CAPÍTULO II

Temiendo que el placer de ese paseo solitario debilitare el recuerdo de mi abuela, traté de reavivarlo pensando en el sufrimiento moral tan grande que había experimentado; a mi conjuro, este sufrimiento trataba de construirse en mi corazón; iba echando sus inmensos pilares; pero sin duda mi corazón era demasiado chico y no podía soportar tan inmenso dolor; mi intención se esquivaba en el momento en que estaba a punto de darle cima, y sus arcos se desmoronaban sin haberse juntado, como antes de haber perfeccionado su bóveda se deshacen las olas.

Sin embargo, nada más que por mis sueños al quedarme dormido, podía saber que disminuía mi pesar por la muerte de mi abuela, porque parecía menos oprimida por la idea que me hacía yo de su nada. La veis siempre enferma, pero en vías de restablecerse; la encontraba mejor. Y si ella aludía a lo que había sufrido, le cerraba la boca con mis besos y le aseguraba que ahora estaba curada para siempre. Quisiera que los escépticos comprobaran que la muerte es verdaderamente una enfermedad de la que se vuelve. Sólo que no encontraba en mi abuela la rica espontaneidad de antaño. Sus palabras no eran más que una contestación debilitada, dócil, casi un simple eco de mis palabras; no eran sino el reflejo de mi propio pensamiento. Incapaz aun de experimentar de nuevo un deseo físico, Albertina empezaba a inspirarme algo así como un ansia de felicidad. Algunos sueños compartidos de ternura, siempre flotantes en nosotros, se unen de buenas ganas por una especie de afinidad del recuerdo (a condición de que este ya se haya hecho un poco vago) de una mujer con quien ya experimentamos placer. Ese sentimiento me recordaba ciertos aspectos del rostro de Albertina, más dulces, menos alegres, bastante diferentes de los que me hubiese evocado el placer físico; y como era menos urgente que ese último, habría postergado con gusto su realización hasta el próximo invierno sin tratar de volver a ver en Balbec a Albertina antes de su partida. Pero aun en medio de un pesar todavía vivo, renace el deseo físico. Desde mi lecho, en el que me hacían quedar mucho tiempo todos los días para descansar, deseaba yo que Albertina viniese para seguir con nuestros juegos de antaño. ¿Acaso, en el cuarto en que han perdido un hijo, los esposos de nuevo abrazados, no dan un hermano al pequeño muerto? Trataba de distraerme de ese deseo, yendo hasta la ventana, para mirar el mar de ese día. Como en el primer año, los mares de un día a otro eran difícilmente los mismos. Pero, por otra parte, no se parecían a los de ese primer afeo, fuese porque ahora estábamos en primavera con sus tormentas, o porque, aunque llegara en la misma época que la primera vez, tiempos distintos y más cambiantes podían indicar que evitaran esas cosas a ciertos mares indolentes, vaporosos y frágiles que vi dormir en días ardorosos sobre la playa, levantando imperceptiblemente su seno azulado, con una blanda palpitación, o sobre todo porque mis ojos instruidos por Elstir en retener precisamente los elementos que apartaba antaño a voluntad, contemplaban largamente lo que no sabían ver el primer año. Esa oposición que entonces me chocaba tanto entre los paseos agrestes con la señora de Villeparisis y ese vecindario fluido, inaccesible y mitológico del océano eterno, ya no existían para mí. Y algunos días el mar mismo parecía, por el contrario, casi rural. En los días, bastante escasos, de verdadero tiempo bueno, el calor trazaba sobre las aguas, como a través de los campos, un sendero polvoriento y blanco tras el cual sobresalía la fina punta de un barco de pesca igual que un campanario aldeano. Un remolcador del que no se veis más que la chimenea humeaba a lo lejos como una usina apartada, mientras, solitario en el horizonte, un cuadrado blanco y henchido, pintado sin duda por una vela, pero aparentemente compacto y calcáreo, sugería el ángulo asoleado de algún establecimiento aislado, hospital o escuela. Y las nubes y el viento; los días en que se sumaban al sol, perfeccionaban, ya que no el error del juicio, por lo menos la ilusión de la primera mirada, lo que surtiere la imaginación. Porque la alternación de espacios de colores nítidamente separados como los que resultan en el campo por la proximidad de distintos cultivos, las desigualdades ásperas, amarillas y como barrosas de la superficie marina, las cosechas, los taludes que escamoteaban a la vista una barca donde un equipo de ágiles marineros parecía recoger las mieses, todo eso hacia del océano en los días de tormenta algo tan variado, tan consistente, tan accidentado, tan populoso, tan civilizado como la carretera sobre la que andaba antaño y donde no debía tardar en pasear: Y una vez, sin poder resistir ya mi deseo, en lugar de volver a acostarme, me vestí para buscar a Albertina por Incarville. Le pedida que me acompañara hasta Douville, donde visitaría a la señora de Cambremer en Féterne y en la Raspeliére a la señora de Verdurin. Albertina podía esperarme mientras tanto en la playa y volveríamos juntos por la noche. Iba a tomar el pequeño ferrocarril local, cuyos sobrenombres regionales conocía por Albertina y sus amigas, a causa de sus innumerables desvíos; y lo llamaban ya el Tortuoso ya el Lento, porque no adelantaba nada; el Transatlántico, a causa de una espantosa sirena que poseía para que se guareciesen los transeúntes; el Becauville y el Fun, aunque no fuese de ninguna manera un funicular, sino porque trepaba por el acantilado, ni siquiera un Becauville, hablando con propiedad, sino porque tenía una vía de 60; el B. A. G., porque iba de Balbec a Grattevast, pasando por Angerville; el Trarn. y el T. S. N., porque formaba parte de la línea de tranvías del sur de Normandía. Me instalé en un coche en el que estaba solo; hacia un sol espléndido y asfixiante; bajé la cortinilla azul, que sólo dejó pasar una raya de sol. Pero enseguida vi a mi abuela tal como estaba sentada en el tren a nuestra partida de París a Balbec, cuando, sufriendo porque me veis beber cerveza, había preferido no mirar, cerrar los ojos y fingir que dormía. Yo, que antes no podía soportar su sufrimiento cuando mi abuelo bebía coñac, no sólo le había causado el de verme beber a invitación de otro una bebida que creía funesta, sino que la obligué a que me dejara libre de beberla a voluntad; mucho más: con mis cóleras y mis ataques de asfixia, la habla obligado a ayudarme, a aconsejarme, en una resignación suprema cuya imagen muda y desesperada tenía ante la memoria con los ojos cerrados para no verla. Tal recuerdo, como un golpe de varita mágica, me había devuelto el alma que estaba perdiendo desde hacía un tiempo; ¿qué hubiera podido hacer de Rosamonde cuando todos mis labios sólo estaban recorridos por el deseo desesperado de abrazar a una muerta? ¿Qué hubiera podido decir a los Cambremer y a los Verdurin cuando mi corazón latía tan fuerte porque variaba a cada instante el dolor que soportara mi abuela? No pude quedarme en ese coche. En cuanto se detuvo el tren en Maineville-la-Teinturiére, renunciando a mis proyectos, descendí, alcancé el acantilado y seguí sus senderos sinuosos. Mafneville había adquirido desde hacía algún tiempo una considerable importancia y una reputación particular, porque un director de numerosos casinos, mercader de bienestar, había hecho construir no lejos de allí, con un lujo de mal gusto capaz de rivalizar con el de un palote, un establecimiento del que volveremos a ocuparnos y que era, hablando con franqueza, la primera casa pública para gente elegante que se decidió construir en las costas de Francia. Era la única. Cada puerto tiene la suya, pero adecuada únicamente para los marinos y para los aficionados a lo pintoresco, a los que divierte ver, junto a la iglesia inmemorial, la patrona casi tan vieja, venerable y musgosa, que espera ante su puerta mal afamada la vuelta de los barcos pesqueros.

Apartándome de la deslumbradora casa de “placer”, erguida Insolentemente a pesar de las protestas que las familias dirigieron inútilmente al alcalde, alcancé de nuevo el acantilado y seguí sus senderos sinuosos en dirección a Balbec. Oí sin contestarlo el llamado de los espinos blancos. Vecinas menos ricas de las flores del manzano, les parecían demasiado pesadas, a pesar de reconocer el cutis fresco que tienen las hijas de pétalos rosados de esos importantes fabricantes de sidra. Sabían que, aunque dotadas de menos riqueza, las requerían mucho más sin embargo y les bastaba para gustar su arrugada blancura.

Cuando volví, el portero del hotel me entregó una carta de luto en que participaban el marqués y la marquesa de Gonneville, el vizconde y la vizcondesa de Amfreville, el conde y la condesa de Berneville, el marqués y la marquesa de Graincourt, el conde d’Amenoncourt, la condesa de Maineville, el conde y la condesa de Franquetot, la condesa de Chaverny, nacida Aigleville, y que pude explicarme cuando reconocí los nombres de la marquesa de Cambremer, nacida du Mesnil la Guichard; del marqués y la marquesa de Cambremer, y cuando vi que la muerta, una prima de los Cambremer, se llamaba Leonorh-Jufrasia-Humbertina de Cambremer, condesa de Criquetot. En la nómina de esa familia provinciana, cuyos apellidos llenaban renglones apretados y finos, no figuraba ni un burgués y, por otra parte, ni un título conocido; pero si, en cambio, toca la retahíla de nobles de la región que hacían cantar sus nombres —los de todos los lugares interesantes de la zona— con los alegres finales en ville, en court, a veces más sordos (en tot). Vestidos con las tejas de su castillo o con un revoque de su iglesia, sobresaliendo apenas con la cabeza temblorosa de la bóveda o del cuerpo de edificio y sólo para cubrirse con la farol normanda o los armazones del techo en pimentera, parecían haber convocado a todas las lindas aldeas escalonadas o dispersas en cincuenta leguas a la redonda y dispuesto en formación cerrada, sin una laguna, sin un intruso, en el damero compacto y rectangular de la aristocrática carta orlada de negro.

Mi madre había subido a su cuarto, meditando esta frase de la señora de Sévigné: «No veo a ninguno de los que quieren distraerme de vos; con palabras encubiertas tratan de impedir que os recuerde, y eso me ofende», porque el presidente primero le había dicho que debía distraerse. A mí me cuchicheó: «Es la princesa de Parma». Se desvaneció mi temor al ver que la mujer que me señalaba el magistrado no tenía ninguna relación con Su Alteza Real. Pero, como había reservado un cuarto para pasar la noche al volver de casa de la señora de Luxemburgo, la noticia hizo que muchos confundieran a cualquier recién llegada con la princesa de Parma y que yo subiese a encerrarme en mi buhardilla.

No hubiera querido quedarme solo. Apenas eran las cuatro. Le pedí a Francisca que la llamara a Albertina, para que pasara conmigo el final de la tarde.

Creo que mentiría si dijera que ya comenzó la dolorosa y perpetua desconfianza que debía inspirarme Albertina, con mayor motivo el carácter particular, especialmente gomórreo, que revestiría esa desconfianza. En verdad, desde ese día pero no era el primero mi espera fue un poco ansiosa. Una vez que se fue Francisca, tardó tanto tiempo en volver que comencé a desesperarme. El viento hacía flamear la bandera del casino. Y más débil aún en el silencio de la grava sobre la que iba trepando el mar, como una voz que tradujese y acreciese la vaga nerviosidad de esa hora inquieta y falsa, un organito tocaba valses vieneses, frente al hotel. Por fin llegó Francisca, pero sola. «Fui tan pronto pude; pero ella no quería venir porque no estaba bastante peinada. Si no estuvo una hora reloj en mano para ponerse pomada, no tardó cinco minutos. Esto va a ser una verdadera perfumería. Ya viene; se ha retrasado por arreglarse frente al espejo. Creí encontrarla aquí». Pasó bastante tiempo todavía hasta que llegara Albertina. Pero la alegría y la gentileza que derrochó en esa oportunidad disiparon mi pena. Me anunció (al contrario de lo que había dicho días pasados) que se quedaría durante toda la estación y me preguntó si no sería posible vernos todos los días como el primer año. Le dije que en esos momentos estaba demasiado triste y que más bien la mandaría llamar de tiempo en tiempo a último momento, como en París. «Si siente alguna pena o se lo dicta el corazón, no vacile —me dijo—, hágame llamar, que vendré al instante, y si no teme escandalizar al hotel, me quedaré tanto como lo quiera». Francisca parecía tan feliz al traerla como cada vez que se molestaba por mí y me conseguía un placer. Pero la misma Albertina no intervenía para nada en esa alegría, y a partir del día siguiente Francisca debía decirme estas palabras profundas: «El señor no debiera ver a esa señorita. Yo sé cuál es su carácter; le causará disgustos».

Al acompañar a Albertina, vi a la princesa de Parma a través del comedor iluminado. No hice más que mirarla, componiéndomelas para que no me viese. Pero confieso que descubrí cierta grandeza en esa cortesía real que me hiciera sonreír en casa de los Guermantes. Es un principio que los soberanos están en todas partes como en su casa, y el protocolo lo traduce en costumbres muertas y sin valor, como esa que quiere que el dueño de casa tenga su sombrero en la mano, en su propio hogar, para indicar que ya no está en su casa, sino en la del príncipe. Esta idea quizá no se la formulara la princesa de Parma, pero estaba tan imbuida de ella, que la traducían todos sus actos espontáneamente inventados para las circunstancias. Cuando se levantó de la mesa entregó una generosa propina a Aimé, como si estuviese ahí únicamente para ella y si recompensara a un maître afectado a su servicio, al dejar un castillo. No se contentó, por otra parte, con la propina, sino que, con una graciosa sonrisa, le dirigió algunas palabras amables y halagadoras, de las que la proveyera su madre. Por poco le hubiera dicho que el hotel estaba tan bien llevado, cuánto florecía la Normandía y que prefería Francia a todos los países del mundo. Otra moneda se deslizó desde las manos de la princesa hasta el sumiller, a quien había mandado llamar y a quien quiso expresar su satisfacción como un general que acaba de pasar revista. El ascensorista llegó en ese momento para darle una respuesta; tuvo también una frase, una sonrisa y una propina, todo eso con palabras humildes y de aliento destinadas a probarles que no era más que ninguno de ellos. Como Aimé, el sumiller, el ascensorista y los otros creyeron que sería descortés no sonreír hasta las orejas a una persona que les sonreía, se vio rodeada muy pronto por un grupo de sirvientes, con los que conversó con la mayor benevolencia; como esos modales eran desacostumbrados en los palaces, las personas que pasaban por el lugar e ignoraban su nombre creyeron ver a una cliente habitual de Balbec que a causa de un origen mediocre, o por un interés profesional (sería, quizás, la mujer de un corredor de champaña) se distinguía menos de los domésticos que los clientes verdaderamente elegantes. En cuanto a mí, pensé en el palacio de Parma, en los consejos semirreligiosos, semipolíticos dados a esta princesa, que obraba con el pueblo como si hubiera debido conciliárselo para reinar algún día. Mucho más, como si ya reinase.

Subí a mi cuarto, pero no estaba solo. Oía a alguien tocar a Schumann. En verdad, sucede que la gente, aun la que más queremos, se satura con la tristeza o el fastidio que emana de nosotros. Hay, algo sin embargo que es capaz de irritar o no alcanzará nunca a una persona: y es un piano.

Albertina me había hecho anotar las fechas en que debía ausentarse e ir a casa de sus amigas por algunos días, y me había hecho anotar también su dirección, por si la necesitaba una de esas noches, porque ninguna habitaba demasiado lejos. Por eso, para encontrarla de muchacha en muchacha, se anudaron naturalmente en torno a ella lazos de flores. Me atrevo a confesar que muchas de sus amigas —aún no la quería— me brindaron en una playa u otra momentos de placer. Esas jóvenes compañeras benevolentes no me parecían muy numerosas. Pero últimamente he vuelto a pensar y sus nombres tornaron a mi memoria. Contaba que en esa sola estación, doce me concedieron sus frágiles favores. Un nombre se me apareció luego, lo que hizo trece. Tuve entonces algo como una crueldad infantil al detenerme en ese número. ¡Ay!, pensaba que había olvidado a la primera, Albertina, que ya no estaba y era la decimocuarta.

