriente. Dígame, Brichot: ¿qué opina de nuestra escapadita?», preguntó con cierto orgullo. «A fe mía —contestó Brichot—, si no hubiese usted alcanzado el tren efectivamente, como dijera el difunto Villemain, ¡qué mala jugada para la charanga!». Pero yo, distraído desde los primeros momentos por esa gente que no conocía, recordé de pronto lo que me dijera Cottard en la sala de baile del pequeño casino y como si un eslabón invisible pudiese ligar un órgano con las imágenes del recuerdo, la de Albertina apoyando sus senos contra los de Andrea me provocaba un daño terrible en el corazón. Ese dolor no duró: la idea de posibles relaciones entre Albertina y otras mujeres ya no me parecía posible desde la antevíspera, en que las fintas de mi amiga a Saint-Loup me excitaran unos nuevos celos que me hicieran olvidar los anteriores.

Tenía el candor de la gente que cree que una afición excluye obligadamente a otra. En Harambouville, como que estaba repleto el tranvía, un granjero de blusa azul que tenía boleto de tercera subió a nuestro compartimiento. El doctor, creyendo que no podía permitirse que la princesa viajara con él, llamó a un guarda, mostró su credencial de médico de una gran compañía de ferrocarriles y obligó al jefe de estación a que hiciera bajar al granjero. Esa escena apenó y alarmó a tal grado la timidez de Saniette que al punto fingió un dolor de vientre, temiendo que, debido a la cantidad de campesinos que había en el andén, eso tomase las características de una sublevación popular y para que no pudiesen achacarle una participación en la responsabilidad de la violencia del doctor, enfiló por el corredor buscando lo que Cottard llamaba los water. Al no encontrarlos, miró el paisaje desde el otro extremo del pasadizo. «Si esos son sus comienzos con la señora de Verdurin, señor —me dijo Brichot, que tenía especial interés en demostrar sus talentos a un novicio—, usted verá que no existe un medio donde mejor se experimente la dulzura de vivir, como decía uno de los inventores del dilettantismo[44] del manfichismo y de muchas palabras en ismo de moda entre nuestras snobs; quiero decir el señor príncipe de Talleyrand». Porque, cuando hablaba de esos grandes señores del pasado, le parecía ingenioso y «con color de época» mencionar su título ante poniéndole el señor, y decía así el señor duque de La Rochefoucauld, el señor cardenal de Retz, que llamaba también de cuando en cuando: «Ese strugler for lifer de Gondi[45]»; ese boulangista[46] de Marsillac. Y no dejaba nunca de llamar a Montesquieu, cuando hablaba de él: «El señor presidente Secondat de Montesquieu». A un hombre de mundo ingenioso le hubiera aburrido esa pedantería que huele a colegio; pero en los modales correctísimos de un hombre de mundo que habla de un príncipe también hay una pedantería que revela otra casta, aquella en la que se antepone al Emperador el nombre de Guillermo y dónde se habla a una Alteza en tercera persona.

«¡Ah!, a este —repuso Brichot al hablar del señor príncipe de Talleyrand— hay que saludarlo hasta el suelo. Es un antepasado». «Es un ambiente encantador —me dijo Cottard—; algo mezclado, porque la señora de Verdurin no es exclusiva. Sabios ilustres como Brichot; alta nobleza como, por ejemplo, la princesa Sherbatoff; una gran dama rusa, amiga de la gran duquesa Eudoxia, que hasta la ve a solas en las horas en que no admite a nadie». En efecto, la princesa Eudoxia, a la que no le interesaba que viniese a su casa la princesa Sherbatoff cuando había alguien, la recibía muy temprano, cuando la Alteza no tenía a su lado a ninguno de aquellos amigos a los que les resultara tan desagradable encontrar a la princesa como molesto para esta. Como desde hacía tres años —tan pronto hizo a un lado, como a una manicura, a la gran duquesa— la señora Sherbatoff se iba a lo de la señora de Verdurin, que acababa de despertar y ya no la dejaba, puede decirse que la fidelidad de la princesa sobrepasaba infinitamente aún a la de Brichot, tan asiduo, sin embargo, en esos miércoles, donde tenía el gusto de creerse en París una especie de Chateaubriand en l’Abbaye-aux-Bois, y en el campo, donde creía convertirse en el equivalente de lo que podía ser en casa de la señora de Châtelet aquel que nombraba siempre (con malicia y satisfacción de letrado), «el señor de Voltaire».

Su ausencia de relaciones le había permitido a la princesa Sherbatoff demostrar desde algunos años atrás a los Verdurin una fidelidad que hacía de ella, más que una fiel ordinaria, la fiel-tipo el ideal que durante mucho tiempo creyera la señora de Verdurin inaccesible y que en la edad critica había hallado por fin encarnado en esa nueva recluta femenina. No había ejemplo, por más que los celos torturaran a la Patrona, en que los más fieles no hubiesen fallado por lo menos una vez. Los más caseros se dejaban seducir por un viaje; los más abstemios tenían una aventura; los más robustos podían enfermarse de gripe; los más ociosos, estar ocupados por sus veintiocho días[47] los más indiferentes, ir a cerrarles los ojos a su madre moribunda. Y era en vano que la señora de Verdurin les dijese entonces, como la emperatriz romana, que ella era el único general a quien debía obedecer su legión, como el Cristo o el Káiser y que aquel que amaba a su padre y a su madre tanto como a ella y no estaba dispuesto a dejarlos para seguirla, no era digno de ella.

Que en lugar de debilitarse en la cama o dejarse engañar por una perdida, harían mejor en quedarse junto a ella, único remedio y única voluptuosidad. Pero el destino, que se complace a veces embelleciendo el final de las existencias que se prolongan, había hecho que la princesa Sherbatoff se encontrara con la señora de Verdurin. Disgustada con su familia, exilada de su país, sin conocer a nadie más que a la baronesa Putbus y a la gran duquesa Eudoxia, cuyas casas frecuentaba únicamente por la mañana, porque no tenía ganas de encontrarse con las amigas de la primera y porque la segunda no deseaba que sus amigas se encontrasen con la princesa, horas en que aún dormía la señora de Verdurin; no recordando haber guardado cama una sola vez desde la edad de doce años, en que había tenido el sarampión y que había contestado el 31 de diciembre a la señora de Verdurin, que, intranquila ante la perspectiva de quedarse sola, le pidiera si no podía quedarse a dormir de improviso a pesar del Año Nuevo: «¿Pero, qué podía impedírmelo cualquier día? Por otra parte, ese día se queda uno con la familia, y ustedes son mi familia»; viviendo en una pensión, cambiando la pensión cuando se mudaban los Verdurin y siguiéndolos en sus veraneos, la princesa había cumplido tan bien para la señora de Verdurin el verso de Vigny:

Tú sola me pareciste lo que siempre se busca,

Que la presidenta del círculo, deseosa de asegurarse una fiel hasta la muerte, le había pedido que la que muriese última se hiciese enterrar al lado de la otra. Frente a los extraños, entre los que hay que contar al que más mentimos, porque es aquel cuyo desprecio nos resultaría más penoso: nosotros mismos o, la princesa Sherbatoff tenía mucho cuidado de representar sus tres únicas amistades —con la gran duquesa, con los Verdurin y con la baronesa Putbus— como las únicas, no porque cataclismos independientes de su voluntad les hubiesen permitido subsistir en medio de la destrucción de todo lo restante, sino como fruto de su libre elección, personas cuyo cierto gusto por la soledad y la sencillez prefiriera. «No veo a nadie más» —decía insistiendo acerca del carácter inflexible de lo que más parecía una regla que uno mismo se impone que una necesidad que se soporta. Y agregaba—: «Sólo frecuento tres casas», como esos autores que, temiendo no llegar a la cuarta representación, anuncian que su obra sólo se representará tres veces. Aunque el señor y la señora de Verdurin no creyesen en esa ficción, habían ayudado a la princesa a inculcarla en el espíritu de los fieles. Y estos a la vez estaban convencidos de que la princesa, entre los miles de relaciones que se les ofrecían, había elegido únicamente a los Verdurin, y que los Verdurin, solicitados inútilmente por toda la alta aristocracia, no habían aceptado sino una sola excepción en favor de la princesa.

Para ellos, la princesa, demasiado superior a su medio original para no aburrirse en él, entre tanta gente que podía haber frecuentado, no hallaba agradables sino a los Verdurin, y recíprocamente, estos, sordos a las tentativas de toda la aristocracia que se les ofrecía, no habían aceptado sino una única excepción en favor de una gran señora más inteligente que sus iguales: la princesa Sherbatoff.

La princesa era muy rica; tenía en todos los estrenos un gran palco al que, con la autorización de la señora de Verdurin, llevaba a todos los fieles y nunca a otro. Señalaban a esa persona enigmática y pálida que había envejecido sin encanecer, o más bien enrojeciendo como ciertos frutos perennes y achicharrados de los setos. Se admiraba a la vez su poder y su humildad, porqué, teniendo siempre a su lado a un académico como Brichot, a un sabio como Cottard, al mejor pianista de la época, más tarde al señor de Charlus, se esforzaba ex profeso en reservar el palco más oscuro, se quedaba en el fondo, se despreocupaba de la sala y vivía exclusivamente para el pequeño grupo, que poco antes de finalizar la representación se retiraba siguiendo a esta extraña soberana, no desprovista de una belleza tímida, fascinante y gastada. Y si la señora de Sherbatoff no miraba a la sala y se quedaba en sombras, era para tratar de olvidar que existía un mundo vivo al que deseaba apasionadamente y no podía conocer: el corrillo en el palco era para ella lo que para ciertos animales conocidos la inmovilidad casi cadavérica frente al peligró. Sin embargo, la afición por la novedad y la curiosidad que inquieta a la gente de mundo hacían que prestaran quizás más atención a esa misteriosa desconocida que a las celebridades de los primeros palcos a las que visitaba cada cual. Se la imaginaban distinta a las personas conocidas y suponían que una arcana inteligencia, unida a una bondad adivinadora, conservaba a su alrededor ese reducido grupo de personas eminentes. La princesa se veía obligada a fingir una gran frialdad si le hablaban de alguien o si se lo presentaban, para conservar la ficción de su horror por el mundo. Sin embargo, con el apoyo de Cottard o de la señora de Verdurin, algunos nuevos llegaban a conocerla, y su embriaguez por tratar a uno más era tal que olvidaba la fábula del aislamiento voluntario y se prodigaba descabelladamente con el recién llegado. Si se trataba de alguien muy mediocre, todos se asombraban. «¡Qué cosa extraña que la princesa, que no quiere conocer a nadie, haga una excepción con ese ser tan poco caracterizado!». Pero estas relaciones fecundantes eran raras, y la princesa vivía estrechamente confinada en medio de los fieles.

Cottard decía mucho más a menudo: «Lo veré el miércoles en lo de Verdurin» que: «Lo veré el martes en la Academia». Hablaba también de los miércoles como de una ocupación importante e impostergable. Por otra parte, Cottard era uno de esos individuos poco buscados a quienes les parece un deber tan imperioso responder a una invitación como si constituyese una orden, como una convocatoria militar o judicial. Tenía que verse detenido por una visita muy importante para que les fallara un miércoles a los Verdurin, y la importancia se refería más bien a la calidad del enfermo que a la gravedad de la dolencia. Porque Cottard, aunque buen hombre, renunciaba a las dulzuras del miércoles, no por el ataque de un obrero, sino por la coriza de un ministro. Y aun en ese caso le decía a su mujer: «Discúlpame ante la señora de Verdurin. Avisa que llegaré atrasado. Esta Excelencia pudo haber elegido otro día para resfriarse». Un miércoles que su anciana cocinera se había cortado la vena de un brazo, Cottard, ya de smoking para ir a casa de los Verdurin, había alzado los hombros cuando su mujer tímidamente le preguntó si no podía curar la herida: «¡Pero no puedo, Leontina! —había exclamado con un gemido—. Ya ves que ya me he puesto el chaleco blanco». Para no impacientar a su marido, la señora Cottard mandó llamar urgentemente al jefe de la clínica. Este, para llegar más pronto tomó un coche, de manera que al entrar el suyo en el patio en momentos en que salía el de Cottard para llevarlo a lo de los Verdurin, se habían perdido cinco minutos en avanzar y en retroceder. A la señora de Cottard le molestó que el jefe de la clínica viera a su jefe en traje de fiesta. Cottard maldecía por el atraso, quizás con remordimientos, y se fue con un humor detestable, que para disiparse necesitó todos los placeres del miércoles.