Había anotado los nombres y las direcciones de las muchachas en cuya casa podía encontrarla tal día que no estuviese en Incarville, para volver a tomar el hilo del relato, pero pensé que podía aprovechar más bien esos días para ir a casa de la señora de Verdurin. Por otra parte, nuestros deseos respecto a distintas mujeres no siempre tienen la misma fuerza. Una noche no podemos vivir sin una, y después de eso, durante uno o dos meses no nos turbará en lo mínimo. Además, las causas de alternación que aquí no es el lugar adecuado para estudiar, después de las grandes fatigas carnales; la mujer cuya imagen obsesiona nuestra momentánea senilidad es una mujer a la que apenas besaríamos en la frente. En cuanto a Albertina, la veía apenas solamente las noches muy espaciadas en que no podía pasarme sin ella. Si tal deseo se apoderaba de mí cuando estaba demasiado lejos de Balbec para que Francisca pudiese llegar hasta allá, enviaba al ascensorista a Épreville, a la Sogne, a Sainti Richoux, pidiéndole que terminara su trabajo un poco antes. Entraba en el cuarto, pero dejaba la puerta abierta, porque, aunque atendiese concienzudamente su trabajo, que era muy duro, pues consistía en fregar y fregar desde las cinco de la mañana, no podía decidirse al esfuerzo de cerrar una puerta, y si uno le hacía notar que estaba abierta, se volvía y, haciendo un máximo esfuerzo, la empujaba levemente. Con el orgullo democrático que lo caracterizaba y al que no llegan en las carreras liberales los miembros de profesiones algo numerosas, abogados, médicos, hombres de letras que llaman solamente a otro abogado, hombre de letras o médico: «Mi cofrade», él, usando con razón un término reservado a los cuerpos restringidos como las academias, por ejemplo, me decía al hablar de un botones que trabajaba, día por medio, de ascensorista: «Voy a ver si me reemplaza mi colega». Ese orgullo no le impedía aceptar remuneraciones para mejorar lo que llamada su estipendio, por sus diligencias, lo que lo había hecho odiar por Francisca: «Sí; la primera vez que lo ve uno le daría a Dios sin confesión; pero hay días en que es tan educado como una puerta de presidio. Son todos unos aprovechadores», categoría en la que había clasificado tan a menudo a Eulalia y donde, ¡ay!, por todas las desgracias que debía acarrear algún día, ya clasificaba a Albertina, porque me veía pedirle a mamá, para mi amiga poco afortunada chucherías y tonterías; lo que Francisca consideraba inexcusable, porque la señora de Bontemps no tenía más que una sirvienta para todo quehacer. Pronto, el ascensorista que se había sacado lo que yo hubiese llamado su librea y él llamaba su túnica, aparecían con sombrero de paja y bastón, cuidando su andar y el cuero erguido, porque su madre le había recomendado que no tomara nunca el estilo obrero o botones. Por lo mismo que, gracias a los libros, la ciencia es accesible a un obrero que ya no es obrero cuando ha terminado su trabajo, la elegancia, gracias a su sombrero de paja y al par de guantes, se hacía accesible al ascensorista, que ya que no conducía más clientes por la noche, se creía como el joven cirujano que se ha quitado su blusa o el sargento de caballería Saint-Loup sin uniforme, convertido en un perfecto hombre de mundo. No dejaba, por otra parte, de tener ambiciones ni tampoco talento pare manejar su jaula y no dejarlo a uno entre dos pisos. Pero su lenguaje era defectuoso. Creía en su ambición, porque al hablar del portero, de quien dependía, decía: «Mi portero», con el mismo tono que un hombre que poseyera en París lo que el botones hubiese llamado «un hotel particular», hablaría de su portero. En cuanto al lenguaje del ascensorista, es curioso que alguien que oía llamar a los clientes cincuenta veces por día: «Ascensor», no dijese nunca sino accensor. Algunas cosas de ese ascensorista eran sumamente fastidiosas; aunque se lo hubiese dicho, me interrumpía con una locución: «¡No me diga!», o «¿Se da cuenta?», que parecía significar, o bien que mi observación era tan evidente que cualquiera la hallada, o bien que todo el mérito recala sobre él, como si fuera él quien atrajese mi atención. «¡No me diga!», o «¿Se da cuenta?», dichos con la mayor energía, volvían cada dos minutos a su boca, por cosas que no hubiera sospechado nunca, lo que me irritaba tanto que inmediatamente me ponía a decir lo contrario para demostrarle que no entendía nada. Pero a mi segundo aserto, aunque inconciliable con el primero, no dejaba de contestar: «¡No me diga!». «¿Se da cuenta?», como si esas palabras fuesen inevitables. Le perdonaba difícilmente que emplease ciertos términos de su oficio que por eso hubiesen sido muy convenientes al propio, sólo que en sentido figurado, lo que les daba una intención ingeniosa bastante tonta, por ejemplo, el verbo pedalear. Nunca lo usaba cuando había hecho una diligencia en bicicleta. Pero si yendo a pie se había apurado para llegar puntualmente, al significar que había andado ligero, me decía: «¡Usted se imagina si habrá pedaleado uno!». El ascensorista era más bien pequeño, mal constituido y bastante feo, lo que no impedía que cada vez que se le hablaba de un joven alto, esbelto y fino, dijese: «¡Ah, sí, ya sé! Uno que tiene mi altura». Y un día que esperaba una contestación suya, cuando subieron por la escalera al oír ruido de pasos, había abierto con impaciencia la puerta de mi cuarto y visto un botones hermoso como Endimión, con rasgos increíblemente perfectos, que venía en busca de una señora que yo no conocía. Cuando volvió el ascensorista, al decirle con qué impaciencia esperaba su respuesta, le conté que creí que él era quien subía, pero que resultó ser un botones del hotel de Normandía. «¡Ah, sí!, ya sé quién es —me dijo—; no hay más que uno: un muchacho de mi estatura. De cara también se me parece tanto, que podrían confundirnos; parece mi hermano, por completo». En fin, quería aparentar haber comprendido todo desde el primer segundo, lo que hacía que apenas le recomendaba uno alguna cosa, dijese: «Sí, sí, si; sí, sí, comprendo perfectamente», con una nitidez y un tono inteligente que me ilusionaron algún tiempo; pero las personas, a medica que uno las conoce, son como un metal sumergido en una mezcla corrosiva, y uno les ve perder poco a poco sus cualidades (como así también sus defectos). Antes de hacerle mis recomendaciones, vi que habla dejado abierta la puerta; se lo hice notar temiendo que nos hubieran oído; accedió a mi deseo y volvió una vez que hubo disminuido la abertura. «Es para complacerlo, pero en el piso no hay nadie más que nosotros». Enseguida oí pasar, una, luego dos, luego tres personas. Eso me molestaba a causa de la posible indiscreción; pero, sobre todo, porque veía que no lo asombraba en lo mínimo y que lo suponía un vaivén normal. «Sí, es la mucama de al lado, que viene a buscar sus cosas. ¡Oh, no tiene importancia! Es el sumiller que sube las llaves. No, no, no es nada, puede usted hablar; es mi colega que toma servicio». Y como los motivos que tenían todos para pasar no disminuían mi fastidio porque me escuchasen, ante una orden formal fue, no a cerrar la puerta lo que hubiese estado más allá de las fuerzas de ese ciclista que deseaba una moto, sino a entornarla algo más. «Así estamos perfectamente tranquilos». Tanto lo estábamos, que una americana entró y se retiró disculpándose por haberse equivocado de cuarto. «Usted va a traerme a esa muchacha —le dije después de haber golpeado yo mismo la puerta con todas mis fuerzas (lo que acercó a otro botones que se cercioró si no había alguna ventana abierta)—. Recuerde bien: la señorita Albertina Simonet. Por otra parte, está en el sobre. No tiene más que decirle que viene de parte mía. Vendrá con gusto», agregué para alentarlo y no humillarme demasiado. «¡No me diga!». «Pero no, al contrario, no es nada natural que venga de buena gana. Es muy incómodo llegar hasta aquí desde Berneville». «Ya entiendo». «Usted le dirá que venga con usted». «Sí, sí, sí, sí, comprendo perfectamente», contestó con ese tono fino y preciso que había dejado hace ya tiempo de causarme buena impresión, porque yo sabía que era casi mecánico y encubría bajo su aparente nitidez, mucha vaguedad y tontería. «¿A qué hora volverá?». «No tardaré mucho tiempo —decía el ascensorista, que, llevando al extremo la regla promulgada por Bélise de evitar la reiteración de partículas negativas, se contentaba siempre con una sola negativa—. Puedo ir sin ninguna dificultad. Precisamente han sido suprimidas las salidas hace un rato porque había un salón de veinte cubiertos para un almuerzo. Y ahora me tocaba sacar a relucir el hace un rato. Es justo que salga un poco esta noche. Tomo la bici. Así volveré más pronto». Y una hora después llegaba diciendo: «El señor ha esperado bastante, pero esa señorita viene conmigo. Está abajo». «¡Ah, gracias! El portero no se enfadará conmigo». «¿El señor Pablo? Ni siquiera sabe adónde he ido. Ni el jefe de puerta tiene nada que decir». Pero una vez que le había dicho: «Es necesario, de todas maneras, que la traiga usted», me dije sonriendo: «Usted sabe que no la encontré. No está ahí». Y no pude quedarme más tiempo; temía ser como mi colega, a quien despidieron del hotel (porque el ascensorista que decía volver a entrar para una profesión en que se entra por primera vez, me gustaría volver a entrar en los correos, por compensación o para suavizar la cosa si se trataba de él o insinuarlo más suave o más pérfidamente si se trataba de otro, suprimía la reiteración y decía: “Sé que ha sido despachado”). No sonreía por maldad, sino a causa de su timidez. Creía aminorar la importancia de su falta tomándola en broma. Lo mismo, si me había dicho: «Usted sabe que no la he encontrado», no es porque creyese que ya lo supiera. Al contrario, no dudaba de que yo lo ignoraba, y eso especialmente lo espantaba. Por eso decía usted lo sabe, para evitarse a sí mismo las angustias que sufriría al pronunciar las frases destinadas a hacérmelo saber. Uno no debiera nunca enojarse contra aquellos que, sorprendidos en falta por nosotros se ponen sarcásticos. Lo hacen, no porque se burlen, sino porque los aterra que pudiéramos estar descontentos. Demostremos una gran compasión; atestigüemos una gran dulzura a los que se ríen. Semejante a un verdadero ataque, la turbación del ascensorista le había acarreado, no solamente una rojez apoplética, sino una alteración del lenguaje convertido súbitamente en familiar. Terminó por explicarme que Albertina no estaba en Épreville, que no iba a volver hasta las nueve y que si a veces —lo que quería significar por casualidad—, volvía más temprano, le darían la nota y estaría conmigo, en todo caso, antes de la una de la mañana.

Por otra parte, no fue la noche en que comenzó a tomar cuerpo mi cruel desconfianza. No, para decirlo de una vez, y aunque el hecho sólo tuviese lugar algunas semanas más tarde, se originó en una observación de Cottard. Ese día Albertina y sus amigas me querían arrastrar al casino de Incarville, y para suerte mía no me hubiese reunido con ellas (ya que deseaba visitar a la señora de Verdurin, que me había invitado en distintas oportunidades) de no detenerme en el mismo Incarville una avería del tranvía, para cuya reparación se necesitaría cierto tiempo. Caminando de largo a largo mientras esperaba que se obviase el inconveniente, me encontré de manos a boca con el doctor Cottard, que había venido a Incarville para una consulta. Como no contestara ninguna de mis cartas, casi vacilé al saludarlo. Pero la amabilidad no se manifiesta del mismo modo en todas las personas. Ya que la educación no lo sujetara a las mismas reglas fija: de cortesía de la gente de sociedad, Cottard estaba lleno de buenas intenciones que uno ignoraba y negaba hasta el día en que tenía oportunidad de manifestarlas. Se disculpó; había recibido efectivamente mis cartas y señalado mi presencia a los Verdurin, que tenían muchas ganas de verme y a quienes me aconsejaba visitara. Hasta quería acompañarme esa misma noche, porque volvería a tomar el trencito local para cenar con ellos. Como yo vacilaba y él tenía aún para rato con su tren, y ya el desperfecto era bastante largo de arreglar, lo hice entrar en el pequeño casino, uno de los que me habían parecido tan tristes la noche de mi primera llegada, lleno ahora con el bullicio de las muchachas, que, a falta de compañeros, bailaban entre ellas. Andrea se me acercó resbalando, y lo estaba a punto de partir al instante con Cottard, hacia la casa de los Verdurin, cuando de pronto rechacé definitivamente su ofrecimiento debido al muy vivo deseo de quedarme con Albertina. Es que acababa de oír su risa. Y esa risa evocaba las rosadas encarnaciones, los perfumados tabiques contra los cuales parecía que acabara de restregarse y de los que, acre, sensual y revelador como el perfume del geranio, se dijera que llevaba con él algunas partículas casi ponderables, irritantes y secretas.

Una de las muchachas que yo no conocía se sentó al piano, y Andrea le pidió a Albertina que valsara con ella. Feliz al pensar que me quedaría con ellas en el pequeño casino, le hice notar a Cottard lo bien que bailaban. Pero él, desde el punto de vista específico del médico y con una descortesía que no tomaba en cuenta que conocía yo a esas muchachas, a las que sin embargo, debió verme saludar, me contestó: «Sí, pero son muy imprudentes esos padres que dejan adquirir a sus hijas semejantes costumbres. En verdad, no permitiría a las mías que vinieran aquí. ¿Son bonitas por lo menos? No veo sus rasgos. En efecto, mire —agregó, indicándome a Albertina y Andrea, que valsaban lentamente apretadas entre sí—, he olvidado mis anteojos y no veo muy bien, pero están seguramente en pleno goce. No se sabe hasta qué punto las mujeres lo experimenta particularmente en los senos. Y vea usted, los de ellas se rozan por completo». Efectivamente, no había cesado el contacto entre los de Andrea y Albertina. No sé si oyeron o adivinaron la observación de Cottard, pero se desprendieron levemente, aunque siguieron valsando. Andrea le dijo en ese momento unas palabras a Albertina, y esta se rio con la misma risa profunda y penetrante que acababa de oír. Pero la turbación que me comunicó ahora no fue sino más cruel; Albertina parecía enseñar y hacerle comprobar a Andrea cierto estremecimiento voluptuoso y secreto. Sonaba como los primeros o los últimos acordes de una fiesta desconocida. Volví a partir con Cottard, conversando distraídamente con él y pensando sólo a ratos en la escena que acababa de ver. Y no es que me interesara la conversación de Cottard. Hasta se había agriado en ese instante, porque acabábamos de advertir al doctor du Boulbon, que no nos vio. Había venido a pasar una temporada del otro lado de la bahía de Balbec, donde muy a menudo se lo consultaba. Y, aunque Cottard solía afirmar que no practicaba la medicina durante las vacaciones, pensó procurarse en esa costa una clientela seleccionada, a lo que ponía obstáculos du Boulbon. Naturalmente, el médico de Balbec no podía molestar a Cottard. Sólo era un médico muy concienzudo que lo sabía todo y a quien no podía hablársele de la menor picazón sin que enseguida le indicase a uno, con una fórmula complicada, la pomada, loción o linimento que convenía. Como decía María Gineste en su lindo lenguaje; sabía encantar las heridas y las llagas. Pero no tenía ninguna cultura. Le había causado un efectivo pequeño disgusto a Cottard. Desde que quiso cambiar su cátedra por la de terapéutica, este se había especializado en intoxicaciones. Las intoxicaciones, peligrosa innovación de la medicina que sirve para renovar las etiquetas de los farmacéuticos cuyos productos se declaran de ningún modo tóxicos y aun antitóxicos, al contrario de las drogas similares. Es la propaganda de moda; apenas si sobrevive, debajo y en letras ilegibles, como rastro de una moda anterior, la seguridad de que el producto ha sido cuidadosamente esterilizado. Las intoxicaciones también sirven para tranquilizar al enfermo, que se entera con alegría de que su parálisis no es más que un malestar tóxico. Sucedió que un gran duque había ido a pasar algunos días en Balbec, y como se le hinchó extraordinariamente un ojo, llamó a Cottard, quien a cambio de varios billetes de cien francos (el profesor no se molestaba por menos) señaló como causa de la inflamación un estado tóxico e indicó un régimen antitóxico. Como el ojo no se desinflamaba el gran duque recurrió al médico habitual de Balbec, que en cinco minutos le extrajo una mota de polvo. Al día siguiente no había ni rastros. Un rival más peligroso, sin embargo, era una eminencia en enfermedades nerviosas. Hombre rubicundo y alegre, tanto porque la frecuentación de la decadencia nerviosa de los demás no le impedía tener una salud a toda prueba, para tranquilizar a sus enfermos con la risa estrepitosa de sus buenos días y su hasta luego, aunque más tarde sus brazos de atleta ayudaran a colocarles el chaleco de fuerza. Sin embargo, en cuanto se conversaba con él en sociedad, así fuese de politice o de literatura, lo escuchaba a uno con atenta benevolencia, pareciendo decir: «¿De qué se trata?», sin definirse enseguida, como si se refiriese a una consulta. Pero, en resumidas cuentas, sea cual fuere su talento, era un especialista. Por lo que toda la ira de Cottard recaía sobre du Boulbon. Por otra parte, pronto me alejé del profesor amigo de los Verdurin para volver a él prometiéndole visitarlos cuanto antes.

El daño que me causaran sus palabras con respecto a Albertina y Andrea era profundo, pero no experimenté los peores sufrimientos al principio, como sucede con esos envenenamientos que no obran sino al tiempo.

A pesar de las seguridades del ascensorista Albertina no había venido esa noche en que él la fuera a buscar. Es verdad que los encantos de una persona son un motivo menos frecuente del amor que una frase por el estilo: «No, no estaré desocupada esta noche». Uno, si está con amigos, ni escucha esa frase; sigue alegre durante toda la tarde y no se ocupa de cierta imagen; mientras tanto está sumergida en la mezcla necesaria; encuentra al volver el clisé revelado y perfectamente claro. Se advierte que la vida ya no es esa vida que hubiéramos abandonado la víspera por una insignificancia, porque si bien se sigue sin temor a la muerte; ya no se atreve a pensar uno, en la separación.

Por otra parte, a partir, no de la una de la mañana (hora determinada por el ascensorista), sino de las tres, ya no tuve como antes el sufrimiento de sentir que disminuían mis probabilidades de que llegara. La certeza de que ya no llegaría me trajo frescura y una calma completa; esa noche era sencillamente una noche como tantas en que no la veía; de ahí arrancaba. Y entonces, destacándose sobre ese aniquilamiento aceptado, se me hacía dulce pensar que la vería al día siguiente o en otros días. A veces, en esas noches de espera la angustia se debe a un medicamento que uno ha tomado. Interpretado erróneamente por el que sufre, cree sentir ansiedad por la que no llega. El amor nace en tales ocasiones como algunas enfermedades nerviosas se originan en la explicación inexacta de un penoso malestar. Explicación que no conviene rectificar, por lo menos en lo que concierne al amor, sentimiento que (sea cual fuere su causa) es siempre equivocado.

Al día siguiente, cuando me escribiera Albertina que acababa de volver a Épreville —no había recibido, por consiguiente, mi carta a tiempo y vendría a verme por la noche, si yo lo permitía—, tras las palabras de su carta, como detrás de las que me dijera cierta vez por teléfono, creí advertir la presencia de placeres y seres que me habían suplantado. Una vez más me agitó por entero la dolorosa curiosidad de saber qué habla podido hacer, y por el amor latente que uno lleva siempre en sí, crol por un momento que me ataría a Albertina, pero se conformó con estremecerse ahí mismo y sus últimos rumores se apagaron sin que se hubiera puesto en marcha.

Había comprendido equivocadamente durante mi primera permanencia en Balbec el carácter de Albertina, y quizás Andrea hiciera como yo. Había creído en la frivolidad, pero no sabía si todas nuestras súplicas bastarían para retenerla y hacerle abandonar un garden-party, un paseo en burro, o un picnic. En mi segunda estada en Balbec, sospeché que esa frivolidad no era más que apariencia y el garden-party otra cosa que un biombo, ya que no un invento. Bajo distintas formas sucedía lo siguiente (entiendo las cosas vistas por mí, del lado mío del vidrio que no era absolutamente trasparente y sin que pudiese saber cuánta verdad había en el otro lado): Albertina me prodigaba las más apasionadas protestas de ternura. Miraba la hora porque debía visitar a una señora que, según parece, recibía diariamente en Infreville a las cinco. Atormentado por una sospecha y sintiéndome, por otra parte, indispuesto, le pedía a Albertina, le suplicaba que se quedara conmigo. Era imposible (y no tenía ya ni cinco minutos libres) porque se disgustarla esa señora poco hospitalaria, susceptible y fastidiosa, según Albertina. «Pero uno puede dejar de hacer una visita por una vez». «No, mi tía me enseñó que ante todo había que ser educada». «¡La he visto tantas veces desatenta!…». «Vaya, no es lo mismo; esa señora me guardada rencor y me causaría disgustos con mi tía. No estoy en tan buenas relaciones con ella como para eso. Insiste en que vaya a verla una vez». «Pero si recibe todos los días». Ahí, Albertina advertía que sé había cortado y modificaba el motivo. «Se entiende que recibe todos los días; pero hoy me he citado en su casa con unas amigas. Así nos aburriremos menos». «Entonces, Albertina, ¿prefiere a la señora y sus amigas en mi lugar, ya que para no arriesgar una visita algo aburrida prefiere dejarme solo, enfermo y desalentado?». «Me daría lo mismo que la visita fuera aburrida; pero es por ellas. Las traeré en mi carricoche. Sin eso no tendrían ningún medio de trasporte». Le hacía notar a Albertina que había en Infreville trenes hasta las 10 de la noche. «Es verdad. Pero ¿sabe usted?, es probable que nos pidan que nos quedemos a cenar. Es muy hospitalaria». «Y bueno, rechace usted». «Volveré a disgustar a mi tía». «Por otra parte, usted puede cenar y tomar el tren de las diez». «Es un poco demasiado justo». «Entonces nunca podría cenar afuera y volver con el tren. Pero mire, Albertina, vamos a hacer una cosa muy sencilla, siento que el aire me hará bien: ya que usted no puede dejar a la señora, voy a acompañarla hasta Infreville. No tema nada: no llegaré hasta la torre de Isabel (la casa de la señora), no veré a la señora ni a sus amigas». Albertina parecía haber recibido un golpe tremendo. Se le entrecortaba la voz. Dijo que los baños de mar no la favorecían. «¿Le molesta que la acompañe?». «¿Pero cómo puede decir semejante cosa? Demasiado sabe que mi mayor placer consiste en salir con usted». Se había producido un brusco viraje. «Ya que iremos a pasear —me dijo ella—, ¿por qué no vamos del otro lado de Balbec? Cenaríamos juntos. ¡Sería tan lindo! En el fondo, esta costa es mucho más hermosa. Ya empieza a aburrirme Infreville y, por otra parte, todos esos rinconcitos de color espinaca». «Pero se le enojará la amiga de su tía, si usted no va a verla». «Y bueno, tendrá que desenojarse». «No, no conviene disgustar a la gente». «Ni se dará cuenta; recibe todos los días; aunque vaya mañana pasado mañana, dentro de ocho días o dentro de quince, siempre estará bien». «¿Y sus amigas?». «¡Oh!, bastante me han hecho esperar. Ahora me toca a mí». «Pero del lado que me propone usted, ya no hay tren después de las nueve». «¿Y qué tiene? Las nueve; perfecto. Además, no hay que dejarse detener nunca por la vuelta. Siempre podré encontrar un coche, una bicicleta, y a falta de todo, para eso tenemos piernas». «Siempre se encuentra, Albertina, si le parece. Todavía del lado de Infreville, donde las pequeñas estaciones de madera están pegadas unas a otras. Pero del lado de… ya no es lo mismo». «Aun de ese lado. Prometo traerlo a usted sano y salvo». Advertía que Albertina estaba renunciando por mí a algo ya planeado que no quería decirme, y alguien sufriría como yo. Al ver que ya no era posible lo que había querido, puesto que deseaba acompañarla, renunciaba francamente. Sabía que no era irremediable. Porque, como todas las mujeres que tienen varias cosas en su existencia, poseía ese punto de apoyo que nunca falla: la duda y los celos. Es verdad que no trataba de excitarlos; al contrario. Pero los enamorados son tan desconfiados que perciben muy pronto la mentira. De manera que Albertina no era mejor que otra y sabía por experiencia (sin adivinar para nada que eso se lo deba a los celos) que podía estar segura de volver a encontrar a aquella gente que hubiera abandonado una noche. La persona desconocida que había dejado por mí, sufriría; la amaría aún más (Albertina no sabía que era por eso), y para no seguir sufriendo volvería por propio impulso hacia ella, como lo hubiera hecho yo. Pero no quería ni apenar, ni cansarme, ni entrar por la vía terrible de las investigaciones, de la vigilancia multiforme e innumerable. «No, Albertina; no quiero echar a perder sus diversiones; vaya usted a visitar a esa señora de Infreville o a casa de la persona que oculta, me da lo mismo. La verdadera causa por la que no la acompaño es que usted no lo desea, y el paseo que daría conmigo no es el que quisiera hacer. La prueba es que se contradijo usted más de cinco veces sin advertirlo». La pobre Albertina temió que sus contradicciones, que no había reparado, fuesen más graves. No sabiendo exactamente cuáles habían sido sus mentiras: «Es muy posible que me haya contradicho. El aire del mar me quita todo razonamiento. A cada rato digo un nombre por otro». Y (lo que me probó que no hubiera necesitado ahora muchas dulces afirmaciones para que la creyese) experimenté el sufrimiento de una herida al oír esa confesión de lo que apenas había supuesto. «Y bueno, de acuerdo, me voy —dijo ella con un tono trágico, sin dejar de mirar para saber si estaba atrasada con el otro, ahora que yo le proporcionaba el pretexto de no quedarse conmigo durante esa velada—. Usted es demasiado malo. Lo cambio todo para pasar una buena velada con usted y es usted el que no quiere, y me señala mentiras. Nunca lo había visto tan cruel hasta ahora. El mar será mi tumba. No volveré a verlo nunca. (Al oír estas palabras latió mi corazón aunque estuviese seguro de que volvería al día siguiente, como sucedió). Me ahogaré, me arrojaré al agua». «Como Safo». «Un insulto más: ya no sólo duda de lo que digo, sino de lo que hago». «Pero, hijita, le juro que no ponía ninguna intención; usted sabe que Safo se precipitó al mar». «Sí, sí, ya no me tiene usted ninguna confianza».

Vio que eran menos veinte en el reloj; temió no llegar a tiempo para lo que tenía que hacer, y eligiendo el más breve de los adioses (del que se disculpó, por otra parte, viniendo al día siguiente; tal vez al día siguiente la otra persona no estaba libre), huyó a la carrera gritando: «Adiós para siempre», desesperadamente. Y quizás estaba desesperada. Porque como en ese momento sabía lo que estaba haciendo mejor que yo, más severa y más indulgente a la vez para ella misma de lo que yo lo era, puede que de cualquier manera dudase si no quisiera volver a recibirla después de la manera como me había dejado. Y creo que tenía tal apego por mí al extremo que la otra persona era más celosa que yo mismo.

Algunos días más tarde, en Balbec, cuando estábamos en la sala de baile del casino, entraron la hermana y la prima de Bloch, que se habían puesto muy bonitas ambas, pero a las que ya no saludaba debido a mis amigas, porque la menor, la prima, vivía a sabiendas de todos con la actriz que conociera durante mi primera permanencia. A una alusión que yo hiciera a media voz sobre el asunto, Andrea me dijo: «¡Oh!, en cuanto a eso yo soy como Albertina: nada nos horroriza tanto». En cuanto a Albertina, empezando a conversar conmigo en el sofá en que estábamos sentados, había vuelto la espalda a las dos muchachas mal afamadas. Sin embargo, yo había notado que antes de ese movimiento, cuando aparecieron la señorita Bloch y su prima, pasó por los ojos de mi amiga esa atención brusca y profunda que a veces daba un aspecto serio al rostro de la traviesa muchacha; hasta grave, y la dejaba luego entristecida. Pero Albertina había desviado enseguida hasta mí sus miradas, que continuaron, sin embargo, singularmente inmóviles y soñadoras. La señorita Bloch y su prima acabaron por irse después de haber reído fuerte y gritado en forma muy poco conveniente, y le pregunté a Albertina si la rubiecita (la amiga de la actriz) no era la misma que premiaran el día anterior en la carrera para coches de flores. «¡Ah!, no sé» —dijo Albertina—. «¿Hay una rubia? Le diré que no me interesan mucho, no las he mirado nunca». «¿Acaso hay una rubia?», preguntó con un tono interrogativo y despejado a sus tres amigas. Refiriéndose a personas que Albertina encontraba a diario en el dique, esa ignorancia me pareció excesiva para no ser fingida. «No parecen mirarnos mucho a la verdad», dije a Albertina, quizás en el supuesto de que no encaraba, sin embargo, de manera consciente que Albertina amase a las mujeres, para sacarle todo remordimiento al demostrarle que no habla despertado la atención de estas y que, en términos generales, no es lo habitual, aun para las más viciosas, que se preocupen de las muchachas que no conocen. «¡No nos han mirado! —contestó aturdidamente Albertina—. No han hecho otra cosa en todo el tiempo». «Pero no puede saberlo —le dije—; les daba usted la espalda». «¡Ah, sí!, ¿y esto?», me contestó enseñándome un espejo grande embutido en la pared de enfrente que yo no advirtiera y sobre el cual comprendía ahora que mi amiga no había dejado de fijar sus hermosos ojos llenos de preocupaciones, mientras me hablaba.

A partir del día en que Cottard entrara conmigo en el pequeño casino de Incarville, sin compartir la opinión que había emitido, Albertina ya no me pareció la misma; su presencia me encolerizaba. Hasta yo había cambiado al punto de parecerme distinta. Había dejado de quererla; en su presencia y fuera de su presencia cuando se lo pudieran contar, hablaba de ella del modo más sangriento. Había treguas, sin embargo. Un día yo supe que Albertina y Andrea habían aceptado una invitación a casa de Elstir. Seguro de que fuese en consideración a lo que podrían divertirse a la vuelta como colegialas imitando a las muchachas poco recomendables para encontrar en ello un placer inconfesado de vírgenes que me apenaba, sin anunciarme, para molestarlas y privar a Albertina del placer con que contaba, llegué de improviso a lo de Elstir. Pero no encontré más que a Andrea. Albertina había elegido un día en que fuera su tía. Entonces me decía que Cottard debió equivocarse; se prolongaba la impresión favorable que me produjera la presencia de Andrea sin su amiga y mantenía en mí disposiciones más dulces frente a Albertina. Pero no duraban mucho más que la frágil salud de esas personas delicadas capaces de mejorías transitorias y que por cualquier cosa vuelven a enfermarse. Albertina incitaba a Andrea a juegos que, sin ir muy lejos, no eran quizás del todo inocentes; sufría yo con esa sospecha y acababa por alejarla. Apenas estaba curado, renacía bajo otra forma. Acababa de ver a Andrea en uno de esos graciosos movimientos que le eran propios: poner mimosamente su cabeza en el hombro de Albertina y besarla en el cuello entrecerrando los ojos; o habían cambiado una mirada; se le había escapado una palabra a alguien que las había visto yendo a bañarse solas, pequeñas insignificancias como las que flotan habitualmente en la atmósfera ambiente, donde la mayor parte de la gente las absorbe durante todo el día sin que sufra por ello su salud o se altere su humor, pero que son mórbidas y generadoras de sufrimientos para un ser predispuesto. A veces, aun sin haber vuelto a ver a Albertina, sin que nadie me hubiese hablaba de ella, encontraba en mi memoria una actitud de Albertina junto a Gisela, que entonces me pareciera inocente; bastaba ahora para destruir la tranquilidad que había podido encontrar; ya no necesitaba respirar afuera gérmenes peligrosos, como hubiera dicho Cottard: me había intoxicado yo mismo. Pensaba entonces en todo lo que supe del amor de Swann por Odette, y de qué manera Swann había sido engañado toda su vida. En el fondo, si quiero pensar en ello, fue el recuerdo y la idea fija del carácter de la señora de Swann, tal como me lo habían contado, la hipótesis que poco a poco me hizo reconstruir todo el carácter de Albertina e interpretar dolorosamente cada instante de una vida que no podía controlar por entero. Esos relatos contribuyeron a que en el porvenir mi imaginación hiciese el juego de suponer que Albertina, en lugar de ser una joven buena, pudiese tener la misma inmoralidad y la misma facultad de engaño que una antigua mujer de mala vida y pensaba en todos los sufrimientos que me esperaban en ese caso si hubiera debido amarla. Un día nos habíamos reunido sobre el dique, ante el Gran Hotel; acababa de dirigirle las palabras más duras y humillantes a Albertina, y Rosamonde decía: «¡Vaya que ha cambiado usted con ella! Antes todo era para ella, ella era la que tenía las riendas, y ahora no sirve ni para que se la coman los perros». Yo, para hacer resaltar aún más mi actitud frente a Albertina estaba dirigiendo todas las amabilidades posibles a Andrea, la que, si bien atacada por el mismo vicio, me parecía más disculpable, porque estaba enferma y neurasténica en momento en que vimos desembocar la calesa de la señora de Cambremer al trotecito de sus dos caballos, por la calle perpendicular al dique en cuyo ángulo estábamos situados. El presidente primero, que se adelantaba hacia nosotros en ese momento, se apartó de un salto para que no lo vieran en nuestra compañía; luego, cuando creyó que las miradas de la marquesa podían cruzarse con las suyas, se inclinó con un inmenso sombrerazo. Pero el coche, en lugar de continuar como parecía probable, desapareció tras la entrada del hotel. Habrían transcurrido unos diez minutos cuando el ascensorista, sofocado, vino a avisarme: «Es la marquesa de Camembert que viene a verlo al señor. Subí al cuarto, busqué en el salón de lectura y no podía encontrarlo al señor. Por suerte se me ocurrió mirar en la playa». Apenas acababa su relato cuando, seguida por su nuera y un señor muy ceremonioso, la marquesa se adelantó hasta mí, volviendo seguramente de una reunión o de un té en la vecindad y menos agobiada por el peso de la vejez que por la cantidad de objetos de lujo con los que creía más amable y más digno de su rango cubrirse para parecerle lo más vestida posible a la gente que venía a verla. Era, en resumen, ese desembarco de los Cambremer que tanto temía mi abuela antes cuando quería que no le hiciéramos saber a Legrandin que iríamos quizás a Balbec. Entonces mamá se reía de los temores inspirados por un acontecimiento imposible según ella. Y he aquí que se producía, sin embargo, pero por otros caminos y sin que interviniese Legrandin en absoluto. «¿Puedo quedarme, si no lo molesto? —me preguntó Albertina, en cuyos ojos apuntaban algunas lágrimas debido a las cosas crueles que acababa de decirle, lo que noté no sin regocijo, aunque disimulándolo—. Tendría que decirle algo». Un sombrero de plumas con un alfiler de zafiros estaba puesto de cualquier modo sobre la peluca de la señora de Cambremer, como una insignia cuya exhibición era necesaria pero suficiente; la elegancia convencional y la inmovilidad inútil. A pesar del calor, la buena señora se había revestido con una mantilla de azabache, semejante a una dalmática, por encima de la que colgaba una estola de armiño cuyo aspecto parecía vincularse, no a la temperatura y la estación, sino al carácter de la ceremonia. Y sobre el pecho de la señora de Cambremer, una corona de baronesa colgada de una cadenita pendía a la manera de una cruz pectoral. El señor era un célebre abogado de París, de familia nobiliaria, que había ido a pasar tres días en casa de los Cambremer. Era uno de esos hombres a quienes su consumada experiencia profesional hace despreciar un poco su profesión y que dicen, por ejemplo: «Yo sé que actúo bien, por eso ya no me divierten mis defensas»; o bien: «Ya no me interesa operar; sé que opero bien». Inteligentes, artistas, ven brillar en torno a su madurez vigorosamente rentada por el éxito, esa inteligencia, esa naturaleza de artista que les reconocen sus colegas y que les concede una aproximación de gusto y discernimiento. Se apasionan por la pintura, no de un gran artista, sino de un artista sin embargo muy distinguido y en la compra de cuyas obras emplean las grandes ganancias que les procura su carrera. El Sidaner era el artista elegido por el amigo de los Cambremer, quien, por otra parte, resultaba muy agradable. Hablaba bien de los libros, pero no de los que escribieran los verdaderos maestros, de los que se han domado. El único defecto molesto que ofrecía ese aficionado era que empleaba algunas frases hechas de un modo permanente; por ejemplo: «en la mayor parte», lo que daba a aquello de que quería hablar un tono importante e incompleto. La señora de Cambremer había aprovechado —me dijo— una reunión que algunos amigos ofrecieran cerca de Balbec para venir a verme como me lo prometiera Roberto de Saint-Loup. «Usted sabe que pronto llegará para pasar unos días. Su tío Charlus está de vacaciones en casa de su cuñada, la duquesa de Luxemburgo y el señor de Saint-Loup para saludar a su tía y a la vez volver a ver su antiguo regimiento donde lo quieren y lo estiman mucho. Recibimos a menudo a oficiales que nos hablan de él con infinitos elogios. ¡Qué amable sería si los dos nos dieran el gusto de venir a Féterne!». Le presenté a Albertina y sus amigas. La señora de Cambremer nos nombró a su nuera. Esta, helada con los pequeños nobles que le obligaba a frecuentar la vecindad de Féterne, tan llena de reserva por temor a comprometerse, me extendió, al contrario, la mano con una sonrisa radiante, segura y alegre ante un amigo de Roberto de Saint-Loup, de quien este que conservaba más fineza mundana de lo que deseaba trasparentar, le había dicho estaba muy ligado con los Guermantes. Así, al contrario de su suegra la señora de Cambremer, tenía dos cortesías infinitamente distintas. Me hubiese concedido a lo sumo la primera, seca e insoportable, de haberla conocido por intermedio pie su hermano Legrandin. Pero para un amigo de los Guermantes no le alcanzaban las sonrisas. La pieza del hotel más cómoda para recibo era el salón de lectura ese lugar antaño tan terrible en el que entraba ahora diez veces por día, saliendo con desenvoltura, como un amo, como esos locos pacíficos y pensionistas por tanto tiempo de un asilo, que el médico acaba por entregarles la llave. Por eso ofrecí acompañar a la señora de Cambremer. Y como ese salón ya no me inspiraba timidez ni me ofrecía encanto porque, el rostro de las cosas cambia para nosotros como el de las personas, le hice esa propuesta sin ninguna turbación. Pero la rechazó, prefiriendo permanecer afuera, y nos sentamos al aire libre, en la terraza del hotel. Encontré y recogí un volumen de Madame de Sévigné que mamá no había tenido tiempo de llevar en su fuga precipitada, cuando supo que me llegaban visitas. Temía tanto como mi abuela esas invasiones de extraños, y por temor a no saber escaparse si la asediaban, huía con una rapidez que nos inspiraba burlas a mi padre y a mí. La señora de Cambremer tenía en la mano, junto con el mango de su sombrilla, varias bolsas bordadas, un cofrecito, un bolso de oro del que colgaban hilos de granates y un pañuelo de puntillas. Me parecía que le hubiese resultado más cómodo dejarlos sobre una silla; pero yo advertía que era poco conveniente e inútil pedirle que abandonara los ornamentos de su jira pastoral y su sacerdocio mundano. Mirábamos el mar tranquilo en el que flotaban gaviotas dispersas como blancas corolas. A causa del nivel de simple medium a que nos rebaja la conversación mundana y también nuestro deseo de gustar no con nuestras cualidades ignoradas por nosotros mismos, sino con lo que creemos preferirán los que están con nosotros, me puse instintivamente a hablar a la señora de Cambremer, originariamente Legrandin, como pudiera haberlo hecho su hermano. «Tienen —dije al hablar de las gaviotas— una inmovilidad y una blancura de ninfeas». Y efectivamente, parecían ofrecer un blanco inerte a las pequeñas correntadas que las hamacaban a tal punto que estas, por contraste, parecían perseguirlas con alguna intención y cobrar vida. La marquesa anciana no se cansaba de alabar la espléndida vista del mar que teníamos en Balbec, y me envidiaba; ella, que desde la Raspeliére (que, por otra parte, no habitaba este año) no veía las aguas sino de muy lejos. Tenía dos costumbres singulares que participaban a la vez de su amor exaltado por las artes (especialmente la música) y de su insuficiencia dentaría. Cada vez que hablaba de estética, sus glándulas salivares —como las de algunos animales en el momento del celo— entraban en tal estado de hipersecreción que la desdentada boca de la anciana dejaba pasar por las comisuras de los labios, apenas cubiertos de bozo, algunas gotas que no estaban en su sitio. Enseguida las volvía a absorber con un gran suspiro, como alguien que recobra el ritmo de su respiración. En fin, si se trataba de una muy grande belleza musical, en su entusiasmo levantaba los brazos y profería algunos juicios sumarios, masticados enérgicamente y en caso necesario, nasales. Yo, efectivamente, no había pensado nunca que la vulgar playa de Balbec pudiese ofrecer una vista del mar, y las sencillas palabras de la señora de Cambremer cambiaban mis ideas a ese respecto. En cambio y se lo dije, siempre oí alabar el golpe de vista único de la Raspeliére, situada en la cima de una colina y en la que —en un gran salón con dos estufas— toda una hilera de ventanas mira, al fondo de los jardines, al mar hasta más allá de Balbec y la otra hilera al valle. «¡Qué amable es usted y qué bien dicho!: el mar entre las hojas. Es encantador, parecería… un abanico». Y yo oía por la respiración profunda destinada a tragar la saliva y secar el bigote, que el cumplido era sincero. Pero la marquesa originariamente Legrandin, se quedó fría para demostrar su desdén no por mis palabras, sino por las de su suegra. Por otra parte, no sólo despreciaba la inteligencia de esta, sino que lamentaba su amabilidad, temiendo continuamente que la gente no se hiciera una idea cabal de los Cambremer. «¡Y qué lindo es el nombre! —dije—. A uno le gustaría saber el origen de todos esos nombres». «En cuanto a ese, puedo decírselo —me contestó con dulzura, la anciana—. Se trata de una vivienda familiar de mi abuela Arrachepel. No es una familia ilustre, pero es una buena y muy antigua familia provinciana». «¡Cómo, poco ilustre! —interrumpió secamente su nuera—. Todo un vitral de la catedral de Bayeux contiene sus armas y la iglesia principal de Avranches encierra sus monumentos funerarios. Si esos nombres viejos lo divierten, llega usted con un año de atraso. Habíamos hecho designar para el curato de Criquetot, a pesar de todas las dificultades de un cambio de diócesis, al decano de una zona en la que personalmente tengo tierras, en Combray, muy lejos de aquí, donde el buen sacerdote sentía que se estaba poniendo neurasténico. Desgraciadamente el aire del mar no sentó a su mucha edad; aumentó su neurastenia y debió volver a Combray. Pero se entretuvo, mientras era vecino nuestro, consultando todas las antiguas cartas y escribió un folleto bastante curioso acerca de los nombres de la región. Además, eso le hizo tomar la mano, ya que, según parece, está ocupando sus últimos años en la redacción de una gran obra acerca de Combray y sus alrededores. Voy a enviarle su folleto acerca de los alrededores de Féterne. Un verdadero trabajo de benedictino. Leerá usted cosas muy interesantes sobre nuestra vieja Raspeliére, de la que mi suegra habla con excesiva modestia». «En todo caso —contestó la anciana señora de Cambremer—, este año ya no nos pertenece la Raspeliére; y no es nuestra. Pero uno advierte que usted tiene una naturaleza de pintor; debería dibujar y me gustaría sobremanera enseñarle a Féterne, que es mucho mejor que la Raspeliére». Porque desde que los Cambremer hablan alquilado esta última vivienda a los Verdurin, su posición dominante había dejado bruscamente de parecerles lo que había sido para ellos durante tantos años, es decir, con la ventaja única en la región de tener vista a un tiempo sobre el mar y el valle y en cambio les había proporcionado de golpe —y de contragolpe— el inconveniente de subir y bajar siempre para entrar y salir. En resumen, podía creerse que si la señora de Cambremer la alquilara, no era tanto para aumentar sus rentas como para que descansaran sus caballos. Y se declaraba encantada de poder poseer al fin por todo el tiempo el mar tan cerca, en Féterne; ella, que durante tanto tiempo, olvidando los dos meses que pasaba ahí, no lo veía sino desde lo alto y como en un panorama. «Lo descubro a mi edad —decía— ¡y cómo gozo! Me hace mucho bien. Alquilaría la Raspeliére gratis, con tal de verme obligada a habitar en Féterne».