Si un cliente de Cottard le preguntaba: «¿Se encuentra a veces con los Guermantes?», el profesor contestaba con la mayor buena fe del mundo: «Quizás no sé si precisamente los Guermantes; pero veo a toda esa gente en casa de amigos míos. Usted habrá oído hablar, seguramente, de los Verdurin. Conocen a todo el mundo. Además, ellos, por lo menos, no son esa gente elegante deslustrada. Hay solvencia. Se estima en general que la señora de Verdurin tiene unos treinta y cinco millones. Y treinta y cinco millones son una cifra. Usted me hablaba de la duquesa de Guermantes. Voy a decirle la diferencia: la señora de Verdurin es una gran señora, la duquesa de Guermantes es probablemente una pobretona. Advierte bien el matiz, ¿verdad? En todo caso, que los Guermantes vayan o no a lo de la señora de Verdurin, ella recibe, lo que es mucho mejor, a los Sherbatoff, los de Forcheville y tutti quanti, gente de lo más alto, toda la nobleza de Francia y de Navarra, a quienes me veda usted hablar de igual a igual. Por otra parte, esa clase de gente busca habitualmente a los príncipes de la ciencia», agregaba con una sonrisa de beato amor propio que traía hasta sus labios la satisfacción orgullosa, y no precisamente porque la expresión antaño reservada a los Potain y los Charcot se le aplicase ahora, sino porque sabía usar como conviene todas las que el uso autoriza y que, después de haberlas practicado largo rato, poseía a fondo. Por eso, tras de citarme a la princesa Sherbatoff entre las personas que recibía la señora de Verdurin, Cottard agregó guiñando el ojo: «Usted ve el estilo de la casa. ¿Se da cuenta lo que quiero decirle?». Quería significar lo más elegante que existe. Y recibir a una señora rusa que no conocía a nadie más que a la gran duquesa Eudoxia era poco. Pero, aunque la princesa Sherbatoff no la conociese, no hubiese disminuido la opinión que Cottard tenía respecto a la suprema elegancia del salón Verdurin y su alegría porque en él lo recibieran. El esplendor que vemos en las personas que frecuentamos no es más intrínseco que el de esos personajes teatrales para cuyo vestuario es inútil que un director gaste centenares de miles de francos en la adquisición de trajes auténticos y verdaderas joyas que no harán ningún efecto, ya que un gran decorador producirá una impresión de lujo mil veces más suntuosa proyectando un rayo ficticio sobre una casaca de tela burda constelada de tapones de vidrio y sobre un manto de papel. Un hombre habrá pasado su vida entre los grandes de la tierra que no eran para él sino fastidiosos parientes o aburridos conocidos, porque un hábito contraído desde la cuna los había despojado a sus ojos de todo prestigio. Pero, en cambio, bastó que ese se agregase, por cualquier contingencia, a las personas más oscuras, para que innumerables Cottard se hayan sentido deslumbrados por mujeres con título cuyo salón suponían el centro de las elegancias aristocráticas y que no alcanzaban a ser lo que eran la señora de Villeparisis y sus amigas (grandes damas caducas que ya no frecuentaba la aristocracia que fuera educada con ellas); no, nadie podría identificar, ni la señora de Cambremer ni la señora de Guermantes, a aquellos cuya amistad fue el orgullo de tanta gente, si estos publicaran sus memorias y propalasen el nombre de esas mujeres y de los que recibían. Pero ¡qué importa! Un Cottard tiene su marquesa en esa forma, que para él es la baronesa como en Marivaux, la baronesa cuyo nombre no se dice en ningún momento y de la que ni siquiera se tiene idea que pueda tenerlo. Cottard cree encontrar tanto más resumida la aristocracia que ignora esa dama cuanto los títulos son dudosos y las coronas ocupan su lugar en vidrios, platería, papel de cartas y baúles. Numerosos Cottard, que creyeron pasar su vida en el corazón del barrio de Saint-Germain han encantado quizás más su imaginación de sueños feudales, que aquellos que efectivamente habían vivido entre príncipes, lo mismo que para el comerciante minorista que visita a veces en día domingo los edificios del «tiempo de antaño», aquellos cuyas piedras pertenecen a nuestra época y cuyas bóvedas fueron pintadas de azul y consteladas de estrellas de oro por discípulos de Viollet-le-buc, son los que más les producen la sensación de la Edad Media. «La princesa estará en Maineville. Viajará con nosotros. Pero no lo presentaré enseguida. Es mejor que la señora de Verdurin sea quien lo haga. A menos que encuentre un recurso. Cuente usted entonces con que sabré aprovecharlo». «¿De qué hablaba usted?», dijo Saniette, que hizo como que había ido a tomar aire. «Le citaba al señor —dijo Brichot— una frase que usted conoce perfectamente de aquel que según creo es el primero de los finales del siglo (del siglo XVIII se entiende), el llamado Carlos Mauricio, abate de Périgord. Había empezado prometiendo ser un muy buen periodista. Pero terminó mal, quiero decir que se hizo ministro. La vida tiene esas desgracias. Político poco escrupuloso, en resumen, que con desdenes de gran señor de raza no se molestaba en trabajar a sus horas por el rey de Prusia, cabe decirlo, y murió como centro-derecha».

Al llegar a Saint-Pierre-des-Ifs, subió una espléndida joven que por desgracia no formaba parte del pequeño grupo. No podía despegar mis ojos de su carne de magnolia, sus ojos negros y la construcción alta y admirable de sus formas. Al cabo de un segundo quiso levantar una ventanilla, porque hacía algo de calor en el compartimiento, y como no quería pedir permiso a todos y yo era el único que no tenía abrigo, me dijo con una voz rápida, fresca y reidora: «¿El aire le desagrada, señor?». Hubiera querido decirle: «Véngase con nosotros a casa de los Verdurin», o «Dígame su nombré y sus señas». Le contesté: «No, no me molesta el aire, señorita». Y luego, sin moverse de su asiento: «¿El humo no molestará a sus amigos?», y encendió un cigarrillo. A la tercera estación se bajó de un salto. Al día siguiente le pregunté a Albertina quién podía ser. Porque estúpidamente y creyendo que no puede amarse más que una cosa, celoso por la actitud de Albertina con Roberto, estaba tranquilizado en cuanto a las mujeres. «¡Me gustaría tanto encontrarla!…», exclamé. «Tranquilícese; siempre se encuentra uno», contestó Albertina. Se equivocaba en este caso particular, pues nunca encontré ni pude identificar a la hermosa muchacha del cigarrillo. Se verá, por otra parte, por qué durante mucho tiempo debí dejar de buscarla. Pero no la olvidé. Me sucede a menudo al pensar en ella que se apodera de mí un deseo descabellado. Pero esos vaivenes del deseo nos obligan a pensar que si uno quisiera encontrarse con esas muchachas y el mismo placer, habría que volver también a ese año al que le siguieron otros diez durante los cuales se marchitó la muchacha. A veces uno puede volver a encontrara un ser, pero no abolir el tiempo. Todo esto hasta el día triste e imprevisto como noche de invierno en que ya no se busca a esa muchacha ni a ninguna, y encontrarla, casi lo espantaría a uno porque ya no nos sentimos con atractivos bastantes como para gustar ni fuerzas para amar. Y no es que uno sea impotente, en el sentido preciso del término. Y en cuanto a amar, amarla más que nunca. Pero se sabe que es una empresa demasiado grande para las escasas fuerzas que se conservan. El reposo eterno ha colocado ya intervalos, en los que uno no puede salir ni hablar. Poner un pie en el escalón adecuado es una suerte como la de acertar el salto mortal. Que nos vea una muchacha que amamos aunque hayamos conservado la cara y los cabellos rubios de un hombre joven. No puede acometerse la fatiga de seguir el paso de la juventud. Tanto peor si el deseo carnal se duplica en lugar de amortiguarse. Llamamos para él a una mujer a quien no habría por qué gustar, que compartirá nuestra cama una sola noche y a la que no volveremos a ver.

* * *

«Todavía no debe haber noticias del violinista», dijo Cottard. En efecto, el acontecimiento del día en el pequeño clan era la desaparición del violinista favorito de la señora de Verdurin. Aquel, que hacía su servicio militar en Doncières, iba tres veces por semana a cenar en la Raspeliére, porque tenía permisos nocturnos. Y la antevíspera, por primera vez, los fieles no hablan podido descubrirlo en el tranvía. Pensaron que lo habla perdido. Pero, aunque la señora de Verdurin mandara su coche al tranvía siguiente y al último siempre había vuelto vacío. «Seguramente lo habrán castigado. No se explica de otra manera su fuga. ¡Ah, vaya!; en ese oficio militar basta un sargento malhumorado…». «Le será tanto más mortificante a la señora de Verdurin —dijo Brichot— si falla también esta noche porque nuestra amable dueña de casa recibe precisamente por primera vez a cenar a los vecinos que le alquilaron la Raspeliére: el marqués y la marquesa de Cambremer». «¿Esta noche?, ¿el marqués y la marquesa de Cambremer?» —exclamó Cottard—. No sabía una palabra. Naturalmente, sabía como todos que debían venir algún día, pero no que fuera tan pronto. «¡Demonios! —expresó volviéndose hacia mí—, ¿qué le dije?: la princesa Sherbatoff, el marqués y la marquesa de Cambremer». —Y después de haber repetido esos nombres, arrullándose con su melodía—: «Ya ve usted que empezamos bien. No importa, por ser sus comienzos apunta usted al mil. Va a ser una hornada excepcionalmente brillante». —Y dirigiéndose a Brichot, agregó: La Patrona debe estar furiosa.

Llegamos a tiempo para darle una mano. Desde que la señora de Verdurin estaba en la Raspeliére afectaba frente a sus fieles la obligación y la desesperación de invitar una vez a sus propietarios. Obtendría así mejores condiciones para el año siguiente, decía ella y no lo hacía más que por interés. Pero pretendía tener tal terror, se hacía tal pesadilla con la cena para esa gente que no pertenecía al grupo, que siempre la postergaba. La asustaba algo, por una parte, por razones que proclamaba aún exagerándolas, aunque le encantaba, por otra; por motivos de snobismo que prefería callar. Era, pues, sincera a medias y creía que el pequeño clan era algo tan único en el mundo, un conjunto de esos para los que se necesitan siglos antes de constituir uno parecido, que temblaba ante la idea de introducir a esas gentes de provincia que ignoraban la Tetralogía y los Maestros, que no sabrían tocar su partitura en el concierto de la conversación general y que eran capaces, al ir a casa de la señora de Verdurin, de destruir uno de los famosos miércoles, obra maestra incomparable y frágil, semejante a esas cristalerías venecianas a las que para quebrarlas basta una nota en falso. «Además, deben ser de lo más anti y militaristas», había dicho el señor Verdurin. «¡Ah!, eso sí que me da lo mismo; hace demasiado tiempo que se habla de ese asunto» contestó la señora de Verdurin, que, dreyfusista sincera, hubiese querido, sin embargo, hallar en la preponderancia de un salón dreyfusista una recompensa social Y el dreyfusismo triunfaba en política, pero no socialmente. Labori, Reinach, Picquart y Zola seguían siendo para la gente de sociedad algo así como traidores que no podían acercarse al núcleo. Por eso, después de esa incursión por la política, la señora de Verdurin quería volver al arte. Por otra parte, ¿acaso D’Indy y Debussy no estaban mal en el asunto? «En lo que concierne al asunto, no tenemos más que colocarlos junto a Brichot —dijo ella (ya que el universitario era el único de los fieles que se había inclinado por el Estado Mayor, cosa que lo rebajara bastante en la estima de la señora de Verdurin)—. No está obligado uno a hablar siempre del asunto Dreyfus. No; la verdad es que los Cambremer me aburren». En cuanto a los fieles, tan excitados por su deseo inconfesado de conocer a los Cambremer como víctimas crédulas del aburrimiento afectado que la señora de Verdurin parecía experimentar al recibirlos, cada día, al conversar con ella, volvían a los viles argumentos que ella misma daba a favor de esa invitación, tratando de hacerlos irresistibles. «Decídase de una buena vez —decía Cottard— y tendrá las concesiones que quiera para el alquiler; ellos pagarán el jardinero y además podrá usar el prado. Todo eso bien vale aburrirse una noche. No pienso, además, sino en usted», agregó, aunque le latiera el corazón una vez que hubo cruzado por el camino el coche de la señora de Verdurin con el de la anciana señora de Cambremer y sobre todo se sentía humillado debido a los empleados del ferrocarril, cuando se encontraba con el marqués en la estación. Por su lado, los Cambremer, que vivían muy alejados de todo movimiento social para sospechar siquiera que algunas mujeres elegantes hablaban con consideración de la señora de Verdurin, suponían que esta era una persona que no conocería sino a bohemios, no estaría quizás legítimamente casada y en cuanto a gente nacida nunca los vería sino a ellos. No se habían resignado a cenar más que para seguir en buenas relaciones con una inquilina cuyo regreso esperaban para numerosas estaciones, sobre todo desde que sabían, desde el mes anterior, que acababa de heredar tantos millones. Se preparaban para el día fatal silenciosamente y sin bromas de mal gusto. Los fieles ya no esperaban que viniesen; tantas eran las veces que delante de ellos la señora de Verdurin había fijado una fecha siempre aplazada. Esas falsas resoluciones tenían por objeto no sólo ostentar el fastidio que le causaba esa comida, sino mantener interesados a los miembros del pequeño grupo que habitaban en las cercanías y a veces eran propensos a fallar. Y no porque la Patrona no adivinase que el gran día les era tan agradable como a ella misma, sino porque al haberlos convencido de que esa comida era para ella la carga más terrible, podía hacer un llamado a su abnegación. «No me irán a dejar sola con esos chinos. Al contrario, tenemos que ser numerosos para soportar el aburrimiento. Naturalmente, no podremos hablar de nada que nos interese. Será un miércoles fracasado, qué quieren ustedes».

«En efecto —contestó Brichot dirigiéndose a mí—, creo que la señora de Verdurin, que es muy inteligente y despliega gran coquetería en la elaboración de sus miércoles, no tenía ningún interés en recibir a esos hidalgüelos de gran alcance, pero sin espíritu. No pudo resolverse a invitar a la vieja marquesa, pero se ha resignado al hijo y a la nuera».