«Para volver a temas más interesantes —repuso la hermana de Legrandin, que le decía mi madre a la vieja marquesa, aunque con los años tomara modales insolentes con ella—, usted hablaba de nenúfares: supongo que conoce los que ha pintado Claudio Monet. ¡Qué genio! Me interesan tanto más que cerca de Combray, ese lugar donde ya le dije que tengo tierras…».

Pero prefirio no hablar demasiado de Combray. «¡Ah!, seguramente es la serie de la que nos habló Elstir, el más grande de los pintores contemporáneos», exclamó Albertina, que no había dicho nada hasta entonces. «¡Ah!, se ve que la señorita ama el arte» exclamó la señora de Cambremer, que, al lanzar un profundo suspiro, reabsorbió un chorro de saliva. «Usted me permitirá que prefiera Le Sidaner, señorita —dijo el abogado sonriendo con aire de entendido. Y como había gustado o visto gustar antaño ciertas audacias de Elstir, agregó—: Elstir estaba bien dotado, casi llegó a formar parte de la vanguardia, pero no sé por qué no ha continuado; estropeó su vida». La señora de Cambremer estuvo a punto de acuerdo con el abogado en lo que concernía a Elstir; pero, con gran pesar de su invitado, comparó Monet a Le Sidaner. No puede decirse que fuera tonta; desbordaba una inteligencia que yo advertía me era completamente inútil. Justamente al bajar el sol, las gaviotas se hablan puesto amarillas ahora, como las ninfeas en otra tela de esa misma serie de Monet. Dije que la conocía y agregué (imitando aún el lenguaje del hermano cuyo nombre no me había atrevido a citar) que era una desgracia que no se le ocurriese venir la víspera, porque a la misma hora hubiera podido admirar una luz como del Poussin. Ante un hidalgüelo normando, desconocido de los Guermantes que le dijese que debía haber venido, la señora de Cambremer-Legrandin se hubiese erguido sin duda ofendida. Pero yo pude haberme comportado con más familiaridad y ella continuaría con su dulzura blanda y floreciente: podía yo cosechar como una abeja al calor de ese hermoso fin de tarde a mi voluntad en esa gran torta de miel que tan rara vez era la señora de Cambremer y que reemplazó los pastelitos que no pensé ofrecerles. Pero el nombre de Poussin, sin alterar la amenidad de la mujer de mundo, levantó las protestas de la dilettante. Al oír ese nombre, en seis oportunidades que no separaba casi ningún intervalo, produjo ese pequeño chasquido de la lengua contra los labios que sirve para indicar a un niño que está cometiendo una tontería y es a un tiempo reprimenda por haber empezado y prohibición de continuar. «¡En nombre del cielo! Después de un pintor como Monet, que no es sino un genio, no vaya a nombrar a un viejo rutinario sin talento como Poussin. Le diré sin empacho que me parece el más aburrido de los aburridos. ¡Qué quiere!, no puedo llamarle pintura a eso. Es muy curioso —agregó fijando una mirada escrutadora y encantada en un punto vago del espacio donde advertía su propio pensamiento—, es muy curioso; antes yo prefería a Manet. Ahora siempre sigo admirando a Manet, se entiende: pero creo que todavía lo prefiero a Monet. ¡Ah, las catedrales!». Ponía tantos escrúpulos como complacencia en informarme acerca de la evolución que recorriera su gusto. Y advertía uno que las fases por lasque había pasado ese gusto no eran para ella menos importantes que las distintas maneras del mismo Monet. No tenía por qué halagarme, por otra parte, que me confesara sus admiraciones, porque ni ante la provinciana más limitada podía estarse cinco minutos sin confesarlas. Cuando una noble señora de Avranches, incapaz de distinguir entre Mozart y Wágner, decía ante la señora de Cambremer: «No tuvimos ninguna novedad interesante cuando fuimos a París; asistimos una vez a la ópera Cómica y daban Peléas y Melisande. ¡Es horrible!», la señora de Cambremer no sólo hervía, sino que necesitaba exclamar: «¡Pero, al contrario, es una obrita maestra!», y discutir. Era quizás una costumbre de Combray adquirida de las hermanas de mi abuela, que llamaba a eso «combatir por la buena causa», y a las que les gustaban las comidas semanales en que sabían que tendrían que defender sus dioses contra los filisteos. Así como a la señora de Cambremer le gustaba sacudirse la sangre, peleándose por el arte, como otros por la política. Tomaba partido tanto por Debussy como por una amiga cuya conducta fuese criticada. Debla comprender, sin embargo, que al decir: «¡Pero no, es una pequeña obra maestra!», no podía improvisar, en la persona que rectificaba, toda esa progresión de cultura artística a cuyo término se hubiesen puesto de acuerdo sin necesidad de discutir. «Tengo que preguntarle a Le Sidaner lo que opina de Poussin —me dijo el abogado—. Es un reconcentrado, un silencioso, pero ya sabré arrancarle las palabras». «Por otra parte» —continuó la señora de Cambremer—, «me dan náuseas los crepúsculos; eso es romántico, es ópera. Por eso odio la casa de mi suegra, con sus plantas del Mediodía. Ya verá, parece un parque de Monte Carlo. Por eso me gusta más su ribera».

«Es más triste, más sincera; tiene un caminito desde el cual no se ve el mar. Los días lluviosos no hay más que barro; es todo un mundo. Es como en Venecia; odio el gran canal y no conozco nada más conmovedor que las callejuelas. Por otra parte, es una cuestión de ambiente». «Pero —le dije advirtiendo que la única manera de rehabilitar a Poussin ante la señora de Cambremer era hacerle saber que se había puesto de moda nuevamente— el señor Degas asegura que no conoce nada más hermoso que los Poussin de Chantilly». «¿Cómo? No conozco los de Chantilly —me dijo la señora de Cambremer, que no quería opinar en forma distinta que Degas—, pero puedo hablar de los del Louvre, que son un asco». «Los admira también mucho». «Tendré que volver a verlos. Todo eso está un poco viejo en mi cabeza», contestó ella tras un instante de silencio y como si el juicio favorable que seguramente emitida pronto acerca de Poussin dependiese, no de la noticia que acababa de comunicarle, sino del examen suplementario y esta vez definitivo a que contaba someter a los Poussin del Louvre, para poder echarse atrás. Contentándome con lo que era un comienzo de retractación, ya que, si aún no admiraba los Poussin, se postergaba para una segunda deliberación, y a fin de no torturarla por más tiempo, le dije a su suegra cuánto me habían hablado de las flores admirables de Féterne. Habló modestamente del jardincillo de cura que tenía en los fondos y donde por la mañana y en bata les daba de comer a sus pavos reales buscaba los huevos frescos y recogía las zínias o las rosas que decorando la mesa, en torno a los huevos, a la crema o a las frituras, le recordaban sus senderos. «Cierto que tenemos muchas rosas —me dijo ella—; nuestro rosedal está casi demasiado cerca de la casa-habitación; hay rifas en que me produce dolor de cabeza. Es más agradable desde la terraza de la Raspeliére, hasta donde el viento trae el perfume de las rosas, con menos obstinación». Me volví hacia la nuera: «Completamente Pelléas —le dije para conformar su afición por el modernismo— ese perfume de rosas que sube hasta las terrazas. Es tan fuerte en la partitura, que como tengo el hay-fever y la rose-fever[34a], me hacía estornudar cada vez que escuchaba esa escena».

«¡Qué obra maestra, Peleas! —exclamó la señora de Cambremer—. Estoy amartelada»; y acercándoseme con los gestos de una mujer salvaje que hubiese querido hacerme melindres, ayudándose con los dedos para picar las notas imaginarias, se puso a tararear algo que supuse debía ser para ella los adioses de Pelléas, y continuó con una insistencia vehemente, como si fuese importante que me recordara la escena en ese momento o mejor, me demostrase que la recordaba. «Creo que es más hermoso aún que Parsifal —agregó—, porque en Parsifal, junto a grandes bellezas se encuentra un halo de frases melódicas; por consiguiente, caducas ya que melódicas». «Sé que es usted muy música, señora —le dije a la dueña—. Me agradaría mucho poder oiría». La señora de Cambremer-Legrandin miró el mar para no participar en la conversación. Considerando que lo que le gustaba a su suegra no era música, estimaba su talento, supuesto para ella y de los más notables en realidad, como un virtuosismo sin interés. Es verdad que la sola discípula aún viva de Chopin declaraba con motivos que la manera de tocar y el sentimiento del Maestro no se habían trasmitido a través de ella más que a la señora de Cambremer, pero tocar como Chopin estaba lejos de ser una referencia para la hermana de Legrandin, que a nadie despreciaba tanto como al músico polaco. «¡Oh, se van!», exclamó Albertina señalándome las gaviotas que se desprendían por un momento de su incógnito de flores y subían juntas hacia el sol. «Sus alas de gigante les impiden caminar», dijo la señora de Cambremer, confundiendo a las gaviotas con los albatros[35]. «Me gustan mucho; las veía en Amsterdam —dijo Albertina—. Huelen a mar; van a olerlo hasta en las piedras de la calle». «¡Ah!, ¿usted estuvo en Holanda? ¿Conoce los Ver Meer?», preguntó imperiosamente la señora de Cambremer y con el tono con que hubiera dicho: «Usted conoce a los Guermantes», porque el snobismo, al cambiar su objeto, no trueca su acento. Albertina contestó que no, y creyó que era gente viva. Pero no lo pareció. «Me gustada mucho hacerle música —le dijo la señora de Cambremer—; pero ¿sabe usted?, no toco sino esas cosas que ya no interesan a su generación. He sido educada en el culto de Chopin», agregó en voz baja, porque temía a su nuera y sabía que, como esta consideraba que Chopin no era música, tocarlo bien o tocarlo mal eran expresiones sin sentido. Reconocía que su suegra tenía mecanismo y perlaba las notas. «Nunca me obligarán a decir que es música», concluía la señora de Cambremer-Legrandin. Porque se creía avanzada y (únicamente en arte) nunca demasiado a la izquierda, decía. Se imaginaba que la música no sólo progresa, sino que lo hace en una sola línea y Debussy era en alguna forma algo más que Wágner y un poco más avanzado que Wágner. No advertía que si Debussy no era tan independiente de Wágner de lo que lo creería ella misma dentro de algunos años, porque uno utiliza, a pesar de todo, las armas conquistadas para concluir de libertarse del que hemos vencido momentáneamente, trataba, sin embargo, de conformar una necesidad contraria, después de la saturación que empezaba a tenerse de las obras demasiado completas en que todo está expresado. Es verdad que había teorías que apuntalaban momentáneamente esa reacción, semejantes a las que en política acuden en auxilio de las leyes contra las congregaciones, de las guerras de Oriente (enseñanza contra natura, peligro amarillo, etc.). Se decía que en una época apresurada correspondía un arte rápido, absolutamente en la misma forma como pudiera decirse que la guerra futura no duraría más de quince días o que con los ferrocarriles se abandonarían los rinconcitos caros a las diligencias y que sin embargo el automóvil volvería a ponerse de moda. Recomendaban no cansar la atención del oyente, como si no dispusiéramos de distintas atenciones de las que depende precisamente del artista saber despertar las más elevadas. Porque los que bostezan de aburrimiento después de diez líneas de un articulo mediocre, volvían todos los años a viajar hasta Bayreuth, para oír la Tetralogía. Por otra parte, ya llegaría el día en que por un tiempo se declarara a Debussy tan endeble como Massenet y los estremecimientos de Mélisande rebajados a la categoría de los de Manon. Porque las teorías y las escuelas, como los microbios y los glóbulos, se devoran entre sí y aseguran por su lucha la continuidad de la vida. Pero aún no había llegado ese tiempo.

Así como en la Bolsa, al producirse un movimiento de alza, se beneficia toda una categoría de valores, cierta cantidad de autores desdeñados aprovechaban esa reacción, ya sea porque no se merecían tal desdén, ya sea más sencillamente —lo que permitía asegurar una novedad al exaltarlos porque lo habían arriesgado—. Y hasta se llegaba a buscar, en un pasado aislado, algunos talentos independientes sobre cuya reputación no pareciera deber influir el actual movimiento, pero del cual uno de los nuevos maestros parecía citar su nombre con beneplácito. A menudo porque un maestro, sea cual fuere, por exclusiva que resulte su escuela, juzga de acuerdo con su sentimiento original y hace justicia al talento dondequiera se encuentre y aún menos que al talento, a alguna agradable inspiración que antaño ha gustado, y que se vincula a un momento querido de su adolescencia. Otras veces porque algunos artistas de otra época en un solo trozo han realizado algo similar a lo que el maestro poco a poco se ha dado cuenta que él mismo quería hacer. Entonces ve algo así como a un precursor en ese antiguo; gusta en él, bajo forma completamente distinta, un esfuerzo momentáneamente, parcialmente fraterno. Hay trozos de Turner en la obra de Poussin una frase de Flaubert en Montesquieu. Y a veces también ese rumor de la predilección del Maestro era resultado de un error, nacido no se sabe dónde y trasportado a la escuela. Pero el nombre citado se aprovechaba entonces de la firma bajo cuya protección había entrado precisamente a tiempo, porque si hay alguna libertad y un gusto verdadero en la elección del maestro, las escuelas, en cambio, no se manejan sino por la teoría. Así es como el espíritu, siguiendo su curso habitual que adelanta por un atajo a veces en un sentido y a veces en el contrario, había vuelto a traer la luz de arriba sobre cierta cantidad de obras para las cuales la necesidad de justicia, o de renovación, o el gusto de Debussy, o su capricho, o algún pensamiento que quizás no hubiese tenido, había agregado las de Chopin. Exaltados por los jueces en quienes se tenía amplia confianza, aprovechando la admiración que excitaba Pelléas, volvieron a encontrar un nuevo brillo, y aun aquellos que no habían vuelto a oirías, tanto deseaban gustar de ellas, que lo hacían a su pesar, aunque con una ilusión de libertad. Pero la señora de Cambremer-Legrandin permanecía parte del año en provincias. Aun en París, ya que estaba enferma, vivía mucho en su cuarto. Es verdad que el inconveniente podía advertirse especialmente en la elección de expresiones que la señora de Cambremer creía de moda y que más convinieran al lenguaje escrito, matiz que no discernía, ya que las había adquirido más por la lectura que en la conversación. Esta no es tan necesaria para el conocimiento exacto de las opiniones, como las expresiones nuevas. Sin embargo, ese rejuvenecimiento de los nocturnos aún no había sido anunciado por la crítica. Sólo se trasmitió la noticia a través de las conversaciones de los jóvenes. Lo ignoraba la señora de Cambremer-Legrandin. Me complugo hacerle saber, pero dirigiéndome para ello a su suegra, como en el billar se juega por bandas para alcanzar una bola, que Chopin, lejos de ser anticuado, era el músico preferido de Debussy. «¡Vaya, qué divertido!», —me dijo sonriendo finamente la nuera, como si eso no hubiese sido más que una paradoja lanzada por el autor de Pelléas. Sin embargo, ahora era seguro que ya no escucharía sino con respeto a Chopin y hasta con placer.

Por eso mis palabras, que acababan de tocar a liberación para la anciana, pusieron en su cara una expresión de gratitud hacia mí y sobre todo de alegría. Sus ojos relucieron como los de Latude en la pieza que se llama Latude o Treinta y cinco años de cautiverio, y su pecho aspiró el aire marino con esa dilatación que tan bien señaló Beethoven en Fidelio cuando sus prisioneros respiran por fin «ese aire que revive». En cuanto a la dueña, creí que iba a posar sobre mis mejillas sus labios bigotudos. «¿Cómo? ¿Le gusta Chopin? ¡Le gusta Chopin, le gusta Chopin!», exclamó ella gangoseando apasionadamente; tal como si hubiera dicho: «¿Cómo? ¿Conoce usted también a la señora de Franquetot?», con la diferencia de que mis relaciones con la señora de Franquetot le serían profundamente indiferentes, mientras que mi conocimiento de Chopin la echó en una suerte de delirio artístico. Ya no bastó la hipersecreción salivar. Sin tratar de comprender siquiera el papel de Debussy en la resurrección de Chopin, sólo advirtió que mi juicio era favorable. La sobrecogió el entusiasmo musical. «¡Elodia, Elodia! Le gusta Chopin —se alzaron sus senos y golpeó el aire con sus brazos—. ¡Ah, ya me había parecido que era músico! —exclamó—. Comprendo, artista como es, que le guste. ¡Es tan hermoso!…». Y su voz era tan pedregosa como si para expresarme su ardor por Chopin se hubiese llenado la boca con todas las chinitas de la playa, imitando a Demóstenes. Por fin llegó el reflujo, que alcanzó hasta el velo que no tuvo tiempo de proteger y que fue traspasado; por fin la marquesa secó con su pañuelo bordado la baba de espuma con la que el recuerdo de Chopin acababa de empapar sus bigotes.

«¡Dios mío! —me dijo la señora de Cambremer-Legrandin—, creo que mi suegra se está atrasando un poco; olvida que viene a cenar nuestro tío de Chenouville. Además, a Cancan no le gusta esperar».

Cancan me fue incomprensible, y supuse que quizás se tratara de un perro. Pero en cuanto a los primos de Chenouville, sí. Con la edad, a la joven marquesa se le había amortiguado el placer de pronunciar su nombre de esa manera. Y sin embargo para probarlo decidió antaño su casamiento. En otros grupos sociales, cuando se hablaba de los Chenouville, era costumbre que se sacrificase la e muda de la partícula (por lo menos cada vez que antes de la partícula había un nombre que terminaba en vocal, porque en caso contrario uno estaba obligado a apoyar sobre el de, ya que la lengua se rehusaba a pronunciar Madame d’Cknonceaux). Se decía: «el señor d’Chenouville». Entre los Cambremer la tradición era igualmente imperiosa, pero a la inversa. La e muda de Chenouville era la que se suprimía en todos los casos. Aunque se antepusiese al nombre mi primo o mi prima, siempre era de Ck’nouville y nunca de Chenouville. En cuanto al padre de esos Chenouville se decía «nuestro tío», porque en Féterne no eran lo suficientemente elegantes como para pronunciar «nuestro tío[36]» como lo harían los Guermantes, cuya voluntaria jerigonza, al suprimir las consonantes y al nacionalizar los nombres extranjeros, era tan difícil de comprender como el francés antiguo o un dialecto moderno). Todo aquel que ingresaba en la familia recibía inmediatamente una advertencia que no había necesitado la señorita Legrandin-Cambremer. Un día de visita, al oír a una joven que decía «mi tía de Uzai», «mi tío de Rouan[37]» no había reconocido de inmediato los nombres ilustres que acostumbraba pronunciar: Uzés y Rohan, y sufrió el asombro, la turbación y la vergüenza del que tiene en la mesa frente a sí un instrumento recientemente inventado y con el que no se atreve a empezar a comer. Pero a la noche siguiente y al otro día había repetido encantada: «mi tía Uzai» con esa supresión de la s final, supresión que la asombrara la víspera, pero cuyo desconocimiento le parecía ahora tan vulgar que cuando una amiga suya le habló del busto de la duquesa de Uzés, la señorita Legrandin le contestó con mal humor y un tono altivo: «Podría usted por lo menos pronunciar como se debe: Mame d’Uzai». Había comprendido desde entonces que, por virtud de la transmutación de las materias consistentes en elementos cada vez más sutiles, la fortuna considerable y tan honestamente adquirida que heredaba de su padre, la educación prolija que había recibido, su asiduidad a la Sorbona, tanto a los cursos de Caro como a los de la Brunetiére y a los conciertos Lamoureux, todo eso debía volatilizarse y hallar su última sublimación en el placer de decir algún día: «Mi tía d’Uzai». No excluía de su espíritu que seguiría frecuentando, por lo menos en los primeros tiempos después de su casamiento, ya no a ciertas amigas que quería y estaba resignada a sacrificar, sino a algunas otras que no quería y a quienes poder decirles (ya que para eso se casaba): «Voy a presentarles a mi tía d’Uzai», y cuando vio que esa alianza era muy difícil: «Voy a presentarles a mi tía de Ch’nouville» y «Cenaremos en lo de Uzai». Su casamiento con el señor de Cambremer le había dado a la señorita Legrandin la oportunidad de decir la primera frase, pero no la segunda, ya que la gente que frecuentaban sus suegros no era la que creía y con la que continuaba soñando. Por eso, después de haberme dicho de Saint-Loup (adoptando para ello una expresión de Roberto porque si para conversar yo empleaba con ella esas expresiones de Legrandin, por una sugestión inversa ella me contestaba con el dialecto de Roberto, que no sabía era prestado de Raquel), acercando el pulgar al índice y cerrando a medias los ojos, como si mirase algo infinitamente delicado que consiguiera captar: «Tiene una hermosa cualidad de espíritu», hizo su elogio con tanto entusiasmo que pudiera creerse que estaba enamorada de él (por otra parte, se aseguraba que, antes, cuando estuvo en Doncières, Roberto había sido su amante), pero en realidad sencillamente, para que se lo repitiese y llegar a: «Usted está muy ligado a la duquesa de Guermantes. Estoy indispuesta, casi no salgo y sé que está confinada en un círculo de amigos selectos y que me parecen muy bien, por eso la conozco muy poco; pero sé que es una mujer absolutamente superior». Sabiendo que la señora de Cambremer apenas la conocía y para achicar me tanto como ella, pronto dejé ese tema y le contesté a la marquesa que había conocido especialmente a su hermano, el señor Legrandin. Al oír ese nombre, tomó el mismo aspecto evasivo que había tenido yo para la señora de Guermantes, pero añadiéndole una expresión de descontento, porque pensó que no lo había dicho para humillarme, sino para humillarla. ¿La roía la desesperación por haber nacido Legrandin? Es lo que pretendían al menos las hermanas y cuñadas de su marido, señoras nobles de provincia que no conocían a nadie y nada sabían; celaban la inteligencia de la señora de Cambremer, su instrucción, su fortuna y los encantos físicos que tenía antes de enfermar. «No piensa en otra cosa, eso la mata», decían esas malvadas en cuanto hablaban de la señora de Cambremer con cualquiera, pero preferentemente a un rústico, ya si fuese fatuo y estúpido, para valorizar más esa afirmación en lo que de vergonzoso poseen la rusticidad y la amabilidad que le demostraban, ya si fuese tímido y fino y se aplicaba el propósito a sí mismo para tener el placer, aunque lo recibieran bien, de inferirle indirectamente una insolencia. Pero si esas señoras creían decir verdad por su cuñada, se equivocaban. A esta le importaba tan poco haber nacido Legrandin que hasta había perdido ya su recuerdo. Le molestó que se lo recordase y se calló como si no comprendiese, no juzgando necesaria una mayor precisión ni siquiera una confirmación a los míos.

«Nuestros parientes no son la causa principal de la brevedad de nuestra visita —me dijo la señora de Cambremer mayor, que estaba posiblemente más cansada que su nuera del placer que proporciona decir Ck’nouville—. Pero para no cansarlos con tanta gente, el señor —dijo, señalándome al abogado— no se atrevió a hacer venir a su mujer y su hijo. Se están paseando en la playa mientras tanto y ya deben empezar a aburrirse». Me los hice señalar con exactitud y corrí a buscarlos. La mujer tenía una cara redonda como ciertas flores de la familia de las ranunculáceas y en un ángulo del ojo, un signo vegetal bastante amplio. Y como las generaciones de los hombres conservan sus caracteres como una familia de plantas, igual que en la cara marchita de la madre se hinchaba el mismo signo bajo el ojo del hijo. Mi cortesía con su mujer y su hijo emocionó al abogado. Se mostró interesado por mi permanencia en Balbec. «Debe usted sentirse un poco aislado, porque aquí la mayoría es extranjera». Y me miraba al hablar, porque, como no quería a los extranjeros, aunque muchos fuesen clientes suyos, deseaba estar seguro de que yo no era hostil a su xenofobia, en cuyo caso se hubiera batido en retirada diciendo: «Naturalmente la señora X… puede ser una mujer encantadora. Es una cuestión de principios». Como no tenía en esa época ninguna opinión acerca de los extranjeros, no demostré desaprobación, y se sintió en terreno firme. Llegó hasta pedirme que fuera algún día a su casa de París para ver su colección de Le Sidaner y llevar conmigo a los Cambremer, con los que evidentemente me creía intimo. «Lo invitaré con Le Sidaner —me dijo convencido de que ya no viviría sino a la espera de ese día bendito—. Verá qué hombre exquisito. Y le encantarán sus cuadros. Se entiende que no puedo rivalizar con los grandes coleccionistas, pero creo poseer la mayor cantidad de sus telas favoritas. Le interesarán tanto más a la vuelta de Balbec, porque son marinas por lo menos en la mayor parte». La mujer y el hijo provisto de carácter vegetal escuchaban con recogimiento. Se adivinaba que en París su casa era algo así como un templo de Le Sidaner. Esta clase de templos no son inútiles. Cuando el dios tiene dudas sobre sí mismo, obtura fácilmente las hendiduras de su opinión sobre sí mismo con las pruebas irrefutables de los seres que han consagrado su vida a su obra.

Ante un signo de su nuera, la señora de Cambremer se levantó y me dijo: «Ya que no piensa instalarse en Féterne, ¿no quiere por lo menos venir a almorzar un día de la semana, mañana por ejemplo?». Y para decidirme, en su benevolencia, agregó: «Volverá a encontrarse con el Conde de Crisenoy», que no habla perdido para nada por la sencilla razón de que no lo conocía. Comenzaba a hacer brillar a mis ojos nuevas tentaciones, pero se detuvo. El presidente primero supo al volver, que estaba en el hotel; la había buscado por todos lados solapadamente y esperado luego y fingiendo encontrarla por casualidad, vino a ofrecerle sus respetos. Comprendí que la señora de Cambremer no tenía ningún interés en hacerle extensiva la invitación a almorzar que acababa de formularme. La conocía, sin embargo, desde muchos años más que yo, ya que era de tiempo atrás uno de esos infaltables de las reuniones de Féterne que tanto envidiaba durante mi primera permanencia en Balbec. Pero la antigüedad no lo es todo para la gente de mundo. Y reservan con más gusto los almuerzos para las nuevas relaciones que todavía despiertan su curiosidad, sobre todo cuando llegan precedidas por una recomendación cálida y prestigiosa como la de Saint-Loup. La señora de Cambremer descontó que el presidente primero no oyese lo que me había dicho; pero, para calmar los remordimientos que experimentaba, le dirigió los términos más amables. Discerníamos, en la iluminación del sol que inundaba en el horizonte la cesta dorada y habitualmente invisible de Rivebelle, y apenas separadas del azul luminoso, emergiendo de las aguas, rosadas, argentinas, imperceptibles, las campanitas del Angelus, que tintineaban en los alrededores de Féterne. «Esto también es bastante Pelléas le hice notar a la señora de Cambremer-Legrandin. Usted sabe a qué escena me refiero». «Creo que sí sé» pero no sé nada era lo que proclamaban su voz y su rostro, que no sé adaptaban a ningún recuerdo, y su sonrisa, que estaba en el aire y sin apoyo. La dueña no volvía del asombro porque las campanas llegasen hasta aquí y se levantó pensando en la hora: «En efecto, desde Balbec no se ve esta costa ni se oye tampoco. Tiene que haber cambiado el tiempo y ampliado doblemente el horizonte. A menos que no vengan a buscarlo, ya que, según veo, lo hacen partir; para usted son lo que la campana de la cena». El presidente primero, poco sensible a las campanas, miraba furtivamente el dique, que le desesperaba ver tan despoblado esa noche. «Usted es un verdadero poeta —me dijo la señora de Cambremer—. Uno lo advierte tan vibrante, tan artista… Venga, le tocaré Chopin», agregó levantando los brazos con un aspecto de éxtasis y pronunciando las palabras con una voz ronca que parecía desplazar las piedras. Luego vino la deglución de la saliva y la anciana enjugó instintivamente el ligero cepillo, llamado a la americana de su bigote con el pañuelo. El presidente primero, sin querer, me hizo un gran favor tomando a la marquesa por el brazo para acompañarla hasta su coche, y a que una cierta dosis de vulgaridad, audacia y afición a lo ostentoso dicta una conducta que otros vacilarían en seguir y que está muy lejos de disgustar a la gente. Tenía, por otra parte, desde hacía tantos años, mucha más costumbre que yo. A pesar de bendecirlo, no me atreví a imitarlo y caminé al lado de la señora de Cambremer-Legrandin, que quiso ver el libro que llevaba en la mano. El nombre de Madame de Sévigné le hizo hacer una mueca; y usando una palabra que había leído en algunos diarios, pero que dicha y puesta en femenino y aplicada a un escritor del siglo XVII hacia un curioso efecto, me preguntó: «¿La encuentra usted verdaderamente talentosa?». La marquesa dio al lacayo la dirección de un pastelero por donde debían pasar antes de volver al camino, rosado por el polvo nocturno, donde se azulaban como grupas los acantilados graduales. Le preguntó a su viejo cochero si uno de los caballos, que era friolento, estaba bien abrigado, y si no le dolía el vaso al otro. «Le escribiré para aquello de que tenemos que ponernos de acuerdo» —me dijo a media voz—. «He visto que hablaba de literatura con mi nuera, es adorable» —agregó, aunque no lo pensara, pero había tomado esa costumbre conservada por bondad— de decirlo para que no pareciese que su hijo había hecho un matrimonio de interés. «Y además —agregó en un último mascullar de entusiasmo—, están hartthisstta». Luego subió al coche, balanceando la cabeza, y levantando el mango de su sombrilla, partió a través de las calles de Balbec, recargada con los ornamentos de su sacerdocio como un viejo obispo en viaje de confirmación.

«Lo invitó a almorzar —me dijo severamente el presidente primero cuando el coche se alejó y volví con mis amigas—. Estamos un poco fríos. Le parece que la descuido. Vaya, yo soy de buen vivir. En cuanto me necesitan, siempre estoy ahí para contestar: Presente. Pero me han querido echar el garfio. ¡Ah!, entonces, eso —agregó finamente y levantando el dedo, como alguien que distingue y argumenta—, eso sí que no lo permito. Eso es atentar a la libertad de mis vacaciones. Me vi obligado a decir: Alto. Usted parece en muy buenas relaciones con ella. Cuando tenga mi edad, verá que el mundo social es muy poca cosa y lamentará haberle atribuido tanta importancia a esas insignificancias. Vamos, voy a dar una vuelta antes de la cena. ¡Adiós, jóvenes!», gritó entre bastidores, como si ya estuviese a unos cincuenta pasos.