«¡Ah!, ¿veremos a la marquesa de Cambremer?» —dijo Cottard con una sonrisa en la que creyó necesario poner picardea y discreteo, aunque ignorase si la señora de Cambremer era bonita o no. Pero el título de marquesa le despertaba imágenes prestigiosas y galantes—. «¡Ah, la conozco!», dijo Ski, que la había encontrado una vez que se paseaba con la señora de Verdurin. «No la conoce en el sentido bíblico», repuso el doctor deslizando una mirada turbia bajo sus anteojos, en una broma que le era habitual. «Es inteligente —me dijo Ski—. Naturalmente —agregó al ver que yo no decía nada y apoyando con una sonrisa cada palabra—, es inteligente y no lo es: le falta instrucción. Y es frívola, pero tiene el instinto de las cosas hermosas. Se callará, pero nunca dirá una tontería. Además, tiene un lindo color. Sería un retrato divertido», concluyó, entrecerrando los ojos, como si la mirase posando para él. Como yo pensaba todo lo contrario de lo que Ski expresaba con tantos matices, me conformé diciendo que era la hermana de un ingeniero muy distinguido, el señor Legrandin. «Y bueno, ya lo ve, le presentarán a una mujer bonita —me dijo Brichot—, y nunca se sabe lo que puede resultar. Cleopatra no era siquiera una gran señora: era la mujercita, la mujercita inconsecuente y terrible, de nuestro Meilhac, y vea las consecuencias, no sólo para ese tonto de Antonio, sino para el mundo antiguo. ¡Ah!, pero entonces va a estar usted en territorio conocido». «Me alegrará tanto más verla contesté porque me había prometido una obra del antiguo cura de Combray, acerca de los nombres lugareños de esta región, y voy a poder recordarle su promesa. Me interesa ese sacerdote y también esas etimologías». «No confíe mucho en las que él indica contestó Brichot. La obra que está en la Raspeliére y me entretuve en hojear no me ha enseñado nada que valga la pena; está llena de errores. Le voy a dar un ejemplo. La palabra Bricq entra en la formación de una cantidad de toponímicos de los alrededores. El buen sacerdote ha tenido la idea pasablemente singular de que proviene de Briga, altura, lugar fortificado. Ya lo ve en las poblaciones célticas: Latobriges, Nemetobriges, etc., y lo sigue hasta en nombres como Briand, Brion, etc. Para volver al lugar que tenemos el gusto de atravesar en este momento con usted, Bricquebosc significaría el bosque de la altura; Bricqueville la habitación de la altura; Bricquebec, donde nos detendremos dentro de un instante, antes de llegar a Maineville, la altura junto al arroyo. Y no es eso en absoluto, por la razón de que bricq es una palabra del antiguo escandinavo, que significa sencillamente puente Lo mismo que flor —que el protegido de la señora de Cambremer se toma un trabajo infinito en relacionar tan pronto con las palabras escandinavas floi, flo, tan pronto con las irlandesas ae y aer es, por el contrario y sin duda, el fiordo de los daneses, y significa puerto. Asimismo el excelente sacerdote cree que la estación de Saint-Martin-le-Vetu, que se avecina a la Raspeliére, significa Saint-Martin-le-Vieux[48] (Vetus). Es verdad que la palabra viejo ha desempeñado un gran papel en la toponimia de esta región».

Viejo viene generalmente de vadum y significa un vado, como en el lugar llamado los Viejos. Es lo que los ingleses llamaban un ford (Oxford Hereford). Pero, en este caso particular, viejo no proviene de vetus, sino de vastatus, lugar desnudo y desprovisto. Por aquí cerca tiene usted a Sottevast, el vast de Setold; Brillevast, el vast de Berold. Estoy tanto más seguro del error del cura cuanto que San-Martín-el-Viejo se ha llamado antes San-Martín-del-Gast y aún San Martín de Terregate. Y la V y la g en esas palabras son una misma letra. Se dice dévaster (asolar), pero también gácher (estropear). Jachéres y gatines (del alto alemán wastinna) tienen ese mismo sentido: Terregate es, pues, terra vasta. En cuanto a Saint-Mars, antiguamente (honni soit qui mal y pense)[49]. Saint-Merd, es San Me Meardus, que tan pronto es San Medardo Saint-Mard, Cinq-Mars y hasta Dammas. No hay que olvidar, por otra parte, que muy cerca de aquí, lugares que llevan ese mismo nombre de Mars, demuestran simplemente un origen pagano (el dios Marte) que ha quedado vivo en esa región, pero que el santo varón se niega a reconocer. Las alturas dedicadas a los dioses son particularmente muy numerosas, como la montaña de Júpiter (Jeumont). Su cura no quiere saber nada y en cambio, donde el cristianismo ha dejado rastros, se le escapan todos. Ha llevado su viaje hasta Loctudy, nombre bárbaro según él, siendo así que es Locus sancti Tudeni, y tampoco adivinó en Sammarcoles, Sanctus Martialis. Su cura —continuó Brichot, viendo que me interesaba— deriva las palabras en hon, honre, holm, de la palabra holl (hullus), colina, aunque provienen del antiguo escandinavo holm, isla, que bien se evidencia en Stockholm y que está tan divulgado en este lugar: la Houlme, Engohomme, Tahoume, Robehomme, Néhomme, Quettehou, etc. Esos nombres me hicieron recordar el día en que Albertina quiso ir a Amfreville-la-Bigot (del nombre de sus dos señores sucesivos, me dijo Brichot) y donde luego me había propuesto cenar juntos en Robehomme. En cuanto a Montmartin, íbamos a pasar dentro de un instante. «¿Nehomme —le pregunté— no está cerca de Carquethuit y Clitourps?». «Perfectamente; Néhomme es el holm, la isla o península del famoso vizconde Nigel, cuyo nombre se prolonga también en Néville. Carquethuit y Clitourps, de que me habla usted, son otros tantos motivos de errores para el protegido de la señora de Cambremer. Sin duda bien ve que carque es iglesia, la Kirshe de los alemanes. Usted conoce Querqueville, sin hablar de Dunkerque. Porque más nos convendría entonces detenernos en esa famosa palabra de Dun, que para los celtas significa una elevación. Y eso lo volverá a encontrar usted en toda Francia. Su abad se hipnotizaba ante Duneville, de vuelta por Dun-le-Roi, en el Cher; Duneau en el Sarthe; Dun en el Ariége; Dune-les-Places en la Niévre; etc. Ese Dun le hace cometer un error curioso en lo que se refiere a Douville, adonde bajaremos y donde nos esperan los cómodos coches de la señora de Verdurin. Douville, en latín donvilla, dice él. En efecto, Douville está al pie de grandes alturas. Su cura, que todo lo sabe, siente, sin embargo, que se ha equivocado. En efecto, ha leído en un antiguo Pouillé, Domvilla. Entonces se retracta; Douville, según él, es un feudo del Abad, Domino Abbati, del monte Saint-Michel. Se alegra de ello, lo que es bastante extraño cuando se piensa en la vida escandalosa que desde el Capitular de Santa Saint-Clair-sur-Epte se llevaba en el monte Saint-Michel, lo que no sería más extraordinario que ver al rey de Dinamarca soberano de toda esa costa, donde hacía celebrar mucho más el culto de Odín que el de Cristo. Por otra parte, la suposición de que se cambió la n por m no me choca y exige menos alteración que el muy correcto Lyon, que también proviene de Dun (Lugdunum). Pero a la postre se equivoca el abate».

Douville nunca ha sido Douville, sino Doville, Eudonis Villa, la aldea de Eudes. Douville se llamaba antaño Escalecliff, la escalera de la pendiente. Hacia 1233, Eudes le Bouteiller, señor de Escalecliff, partió para Tierra Santa; en el momento de partir entregó la iglesia a la abadía de Blanchelande.

Intercambio de buenos procedimientos, la aldea tomó su nombre, de donde actualmente Douville. Pero agrego que la topografía, en la que, por otra parte, soy muy ignorante, no es una ciencia exacta; si no tuviésemos ese testimonio histórico, Douville podría muy bien originarse en d’Ouville, es decir las Aguas. Las formas en «ai» (Aigues-Mortes) de a qua se cambian muy a menudo en eu o en ou. Había termas muy acreditadas cerca de Douville: las de Carquethuit. Usted se imagina que el cura estaba muy contento de encontrar ahí algún rastro cristiano, aunque esa región haya sido, por lo visto, bastante difícil de evangelizar, ya que debieron insistir sucesivamente San Ursal, San Gofroi, San Barsanore, San Lorenzo de Brévedent, quien pasó por fin la mano a los monjes de Beaubec. Pero en tuit se equivoca el autor; él ve una forma de taft, casucha, como en Criquetot, Ectot, Yvetot, mientras que es el thveit, desmonte, roturar; como en Bracquetuit, le Thuit, Regnetuit, etc. Lo mismo que si reconoce en Clitourps el thorp normando, que significa aldea, quiere que la primera parte del nombre derive de clivus, pendiente, siendo así que deriva de cliff, roca. Pero sus mayores errores más se originan en sus prejuicios que en sus ignorancias. Por buen francés que uno sea, ¿debe negarse la evidencia y confundir a San Lorenzo en Bray con el sacerdote romano tan conocido, siendo que se trata de Saint-Lawrence Toot, arzobispo de Dublín? Pero, más que el sentimiento patriótico, el prejuicio religioso de su amigo le hace cometer errores groseros. Así es como tiene usted, no muy lejos de nuestros dueños de casa de la Raspeliére, dos Montmartin: Montmartin-sur-Mer y Monmartin-en-Graignes. En cuanto a Graignes, el buen cura no ha cometido errores. Ha visto claramente que Graignes, en latín Grania, en griego crené, significa estanque, pantano. ¡Cuántos Cresmays, Croen, Grenneville, Lengronne no podrían citarse! Pero respecto a Montmartin, su pretendido lingüista quiere absolutamente que se trate de parroquias dedicadas a San Martín.

Arguye que el santo es su patrono, pero no advierte que ha sido tomado como tal posteriormente; o más bien, esté cegado por su odio al paganismo; no quiere ver que se habría dicho Monte Saint-Martín, como se dice el Monte Saint-Michel, si se hubiese tratado de Saint-Martín, mientras que el nombre de Montmartin se aplica mucho más paganamente a templos consagrados al, dios Marte, templos de los que no tenemos, en verdad, otros vestigios, pero que la presencia innegable de vastos campamentos romanos haría mucho más verosímiles aun sin el nombre de Montmartin, que elimina toda duda. Usted ve que el librito que va a encontrar en la Raspeliére no es de los mejores. Objeté que en Combray el cura nos había enseñado a menudo interesantes etimologías. «Estaba probablemente mejor en su terreno; el viaje a la Normandía lo habrá descentrado». «Y no lo habrá curado —agregué yo—, porque se fue neurasténico y volvió reumático». «¡Ah!, eso es culpa de la neurastenia. Cayó de la neurastenia a la filología, como hubiese dicho mi buen maestro Pocquelin[50]. Dígame, Cottard: ¿le parece que la neurastenia puede tener alguna influencia enojosa sobre la filología, la filología una influencia calmante sobre la neurastenia y la cura de la neurastenia conducir al reumatismo?». «Perfectamente, la neurastenia y el reumatismo son dos variedades del neuroartritismo. Puede pasarse de una a otra por metástasis». «El eminente profesor», —dijo Brichot— «se expresa, Dios me perdone, en un francés tan mezclado de latín y griego como pudiese hacerlo el mismo señor Purgon, de molieresco recuerdo. A mi tío, quiero decir nuestro Sarcey nacional…».

Pero no pudo concluir la frase. El profesor acababa de estremecerse y lanzar un alarido: «Nombre de… —exclamó pasando por fin al lenguaje articulado—, hemos dejado atrás Maineville (¡eh!, ¡eh!), y aun Renneville». Acababa de ver que el tren se detenía en Saint-Mars-le-Vieux, donde bajaban casi todos los pasajeros. «No deben haber apurado la espera, sin embargo. No habremos hecho caso, mientras hablábamos de los Cambremer». «Escúcheme, Ski, espere; voy a decirle una cosa buena —dijo Cottard, que le había tomado cariño a esa expresión utilizada en algunos ambientes medicoso. La princesa debe estar en el tren; no nos habrá visto y habrá subido a otro compartimiento. Tamos a buscarla. Con tal de que todo eso no traiga complicaciones…». Y nos llevó a todos a buscar a la princesa Sheratoff. La encontró en un ángulo de un vagón desocupado leyendo la Revista de Ambos Mundos. Había tomado desde hacía muchos años, por temor a una mala acogida, la costumbre de mantenerse en su lugar, permaneciendo en un rincón, en la vida y en el tren y esperando, para dar la mano, que la saludasen. Continuó leyendo cuando los fieles entraron en el vagón. La reconocí enseguida; esa señora que pudo haber perdido su situación, pero no por eso dejaba de tener un gran origen, que en todo caso era la perla de un salón como el de los Verdurin, era la señora que en el mismo tren había confundido dos días antes con una regente de casa pública. Su personalidad social tan insegura se me aclaró tan pronto supe su nombre, igual que cuando uno ha cavilado ante una adivinanza, descubre por fin la palabra que aclara todo lo que seguía oscuro, y que para las personas es el nombre. Saber dos días después cómo se llama quien ha viajado junto a uno en el tren sin llegar a descubrir su rango social es una sorpresa mucho más divertida que leer en la última entrega de una revista la palabra del jeroglífico propuesto en la entrega anterior. Los grandes restaurantes, los casinos, los corredores son el museo de las familias de esos enigmas sociales.