Cuando me despedí de Rosamonde y Gisela, estos vieron con asombro que no las seguía Albertina. «Y bueno, Albertina, ¿qué haces? ¿Sabes la hora?». «Vuelvan —les dijo con autoridad—. Tengo que hablar con él», agregó mirándome con un aspecto sometido. Rosamonde y Gisela me miraban penetradas por un respeto de nuevo cuño. Yo gozaba al sentir que por un momento al menos, a los mismos ojos de Rosamonde y Gisela, era para Albertina algo más importante que la hora de la vuelta, que sus amigas, y podía hasta tener graves secretos a los que resultaba imposible mezclarlas. «¿Te veremos esta noche?». «No sé, depende de este. En todo caso, hasta mañana». «Subamos a mi cuarto», le dije una vez que se alejaron sus amigas. Tomamos el ascensor; guardó silencio frente al ascensorista. La costumbre de tener que echar mano a la observación individual y a la deducción para conocer los pequeños asuntos de los amos, esa gente extraña que conversa entre sí y no les habla, desarrolla en los empleados (como llama el ascensorista a los domésticos) un mayor poder de adivinación que el de los patrones. Los órganos se atrofian, se vigorizan o se hacen sutiles según crezca o disminuya la necesidad que uno tenga de ellos. Desde que existen los trenes, la necesidad de no perder el tren nos ha enseñado a tener en cuenta los minutos, mientras que entre los antiguos romanos, cuya astronomía era no sólo sumaria, sino que su vida era también menos apresurada, la noción, no ya de minutos, sino de horas fijas, apenas existía. Por eso el ascensorista había comprendido y esperaba contar a sus compañeros que Albertina y yo estábamos preocupados. Pero nos hablaba sin cesar porque no tenía tacto. Sin embargo, veía pintarse en su cara una expresión abatida y de extraordinaria inquietud que sustituía a la habitual de amistad y de alegría por hacerme subir en su ascensor. Como ignoraba el motivo, para tratar de distraerlo y aunque más preocupado que Albertina, le dije que la señora que acababa de partir se llamaba la marquesa de Cambremer y no de Camembert. En el piso por el que entonces pasábamos percibí llevando un cojín a una horrorosa mucama que me saludó respetuosamente, esperando una propina a la partida. Hubiera querido saber si era la que tanto sabía deseado la noche de mi primera llegada a Balbec, pero nunca pude llegar a una certeza. El ascensorista me juró con la sinceridad de la mayor parte de los testigos falsos, pero sin abandonar su aspecto desesperado, que efectivamente la marquesa pidió que la anunciara con el nombre de Camembert. Y a decir verdad, era muy natural que hubiese oído un nombre que ya conocía. Además, como tenía acerca de la nobleza y la naturaleza de los nombres con los que se hacen títulos las nociones muy vagas que son la de mucha gente que no es ascensorista, el apellido Camembert le había parecido tanto más verosímil cuanto que ese queso es universalmente conocido, y no había que extrañarse de que se sacara un marquesado de tan gloriosa fama, a menos que fuese la del marquesado la que prestara su celebridad al queso. Sin embargo, al ver que no quería parecer equivocado y como sabía que los amos gustan de ver obedecidos sus más fútiles caprichos y aceptadas sus más evidentes mentiras, me prometió decir en adelante, Cambremer, como buen sirviente. Es verdad que ningún comerciante de la ciudad ni campesino alguno de los alrededores, donde el nombre y la persona de los Cambremer eran perfectamente conocidos, hubiese podido cometer nunca el error del ascensorista. Pero el personal del «gran hotel de Balbec» no pertenecía en absoluto a la región. Venía en línea recta, con todo el material, de Biárritz, Niza y Monte-Carlo; una parte había sido despachada a Deauville, la otra a Dinard y la tercera reservada a Balbec. Pero el dolor ansioso del ascensorista no hizo sino aumentar. Para que se olvidase así de demostrarme su abnegación con sus sonrisas habituales, era preciso que hubiese sucedido alguna desgracia. Quizás lo hubieran despachado. En ese caso me prometí tratar de conseguir que se quedase, ya que el director me había prometido ratificar todo lo que yo decidiera con respecto a su personal. «Puede hacer lo que guste, rectifico desde ya». De pronto, al salir del ascensor, comprendí la desesperación y el aspecto aterrorizado del ascensorista. Debido a la presencia de Albertina, no le había dado los cinco francos que solía darle al subir. Y este imbécil, en lugar de comprender que no deseaba hacer ostentación de propinas ante terceros, había empezado a temblar suponiendo que mi costumbre terminara de una vez para siempre y que nunca le daría más nada. Se imaginaba que estaba en la mala (como dijera el duque de Guermantes), y su suposición no le inspiraba ninguna compasión por mí sino una tremenda desilusión egoísta. Me dije que era menos irrazonable de lo que le parecía a mi madre cuando no me atrevía un solo día a no dar la suma exagerada pero esperada afiebradamente que había dado el día anterior. Pero también la significación dada por mí hasta entonces y sin ninguna duda al aspecto habitual de alegría en que no vacilaba en ver un signo de vinculación, me pareció tener un sentido menos seguro. Al ver al ascensorista, que parecía dispuesto en su desesperación a arrojarse de los cinco pisos, me pregunté si estuvieran cambiadas nuestras condiciones sociales, por el hecho, por ejemplo, de una revolución; si en lugar de manejar amablemente el ascensor para mí, el ascensorista, convertido en burgués, no me hubiese arrojado de él y si en algunas clases populares no hay más doblez que en la sociedad, donde sin duda reservan para nuestra ausencia los términos desatentos, pero cuya actitud a nuestro respecto no sería insultante si fuésemos desgraciados.

No puede decirse, sin embargo, que el ascensorista fuera el más interesado del hotel de Balbec. Desde ese punto de vista, el personal se dividía en dos categorías: por una parte los que establecían diferencias entre los clientes, más sensibles a la moderada propina de un anciano noble que, por otra parte, podía evitarle los 28 días[38] al recomendarlos al general de Beautreillis) que al dispendio desconsiderado de un rastacuero que por eso mismo revelaba una falta de roce que únicamente se llamaba bondad delante de él. Por otra parte, aquellos para los que no existían nobleza, inteligencia, celebridad, situación y modales, recubierto todo por una cifra. Para esos no había más que una jerarquía: el dinero que se tiene, o mejor dicho, el que se da. Quizás el mismo Aimé perteneciera a esa categoría, aunque aspirara, debido a la gran cantidad de hoteles donde había trabajado, a una gran sabiduría mundana. A lo sumo, a manera de apreciaciones, le daba un giro social y de conocimiento de las familias, diciendo de la princesa de Luxemburgo, por ejemplo: «¿Hay mucho dinero ahí?». (El signo de interrogación servía para informarse o controlar definitivamente los informes que había tomado, antes de conseguirle un cocinero a un cliente para París o reservarle una mesa a la izquierda, a la entrada y con vista al mar en Balbec). A pesar de ello, sin dejar de ser interesado, no lo hubiese exhibido con la torpe desesperación del ascensorista. Por otra parte, su candidez simplificaba tal vez las cosas. Es la comodidad de un hotel grande, de una casa como era antiguamente, la de Rachel; y es que sin intermediarios, la sola vista de un billete de cien francos, a mayor razón de uno de mil, aunque sea dado por esta vez a otro, acarrea una sonrisa y ofrecimientos en la cara hasta entonces helada de un empleado o una mujer. Al contrario, en política y en las relaciones de amante a querida, hay demasiadas cosas interpuestas entre el dinero y la docilidad. Tantas cosas que aun para aquellos a quienes el dinero despierta finalmente la sonrisa, les resulta imposible seguir el proceso interno que los liga y se creen y son más delicados. Lo que depura además a la conversación educada de los «Ya sé lo que debo hacer, mañana me encontrarán en la Morgue». Por eso se encuentran en la sociedad educada pocos novelistas y poetas y todos aquellos seres sublimes que hablan precisamente de lo que no debe decirse.

Tan pronto solos y ya en el corredor, Albertina me dijo: «¿Qué tiene conmigo?». ¿Me había resultado a mí mismo cruel mi dureza hacia ella? ¿No sería acaso por mi parte una astucia inconsciente que se proponía traerla a mi amiga hasta esa actitud de súplica y temor que me permitiría interrogarla y saber quizás cuál de las dos hipótesis que me estaba formando sobre ella desde tiempo atrás era la verdadera? Así fue como, al oír su pregunta, me sentí feliz como quien alcanza una meta largo tiempo deseada. Antes de contestarle, la llevé hasta mi puerta. Cuando esta se abrió, refluyó la luz rosada que llenaba el cuarto y cambiaba la muselina blanca de las cortinas tensas sobre la noche, ese lampatán de color de alba. Fui hasta la ventana; las gaviotas estaban de nuevo sobre las aguas; pero ahora eran rosadas. Se lo hice notar a Albertina. «No desvíe la conversación —me dijo—; sea sincero como yo». Mentí. Le declaré que ante todo debía escuchar una confesión previa, la de una gran pasión que experimentaba hacía un tiempo por Andrea, y lo hice con una franqueza y una sencillez dignas del teatro, pero que en vida uno no tiene sino con los amores que no siente. Volviendo a utilizar la mentira que usara con Gilberte antes de mi primera permanencia en Balbec, pero modificándola, para que me creyera mejor al decirle ahora que no la quería, llegué hasta dejar escapar que había estado antes a punto de enamorarme de ella, pero que transcurrió demasiado tiempo; ya no era para mí sino una buena compañera y aunque lo quisiera, ya no me sería posible experimentar de nuevo por ella sentimientos más ardientes. Por otra parte, al insistir así delante de Albertina en esas protestas de frialdad para con ella, no hacía sino —debido a una circunstancia y en vista de una meta particular— tornar más sensible y marcar más fuertemente ese ritmo binario que adopta el amor en todos aquellos que dudan demasiado de sí mismos, no creen que una mujer pueda quererlos nunca y tampoco que puedan quererla de veras. Se conocen lo bastante para saber que con las más distintas experimentaban las mismas esperanzas, las mismas angustias, inventaban las mismas novelas, pronunciaban las mismas palabras, para advertir que sus sentimientos y sus acciones no están en relación necesaria y estrecha con la mujer amada, sino que pasan junto a ella, la salpican y la rodean como la marejada que se echa sobre las rocas y el sentimiento de su propio desequilibrio aumenta aún más la duda en ellos de si esa mujer, por la que tanto quisieran ser amados, los anta. ¿Por qué había de hacer el azar que fuésemos la meta de los deseos que tiene, si ella no es más que un accidente frente al surgir de los nuestros? Por eso, aunque necesitamos canalizar hacia ella todos esos sentimientos, tan distintos de los sentimientos simplemente humanos esos sentimientos tan especiales como son los de amor, después de haber dado un paso adelante confesando nuestra ternura y nuestras esperanzas a la que amamos, enseguida tememos disgustarla confundidos al sentir que el lenguaje que hemos expresado no se formó especialmente para ella, pues ya nos ha servido y nos servirá para otras; si no nos ama, no puede comprendernos, y entonces habremos hablado con el mal gusto y el escaso pudor del pedante que se dirige a los que ignoran las frases sutiles que no les están destinadas; ese temor y esa vergüenza acarrean el contrarritmo, el reflujo, la necesidad, aunque fuese retrocediendo de primera intención —retirando prestamente la simpatía anteriormente confesada—, de volver a tomar la ofensiva y de conquistar de nuevo estima y dominio; el doble ritmo se percibe en los distintos períodos de un mismo amor, en todos los periodos correspondientes de amores similares, en todos aquellos seres que, en lugar de sobreestimarse, se analizan. Sin embargo, si era algo más acentuado que de costumbre en ese discurso que le estaba haciendo a Albertina, era simplemente para permitirme pasar más rápida y enérgicamente al ritmo opuesto, que escanciaría mi ternura.

Como si le costara creer a Albertina lo que le decía acerca de la imposibilidad de amarla de nuevo, debido al intervalo demasiado largo, desplegué lo que llamé una extravagancia de mi carácter, con ejemplos extraídos de personas con quienes, por culpa de ellas o mía, había dejado pasar el momento de amarlas, sin poder volver a encontrarlo, aunque lo deseara. Parecía así y a un tiempo disculparme de esa incapacidad de volver a quererla, como si fuera una descortesía y tratar de hacerle comprender los motivos psicológicos, como si me fuesen particulares. Pero, al explicarme en esa forma, extendiéndome en el caso de Gilberte, frente a la cual, en efecto, había sido rigurosamente cierto lo que casi no lo era aplicado al de Albertina, no hacía sino legitimar mis asertos, de tal manera plausibles que fingía creer que lo fuesen escasamente. Sabiendo que Albertina apreciaba lo que creía mi «franca manera de hablar» y reconocía en mis deducciones la claridad de la evidencia, me disculpé de lo primero diciéndole que ya sabía que siempre causamos disgusto al decir la verdad y que, además, esta debía parecerle incomprensible. Por el contrario, me agradeció la sinceridad y agregó que, a lo sumo, comprendía perfectamente un estado de espíritu tan frecuente y tan natural.

Esa confesión de un sentimiento imaginario por Andrea hecho a Albertina y en cuanto a ella de una indiferencia que, para aparentar totalmente sincera y sin exageraciones, le aseguré al pasar, como por escrúpulos de cortesía, no debía tomar al pie de la letra, me permitió, por fin, sin temer que Albertina sospechase amor, hablarle con una dulzura que evitaba hacía tanto tiempo y que me pareció deliciosa. Por poco acaricié a mi confidente; al hablar de la amiga que yo amaba, me brotaban las lágrimas. Pero, yendo al hecho, le dije por fin que sabía qué era el amor, sus susceptibilidades, sus sufrimientos y quizás, como amiga ya antigua, le agradaría evitar las grandes penas que me causaba, no directamente, ya que no la amaba a ella, si me atrevía a repetirlo sin herirla, pero sí en forma indirecta, ya que me alcanzaba en mi amor por Andrea. Me interrumpí para mirar y señalarle a Albertina un pájaro enorme, solitario y presuroso que pasaba lejos de nosotros, golpeando el aire con el latido regular de sus alas, sobre la playa manchada aquí y allá con reflejos que parecían trocitos de papel desgarrado y la atravesaba en toda su longitud, sin disminuir su velocidad, sin desviar su atención y sin apartarse de su camino, como un emisario que lleva muy lejos algún mensaje urgente y capital. «Ah, por lo menos va derecho a su objeto, —me dijo Albertina con expresión de reproche—». «Usted me lo dice porque no sabe lo que hubiera querido decirle. Pero es tan difícil, que prefiero renunciar; estoy seguro de que la enojaría; lo que no daría más resultado que perder una buena compañera y no ser ni un poco más feliz con la que quiero». «Pero si le juro que no me voy a enojar». Parecía tan dulce, tan tristemente dócil y esperando de mí su felicidad, que me costaba contenerme y no besar, casi con un placer de la misma índole con que hubiera besado a mi madre, ese rostro nuevo que ya no ofrecía la carita despierta y ruborosa de une gata revoltosa y perversa, con la naricita rosada y respingada, sino que parecía, en la plenitud de su agobiada tristeza, disuelto en amplias coladas achatadas y caídas por la bondad. Haciendo abstracción de mi amor, como si fuese una crónica locura que no se relacionara con ella y poniéndome en su lugar, me enternecía ante esta buena muchacha acostumbrada a los procedimientos amables y leales y que el buen compañero que me creyera continuaba durante semanas enteras unas persecuciones que habían llegado a su punto culminante. Experimentaba por Albertina una profunda compasión, que fuera menor si no la amara, porque me colocaba en un punto de vista puramente humano, ajeno a los dos y desde donde se esfumaba mi amor celoso. Por otra parte, en esa oscilación rítmica que va desde la declaración a la ruptura (el medio más seguro, el más eficazmente peligroso para formar con movimientos opuestos y sucesivos un nudo que no se desate y nos vincule indisolublemente a alguien, dentro de un movimiento de retraimiento que constituye uno de los dos elementos del ritmo) ¿para qué distinguir todavía los reflujos de la humana compasión que, opuestos al amor aunque tengan inconscientemente una misma causa, producen el mismo efecto en todos los casos? Al recordar más tarde todo lo que se ha hecho por una mujer, uno advierte a menudo que los actos que inspira el deseo de indicar que se ama, y hacerse amar y alcanzar favores, no ocupan mucho más lugar que los que se deben a la humana necesidad de reparar los daños que se han hecho al ser que ama uno, por simple deber moral y como si uno no lo amara. «Pero, en definitiva ¿qué he podido hacer?», me preguntó Albertina. Llamaron; era el ascensorista: la tía de Albertina pasaba casualmente frente al hotel y se había detenido por las dudas para acompañarla. Albertina ordenó que le contestaran que no podía bajar, que no la esperasen para cenar y que no sabía la hora de su regreso. «¿Pero su tía se enojará?». «Ni lo piense. Comprenderá perfectamente». Así es como en ese momento, por lo menos en una forma que ya no volvería quizás nunca, una entrevista conmigo resultaba para Albertina, a consecuencia de los acontecimientos, algo de tan evidente importancia que debía pasar antes que nada y frente a lo cual mi amiga no dudaba por un momento que a su tía le pareciera muy lógico que sacrificara la hora de cenar, lo que se refería sin duda instintivamente a una jurisprudencia familiar que enumeraba tales posibilidades; como cuando no se había vacilado en un viaje al estar en juego la carrera del señor Bontemps. Esa hora lejana que pasaba sin mí entre los suyos, Albertina me la entregaba y la hacía deslizar hasta mí; podía usarla como quería. Terminé por atreverme a decirle lo que me habían contado de su manera de vivir y que, a pesar de la profunda repugnancia que me inspiraban las mujeres atacadas por el mismo vicio, no me preocupó hasta que me señalaran su cómplice, y podía comprender fácilmente, por lo que amaba yo a Andrea, cuál era mi dolor. Quizás hubiera sido más hábil decir que me habían citado también otras mujeres, que me resultaban indiferentes. Pero la revelación brusca y terrible que me hiciera Cottard había penetrado en mí para desgarrarme tal cual, integra, pero sin más. Y en la misma forma que nunca hubiera tenido por mí mismo la idea de que Albertina amara a Andrea o por lo menos tuviese con ella juegos de caricias, si Cottard no me hubiese hecho notar sus actitudes al bailar, tampoco había sabido pasar de esa idea a aquella otra, tan distinta para mí, de que Albertina pudiese tener con otras mujeres que no fuese Andrea relaciones que ni siquiera disculpara el afecto. Antes de jurarme que no era verdad, Albertina manifestó, como toda persona a la que se le hace saber que se ha hablado en esa forma de ella, ira, pena y frente al desconocido calumniador, la curiosidad rabiosa de saber de quién se trataba y el deseo de un careo para poder confundirlo. Pero me aseguró que por lo menos a mí no me guardaba rencor. «Si fuese cierto, se lo confesaría. Pero esas cosas nos dan náuseas tanto a Andrea como a mí. No hemos llegado a nuestra edad sin dejar de ver mujeres con el cabello corto que tienen modales de hombres y el estilo que usted dice, y nada nos indigna tanto». Albertina no me daba más que su palabra, una palabra perentoria y que no se apoyaba en pruebas.

Sin embargo, era precisamente lo que más podía calmarla, ya que los celos pertenecen a esa familia de sospechas enfermizas que se lava mucho mejor con la energía de una afirmación que con su verosimilitud. Por otra parte, es una característica del amor hacernos a la vez más desconfiados y más crédulos, hacernos sospechar de la que amamos más pronto de lo que haríamos con otra y hacerle fe más holgadamente a sus negaciones. Hay que amar para preocuparse de que no existan sólo mujeres honestas y hay que amar también para desear, es decir para asegurarse que las hay. Es tan humano buscar el dolor como librarse de él. Las proposiciones que pueden resultar nos parecen fácilmente verdaderas; uno no chicanea mucho acerca de un calmante que obra. Además, por múltiple que sea el ser que amamos, puede presentarnos dos personalidades esenciales, según se nos aparezca como nuestro o retrayendo sus deseos en alguien que no sea nosotros. La primera de esas personalidades posee ese poder particular que nos impide creer en la realidad de la segunda, el secreto especifico para mitigar los sufrimientos que ha causado esta última. El ser amado es sucesivamente la enfermedad y el remedio que conjura y agrava la enfermedad. Sin duda, había estado preparado durante mucho tiempo para creer verdadero lo que temía en lugar de lo que había deseado, debido al poder que ejercía sobre mi imaginación y mi facultad de conmoverme el ejemplo de Swann.