«Princesa, no la hemos encontrado en Maineville. ¿Permite usted que nos sentemos en su compartimiento?». «¡Pero cómo no!», dijo la princesa, que, al oír que le hablaba Cottard, sólo entonces levantó la mirada de su revista, con ojos que, como los del señor de Charlus, aunque más dulces, veían muy bien a aquellas personas cuya presencia aparentaba no advertir. Cottard, pensando que el hecho de ser yo un invitado de los Cambremer era para mí una recomendación suficiente, se decidió al cabo de un instante a presentarme a la princesa, quien se inclinó con gran cortesía, pero pareció oír mi nombre por primera vez. «¡Rediez! —exclamó el doctor—, mi mujer se olvidó de hacerme cambiar los botones del chaleco blanco. ¡Ah!, las mujeres no piensan en nada. No vaya a casarse nunca, vea usted», me dijo. Y como era una de las bromas que estimaba convenientes cuando no había nada que decir, miró con el rabillo del ojo a la princesa y a los otros fieles, que, como era profesor y académico, sonrieron admirando su buen humor y su falta de empaque. La princesa nos hizo saber que habían encontrado al joven violinista. Había guardado cama el día anterior debido a una jaqueca, pero iría esa noche y llevaría a un viejo amigo de su padre que encontrara en Doncières. Lo supo por la señora de Verdurin, con quien había almorzado esa mañana, nos dijo con una voz rápida en la que el rodar de las r, de timbre ruso, murmuraba suavemente en el fondo de la garganta, como si fuesen l en lugar de r. «¡Ah!, almorzó usted con ella esta mañana», dijo Cottard a la princesa, pero mirándome, porque esas palabras estaban destinadas a indicarme hasta qué punto la princesa era íntima de la patrona. «Usted es una fiel, vaya». «Sí, me gusta ese pequeño círculo inteligente, agradable, nada malvado, sencillo, sin snobismo y donde sobra ingenio». «¡Rediez!, he debido perder mi boleto; no lo encuentro» —dijo Cottard, no sin inquietarse, por otra parte, más allá de toda medida. Sabía que en Douville, donde nos esperarían dos landós, el empleado lo dejaría pasar sin boleto y lo mismo le haría una reverencia hasta el suelo con el objeto de dar con ese saludo la explicación de su indulgencia, es decir que había reconocido en Cottard a un asiduo de los Verdurin—. «No me pondrán preso por eso», concluyó el doctor. «¿Usted decía, señor —le pregunté a Brichot—, que por aquí cerca había termas afamadas? ¿Cómo se sabe?». «El nombre de la estación siguiente lo comprueba entre muchos otros testimonios. Se llama Fervaches». «No comprendo qué quiere decir, —murmuró la princesa con el tono en que me hubiese dicho, por gentileza: “¿Nos fastidia, verdad?”—». «¡Pero princesa! Fervaches quiere decir aguas calientes: Fervidae aquae». «Con respecto al joven violinista —continuó Brichot—, me olvidaba, Cottard, de hablarle de la gran noticia. ¿Sabía usted que nuestro pobre amigo Dechambre, el antiguo pianista preferido de la señora de Verdurin, acaba de morir? Es horrible». «Era joven todavía —contestó Cottard—, pero debió hacer algo por el hígado, debía tener alguna porquería por ese lado; su semblante no me gustaba nada desde hacía un tiempo». «Pero no era tan joven» —repuso Brichot—. Cuando Elstir y Swann ya iban a lo de la señora de Verdurin, Dechambre era una notabilidad parisiense, y, cosa admirable, sin haber recibido el bautismo del éxito en el extranjero. «¡Ah!, ese no era un adepto del Evangelio según San Barnum». «Usted se confunde: no podía ir a lo de la señora de Verdurin, pues en ese entonces estaba todavía en pañales». «Pero, a menos que mi vieja memoria me sea infiel, creo que Dechambre tocaba la sonata de Vinteuil para Swann cuando ese clubman en ruptura de aristocracia no adivinaba aún que llegaría a ser el príncipe consorte aburguesado de nuestra Odette nacional». «Es imposible. La sonata de Vinteuil fue tocada en casa de la señora de Verdurin mucho después que Swann dejara de ir» —objetó el doctor, tal como la gente que trabaja mucho y cree recordar muchas cosas que supone útiles, se olvida de otras tantas, lo que le permite extasiarse ante la memoria de la gente que no tiene nada que hacer—. «Usted perjudica a sus relaciones; sin embargo, no está reblandecido», —agregó, sonriendo, el doctor.

Brichot reconoció su error. El tren se detuvo. Era la Sogne. Ese nombre me intrigaba. «¡Cómo me gustaría saber el significado de todos esos nombres!», le dije a Cottard. «Pero pregúntele a Brichot, quizás lo sepa». «Pero la Sogne es la Cigüeña, Siconia», repuso Brichot, a quien yo ardía en deseos de interrogar sobre muchos otros nombres. Olvidando que le gustaba su rincón, la señora Sherbatoff me ofreció amablemente cambiar su lugar conmigo para que pudiese conversar mejor con Brichot, pues yo quería pedirle otras etimologías que me interesaban y aseguró que le era indiferente viajar hacia adelante, hacia atrás, de pie, etc. Se quedaba a la defensiva mientras ignoraba las intenciones de los recién llegados; pero, en cuanto reconocía que estas eran amables, trataba de todos modos de complacer a cada uno. Por fin el tren se detuvo en la estación de Doville-Féterne, la que, a causa de estar a igual distancia de la aldea de Féterne y de la de Doville, llevaba sus dos nombres. «¡Demonios! —exclamó el doctor Cottard cuando estuvimos frente a la barrera donde recogían los boletos y fingiendo que acababa de advertirlo—, no puedo encontrar mi boleto; debo haberlo perdido». Pero el empleado, quitándose la gorra, aseguró que no tenía importancia y sonrió respetuosamente. La princesa (que daba explicaciones al cochero, como lo hubiese hecho una especie de dama de honor de la señora de Verdurin, quien no había podido ir a la estación, por causa de los Cambremer, cosa que, por otra parte, hacía rara vez), me llevó, así como a Brichot, en uno de los coches. En el otro subieron el doctor, Saniette y Ski.

El cochero, aunque muy joven, era el primer cochero de los Verdurin, el único que fuese verdaderamente cochero por título; los llevaba de paseo durante el día, porque conocía todos los caminos, y por la noche iba a buscar y a traer a los fieles. Lo acompañaban suplentes (que escogía en caso necesario). Era un excelente muchacho, sobrio y diestro; pero con una de esas caras melancólicas cuya mirada demasiado fija significa que por cualquier motivo uno tiene ideas negras y se hace bilis. En ese momento era muy feliz, porque había logrado colocar a su hermano, otro hombre de excelente pasta, en casa de los Verdurin. Atravesamos primeramente Doville. Pequeñas colinas herbosas bajaban hasta el mar, como enormes pasteles a los que la saturación de humedad y sal da un espesor, una blandura y una extrema vivacidad de tonos. Los islotes y los recortes de Rivebelle, mucho más cerca de aquí que de Balbec, le daban a esta parte del mar el aspecto, nuevo para mí, de un plano en relieve. Pasamos ante pequeños chalets, casi todos alquilados por pintores; tomamos un sendero por el que unas vacas sueltas, tan asustadas como nuestros caballos nos obstruyeron diez minutos el paso y nos metimos por el camino de cornisa. «Pero, por los dioses inmortales —dijo de golpe Brichot—, volviendo a ese pobre Dechambre, ¿cree usted que la señora de Verdurin lo sabe? ¿Se lo han dicho?». La señora de Verdurin, como casi toda la gente de sociedad, justamente porque necesitaba la compañía de los demás, no pensaba un solo día más en ellos; después de muertos, ya no asistirían a los miércoles, ni a los sábados, ni a cenar en bata. Y no podía decirse del pequeño clan, reflejo en eso de todos los salones, que se componía de más muertos que vivos, ya que desde que se moría uno era como si nunca hubiese existido. Pero, para evitar el aburrimiento de tener que hablar de difuntos y hasta suspender las comidas, cosa imposible para la patrona a causa de un duelo, el señor Verdurin fingía que la muerte de los fieles afectaba a tal punto a su mujer que, en interés de su salud, no debía hablársele de ello. Por otra parte, y precisamente porque la muerte de los demás le parecía un accidente tan definitivo y tan vulgar, el pensamiento de la suya le causaba horror y rehuía todo pensamiento que pudiera vinculársele. En cuanto a Brichot, como era muy buena persona y creía perfectamente lo que decía el señor Verdurin de su mujer, temía las emociones de semejante disgusto para su amiga. «Sí, sabe todo, desde esta mañana —dijo la princesa—; no ha podido ocultársele nada». «¡Ah, mil rayos de Zeus! —exclamó Brichot—. Debe haber sido un golpe terrible: un amigo de veinticinco años. Ese sí que era uno de los nuestros». «Evidentemente, evidentemente, ¿qué quiere usted? —dijo Cottard—. Son circunstancias siempre penosas, pero la señora de Verdurin es una mujer fuerte; es más cerebral aún que emotiva». «No opino exactamente lo mismo que el doctor —refutó la princesa, a quien, decididamente, su hablar rápido y su acento murmurante daban a la vez una apariencia de enojada y rebelde—. La señora de Verdurin oculta bajo su aspecto frío tesoros de sensibilidad. El señor Verdurin me dijo que le había costado mucho impedirle que fuera a París para la ceremonia; se vio obligado a hacerle creer que todo se realizaría en el campo». «¡Ah, diablos!, quería ir a París. Pero ya sé que es una mujer de corazón, demasiado corazón quizás. ¡Pobre Dechambre! Como decía la señora de Verdurin, no hace aún dos meses: A su lado, ni Planté, ni Paderewsky, ni Risler mismo se sostienen. ¡Ah!, él ha podido decir con más precisión que ese poca cosa de Nerón, que encontró la manera de despistar hasta a la misma ciencia alemana: Qualis artifex pereo[51]. Pero, por lo menos, Dechambre ha debido morir en el cumplimiento del sacerdocio, en olor de devoción beethoveniana; y de buena manera, no lo dudo; en justicia, ese oficiante de música alemana mereció morirse celebrando la misa en Re. Por otra parte, era hombre de acoger la muerte con un trino, porque ese genial ejecutante encontraba a veces en su ascendencia parisianizada de la Champagne audacias y elegancias de guardia francés».

Desde la altura en que estábamos, el mar no era más como en Balbec, semejante a las ondulaciones de las montañas, sino, al contrario, como se aparece, desde un pico o desde un camino que bordea la montaña, un glaciar azulado o una llanura deslumbrante situados a menor altura. El desgarramiento de los remolinos parecía inmovilizado y haber dibujado para siempre sus círculos concéntricos; el mismo esmalte del mar, que mudaba insensiblemente el color, adoptaba hacia el fondo de la bahía, allí donde se cavaba un estuario, el blanco azulado de la leche, donde unos estanquecitos negros que no avanzaban, parecían atrapados como moscas. No creía que desde ningún sitio pudiese descubrirse más amplio panorama. Pero a cada vuelta se agregaba una parte nueva; así, cuando llegamos a la administración aduanera de Doville, el espolón del acantilado que hasta entonces nos había ocultado la mitad de la bahía volvió a entrar y vi de pronto, a mi izquierda, un golfo tan profundo como el que había tenido hasta entonces ante mí, pero que cambiaba las proporciones y duplicaba su belleza. El aire en ese punto tan alto adquiría una vivacidad y una pureza que me embriagaban. En ese momento los quería a los Verdurin; y el hecho de que nos mandasen el coche me parecía propio de una enternecedora bondad. Hubiera deseado besar a la princesa. Le dije que nunca había visto nada tan hermoso. Declaró que también le gustaba esa región como ninguna otra. Pero yo comprendía perfectamente que, para ella como para los Verdurin, lo más importante no era contemplarla como turistas, sino realizar buenas comidas, recibir a una sociedad que les gustaba, escribir cartas, vivir, en una palabra, dejando que su belleza los inundara pasivamente, antes que hacer e ella el objeto de sus preocupaciones.

Desde la administración, el coche se había detenido por un instante a tal altura por encima del mar que la vista del precipicio azulado, como desde una cima, casi producía el vértigo; abrí la ventanilla; el ruido nítidamente percibido de cada onda que se quebraba tenía algo sublime en su dulzura y su nitidez. No era, acaso, como un índice de medida que, derribando nuestras impresiones habituales, nos demuestra que las distancias verticales pueden asimilarse a las distancias horizontales, al contrario de la representación que se ha hecho nuestro espíritu; y que acercando en esa forma al cielo, no son grandes; que hasta son menores, por un ruido que las atraviesa, como lo hacía el de las pequeñas ondas, porque el medio que debe recorrer es más puro. En efecto, si sólo se retrocedía dos metros más allá de la administración, ya no se percibía ese ruido de olas, al que doscientos metros de acantilado no le habían quitado su delicada, minuciosa y dulce precisión. Me decía yo que mi abuela hubiera tenido por él esa admiración que le inspiraban todas las manifestaciones de la naturaleza o el arte, en cuya simplicidad se puede advertir grandeza. Mi exaltación llegaba al máximo y soliviaba todo lo que me rodeaba. Me enternecía que los Verdurin nos hubiesen mandado buscar a la estación. Se lo dije a la princesa, a quien le pareció que yo exageraba tan simple cortesía. Sé que le confesó más tarde a Cottard que le parecía muy entusiasta; él le contestó que yo era demasiado emotivo y que hubiera necesitado unos calmantes y tejer calceta. Le hacía notar a la princesa cada árbol, cada casita aplastada bajo sus rosas; le hacía admirar todo; hubiera querido abrazarla a ella misma contra mi corazón. Me dijo que veía que yo estaba dotado para la pintura, que debía dibujar y que le sorprendía que aún no me lo hubieran dicho. Y confesó que efectivamente esa región era pintoresca. Atravesamos inclinados sobre la altura la pequeña aldea de Englesque-Ville (Engleberti Villa), nos dijo Brichot. «Pero ¿están ustedes seguros de que tendrá lugar la comida de esta noche a pesar de la muerte de Dechambre, princesa?», agregó sin reflexionar que ya era una respuesta la llegada a la estación de los coches en que estábamos.

«Sí —dijo la princesa—. El señor Veldulin ha insistido para que no se postergase justamente para impedir que se preocupase su mujer. Después de tantos años que no ha dejado de recibir los miércoles, ese cambio en sus costumbres pudiera impresionarla. Está muy nerviosa en estos tiempos. El señor Veldulin se alegraba particularmente de que viniese usted a la cena de esta noche, porque sabía que sería una gran distracción para la señora de Veldulin —dijo la princesa, olvidando que fingiera no haber oído hablar de mí—. Creo que usted hará bien si no habla de nada delante de la señora de Veldulin», agregó la princesa. «¡Ah!, hizo usted bien en decírmelo —contestó cándidamente Brichot. Trasmitiré la recomendación a Cottard».

El coche se detuvo por un instante. Volvió a andar, pero ya había cesado el ruido que producían sus ruedas en la aldea. Habíamos entrado en el camino de honor de la Raspeliére, donde nos esperaba el señor Verdurin en la escalinata. «He tenido razón de ponerme el smoking —dijo al comprobar, complacido, que los fieles tenían el suyo—, ya que recibo a hombres tan elegantes». Y como yo me disculpara por mi saco: «Pero vamos, si está perfectamente. Estas son cenas de compañeros. Le propondría prestarle uno de mis smokings, pero no le sentaría». El shakehand[52] lleno de emoción que dio Brichot al patrón, al entrar en el vestíbulo de la Raspeliére y a manera de pésame por la muerte del pianista, no provocó por parte de aquel ningún comentario. Le dije mi admiración por ese lugar. «¡Ah!, tanto mejor, y eso que no ha visto usted nada; ya se lo enseñaremos».

«¿No vendría usted por unas semanas? El aire es excelente». Brichot temió que no fuese comprendido su apretón de manos. «Y bueno, ese pobre Dechambre», dijo pero a media voz temiendo que la señora de Verdurin no estuviese muy lejos. «Es atroz», contestó alegremente el señor Verdurin. «Tan joven», repuso Brichot.

Fastidiado por atrasarse en semejantes futesas, el señor Verdurin replicó con tono urgido y con un gemido sobreagudo, no de pesar, sino de impaciencia irritada: «Y bueno, sí; pero, qué quiere usted, nada podemos, y no serán nuestras palabras las que lo resucitarán, ¿verdad? —Y como le volvía la dulzura junto con el buen humor—: Vamos, mi buen Brichot: deposite pronto sus cosas. Tenemos una bouillabaisse[53] que no espera. Sobre todo, ¡en nombre del cielo!, no vaya a hablarle de Dechambre a la señora de Verdurin. Usted sabe que oculta muchísimo lo que siente, pero tiene una verdadera enfermedad de la sensibilidad. No, pero se lo juro, cuando supo que Dechambre se había muerto, casi se puso a llorar», dijo el señor Verdurin con una entonación profundamente irónica. Al oírlo se hubiera dicho que se necesitara una suerte de demencia para lamentar a un amigo de treinta años y, además, se adivinaba que la unión perpetua del señor Verdurin con su mujer no impedía que, por su parte, este la juzgase siempre y que lo fastidiara muy a menudo. «Si le habla usted, se va a enfermar. Es lamentable, tres semanas después de su bronquitis. En esos casos, yo soy el enfermero. Aflíjase por la suerte de Dechambre tanto como quiera en su corazón. Piense, pero no hable. Quería mucho a Dechambre, pero no puede usted guardarme rencor si quiero más a mi mujer».

«Vea, ahí está Cottard; usted se lo puede preguntar». Y en efecto, sabía que un médico de la familia sabe proporcionar muchos pequeños servicios, como por ejemplo recetar que no debe tenerse pena.

Dócilmente Cottard le había dicho a la Patrona: «Sacúdase usted en esa forma y mañana me proporcionará 89 de fiebre», como si le dijese a la cocinera: «Mañana me hará usted molleja de ternera». La medicina, a falta de curar, se ocupa en cambiar el sentido de los verbos y los pronombres.

El señor Verdurin se alegró al comprobar que Saniette, a pesar de los desaires que había soportado dos días antes, no había desertado del pequeño núcleo. En efecto, la señora de Verdurin y su marido habían contraído en la ociosidad unos instintos crueles a los que las grandes circunstancias, demasiado escasas, ya no bastaban. Por más que hubiesen disgustado a Odette con Swann y a Brichot con su querida. Se volvería a empezar con otros, quedaba entendido. Pero no se presentaba una oportunidad a diario. Mientras, gracias a su sensibilidad estremecida y a su temerosa timidez, pronto enloquecida, Saniette les servía como súfre-lo-todo cotidiano. De ahí que, por temor a que los dejase tenían cuidado de invitarlo con palabras amables y persuasivas como las que tienen en los liceos los antiguos y en el regimiento los veteranos para con un novicio que se desea cebar para poderlo atrapar luego con el único objeto de hacerle cosquillas y por último bromas pesadas cuando ya no pueda huir. «Sobre todo —recordó Brichot a Cottard, que no había oído al señor Verdurin—, silencio ante la señora de Verdurin». «¡No temáis, oh Cottard! Tenéis que habérosla con un sabio, como dice Teócrito. Por otra parte, le sobra razón al señor Verdurin: de nada sirven nuestras quejas», agregó, porque, capaz de admirar formas verbales y las ideas que le despertaban, pero carente de fineza, había admirado en las palabras del señor Verdurin el estoicismo más, valiente. No importa es un gran talento el que desaparece. «¡Cómo! ¿Todavía siguen hablando de Dechambre?», —dijo el señor Verdurin, que nos había antecedido y que, al ver que no lo seguíamos, volvió sobre sus pasos—. «Escuche» —le objetó a Brichot—: «no hay que exagerar en nada. Que haya muerto no es un motivo para erigirlo en un genio que no era. Tocaba bien, de acuerdo; estaba sobre todo bien encuadrado aquí; trasplantado, ya no existía. A mi mujer le había encantado, y ella le fabricó su reputación. Ya saben ustedes cómo es. Diré más aún: en el mismo interés de su reputación se ha muerto en el momento propicio, como van a serlo las señoritas de Caen, tostadas de acuerdo con las incomparables recetas de Pampille, me imagino (a menos que os eternicéis con vuestras lamentaciones en esta kasbah[54] abierta a todos los vientos). No querrá usted, sin embargo, que reventemos todos porque se ha muerto Dechambre y cuando desde hace un año estaba obligado a hacer escalas antes de dar un concierto, para volver a encontrar momentáneamente, muy momentáneamente, su elasticidad. Por otra parte, oirán ustedes, o por lo menos encontrarán, porque ese pícaro abandona demasiado a menudo, después de cenar, el arte por los naipes, a alguien mucho más artista que Dechambre, un muchacho a quien descubrió mi mujer (como lo había descubierto a Dechambre, a Paderewsky y demás)».

«Morel. No ha llegado todavía ese canalla. Voy a tener que mandarle un coche al último tren. Viene con un viejo amigo de familia que ha encontrado y que lo aburre a muerte, pero sin el cual lo hubieran obligado, para no oír los lamentos de su padre, a quedarse en Doncières a hacerle compañía: el barón de Charlus». Los fieles entraron. El señor Verdurin, que se había quedado atrás conmigo, mientras yo sacaba mis cosas, me tomó el brazo bromeando, como lo hace en una cena un dueño de casa que no puede, proporcionarnos una invitada como acompañante. «¿Tuvo usted buen viaje?». «Sí, el señor Brichot me hizo conocer cosas que me han interesado mucho», respondí pensando en las etimologías y porque había oído que los Verdurin lo admiraban mucho. «Me hubiera asombrado que no le enseñara algo —me dijo el señor Verdurin—. Es un hombre tan apagado, que habla tan poco de las cosas que sabe». Ese cumplido no me pareció muy preciso. «Me parece encantador», le dije. «Exquisito, delicioso, nada dómine, fantasista, ligero; mi mujer lo adora y yo también», continuó el señor Verdurin en un tuno exagerado y como quien recita una lección. Sólo entonces comprendí que lo que me había dicho de Brichot era irónico. Y me pregunté si el señor Verdurin desde el tiempo lejano en que había oído hablar no habría sacudido ya el yugo de su mujer.

El escultor se asombró mucho al saber que los Verdurin admitían al señor de Charlus. Siendo así que en el barrio de Saint-Germain, donde era tan conocido el señor de Charlus, no se hablaba nunca de sus costumbres (ignoradas por la mayor parte, tema de dudas para otros, que creían más bien en exaltadas amistades, aunque platónicas; en imprudencias y, en fin, eran cuidadosamente disimuladas por los únicos informados, que alzaban los hombros cuando alguna malevolente Gallardon arriesgaba insinuar algo); esas costumbres, conocidas apenas por algunos íntimos, eran, por el contrario, diariamente voceadas lejos del medio en que vivía, como ciertos cañonazos que no se oyen sino después de la interferencia de una zona de silencio. Por otra parte, en esos medios burgueses y artistas, donde pasaba por la misma encarnación de la pederastia, su gran situación social, su alto origen eran ignorados por completo debido a un fenómeno análogo al que en el pueblo romano hace que el nombre de Ronsard sea conocido como el de un gran señor, mientras que su obra poética le es desconocida. Aún más, la nobleza de Ronsard descansa sobre un error en Rumania. Por lo mismo, si en el mundo de los pintores y los cómicos tenía el señor de Charlus tan mala reputación, eso dependía de que lo confundían con un conde Leblois de Charlus, que no tenía el menor parentesco con él o sumamente lejano y que había sido detenido, quizás por error, en un allanamiento que se hizo célebre. En resumen, todas las historias que se contaban del señor de Charlus se referían al apócrifo. Muchos profesionales juraban haber tenido relaciones con el señor de Charlus y eran de buena fe, creyendo que el supuesto Charlus era el verdadero y el falso, que quizás favorecía, mitad por ostentación de nobleza, mitad por disimulación de vicio, una confusión que para el verdadero (el barón que conocemos) fue durante mucho tiempo perjudicial, y luego, cuando se hubo deslizado por la pendiente, se le hizo cómoda, porque a él también le permitió decir: «No soy yo». Actualmente, en efecto, no hablaban de él. En fin, lo que acrecía la falsedad de los comentarios de un hecho verdadero (las aficiones del barón) era que había sido íntimo amigo y perfectamente puro de un autor que en el mundo teatral tenía esa reputación no se sabe cómo y no la merecía en lo más mínimo. Cuando los veían juntos en un estreno, decían: «Ustedes saben», por lo mismo que se creía que la duquesa de Guermantes tenía relaciones inmorales con la princesa de Parma; leyenda indestructible, porque no se desvanecería más que con la proximidad de esas dos grandes señoras a la que no alcanzaría la gente que la repetían verosímilmente más que mirándolas en el teatro y calumniándolas junto con el titular de la platea vecina. De las costumbres del señor de Charlus el escultor deducía con tanta menor vacilación que la situación social del barón debía ser tan mala que no poseía acerca de la familia a la que pertenecía el señor de Charlus, su título o su nombre ninguna suerte de información. Por lo mismo que Cottard creía que todos saben que el título de doctor en medicina no es nada, y el de interno de hospitales, algo, la gente de mundo se equivoca al imaginarse que todos posen respecto a la importancia social de sus nombres las mismas nociones que ellos y las personas de su medio.

El príncipe de Agrigento pasaba por ser un rastacuero[55] frente a un botones del círculo a quien le debía quinientos francos, y no readquiría su importancia más que en el barrio de Saint-Germain, donde tenía tres hermanas duquesas, porque el gran señor produce algún efecto, no sobre la gente modesta, frente a la cual cuenta poco, sino sobre la gente brillante, al corriente de lo que sucede. El señor de Charlus iba, por otra parte, a darse cuenta desde esa misma noche de que el patrón tenía acerca de las más ilustres familias ducales nociones poco profundas. Convencido de que los Verdurin darían un paso en falso al dejar introducir en su salón tan selecto a un individuo señalado, el escultor creyó tener que llamar aparte a la Patrona. «Usted se equivoca de medio a medio. Además, no creo nunca en esas cosas, y aunque fuera cierto, yo le diría que no sería muy comprometedor», le contestó, furiosa, la señora de Verdurin, airada porque ya que Morel era el principal elemento de los miércoles, le interesaba ante que nada no disgustarlo. En cuanto a Cottard, no pudo notificarla, porque había solicitado permiso para subir un instante «para hacer una diligencia» en el «buen retiro[56]» y escribir luego en el cuarto del señor Verdurin una carta muy urgente para un enfermo.

Un gran editor de París que había llegado de visita y que supuso lo retendrían, se fue bruscamente y con brutalidad, al comprender que no era lo bastante elegante para el pequeño clan. Era un hombre alto y corpulento, muy morocho, estudioso y con algo tajante. Parecía un cortapapel de ébano.

La señora de Verdurin, que para recibirnos en su inmenso salón, donde alternaban, trofeos de gramíneas, amapolas y flores de los campos recogidas el mismo día, con el mismo motivo pintado en pintura monocroma, dos siglos antes, por un artista de exquisito gusto había abandonado por un instante un partido que jugaba con un viejo amigo, nos pidió autorización para terminarlo en dos minutos, mientras charlaba con nosotros.