Por eso la dulzura que me proporcionaran las afirmaciones de Albertina estuvo a punto de comprometerse un instante cuando recordé la historia de Odette. Pero pensé que si era justo atribuirle su parte a lo peor, no solamente al ponerme en el lugar de Swann para comprender sus sufrimientos, sino ahora cuando se trataba de mí mismo, buscando la verdad como si fuese otro, no debía llegar, sin embargo, por crueldad hacia mí mismo —soldado que elige el lugar más peligroso, en lugar de aquel en que pueda ser más útil—, al error de estimar una suposición más verdadera que otra, por lo mismo que era la más dolorosa. ¿Acaso no había un abismo entre Albertina, muchacha de bastante buena familia, y Odette, cortesana vendida por su madre desde la infancia? No podía compararse la palabra de una con la de la otra. Además, Albertina no tenía el mismo interés que Odette para mentirle a Swann. Y más aún, Odette le había confesado a aquel lo que acababa de negar Albertina. Hubiera cometido, pues, una falta de razonamiento tan grave —aunque inversa— como la que me inclinara hacia una hipótesis porque esta me hiciese sufrir menos que las otras, no teniendo en cuenta esas diferencias de hecho en las situaciones y reconstruyendo la vida real de mi amiga únicamente por lo que había sabido de la de Odette. Tenía ante mí a una nueva Albertina, ya entrevista varias veces, es verdad, hacia el final de mi primera permanencia en Balbec; sincera y buena; una Albertina que, por afecto hacia mí, acababa de perdonar mis sospechas y trataba de disiparlas. Me hizo sentar a su lado en la cama. Le agradecí lo que me dijera, le aseguré que nuestra reconciliación estaba lograda y que ya no volvería a ser violento con ella. Le dije a Albertina que, sin embargo, debía volver a cenar. Me preguntó si así no me sentía bien. Y acercando mi cabeza para una caricia que aún no me hiciera y que quizás le debía a nuestro enojo liquidado, pasó ligeramente su lengua por mis labios que trataba de entreabrir. Para empezar, no los abrí. «¡Vaya un malo!», me dijo. Debía haber partido esa misma noche sin volver a verla. Ya presentía desde entonces que en el amor no compartido —tanto da decir amor, porque hay seres para los que no existe el amor compartido— puede uno gustar de la felicidad sólo ese simulacro que se me daba en uno de esos momentos únicos en los que la bondad de una mujer, o su capricho, o la casualidad, aplican a nuestros deseos las mismas palabras, las mismas acciones en una coincidencia perfecta, como si fuéramos verdaderamente amados. La sabiduría debió haber consistido en considerar con curiosidad y poseer con deleite esa pequeña parcela de felicidad sin la cual me habría muerto sin sospechar en qué puede consistir para corazones menos difíciles o más favorecidos; suponer que formaba parte de una felicidad amplia y duradera, que sólo se me aparecía en ese momento; y para que el día siguiente no desmienta esa ficción: la de no pedir un solo favor más después del que se debía al artificio de un minuto excepcional. Debí haber abandonado Balbec, encerrarme en la soledad y conservarme en armonía con las últimas vibraciones de la voz que por un instante había sabido hacer enamorada y de la que ya no habría exigido nada más, como no fuese dirigirse a mí; de miedo a que con una nueva palabra que, en adelante, no podía ser sino diferente, viniese a herir con una disonancia el silencio sensitivo en el que hubiese podido sobrevivir para mí mucho tiempo el tono de la felicidad, como si se debiera a algún pedal.

Tranquilizado por mi explicación con Albertina, volvía vivir más tiempo junto a mi madre. Le gustaba hablarme suavemente de lo: tiempos en que mi abuela era más joven. Temiendo que yo mismo no me reprochase las tristezas con las que pude ensombrecer el final de esa vida, volvía voluntariamente a los años en que mis primeros estudios le habían causado a mi abuela unas satisfacciones que hasta entonces siempre me ocultaran. Volvimos a hablar de Combray. Mi madre me dijo que allá por lo menos yo leía y que debía hacer lo mismo en Balbec; ya que no trabajaba. Le contesté que para rodearme precisamente de los recuerdos de Combray y de los lindos platos pintados, me gustaría volver a leer Las Mil y Una Noches. A escondidas, para sorprenderme, como antaño, en Combray, cuando me regalaba libros para mi cumpleaños, mi madre mandó pedir a un tiempo Las Mil y Una Noches, de Galland, y Las Mil y Una Noches, de Mardrus. Pero, después de haber ojeado las dos traducciones, mi madre hubiese querido que me atuviese a la de Galland, al mismo tiempo que temía influirme debido al respeto que tenía por la libertad intelectual, no queriendo intervenir torpemente en la vida de mi pensamiento y con el sentimiento de que siendo mujer, por una parte, le faltaba, según creía, la competencia intelectual necesaria y, por la otra, que no debía juzgar las lecturas de un joven de acuerdo con lo que le chocaba.

Al caer sobre ciertos cuentos, la habían rebelado la inmoralidad del tema y la crudeza de expresión. Pero, sobre todo, conservando precisamente como reliquias, no sólo el broche, el «en-tout-cas», el manto, el volumen de Madame de Sévigné, sino también las costumbres de pensamiento y lenguaje de su madre, buscando en toda ocasión cuál hubiera sido la opinión de esta, mi madre no podía dudar de la condenación que hubiese pronunciado mi abuela contra el libro de Mardrus.

Recordaba que cuando leía a Agustín Thierry, en Combray, antes de caminar del lado de Méséglise, mi abuela, contenta con mis lecturas y mis paseos, se indignaba, sin embargo, al ver a aquel cuyo nombre quedaba vinculado a ese hemistiquio: «Luego reina Meroveo», llamado Merowig, y rehusaba decir carolingios en vez de carlovingios, a los que seguía fiel. Por fin, le había contado lo que pensaba mi abuela de los nombres griegos que Bloch, según Leconte de Lisle, le daba a los dioses de Hornero, yendo hasta para las cosas más simples a hacerse un deber religioso en adoptar una ortografía griega, lo que para él constituía el talento literario. Por ejemplo, si tenía que decir en una carta que el vino que se bebía en su casa era un verdadero néctar, escribía un verdadero néktar, con k, lo que permitía sarcasmos con Lamartine. Y si una Odisea de la que faltaban los nombres de Ulises y Minerva ya no era para ella la Odisea, ¿qué hubiera dicho al ver ya deformado sobre la cubierta del libro el título de sus Mil y Una Noches, no encontrando ya transcriptos exactamente, como estaba acostumbrada en todo tiempo a decirlos, los nombres inmortalmente familiares de Sheherazade, de Dinarzada, en que hasta desbautizados si se atreve uno a emplear la palabra para cuentos musulmanes, el encantador Califa y los poderosos Genios se reconocían apenas, llamados uno el Kkalifat, los otros los Gennis? Sin embargo, mi madre me entregó las dos obras y le dije que las leería los días en que me sintiera demasiado cansado para pasear.

Esos días no eran muy frecuentes, por otra parte íbamos a tomar la merienda como antaño en grupo, Albertina, sus amigas y yo, sobre el acantilado o en la granja de María Antonieta. Pero había veces en que Albertina me daba ese gran placer. Me decía: «Hoy quiero estar un poco a solas con usted; será mejor vernos los dos». Entonces afirmaba estar ocupada; por otra parte, no tenía por qué rendir cuentas y para que las demás, si a pesar de todo iban a merendar y a pasear, no pudiesen encontrarnos, nos íbamos como dos amantes, solitos a Bagatelle o a la Cruz de Heulan, mientras el grupo, que nunca hubiera pensado en buscarnos ahí y no iba nunca, se quedaba indefinidamente en María Antonieta con la esperanza de vernos llegar.

Recuerdo los tiempos calurosos de aquel entonces, cuando de la frente de los peones de granja que trabajaban al sol caía vertical, regular e intermitente una gota de sudor como la gota de agua de un depósito y alternaba con la caída del fruto maduro que se desprendía del árbol en los cercados vecinos; han seguido siendo hasta ahora, junto con ese misterio de una mujer oculta, la parte más consistente de todo amor que se me presenta. En una semana en que se produce ese tiempo para una mujer de la que me hablan y en la que no pensaría ni por un momento, postergo todas las citas sobre todo si debo verla en alguna granja aislada. Por más que sepa que ese tiempo y esa cita no son suyos, sin embargo es el cebo tan conocido por mí el que basta para atraparme y al que me dejo arrastrar. Sé que a esa mujer por un tiempo frío y en una ciudad hubiera podido desearla, pero sin acompañamiento de sentimiento romántico y sin enamorarme; el amor no deja de ser fuerte una vez que gracias a circunstancias me ha encadenado; es solamente más melancólico, como se hacen en la vida nuestros sentimientos hacia ciertas personas a medida que advertimos el lugar cada vez más chico que ocupan y que el amor nuevo que desearíamos tan durable —abreviado al mismo tiempo que nuestra vida misma— sea el último.

Había poca gente aún en Balbec y pocas muchachas. A veces la veía a tal o cual en la playa, sin placer, y sin embargo muchas coincidencias parecían certificar que era la misma a la que me desesperaba no poder acercarme cuando salía con sus amigas del picadero o de la escuela de gimnasia. Si era la misma (y me cuidaba de hablar de ella a Albertina), la muchacha que había creído embriagadora ya no existía. Pero no podía llegar a una certeza porque el rostro de esas muchachas no ocupaba una magnitud en la playa, no ofrecía una forma permanente, contraído, dilatado, transformado como lo estaba por mi propia espera, la inquietud de mi deseo o un bienestar que se basta a sí mismo sus distintos vestidos, la rapidez de su andar o su inmovilidad. De cerca, sin embargo, dos o tres me parecían adorables. Cada vez que veía a una de esas, tenía ganas de llevarla a la avenida de los Tamarindos o a las dunas; mejor aún sobre el acantilado. Pero aunque en el deseo, por comparación con la indiferencia, intervenga ya esa audacia que es un comienzo mismo de realización, sin embargo, entre mi deseo y la acción que sería mi pedido de besarla, existía todo el blanco indefinido de la timidez. Entonces entraba en casa del pastelero y vendedor de limonada, y bebía uno tras otro siete u ocho vasos de oporto. Enseguida, en lugar del intervalo imposible de llenar entre mi deseo y la acción, el efecto del alcohol trazaba una línea que los unía a ambos. Ya no quedaba lugar entre la vacilación o el temor. Me parecía que la muchacha volaría hasta mí. Iba hasta ella, y las palabras salían por sí solas de mis labios: «Me gustaría pasear con usted. ¿No quiere que vayamos hasta el acantilado? Nadie puede molestarnos detrás del bosquecito que protege a la casita desmontable del viento y está actualmente deshabitada». Se eliminaban todas las dificultades de la vida, ya no había obstáculos para el contacto de nuestros dos cuerpos. No más obstáculos por lo menos para mí. Porque no se habían volatilizado para ella, que no habla bebido oporto. Lo hubiese hecho, y el universo perdiera a sus ojos alguna realidad; el sueño largo tiempo acariciado que entonces le pareciera realizable, no hubiese sido en lo mínimo, quizás, caer en mis brazos.

No sólo eran escasas las muchachas, sino que se quedaban poco tiempo en esa estación, que no alcanzaba a serlo. Recuerdo una, con tez rojiza de colaeus, con los ojos verdes, y ambas mejillas rojizas, y cuya figura doble y ligera se parecía a las semillas aladas de ciertos árboles. No sé qué brisa la trajo a Balbec, ni cuál se la llevó. Sucedió tan bruscamente que por varios días tuve un pesar que me atreví a confesarle a Albertina cuando comprendí que se había ido para siempre.

Hay que decir que algunas eran muchachas que no conocía en absoluto o que no había visto por muchos años. A menudo, antes de encontrarlas, les escribía. Si su respuesta me dejaba creer en un amor posible, ¡cuánta alegría! Uno no puede al comienzo de una amistad con una mujer y aun si no debe realizarse posteriormente, desprenderse de esas primeras cartas que ha recibido. Uno quiere tenerlas permanentemente junto a sí como hermosas flores regaladas, todavía frescas y a las que no deja de mirar sino para olerlas de cerca. La frase que uno se sabe de memoria es encantadora para releer, y en la que uno ha aprendido menos literalmente, se quiere verificar el grado de ternura de una expresión. ¿Escribió ella acaso: «Su querida carta»? Pequeña desilusión para la ternura que se respira y que debe atribuirse ya a que uno haya leído demasiado ligero, ya a la letra ilegible de la corresponsal; no ha puesto: «Y su querida carta», sino: «Al ver esta carta». Pero el resto es tan tierno… ¡Oh, que vengan mañana semejantes flores! Y luego eso ya no basta; habría que comparar las palabras escritas con las miradas y la voz. Se concierta una cita, y —sin que haya siquiera cambiado— ahí donde uno quería encontrar el hada Viviana de acuerdo a la descripción u al recuerdo personal, se encuentra uno al Gato con botas. A pesar de ello, la cita es para el día siguiente porque después de todo es ella, y ella es lo que uno deseaba. Y esos deseos para una mujer que se ha soñado, no hacen absolutamente necesaria la belleza de semejante precisión. Esos deseos son sólo el deseo de semejante ser; vagos como perfumes, así como el estoraque era el deseo de Protirea, el azafrán el deseo etéreo las especias el deseo de Hera, la mirra el perfume de los magos, el maná el deseo de Nica, el incienso el perfume del mar. Pero esos perfumes que cantan los Himnos Orficos son mucho menos numerosos que las divinidades que adoran. La mirra es el perfume de los magos, y también el de Protogono, de Neptuno, de Nereo, de Leteo; el incienso es el perfume del mar y también el de la hermosa Dica, de Temis, de Circe, de las nueve Musas, de Eos, de Mnemosina, del día, de Dikaiosuné. En cuanto al estoraque, el maná y las especias, no acabaríamos de enumerar las divinidades que los inspiran, a tal punto son numerosas. Anfietes tiene todos los perfumes, con excepción del incienso, y Gea rechaza únicamente las habas y las especias. Así sucedía con esos deseos de las muchachas que tenía. Menos numerosos que ellas, se trocaban en desilusiones y tristezas bastante parecidas unas a otras. Nunca quise mirra. La reservé para Júpiter y para la princesa de Guermantes, porque ella es el deseo de Protogono, «de dos sexos, con el mugido del toro, las orgías innumerables, memorable, inenarrable, descendiendo alegre hacia los sacrificios de las Orgiofantes».

Pero pronto la estación llegó a su punto culminante; todos los días llegaba alguien más; y en la frecuencia súbitamente acrecida de mis paseos que reemplazaba la encantadora lectura de Las Mil y Una Nockes había una causa sin placer y que los envenenaba a todos. La playa estaba poblada ahora de muchachas, y la idea que me sugiriera Cottard no me proporcionó nuevas dudas, pero me había sensibilizado y fragilizado por esa parte y precavido para que no se me formasen; en cuanto llegaba una mujer joven a Balbec, yo me sentía incómodo y le proponía las más lejanas excursiones a Albertina para que no pudiera conocerla y aun, si era posible, para que no advirtiese a la recién llegada. Temía, naturalmente, más a aquellas cuya mala conducta era notable o notoria su mala reputación; trataba de convencer a mi amiga de que esa mala reputación no se apoyaba en nada y era una calumnia, quizás sin confesármelo, por un temor aún inconsciente de que tratase de vincularse a la depravada o que lamentara no poder buscarla por mi causa o que creyese, debido a la gran cantidad de ejemplos, que un vicio tan difundido no es condenable. Negándoselo a cada culpable, no tendía a nada menos que a pretender que el safismo no existe, Albertina adoptaba mi incredulidad por el vicio de tal o cual: «No creo que sólo quiera adoptar un estilo: es para darse tono». Pero entonces lamentaba casi haber defendido la inocencia, porque me disgustaba que Albertina, antes tan severa, pudiese creer que ese estilo fuese algo tan halagüeño y lo bastante favorecedor como para que una mujer exenta de esas aficiones tratara de aparentarlo. Yo hubiese querido que ninguna mujer llegara a Balbec; temblaba al pensar que era aproximadamente el momento en que debía llegar la señora Putbus a casa de los Verdurin y su mucama, de la que Saint-Loup no me había ocultado las preferencias, pudiese excursionar hasta la playa y si era un día en que yo no estaba con Albertina, tratar de corromperla. Llegaba a preguntarme como Cottard no me había ocultado que los Verdurin tenían mucho afecto por mí y aunque aparentaba que no quería correr, como decía, tras de mí, hubiesen dado cualquier cosa para que yo fuese a su casa no podría conseguir, asegurándoles que les llevaría a París a todos los Guermantes del mundo, que la señora de Verdurin, bajo un pretexto cualquiera, avisara a la señora de Putbus que le era imposible guardarla en su casa y la despachara cuanto antes. A pesar de esos pensamientos y como era especialmente la presencia de Andrea la que me inquietaba, el apaciguamiento que me habían procurado las palabras de Albertina aún persistía un poco. Yo sabía, además, que pronto lo necesitaría mucho menos, ya que Andrea iba a partir con Rosamonde y Gisela, casi en momentos en que todos llegaban y no tenía que pasar junto a Albertina más que algunas semanas. Durante estas, por otra parte, Albertina pareció combinar todo lo que hacía y todo lo que decía con vistas a destruir mis sospechas si me quedaba alguna o impedir que renacieran. Se las arreglaba para no quedarse sola con Andrea e insistía cuando volvíamos para que fuese a buscarla si debíamos salir. Andrea, sin embargo, por su parte, se tomaba buscarla trabajo análogo y parecía evitarla a Albertina. Y ese aparente acuerdo no era el único indicio que pareciera indicarme que Albertina debió poner a su amiga al corriente de nuestra entrevista y solicitarle que tuviera la gentileza de calmar mis absurdas sospechas.

Hacia esa época se produjo en el gran hotel de Balbec un escándalo que contribuyó a cambiar la pendiente de mis tormentos. La hermana de Bloch tenía desde tiempo atrás relaciones secretas con una antigua actriz y pronto no les bastaron. El hecho de que las vieran parecía agregar perversidad a sus placeres y querían sumergir sus peligrosas expansiones en las miradas de todos. Eso empezó con caricias, que en resumen podían atribuirse a una amistosa intimidad, en el salón de juego, alrededor de la mesa de baccará. Luego se hicieron más audaces. Y por fin una noche, sobre un diván, en un rincón ni siquiera oscuro de la gran sala de baile, apenas se molestaron más que si estuviesen en su cama. Dos oficiales que estaban con sus mujeres no lejos de ahí se quejaron al director. Pudo creerse por un momento que su protesta habría tenido alguna eficacia. Pero tenían en su contra haber venido por una noche desde Tettegolme, donde habitaban, hasta Balbec y no podían ser útiles en lo mínimo al director. Mientras que aún a espaldas suyas y por más observaciones que el director le hiciese planeaba sobre la señorita Bloch la protección del señor Nissim Bernard. Hay que explicar el porqué. El señor Nissim Bernard practicaba en el más alto grado las virtudes de familia. Todos los años alquilaba en Balbec una casa magnifica para su sobrino, y ninguna invitación podía apartarlo de la cena en casa de él, que en realidad era la casa de ellos. Pero nunca almorzaba en su casa. Todos los días, a mediodía estaba en el Grand-Hotel. Es que él mantenía, como tantos otros, a un estudiante de ópera, un empleado bastante parecido a esos botones de los que hemos hablado y que nos hacían pensar en los jóvenes israelitas de Estker y de Atkalie. A decir verdad, los cuarenta años que separaban al señor Nissim Bernard del joven empleado, debían haberlo preservado de un contacto poco amable. Pero, como lo dice Racine con tanta sabiduría en los mismos coros:

¡Dios mío! ¡Cómo una naciente virtud,

entre tantos peligros, anda con pasos inseguros!

¡Qué obstáculos halla para sus designios

un alma que te busca y quiere ser inocente!

Por más que el joven empleado «educado lejos del mundo» estuviese en el Templo-Palace de Balbec, no había seguido el consejo de Joad:

No te apoyes en la riqueza ni en el oro.

Se había dado quizás a sí mismo un motivo diciéndose: «La tierra está cubierta de pecadores». Por más que así fuese y aunque el señor Nissim Bernard no esperase un plazo tan corto, desde el primer día,

Y aunque fuese aún terror o para acariciarlo

se sintió apresado entre sus brazos inocentes.

Se había dado quizás a sí mismo un motivo diciéndose: «La tierra está cubierta de pecadores». Por más que así fuera y aunque el señor Nissim Bernard no esperase un plazo tan corto, desde el primer día,

De flores en flores, de placeres en placeres,

paseemos nuestros deseos.

El número de nuestros años pasajeros es inseguro.

Apresurémonos a gozar la vida.

El honor y los empleos,

son el precio de una ciega y dulce obediencia.

Para la triste inocencia,

quién elevaría la voz.

Desde ese día el señor Nissim Bernard no había dejado de ocupar su lugar en el almuerzo (como lo hubiese hecho en la platea alguien que mantiene a una corista, corista esta de un estilo fuertemente característico y que aún espera su Degas). Era un placer para el señor Nissim Bernard seguir en el comedor y hasta las lejanas perspectivas en que dominaba la cajera bajo su palmera, las evoluciones del adolescente presuroso en el servicio, al servicio de todos y menos del señor Nissim Bernard desde que este lo mantenía, sea que el joven monaguillo no creyese necesario probar la misma amabilidad a alguien de quien se creía suficientemente amado, sea que ese amor lo irritase o temiese que al ser descubierto le hiciera perder otras oportunidades. Pero esa misma frialdad gustaba al señor Nissim Bernard, por todo lo que disimulaba y ya fuese por atavismo hebraico o por profanación del sentimiento cristiano, se complacía singularmente en la ceremonia raciniana, judía o católica. De ser una verdadera representación de Esther o de Athalie, el señor Bernard habría lamentado que la diferencia de siglos no le permitiese conocer a Juan Racine, su autor, y conseguir para su protegido un papel más importante. Pero la ceremonia del almuerzo no emanaba de ningún escritor y se contentaba, por ende, manteniéndose en buenas relaciones con el director y con Aimé, por quien el «joven israelita» fuera promovido a las deseadas funciones de jefe segundo o de jefe de fila. Le habían ofrecido las de sumiller. Pero el señor Bernard lo obligó a rechazarlas porque ya no hubiese podido venir cada día a verlo corretear por el comedor verde, a que lo sirviera como un extraño. Y ese placer era tan fuerte que todos los años volvía el señor Bernard de Balbec y tomaba su almuerzo fuera de casa; costumbres en las que el señor Bloch veía, en la primera una afición poética por la hermosa luz y los crepúsculos de esa costa preferida a cualquier otra; en la segunda, una manía inveterada de viejo solterón.

A decir verdad, ese error de los padres del señor Nissim Bernard, que no sospechaban la verdadera razón de su regreso anual a Balbec y lo que la pedante señora Bloch llamaba sus calaveradas de cocina, ese error era una verdad más profunda y de segundo grado. Porque el mismo señor Nissim Bernard ignoraba lo que su gusto de mantener a uno de sus sirvientes al que aún le faltaba su Degas podía contener de amor por la playa de Balbec, por la vista del mar que se tenía desde el restaurante y de costumbres maniáticas. Por eso el señor Nissim Bernard mantenía con el director de ese teatro que era el hotel de Balbec y con el director escénico y régisseur Aimé —cuyos papeles en todo este asunto no eran precisamente muy limpios— excelentes relaciones. Algún día se hartan intrigas para obtener un gran papel, quizás un puesto de maître[39]. Mientras tanto, el placer del señor Nissim Bernard, por poético y tranquilamente contemplativo que fuera, tenía algo de la característica de esos mujeriegos que siempre saben —el Swann de antaño por ejemplo que yendo por el mundo van a encontrar su amante. Apenas se sentara, el señor Nissim Bernard vería que el objeto de sus anhelos avanzaba por el escenario llevando frutas en la mano o cigarros en una bandeja. Por eso todas las mañanas, después de besar a su sobrina, haberse preocupado por los trabajos de mi amigo Bloch y ofrecido a sus caballos terrones de azúcar en la palma de la mano, tenía una prisa febril por llegar al almuerzo del Gran Hotel. Aunque estallase un incendio en su casa o su sobrina sufriera un ataque, sin duda partiera lo mismo. Por eso temía tanto como a la peste a un resfrío que le hiciese guardar cama —porque era hipocondríaco—, y eso lo hubiese obligado a pedirle a Aimé que le mandara a su casa a su joven amigo antes de la hora de la merienda.

Le gustaba, por otra parte, todo ese laberinto de pasillos, piezas secretas, salones, vestuarios, alacenas y galerías que era el hotel de Balbec. Por atavismo oriental, amaba los serrallos y cuando salía de noche se le veía explorar furtivamente los alrededores.

Mientras, arriesgándose hasta los subsuelos y buscando, a pesar de todo, que no lo vieran para evitar así el escándalo, el señor Nissim Bernard, en su búsqueda de los jóvenes levitas, hacía pensar en estos versos de la Juive:

¡Oh, Dios de nuestros padres,

desciende entre nosotros

y oculta nuestros misterios

a los ojos de los malvados!

Yo subía, por el contrario, al cuarto de dos hermanas que hablan acompañado hasta Balbec como mucamas a una anciana extranjera.

Era lo que en el lenguaje de los hoteles se llamaban dos mensajeras y en el de Francisca, que suponía que un mensajero o una mensajera están ahí para hacer mandados, dos mandaderas. Los hoteles, en cambio, se estacionaron con más nobleza en los tiempos en que se cantaba: «Es un mensajero de gabinete».

A pesar de las dificultades que tenía un cliente para ir a los cuartos de las mensajeras y viceversa, me había vinculado rápida jóvenes, la señorita María Gineste y la señora Celeste Albaret. Nacidas al pie de las altas montañas del centro de Francia, al borde de los arroyos y los torrentes (el agua llegaba a pasar debajo de sus casas natales, donde giraba un molino y lo destrozara varias veces una inundación), parecían haber conservado su naturaleza. María Gineste era más regularmente rápida y jadeante, Celeste Albaret, más blanda y más lánguida, desparramada como un lago, pero con unos terribles retornos de barboteo en que su furor recordaba el peligro de las crecidas y de los líquidos torbellinos que todo lo arrastran y todo lo saquean. Venían a menudo a verme por la mañana cuando estaba aún acostado. Nunca he conocido a personas más voluntariosamente ignorantes que no habían aprendido nada en absoluto en la escuela y cuyo lenguaje tuviese, sin embargo, algo tan literario que sin la naturalidad casi salvaje de su tono pudiera suponerse que sus palabras eran afectadas. Con una familiaridad que no retoco, a pesar de los elogios (que no están aquí para alabarme a mí, sino al extraño genio de Celeste) y las críticas igualmente falsas pero muy sinceras que esos conceptos parecían merecerme, mientras mojaba medialunas en la leche, Celeste me decía: «¡Oh diablito negro de cabellos de arrendajo, oh profunda malicia! No sé en qué pensaba su madre cuando lo hacía, porque lo tiene todo de un pájaro. Mira, María: ¿no parece que se está alisando las plumas y gira su cuello con elasticidad? Parece liviano y uno diría que está por aprender a volar. ¡Ah!, usted tiene suerte que los que lo han criado lo hayan hecho nacer entre los ricos; qué hubiera sido de usted, derrochador como lo es. Ahí tira su medialuna porque ha tocado la cama. Vamos, ahora derrama la leche y espera que le ponga una servilleta, porque no sabrá arreglárselas; nunca vi a nadie tan tonto y tan torpe como usted». Se oía entonces el ruido más regular de torrente de María Gineste, que furiosa reprimía a su hermana: «Vamos, Celeste, ¿vas a callarte? ¿No estás loca de hablarle así al señor?». Celeste no hacía sino sonreír; y como detesto que me pongan servilleta: «Pero no, María; míralo, ¡bing!, ahora se ha erguido, recto como una serpiente. Una verdadera serpiente, te digo». Prodigaba, por otra parte, las comparaciones zoológicas, porque según ella no se sabía cuándo dormía, revoloteaba toda la noche como una mariposa y durante el día era tan veloz como una ardilla. «¿Sabes, María? Como las que se ven por casa, tan ágiles que ni con los ojos puede uno seguirlas». «Pero, Celeste, ya sabes que no le gusta tener una servilleta cuando come». «No es que no le guste; es para asegurar que no se le tuerce la voluntad. Es un señor, y quiere demostrar que es un señor. Le cambiarán diez veces las sábanas si es necesario, pero no cederá. Las de ayer ya hablan hecho lo suyo, pero hoy acaban de ponerlas y ya habrá que cambiarlas. ¡Ah, yo tenía razón al decir que no ha sido hecho para nacer entre los pobres! Mira, se le erizan los cabellos y se le hinchan de indignación como plumas de ave. Pobre ploumissou[40]». Aquí ya no era María quien protestaba, sino yo, porque no me sentía señor en absoluto. Pero Celeste nunca creía en la sinceridad de mi modestia y cortándome la palabra: «¡Ah pícaro, ah dulzura, ah perfidia, astuto entre los astutos, canalla entre los canallas! ¡Ah, Moliere!». (Era el único nombre de escritor que conocía, pero me lo aplicaba entendiendo por él a alguien capaz de componer piezas y representarlas a un tiempo). «¡Celeste!», gritaba imperiosamente María, que ignoraba el nombre de Moliere y temía que fuese una nueva injuria. Celeste volvía a sonreír: «No has visto en su cajón su fotografía cuando chico. Había querido hacernos creer que lo vestían siempre muy sencillamente. Y ahí, con su bastoncito, no es más que pieles y puntillas, como nunca las tuvo príncipe alguno. Pero no es nada al lado de su inmensa majestad y su bondad aún más profunda». «Entonces —gruñía el torrente— María, ahora le hurgas los cajones». Para apaciguar los temores de María, le preguntaba su opinión acerca de lo que hacía el señor Nissim Bernard… «¡Ah, señor!, son cosas que no podía creer que existieran: hemos tenido que venir aquí —y birlándole el peón por una vez a Celeste con una palabra más honda—: ¡Ah!, vea usted, señor, nunca podrá saberse lo que puede haber en una vida». Para cambiar de tema, le hablaba de la de mi padre, que trabajaba noche y día. «¡Ah, señor!, son vidas que no guardan nada para sí, ni un minuto, ni un placer; todo enteramente todo, es un sacrificio para los demás; son vidas donadas». «Mira, Celeste; sólo para poner la mano sobre su frazada y tomar su medialuna, ¡qué distinción! Puede hacer las cosas más insignificantes: parece que toda la nobleza de Francia hasta los Pirineos, se desplaza en cada uno de sus movimientos».

Aniquilado por ese retrato tan poco verídico, yo me callaba; Celeste veía en ello una nueva astucia: «¡Ah!, frente que pareces tan pura y ocultas tantas cosas, mejillas amigas y frescas como el interior de una almendra, pequeñas manos de satén peludo, uñas como garras, etc. Mira, María, cómo bebe su leche con un recogimiento que me dan ganas de rezar. ¡Qué seriedad! Deberían retratarlo en este momento. Tiene todo de los niños. ¿Será por beber leche como ellos que ha conservado su tez clara? ¡Ah, juventud! ¡Ah, bella piel! Nunca envejecerá. Tiene suerte usted: nunca tendrá que alzarle la mano a nadie porque tiene ojos que saben imponer su voluntad. Y ahora se ha enojado. Está de pie, erguido como una evidencia».

A Francisca no le gustaba para nada que aquellas a quienes llamaba las dos zalameras viniesen a conversar en esa forma conmigo. El director, que hacía vigilar todo lo que sucedía por sus empleados, hasta llenó a observarme gravemente que no era digno de un cliente conversar con mensajeras. Yo, a quien las zalameras parecían superiores a todas las clientas del hotel, me contenté con reírle en las barbas, convencido de que no comprendería mis explicaciones. Y las dos hermanas volvían. «Mira, María, ¡qué rasgos tan finos! ¡Oh, perfecta miniatura, más hermosa que la más preciosa conservada bajo vidrio, porque tiene los movimientos y palabras para oírlo los días y las noches!».

Es un milagro que una dama extranjera hubiese podido llevarlas, porque sin saber historia ni geografía, odiaban en confianza a los ingleses, los alemanes, los rusos, los italianos y la gentuza de los extranjeros y no querían, con excepciones, sino a los franceses. Sus rostros hablan conservado a tal punto la humedad de la maleable arcilla de sus arroyos que en cuanto se hablaba de un extranjero que estaba en el hotel, para repetir lo que había dicho, Celeste y María aplicaban su cara a las suyas, su boca se convertía en su boca, sus ojos en sus ojos. Uno hubiera querido conservar tan admirables máscaras teatrales. La misma Celeste, al fingir que sólo repetía lo que había dicho el director o alguno de mis amigos, insertaba en su pequeño relato conceptos fingidos en los que se encontraban maliciosamente pintados todos los defectos de Bloch o los del presidente primero etc., sin aparentarlo. Bajo la apariencia del resumen de un sencillo menester de que se había hecho cargo amablemente, era un retrato inimitable. Nunca leían nada ni siquiera un diario. Un día, sin embargo, me encontraron un volumen sobre la cama. Eran poemas admirables, pero oscuros, de Saint-Léger. Celeste leyó algunas páginas, y me dijo: «¿Está seguro de que son versos? ¿No serán más bien adivinanzas?».

Evidentemente, para una persona que en su infancia había aprendido una sola poesía: Aquí abajo se mueren todas las lilas, faltaba cierta transición. Creo que su obstinación en no aprender nada dependía de su terruño insalubre. Estaban, sin embargo, tan dotadas como un poeta, con más modestia de la que tienen en general. Porque si dijera Celeste algo notable y al no recordarlo bien, le pedía yo que lo repitiera, aseguraba que lo había olvidado. Nunca leerán libros, pero tampoco los escribirán.

Francisca se impresionó bastante al saber que los dos hermanos de esas mujeres tan sencillas se habían casado, uno con la sobrina del arzobispo de Tours, el otro con una parienta del obispo de Rodez. Al director eso no le hubiese llamado la atención. Celeste le reprochaba a veces a su marido que no la comprendiera y a mí me asombraba que pudiese soportarla. Porque en ciertos momentos, estremecida, furiosa y destruyéndolo todo, era odiosa. Se asegura que el líquido salado que constituye nuestra sangre no es más que la supervivencia interior del elemento marino primitivo. Creo en la misma forma que Celeste conservaba no solamente el ritmo de los arroyos del terruño en sus furores, sino en sus horas de depresión. Cuando se agotaba, era a su modo: quedaba verdaderamente en seco. Nada hubiera podido entonces revivirla. Y de pronto la circulación volvía a su alto cuerpo magnifico y liviano. El agua corría por la trasparencia opalina de su piel azulada. En esos momentos se ponía verdaderamente celeste.

Por más que la familia de Bloch nunca hubiese sospechado el motivo por el cual su tío no almorzaba nunca en casa y lo aceptara desde un principio como una manía de viejo solterón que se debía quizás a las exigencias de sus relaciones con alguna actriz, todo lo que concernía al señor Nissim Bernard era tabú para el director del hotel de Balbec. Y he aquí por qué, sin siquiera haberlo comentado con el tío, no se había atrevido finalmente a echarle la culpa ala sobrina, recomendándole, sin embargo, alguna circunspección. Y cuando la muchacha y su amiga que durante algunos rifas se habían imaginado excluidas del casino y del Grand-Hotel, vieron que todo se arreglaba, se sintieron felices al poder mostrarles a aquellos padres de familia que las hacían a un lado, que podían permitirse impunemente cualquier cosa. Sin duda, no negaron hasta repetir la escena pública que había sublevado a todos; pero poco a poco sus modales volvieron insensiblemente. Y una noche que yo salía del casino semiapagado con Albertina y Bloch, a quien habíamos encontrado, pasaron abrazadas, sin dejar de besarse, y llegando hasta donde estábamos, lanzaron cloqueos, risas y gritos indecentes. Bloch bajó la mirada para no aparentar que reconocía a su hermana y yo me torturé pensando que ese lenguaje atroz y particular se dirigía quizás a Albertina.

Otro incidente fijó aún más mis preocupaciones del lado de Gomorra. Había visto en la playa a una hermosa joven esbelta y pálida cuyos ojos, alrededor de su centro, disponían de rayos tan geométricamente luminosos que ante su mirada uno pensaba en una constelación. Pensaba que esa muchacha era más hermosa que Albertina y que sería mucho más sensato renunciar a la obra. A lo sumo, el rostro de esa hermosa muchacha había sido pulido por la garlopa invisible de una vida sumamente baja, por la permanente aceptación de recursos vulgares a tal punto que sus ojos más nobles sin embargo que el resto del semblante, no debían irradiar sino apetitos y deseos. Y al día siguiente, puesto que esa muchacha estaba ubicada en el casino muy lejos de nosotros, vi que no dejaba de posar sobre Albertina los fuegos alternados y giratorios de sus miradas. Parecía que le hacía señales, como quien utiliza un faro. Sufría al pensar que mi amiga pudiese advertir que le hacían tanto caso y temía que esas miradas incesantemente encendidas no tuviesen el significado convencional de una cita de amor para el día siguiente. ¿Quién sabe? A lo mejor, esa cita era la primera. La joven de los ojos radiantes pudo haber venido otro año a Balbec. Era quizás porque Albertina ya cediera a sus deseos o a los de una amiga que esta se permitía dirigirle tan brillantes señales. Hacían entonces algo más que reclamar algo para el presente; se autorizaban para ello por los buenos momentos del pasado.

En tal caso esa cita no debía ser la primera, sino la continuación de reuniones realizadas juntas en años anteriores. Y efectivamente, las miradas no decían: «¿Quieres?». En cuanto la joven advirtió a Albertina, había girado del todo su cabeza y hecho relucir ante ella miradas cargadas de recuerdo, como si temiese y le asombrase que su amiga no recordara. Albertina, que la veía muy bien, permaneció flemáticamente inmóvil, de manera que la otra con la misma clase de discreción de un hombre que ve a su antigua querida con otro amante, deja de mirarla y después ya no se ocupa de ella, como si no hubiese existido.