Primero me escandalizó ver que ella y su marido regresaban cada día mucho antes de la hora del crepúsculo, que se decía tan hermoso visto desde ese acantilado y para el que yo hubiese andado leguas. «Sí, es incomparable —dijo ligeramente la señora de Verdurin, echando un vistazo por las inmensas ventanas que formaban una puerta de cristaless—. Por más que lo veamos todo el día no nos cansa», y volvió las miradas a sus naipes. Y mi entusiasmó mismo me hacía exigente. Me quejé por no ver desde el salón las rocas de Darnetal que Elstir me había dicho eran adorables en ese momento en que reflejaban tantos colores. «¡Ah!, no puede verlas desde aquí. Habría que ir al extremo del parque, en la “Vista de la bahía”. Desde el banco que allá ve, usted abarcará todo el panorama. Pero no podrá ir solo, porque se perdería. Lo acompañaré, si usted quiere», me dijo desganadamente. «Pero no, ¡vamos! ¿No te bastan los dolores que atrapaste días pasados? ¿Quieres otros más? Volverá y verá otra vez la vista de la bahía». No insistí y comprendí que a los Verdurin les bastaba saber que ese sol poniente era hasta en su salón o en su comedor algo como una pintura magnífica, como un precioso esmalte japonés que justificaba el elevado precio por el que alquilaban la Raspeliére completamente amueblada, pero hacia el cual levantaban rara vez sus ojos: su gran preocupación era vivir agradablemente, pasearse, comer bien, charlar, recibir a amigos agradables con los que jugaban divertidos partidos de billar, buenas comidas y alegres meriendas. Vi, sin embargo, más tarde, con qué inteligencia habían aprendido a conocer esa región, haciéndoles dar a sus invitados paseos tan inéditos como la música que les hacían escuchar. El papel que las flores de la Raspeliére, los senderos a lo largo del mar, las casas viejas y las iglesias desconocidas desempeñaban en la vida del señor Verdurin era tan importante que los que no lo veían sino en París y reemplazaban la vida al borde del mar y en el campo por lujos ciudadanos apenas podían comprender la idea que se hacía él mismo de su propia vida y la importancia que esas alegrías le daban a sus propios ojos. Esa importancia se acrecentaba aún por el hecho de que los Verdurin estaban convencidos de que la Raspeliére, que contaban comprar, era una propiedad única en el mundo. La superioridad que su amor propio les hacía atribuir a la Raspeliére justificó a sus ojos mi entusiasmo, que sin ello los hubiera fastidiado un poco, a causa de las desilusiones que encerraba (como las que antaño me había causado la audición de la Berma) y de las que les hacía la sincera confesión.

«Oigo el coche», murmuró de pronto la Patrona. Digamos, en una palabra, que la señora de Verdurin, aun fuera de los cambios inevitables de la edad, ya no se parecía a lo que era en tiempos en que Swann y Odette escuchaban alguna frasecita en su casa. Aun cuando la ejecutaban, ya no se veía obligada a esa expresión cansada de admiración que tomaba antaño, porque esa se había convertido en su rostro. Bajo el influjo de las innumerables neuralgias que le había proporcionado la música de Bach, Wágner, Vinteuil y Debussy, la frente de la señora de Verdurin adquirió enormes proporciones, como esos miembros que acaba por deformar el reumatismo. Sus sienes, como dos hermosas esferas ardientes, dolientes y lechosas en que gira inmortalmente la Armonía echaban a cada lado mechas plateadas y proclamaban por cuenta de la Patrona y sin necesidad de que esta hablara: «Ya sé lo que me espera esta noche». Sus rasgos no se tomaban ya el trabajo de expresar sucesivamente impresiones estéticas demasiado fuertes, porque ellos, mismos eran como su expresión permanente en un rostro soberbio y arruinado. Esa actitud de resignación frente a los sufrimientos siempre próximos que infligía lo Bello y del valor que se necesitaba para ponerse un vestido cuando apenas se levantaba uno de la última sonata hacía que, hasta para oír la música más cruel, la señora de Verdurin conservase un rostro desdeñosamente impasible y se ocultara aun para tragar las dos cucharadas de aspirina.

«¡Ah, helos aquí!», exclamó con alivio el señor Verdurin al ver que la puerta se abría sobre Morel, al que seguía el señor de Charlus. Este, para quien comer con los Verdurin no era en absoluto ir en sociedad, sino frecuentar un lugar de mala fama, estaba intimidado como un colegial que entra por primera vez en una casa pública y demuestra mil respetos por la Patrona. Por eso el deseo habitual que tenía el señor de Charlus de parecer viril y frío se vio dominado (cuando apareció en la puerta abierta) por esas ideas de cortesía tradicionales que se despiertan en cuanto la timidez destruye uña actitud ficticia y hace un llamado a los recursos del inconsciente. Cuando semejante sentimiento de cortesía instintivo y atávico para los desconocidos obra en un Charlus, sea noble o burgués, siempre es el alma de un pariente del sexo femenino, auxiliadora como una diosa o encarnada como un doble, la que se encarga de introducirlos en un nuevo salón y moldear su actitud hasta que haya llegado ante la dueña de casa. Determinado pintor joven, educado por una santa prima protestante, entrará con la cabeza oblicua y vacilante los ojos al cielo, las manos engarabitadas en un manguito invisible cuya forma evocada y cuya presencia real y tutelar ayudarán al artista intimidado para franquear sin agorafobia el espacio sembrado de abismos que va desde la antecámara hasta el saloncito. Así, la piadosa parienta cuyo recuerdo lo guía hoy, entraba hacía muchos años y con expresión tan compungida que se preguntaba uno qué desgracia iría a anunciar cuando a las primeras palabras comprendía uno, como ahora con el pintor, que venía para una visita digestiva. En virtud de esta misma ley que quiere que la vida, en interés del acto aún incumplido, haga servir, utilice y desnaturalice los más respetables legados y a veces los más santos, cuando no los más inocentes, en una perpetua prostitución y aunque ahora engendrase un aspecto distinto, ese sobrino de la señora Cottard que afligía a la familia con sus modales afeminados y sus vinculaciones, hacía siempre una alegre entrada, como si llegara para darle una sorpresa a uno o anunciar una herencia, iluminado con una felicidad cuya causa hubiera sido inútil preguntarle, ya que se relacionaba con su herencia inconsciente y su sexo desviado. Andaba de puntillas, se asombraba quizás él mismo por no llevar tarjetas de visita en la mano, extendía la diestra poniendo la boca como un corazón, como viera hacerlo a su tía y su única mirada inquieta era para el espejo, en que parecía querer comprobar, aunque llegase en cabeza, si su sombrero no estaba torcido, como se lo había preguntado un día a Swann la señora de Cottard. En cuanto al señor de Charlus —a quien en este minuto crítico la sociedad en que había vivido proporcionaba distintos ejemplos, otros arabescos de amabilidad y por fin la máxima que en determinados casos debe uno sacar a la luz y utilizar sus gracias más extrañas habitualmente conservadas en reserva, zarandeándose amaneradamente y con la misma amplitud con que un revuelo de polleras hubiese ampliado y trabado sus contoneoso, se dirigió hacia la señora de Verdurin con una expresión tan halagada y tan honrada que pudo haberse supuesto que serle presentado a ella era un favor supremo para él. Su rostro, semiinclinado, en el que la satisfacción se disputaba a lo decente, se plegaba con arruguitas de afabilidad. Pareciera que se adelantaba la señora de Marsantes, a tal punto se revelaba en ese momento la mujer que un error de la naturaleza había puesto en el cuerpo del señor de Charlus. Es verdad que, para disimular ese error y tomar una apariencia masculina, el barón se había esforzado penosamente. Pero apenas lo había conseguido cuando, como conservara al mismo tiempo idénticas aficiones, esa costumbre de sentir como mujer le proporcionaba una nueva apariencia femenina que provenía ya no de la herencia, sino de la vida individual. Y como poco a poco llegaba a pensar aun las cosas sociales en femenino, y eso sin advertirlo, porque uno no deja de advertir que miente, no a fuerza de mentir a los demás, sino también de mentirse a sí mismo, aunque le hubiese pedido a su cuerpo que manifestase (en momentos en que entraba en casa de los Verdurin) toda la cortesía de un gran señor, ese cuerpo, que comprendiera muy bien lo que el señor de Charlus había dejado oír, desplegó todas las seducciones de una gran señora, al punto que el barón merecería el epíteto de lady-like[57]. Por otra parte, puede separarse íntegramente el aspecto del señor de Charlus del hecho de que los hijos, que no siempre conservan el parecido paterno, aun sin ser invertidos y prefiriendo a las mujeres, consumen en su rostro la Profanación de su madre. Pero dejemos aquí lo que merecería un capítulo aparte: las madres profanadas.

Aunque otras razones presidiesen esa transformación del señor de Charlus y fermentos puramente físicos hiciesen trabajar en sí la materia y trasponer poco a poco su cuerpo a la categoría de los cuerpos de mujer el cambio que aquí señalamos tenía, sin embargo, un origen espiritual. A fuerza de creerse enfermo, uno se enferma, enflaquece, pierde las fuerzas para levantarse y tiene enteritis nerviosa. A fuerza de pensar tiernamente en los hombres, uno se transforma en mujer y un vestido postizo traba sus pasos. La idea fija puede modificar (tanto como en otros casos la salud) el sexo de estos. Morel, que lo seguía, vino a saludarme. Desde ese momento, debido a un doble cambio que se produjo en él, me dio una mala impresión. (¡Ay!, no supe tenerla en cuenta lo bastante pronto). He aquí por qué. He dicho que Morel, escapado a la servidumbre de su padre, se complacía, por lo común, en una familiaridad muy desdeñosa. Me había hablado el día en que me trajera las fotografías, sin decirme una sola vez «señor», tratándome de arriba abajo. Cuál no fue mi sorpresa en casa de la señora de Verdurin al verlo inclinarse tan profundamente delante de mí y delante de mí solamente, y oír, aun antes de que pronunciara otra palabra, las palabras de respeto, esas palabras que me parecía imposible que en su pluma o en sus labios fuesen dirigidas a mí. Tuve enseguida la impresión de que quería pedirme algo. Llevándome aparte al cabo de un minuto: «El señor me haría un señalado favor —dijo llegando esta vez a hablarme en tercera persona— si ocultara por completo a la señora de Verdurin y sus invitados qué clase de profesión ejerció mi padre en casa de su tío. Mejor sería decir que era, para su familia, el intendente de dominios tan vastos, que eso casi lo equiparaba a sus parientes». La solicitud de Morel me contrariaba infinitamente, no en lo que me obligaba a aumentar la posición de su padre, cosa que me daba lo mismo, sino la fortuna por lo menos aparente del mío, lo que me parecía ridículo. Pero su aspecto era tan desgraciado y tan insistente que no pude rehusar. «No, antes de cenar —dijo con tono suplicante—, el señor tiene mil pretextos para apartarse un poco con la señora de Verdurin». Es lo que hice, en efecto, al tratar de realzar lo mejor que pude el brillo del padre de Morel, sin exagerar demasiado el tren ni los bienes de mis padres. Eso pasó tan fácilmente como una carta por el buzón, a pesar del asombro de la señora de Verdurin, que había conocido vagamente a mi abuelo. Y como no tenía tacto y odiaba a las familias (ese disolvente del pequeño núcleo), después de haberme dicho que antaño había conocido a mi tatarabuelo y hablado de él como de alguien más o menos idiota que nada hubiera comprendido del pequeño grupo y que, según su expresión, no estaba en eso me dijo: «Por otra parte, las familias son tan aburridas… Uno no desea sino salir de ellas»; y enseguida aludió a un rasgo del padre de mi abuelo, que yo ignoraba, aunque en mi casa había sospechado (no lo conocí, pero me habían hablado mucho de él) su rara avaricia (opuesta a la generosidad algo demasiado fastuosa de mi tío abuelo, el amigo de la dama de rosa y patrón del padre de Morel) y me lo contó: «Desde el momento que sus abuelos tenían un intendente tan elegante, eso prueba que hay gente de todas clases en las familias. El padre de su abuelo era tan avaro, que casi chocho al final de su vida —entre nosotros, nunca fue muy talentoso, usted los sobrepasa a todos, no se resignaba a gastar quince céntimos en un ómnibus. De suerte que se veían obligados a hacerlo seguir, pagar por separado al conductor y hacerle creer al viejo miserable que su amigo, el señor de Persigny, ministro de Estado, había conseguido que viajase gratuitamente en los ómnibus. Por otra parte, me alegra mucho que el padre de nuestro Morel haya sido tan bien. Me había parecido que era profesor del Liceo; no es nada, habré comprendido mal. Pero tiene poca importancia, porque le diré que aquí sólo apreciamos el propio valor, la contribución personal, lo que llamamos la participación».

«Basta que uno pertenezca al arte; basta, en una palabra, que pertenezca a la cofradía; el resto poco importa». La manera como Morel pertenecía a ella —tanto como pude saberlo— era que le gustaban a tal punto las mujeres y los hombres como para sacar placer de cada sexo con la ayuda de lo que había experimentado con el otro, según se verá más tarde. Pero lo esencial para decirse aquí es que en cuanto le hube dado mi palabra de intervenir frente a la señora de Verdurin, desde lo que hice sobre todo y sin posibilidad de retorno a lo anterior, el respeto de Morel a mi respecto se disipó como por encanto, desaparecieron las fórmulas corteses y aun, durante algún tiempo, me evitó, componiéndoselas para aparentar desdeñarme, de tal suerte que si la señora de Verdurin quería que yo le dijese algo o le pidiese tal trozo musical, continuaba hablando con un fiel, luego pasaba a otro, y cambiaba de lugar si me acercaba a él. Debían decirle tres y hasta cuatro veces que le había dirigido la palabra, después de lo cual me contestaba brevemente con expresión forzada, a menos que estuviéramos solos. En ese caso era expansivo y amistoso, porque tenía encantadores aspectos de carácter. No por eso dejé de deducir de esa primera velada que su naturaleza debía ser vil, que no retrocedía cuando era necesario ante ninguna bajeza e ignoraba la gratitud. En lo que se parecía al común de los hombres. Pero yo tenía algo de mi abuela y me gustaba la diversidad de los hombres sin esperar nada de ellos o guardarles rencor, así que pasé por alto su bajeza, me gustó su alegría cuando se presentó aun lo que creo haber sido una sincera amistad de su parte cuando, al dar toda la vuelta de sus falsos conocimientos de la naturaleza humana, advirtió (por serpenteo, porque tenía extraños retornos a su salvajismo primitivo y ciego) que mi dulzura por él era desinteresada, que mi indulgencia no provenía de falta de perspicacia, sino de lo que llamaba bondad y sobre todo me encantaba su arte, que no era más que un virtuosismo admirable, pero me hacía (aunque no fuese un gran músico en el sentido intelectual de la palabra) volver a oír o conocer tanta hermosa música. Por otra parte, un manager: el señor de Charlus (en quien ignoraba esos talentos, aunque la señora de Guermantes, que lo conociera joven, pretendía que le había compuesto una sonata pintado un abanico, etc.), modesto en cuanto a lo que concernía a sus verdaderas superioridades y talentos, pero de primer orden, supo colocar ese virtuosismo al servicio de un sentido artístico múltiple y lo decuplicó. Imagínese uno a algún artista puramente diestro de los ballets rusos con estilo e instruido y desarrollado en todo sentido por el señor de Diaghilew.

Acababa de transmitir a la señora de Verdurin el mensaje que me había encargado Morel, y hablaba yo de Saint-Loup, con el señor de Charlus, cuando Cottard entró en el salón anunciando, como si fuera un incendio, que llegaban los Cambremer, La señora de Verdurin para no aparentar darles tanta importancia frente a unos nuevos como el señor de Charlus (que Cottard no había visto) y yo, no se movió, no contestó el anuncio de esa noticia y se conformó con decir al doctor, abanicándose graciosamente y con el mismo tono ficticio de una marquesa en el Teatro Francés: El barón precisamente nos decía…: «Eso era demasiado para Cottard». Con menos viveza de lo que lo hubiera hecho antaño, porque el estudio y las altas posiciones habían amenguado su velocidad, pero con esa emoción, sin embargo, que encontraba de nuevo en los Verdurin: «¿Un barón? ¿Dónde un barón? ¿Dónde un barón?», exclamó buscándolo con los ojos y con un asombro que rayaba en la incredulidad. La señora de Verdurin, con la afectada indiferencia de una dueña de casa a la que un sirviente acaba de romper un vaso costoso delante de los invitados y con la entonación artificial y sobreaguda de un primer premio del Conservatorio representando a Dumas, hijo, contestó señalando con su abanico al protector de Morel: «Pero el barón de Charlus, a quien voy a presentarle; el señor profesor Cottard». Por otra parte, no le disgustaba a la señora de Verdurin tener motivo de representar a las señoras. El señor Charlus alargó dos dedos que el profesor oprimió con la benévola sonrisa de un príncipe de la ciencia. Pero se detuvo en seco al ver entrar a los Cambremer, mientras el señor de Charlus me arrastraba a un rincón para decirme una palabra, no sin palparme los músculos, lo que constituye una modalidad alemana. El señor de Cambremer no se parecía en lo mínimo a la anciana marquesa. Era, como ella decía con ternura, «por completo del lado de su papá». Su físico asombraría a quien sólo hubiese oído hablar de él o aun de sus cartas, vivas y convenientemente redactadas. Sin duda, debía uno acostumbrarse. Pero su nariz había ido a escoger, para ubicarse torcidamente sobre su boca, quizás la única línea oblicua entre tantas otras, que nadie hubiese pensado trazar en su rostro y que significaba una tontería vulgar, agravada aún más por la proximidad de una tez normanda con rubores de manzana. Es probable que los ojos del señor de Chambremer conservasen algo de ese cielo del Cotentin, tan dulce durante los días de sol en que el paseante se entretiene al ver detenidos junto al camino y contándolas por centenares las sombras de los álamos; pero esos párpados pesados y legañosos y mal plegados hasta le hubiesen impedido el paso a la misma inteligencia. Por eso, desconcertado por la delgadez de esa mirada azul, se refería uno a la enorme y atravesada nariz. Por una transposición de los sentidos, el señor de Cambremer lo miraba a uno con las narices. Esa nariz del señor de Cambremer no era fea; quizás excesivamente hermosa, demasiado grande, por demás orgullosa de su importancia. Repulgada, lustrosa, luciente, nueva, flamante, estaba dispuesta por completo para compensar la insuficiencia espiritual de su mirada; desgraciadamente, si los ojos a veces son el órgano por el que se revela la inteligencia, la nariz (sea cual fuese, por otra parte, la íntima solidaridad y la insospechada repercusión de los rasgos entre sí) suele ser el órgano en que más fácilmente se manifiesta la tontería.

La pulcritud de los trajes oscuros que llevaba siempre, aun por la mañana, el señor de Cambremer, por más que tranquilizase a los mismos a quienes deslumbraba e indignaba el brillo fascinante de los trajes de playa de la gente que no conocían, justificaba que la mujer del presidente primero declarase con aparente olfato y autoridad, como persona que tiene mucho más que uno la experiencia de la alta sociedad d’Alençon, que ante el señor de Cambremer uno se sentía enseguida, aun antes de saber quién era, en presencia de un hombre de gran distinción, un hombre perfectamente educado, que resultaba muy distinto a los de Balbec; un hombre, por fin, junto al cual podía respirarse. Para ella, asfixiada por tantos turistas de Balbec, que no conocían su sociedad, era algo así como un frasco de sales. Me pareció, por el contrario, que había gentes a las que mi abuela calificara enseguida como muy mal, y como no comprendía el snobismo, la hubiese asombrado, sin duda, que llegara a casarse con la señora Legrandin, que debía ser exigente en punto a distinción, dado que su hermano era tan bien. A lo sumo, podía decirse, de la fealdad vulgar del señor de Cambremer, que era un poco propia de la zona y poseía algo muy remotamente local; uno pensaba ante sus rasgos defectuosos y que daban ganas de rectificarlos, en esos nombres de pequeñas ciudades normandas acerca de cuya etimología se equivocaba mi cura, porque como los campesinos articulan mal o han comprendido torcidamente la palabra normanda o latina que las designa, han acabado por fijarse en un barbarismo que ya se encuentra en los cartularios, como dijera Brichot; un contrasentido y un vicio de pronunciación. La vida en esas antiguas pequeñas ciudades puede, por otra parte, transcurrir agradablemente, y el señor de Cambremer debía tener cualidades, porque si era propio de una madre que la anciana marquesa prefiriese a su hijo en vez de su nuera, en cambio ella, que tenía hijos de los que dos por lo menos no dejaban de tener méritos, declaraba a menudo que el marqués era, según su opinión, el mejor de la familia. Durante el escaso tiempo que había pasado en el ejército sus compañeros, que estimaban demasiado largo su nombre de Cambremer, le habían dado el sobre nombre de Cancan, que, por otra parte, no mereciera para nada. Sabía adornar una cena a la que estaba invitado diciendo en el momento del pescado (aunque estuviese podrido) o en la entrada: «Pero, oiga usted: me parece que este es un lindo animal». Y su mujer, que había adoptado, al entrar en la familia, todo lo que estimaba formar parte del estilo de esa gente, se colocaba a la altura de los amigos de su marido y trataba quizás de gustarles como una querida y como si estuviese mezclada en su vida de soltero desde antes, diciendo con aire desenvuelto, cuando hablaba de él a los oficiales: «Van a ver ustedes a Cancan. Cancan se ha ido a Balbec, pero volverá esta noche». Estaba furiosa por comprometerse esa noche en casa de los Verdurin y no lo hacía sino a ruego de su suegra y su marido, y en interés de la locación. Pero menos educada que ellos, no ocultaba el motivo y desde hacía quince días esa cena era la comidilla con sus amigas. «Ya saben ustedes que cenamos con nuestros inquilinos. Merecemos un aumento. En el fondo tengo bastante curiosidad de saber qué habrán hecho de nuestra pobre vieja Raspeliére (como si ahí hubiese nacido y conservase en ella todos los recuerdos de los suyos). Nuestro antiguo guarda aun ayer me dijo que ya no se reconocía nada. No me atrevo a pensar en lo que pueda suceder ahí. Creo que será conveniente desinfectarlo todo antes de volver a instalarnos». Llegó, altiva y melancólica, con el aspecto de una gran señora cuyo castillo está ocupado, a raíz de una guerra, por los enemigos, pero que, a pesar de todo, se siente como en su casa y desea mostrar a los vencedores que son intrusos. La señora de Cambremer no pudo verme en un principio, porque yo estaba en una ventana lateral con el señor de Charlus, quien me decía que había sabido por Morel que su padre fue intendente de mi familia y que contaba lo suficiente con mi inteligencia y mi magnanimidad (término común de él y Swann) como para rehusarme el innoble y mezquino placer que algunos vulgares minúsculos imbéciles (ya estaba avisado, no dejarían de gozar en lugar mío, revelando a nuestros dueños de casa detalles que pudieran parecerles humillantes). «Por el solo hecho de interesarme yo por él y extender sobre él mi protección, cobra algo superior y termina con el pasado», concluyó el barón. Mientras le escuchaba y le prometía el silencio que hubiera conservado aún sin esperanza de pasar, en cambio, por magnánimo e inteligente, la miré a la señora de Cambremer. Y me costó reconocer esa cosa sabrosa y dulce que había tenido cerca días pasados a la hora de la merienda, sobre la terraza de Balbec, en la galleta normanda que advertía dura como una piedra y en que los fieles hubiesen hincado en vano el diente. Irritada de antemano por el lado buenazo que su marido heredaba de la madre y que le haría tomar un aire honrado cuando le presentaran a los fieles, y deseosa, sin embargo, de llenar sus funciones de mujer de mundo, cuando le hubieron nombrado a Brichot, quiso hacérselo conocer al marido, porque así había visto que lo hacían sus amigas más elegantes; pero como la rabia o el orgullo triunfaban sobre la ostentación de los buenos modales, dijo, no como debiera haberlo dicho: «Permítame que le presente a mi marido», sino: «Le presento a mi marido», manteniendo así en alto la bandera de los Cambremer, a despecho de ellos mismos, porque el marqués se inclinó tan bajo ante Brichot como ella lo previera. Pero todo ese malhumor de la señora de Cambremer cambió de pronto cuando advirtió al señor de Charlus, que conocía de vista. Nunca había conseguido que se lo presentaran, ni siquiera en tiempos de su unión con Swann. Porque, como la señora de Charlus tomaba siempre el partido de las mujeres y de su cuñada contra las amantes del señor de Guermantes, de Odette aún no casada, pero viejo amor de Swann; contra las nuevas, como severo defensor de la moral y fiel protector de los hogares, había dado a Odette —y cumplido— la promesa de no dejarse nombrar a la señora de Cambremer. Esta no había sospechado, seguramente, que sería en casa de los Verdurin que iba a conocer por fin a ese hombre inabordable. El señor de Cambremer sabía que eso constituía para ella tanta alegría que a él mismo lo enternecía, y miró a su mujer, como significándole: «¿Se alegra de haberse decidido a venir, verdad?». Hablaba muy poco, por otra parte, sabiendo que se había casado con una mujer superior. «Yo, indigno», decía a cada rato y citaba, de buena gana una fábula de La Fontaine y una de Florian que le parecían aplicarles a su ignorancia, lo que, por lo demás, le permitía, bajo la apariencia de una desdeñosa alabanza, demostrar a los hombres de ciencia que no eran socios del Jockey que uno podía saber cazar y haber leído fábulas. La desgracia es que sólo conocía dos. Por eso volvían a menudo. La señora de Cambremer no era tonta; pero tenía varias costumbres muy fastidiosas. Para ella la deformación de los hombres nada tenía de desdén aristocrático. No sería como la duquesa de Guermantes, (quien por su nacimiento debía verse preservada de ese ridículo con mayores motivos que la señora de Cambremer), que, para no aparentar que sabía el nombre escasamente elegante (que ahora es el de una de las mujeres demás difícil acceso) de Julián de Moncháteau dijera: «una pequeña señora… Pico de la Mirándola». No; cuando la señora de Cambremer citaba en falso un nombre, era por benevolencia, para no aparentar saber algo, y cuando, sin embargo, por sinceridad, lo confesaba, creía ocultarlo plagiándolo. Si defendía a una mujer, por ejemplo, trataba de disimular al mismo tiempo que no quería mentirle a quien le suplicaba toda la verdad, que la señora Fulana de Tal era en la actualidad la amante del señor Silvano Levy y decía: «No… no sé nada absolutamente acerca de ella; creo que le reprochan haber despertado una pasión en un señor cuyo nombre ignoro, algo así como Cahn, Kohn, Kuhn; por otra parte, me parece que ese señor ha muerto hace mucho y nunca hubo nada entre ellos». Es un procedimiento análogo al de los mentirosos —e inverso—, que creen que al alterar lo que han hecho cuando se lo cuentan a una querida o sencillamente a un amigo, se imaginan que ni una ni otro descubrirán inmediatamente que la frase dicha (lo mismo que Cahn, Kohn Kuhn) es interpolada y de otra especie que las que componen la conversación y resulta así de doble fondo.

La señora de Verdurin le habló a su marido al oído: «¿Debo darle el brazo al barón de Charlus? Como tendrás a tu derecha a la señora de Cambremer, podíamos haber cruzado las cortesías». «No —dijo el señor Verdurin—; puesto que el otro es más elevado en grado (queriendo decir con ello que el señor de Cambremer era marqués), el señor de Charlus, en resumidas cuentas, es su inferior». «Y bueno, lo colocaré al lado de la princesa». Y la señora de Verdurin presentó al señor de Charlus a la señora de Sherbatoff; se inclinaron ambos en silencio, aparentando saberlo todo el uno del otro y prometerse un mutuo secreto. El señor Verdurin me presentó al señor de Cambremer. Antes de hablarme con su voz fuerte y ligeramente tartamuda, su alta estatura y su cara coloreada manifestaban, en su oscilación, la inseguridad de un jefe que trata de tranquilizarnos y le dice a uno: «Me han hablado, lo arreglaremos; le haré levantar el castigo; no somos bebedores de sangre; todo saldrá bien». Luego, dándome la mano: «Creo que usted conoce a mi madre», me dijo. El verbo creer le parecía convenir, por otra parte, a la discreción de una primera presentación, sin que expresara de ninguna manera duda alguna, porque agregó: «Tengo precisamente una carta suya para usted». El señor de Cambremer se sentía cándidamente feliz al volver a ver lugares donde tanto tiempo había vivido. «Vuelvo a encontrarme» —le dijo a la señora de Verdurin, mientras su mirada se encantaba reconociendo las pinturas de flores en los entrepaños y los bustos de mármol sobre sus altos zócalos—. Podía, sin embargo, sentirse desorientado, porque la señora de Verdurin había traído una cantidad de cosas antiguas que poseía. Desde ese punto de vista, la señora de Verdurin, que pasaba a los ojos de los Cambremer por derribarlo todo, no era revolucionaria, sino inteligentemente conservadora, en un sentido que ellos no interpretaban. La acusaban tan equivocadamente de odiar la antigua vivienda y deshonrarla con simples telas, en lugar de su rica felpa, como un cura ignorante que le reprocha a un arquitecto diocesano que haya vuelto a colocar en su lugar antiguas tallas en madera dejadas a un lado y a las que el eclesiástico había creído conveniente sustituir con ornamentos comprados en la plaza de San Sulpicio. En fin, un jardín de cura empezaba a reemplazar los arriates que delante del castillo constituían no sólo el orgullo de los Cambremer, sino el de su jardinero. Este, que consideraba a los Cambremer como sus amos únicos y gemía bajo el yugo de los Verdurin, como si la tierra estuviese momentáneamente ocupada por un invasor y una tropa de veteranos, iba secretamente a presentarle sus condolencias a la propietaria desposeída, se indignaba por el desprecio que manifestaban por sus araucarias, sus begonias, sus jubardas, sus dalias dobles y que se atrevieran a hacer crecer en una vivienda tan rica flores tan vulgares como la manzanilla o los cabellos de Venus. La señora de Verdurin advertía esa oposición sorda y estaba decidida, si renovaba a largo plazo y aún si compraba la Raspeliére, a poner como condición el despido del jardinero, al que la anciana propietaria, en cambio, tenía tanto afecto. La había servido gratuitamente en épocas difíciles y la adoraba; pero, con ese extraño fraccionamiento de la opinión de la gente de pueblo, en que el más profundo desprecio moral se inserta en la estima más apasionada, la que cabalga a su vez viejos rencores no perimidos, decía a menudo de la señora de Cambremer que en el 70, en un castillo que tenía en el Este, sorprendida por la invasión, había debido soportar durante un mes el contacto con los alemanes: «Lo que le han reprochado mucho a la señora marquesa es haber tomado durante la guerra el partido de los prusianos y hasta haberlos alojados en su casa. En otro momento lo comprendería, pero en tiempo de guerra no debía haberlo hecho. No está bien». De manera que le era fiel hasta la muerte, la veneraba por su bondad y acreditaba al mismo tiempo que fuera culpable de traición. A la señora de Verdurin le molestó que el señor de Cambremer pretendiese reconocer tan bien la Raspeliére. «Usted debe encontrar, sin embargo, algunos cambios —contestó ella—. Primeramente, hay unos demonios de bronce de Barbedienne y algunos asientitos tremendos de felpa que me apresuré a remitir al granero, qué aun me parece demasiado bueno para ellos». Después de esa agria respuesta dirigida al señor de Cambremer, le ofreció su brazo para ir a la mesa. Vaciló un instante, diciéndose: «No puedo, evidentemente, pasar delante del señor de Charlus». Pero, al pensar que si este no tenía sitio de honor sería un viejo amigo de la casa, decidió tomar el brazo ofrecido y le dijo a la señora de Verdurin hasta qué punto lo enorgullecía ser admitido en el cenáculo (así llamó al pequeño núcleo, no sin reírse un poco por la satisfacción de conocer ese término). Cottard, que estaba sentado al lado del señor de Charlus, lo miraba para trabar relación y romper el hielo, bajo sus anteojos, con guiños mucho más insistentes de lo que hubiesen sido antes y que no cortaba ninguna timidez. Y sus miradas de invitación aumentadas por su sonrisa, ya no cabían en el vidrio de los lentes y desbordaban por todos lados. El barón, que por todas partes veía semejantes, no dudó que Cottard fuese uno de los suyos y le hiciese guiños. Enseguida le demostró al profesor la dureza de los invertidos, tan desdeñosos para los que gustan de ellos como ardientemente amables junto a quienes les gustan. Sin duda, aunque cada cual hable mentirosamente de la dulzura de ser amado, siempre rehusada por el destino, es una ley general, cuyo imperio está lejos de extenderse sólo sobre los Charlus, que nos parezca insoportable el ser que no amamos y que nos ama.

A ese ser, a esa mujer a la que no diremos que nos ama, pero que nos fastidia, preferimos la compañía de cualquiera otra sin su encanto, ni su atractivo ni su ingenio. No los recobrará para nosotros más que cuando haya dejado de amarnos. En ese sentido, no podría verse sino la transposición bajo una forma absurda de esa regla universal en la irritación que le causa a un invertido un hombre que lo busca y le disgusta. Aunque en él es mucho más fuerte. Así es como mientras el resto de los hombres trata de disimularla, aunque la experimente, el invertido se la hace sentir implacablemente a quien se la provoca como no se lo haría sentir efectivamente a una mujer; el señor de Charlus, por ejemplo, a la princesa de Guermantes, cuya pasión, aunque fastidiosa, lo halagaba. Pero cuando se enfrentan a otro hombre que les demuestra una afición particular, entonces, ya porque no comprendan que sea similar a la suya, ya porque les recuerda desagradablemente que esa afición, embellecida por ellos en cuanto la experimentan, se considera como un vicio, ya deseando rehabilitarse por algo evidente en una circunstancia en que nada les cuesta, ya por un temor de ser adivinados que encuentran de pronto cuando no los guía el deseo con los ojos vendados de imprudencia en imprudencia, ya por el furor de soportar por la actitud equívoca de otro el perjuicio que no temerían causarle a otro si les gustara, aquellos a quienes no les molesta seguir a un joven durante leguas, no abandonarlo con los ojos en el teatro, aun si está con amigos, arriesgando disgustarlo por eso con ellos, uno puede oírlos decir a poco que los mire alguien que no les gusta: «Señor, ¿por quién me toma usted?, (simplemente porque los toman por lo que son). No lo comprendo; es inútil que insista; usted se equivoca», llegar en caso necesario hasta las bofetadas e indignarse ante quien conoce al imprudente: «¡Cómo! ¿Usted conoce a ese horror? Tiene una manera de mirar… Vayan modales». El señor de Charlus no llegó tan lejos, pero se revistió con ese aspecto ofendido y helado que toman, cuando uno aparenta creerlas ligeras, las mujeres que no lo son y mucho más las que resultan serlo. Por otra parte, el invertido colocado frente a un invertido no sólo es una imagen desagradable puramente inanimada que no podría sino hacer sufrir su amor propio, sino otro sí mismo, viviendo, obrando en el mismo sentido y capaz, por lo tanto, de hacerlo sufrir en sus amores. Por eso, con un sentido de instinto de conservación hablará mal del posible competidor, sea con la gente que pueda perjudicarlo a este (y sin que el invertido N.º 1 se preocupe de pasar por mentiroso cuando abruma en esa forma al invertido N.º 2 frente a personas que pueden estar informadas de su propio caso), sea con el joven que ha levantado, que quizás le arrebaten y al que se trata de convencer de que las mismas cosas que resulta conveniente hacer con él causarían la desgracia de su vida si se dejara llevar a hacerlas con el otro. Para el señor de Charlus, que pensaba, quizás, en los peligros (muy imaginarios) que la presencia de ese Cottard, cuya sonrisa interpretaba torcidamente, podía hacer correr a Morel, un invertido que no le gustaba no era sólo una caricatura de sí mismo, sino también un rival designado. Un comerciante que tenga un extraño negocio, si al llegar a la ciudad de provincia donde viene a instalarse para toda su vida, en la misma plaza y justo enfrente, ve que existe un comercio análogo de propiedad de un competidor, no se siente más desilusionado que un Charlus que va a ocultar sus amores en una región tranquila y el mismo día de la llegada advierte al gentilhombre del lugar o al peluquero, cuyo aspecto y modales no le dejan ninguna duda.

A menudo el comerciante le cobra odio al competidor; ese odio degenera a veces en melancolía y a poco que haya una herencia bastante cargada, se ha visto en pequeñas ciudades que el comerciante demostrara unos comienzos de locura que no se disipan sino cuando lo convencen de que debe vender su comercio y cambiar de lugar. La rabia del invertido es mucho más lacerante aún. Comprende que desde el primer momento el gentilhombre o el peluquero ha deseado a su joven compañero. Por más que le repita a este cien veces por día que el peluquero o el gentilhombre son unos bandidos cuya proximidad lo deshonraría, se ve obligado a vigilar como Harpagón su tesoro y se levanta durante la noche para ver si no se lo roban. Y es lo que hace, sin duda más que el deseo o la comodidad de hábitos comunes y casi tanto como esa experiencia de sí mismo, que es la única verdadera, que el invertido despiste al invertido con una rapidez y una seguridad casi infalibles. Puede equivocarse por un momento, pero una adivinación rápida lo vuelve a ubicar en la verdad. Por eso fue fugaz el error del señor Charlus. El discernimiento divino le demostró al cabo de un instante que Cottard no era de su estirpe y que no tenía por qué temer sus iniciativas, ni para él, a quien eso no haría sino indignar, ni para Morel, lo que le hubiese parecido más grave. Volvió a su calma y como estaba aún bajo la influencia del paso de Venus andrógina, por momentos sonreía débilmente a los Verdurin, sin tomarse el trabajo de abrir la boca, plegando solamente la comisura de los labios y durante un segundo iluminaba mimosamente sus ojos, el tan preocupado dé virilidad, igual que lo hubiese hecho su cuñada la duquesa de Guermantes. «¿Usted caza mucho, señor?», dijo la señora de Verdurin con desprecio al señor de Cambremer. «¿Acaso Ski le ha contado que nos ha sucedido algo excelente?», preguntó Cottard a la Patrona. «Cazo especialmente en el bosque de Chantepie[58]» —contestó el señor Cambremer—. «No, no he contado nada», dijo Ski. «¿Merece su nombre?», interrogó Brichot al señor de Cambremer después de haberme mirado de reojo, porque me había prometido hablarme de etimologías, mientras me pedía que les disimulara a los Cambremer el desprecio que sin duda le inspiraban las del cura de Combray.

«Sin duda es porque no soy capaz de comprenderlo, pero no alcanzo su pregunta», dijo el señor de Cambremer. «Quiero decir: ¿cantan muchas urracas?», contestó Brichot. A Cottard, sin embargo, le dolía que la señora de Verdurin ignorase que habían estado a punto de perder el tren. «Vamos, vamos —dijo la señora de Cottard a su marido, para alentarlo—, cuenta tu odisea». «Efectivamente, sale de lo común» —dijo el doctor, que volvió a empezar su relato—. «Cuando vi que el tren estaba en la estación, me quedé fascinado. Todo por culpa de Ski. Es usted más bien singular oí de en sus datos, querido mío. Y Brichot, que nos esperaba en la estación». «Creía —dijo el universitario echando a su alrededor todo el resto de su mirada y sonriendo con sus delgados labios— que si usted se había atrasado en Graincourt era por haberse encontrado con alguna peripatética». «¿Quiere callarse? ¡Si lo oyese mi mujer!… —repuso el profesor—. Mi mujer es celosa». «¡Ah, ese Brichot!» —exclamó Ski, para quien la traviesa broma de Brichot despertaba la alegría tradicional— siempre es el mismo, aunque no supiese, a decir verdad, si el universitario había sido calavera alguna vez. Y para agregar el gesto de ritual a esas palabras consagradas, hizo como que no podía resistir a la tentación de pellizcarle la pierna. «Ese pícaro no cambia» —continuó Ski y sin pensar cómo la cuasi ceguera del universitario entristecía y hacía cómicas sus palabras—, agregó: «Siempre un ojo para las mujeres». «Vea usted —dijo el señor de Cambremer— lo que significa encontrarse con un sabio. Hace quince años que vengo cazando en el bosque de Chantepie y nunca medité en lo que significaba su nombre». La señora de Cambremer echó un severo vistazo a su marido; no quería que se humillase así delante de Brichot. Se disgustó aún más cuando a cada expresión ya hecha que empleaba Cancan, Cottard, que conocía su lado fuerte y su lado débil, porque las había aprendido laboriosamente, le demostraba al marqués, quien confesaba su tontería, que nada significaban: