Aunque el atavismo y los parecidos familiares fueran los únicos motivos, es inevitable que el tío que da el sermón tenga más o menos los mismos defectos que el sobrino a quien debe retar. El tío no pone en ello, por otra parte, ninguna hipocresía, desorientado por la facultad que tienen los hombres de creer a cada circunstancia nueva que se trata de «otra cosa», facultad que les permite adoptar errores artísticos, políticos, etc., sin advertir que son los mismos que creyeron verdades diez años antes, a propósito de otra escuela de pintura que repudiaban, de otro asunto político que creían merecer su odio, de los que han regresado y que adoptan sin reconocerlos bajo el nuevo disfraz. Por otra parte, aunque las culpas del tío sean distintas a las del sobrino, la herencia puede ser la ley causal en cierta medida, porque el efecto no siempre se parece a la causa, como la copia al original, y aunque las culpas del tío sean peores, puede perfectamente creerlas menos graves.

Cuando el señor de Charlus acababa de hacerles indignadas advertencias a Roberto, que, por otra parte, no conocía los verdaderos gustos de su tío, en esa época y aunque fuera aquella en que el barón fustigara sus propios gustos, podía haber sido perfectamente sincero al advertir desde el punto de vista del hombre de mundo que Roberto era infinitamente más culpable que él. ¿Acaso Roberto no había estado a punto de hacerse desterrar de su mundo en momentos en que a su tío le habían encargado que le hiciera comprender razones? ¿Acaso no estuvo a punto de ser rechazado en el Jockey y no era objeto de burlas debido a los gastos desorbitados que hacía por una mujer de ínfima categoría y por sus amistades con gente, autores, actores, judíos, de los cuales ninguno pertenecía a la sociedad? ¿Por sus opiniones que no se diferenciaban de las de los traidores, por el dolor que causaba a todos los suyos? ¿En qué podía compararse esa vida escandalosa con la del señor de Charlus, que había sabido hasta entonces no sólo conservar, sino agrandar su situación de Guermantes, sumamente buscado en sociedad, privilegiado, adulado por la mente más selecta y que, al casarse con una princesa de Borbón, mujer eminente, había sabido hacerla feliz; dedicar a su memoria un culto más ferviente y más exacto de lo que se acostumbra en sociedad y había sido así tan buen marido como buen hijo?

«¿Pero estás seguro de que el señor de Charlus haya tenido tantas amantes?», le pregunté, no con la intención ciertamente diabólica de revelar a Roberto el secreto que sorprendiera, pero fastidiado, sin embargo, al haberle oído sostener un error con tanta certeza y suficiencia. Se contentó con alzar los hombros en respuesta a lo que creía mi candidez. «Por otra parte, no se le reprocho, y me parece que tiene perfectamente razón». Y empezó a esbozarme una teoría que hubiese horrorizado a Balbec (donde no se conformaba con escarnecer a los seductores, ya que la muerte parecía el único castigo proporcionado al crimen). Es que por entonces estaba todavía enamorado y celoso. Llegó hasta a hacerme el elogio de las casas de citas. «Sólo ahí encuentra uno calzado a su medida, lo que llamamos en el ejército nuestro gálibo». Ya no sentía por esa clase de lugares el asco que lo sublevaba en Balbec cuando yo los mencionaba, y al oírlo ahora, le dije que Bloch me los había hecho conocer, pero Roberto me contestó que si allí iba Bloch, debía ser «extremadamente pobre, el paraíso del desposeído». «Depende, después de todo: ¿dónde era?». Me quedé cortado, porque recordé que ahí era en efecto donde se entregaba por un «luis[22]» aquella Raquel que tanto había querido Roberto… «De cualquier modo te haré conocer algunas mucho mejores, donde hay mujeres estupendas». Al oírme expresar el deseo de que me acompañase lo antes posible a las que conocía y que debían ser, en efecto, muy superiores a la casa que me había indicado Bloch, demostró un pesar sincero por no poderlo hacer esta vez, ya que volvía al día siguiente. «Será para mi próxima estada dijo. Ya verás, hasta hay muchachas agregó con aspecto misterioso».

«Hay una jovencita de… creo que de Orgeville, te lo diré exactamente, que es hija de gente de lo mejor: la madre es más o menos La Croix-l’Evéque, gente en el candelero, hasta algo parientes, salvo error, de mi tía Oriana. Por otra parte, basta mirar a la chica para advertir que es hija de gente bien. (Sentí que se extendía un instante sobre la voz de Roberto la sombra del genio de los Guermantes que pasó como una nube, pero a gran altura y sin detenerse). Me parece algo maravilloso. Los padres están siempre enfermos y no pueden andar tras ella. Vaya, la chica se entretiene, y cuento contigo para buscarle distracciones a esa muchacha». «¡Oh!, ¿cuándo volverás?». «No sé; si no tienes un interés absoluto en duquesas (el título de duquesa es para la aristocracia el único que designa un rango particularmente brillante, como para el pueblo, princesas), en otro género tenemos a la primera mucama de la señora de Putbus». En ese momento la señora de Surgis entró en el salón de juego para buscar a sus hijos. Al advertirla, el señor de Charlus fue hacia ella con una amabilidad que sorprendió a la marquesa tanto más agradablemente cuanto que esperaba una gran frialdad del barón, que en todo tiempo se hiciera pasar como protector de Oriana y el único de la familia que a menudo complacía las exigencias del duque a causa de su herencia y por celos con respecto ala duquesa y mantenía implacablemente a distancia a las amantes de su hermano. Por eso, aunque la señora de Surgis comprendiese perfectamente los motivos de la actitud que le temía al barón, no sospechó en lo mínimo los de la acogida completamente opuesta que recibiera. Le habló con admiración del retrato que Jacquet le había hecho antaño. Esa admiración se exaltó hasta un entusiasmo que si era parcialmente interesado, para impedir que la marquesa se alejara de él, para «engancharla», como decía Roberto de los ejércitos enemigos cuando uno quiere obligar a sus efectivos a quedarse en cierto punto, también podía ser sincero. Porque si cada cual se complacía admirando en los hijos el porte de reina y los ojos de la señora de Surgis, el barón podía experimentar un placer inverso pero tan vivo en encontrar esos encantos reunidos en haz en su madre, como en un retrato que no inspira deseos por él mismo, pero los alimenta con la admiración estética que provoca a los que despierta. Estos daban retrospectivamente un encanto voluptuoso al retrato mismo de Jacquet, y en ese momento el barón lo hubiese adquirido de buena gana para estudiar en él la genealogía fisiológica de los dos jóvenes Surgis.

«Ya ves que no exageraba me dijo Roberto. Mira un poco el entusiasmo de mi tío en torno a la señora de Surgis. Y aun me asombra. Si lo supiera Oriana se pondría furiosa. Francamente hay bastantes mujeres sin precipitarse justamente sobre esa», agregó. Como todos los que no están enamorados, suponía que uno elige a la persona que ama, después de mil deliberaciones y por sus cualidades y las distintas conveniencias. Por otra parte, al equivocarse con respecto a su tío, que creía inclinado a las mujeres, Roberto, en su rencor, hablaba del señor de Charlus con demasiada ligereza. No siempre se es impunemente el sobrino de alguien. Muy a menudo por su intermedio se transmite tarde o temprano un hábito hereditario. Se podría hacer así toda una galería de retratos, con el título de la comedia alemana «Tío y sobrino», en que se viese al tío cuidado celosa aunque involuntariamente para que su sobrino acabe por parecérsele. Agregaré todavía que esa galería sería incompleta si no figurasen en ella los tíos que no tienen ningún parentesco real, porque no son más que los tíos de la mujer del sobrino. Los señores de Charlus están, en efecto, tan convencidos de ser los únicos buenos maridos y, además, los únicos de quienes una mujer no tiene celos, que generalmente, por afecto a su sobrina, la casan también con un Charlus. Lo que enreda la madeja de los parecidos. Y al afecto por la sobrina se une a veces también el afecto por su novio. Semejantes casamientos no son raros y constituyen lo que a menudo se llaman felices.

«¿De qué hablábamos? ¡Ah!, de esa rubia alta, la mucama de la señora de Putbus. También le gustan las mujeres, pero supongo que eso no te importará; te puedo decir con franqueza que nunca he visto criatura más hermosa». «¿Me la imagino bastante Giorgione?». «Giorgione con locura. ¡Ah, si tuviera tiempo disponible para quedarme en París, qué cosas magníficas podría hacer! Y después pasar a otras. Porque en cuanto al amor, ¿sabes?, es una buena broma; ya estoy bastante de vuelta». Advertí pronto, con sorpresa, que estaba igualmente de regreso de la literatura, aunque en nuestro último encuentro sólo me parecía desencantado de los literatos. (Son casi todos Porquería y Cía., me había dicho, lo que podía explicarse debido a su justificado rencor por ciertos amigos de Raquel. La habían convencido, en efecto, de que nunca tendría talento si dejaba que «Roberto, hombre de otra raza», adquiriera influencia sobre ella y se burlaban de él con ella y delante de él, en las comidas que les ofrecía). Pero, en realidad, el amor de Roberto por las letras no tenía nada profundo, no se desprendía de su verdadera naturaleza, no era más que un derivado de su amor por Raquel y se le había esfumado al mismo tiempo que su horror por la gente de placer y su respeto religioso por la virtud de las mujeres. «¡Qué extraños parecen estos dos jóvenes! Mire esa curiosa pasión del juego, marquesa» —dijo el señor de Charlus, señalando sus dos hijos, a la señora de Surgis, como si ignorase por completo quiénes eran. Deben ser dos orientales: tienen algunos rasgos característicos; quizás sean turcos agregó para confirmar a un tiempo todavía su fingida inocencia y demostrar una vaga antipatía que, cuando dejara luego su lugar a la amabilidad, probaría que se dirigía solamente a la cualidad de hijos de la señora de Surgis, ya que no había comenzado más que cuando el barón supo quiénes eran. Quizás también el señor de Charlus, en quien la insolencia era un don natural que le alegraba ejercer, aprovechaba ese minuto durante el cual podía ignorar cuál era el nombre de esos dos jóvenes para divertirse a expensas de la señora de Surgis y entregarse a sus ironías habituales, como Scapin aprovecha el disfraz de su amo para administrarle tundas de palos.

«Son mis hijos», dijo la señora de Surgis con un rubor que no hubiera tenido de haber sido más fina sin ser más virtuosa. Hubiese comprendido entonces que la expresión de absoluta indiferencia o de ironía que manifestaba el señor de Charlus con respecto a un joven no era más sincera que la admiración completamente superficial que demostraba a una mujer, y no expresaba el verdadero fondo de su naturaleza. Aquella a quien dirigiera indefinidamente los propósitos más halagüeños, pudiera tener celos de la mirada que mientras versaba con ella lanzaba a un hombre al que luego fingía no haber mirado. Porque esa mirada era muy distinta a las que el señor de Charlus tenía para las mujeres: una mirada particular, que provenía de lo hondo y que aun en una velada no podía dejar de dirigirse cándidamente a los jóvenes, como las miradas de un modista que revelan su profesión por la manera inmediata que tienen de adherirse a los trajes.

«¡Oh, qué curioso! —contestó no sin insolencia el señor de Charlus, pareciendo que hacía recorrer a su pensamiento un largo trayecto para traerlo a una realidad tan distinta de la que fingía haber supuesto. Pero no los conozco agregó, temiendo haber ido un poco lejos en la expresión de la antipatía y haber paralizado así en la marquesa la intención de hacérselos conocer». «¿Me permitirla que se los presentase?», pidió tímidamente la señora de Surgis.

«Pero, Dios mío, ¿cómo lo duda usted? Ya lo creo, aunque no soy un personaje quizás muy divertido para muchachos tan jóvenes»; salmodio el señor de Charlus con un poco de cavilación y la frialdad de alguien que se deja arrancar una cortesía.

«¡Arnulfo, Victurniano, vengan pronto!», dijo la señora de Surgis. Victurniano se levantó con decisión. Arnulfo, sin ver más allá de su hermano, lo siguió dócilmente «Ahora les toca el turno a los hijos me dijo Roberto». Es como para morirse de risa. Se esfuerza en complacer hasta al perro de la casa. Tanto más raro cuanto que mi tío detesta a los gigolos. Y mira cómo los escucha con seriedad. Si yo hubiese querido presentárselos, me hubiera mandado a paseo. Escucha, tendré que saludar a Oriana. Tengo tan poco tiempo para quedarme en París que quiero tratar de ver aquí a toda la gente a quien en caso contrario tendría que dejarles tarjetas.

«¡Qué educados parecen, qué buenos modales!», estaba diciendo el señor de Charlus. «¿Lo cree usted así?», contestaba, encantada, la señora de Surgis.

Al vernos, Swann se nos acercó a Saint-Loup y a mí. La alegría judía era en Swann menos fina que las brumas del hombre de mundo. «Buenas noches —nos dijo—, ¡Dios mío! Los tres juntos; parece una reunión de sindicato. Por poco, buscará la gente dónde queda la caja». No había advertido que a sus espaldas estaba el señor de Beaucerfeuil y lo oía. El general frunció involuntariamente el ceño. Oíamos la vez del señor de Charlus, junto a nosotros: «¿Cómo, se llama usted Victurniano, igual que en el Gabinete de los Antiguos?», decía el barón para prolongar la conversación con los dos jóvenes. «De Balzac, sí», contestó el mayor de los Surgis, que no había leído nunca una línea de ese novelista, pero a quien su profesor señalaba hacía algunos días la similitud de su nombre con el de d’Esgrignon. La señora de Surgis estaba encantada al ver que su hijo se lucía y el señor de Charlus extasiado ante tanta ciencia.

«Parece que Loubet está completamente con nosotros, de fuente muy segura dijo Swann a Saint-Loup, pero esta vez en voz más baja para que no lo oyese el general, para quien las relaciones republicanas de su mujer se hacían más interesantes desde que el asunto Dreyfus era el centro de las preocupaciones. Le digo eso porque sé que usted está de acuerdo con nosotros».

«No tanto, se equivoca usted completamente contestó Roberto. Es un asunto mal iniciado, en el que lamento mucho haberme metido. Nada tenía yo que ver con eso. Si tuviese que empezar de nuevo, me apartaría. Soy soldado, y antes que nada estoy con el ejército. Si te quedas un momento con el señor Swann, te encontraré dentro de un rato; voy a ver a mi tía». Pero vi que iba a conversar con la señorita de Aubressac, y me dio pena pensar que me había mentido acerca de su probable noviazgo. Me tranquilicé cuando supe que le había sido presentado media hora antes por la señora de Marsantes, que deseaba ese casamiento, ya que los Aubressac eran muy ricos.

«Por fin dijo el señor de Charlus a la señora de Surgis encuentro un joven instruido que ha leído y sabe quién es Balzac. Y me causa más placer por encontrarlo ahí donde se ha hecho más raro, en uno de mis pares, en uno de los nuestros», agregó, insistiendo en esas palabras. Los Guermantes, por más que hiciesen como que todos los hombres eran iguales, en las grandes ocasiones en que se encontraban con gente de abolengo y sobre todo de menor abolengo que lo que deseaban y podían halagar, no vacilaban en sacar los viejos recuerdos de familia. «Antes repuso el barón, aristócratas quería decir los mejores, por la inteligencia o por el corazón. Y este es el primero de nosotros que veo sabe quién es Victurniano d’Esgrignon. Hago mal en decir el primero. También hay un Polignac y un Montesquiou agregó el señor de Charlus, que sabía que esa doble asimilación no podía sino embriagar a la marquesa. Por otra parte, sus hijos tienen a quién salir; su abuelo materno tenía una célebre colección del siglo dieciocho. Le enseñaré la mía, si me hace el placer de venir a almorzar un día conmigo —dijo al joven Victurniano. Le enseñaré una curiosa edición del Gabinete de los Antiguos con correcciones autógrafas de Balzac. Me encantará que confrontemos juntos a los dos Victurnianos».

No podía decidirme a alejarme de Swann. Había llegado él a ese grado de fatiga en que el cuerpo de un enfermo no es más que una retorta en donde se observan reacciones químicas. Su cara se marcaba con pequeños puntos azules de Prusia que parecían no pertenecer al mundo vivo y desprendía ese olor que en el liceo, después de los «experimentos», hace tan desagradable la permanencia en el gabinete de «Ciencias». Le pregunté si no había tenido una larga conversación con el príncipe de Guermantes y si no quería contarme cómo había sido. «Sí me dijo, pero vaya antes un rato con el señor de Charlus y la señora de Surgis; lo esperaré aquí».

En efecto, el señor de Charlus le había propuesto a la señora de Surgis que dejaran ese cuarto demasiado caliente y se fueran a sentar un momento en otro, y no les había pedido a los dos hijos que acompañaran a su madre, sino a mí. De esa manera, después de haberlos cebado, parecía no prestar más atención a los dos jóvenes. Me hacía además con ello una fácil cortesía, ya que la señora de Surgis-le-Duc estaba bastante desprestigiada.

Desgraciadamente, apenas estábamos sentados en un vano sin salida acertó a pasar la señora de Saint-Euverte, blanco de las bromas del barón. Ella, quizás para disimular o desdeñar abiertamente los malos sentimientos que inspiraba al señor de Charlus y sobre todo para indicar que era intima de una señora que conversaba tan familiarmente con él, saludó con un desdén amistoso a la célebre belleza, quien le contestó con una sonrisa burlona mientras miraba de reojo al señor de Charlus. Pero el vano era tan estrecho que cuando la señora de Saint-Euverte, detrás de nosotros, quiso continuar mendigando a sus invitados del día siguiente, se encontró aprisionada y no pudo desprenderse con facilidad, momento preciso que el señor de Charlus, deseando hacer brillar su verba insolente ante ambos jóvenes, se cuidó mucho de no aprovechar. Una pregunta tonta que le planteé sin malicia le dio oportunidad para un cuplé triunfal del que la pobre señora de Saint-Euverte, casi inmovilizada detrás de nosotros, no podía perder una palabra.

«¿Cree usted que ese joven impertinente —dijo señalándome a la señora de Surgis—, acaba de preguntarme, sin la menor preocupación por ocultar esa clase de necesidades, si iba a casa de la señora de Saint-Euverte, es decir, supongo, si tenía cólico? Trataría de aliviarme, en todo caso, en un lugar más confortable que la casa de una persona que, si tengo buena memoria, celebraba su centenario cuando yo comenzaba a andar por el mundo, es decir cuando no iba a su casa. Sin embargo, nadie más interesante que ella. ¡Cuántos recuerdos históricos, vistos y vividos del tiempo del Primer Imperio y la Restauración! ¡Cuántas historias íntimas también que ciertamente no tienen nada de “Santo”, pero deben ser “Verdes”[23] si damos crédito a las nalgas aún ligeras de tan venerable brincadora! Lo que me impediría interrogarla acerca de esas épocas apasionantes es la sensibilidad de mi aparato olfativo. Me basta la proximidad de la dama. De pronto, digo: “¡Dios mío!, ha reventado la cámara séptica”, y es sencillamente la marquesa que con alguna intención invitativa acaba de abrir la boca. Y usted comprende que si tuviese la desgracia de ir a su casa, la cámara séptica se multiplicaría hasta convertirse en un gigantesco carro atmosférico. Lleva, sin embargo, un nombre místico que siempre me hace pensar jubilosamente, aunque haya pasado hace tiempo la fecha de su jubileo, en ese verso estúpido llamado “delicuescente»”. “¡Ah, verde, cuán verde era mi alma ese día!…”. Pero necesito una verdura más limpia. Me dicen que la infatigable caminadora ofrece garden-parties, pero yo los llamaría invitaciones para pasear en las cloacas. «¿Piensa usted ir allí a ensuciarse?» —le preguntó a la señora de Surgis, que esa vez se sintió fastidiada. Porque queriendo fingir que no iría frente al barón y sabiendo que daría días de su vida antes que faltar a la velada de Saint-Euverte, salió del paso con un término medio, es decir con la incertidumbre. Esta tomó una forma tan tontamente dilettante y tan mezquinamente costurera que el señor de Charlus no temió ofender a la señora de Surgis, a quien sin embargo, deseaba complacer, y se puso a reír para indicarle que no había entrado en su juego.

«Admiro siempre a la gente que hace proyectos dijo ella; a menudo me desdigo a último momento. Hay una cuestión de vestido de verano que puede cambiar las cosas. Obraré bajo la inspiración del momento».

Por mi parte, estaba indignado por el infame pequeño discurso que acababa de pronunciar el señor de Charlus. Hubiera querido colmar de bienes a la donante de garden-parties. Desgraciadamente, en sociedad como en el mundo político, las víctimas son tan cobardes que no se puede guardar rencor mucho tiempo a los verdugos. La señora de Saint-Euverte, que había conseguido zafarse del vano cuya entrada obstruíamos, rozó involuntariamente al barón al pasar, y por un reflejo de snobismo que aniquilaba en ella toda ira, quizás aún con la esperanza de una entrada en materia cuyo ensayo no debía ser el primero: «¡Oh, perdón, señor Charlus, espero no haberle hecho daño!», exclamó como si se arrodillase ante su amo. Este no se dignó contestar de otra manera que con una ancha risa irónica y apenas contestó un «buenas noches» que, como si sólo advirtiese la presencia de la marquesa una vez que esta lo hubiese saludado primero, era un insulto más. En fin, con un aplastamiento supremo que me hizo sufrir en su lugar, la señora de Saint-Euverte se me acercó y, habiéndome apartado, me dijo al oído: «¿Pero qué le habré hecho al señor de Charlus? Dicen que no le parezco lo suficientemente elegante», dijo riendo a carcajadas: Me quedé serio. Por una parte, me parecía estúpido que pareciese creer o quisiese hacer creer que no había nadie, en efecto, tan elegante como ella. Por otra parte, la gente que se reía con tanta fuerza de lo que dice y no es gracioso, nos dispensa de ello al tomar a su cargo la hilaridad.

«Otros aseguran que está resentido porque no lo invito. Pero es que no me da muchos ánimos. Parece amohinado conmigo (la expresión me pareció débil). Trate de saberlo y venga a decírmelo mañana. Y si tiene remordimientos y quiere acompañarlo, tráigalo. Misericordia para todo pecado. Hasta me causaría bastante placer; porque a la señora de Surgis le fastidiaría. Le doy carta blanca. Tiene usted el más fino olfato para esas cosas, y no quiero que supongan que mendigo invitados. En todo caso, cuento absolutamente con usted».

Pensé que Swann debía cansarse de esperarme. No quería volver muy tarde, por otra parte, a causa de Albertina, y despidiéndome de la señora de Surgis y del señor de Charlus, fui a buscar a mi enfermo a la sala de juegos. Le pregunté si lo que le había dicho al príncipe en su conversación del jardín era exactamente lo que nos había vertido el señor de Bréauté (que no le nombré) y que se relacionaba con un pequeño acto de Bergotte. Se puso a reír: «No hay una sola palabra de verdad, es completamente inventado y hubiera sido absolutamente estúpido. En verdad, es esa generación espontánea del error. No le pregunto quién se lo ha dicho, pero sería verdaderamente curioso en un cuadro tan restringido como este remontarse de prójimo en prójimo para saber cómo se ha formado. Por otra parte, ¿cómo puede interesarle a la gente lo que me ha dicho el príncipe? La gente es muy curiosa. Yo nunca he sido curioso, menos cuando he estado enamorado y cuando he tenido ellos. Y para lo que sirvió… ¿Usted es celoso?». Le dije a Swann que nunca había sentido celos, y que ni siquiera sabía lo que eran «Muy bien, lo felicito. Un poco de celos no es del todo desagradable, desde dos puntos de vista. Por una parte, porque permite a los que son curiosos interesarse en la vida de otras personas o por lo menos de otra persona. Y porque hace sentir bastante bien la dulzura de poseer y subir en coche con una mujer y no dejarla andar sola. Pero eso no sucede más que en los comienzos del mal o cuando la curación ya está casi completa. En el intervalo, es el suplicio más espantoso. Por otra parte, debo decirle que aun estas dos dulzuras de que le hablo las he conocido poco: la primera, por culpa de mi naturaleza, que no es capaz de meditaciones muy prolongadas; la segunda, a causa de las circunstancias, por culpa de la mujer; quiero decir de las mujeres que me hicieron sufrir celos. Pero eso no importa. Aun cuando uno ya no tiene interés en las cosas, no es absolutamente indiferente haber resistido; porque siempre era por motivos que escapaban a los demás. El recuerdo de esos sentimientos está, lo sentimos, únicamente, en nosotros; hay que entrar en nosotros mismos para mirarlo. No se burle demasiado de esa jerga idealista, pero lo que quiero decir es que quise mucho la vida y he querido mucho el arte. Y bien, ahora que estoy algo cansado para vivir con los otros, esos antiguos sentimientos personales me parecen muy preciosos, lo que constituye la manía de todos los coleccionistas. Me abro mi corazón a mí mismo, como una especie de vidriera, y miro uno por uno tantos amores que los demás no habrán conocido. Y por esa colección a la que ahora me siento más atado que los otros, me digo un poco como Mazarino por sus libros, pero por otra parte sin ninguna angustia, que sería fastidioso dejarlo todo. Pero lleguemos a la conversación con el príncipe. No se la contaré más que a una sola persona, y esa persona será usted». Me molestaba oírlo, por la conversación que el señor de Charlus, vuelto a la sala de juegos, prolongaba indefinidamente. «¿Y también lee usted? ¿Qué hace usted?», inquirió al conde Arnulfo, que ni siquiera conocía el nombre de Balzac. Pero su miopía le daba el aspecto de ver a lo lejos, de suerte que, rara poesía en un dios griego escultural, en sus pupilas se inscribían estrellas distantes y misteriosas.

«¿Si fuéramos a dar algunos pasos por el jardín, señor?», le dije a Swann mientras el conde Arnulfo, con una voz ceceosa que parecía indicar un desarrollo mental por lo menos incompleto, contestaba al señor de Charlus con una precisión candorosa y complaciente: «¡Oh, para mí, sobre todo el golf, el tenis, la pelota, la carrera pedestre, especialmente el polo!». Como Minerva subdividida había dejado de ser en cierta ciudad la diosa de la Sabiduría y encarnado una parte de sí misma en una divinidad puramente deportiva hípica: «Athéné Hippia». E iba también a Saint Moritz a practicar el esquí porque Pallas Trilogeneia frecuenta las altas cumbres y alcanza a los caballeros. «¡Ah!» —contestó el señor de Charlus con la trascendente sonrisa del intelectual que ni se toma el trabajo de disimular que se burla, pero que, por otra parte, se siente tan superior a los otros y desdeña tanto la inteligencia de los menos tontos, que apenas los distingue de aquellos que lo son más, desde que pueden resultarle agradables por otro motivo. Al hablar a Arnulfo, el señor de Charlus creía que le comunicaba por lo mismo una superioridad que todos debían envidiar y reconocerle. «No me contestó Swann, estoy demasiado cansado para caminar: sentémonos más bien en ese rincón; ya no soporto estar de pie».

Era verdad, y sin embargo el empezar a conversar le había devuelto cierta vivacidad. Es que en la más cierta fatiga basta olvidar. Es verdad que Swann no era uno de esos infatigables agotados que al llegar deshechos, marchitos, sin poderse tener en pie, se reaniman en la conversación como una flor en el agua y pueden extraer fuerzas durante horas de sus propias palabras; fuerzas que no comunican, por desgracia, a sus oyentes, que parecen cada vez más abatidos o medida que el conversador se siente más despierto. Pero Swann pertenecía a esa fuerte raza judía, de cuya energía vital, de cuya resistencia a la muerte, parecen participar aún los individuos. Heridos por enfermedades particulares, como lo está ella misma por la persecución, se agitan Indefinidamente en terribles agonías que pueden prolongarse más allá de todo término verosímil cuando ya no se ve otra cosa que una barba de profeta con una nariz inmensa que se dilata para aspirar los últimos alientos, antes de la hora de las plegarias rituales y cuando comienza el desfile puntual de los parientes alejados que avanzan con movimientos mecánicos, como en un friso asirio.

Fuimos a sentarnos, pero antes de alejarse del grupo que formaba el señor de Charlus con los dos jóvenes Surgis y su madre, Swann no pudo dejar de enroscar al corpiño de esta largas miradas de entendido, dilatadas y concupiscentes. Se puso el monóculo para ver mejor, y mientras me hablaba, de tiempo en tiempo echaba una mirada en dirección a esa señora.

«He aquí —palabra por palabra me dijo cuando nos hubimos sentado—, mi conversación con el príncipe, y si usted recuerda lo que le dije hace un rato, verá por qué lo elegí como confidente. Y además por otro motivo que sabrá algún día». «Mi querido Swann, me ha dicho el príncipe de Guermantes, usted me va a disculpar si he parecido evitarle desde hace algún tiempo». (Yo no lo había advertido en lo más mínimo, ya que estoy enfermo y yo mismo huyo de todos). «Primeramente había oído decir, y ya lo preveía, que tenía usted, en el desgraciado asunto que divide al país, opiniones enteramente opuestas a las mías. Y hubiese sido para mí excesivamente penoso que las profesara delante de mí». Mi nerviosidad era tan grande que cuando la princesa oyó hace dos años a su cuñado el gran duque de Hesse, que Dreyfus era inocente, no le bastó replicar con vivacidad y ni me lo contó para no contrariarme. Casi en la misma época, el príncipe real de Suecia llegó a París, y como había oído decir probablemente que la emperatriz Eugenia era dreyfusista, la confundió con la princesa (extraña confusión, confíeselo usted, entre una mujer del rango de mi esposa y una española, mucho menos bien nacida de lo que se dice y casada con un simple Bonaparte) y le dijo: “Princesa, me siento doblemente feliz al verla porque sé que tiene usted mis mismas ideas sobre el asunto Dreyfus, lo que no me asombra ya que Vuestra Alteza es bávara”. Lo que le atrajo esta respuesta al príncipe: «Monseñor, no soy más que una princesa francesa y pienso como todos mis compatriotas». «Y hace alrededor de año y medio, mi querido Swann, por una conversación que tuve con el general de Beaucerfeuil, se me ocurrió pensar que, ya no un error, sino graves irregularidades se habían cometido en la conducción del proceso».

Nos interrumpió (Swann no tenía interés en que oyesen su relato) la voz del señor de Charlus, que (sin preocuparse de nosotros, por otra parte) pasaba acompañando a la señora de Surgis y se detuvo para tratar de retenerla aún, ya sea por sus hijos o por ese deseo que tenían los Guermantes de no ver acabarse el minuto actual que los sumergía en una especie de inercia ansiosa. Swann me hizo saber más tardé a ese respecto, algo que le quitó al nombre de Surgís-le Duc toda su poesía. La marquesa de Surgis-le-Duc tenía una situación mundana mucho más encumbrada, con mucho mejores alianzas que su primo el conde Surgís, que vivía pobremente en sus tierras.

Pero la palabra que terminaba el título «le Duc[24]» no tenía de ningún modo el origen que yo le prestaba y que relacionaba en mi imaginación con Bourg-l’Abbé, Bois-le-Roi, etc. Muy simplemente: un conde de Surgis se había casado durante la Restauración con la hija de un industrial riquísimo, el señor Leduc o Le Duc, hijo de un fabricante de productos químicos, el hombre más rico de su época, que era par de Francia. El rey Carlos X había creado para el niño nacido de ese matrimonio el marquesado de Surgis-le-Duc, ya que el marquesado de Surgis existía en la familia. La agregación del nombre burgués no había impedido que esa rama se aliara, debido a su enorme fortuna, con las primeras familias del reino. Y la actual marquesa de Surgis-le-Duc, de gran nacimiento, pudo haber tenido una situación de primer orden. Un demonio perverso la había impelido a huir de la casa conyugal y a vivir de la manera más escandalosa, desdeñando una situación ya hecha. Luego, el mundo que desdeñara a los veinte años, cuando lo tenía a sus pies, le había fallado cruelmente a los treinta, cuando hacía diez años que nadie, salvo raros y fieles amigos, la saludaba ya y había emprendido reconquistar trabajosamente, pieza por pieza, lo que poseía al nacer (ida y vuelta que no es tan rara).

En cuanto a los grandes señores sus padres, antaño renegados por ella y que, a su vez, la habían desconocido, disculpaba la alegría que tendría al traerlos de nuevo a su lado con los recuerdos de infancia que podría evocar con ellos. Y al decir eso, para disimular su snobismo, mentía quizás menos de lo que creía. «Basin, es toda mi juventud», decía ella el día de su regreso. Y efectivamente, era algo cierto. Pero había calculado mal al elegirlo como amante. Porque todas las amigas de la duquesa de Guermantes iban a tomar partido a su favor, y de esa manera la señora de Surgis bajaría por segunda vez esa pendiente que tanto le había costado volver a subir. «Bueno estaba diciéndole el señor de Charlus, que trataba de prolongar la entrevista. Pondrá usted mis homenajes a los pies del hermoso retrato. ¿Cómo está? ¿Qué es de él?». «Pero —contestó la señora de Surgís—, ya sabe usted que no lo tengo: a mi marido no le gustó». «No le gustó una de las otras maestras de nuestro tiempo, igual a la duquesa de Chàteauroux de Nattier y que, por otra parte, no pretendía perpetuar una diosa menos majestuosa y mortífera. ¡Oh, el cuellito azul! Es decir que nunca Van Meer ha pintado un género con más maestría, no lo digamos en voz muy alta para que Swann no nos ataque con la intención de vengar a su pintor favorito, el maestro de Delft». Dándose vuelta, la marquesa dirigió una sonrisa y tendió la mano a Swann, que se había levantado para saludar. Pero casi sin disimularlo, ya sea que una vida ya avanzada le hubiese quitado la voluntad moral por indiferencia a la opinión, o el poder físico por la exaltación del deseo y el debilitamiento de los resortes que ayudan a ocultarlo, apenas Swann vio al darle la mano a la marquesa, su busto de cerca y desde arriba, hundió una mirada atenta, seria, absorta, casi preocupada en las profundidades de su corpiño, y sus narices, que embriagaba el perfume de la mujer, palpitaron como una mariposa dispuesta a posarse sobre la flor apenas vista. Bruscamente se sustrajo al vértigo que lo había apresado, y la misma señora de Surgis, aunque molesta, ahogó una honda respiración, de tal manera el deseo es a veces contagioso. «El pintor se ha ofendido —le dijo ella al señor de Charlus— y lo ha retirado. Decían que estaba ahora en casa de Diana de Saint-Euverte». «Nunca podré creer que una obra maestra tenga tan mal gusto», replicó el barón. «Le habla de su retrato. Yo le hablaría lo mismo que Charlus, de ese retrato —me dijo Swann afectando un tono arrastrado y vulgar y siguiendo con los ojos a la pareja que se alejaba—. Y además me causaría seguramente mucho más placer que a Charlus», agregó. Le pregunté si lo que decían del señor de Charlus era cierto. Swann alzó los hombros como si yo hubiese proferido algo absurdo. «Es decir que se trata de un amigo delicioso. Pero ¿necesito agregar que es puramente platónico? Es más sentimental que otros, eso es todo; por otra parte, como nunca progresa mucho con las mujeres, le ha dado algún fundamento a los rumores insensatos de que habla usted. Tal vez Charlus quiere mucho a sus amigos, pero tenga por seguro que eso no sucedió nunca más que en su cabeza y en su corazón. En fin, quizás tengamos dos segundos de tranquilidad». Y el príncipe de Guermantes continuó: «Le confesaré que esa idea de una posible ilegalidad en la conducción del proceso me era extremadamente penosa a causa del culto que tengo, como sabe usted, por el ejército; volví a hablar con el general, y ya no tuve, ¡ay!, ninguna duda al respecto. Le diré francamente que en todo eso la sola idea de que un inocente soportase la más infamante de las penas ni siquiera se me había ocurrido. Pero, por esa idea de ilegalidad, me puse a estudiar lo que no había querido leer, y entonces vinieron a preocuparme dudas, ya no sobre la ilegalidad, sino sobre la inocencia. No creí deberle hablar a la princesa. Dios sabe que se ha hecho tan francesa como yo. A pesar de todo, desde el día en que me casé con ella, puse tanta coquetería en mostrarle a nuestra Francia en toda su belleza y lo más espléndido que tiene para mí: su ejército, que me resultaba demasiado cruel hacerle compartir las sospechas que no alcanzaban, es verdad, más que a algunos oficiales. Pero pertenezco a una familia de militares y no quería creer que los oficiales pudieran equivocarse. Volvía hablarle a Beaucerfeuil, quien me confesó que era posible que se hubiesen tramado maquinaciones culpables, que la minuta no fuese quizás de Dreyfus, pero que existía la prueba evidente de su culpa. Era la prueba Henry. Y algunos días después se sabía que era una falsificación. Entonces, a escondidas de la princesa, me puse a leer todos los días El Siglo y la Aurora; pronto no me quedó ninguna duda; ya no podía dormir. Confesé mis sufrimientos morales a nuestro amigo, el abate Poiré, en quien encontré con asombro la misma convicción y le hice decir misas en sufragio de Dreyfus, de su desgraciada mujer y de sus hijos. En esas circunstancias, una mañana que iba a lo de la princesa, vi que su mucama escondía algo en la mano. Le pregunté, riendo, qué era; se sonrojó y no quiso decírmelo. Tenía la mayor confianza en mi mujer, pero ese incidente me turbó mucho (y sin duda también a la princesa, a quien su camarera debió habérselo contado) porque mi querida María apenas me habló durante el desayuno. Le pregunté ese día al abate Poiré si podía decir la misa, al día siguiente, por Dreyfus…». «¡Vamos, pues!», exclamó Swann a media voz interrumpiéndose. Levanté la cabeza y vi que el duque de Guermantes se nos acercaba. «Perdón por molestarlos, hijos míos. Hijito —dijo, dirigiéndose a mí—; Oriana me delega, María y Gilbert le han pedido que se quede a comer en su mesa con cinco o seis personas nada más: la princesa de Hesse, la señora de Ligné, la señora de Tarento, la señora de Chevreuse, la duquesa de Arenberg. Desgraciadamente, no podemos quedarnos porque vamos a una especie de sala de baile». Yo escuchaba, pero cada vez que tenemos que hacer algo en un momento determinado le encargamos a cierto personaje que está acostumbrado a ese género de tarea que vigile la hora y nos advierta a tiempo. Ese servidor interno me recordó, como se lo había rogado hacía algunas horas, que Albertina, en ese momento muy lejos de mi pensamiento, debía ir a mi casa enseguida después del teatro. Por eso rechacé la cena. Y no es que no estuviese a gusto en casa de la princesa de Guermantes. Porque los hombres pueden tener varias clases de placer. El verdadero es aquel por el que dejan otro. Pero este último, si es aparente o aun sólo aparente, puede engañar respecto al primero, tranquiliza o despista a los celosos, extravía el juicio de la gente. Sin embargo, bastaría para que lo sacrificáramos al otro, un poco de felicidad o algún sufrimiento. A veces un tercer orden de placeres más graves, pero más esenciales, todavía no existe para nosotros y su virtualidad no se traduce más que despertando remordimientos o desalientos. Y nos entregaremos, sin embargo, más tarde a esos placeres. Para dar un ejemplo, muy secundario, en tiempo de paz un militar sacrificará la vida de sociedad al amor; pero, si se declara la guerra (y aun sin que por ello sea necesario hacer intervenir la idea de un deber patriótico), el amor, a la pasión de combatir, mucho más fuerte que el amor.

Por más que Swann me dijese que se sentía feliz al contarme su historia, yo advertía perfectamente que su conversación era uno de esos cansancios que los que se matan por trasnochar o por excesos tienen al recogerse a un arrepentimiento exasperado, a causa de la hora tardía y por estar demasiado enfermo; igual a los que tienen los pródigos por el gasto descabellado que acaban de hacer una vez más, y sin embargo no podrán dejar de tirar el dinero por la ventana al día siguiente. A partir de cierto grado de debilitamiento, ya sea por la edad o por la enfermedad, todo placer a expensas del sueño, fuera de las costumbres y todo desarreglo se convierten en un fastidio. El conversador continúa conversando por cortesía y por excitación, pero sabe que la hora en que ya podía estar durmiendo ha pasado y sabe también los reproches que se dirigirá en el curso del insomnio y la fatiga que vendrá. Y, por otra parte, aun el placer momentáneo ha terminado; el cuerpo y el espíritu están demasiado vacíos de sus fuerzas para acoger agradablemente lo que le parece una diversión a su Interlocutor. Se parecen a un departamento en un día de partida o de mudanza en que las visitas que uno recibe sentado sobre los baúles y con los ojos fijos en el reloj constituyen una tarea pesada. «¡Por fin solos! —me dijo—. Ya no sé dónde estaba. ¿Le he dicho, verdad, que el príncipe había pedido al abate Poiré si podía decir su misa por Dreyfus?». «No, me contestó el abate le digo “me”, me dijo Swann, porque es el príncipe quien me habló ¿comprende usted?, porque tengo otra misa que me encargaron también para él esta mañana». «¡Cómo! —le dije—, ¿hay otro católico convencido de su inocencia?». «Hay que creerlo». «¿Pero la convicción de este partidario será menos antigua que la mía?». «Sin embargo, ese partidario ya me encargaba misas cuando usted seguía creyendo que Dreyfus era culpable». «¡Ah! Ya veo que no se trata de nadie de nuestro ambiente». «¡Al contrario!». «Verdaderamente, ¿hay dreyfusistas entre nosotros? Usted me intriga; me gustaría franquearme con él, si es que conozco a ese pájaro raro». «Usted lo conoce». «¿Se llama?». «La princesa de Guermantes». Mientras yo temía rozar las opiniones nacionalistas y la fe francesa de mi querida mujer, ella había tenido miedo de alarmar mis opiniones religiosas y mis sentimientos patrióticos. Pero por su parte pensaba como yo, aunque mucho tiempo antes. Y la Aurora era lo que su mucama escondía al entrar en su cuarto, lo que Iba a comprarle todos los días. Mi querido Swann, desde este momento pensé en el placer que le causaría decirle hasta qué punto mis ideas eran afines a las suyas; perdóneme si no lo he hecho antes. Si usted compara el silencio que conservé frente a la princesa, no se asombrará que pensar como usted me hubiese separado todavía más de usted que pensar en forma distinta, porque ese tema me era infinitamente penoso. Más creo en un error y hasta que se han cometido crímenes, más sufro en mi amor por el ejército. Hubiera pensado que opiniones parecidas a las mías estaban lejos de inspirarle el mismo dolor, cuando me dijeron días pasados que usted reprobaba con fuerza las injurias al ejército y que los dreyfusistas aceptasen la unión con sus detractores. Eso me ha decidido; confieso que me ha sido cruel decirle lo que pienso de ciertos oficiales, poco numerosos por suerte; pero es un alivio para mí no tener que alejarme de usted y sobre todo que usted advirtiese que si yo pude tener otros sentimientos es porque no tenía una sola duda acerca de lo bien fundado del juicio. En cuanto tuve una sola, no pude desear más que una cosa: la reparación del error. «Le confieso que me conmovieron profundamente esas palabras del príncipe de Guermantes. Si lo conociese como yo, si usted supiese de dónde ha tenido que regresar para llegar hasta allí, lo admiraría, y se lo merece. Por otra parte, no me asombra su opinión, es una naturaleza tan recta…». Swann se olvidaba de que esa misma tarde me había dicho, al contrario, que las opiniones en ese asunto Dreyfus estaban regidas por el atavismo. A lo sumo había exceptuado a la inteligencia, porque en Saint-Loup llegó a vencer el atavismo para hacer de él un dreyfusista. Y acababa de ver que esa victoria era de corta duración y que Saint-Loup se había pasado al otro bando. Era, pues, a la rectitud de corazón que le atribuía el papel adjudicado hasta ahora a la inteligencia. En realidad, siempre descubrimos después del golpe que nuestros adversarios tenían motivos para pertenecer al partido en que están y que no se refiere a lo justo que puede existir en ese partido y que los que piensan como nosotros es porque los obliga la inteligencia, si su naturaleza moral es demasiado baja para ser invocada o su rectitud si su penetración es débil.

Swann suponía ahora indistintamente inteligentes a los que compartían su opinión: su viejo amigo el príncipe de Guermantes y mi compañero Bloch, que había tenido apartado hasta entonces y que invitó a almorzar. Swann interesó mucho a Bloch al decirle que el príncipe de Guermantes era dreyfusista. «Habría que pedirle que firmara nuestras listas para Picquart; un nombre como el suyo haría un efecto formidable». Pero Swann, que mezclaba a su ardorosa convicción de israelita la moderación diplomática del hombre de mundo cuyas costumbres había adquirido demasiado tarde para poder deshacerse de ellas, no quiso autorizar a Bloch para que le enviara al príncipe, aun en forma espontánea, una circular para que la firmara. «No puede hacerlo, no hay que pedir lo imposible —repetía Swann—. Es un hombre encantador que ha recorrido miles de leguas para llegar hasta nosotros. Puede sernos muy útil. Si firmara su lista se comprometería simplemente frente a los suyos, lo castigarían a causa nuestra, quizás se arrepintiera de sus confidencias y ya no haría más ninguna». Swann rechazó hasta su propio nombre. Lo encontraba demasiado hebreo para no causar mala impresión. Y además, si aprobaba todo lo relacionado con la revisión, no quería mezclarse para nada en la campaña antimilitarista. Llevaba lo que nunca había hecho hasta entonces, la medalla que había conquistado siendo joven soldado, en el 70, y agregó un codicilo a su testamento para pedir que, contrariamente a sus disposiciones anteriores, le fuesen rendidos los honores militares correspondientes a su grado de caballero de la Legión de Honor. Lo que reunió alrededor de la iglesia de Combray todo un conjunto de esos caballeros acerca de cuyo porvenir se lamentaba antaño Francisca, cuando encaraba la posibilidad de una guerra. En resumen, Swann no quiso firmar la circular, de modo que si pasaba como rabioso dreyfusista frente a muchos, mi compañero lo halló tibio, infectado de nacionalismo y patriotero.

Swann me dejó sin darme la mano para no verse obligado a despedirse en esa sala donde tenía demasiados amigos, pero me dijo: «Tendría que ir a ver a su amiga Gilberte».

«Ha crecido y cambiado, ya no la reconocería. ¡Es tan feliz!…». Ya no la quería yo a Gilberte. Era para mí algo así como una: muerta que uno lloró mucho tiempo: luego sobreviene el olvido, y si resucitara, ya no podría insertarse en una vida que no le corresponde. No deseaba verla, ni siquiera demostrarle que no tenía interés en verla, lo que me prometía probablemente cada día cuando ya no la amara, en tiempos que la quería afín.

Por eso, no deseando adoptar, frente a Gilberte, el aspecto de haber deseado encontrarla con toda el alma y haberme visto impedido por circunstancias que se llaman «independientes de mi voluntad» y que no producen efecto —por lo menos con cierta continuidad— más que cuando no las contradice la voluntad, lejos de acoger con reservas la invitación de Swann, no lo dejé hasta que me prometió explicarle detalladamente a su hija los contratiempos que me habían privado y me privarían todavía de ir a verla. «Por otra parte, le escribiré ahora al volver —agregué—. Pero dígale que es una carta de amenazas, porque dentro de uno o dos meses estaré libre por completo, y entonces que tiemble, porque iré a casa de ustedes tan a menudo como antes».

Antes de dejarlo a Swann le dije algo acerca de su salud. «Ido anda tan mal —me contestó—. Pon lo demás, como se lo decía, estoy bastante cansado y acepto por anticipado y con resignación lo que pueda suceder. Sólo que me sería muy fastidioso morir antes del final del asunto Dreyfus. Todos esos canallas tienen más de un recurso en su bolsa. No dudo que a la postre los derrotarán, pero son muy poderosos y obtienen apoyos de todos lados. En momentos en que todo marcha mejor, todo cruje. Me gustaría vivir lo suficiente para ver rehabilitado a Dreyfus y coronel a Picquart».

Cuando se fue Swann, volví al gran salón en que se encontraba esa princesa de Guermantes, con la que no sabía entonces que estaría tan ligado en algún momento. La pasión que tuvo por el señor de Charlus no se me hizo evidente de primera intención. Advertí únicamente que el barón, a partir de cierta época y sin tener contra la princesa de Guermantes ninguna de esas enemistades que no asombraban en él, y mientras continuaba teniendo por ella tanto y más afecto que antes, parecía descontento y fastidiado cada vez que le hablaban de ella. Ya no daba su nombre para la lista de las personas con las que deseaba cenar.

Verdad es que antes de eso yo le oí decir a un hombre de mundo muy malvado que la princesa había cambiado mucho y que estaba enamorada del señor de Charlus, pero esa maledicencia me pareció absurda y me indignó. Había notado, es verdad, con asombro, que cuando contaba algo que me concernía, si en el medio intervenía el señor de Charlus, la atención de la princesa inmediatamente daba una vuelta más como un enfermo que al oír hablar de nosotros, en consecuencia de manera distraída y negligente, reconoce de pronto que un nombre es el de la enfermedad que sufre; lo que le interesa al mismo tiempo que lo alegra. Tal como si le decía: «Justamente el señor de Charlus me estaba contando…», la princesa volvía a tomar las riendas flojas de su atención. Y al decir en cierto momento que el señor de Charlus tenía por cierta persona un sentimiento bastante vivo, vi con asombro que a la princesa le aparecían en los ojos esos rasgos diferentes y momentáneos que traza en las pupilas el rastro de una quebradura y que proviene de un pensamiento que nuestras palabras sin su voluntad han agitado en el ser a quien hablamos o pensamos; secreto que ya no se traducirá en palabras, pero que ascenderá desde las profundidades que removimos hasta la superficie alterada por un instante de la mirada. Pero si mis palabras habían conmovido a la princesa, no pude sospechar cómo. Par otra parte, poco tiempo después, ella empezó a hablarme del señor de Charlus, y casi sin rodeos. Si se refería a los rumores que algunas personas hacían circular acerca del barón, era aludiendo solamente a absurdos e infames infundios. Pero, por otra parte, decía: «Pienso que una mujer que se enamorase de un hombre del valor inmenso de Palamédes, debiera tener bastante altura de miras, bastante abnegación para aceptarlo y comprenderlo en bloque tal como es, para respetar su libertad, sus fantasías y tratar únicamente de allanarle las dificultades y consolarlo de sus pesares». Y con esos conceptos, la princesa de Guermantes revelaba lo que trataba de magnificar, del mismo modo que lo hacía a veces el mismo señor de Charlus. ¿Acaso no oí en varias oportunidades a este último decirle a gente que hasta entonces dudaban si se lo calumniaba o no?: «Yo que he tenido tantos altibajos en mi vida, que he conocido a toda clase de gentes, tanto ladrones como reyes, y aun debo decir, con una ligera preferencia por los ladrones, que he perseguido la belleza bajo todas sus formas, etc…»; y por esas palabras, que creía hábiles y desmintiendo rumores que no sospechaba hubiesen corrido (o por darle a la verdad, por gusto, por mesura, por preocupación de la verosimilitud, una participación que era el único en estimar mínima), le quitaba las últimas dudas a unos, e inspiraba las primeras a aquellos que aún no tenían ninguna. Porque el más peligroso de todos los encubrimientos es el de la misma culpa en el espíritu del culpable. El conocimiento permanente que tiene de ella le impide suponer hasta qué punto es en general ignorada y como se creería una mentira completa y a cambio de darse cuenta en qué grado de verdad comienza para los otros la confesión con palabras que supone inocentes. Por otra parte, hubiera hecho mal de cualquier manera al tratar de acallarlo, porque no hay vicios que no hallen en el gran mundo apoyos complacientes, y se ha visto alterar la decoración de un castillo para que una hermana se acostase junto a su hermana apenas se supo que no la quería solamente como hermana. Pero lo que me reveló de golpe el amor de la princesa fue un hecho particular y sobre el que no insistiré aquí, porque forma parte de otro relato en que el señor de Charlus dejó morir una reina, antes que abandonar al peinador que debía rizarlo con tenacillas en beneficio de un inspector de ómnibus ante el cual se encontró sumamente intimidado. Sin embargo, para terminar de una vez con el amor de la princesa, digamos que nada me abrió los ojos. Estaba ese día solo en coche con ella. En el momento en que pasábamos delante de una oficina de correos, lo hizo detener. No había traído lacayo. Sacó a medias una carta de su manguito y empezó el movimiento de descenso para meterla en el buzón. La quise detener, pero se resistió ligeramente, y ya advertíamos uno y otro que nuestro primer gesto había sido, el suyo comprometido, ya que parecía proteger un secreto, y el mío indiscreto al oponerme a esa protección. Fue ella quien se repuso antes. Poniéndose súbitamente muy encarnada, me dio la carta, que ya no me atrevía a tomar, pero al ponerla en el buzón vi sin querer que estaba dirigida al señor de Charlus.

Para volver atrás y a esa primera velada en casa de la princesa de Guermantes, fui a despedirme porque su primo y su prima me llevaban y estaban muy apurados. El señor de Guermantes quería, sin embargo, saludar a su hermano. La señora de Surgis, mientras tanto, tuvo tiempo de decirle al duque, en una puerta, que el señor de Charlus había estado encantador con ella y sus hijos. Esa gentileza desmesurada de su hermano, la primera que este hubiese tenido en ese orden de ideas, conmovió profundamente a Basin y despertó en él sentimientos de familia que no quedabais mucho tiempo adormecidos. En momentos en que saludábamos a la princesa, quiso, sin manifestar expresamente su agradecimiento al señor de Charlus, expresarle su ternura, ya sea que apenas pudiese contenerla, ya sea para que el barón recordase que el tipo de actitudes que había tenido esa noche no pasaba inadvertido a los ojos de un hermano, lo mismo que, con la intención de crear para lo por venir asociaciones de recuerdos saludables, se le da azúcar a un perro que hace pruebas.

«¿Así es, hermanito —dije el duque deteniendo al señor de Charlus y tomándolo con ternura de un brazo—, así es como pasa uno delante de su hermano mayor sin siquiera un saludito? Ya no te veo, Mémé, y no sabes cómo te extraño. Buscando cartas viejas, he encontrado justamente algunas de la pobre mamá, todas tan cariñosas contigo». «Gracias, Basin», contestó el señor de Charlus con una voz alterada, porque nunca podía hablar sin emoción de su madre. «Debías decidirte a dejarme que te instale un pabellón en Guermantes», repuso el duque. «Es lindo ver que se llevan tan bien los hermanos», dijo la princesa a Oriana. «¡Ah!, es verdad, no creo que puedan encontrarse muchos hermanos así. Lo invitaré con él —me prometió ella—. ¿Usted no está disgustado con él?…».

«¿Pero qué se podrán decir?», agregó con inquietud, porque oía apenas sus palabras. Siempre había tenido ciertos celos por el placer que le causaba conversar al señor de Guermantes con su hermano de un pasado del que mantenía un poco alejada a su mujer. Ella comprendía que cuando estaban así, felices de saberse juntos y que iba a reunírseles por no contener su impaciente curiosidad, su llegada no los alegraba. Pero, esa noche, a su curiosidad habitual se agregaba otra. Porque si la señora de Surgis había contado al señor de Guermantes las bondades que había tenido su hermano para que se lo agradeciese, al mismo tiempo amigas abnegadas de la pareja Guermantes creyeron necesario avisar a la duquesa que habían visto conversar a la amante de su marido con el hermano de este. Y la señora de Guermantes estaba atormentada. «¿Recuerdas qué felices éramos en Guermantes? —preguntó el duque dirigiéndose al señor de Charlus—. Si vinieses a veces, en verano, volveríamos a nuestra buena vida. ¿Recuerdas al buen viejo Courveau? ¿Por qué es turbador Pascal? Porque está tur… tur…». «Bado… —concluyó el señor de Charlus como si le contestase todavía a su profesor—. ¿Y por qué está turbado Pascal? Porque es tur… porque es turbador. Muy bien; se recibirá usted, obtendrá seguramente una mención y la señora duquesa le regalará un diccionario chino». «Si mal no recuerdo, mi pequeño Mémé, veo todavía el viejo jarrón que te había traído Hervey de Saint-Denis. Nos amenazabas con ir a pasar definitivamente tu vida en China, a tal punto estabas enamorado de ese país; ya te gustaban hacer largas calaveradas. ¡Ah!, has sido un tipo especial, porque se puede decir que nunca tuviste los gustos de los demás…». Pero apenas había dicho esas palabras, el duque se ruborizó, porque conocía, ya que no las costumbres, por lo menos la reputación de su hermano. Como nunca le hablaba de ello, le molestaba más todavía haber dicho algo que pudiese relacionarse y mucho más aún parecerle molesto. Después de un segundo de silencio: «¡Quién sabe! —dijo para borrar sus últimas palabras—. Estarías quizás enamorado de una china, antes de enamorarte de tantas blancas, y gustarles, si lo juzgo por cierta señora a la que le causaste mucho placer esta noche conversando con ella. Ha quedado encantada contigo». El duque se había prometido no hablar de la señora de Surgis; pero, en medio de la confusión que le causara en sus ideas la torpeza que acababa de cometer, se echó sobre la más próxima, que era precisamente la que no debía aparecer en la conversación, aunque la hubiese motivado. Pero el señor de Charlus había notado el rubor de su hermano. Y como aquellos culpables que no quieren turbarse cuando delante de ellos se habla del crimen qué se supone han cometido y creen que deben prolongar una conversación peligrosa: «Estoy encantado —le contestó—, pero tengo interés en volver sobre tu frase anterior, que me parece profundamente cierta. Decías que nunca he tenido las ideas de todos, como es exacto; decías que tengo gustos especiales». «Pero no» —protestó el señor de Guermantes, que en efecto no había dicho esas palabras y no creía, quizás, que fuera verdad lo que achacaba a su hermano. Y, por otra parte, ¿se creía con derecho a atormentarlo por singularidades que en todos los casos habían seguido siendo bastante dudosas o lo bastante secretas como para no perjudicar en lo mínimo la relevante situación del barón? Aún más, al sentir que esa situación de su hermano iba a ponerse al servicio de sus amantes, el duque se decía que bien valía ciertas complacencias a cambio de haber conocido en ese momento alguna situación “especial” de su hermano, el señor de Guermantes la hubiese pasado por alto cerrando los ojos y, en caso necesario, dándole una mano, con la esperanza de que esta le prestara su apoyo; esperanza unida al piadoso recuerdo de los tiempos pasados—. «Vamos Basin; buenas noches, Palamédes» —dijo la duquesa, que ya no podía aguantar, roída de rabia y curiosidad—. «Si han decidido ustedes pasar la noche aquí, mejor será que nos quedemos a comer. Nos tienen ustedes de pie, a María y a mí, hace media hora». El duque dejó a su hermano después de un abrazo significativo y bajamos los tres la inmensa escalera de la casa de la princesa.

De ambos lados, sobre los más altos escalones, había parejas desparramadas que esperaban sus coches. Derecha, aislada, teniendo a sus lados a su marido y a mí, la duquesa estaba a la izquierda de la escalera, ya envuelta en su tapado a lo Tiépolo, el cuello preso en su cierre de rubíes, devorada con los ojos por las mujeres y los hombres que trataban de sorprender el secreto de su elegancia y su belleza. Esperando su coche sobre el mismo escalón que la señora de Guermantes, pero en el extremo opuesto, la señora de Gallardon, que había perdido hacía tiempo toda esperanza de recibir ya la visita de su prima, daba la espalda para no aparentar que la veía y sobre todo para no demostrar que esta no la saludaba. La señora de Gallardon estaba de muy mal humor porque unos señores que estaban con ella habían creído necesario hablarle de Oriana: «No tengo ningún Interés en verla —les había contestado—. Por otra parte, la he visto hace un rato. Empieza a envejecer y parece que no puede acostumbrarse a esa idea. El mismo Basin lo dice. ¡Vaya, lo comprendo! Como carece de inteligencia, es mala como una tiña y tiene malos modales, demasiado sabe que cuando ya no sea hermosa no le quedará nada».

Yo me había puesto el sobretodo, lo que criticó el señor de Guermantes, que bajaba conmigo, porque temía los resfríos a causa del calor. Y la generación de nobles que ha pasado más o menos por monseñor Dupanloup habla un francés tan malo (excepto los Castellane) que el duque expresó así su pensamiento: «Mejor es no abrigarse antes de ir afuera, por lo menos en tesis general». Vuelvo a ver toda esa salida; vuelvo a ver, si no es por error que lo ubico sobre esa escalera, retrato desprendido de su marco, al príncipe de Sagan, cuya velada mundana debió ser la última, descubriéndose para presentar sus homenajes a la duquesa, con tan amplia evolución del sombrero de copa en su mano enguantada de blanco, que hacía juego con la gardenia de su ojal, que uno se asombrara que no fuese un fieltro del antiguo régimen, ya que varios rostros ancestrales estaban exactamente reproducidos en el del gran señor. No quedó más que poco tiempo junto a ella, pero sus actitudes, aun por un instante, bastaban para componer todo un cuadro vivo y una escena histórica. Por otra parte, como desde aquel entonces murió y en vida apenas lo había visto, se convirtió hasta tal punto para mi en personaje de historia, de historia social por lo menos, que llego a asombrarme al pensar que una mujer o un hombre que conozco sean su hermana y su sobrino.

Mientras bajábamos la escalera, la subía con un aspecto cansado, que le resultaba muy sentador, una mujer que aparentaba unos cuarenta años, aunque contase más. Era la princesa de Orvillers, hija natural, según se decía, del duque de Parma y cuya dulce voz escondía un vago acento austriaco. Se adelantaba, alta, inclinada, en un vestido de seda blanca floreada, dejando latir su delicioso busto, palpitante y cansada, tras un arnés de brillantes y zafiros. Y mientras sacudía la cabeza como una cabalgadura real a la que incomodara su cabestro de perlas de valor Inestimable e Incómodo peso, ella posaba aquí y allá sus miradas dulces y encantadoras, de un color azul que se hacía más acariciador a medida que comenzaba a gastarse y saludaba amistosamente con la cabeza a la mayor parte de los invitados. «A buena hora llega usted, Paulina», —dijo la duquesa—. «¡Ah!, lo lamento tanto. Pero verdaderamente no ha habido posibilidad material», contestó la princesa de Orvillers, a la que contagiara la duquesa de Guermantes ese tipo de frases, pero les agregaba su dulzura natural y el timbre de sinceridad dado por la energía de un acento ligeramente tudesco en una voz tan tierna. Parecía aludir a complicaciones de vida demasiado largas para ser contagiadas y no referirse vulgarmente a fiestas, aunque en ese momento volviese de varias. Pero no era por ellas por lo que volvía tan tarde. Como el príncipe de Guermantes había impedido a su mujer durante muchos años recibir a la señora de Orvillers, esta, cuando se levantó el interdicto, se contentó respondiendo con simples tarjetas a las invitaciones, para no parecer afanosa. Al cabo de dos o tres años de ese método, iba ella misma; pero muy tarde, como después del teatro. De esa manera aparentaba no tener ningún interés ni en ser vista ni en la velada, sino simplemente hacerles una visita al príncipe y a la princesa, nada más que por ellos, por simpatía, en momentos en que ya se habían ido las tres cuartas partes de los invitados y ella «gozaría más de ellos».

«Oriana, ha llegado verdaderamente al último extremo —gruñó la señora de Gallardon—. No entiendo cómo Basin la deja hablar con la señora de Orvillers. Eso no me lo hubiera permitido el señor de Gallardon». En cuanto a mí, ya había reconocido en la señora de Orvillers a aquella mujer que en los alrededores de la casa de Guermantes echaba largas miradas lánguidas, se daba vueltas y se detenía ante los espejos de los negocios. La señora de Guermantes me presentó; la señora de Orvillers estuvo encantadora, ni muy amable ni muy picada. Me miró como a todos, con sus ojos dulces… Pero ya no debía recibir de ella, al encontrarla, ni una sola de esas insinuaciones con que parecía ofrecerse. Hay miradas especiales y que parecen reconocerlo a uno, que un joven no recibe de ciertas mujeres —y de ciertos hombres— más que el día en que lo conocen a uno y saben que es amigo de gente con la que también están vinculados.

Anunciaron que el coche estaba cerca. La señora de Guermantes recogió su pollera roja, como para bajar y subir al coche, pero sobrecogida quizás, por un remordimiento o por el deseo de causar placer y, sobre todo, aprovechar la brevedad que el impedimento material de prolongarlo imponía a un acto tan fastidioso, miró a la señora de Gallardon; luego, como si acabara de advertirla, inspirada, volvió a atravesar antes de bajar todo el largo del escalón y le tendió la mano a su prima encantada. «¡Cuánto tiempo!», le dijo la duquesa, que, para no tener que desarrollar todo lo que era de suponer contenía esa fórmula de arrepentimiento y de legítimas excusas, se volvió con aspecto espantado hacia el duque, que había bajado, en efecto, conmigo, hasta el coche y protestaba al ver que su mujer se había ido con la señora de Gallardon e interrumpía la circulación de los otros coches. «Oriana, sin embargo, está todavía hermosa —dijo la señora de Gallardon—. Me divierte la gente cuando dicen que estamos distanciados; podemos, por motivos que no tenemos por qué explicar a los demás, permanecer años sin vernos, pero tenemos demasiados recuerdos comunes para separarnos nunca, y en el fondo bien sabe que me quiere tanto como a esa gente que ve todos los días y que no es de su rango». La señora de Gallardon era, en efecto, como esos enamorados desdeñados que quieren a toda costa hacer creer que son más amados que los que sacrifica su preferida. Y (por los elogios que, sin temer la contradicción con lo que había dicho poco antes, prodigó al hablar de la duquesa de Guermantes) probó que esta poseía a fondo las máximas que deben guiar a una gran elegante en su carrera, la que en el preciso momento en que su vestido más maravilloso excitaba admiración y envidia, debe saber atravesar toda una escalera para desarmarla. «Tenga usted cuidado, por lo menos, de no mojar sus zapatos», (había caído una pequeña lluvia de tormenta), dijo el duque, que todavía estaba furioso por haber esperado.

Durante el regreso, a causa de la exigüidad del cupé, los zapatos rojos se encontraron forzosamente cerca de los míos, y la señora de Guermantes, temiendo que no los hubiesen tocado, dijo al duque:

«Este joven se va a ver obligado a decirme como ya no sé qué caricatura: “Señora, dígame pronto que me quiere, pero no me pise los pies en esta forma”. Mi pensamiento, por otra parte, estaba bastante lejos de la señora de Guermantes. Desde que Saint-Loup me había hablado de una muchacha de excelente origen que iba a una casa de citas y de la mucama de la baronesa de Putbus, había concentrado en esas dos personas, como en un bloque, los deseos que cada día me inspiraban tantas bellezas de las dos clases; por una parte, las vulgares y magníficas, las majestuosas mucamas de casa rica, infladas de orgullo y que dicen “nosotros” al hablar de las duquesas; por otra parte, esas jóvenes de las que me bastaba a veces, aun sin haberlas visto pasar en coche o a pie, haber leído su nombre en la crónica de un baile para enamorarme de ellas, y al buscarlas concienzudamente en el anuario de los castillos donde veraneaban (equivocándome muy a menudo por un nombre similar), soñase por turno habitar las llanuras del Oeste, las dunas del Norte y los bosques de pinos del Mediodía. Pero, por más que fundiera la materia carnal más exquisita para componer, de acuerdo al ideal que me había trazado Saint-Loup, a la joven ligera y a la mucama de la señora de Putbus, les faltaba a mis dos bellezas poseíbles lo que ignoraría mientras no las hubiera visto: el carácter individual. Debía agotarme en vano tratando de imaginarme, durante los meses en que hubiese preferido una mucama, la de la señora de Putbus. Pero qué tranquilidad, después de estar perpetuamente turbado por mis deseos inquietos hacia tantos seres fugitivos cuyos nombres ni siquiera conocía, que en todo caso eran difíciles de hallar, más aún de conocer, imposibles quizás de conquistar, al haber extraído dos especímenes de selección con su flecha característica, de entre toda esa belleza dispersa y anónima que estaba seguro podría procurarme cuando lo quisiera. Postergaba la hora de empezar ese doble placer, como la del trabajo; pero la certeza de tenerlo cuando quisiera me evitaba tomarlo, como esos sellos somníferos que basta tener al alcance de la mano para dormir sin necesitarlos. No deseaba en todo el universo más que a dos mujeres, cuyo rostro no podía llegar a representarme, pero cuyos nombres me había enseñado Saint-Loup y garantizado su complacencia. De tal manera que si con sus recientes palabras proporcionó un fuerte trabajo a mi imaginación, en cambio procuró un apreciable descanso y un reposo duradero a mi voluntad».

«Y bueno —me dijo la duquesa—; ¿fuera de sus bailes no puedo serle útil de ninguna manera? ¿Ha encontrado un salón al que quisiera ser presentada?». Le contesté que el único que me daba envidia era demasiado poco elegante para ella. «¿Quién es?», preguntó con voz ronca y amenazadora, casi sin abrir la boca. «La baronesa Putbus». Esta vez fingió un verdadero enojo. «¡Ah, eso sí! Por ejemplo, creo que esta vez usted se burla de mí. Ni siquiera sé por qué casualidad conozco el nombre de ese camello. Pero resulta la hez de la sociedad. Es como si usted me pidiera que le presentara a mi mercera. Y menos aún, porque mi mercera es encantadora. Usted está algo loco, mi pobrecito. En todo caso, le pido por favor que sea cortés con la gente que le he presentado, que deje su tarjeta, que vaya a verlos y no les hable de esa baronesa Putbus que desconocen». Pregunté si la señora de Orvillers no era algo ligera. «¡Oh, no!, absolutamente, usted confunde; al contrario, sería tal vez gazmoña».

«¿Verdad, Basin?». «Sí; en todo caso, no creo que nunca haya podido decirse nada de ella», dijo el duque.

«¿No quiere acompañarnos al salón de baile? —me preguntó—. Le prestaría un manto veneciano, y conozco alguien a quien le daría un gusto tremendo; a Oriana primeramente, huelga decirlo, y a la princesa de Parma. Canta permanentemente sus alabanzas, no jura más que por usted. Usted tiene suerte —ya que es algo madura— que sea tan púdica. Sin eso lo habría elegido, ciertamente para chichisveo, como se decía en mi juventud, una especie de caballero sirviente».

No tenía interés en el baile, sino en la cita con Albertina. Por eso rehusé. El coche se había detenido; el lacayo llamó a la puerta cochera; los caballos piafaron hasta que la abrieron de par en par y el coche avanzó por el patio. «¡Hasta la vista!», me dijo el duque. «A veces he lamentado vivir tan cerca de María —me dijo la duquesa—, porque, a pesar de quererla mucho, no me gusta tanto verla. Pero nunca lamenté más esa proximidad que esta noche, porque me permite permanecer tan poco con usted». «Vamos, Oriana, nada de discursos». La duquesa hubiera querido que entrase un instante en su casa. Se rio mucho, como el duque, cuando dije que no podía porque una joven debía precisamente visitarme ahora. «¡Lindas horas para recibir visitas!», me dijo ella.

«Vamos, hijita, apurémonos —dijo el señor de Guermantes a su mujer—. Son las doce menos cuarto y el tiempo de disfrazarnos…». Se topó, delante de la puerta severamente custodiada por ellas, con las dos señoras de bastón, que no habían temido bajar nocturnamente de su cima con el objeto de impedir un escándalo. «Basin, hemos querido avisarle, temiendo que llegaran a verlo en ese baile: el pobre Amanien acaba de morir, hace una hora». El duque se alarmó por un instante. Vela que se le desmoronaba el famoso baile, puesto que esas malditas montañesas le comunicaban la muerte del señor de Osmond. Pero se repuso muy pronto y lanzó a las dos primas esa palabra en que hacía caber su decisión de no renunciar a un placer y su incapacidad de asimilar exactamente los giros del idioma francés: «¡Está muerto! No. ¡Exageran, exageran!». Y sin preocuparse más de las dos parientas que, enarbolando sus alpenstocks[25], iban a realizar la ascensión en la noche, se precipitó en busca de noticias, interrogando a su mucamo:

«¿Ha llegado mi casco?». «Si, señor duque». «Tendrá algún agujerito para respirar. No tengo ganas de asfixiarme, ¡qué demonios!». «Si, señor duque». «—¡Ah, trueno de Dios! Es una noche maldita. Oriana, me olvidé de preguntarle a Rabal si los borceguíes eran para usted». «Pero, hijo, ya que el modista de la Ópera Cómica está aquí, nos lo dirá. No creo qué haga juego con sus espuelas». «Vamos a buscar al modista —dijo el duque—. ¡Adiós, hijito! Yo le diría que se quedara con nosotros mientras probamos, para divertirlo. Pero charlaríamos, va a ser medianoche y no tenemos que llegar tarde para que la fiesta sea completa». Yo también estaba apurado por dejar al señor de Guermantes y su señora. «Fedra» terminaba a eso de las once y media. Calculando el tiempo de llegar, Albertina ya debía estar en casa. Fui derecho a Francisca: «¿La señorita Albertina está?». «No ha venido nadie».

¡Dios mío, eso quería decir que no llegaría nadie! Estaba atormentado; la visita de Albertina me parecía mucho más deseable ahora que se hacía menos segura.

Francisca también estaba fastidiada, pero por un motivo muy distinto. Acababa de instalar a su hija en la mesa para una comida suculenta. Pero, al oírme llegar, viendo que no le alcanzaba el tiempo para levantar los platos y disponer aguja e hilo, como si se tratara de una labor y no de una cena: «Acaba de tomar una cucharada de sopa —me dijo Francisca—; la obligué a chupar unos huesos», para reducir casi a la nada la cena de su hija y como si resultara culpable de que fuese copiosa. Aun durante el almuerzo o la cena, si cometía la torpeza de entrar en la cocina, Francisca hacía como si recién terminaran y se disculpaba diciendo: «Había querido comer un pedazo o un bocado». Pero uno se tranquilizaba pronto al ver la cantidad de platos que cubrían la mesa y que Francisca, sorprendida por mi súbita llegada, no había tenido tiempo de hacer desaparecer. Luego agregó: «Vamos, ve a acostarte; has trabajado bastante por hoy (porque quería que su hija pareciese no costarnos nada, viviera de privaciones y, además, se matara de trabajo por nosotros). No haces más que estorbar en la cocina y sobre todo molestas al señor, que espera visitas. Vamos, sube», como si se viera obligada a usar su autoridad para mandar acostar a su hija, la cual, ya que había fracasado la comida, permanecía inútilmente, y de haberme quedado cinco minutos más, se hubiera ido por si misma. Y volviéndose hacia mi, con ese hermoso francés popular y sin embargo un poco individual que era el suyo: «El señor no ve que las ganas de dormir le cortan la cara». Me había encantado no tener que conversar con la hija de Francisca.

«He dicho que provenía de una región que era muy próxima a la de mi madre y sin embargo diferente por la naturaleza del terreno, los cultivos, el dialecto y especialmente por algunas particularidades de los habitantes. Así la “carnicera” y la sobrina de Francisca se llevaban muy mal, pero tenían esa común particularidad —cuando iban a hacer una diligencia— de perder horas enteras en casa de la hermana» o en casa de la prima, ya que ellas mismas eran incapaces de concluir una conversación, conversación en el curso de la cual el motivo que las había hecho salir se desvanecía al punto que si uno les decía al regreso: «Y bien: ¿el marqués de Norpois estará visible a las seis y cuarto?», ni siquiera se golpeaban la frente diciendo: «¡Ah, me olvidé!», sino: «¡Ah!, no comprendí que el señor me había pedido eso; creí solamente que había que saludarlo». Si perdían la cabeza de tal modo por algo que se les había dicho una hora antes, en cambio era imposible sacarles de la cabeza lo que oyeran decir a la hermana o a la prima. De manera que si la carnicera oyera que los ingleses guerrearon con nosotros en el 70 al mismo tiempo que los prusianos, y por más que yo les explicara que no era así, cada tres semanas la carnicera me repetía durante una conversación: «Es por culpa de esa guerra con los ingleses en el 70 al mismo tiempo que los prusianos». «Pero le he dicho cien veces que se equivoca». Ella contestaba, lo que ponía de relieve que nada había mudado su convicción: «De cualquier manera, no es un motivo para guardarles rencor. Desde el 70 ha corrido bastante agua bajo los puentes, etc.». Otra vez, preconizando una guerra con Inglaterra que yo desaprobaba, ella decía: «Claro que siempre es mejor que no haya guerra; pero, si es necesario tanto da ir enseguida. Como lo explicó hace poco la hermana, desde esa guerra que nos hicieron los ingleses en el 70, los tratados de comercio nos arruinan. Después que los hayamos derrotado, no dejaremos entrar en Francia a un solo inglés sin pagar trescientos francos de entrada, como nosotros ahora para ir a Inglaterra».

Fuera de mucha honradez y, cuando hablaban, de una sorda obstinación en no dejarse interrumpir, volviendo a empezar veinte veces donde estaban al cortárseles las palabras, lo que acabó por dar a sus propósitos la solidez inquebrantable de una fuga de Bach, tal era el carácter de los habitantes en esa pequeña región, que no alcanzaban a quinientos, rodeados por sus castaños, sus sauces, sus campos de papas y de remolachas.

La hija de Francisca, por el contrario, hablaba en argot parisiense, creyéndose una mujer del día y salida de los senderos demasiado antiguos, y no dejaba a un lado ninguna de las bromas accesorias. Como Francisca le había dicho que yo volvía de casa de una princesa: «¡Ah, sin duda una princesa a la nuez de coco!». Y viendo que yo esperaba una visita, aparentó creer que yo me llamaba Carlos. Le contesté cándidamente que no, lo que le permitió colocar: «¡Ah, creía! Yo, ya me decía: Carlos espera».[26] No era de muy buen gusto. Pero me sentí menos indiferente cuando, a modo de consuelo por el atraso de Albertina, me dijo: «Creo que puede esperarla a perpetuidad. No vendrá. ¡Ah, las gigolettes del día!».

Su modo de hablar era, pues, distinto al de su madre; pero lo más curioso es que el habla de su madre no era la misma de su abuela, nativa de Bailleau-le-Pin, tan próximo al pueblo de Francisca. Sin embargo, los dos dialectos eran ligeramente distintos, como los dos paisajes. El pueblo de la madre de Francisca bajaba en pendiente hasta una quebrada y estaba poblado de sauces. Y muy lejos, al contrario, había en Francia una pequeña región donde se hablaba casi el mismo dialecto de Méséglise. Hice el descubrimiento al mismo tiempo que experimentaba su fastidio. En efecto, encontré una vez a Francisca de gran conversación con una mucama de la casa que era de esa región y hablaba su dialecto. Casi se entendían, y yo no las comprendía casi para nada, lo sabían ellas, y no por eso dejaban de hablar, disculpadas, según creían, por la alegría de ser conterráneas, aunque hubieran nacido tan lejos una de otra, y continuaban hablando delante de mi ese idioma extranjero, como cuando uno no quiere que lo entiendan. Esos pintorescos estudios de geografía lingüística y de camaradería entre sirvientas prosiguieron cada semana en la cocina sin que yo hallara en ello ningún placer.

Cada vez que se abría la puerta cochera, la portera oprimía un botón eléctrico que iluminaba la escalera, y como ya no había inquilino que no hubiese vuelto, dejé inmediatamente la cocina y volví a sentarme en la antecámara, espiando por donde el cortinado un poco angosto no cubría del todo la puerta de vidrios de nuestro departamento y dejaba pasar la oscura raya vertical que producía la semioscuridad de la escalera. Si de golpe esa raya se ponía rubia dorada, es que Albertina acababa de entrar y estaría a los dos minutos junto a mi; ya no podía venir nadie a estas horas. Y yo me quedaba sin poder despegar los ojos de la raya que se obstinaba en seguir siendo oscura; me inclinaba por completo para estar seguro de ver bien; pero, por más que mirara, el negro trazo vertical, a pesar de mi apasionado deseo, no me daba la alegría embriagadora que hubiese tenido al verlo trocado por un encantamiento súbito y significativo en un luminoso barrote de oro. Era bastante inquietud por esa Albertina en la que no había pensado siquiera tres minutos durante la velada de los Guermantes. Pero al despertar los sentimientos de espera sufridos antes con motivo de otras muchachas, especialmente cuando Gilberte tardaba, la posible privación de un simple placer físico me causaba un cruel sufrimiento moral.

Tuve que entrar en mi cuarto. Francisca me siguió. Le parecía que, como ya había vuelto de la velada, era inútil que conservase la rosa que tenía en el ojal y vino para sacármela. Su gesto, al recordarme que posiblemente no viniese Albertina y al obligarme a confesar de ese modo que deseaba estar elegante por ella, me causó una irritación que se duplicó porque, al desprenderme violentamente, estrujé la flor y Francisca me dijo: «Mejor habérmela dejado quitar antes que estropearla así».

Por otra parte, me crispaban sus menores palabras. En la espera, uno sufre tanto la ausencia de lo que desea, que no puede soportar otra presencia.

Una vez que Francisca salió del cuarto, pensé que si había llegado ahora a tener coquetería frente a Albertina, era muy fastidioso que me hubiese exhibido ante ella tantas veces mal afeitado, con una barba de varios días, las noches en que la dejaba venir para reanudar nuestras caricias. Yo advertía que me dejaba solo, sin preocuparme de mí. Para embellecer un poco mi cuarto, si Albertina llegara a venir y porque era una de las cosas más hermosas que tenía, volví a colocar por primera vez en años, sobre la mesa próxima a mi cama, esa cartera adornada con turquesas que me había encargado Gilberte para envolver la plaqueta de Bergotte y que quise conservar conmigo tanto tiempo mientras dormía, al lado de la bolita de ágata. Por otra parte, y quizás tanto como Albertina, no llegada aún, su presencia en ese momento en un «otra parte» que le pareciera evidentemente más agradable y que no conocía, me provocaba un sentimiento doloroso que, a pesar de lo que dijera hacía apenas una hora a Swann acerca de mi incapacidad de celos, pudo cambiarse, si hubiese visto a mi amiga con intervalos menos alejados, en una ansiosa necesidad de saber dónde y con quién pasaba el tiempo. No me atrevía a llamar a casa de Albertina, porque era demasiado tarde, pero en la esperanza de que al cenar, quizás, con algunas amigas en un café, se le ocurriese telefonearme, giré el conmutador y, restableciendo la comunicación en mi cuarto, la corté entre la estación y el departamento del portero, con el que estaba habitualmente conectado a esa hora. Tener un receptor en el pequeño corredor al que daba el cuarto de Francisca hubiese sido más simple y menos incómodo, pero inútil. Los progresos de la civilización permiten a cada cual manifestar cualidades insospechadas o nuevos vicios que los hacen más queridos o más insoportables a sus amigos. Así es como el invento de Edison[27] había permitido a Francisca adquirir un nuevo defecto que consistía en rechazar el uso del teléfono por útil o urgente que fuese. Encontraba modo de huir cuando uno quería hacérselo saber, como otros al momento de vacunarse. Por eso el teléfono estaba colocado en mi cuarto, y para que no molestase a mis padres, se había reemplazado su campanilla por un simple ruido de chicharra. De miedo a no oírlo, ya no me moví. Mi inmovilidad era tal que, por primera vez durante meses, noté el tic-tac del reloj. Francisca vino a arreglar cosas. Charlaba conmigo, pero yo odiaba esa conversación bajo cuya continuidad uniformemente banal mis sentimientos cambiaban minuto a minuto, pasando del temor a la ansiedad y de la ansiedad a la completa desilusión. Distinto a las palabras vagamente satisfechas que me creía obligado a dirigirle, sentía que mi rostro era tan desgraciado que pretendí sufrir de reumatismo para explicar el desacuerdo entre mi simulada indiferencia y esa expresión dolorosa; además, temía que las palabras pronunciadas a media voz por Francisca (no a causa de Albertina, porque ella estimaba pasada hacía rato la hora de su posible llegada) me pusiesen en peligro de no oír el llamado salvador que ya no llegaría. Por fin Francisca se fue a acostar; la despaché con una dulzura ruda, para que el ruido que hiciese, al irse no cubriera el del teléfono. Empecé a escuchar de nuevo y a sufrir; cuando escuchamos, desde la oreja que recoge los ruidos al espíritu que los despoja y analiza, y del espíritu al corazón a quien trasmite sus resultados, el doble trayecto es tan rápido que ni siquiera podemos percibir su duración y parece que escucháramos directamente con nuestro corazón.

Me torturaba el regreso incesante del deseo, siempre más ansioso y nunca cumplido, de un ruido de llamada; llegado al punto culminante de una atormentada ascensión por las espirales de mi angustia solitaria, desde el fondo del París popular y nocturno aproximado de pronto hasta mi, al lado de mi biblioteca, oí de golpe, mecánico y sublime, como el pañuelo agitado de Tristán o el caramillo del pastor, el ruido de trompo del teléfono. Me abalancé; era Albertina. «¿No lo molesto, telefoneándole a estas horas?». «¡Pero no!» —dije comprimiendo mi alegría, porque lo que decía de la hora indebida era, sin duda, para disculparse por llegar tan tarde dentro de un momento y no porque no pensara venir—. «¿Va a venir?», pregunté con un tono indiferente. «No, si no me necesita absolutamente». Una parte de mi a la cual quería reunirse la otra, estaba en Albertina. Tenía que venir, pero no se lo dije de primera intención; como estábamos conectados, pensé que a último momento podría de cualquier manera obligarla a venir a mi casa o ir ya a la de ella. «Si, estoy cerca de casa —dijo— e infinitamente lejos de la suya; no leí bien su carta. Acabo de encontrarla y temí que me esperara». Me daba cuenta de que me mentía, y ahora era por indignación, más aún por necesidad de molestarla que de verla, que deseaba obligarla a venir. Necesitaba ante todo rechazar lo que trataría de obtener dentro de algunos instantes. ¿Pero dónde estaba? Se mezclaban otros sonidos con sus palabras: la bocina de un ciclista, la voz de una mujer que cantaba, una charanga lejana, resonaban tan claramente como la voz querida, como para indicarme que era en verdad Albertina en su medio actual la que estaba cerca en ese momento, como una mota de tierra junto con la cual se han arrancado todas las gramíneas que la rodean. Los mismos ruidos que oía herían también sus oídos y molestaban su atención: detalles de verdad, extraños al tema, inútiles por si mismos, tanto más necesarios para revelarnos la evidencia del milagro: rasgos sobrios y encantadores, descriptivos de alguna calle de París, rasgos punzantes también y crueles de una balada desconocida que al salir de Fedra impidieron que Albertina viniera a mi casa. «Empiezo por advertirle que no es para que venga, porque a estas horas me molestaría mucho… —le dije—; me caigo de sueño. Además, mil complicaciones. Quiero recalcarle que en mi carta no había posibilidad de confusiones. Me contestó que quedaba convenido. Entonces, ¿si no había entendido, qué entendió?». «He dicho que quedaba convenido, sólo que no recordaba bien lo que habíamos convenido. Pero veo que usted está enojado, y lo lamento. Lamento haber ido a ver Fedra. Si hubiera sabido que eso causaría tantos trastornos…» —agregó como todos los que pecan por algo y simulan que no les reprocha otra cosa—. «Fedra nada tiene que ver con mi fastidio, puesto que yo mismo le pedí que fuera». «Entonces usted me guarda rencor… Es una lástima que ahora sea muy tarde, si no, iría a su casa; pero iré mañana o pasado mañana, para disculparme». «¡Oh, no, Albertina!, Albertina, se lo ruego. Después de haberme hecho perder una noche, déjeme por lo menos tranquilidad para los días siguientes. No estaré libre antes de unos quince días o tres semanas. Escuche: si no le gusta que nos quedemos bajo una impresión de enojo —y en el fondo, quizás usted tenga razón—, entonces prefiero, fatiga por fatiga, ya que la esperé hasta esta hora y que usted todavía está afuera, que venga enseguida. Tomaré café para despertarme». «¿No sería posible aplazarlo hasta mañana? Porque la dificultad…». Al oír esas palabras de disculpa, pronunciadas como si no fuese a venir, sentí que al deseo de volver a ver la cara aterciopelada que ya en Balbec dirigía todos mis días hacia el momento en que estaría junto a esta flor rosada, frente al mar color malva de septiembre, trataba de unirse, dolorosamente, un elemento muy distinto. Esa terrible necesidad de un ser había aprendido a conocerla en Combray con mi madre y hasta a desear la muerte si me hacía decir con Francisca que no podía subir. Ese esfuerzo del antiguo sentimiento para combinarse y no formar sino un elemento único con el otro más reciente y que en cuanto a él no tenía otro objetivo voluptuoso más que la superficie coloreada, la rosada carnadura de una flor de playa; ese esfuerzo no llega a menudo más que a producir (en el sentido químico) un cuerpo nuevo, que puede no durar sino unos instantes. Esa noche por lo menos, y por mucho tiempo más, los dos elementos quedaron separados. Pero ya en las últimas palabras oídas por teléfono comencé a comprender que la Vida de Albertina estaba situada (no materialmente, sin duda) a tal distancia de mí, que necesitaría siempre cansadoras exploraciones para alcanzarla; pero, además, organizada como fortificaciones de campaña y, para más seguridad, de aquella especie que luego se acostumbró a llamar camufladas. Por otro lado, Albertina formaba parte en un grado más alto de la sociedad, de ese género de personas a quienes la portera promete a nuestro mensajero entregar la carta cuando vuelva, hasta el día en que usted advierte que es ella precisamente, la portera la persona encontrada afuera y a la que usted se permitió escribir. De tal manera que es cierto que habita la vivienda que le ha indicado, pero en la portería (domicilio, por otra parte, que constituye una pequeña casa de citas cuya portera es la regente) y la dirección que da es un edificio donde la conocen cómplices que no revelarán su secreto, de donde le harán llegar las cartas suyas, pero donde no vive y donde, a lo sumo, dejó algunas cosas. Existencias dispuestas en cinco o seis líneas de repliegue, de suerte que cuando uno quiere ver a esa mujer o saber algo, ha llegado a golpear demasiado a la derecha, o demasiado a la izquierda, o demasiado adelante o demasiado atrás, y durante años puede ignorarlo todo. En cuanto a Albertina, yo sabía que nunca habría nada; que entre la multiplicidad arrevesada de los detalles verdaderos y de los hechos falsos, nunca podría llegar a ver con claridad. Y que siempre sería así, a menos de ponerla en la cárcel (pero uno se escapa), hasta el final. Esa noche tal convicción no me atravesó sino con inquietud, pero en la que sentí estremecerse algo así como una anticipación de largos sufrimientos.

«Pero, no —contesté yo—; ya le dije que no estaré libre antes de tres semanas; mañana igual que otros días». «Bien; entonces voy a ir a paso redoblado… Es fastidioso porque estoy en casa de una amiga que…». Advertí que ella no creyó que aceptaría su propuesta de venir, la que no era, pues, sincera, y quise ponerla entre la espada y la pared. «¿Qué quiere que me interese su amiga? Venga o no venga, es asunto suyo. Yo no se lo pido; es usted quien me lo propuso». «No se enoje tomo un coche y dentro de diez minutos estaré en su casa». Así, desde ese París de las profundidades nocturnas del que ya había emanado hasta mi cuarto una voz que iba a surgir y aparecer, midiendo el radio de acción de un ser lejano, después de esa primera anunciación, era esa Albertina que había conocido antaño bajo el cielo de Balbec, cuando al poner el cubierto, los mozos del Gran Hotel se enceguecían por la luz del poniente, los ventanales estaban abiertos por completo y los soplos imperceptibles de la noche llegaban libremente, desde la playa donde se demoraban los últimos paseantes, al inmenso comedor donde aún no se habían sentado los primeros comensales, y por el espejo colocado detrás del mostrador pasaba el reflejo rojo del ocaso por mucho tiempo y se alargaba el reflejo gris del humo del último barco que salía para Rivebelle. Ya no me preguntaba lo que habría podido atrasar a Albertina, y cuando Francisca entró en mi cuarto para decirme: «La señorita Albertina está aquí», contesté sin siquiera mover la cabeza, sólo por simulación: «¡Cómo la señorita Albertina llega tan tarde!». Pero, levantando los ojos sobre Francisca, como curioso de su respuesta que debía corroborar la aparente sinceridad de mi pregunta, advertí con furor y admiración que, capaz de rivalizar aún con la Berma en el arte de hacer hablar a los trajes inanimados y los rasgos del rostro, Francisca supo aleccionar su corpiño y sus cabellos, de los cuales los más canosos habían sido traídos a la superficie y exhibidos como una partida de nacimiento, hasta su cuello encorvado por el cansancio y la obediencia. Ellos la compadecían por haber sido arrancada al sueño y al trasudor de la cama, a su edad, en medio de la noche, y obligada a vestirse rápidamente a riesgo de atrapar una pulmonía. Por eso, temiendo parecer que me disculpaba por la llegada tardía de Albertina: «En todo caso, me alegro mucho de que haya llegado; todo está perfectamente», y dejé brotar mi profunda alegría. No quedó mucho tiempo para cuando oí la respuesta de Francisca. Esta, sin proferir una queja, simulando qué ahogaba aún una tos irresistible y cruzando solamente su mantilla como si tuviese frío, empezó a contarme todo lo que le había dicho a Albertina, sin dejar de pedirle noticias de su tía. «Justamente le decía que el señor debía temer que ya la señorita no llegase, porque no es hora de venir; pronto va a ser de día». Pero debió estar en lugares donde se divertía, porque ni siquiera me dijo que la contrariaba haberlo hecho esperar: me contestó como si se le importara un ardite de todo: “Más vale tarde que nunca”. Y Francisca agregó estas palabras que me punzaron el corazón: «Al hablar así se traicionó. Hubiera querido quizás esconderse, pero…».

No tenía motivos de asombrarme mucho. Acabo de decir que Francisca, cuando se le confiaba algún encargo, se extendía de muy buena gana sobre cuanto había dicho, pero muy raras veces daba cuenta espontáneamente de la respuesta esperada. Si por excepción le repetía a uno las palabras que habían dicho nuestros amigos, por breves que fuesen, se las arreglaba en general para, llegado el caso, gracias a la expresión y al tono con que aseguraba las habían acompañado, comunicarles algo hiriente. A lo sumo aceptaba haber soportado una vejación de algún proveedor a cuya casa la hubiésemos mandado, por otra parte probablemente imaginaria, con tal de que esa vejación, al dirigirse a ella, que nos representaba, nos alcanzase de rebote. No quedaba sino contestarle que había comprendido mal, que estaba atacada de delirio de persecución y que todos los comerciantes no estaban coligados contra ella. Por otra parte, poco me importaban sus sentimientos. No sucedía lo mismo con los de Albertina. Y al volver a decirme esas palabras irónicas: «Más vale tarde que nunca», Francisca me evocó enseguida los amigos en cuya compañía terminara Albertina la velada, complaciéndose en ello, por lo visto, más que con la mía. «Es cómica; tiene un sombrerito chato, y con esos ojos grandes, le da un aspecto extraño; sobre todo con ese tapado, que haría mejor en mandar a la zurcidora, porque está completamente apolillado. Me divierte», agregó, como burlándose de Albertina, Francisca, que compartía rara vez mis impresiones pero experimentaba la necesidad de hacer conocer las suyas. Ni siquiera quería aparentar que yo había comprendido y que esa risa significaba el desdén por la burla; pero, para devolver golpe por golpe, contesté a Francisca, aunque no conociese el sombrerito chato de que hablaba:

«Lo que usted llama sombrerito chato es algo sencillamente encantador…». «Es decir, que es tres veces nada», dijo Francisca, expresando, sin rodeos esta vez su verdadero desprecio. Entonces (con un tono suave y lento para que mi respuesta mentirosa pareciese la expresión no de mi enojo, sino de la verdad), sin perder tiempo, para no demorar a Albertina, dirigí estas crueles palabras a Francisca: «Es usted excelente —le dije en tono meloso—, es usted amable, tiene mil cualidades, pero está en el mismo punto que el día de su llegada a París, tanto para conocer cosas del vestir como para pronunciar bien las palabras y no incurrir en vicios de pronunciación». Y el reproche era particularmente estúpido, porque esas palabras francesas que nos enorgullecen tanto no son otra cosa que vicios de pronunciación producidos por bocas galas que pronunciaban equivocadamente el latín o el sajón, ya que nuestra lengua no es más que la pronunciación defectuosa de otras.

El genio lingüístico en estado vivo, el porvenir y el pasado del francés, he aquí lo que debía haberme interesado en los errores de Francisca. La «azurcidora» por la «zurcidora» ¿no era acaso tan curioso como esos animales sobrevivientes de las épocas lejanas, como la h, llena o la jirafa, que nos indican las etapas que atravesó la vida animal? «Y —agregué—, desde el momento que no ha podido aprender en tantos años, ya no aprenderá más. Puede usted consolarse; eso no le impide ser una muy buena persona, cocinar perfectamente la galantina de buey y mil cosas más. El sombrero que usted cree sencillo ha sido copiado de un sombrero de la princesa de Guermantes, que costó quinientos francos. Por otra parte, le pienso regalar próximamente uno más lindo todavía a la señorita Albertina».

Yo sabía que lo que más podía molestar a Francisca era que gastase dinero en gente a quien ella no quería. Me contestó con algunas palabras que se hicieron poco audibles por el brusco jadeo. Cuando supe más tarde que tenía una enfermedad del corazón, tuve muchos remordimientos por no haberme privado nunca del placer feroz y estéril de contestar así a sus palabras. Francisca, por otra parte, detestaba a Albertina porque, como era pobre, no podía aumentar lo que Francisca consideraba mi superioridad. Sonreía con benevolencia cada, vez que me invitaba la señora de Villeparisis; en cambio, se indignaba porque Albertina no practicaba esa reciprocidad. Yo había llegado al extremo de tener que inventar supuestos regalos de esta, a cuya existencia Francisca no prestó jamás la menor fe. Esa falta de reciprocidad le chocaba sobre todo en materia alimenticia. El hecho de que Albertina aceptase las comidas de mamá, si no estábamos invitados a casa de la señora de Bontemps (la que, sin embargo, no vivía en París la mitad del tiempo, ya que su marido aceptaba «puestos» como antes cuando le fastidiaba el ministerio), le parecía por parte de mi amiga una falta de delicadeza que fustigaba indirectamente recitando este consejo corriente en Combray:

Mangeons mon pain,

—Je le veux bien.

—Mangeons le tien.

—Je n’ai plus faim».[27a]

Hice como que me vela obligado a escribir. «¿A quién escribía usted?», inquirió Albertina al entrar. «A una linda amiga mía, a Gilberte Swann. ¿No la conoce?». «No». Renuncié a plantearle preguntas a Albertina sobre su velada, pues advertí que le haría reproches y que ya no tendríamos tiempo, dada la hora, de reconciliarnos lo suficiente como para pasar a los besos y a las caricias. Por eso quise comenzar por ellos desde el primer minuto. Por otra parte; si estaba algo calmado, no me sentía feliz. La pérdida de toda brújula, de toda dirección, que caracteriza a la espera, persiste después de la llegada del ser a quien aguardamos, se sustituye en nosotros a la tranquilidad a cuyo favor nos imaginábamos con tanto placer su llegada y nos impide gustar alguno. Albertina estaba ahí: mis nervios destrozados continuaban su tensión y la seguían esperando. «Quiero un buen beso, Albertina». «Tantos como quiera», me dijo ella con toda su bondad. Nunca la había visto tan linda. «¿Uno más?». «Pero bien sabe que me causa un placer muy, muy grande». «Y a mí, todavía mucho más», me contestó. «¡Oh, qué linda cartera tiene usted ahí!». «Consérvela, se la regalo como recuerdo». «Usted es demasiado amable…». Uno se curará para siempre de lo romántico si quisiera, pensando en la que ama, tratar de ser el que será cuando ya no la ame. La cartera, la bolita de ágata de Gilberte, todo eso no recibía antes su importancia más que de un estado puramente inferior; ya que ahora era para mí una cartera o una bolita cualesquiera.

Le pregunté a Albertina si quería beber. «Me parece que ahí veo naranjas y agua —me dijo—. Será perfecto». Pude gustar así, junto con sus besos, esa frescura que me parecía superior a ellos, en casa de la princesa de Guermantes. Y la naranja exprimida en el agua parecía entregarme, a medida que yo bebía la vida secreta de su maduración, su acción feliz contra ciertos estados de ese cuerpo humano que pertenece a un reino tan distinto, su impotencia para hacerlo vivir; pero, en cambio, los juegos de riego por donde podía serle favorable y cien misterios revelados por la fruta a mi sensación, de ninguna manera a mi inteligencia.

Cuando se fue Albertina recordé que le había prometido a Swann escribir a Gilberte, y me pareció más amable hacerlo enseguida. Sin emoción, y como si anotara el último renglón de un aburrido deber de clase, escribí en el sobre el nombre de Gilberte Swann con el que antes cubría mis cuadernos para imaginarme que nos escribíamos. Es que, si antaño yo escribía ese nombre, ahora la tarea había sido confiada por la costumbre a uno de los numerosos secretarios que esta se adjudica. Este podía escribir el nombre de Gilberte con tanta más calma cuanto que, colocado por la costumbre, recientemente entrado a mi servicio, no había conocido a Gilberte y sólo sabía, sin ubicar ninguna realidad bajo esas palabras, que era una joven de la que yo había estado enamorado, porque me oyera hablar de ella.

No podía acusarlo de avidez. El ser que estaba ahora frente a ella era el testigo; el mejor elegido para comprender lo que había sido: la cartera, la bolita de ágata, simplemente se habían convertido para mí, con respecto a Albertina, en lo que habían sido para Gilberte y lo que serían para todo ser que no reflejara en ellos una llama interior. Pero ahora había en mí una nueva turbación que alteraba a su vez el poder verdadero de las cosas y de las palabras. Y como Albertina me dijese aún, para agradecerme: «¡Me gustan tanto las turquesas!», le contesté: «No las deje morir», confiándoles así como a piedras el porvenir de nuestra amistad que, sin embargo, no era más capaz de inspirar un sentimiento a Albertina de lo que había sido para conservar el que me unía antes a Gilberte.

Se produjo en esa época un fenómeno que no merece ser mencionado más que porque sé encuentra en todos los períodos importantes de la historia. En el mismo momento en que yo escribía a Gilberte, el señor de Guermantes, apenas de vuelta del baile, todavía cubierto por su casco, pensaba que al día siguiente se vería obligado a estar oficialmente de luto, y decidió adelantar en ocho días su cura de aguas. Cuando volvió tres semanas después (y para anticiparme, ya que acabo de terminar solamente mi carta a Gilberte), los amigos del duque que lo habían visto, tan indiferente al principio, convertirse en un antidreyfusista furibundo, enmudecieron de sorpresa al oírlo (como si la cura no hubiese obrado sólo sobre la vejiga): «Y bueno, el proceso será revisado y lo absolverán, no se puede condenar a un hombre contra el que no hay nada concreto. ¿Ha visto jamás a un viejo más chocho que Forcheville? Un oficial que prepara a los franceses para la carnicería, es decir, para la guerra. Extraña época». Y en el intervalo, el duque de Guermantes había conocido en las termas a tres damas encantadoras (una princesa italiana y sus dos cuñadas). Al oírles algunas palabras sobre los libros que leían, sobre una pieza que representaban en el Casino, el duque había comprendido que tenía que habérselas con mujeres de una intelectualidad superior y frente a las cuales, según él, no era bastante fuerte. Eso lo hizo más feliz cuando la princesa lo invitó a jugar al bridge. Pero apenas estuvo con ellas, al decirles, en el fervor de su antidreyfusismo sin matices: «Y bueno, ya no nos hablan de la revisión del famoso Dreyfus», grande había sido su estupor al oír que la princesa y sus hermosas cuñadas respondían: «Nunca se estuvo más cerca. No se puede mantener en presidio al que no ha hecho nada». «¿Ah? ¿Ah?», había balbuceado primeramente el duque, como descubriendo un sobrenombre grotesco que se usara en esa casa para ridiculizar a alguien que hasta ese momento creyera inteligente. Pero al cabo de algunos días, como por cobardía y espíritu de imitación, uno grita: «¡Vamos, Jojotte!», sin saber por qué, a un gran artista al que así se oye llamar en esa casa, el duque, todavía muy molesto por la nueva costumbre, decía, sin embargo: «En efecto, no hay nada en su contra». Las tres encantadoras damas suponían que no progresaba bastante ligero y lo maltrataban un poco: «Pero, en el fondo, ninguna persona inteligente pudo creer que hubiese algo». Cada vez que un hecho «aplastante» se producía contra Dreyfus y el duque lo anunciaba creyendo que convertiría con eso a las tres damas encantadoras, ellas se reían mucho y no tenían ninguna dificultad, con gran finura de dialéctica, en demostrarle que el argumento no tenía valor y era completamente ridículo. El duque había regresado a París hecho un dreyfusista rabioso. Y es cierto que en este caso no pretendemos que las tres damas encantadoras no hayan sido mensajeras de verdad. Pero hay que notar que cada diez años, cuando se deja a un hombre lleno de una verdadera convicción, sucede que una pareja inteligente o una sola dama encantadora entran en su intimidad y al cabo de algunos meses lo llevan a una opinión contraria. Y en ese punto muchos países se conducen como ese hombre sincero, muchos países que uno ha dejado llenos de odio por un pueblo y seis meses después han mudado su sentimiento y roto sus alianzas.

No vi por algún tiempo a Albertina, pero continué, a falta de la señora de Guermantes, que no se dirigía más a mi imaginación, viendo otras hadas y sus viviendas, tan inseparables de ellas como del molusco la valva de nácar o esmalte o la torrecilla con troneras de su caparazón. No hubiera podido clasificar a esas damas, ya que la dificultad del problema era tan insignificante e imposible no sólo de resolver, sino de plantear. Antes que la dama debía abordarse el edificio mágico. Una recibía siempre después de almorzar, durante los meses estivales, y antes de llegar a su casa había que bajar la capota del coche, a tal punto daba con fuerza el sol, cuyo recuerdo, sin advertirlo, iba a entrar en la impresión total. Creía ir solamente al Cours-la-Reine; en realidad, antes de llegar a la reunión de las que quizás se hubiese burlado un hombre práctico, sentía un deslumbramiento como en un viaje a través de Italia, y delicias de las que nunca separaría el edificio en mi memoria. Además, por el calor de la estación y de la hora, la dama había clausurado herméticamente las celosías de los vastos salones rectangulares de la planta baja donde recibía. Ante todo, yo reconocía con dificultad a la dueña de casa y sus visitantes, aun a la duquesa de Guermantes, que con su voz ronca me pedía que fuese a sentarme junto a ella en un sillón de Beauvais que representaba el rapto de Europa. Y distinguía sobre los muros las vastas tapicerías del siglo XVIII que representaban navíos con mástiles florecidos de malvas rosas, bajo los cuales me encontraba como en el palacio no del Sena, sino de Neptuno, al borde del océano en que la duquesa de Guermantes se convertía en algo así como una divinidad de las aguas. No terminaría nunca si enumerase todos los salones distintos a ese. Basta este ejemplo para mostrar que hacía entrar en mis juicios mundanos impresiones poéticas que nunca tenía en cuenta en el momento de sumar, tanto que, al calcular los méritos de un salón, mi suma no salía nunca exacta.

Es verdad que esos motivos de errores no eran los únicos, ni mucho menos, pero no tengo tiempo de iniciar antes de mi partida para Balbec (donde, para desgracia mía, voy a hacer una segunda estada que será también la última) descripciones del mundo que encontrarán su ubicación mucho más tarde. Digamos sólo que a ese primer y falso motivo (mi vida relativamente frívola que podía hacer suponer el amor por la Sociedad) de mi carta a Gilberte, y de mi retorno a los Swann que pareciera indicar, Odette hubiera podido agregar con tanta inexactitud un segundo. No he imaginado hasta aquí los aspectos diferentes que toma el mundo para una misma persona, sino suponiendo que la misma señora que no conocía a nadie frecuenta la sociedad y que tal otra que tenía una posición dominante es desechada; uno siente tentaciones de ver sólo esos altibajos puramente personales que de tiempo en tiempo acarrean en una misma sociedad, como consecuencia de especulaciones de bolsa, una ruina estrepitisa o un enriquecimiento inesperado. Y no es sólo eso. En cierta medida, las manifestaciones sociales (muy inferiores a los movimientos artísticos, a las crisis políticas, a la evolución que lleva el gusto público hacia la música alemana y compleja, y luego hacia la música rusa y simple o hacia las ideas sociales, las ideas de justicia, la reacción patriótica, el sobresalto patriótico) son, sin embargo, su reflejo lejano, quebrado, inseguro, turbio, cambiante.

De modo que ni siquiera los salones pueden ser descritos en una inmovilidad estática que ha podido convenir hasta ahora al estudio de los caracteres, los que también deberán ser arrastrados como por un movimiento casi-histórico. La afición por la novedad que lleva a los hombres de mundo más o menos sinceramente ávidos de informarse acerca de la evolución intelectual hasta frecuentar los ambientes donde pueden seguirlos, les hace preferir habitualmente a alguna dueña de casa hasta ahora inédita, que representa todavía frescas las esperanzas de mentalidad superior tan marchitas y ajadas en las mujeres que ejercieran largo tiempo el poderío mundano y las que no significan nada para su imaginación, ya que conocen su lado débil y su lado fuerte. Y cada época se halla así personificada por mujeres nuevas, en un nuevo grupo de mujeres que, vinculadas estrechamente a lo que en ese momento excita las curiosidades más nuevas, aparecen en sus vestidos sólo en ese momento, como una especie desconocida, nacida del último diluvio, bellezas irresistibles de cada nuevo Consulado, de cada nuevo Directorio. Pero muy a menudo la dueña de casa novel es sencillamente como algunos hombres de Estado cuyo ministerio es el primero, pero que desde hacía cuarenta años golpeaban a todas las puertas sin ver que se les abrían, mujeres que no eran conocidas de la sociedad, aunque no por ello dejaban de recibir desde hacía mucho tiempo y a falta de cosa mejor, a algunos «escasos íntimos». Verdad que no siempre este es el caso, y cuando la afloración prodigiosa de los ballets rusos, que reveló uno tras otro a Bakt, Nijinski, Benoist y el genio de Stravinsky, la princesa Yourbeletieff, joven madrina de todos esos nuevos grandes hombres, apareció llevando en la cabeza una inmensa aigrette[28] temblorosa desconocida de las parisienses y que todas trataron de imitar, pudo creerse que esa maravillosa criatura había llegado en sus innumerables equipajes y como el más preciado tesoro de los bailarines rusos; pero cuando a su lado, en un avant-scéne, veamos en todas las representaciones de los «rusos», sentada como un hada verdadera, ignorada hasta entonces por la aristocracia, a la señora Verdurin, podremos contestar a las gentes de mundo que creyeron con facilidad que la señora de Verdurin acababa de desembarcar con la troupe de Diaghilew, que esa dama ya había existido en otros tiempos y pasado por diversas transformaciones de las que esta no se distinguía sino porque era la primera que reportaba por fin, asegurado para lo sucesivo y en marcha cada vez más rápida, el éxito tanto y tan vanamente esperado por la Patrona. Para la señora de Swann, es verdad, la novedad que representaba no tenía el mismo carácter colectivo. Su salón se había cristalizado alrededor de un hombre, de un moribundo que pasó casi instantáneamente —en momentos en que se agotaba su talento—, de la oscuridad a la gran gloria. El embelesamiento por las obras de Bergotte era inmenso. Pasaba todo el día exhibiéndose en casa de la señora de Swann, que le cuchicheaba a un hombre influyente: «Le hablaré para que le escriba un articulo». Estaba, por otra parte, en condiciones de hacerlo, y aun un acto corto para la señora de Swann. Más próximo a la muerte, andaba un poco menos mal que cuando venía a pedir noticias de mi abuela. Y es que sus grandes dolores físicos le habían impuesto un régimen. La enfermedad es el médico más obedecido: uno sólo hace promesas a la bondad y el saber; pero obedece al sufrimiento.

Es verdad que el pequeño clan, de los Verdurin tenía en la actualidad un interés más palpitante que el salón ligeramente nacionalista, más literario y antes que nada bergótico de la señora de Swann. El pequeño clan era, en efecto, el activo centro de una larga crisis política que había llegado a un máximo de intensidad: el dreyfusismo. Pero la gente de sociedad el a, en su mayor parte, tan antirrevisionista, que un salón dreyfusista parecía algo tan imposible como en otro tiempo un salón de la Comuna. La princesa de Caprarola, que conociera a la señora de Verdurin con motivo de una gran exposición organizada por ella, había ido a hacerle una larga visita con la esperanza de corromper a algunos elementos interesantes del pequeño clan y agregarlos a su propio salón, visita en cuyo transcurso la princesa (representando en pequeño a la duquesa de Guermantes) había tomado la contraparte de las opiniones recibidas y declarado que la gente de su mundo era idiota, lo que la señora de Verdurin estimó como un signo de gran valor. Pero ese valor no llegaría más tarde hasta atreverse a saludar a la señora de Verdurin en las carreras de Balbec bajo el fuego cerrado de las miradas de las damas nacionalistas. En cuanto a la señora de Swann, los antidreyfusistas le agradecían, por el contrario, que fuera «bien pensada», lo que si se considera que estaba casada con un judío, era un mérito doble. Sin embargo, las personas que nunca habían ido a su casa suponían que sólo recibía a algunos oscuros israelitas y discípulos de Bergotte. Así clasifican a mujeres más altas que la señora de Swann en el último peldaño de la escala social, ya por causa de sus orígenes, ya porque no les gustan las comidas y las veladas donde nunca se las ve, lo que se supone equivocadamente se debe a que no las han invitado; ya porque nunca hablan de sus amistades sociales y sí solamente de literatura y de arte; ya porque la gente se oculta para ir a sus casas o, para no ser descorteses con las otras, se esconden para recibirlas; en fin, por mil motivos que acaban por hacer de tal o cual de ellas la mujer que uno no recibe a los ojos de algunos. Así sucedía con Odette. Cuando la señora de Epinoy, con motivo de una suscripción que deseaba para la «Patria Francesa», tuvo que ir a verla, como si hubiese entrado en casa de su mercera, convencida de que encontrarla rostros no sólo despreciados, sino desconocidos, se quedó clavada en su lugar al abrirse la puerta, no del salón que suponía, sino de una sala maravillosa, donde, tal un cambio a la vista en un acto de magia, reconoció como figurantes deslumbradoras, semiextendidas en divanes, repantigadas en sillones, llamando a la dueña de casa por su nombre de pila, a las altezas, las duquesas, que a ella misma, la princesa de Epinoy, le costaba tanto atraer a su casa, y para las cuales, en ese momento y bajo los ojos benevolentes de Odette, el marqués de Lau, el conde Luis de Turenne, el príncipe Borghese, el duque de Estrées, llevando la naranjada y las masas, hacían de paneteros y coperos. Como la princesa de Epinoy atribuía, sin advertirlo, la cualidad mundana en el interior de los seres, se vio obligada a desencarnar a la señora de Swann y a reencarnarla en una mujer elegante. La ignorancia de la verdadera vida que llevan las mujeres que no la exhiben en los diarios, extiende así sobre ciertas situaciones (contribuyendo con ello a diversificar los salones) un velo de misterio. Por Odette, al comienzo, algunos hombres de la más alta sociedad que deseaban conocer a Bergotte, habían ido a comer a su casa en intimidad. Había tenido ella el tacto recientemente adquirido, de no exhibirlo; ahí lo encontraban, quizás como recuerdo del pequeño núcleo cuyas tradiciones, cubierto, etc., conservara Odette desde el cisma. Odette los llevaba con Bergotte, a quien eso acababa de matar, a los estrenos interesantes. Hablaron de ella a algunas mujeres de su mundo capaces de interesarse en tanta novedad. Estaban convencidas de que Odette, intima de Bergotte, había colaborado en una u otra forma en sus obras y la creían mil veces más inteligente que las más notables mujeres del barrio, por el mismo motivo me colocaban toda su esperanza política en ciertos republicanos de buen matiz, como el señor Doumer y el señor Descha el, mientras veían a Francia al borde del abismo si se la continuaba al personal monárquico que recibían ellas a cenar: a los Charette a los Doudeauville, etc. Ese cambio de la situación de Odette se cumplía, por su parte, con una discreción que la hacía más segura y más rápida, pero no la dejaba sospechar en lo mínimo por el público inclinado a confiar en las crónicas del Gaulois respecto a los progresos o la decadencia de un salón, de manera que un día, en el ensayo general de una pieza de Bergotte, representada en una sala de las más elegantes a beneficio de una obra de caridad, se produjo un verdadero revuelo cuando se vio en el palco de enfrente —que era el del autor— a la señora de Marsantes que se sentaba al lado de la señora de Swann junto con aquella a quien la progresiva desaparición de la duquesa de Guermantes (saciada de honores y aniquilándose al menor esfuerzo), estaba convirtiendo en la leona, la reina del momento, la condesa de Molé. «Cuando ni siquiera sospechábamos que había empezado a subir —se dijo de Odette en el momento en que se vio entrar en su palco a la condesa de Molé—, ha franqueado el último escalón».

De tal modo que la señora de Swann podía creer que era por snobismo que me acercaba a su hija.

Odette, a pesar de sus brillantes amigas, no dejó de escuchar la pieza con gran atención, como si estuviese ahí únicamente para eso, lo mismo que atravesaba antes el bosque por higiene y para hacer ejercicio. Hombres que antes se preocupaban menos de ella, vinieron al balcón, molestando a todos, colgándose de su mano para acercarse al imponente círculo que la rodeaba. Ella, con una sonrisa más bien amable que irónica, respondía pacientemente a sus preguntas, afectando más calma de lo que se hubiese creído, y quizás era sincera, ya que eso no era más que la tardía exhibición de una intimidad habitual y discretamente escondida. Detrás de esas tres damas que atraían todas las miradas, estaba Bergotte rodeado por el príncipe de Agrigento, el conde Luis de Turenne y el marqués de Bréauté. Y es fácil comprender que para hombres que eran recibidos en todas partes y que ya no podían esperar ni una sobreestimación ni ansias de originalidad, la demostración que creían hacer de su valor al dejarse atraer por una dueña de casa reputada como de alta intelectualidad y junto a la cual esperaban encontrar todos los autores dramáticos y los novelistas de moda, era más excitante y más viva que esas veladas en casa de la princesa de Guermantes, que sin ningún programa ni nuevo atractivo se venían sucediendo desde tantos años más o menos iguales a la que hemos descrito tan largamente. En ese gran mundo, el de los Guermantes, de donde se apartaba un poco la curiosidad, las modas intelectuales nuevas no se encarnaban en diversiones a su imagen, como en esas obritas ligeras de Bergotte escritas para la señora de Swann, como esas verdaderas sesiones de salvación pública (si el mundo había podido interesarse en el asunto Dreyfus), en casa de la señora de Verdurin, se reunían Picquart, Clemenceau, Zola, Reinach y Labori.

Gilberto servía también para la posición de su madre, porque un tío de Swann acababa de dejar a la joven cerca de ochenta millones, motivo por el cual el barrio de Saint-Germain empezaba a pensar en ella. El reverso de la medalla era que Swann, por otra parte moribundo tenía opiniones dreyfusistas; pero ni siquiera eso perjudicaba a su mujer y hasta le prestaba servicio. No la perjudicaba porque se decía: «Está chocho e idiota; nadie se ocupa ya de él; la que cuenta es su mujer, y ella es encantadora». Pero hasta el dreyfusismo de Swann era útil a Odette. Librada a sí misma, quizás se dejara llevar a hacerles concesiones a las mujeres elegantes que la hubiesen perdido. Mientras que las noches en que arrastraba a su marido a cenar al barrio de Saint-Germain, Swann, que se quedaba hoscamente en su rincón, no tenía ningún reparo, si vela que Odette se hacía presentar a alguna señora nacionalista, en decir en voz alta: «Pero veamos, Odette, usted está loca. Le ruego que se quede quieta. Sería una vulgaridad por su parte hacerse presentar antisemitas. Se lo prohíbo». La gente de la sociedad que todos halagan no está acostumbrada a tanto orgullo ni a tanta mala educación. Por primera vez vetan a alguien que se creía «más» que ellos. Se contaban esos gruñidos de Swann y las tarjetas dobladas llovían en casa de Odette.

Cuando estaba de visita en casa de la señora de Arpajon, provocaba un vivo y simpático movimiento de curiosidad. «¿No le molestó que se la haya presentado? —decía la señora de Arpajon—. Es muy amable. Me la hizo conocer María de Marsantes». «Pero no, en absoluto; parece de lo más inteligente, es encantadora. Al contrario; deseaba conocerla; dígame dónde vive». La señora de Arpajon decía a la señora de Swann que se había divertido mucho en su casa la antevíspera y había dejado con gusto por ella a la señora de Saint-Euverte. Y era cierto, porque preferir a la señora de Swann era demostrar que uno era inteligente, como asistir a un concierto en lugar de ir a un té. Pero cuando la señora de Saint-Euverte iba a casa de la señora de Arpajon al mismo tiempo que Odette, como la señora de Saint-Euverte era muy snob, y la señora de Arpajon, a pesar de tratarla con mucha altura, tenía interés en sus recepciones, la señora de Arpajon no presentaba a Odette para que la señora de Saint-Euverte no supiese quién era. La marquesa se imaginaba que debía ser alguna princesa que solfa muy poco, ya que no la había visto nunca; prolongaba su visita y contestaba indirectamente a lo que decía Odette, pero la señora de Arpajon seguía imperturbable. Y cuando, vencida, la señora de Saint-Euverte se retiraba: «No se la presenté —decía la dueña de casa a Odette— porque a uno no le gusta mucho ir a su casa e invita a troche y moche; usted no hubiera podido desenredarse». «¡Oh!, no es nada», decía Odette con un dejo de lástima. Pero seguía pensando que a la gente no le gustaba ir a casa de la señora de Saint-Euverte, lo que era cierto en alguna medida, y de allí llegaba a la conclusión de que su situación era muy superior a la de la señora de Saint-Euverte, aunque la de esta fuese muy importante y Odette no tuviese aún ninguna.

Ella no se daba cuenta, y aunque todas las amigas de la señora de Guermantes estuviesen ligadas con la señora de Arpajon, cuando esta invitaba a la señora de Swann, Odette decía escrupulosamente: «Voy a casa de la señora de Arpajon, pero le voy a parecer muy anticuada; me choca a causa de la señora de Guermantes», (que, por otra parte, no conocía). Los hombres distinguidos pensaban que si la señora de Swann conocía a poca gente del gran mundo, era probablemente porque debía ser una mujer superior, posiblemente una gran música, y que ir a su casa sería algo así como un título extramundano, como un duque que fuera doctor en ciencias. Las mujeres completamente nulas se sentían atraídas hacia Odette por una razón contraria; sabiendo que iba al concierto Colonne y se declaraba wagneriana, llegaban a la conclusión de que debía ser una «comedianta», y las iluminaba muy poco la idea de conocerla. Pero, poco firmes en su propia situación, temían comprometerse en público aparentando vinculación con Odette, y si en un concierto de caridad advertían a la señora de Swann, desviaban la cabeza, porque parecía imposible saludar a la vista de la señora de Rochechouart a una mujer que era muy capaz de haber ido a Bayreuth, lo que equivale a cometer tantos disparates. Cada persona de visita en casa de otra se hacía diferente. Sin hablar de las maravillosas metamorfosis que se cumplían así en casa de las hadas, en el salón de la señora de Swann, el señor de Bréauté, de pronto revalorizado por la ausencia de la gente que solía rodearlo con el aspecto de satisfacción que tenía al encontrarse ahí tan bien, como si en lugar de ir a una fiesta se hubiese puesto los anteojos para encerrarse a leer la Revista de Ambos Mundos, rito misterioso que parecía cumplir al visitarla a Odette, el señor de Bréauté mismo parecía un hombre nuevo. Hubiera dado cualquier cosa para ver qué alteraciones sufriría la duquesa de Montmorency-Luxemburgo en ese nuevo medio. Pero era una de las personas a las que nunca podría presentarse a Odette. La señora de Montmorency, mucho más benevolente para Oriana que esta para ella, me asombraba mucho al decirme con respecto ala señora de Guermantes: «Conoce a gente espiritual, todos la quieren; creo que si hubiese sido un poco más consecuente, habría llegado a constituir un salón. La verdad es que no tenía mucho interés, ya que así es feliz, buscada por todos, y tiene razón». Si la señora de Guermantes no tenía un salón, entonces ¿qué era un salón? El estupor que me produjeron esas palabras no era mayor que el que le causé a la señora de Guermantes al decirle que me gustaba mucho ir a casa de la señora de Montmorency. Para Oriana era una vieja cretina. «Todavía yo —decía— estoy obligada, porque es mi tía; pero usted… Ni siquiera sabe atraer a la gente agradable». La señora de Guermantes no se daba cuenta de que la gente agradable me dejaba frío; que cuando evocaba el salón de Arpajon, yo veía una mariposa amarilla y el salón de Swann (la señora de Swann recibía en invierno de 6 a 8) una mariposa negra con las alas afieltradas de nieve. Y todavía ese último salón que no lo era, lo consideraba, aunque inaccesible para ella, excusable para mí, a causa de la gente de ingenio. Pero la señora de Luxemburgo… Si hubiese producido ya algo que se notase llegaría a la conclusión de que una parte de snobismo puede vincularse al talento. Y llevé al colmo su desilusión: le confesé que no iba a casa de la señora de Montmorency (como creía ella) para «tomar notas» y «hacer un estudio». La señora de Guermantes, por otra parte, no se equivocaba más que los novelistas mundanos que analizan cruelmente desde afuera los actos de un snob o que se pretende lo sea, pero nunca se colocan en su interior, en la época en que florece en la imaginación toda una primavera social. Yo mismo, cuando quise saber cuál era el placer tan grande que experimentaba yendo a casa de la señora de Montmorency, me desilusioné un poco. Habitaba ella en el barrio de Saint-Germain, una vivienda vieja llena de pabellones separados por jardincillos. Bajo la bóveda, una estatuita que se atribuía a Falconnet representaba una fuente que exudaba, por otra parte, una humedad perpetra. Un poco más lejos, la portera, con los ojos eternamente rojos, por pesares o por neurastenia por jaqueca o por resfrío, nunca le contestaba a uno; hacía un gesto vago para indicar que ahí estaba la duquesa y dejaba caer algunas gotas de sus párpados sobre un tazón lleno de nomeolvides. El placer que me producía ver la estatua, porque me recordaba un jardinerito de yeso que estaba en un jardín de Combray, nada era al lado del que me causaba la escalera grande, húmeda y sonora, llena de ecos, como el de algunos establecimientos de baños antiguos, con los vasos llenos de cinerarias —azul sobre azulen la antecámara y sobre todo el tintineo de la campanilla, que era exactamente el de la pieza de Eulalia. Ese tintineo colmaba mi entusiasmo, pero me parecía demasiado humilde para poder explicárselo a la señora de Montmorency, de tal suerte que esa dama me veía siempre en un encantamiento cuya causa no adivinó jamás.

Las intermitencias del corazón.

Mi segunda llegada a Balbec fue muy distinta de la primera. El director vino personalmente a recibirme en Pont-á-Couleuvre, repitiendo cuánto interés tenía en su clientela calificada, lo que me hizo temer que me fuese ennobleciendo hasta que yo comprendiera que, en la oscuridad de su memoria gramatical, calificada significaba simplemente predilecta. Por otra parte, a medida que aprendía nuevos idiomas, hablaba peor los anteriores. Me anunció que me había alojado en la parte alta del hotel. «Espero que no vea en ello —me dijo— una falta de cortesía. Me fastidiaba darle una pieza indigna de usted, pero lo hice debido al ruido, porque así no tendrá usted a nadie que le fatigue el trépano (en lugar de tímpano) en el piso superior. Quédese tranquilo; haré cerrar las ventanas para que no golpeen. En eso soy intolerable». (Esas palabras no expresaban su pensamiento, de que sería inexorable a ese respecto, sino quizás el de sus mutamos de piso). Las piezas, por otra parte, eran las de la primera estada. No estaban más abajo, pero yo había crecido en la estima del director. Podía hacer encender la estufa, si eso me gustaba (porque por prescripción médica había partido desde Pascua), pero temía que hubiese fixuras en el cielo raso. «Sobre todo espere siempre, para volver a encender una fogata, que la anterior se haya consumado (por consumido). Porque lo importante es evitar prenderle fuego a la estufa, tanto más que para alegrar un poco le hice colocar encima un gran potiche de porcelana china antigua y, se podría estropear».

Me hizo saber con mucha tristeza la muerte del presidente del colegio de abogados de Cherburgo: «Era un viejo rutinero», dijo (probablemente por astuto) y me dejó entender que había apresurado su fin una vida de disgustos, lo que significaba depravación. Hacía ya algún tiempo que advertía que después de cenar se ponía en cuclillas[29] en el salón (sin duda por se quedaba adormilado). En los últimos tiempos estaba tan cambiado que si no supiese que se trataba de él, ya ni estaba agradecido (por reconocible, sin duda).

Feliz compensación: el primer presidente de Caen acababa de recibir la «fusta» de comendador de la Legión de Honor. «Cierto y seguro que tiene capacidad, pero parece que se la han dado a causa de su gran “impotencia”». Se insistía, además, en esa condecoración en el Eco de París de la víspera, de cuya noticia el director no había leído más que la primera firma (por parágrafo). La política del señor Caillaux estaba muy bien comentada. «Por otra parte, me parece que tienen razón —dijo—. Nos pone demasiado bajo, la cúpula de Alemania» (por copa). Como ese tema tratado por un hotelero me parecía fastidioso, dejé de escuchar. Pensaba en las imágenes que me habían decidido volver a Balbec. Eran muy distintas de las le antaño; la visión que buscaba ahora era tan deslumbrante como brumosa la primera; no por ello me decepcionarían menos. Las imágenes elegidas por el recuerdo son tan arbitrarias, tan estrechas, tan inalcanzables como las que forma la imagen y destruye la realidad. No hay motivos para que fuera de nosotros, un lugar real posea mejor los cuadros de la memoria que los del sueño. Además una realidad nueva nos hará olvidar y hasta odiar, quizás, los deseos por los cuales habíamos partido.

Los que me hicieron dirigirme para Balbec se vinculaban en parte a que los Verdurin (cuyas invitaciones no aprovechara nunca y a los que alegraría seguramente recibirme, si iba al campo a disculparme por no haberlos podido visitar en París), al saber que varios fieles pasarían las vacaciones en esa costa y habiendo alquilado para toda la estación uno de los castillos del señor de Cambremer (La Raspeliére), invitaron a la señora de Putbus. La noche en que lo supe (en París), envié como un verdadero loco a nuestro joven lacayo para que averiguara si esa señora llevaría su camarera a Balbec. Eran las once de la noche. El portero tardó mucho en abrir y por milagro no envió a paseo a mi mensajero, no llamó a la policía y se contentó con recibirlo muy mal, a tiempo que le proporcionaba el dato deseado. Dijo que, en efecto, la primera mucama acompañaría a su ama, primero a las termas, en Alemania, luego a Biárritz y por último a casa de la señora de Verdurin. Desde entonces me quedé tranquilo y contento por tener ya ese dato. Había podido evitar esas persecuciones por las calles para las cuales carecía ante las bellezas ocasionales de esa carta de introducción que sería para «Giorgione» haber cenado esa misma noche con su ama en casa de los Verdurin. Por otra parte, quizás tuviera aún mejor concepto de mí sabiendo que conocía yo no sólo a los burgueses inquilinos de la Raspeliére, sino a sus propietarios y especialmente a Saint-Loup, quien ya que no pudo recomendarme a distancia a la mucama (puesto que esta ignoraba el nombre de Roberto), había escrito una calurosa carta a los Cambremer, refiriéndose a mí. Pensaba que fuera de toda la utilidad que pudieran proporcionarme, la señora de Cambremer, la nuera Legrandin, me interesaría para conversar. «Es una mujer inteligente», —me había asegurado—. «No te dirá cosas definitivas (las cosas definitivas sustituyeron a las cosas sublimes para Roberto, que modificaba cada cinco o seis años algunas de sus expresiones favoritas, a tiempo que conservaba las principales), pero es una naturaleza, tiene personalidad, intuición; sabe emplear a tiempo la palabra precisa. De vez en cuando es fastidiosa; dice tonterías para hacerse la interesante, lo que es tanto más ridículo cuanto que nada menos elegante que los Cambremer; no siempre está al día pero, en resumen es todavía una de las personas más soportables».

Tan pronto les llegara la recomendación de Roberto, los Cambremer, sea por snobismo que les hacía desear indirectamente ser amable con Saint-Loup, sea por agradecimiento por lo que él había sido para uno de sus sobrinos en Doncières y más probablemente sobre todo por bondad y tradición hospitalarias me escribieron largas cartas pidiendo que habitase su casa y, si prefería más independencia, ofreciéndose para buscarme un alojamiento. Cuando Saint-Loup les hubo objetado que habitaría el Gran Hotel de Balbec, contestaron que por lo menos esperaban mi visita al llegar y que si tardaba demasiado no dejarían de buscarme para invitarme a sus garden-parties.

Sin duda nada vinculaba esencialmente a la mucama de la señora de Putbus a la región de Balbec; no sería para mí como aquella campesina que, solo en el camino de Méséglise, había llamado tan a menudo en vano, con toda las fuerzas de mi deseo.

Pero desde hacía mucho tiempo ya no trataba de extraer la raíz cuadrada de lo desconocido de una mujer que no resistía a menudo una simple presentación. Por lo menos en Balbec, adonde no había ido desde hacía tiempo, tendría la ventaja —a falta de la vinculación necesaria que no existía entre la región y esa mujer— de que el sentimiento de la realidad no se me suprimirla como en París, donde en mi propia casa o en un cuarto conocido, el placer con una mujer no podía darme por un instante la ilusión de abrirme acceso a una nueva vida en medio de las cosas cotidianas. (Porque si la costumbre es una segunda naturaleza, nos impide conocer la primera, de la que no posee ni las crueldades ni los encantamientos). Y esta ilusión la tendría, quizás, en una nueva región donde renace la sensibilidad ante un rayo de sol y donde justamente terminada de exaltarme la mucama que deseaba; y se verá que las circunstancias harán no sólo que esa mujer no llegase a Balbec, sino que nada temía como su llegada, de manera que el objeto principal de mi viaje no fue alcanzado ni siquiera perseguido. Ciertamente, la señora de Putbus no debía llegar a esa altura de la estación a casa de los Verdurin; pero esos placeres elegidos pueden estar lejos, si su llegada es segura y al esperarlos puede uno entregarse mientras tanto a la pereza de tratar de gustar y a la impotencia de amar. Por otra parte, no llegué a Balbec con un espíritu tan práctico como la primera vez; siempre hay menos egoísmo en la imaginación pura que en el recuerdo; y yo sabía que iba a encontrarme precisamente en uno de esos lugares en que abundan las bellas desconocidas; una playa no las ofrece en menor grado que un baile, y pensaba de antemano en los paseos delante del hotel sobre el muelle con ese mismo tipo de placer que me procuraría la señora de Guermantes si en lugar, de hacerme invitar a cenas brillantes incluyera más a menudo mi nombre en las listas de caballeros de las dueñas de casa donde se baila. Iniciar relaciones femeninas en Balbec me sería tan fácil como antes me había resultado difícil porque tenía ahora tantas relaciones y vínculos como los que me faltaban en mi primer viaje.

Me sacó de mi ensueño la voz del director cuyas disertaciones políticas no había escuchado. Cambiando de tema, me dijo la alegría del presidente primero al saber mi llegada y que iría a verme a mi cuarto, esa misma noche. La idea de esa visita me espantó tanto (porque empezaba a sentirme cansado) que le rogué le pusiera obstáculos (lo que me prometió), y para mayor seguridad, que en mi piso hiciera montar guardia por sus empleados. No parecía quererlos mucho. «Me veo obligado a correr continuamente detrás de ellos porque les falta mucha inercia. Si yo no estuviese, ni se moverían. Pondré el ascensorista de plantón a su puerta». Le pregunté si ya era, por fin, jefe de los “botones”. «No tiene suficiente antigüedad en la casa —me contestó—. Tiene compañeros de más edad. Eso levantada protestas. En todas las cosas se necesitan granulaciones. Reconozco que tiene una buena aptitud (por actitud) frente a su ascensor. Pero es demasiado joven todavía para semejante situación. Sería un contraxte con algunos más antiguos. Le falta alguna seriedad, lo que constituye la cualidad primitiva (sin duda la cualidad primordial, la cualidad más importante). Necesita un poco más de plomo en el ala (mi interlocutor quería significar ponderación). Por otra parte, no tiene más que confiar en mi. Yo conozco muy bien esto. Antes de merecer mis galones de director del Grand-Hotel, hice mis primeras armas con el señor Paillard». Me impresionó esa comparación y agradecí al director que se hubiese molestado él mismo hasta Pont-á-Couleuvre. «¡Oh, de nada! No perdí más que un tiempo infinito» (por ínfimo). Por otra parte, ya habíamos llegado.

Trastorno de todo mi ser. Desde la primera noche, como sufría una crisis de fatiga cardiaca, al tratar de dominar mi dolor, me agaché con prudencia y lentitud para descalzarme. Pero apenas toqué el primer botón de mi botín, se hinchó mi pecho, lleno de una presencia infinita y divina, me sacudieron los sollozos y brotaron las lágrimas de mis ojos. El ser que venía en mi auxilio, que me salvaba de la aridez del alma, era el que varios años antes, en un momento de zozobra y de igual soledad, en un momento en que ya no tenía nada de mí, entrara y me devolviera a mí mismo, porque era yo mismo y más que yo mismo (el continente es más que el contenido, y me lo traía). Acababa de advertir en mi memoria, inclinado sobre mi cansancio, el rostro tierno, preocupado y decepcionado de mi abuela, no de aquella por la que me asombré y reproché lamentarla tan poco y que no tenla más que el nombre, sino de mi verdadera abuela cuya viva realidad, por primera vez desde que sufriera un ataque en los Campos Elíseos, había encontrado en un recuerdo involuntario y completo. Esa realidad no existe para nosotros mientras no ha sido recreada por nuestro pensamiento (sin lo cual todos los hombres que han intervenido en un combate gigantesco serían grandes poetas épicos); y así, con el loco deseo de precipitarme en sus brazos, no era más que en ese instante, más de un año después de su entierro y a cause de ese anacronismo que impide tan a menudo al calendario de los hechos que coincida con el de los sentimientos, que acababa de saber que se había muerto. Había hablado de ella a menudo desde ese momento y también pensado en ella, pero bajo mis palabras y mis pensamientos de joven ingrato, egoísta y cruel, nunca hubo nada que se pareciese a mi abuela, porque en mi ligereza, mi amor por el placer, mi costumbre de verla enferma, no contenía en mí más que en estado virtual el recuerdo de lo que había sido. Sea cual fuere el momento en que la considerásemos, nuestra alma total tiene un valor casi ficticio, a pesar del numeroso balance de sus riquezas, porque unas y otras son indisponibles, ya se trate, por otra parte, de riquezas efectivas como de las de la imaginación, y para mí, por ejemplo, tanto como del antiguo nombre de Guermantes, de aquellas mucho más graves, del verdadero recuerdo de mi abuela. Porque los malestares de la memoria se vinculan a las intermitencias del corazón. Es sin duda la existencia de nuestro cuerpo —parecida para nosotros a un vaso que contiene nuestra espiritualidad— la que nos induce a suponer que todos nuestros bienes interiores, nuestras alegrías pasadas y todos nuestros dolores están perpetuamente en nuestro poder. Quizás sea tan: inexacto creer que se escapan o vuelven. En todo caso, si permanecen en nosotros es casi siempre en un dominio desconocido, donde no carecen de toda utilidad para nosotros y donde aun las más usuales se ven rechazadas por recuerdos de distinto orden que excluyen toda simultaneidad con ellas en la conciencia. Pero si se vuelve al cuadro de sensaciones en que se conservan, tienen a su vez ese mismo poder de expulsar todo lo que les es incompatible, de instalar en nosotros sólo el yo, que les vive. Y como aquel que volvía a ser no existía desde aquella noche lejana en que mi abuela me desvistió al llegar a Balbec, fue muy naturalmente, no después del día actual que ese yo ignoraba, pero —como si hubiese en el tiempo series distintas y paralelas sin solución de continuidad, enseguida después de la primera noche de antaño, que me adherí al minuto en que mi abuela se había inclinado sobre mí. El yo, que era entonces y que desapareciera por tanto tiempo, estaba de nuevo tan cerca de mí que aun me parecía oír las palabras que habían precedido inmediatamente y que, sin embargo, ya no eran más que un sueño, como un hombre mal despierto cree percibir cerca de él los ruidos de su sueño que huye. Ya no era ese ser que trataba de refugiarse en los brazos de su abuela, para borrar los vestigios de sus penas con besos, ese ser que hubiese tenido —para figurarme tal o cual de los que se habían sucedido en mí desde algún tiempo— tanta dificultad como ahora necesitara esfuerzos, estériles, por otra parte, para experimentar los deseos y las alegrías de uno de los que ya no era, por algún tiempo al menos. Recordaba cómo una hora antes, en el momento que mi abuela se inclinara así, dentro de su bata hacia mis botines, vagando por la calle asfixiante de calor delante del pastelero, creí que nunca podría esperar la hora que aún debla pasar sin ella, por la necesidad que tenía de abrazarla. Y ahora que renacía esa misma necesidad, sabía que podía esperar horas y horas, que ya no estarla nunca más junto a mí; lo acababa de descubrir porque ahora sabía que la había perdido para siempre, al sentirla por primera vez viva y verdadera, llenando mi corazón hasta hacerlo estallar. Perdida para siempre; no podía comprender y me adiestraba para soportar el sufrimiento de esa contradicción: por una parte, una existencia, una ternura que sobrevivían en mí tal como las había conocido; es decir, hechas para mí, un amor donde todo encontraba de tal manera en mi su complemento, su meta, su constante dirección, que el genio de los grandes hombres, todos los genios que habían podido existir desde el comienzo del mundo, no hubiesen valido para mi abuela uno solo de mis defectos; y por otra, tan pronto hubiese revivido esa felicidad como presente, sentirla atravesada por la certidumbre, que se abalanzaba como un dolor físico a repetición, desde una nada que esfumara mi imagen de esa ternura, que había destruido esa existencia, abolido retrospectivamente nuestra mutua predestinación, convertido a mi abuela, en el momento en que la volvía a encontrar como en un espejo, en una simple extraña que un azar hiciera pasar años a mi lado, como podía suceder con cualquiera, pero para quien antes y después, no era nada y no sería nada.

En lugar de los placeres que tenía desde hacía algún tiempo, el único que me hubiera sido posible gustar en ese momento sería —retocando el pasado— disminuir los dolores que antaño sufriera mi abuela. Y no la recordaba únicamente con esa bata, vestimenta apropiada, al punto de hacerse casi simbólica, a las fatigas, malsanas sin duda pero también dulces, que se tomaba por mí; poco a poco he aquí que recordaba todas las ocasiones que había tenido —dejándole ver, exagerándole en caso necesario mis sufrimientos de causarle una pena que me imaginaba luego borrada por mis besos, como si mi ternura pudiese hacer la suya tanto como mi felicidad; y peor que eso, yo que ahora no concebía más felicidad que al derramar mi recuerdo sobre las líneas de ese rostro modelado e inclinado por la ternura, había puesto antaño una rabia insensata tratando de extirpar los más pequeños placeres, como ese día en que Saint-Loup obtuvo la fotografía de mi abuela, y disimulando apenas la puerilidad casi ridícula de la coquetería con que posaba con su sombrero de amplias alas, en una semipenumbra sentadora, me dejé arrastrar hasta murmurar algunas palabras impacientes e hirientes que lo sentí por una contracción de su rostro— dieron en el blanco y la habían herido; y eran a mí a quien herían ahora que era para siempre imposible el consuelo de mil besos.

Pero ya nunca podría borrar esa contracción de su cara y ese sufrimiento de su corazón o mejor, del mío: puesto que así como los muertos ya no existen en nosotros, a nosotros mismos es a quienes herimos sin tregua cuando nos obstinamos en recordar los golpes que les hemos asestado. Esos dolores, por crueles que fuesen, me los acercaba con todas las fuerzas, porque sentía que eran el efecto del recuerdo de mi abuela, la prueba de que ese recuerdo estaba muy presente en mí. Sentía que no la recordaba verdaderamente más que por el dolor, y hubiera querido que se me hundiesen aún más profundamente esos clavos que fijaban su memoria. No trataba de suavizar el sufrimiento, ni embellecerlo fingiendo que mi abuela no fuese otra cosa que una ausente, momentáneamente invisible, al dirigir a su fotografía (la que había obtenido Saint-Loup y que yo tenía conmigo) palabras y plegarias como a un ser separado de nosotros pero que nos conoce porque es individual y continúa ligado a nosotros por una insoluble armonía. Nunca lo hice, porque no sólo quería sufrir, sino respetar la originalidad de mi dolor tal como lo había soportado de pronto sin quererlo y quería seguir soportándolo, siguiendo las leyes de ella cada vez que volvía esa contradicción tan extraña de la supervivencia y de la nada mezclados en mí. Esa impresión dolorosa y actualmente incomprensible, yo no sabía, a ciencia cierta, si desprendería de ella algún día cierta verdad, sino que si podía extraer esa poco de verdad, no podría ser sino de ella, tan particular, tan espontánea que no la trazara mi inteligencia ni atenuara mi pusilanimidad, pero que la misma muerte, la brusca revelación dé la muerte, había cavado en mí, como el rayo, un doble surco misterioso, como un gráfico sobrenatural e inhumano. (En cuanto al olvido de mi abuela en que viviera hasta entonces, no podía siquiera pensar en atarme a él para extraer alguna verdad, puesto que en sí no era más que una negación, el debilitamiento del pensamiento incapaz de recrear un momento real de la vida y obligado a substituirle imágenes convencionales e indiferentes). Sin embargo, quizás debido al instinto de conservación y la ingeniosidad con que la inteligencia nos preserva del dolor al comenzar a construir ya sobre ruinas recientes colocando las primeras bases de su obra útil y nefasta, gusté yo demasiado la dulzura de recodar tales y cuales juicios del ser querido, como si aún hubiese podido mantenerlos, como si existiese, como si continuara a existir para ella. Pero en cuanto llegué a dormirme a esa hora más verídica en que mis ojos se cerraron a las cosas exteriores, el mundo del sueño (en cuyo umbral la inteligencia y la voluntad momentáneamente paralizadas no podían ya disputarme la crueldad de mis verdaderas impresiones) reflejó, refractó la dolorosa síntesis de la supervivencia y de la nada, en la profundidad orgánica y translúcida de las vísceras misteriosamente iluminadas.

Mundo del sueño en que el conocimiento interno, colocado bajo la dependencia de los trastornos de nuestros órganos, acelera el ritmo del corazón o de la respiración porque una misma dosis de espanto, tristeza o remordimiento obra con un poder centuplicado si así es inyectada en nuestras venas, desde que para recorrer las arterias de la ciudad subterránea nos hemos embarcado en las negras corrientes de nuestra propia sangre como un Leteo interior de séxtuples repliegues; se nos aparecen grandes figuras solemnes, nos abordan y nos abandonan anegándonos en lágrimas. Busqué en vano la de mi abuela, en cuanto abordé los pórticos sombríos; sabía, sin embargo, que aún existía, pero con una vida disminuida, tan pálida como la del recuerdo; aumentaba la oscuridad y el viento; no llegaba mi padre, que debía conducirme a ella. De golpe me faltó la respiración, sentí que mi corazón se endurecía, acababa de recordar que durante muchas semanas me había olvidado de escribir a mi abuela. ¿Qué pensaría ella de mí?

«¡Dios mío!» —me decía yo—, qué desgraciada debe ser en ese pequeño cuarto que le alquilaron, tan chico como el de una antigua sirvienta, donde está completamente sola con la cuidadora que le han puesto para velarla porque siempre está algo entumecida y no ha querido levantarse una sola vez. Creerá que la olvido desde que se murió. ¡Qué sola debe sentirse y que abandonada! ¡Oh!, debo correr a verla, no puedo esperar un minuto, no puedo esperar a que llegue mi padre. Pero ¿dónde es? ¿Cómo he podido olvidar la dirección? Falta que aún me reconozca. ¿Cómo he podido olvidarla durante meses? Está oscuro, no la encontraré, el viento me impide avanzar; pero he aquí que mi padre se pasea delante de mí; le grito: «¿Dónde está abuela? Dime la dirección. ¿Está bien? ¿Seguro que no le falta nada?». «No —me dice mi padre— puedes estar tranquilo. Su cuidadora es una persona ordenada. De tiempo en tiempo se le manda una pequeña suma para que le puedan comprar lo poco que necesita. Llega a preguntar a veces qué ha sido de ti. Hasta le han dicho que ibas a escribir un libro». Pareció contenta. Enjugó una lágrima. Entonces creí recordar que, poco después de su muerte, mi abuela me había dicho, sollozando humildemente, como una vieja sirvienta des pedida, como una extraña: «Me permitirás verte a veces, sin embargo; no dejes pasar muchos años sin visitarme. Piensa que has sido mi nieto y que las abuelas no olvidan». Al ver de nuevo su rostro tan sumiso, tan desgraciado, tan dulce, quería correr inmediatamente y decirle lo que hubiera debido contestarle entonces: «Pero, abuela, me verás cuando quieras; no tengo a nadie más que a ti en el mundo; ya no te dejaré nunca». ¡Cómo debió hacerla sollozar mi silencio desde tantos meses que no he estado ahí dónde se halla acostada! ¿Qué habrá podido decirse? Y sollozando yo también, le dije a mi padre: «Pronto, pronto, su dirección, acompáñame». Pero él: «Es que… no sé si podrás verla. Y además, ¿sabes?, está muy débil, muy débil, ya no es la misma; creo que te resultaría más bien penoso. Y no recuerdo el número exacto de la avenida». «Pero dime, tú que sabes: ¿no es verdad que los muertos ya no viven? No es verdad, sin embargo, pues, a pesar de lo que se dice, abuela aún existe». Mi padre sonrió tristemente: «¡Oh!, muy poco sabes, muy poco. Creo que harías mejor en no ir. No le falta nada. Lo ordenan todo». «¿Pero está sola a menudo?». «Sí, pero eso es mejor para ella. Mejor que no piense, ya que eso podría apenarla. Pensar apena, a menudo. Por otra parte, ¿sabes?, está muy apagada. Te dejaré la indicación precisa para que puedas ir; no veo lo que podrías hacer y no creo que la cuidadora te la deje ver». «Demasiado sabes, sin embargo, que viviré siempre cerca de ella, ciervos, ciervos, Francis Jammes, tenedor». Pero ya había vuelto a cruzar el río de meandros tenebrosos ya había vuelto a la superficie donde se abre el mundo de los vivos; por eso si aún repetía: «Francis Jammes, ciervos, ciervos», la continuidad de esas palabras ya no me ofrecía el sentido límpido y la lógica que me expresaban tan naturalmente todavía un instante antes y que ya no podía recordar. No comprendía siquiera por qué la palabra Aias que me dijera hacía un rato mi padre significó inmediatamente: «Ten cuidado de no enfriarte», sin ninguna duda posible. Había olvidado cerrar las celosías, y me despertó la luz del día. Pero mis ojos no pudieron soportar esas corrientes del mar que mi abuela podía contemplar antes durante horas; la nueva imagen de su indiferente belleza se completaba enseguida por la idea de que ella no las veía; porque hubiera querido evitar a su ruido mis oídos, porque ahora la plenitud luminosa de la playa cavaba un vacío en mi corazón: todo parecía decirme, como esos senderos y ese césped de un jardín público donde antaño la había perdido cuando era muy niño: «No la hemos visto», y bajo la redondez del cielo pálido y divino me sentía oprimido como bajo una inmensa campana azulada que cerraba un horizonte donde no estaba mi abuela. Para no ver ya nada, me volví hacia la pared; pero ¡ay!, lo que tenía junto a mí era ese tabique que antes servia entre ambos como mensajero matutino, ese tabique tan dócil como un violín para expresar todos los matices de un sentimiento, que le decía tan exactamente a mi abuela, al mismo tiempo, mi temor de despertarla y, si estaba despierta, que no me oyera y que no se atreviese a moverse; luego, enseguida, la réplica de un segundo instrumento que me anunciaba su llegada y me invitaba a la calma. No me atrevía a acercarme a ese tabique, como si fuera un piano en el que hubiera tocado mi abuela y que aún vibrara por su tocar. Sabía que ahora podía golpear más fuerte aún, que nada podría despertarla ya, que no oiría ninguna contestación, que ya no vendría mi abuela. Y no le pedía nada más a Dios, si existe un Paraíso, que poder dar en ese tabique los tres golpecitos que mi abuela reconocería entre miles y a los que contestaría con esos otros golpes que querían decir: «No te agites, lauchita; comprendo que estás impaciente, pero voy a llegar», y que me dejase con ella toda la eternidad, que no sería demasiado larga para nosotros.

El director vino a preguntarme si quería bajar. Ante cualquier eventualidad, había cuidado mi colocación en el comedor. Como no me había visto, temió que me volvieran esos ahogos de antes. Esperaba que sólo fuese un dolorcito de garganta, y me aseguró haber oído que se los calmaba con ayuda de lo que él llamaba el caliptus.

Me entregó unas líneas de Albertina. No debía venir a Balbec este año; pero, como había cambiado de proyectos, estaba desde hacía tres días no ya en la misma Balbec, sino a diez minutos de tranvía, en una estación vecina. Temiendo que me hubiese cansado el viaje, se había abstenido la primera noche, pero me preguntaba cuándo podría recibirla. Averigüé si había venido en persona no para verla, sino para arreglarme de modo de no verla. «Sí, —me contestó el director—. Pero ella desearía que fuese lo antes posible, a menos que no tenga usted motivos completamente necesitosos. Usted ve —concluyó— que todo el mundo lo desea aquí, en definitivo». Pero yo no quería ver a nadie.

Sin embargo, al llegar la víspera me había invadido de nuevo el encanto indolente de la vida de baños de mar. El mismo ascensorista silencioso, estás vez no por desdén, sino por respeto, y rojo de placer había puesto en marcha el ascensor. Subiendo a lo largo de la columna trepadora, volví a atravesar lo que antes fuera para mí el misterio de un hotel desconocido, donde cuando uno llega, turista sin protección y sin prestigio, cada cliente que vuelve a su cuarto, cada jovencita que baja a cenar, cada sirvienta que pasa por los corredores extrañamente delineados y la joven que había vuelto de América con su dama de compañía y que baja a cenar, echan una mirada sobre uno en la que no se lee nada de lo que se quería. Esta vez, al contrario, experimenté el placer harto descansado de subir en un hotel conocido, donde me sentía como en mi casa, donde llevé a cabo esa operación que había que volver a empezar siempre, más larga y más difícil que el vuelco de un párpado y que consiste en posar sobre las cosas el alma que nos es familiar, en lugar de la de ellos, que nos espantaba. ¿Acaso —me había dicho, no dudando del brusco cambio de alma que me esperaba— sería necesario ir siempre a otros hoteles, donde cenaría por vez primera, donde la costumbre no habría matado en cada piso, ante cada puerta, el dragón terrible que parece custodiar una existencia de encantamiento, donde tendría que acercarme a esas mujeres desconocidas que los palaces, los casinos y las playas reúnen como vastos poliperos y hacen vivir en común?

Había experimentado placer hasta porque el aburrido presidente primero demostraba apuro en verme; el primer día, vela olas; las cadenas de montañas azules del mar, sus glaciares y sus cascadas, su elevación y su descuidada majestad, nada más que al sentir por primera vez en tanto tiempo, mientras me lavaba las manos, ese olor especial de los jabones demasiado perfumados del Grand-Hotel, que pareciendo pertenecer a la vez al momento presente y a la permanencia pasada, flotaba entre ellos como el encanto real de una vida particular a la que no se vuelve sino para cambiar corbatas. Las sábanas de cama, demasiado finas, demasiado leves, demasiado amplias, imposible de colocar y contenerse bajo el colchón y que quedaban como sopladas bajo las frazadas en móviles volutas, me hubiesen entristecido antaño. Acunaron solamente sobre la redondez incómoda; henchida de sus velas, el sol glorioso y lleno de esperanza de la madrugada. Pero este no tuvo tiempo de salir. En la misma noche había resucitado la atroz y divina presencia. Le rogué al director que se fuera y que no entrara nadie. Le dije que me quedaría acostado y rechacé su ofrecimiento de ir a buscar la excelente droga al farmacéutico. Le encantó mi negativa porque temía que a algunos clientes les molestara el olor del caliptus. Lo que acarreó este cumplido: «Está usted en el movimiento» (quería decir: en lo cierto), y esta recomendación: «Tenga cuidado de no ensuciarse con la puerta, porque debido a las cerraduras la hice inducir de aceite. Si mi empleado se permitiese golpear a su cuarto, lo echarían al suelo a golpes[30] Y que lo sepan de una vez, porque no me gustan los ensayos (evidentemente, eso significaba que no le gustaba repetir las cosas). Para entonarse, ¿no quiere un poco de vino añejo del que tengo abajo una borrica?, (sin duda por barrica). No se lo traeré en bandeja de plata, como la cabeza de Jonathan, y le prevengo que no es Château-Laffite, pero es más o menos equívoco (por equivalente). Y como es tan liviano, le podríamos hacer freír un lenguadito». Rechacé todo, pero me sorprendió que un hombre que debía haberlos encargado toda su vida, pronunciara el nombre del pescado[31] como el árbol de sauce. A pesar de las promesas del director me trajeron poco más tarde la tarjeta doblada de la marquesa de Cambremer. La anciana que viniera a verme, averiguó si estaba ayo allí y no insistió cuando supo que había llegado solamente la víspera y que estaba indispuesto, y (no sin detenerse en lo del farmacéutico o la mercera, donde el lacayo bajaba de un brinco, entraba a pagar alguna factura o a hacer provisiones) había vuelto hacia Féterne en su vieja calesa de ocho resortes y dos caballos. Bastante a menudo, por otra parte, se la oía rodar y se admiraba su aparatosidad en las calles de Balbec y otras pequeñas localidades de la costa, situadas entre Balbec y Féterne. Y no era que esas paradas en casa de los proveedores fuesen el objetivo de sus paseos. Por el contrario, era algún té, algún garden-party, en casa de algún hidalgüelo o un burgués, muy indignos de la marquesa Pero, aunque esta dominara desde muy alto, por su nacimiento y su fortuna, a la pequeña nobleza de los alrededores, tenía tanto mudo, en su bondad y su sencillez perfectas, de decepcionar a alguien que la invitara que asistía a las reuniones sociales más insignificantes de la vecindad. En verdad, antes que recorrer tanto trayecto para oír, en medio del calor de un saloncito asfixiante, a una cantante generalmente sin talento y que, como gran dama de la región y música afamada debería luego felicitar con exageración, la señora de Cambremer hubiese preferido pasear o quedarse en sus maravillosos jardines de Féterne, bajo los cuales las aguas dormidas de una bahía minúscula agonizan entre las flores. Pero ella sabía que su llegada probable había sido anunciada por el dueño de casa, ya fuese un noble o un burgués de Maineville-la-Teinturiére o de Chattoncourt-l’Orgueilleux. Y si la señora de Cambremer salía ese día sin hacer acto de presencia en la fiesta, tal o cual de los invitados llegado de una de las pequeñas playas que costean el mar, pudo oír y ver la calesa de la marquesa, lo que anularía la excusa de no haber podido dejar a Féterne. Por otra parte, por más que esos dueños de casa vieron a menudo a la señora de Cambremer en conciertos de gente a cuya casa consideraban que no le correspondía asistir, la pequeña disminución que por ese hecho le infligía a sus ojos la situación de la demasiado buena marquesa, desaparecía dan pronto eran ellos los que recibían, y pensaban afiebradamente si la tendrían o no en su pequeño té. Qué alivio para las inquietudes de días atrás si después del primer trozo cantado por la hija de los dueños de casa o por algún aficionado de vacaciones, un invitado anunciaba (infalible señal de que asistiría la marquesa) haber visto los caballos de la famosa calesa frente al relojero o al droguista. Entonces la señora de Cambremer (que, en efecto, no tardaría en entrar, seguida por su nuera, e invitados que en ese momento vivían en su casa y para los que había solicitado autorización de traerlos, la que se le concedía con tanto gusto) recobraba todo su brillo a los ojos de los dueños de casa, para los cuales la recompensa de su ansiada llegada había sido quizás la causa determinante e inconfesada de la decisión que tomaran un mes atrás: tomarse las molestias y afrontar los gastos de una reunión. Al ver que la marquesa estaba presente en su té, ya no recordaban su complacencia para asistir a casa de los vecinos poco calificados, sino la antigüedad de su familia, el lujo de su castillo, la descortesía de su nuera Legrandin, que con su arrogancia corregía la bonhomía un poco insulsa de la suegra. Ya creían leer en las crónicas sociales del Gaulois la nota que cocinarían ellos mismos en familia, a puertas cerradas, acerca de «ese rinconcito de Bretaña» donde se divierten parejo, la fiesta ultraselecta de donde no se despide uno más que después de haber hecho prometer a los dueños de casa que pronto volverán a empezar. Cada día esperaban el diario, ansioso al no haber visto aún figurar su reunión, y temiendo que la señora de Cambremer no hubiese estado más que para los invitados y no para la multitud de los lectores. Por fin llegaba el día bendito: «La estación es excepcionalmente brillante este año en Balbec. La moda indica los pequeños conciertos vespertinos, etc». A Dios gracias, el nombre de la señora de Cambremer estaba bien escrito y «nombrado al azar», pero a la cabecera. Sólo restaba aparentar fastidio por esa indiscreción de los diarios, que podía acarrear disgustos con las personas que no había podido invitarse y preguntar hipócritamente delante de la señora de Cambremer quién pudo cometer la perfidia de mandar esa nota de la que decía la marquesa, benevolente y gran señora: «Comprendo que eso les disguste, pero a mí me encantó que me supieran en su casa».

Encima de la tarjeta que me entregaron, la señora de Cambremer había garrapateado que ofrecía una reunión al día siguiente. Y en verdad, sólo dos días antes, por cansado que estuviese de la vida mundana, hubiera sido para mí un verdadero placer saborearla trasplantada a esos jardines donde crecían en plena tierra, gracias a la exposición de Féterne, las higueras, las palmeras, plantas de rosales y hasta al mar a menudo azul y tranquilo como el Mediterráneo, y sobre el cual el pequeño yate de los propietarios iba antes de la fiesta a buscar a las playas del otro lado de la bahía a los invitados más importantes; servía de comedor para el té, con sus terciopelos tendidos contra el sol cuando habían llegado todos, y salía de nuevo por la noche para volver a llevar a los que trajera. Lujo encantador pero tan costoso que, para proveer en parte a los gastos que ocasionaba, la señora de Cambremer trató de aumentar sus rentas de varias maneras, especialmente alquilando por primera vez una de sus propiedades muy distinta a Féterne: la Raspeliére. SI, hace dos días, ¡cómo semejante fiesta, poblada por pequeños nobles desconocidos en un nuevo marco, me hubiese descansado de la «alta vida» parisiense! Pero ahora los placeres no tenían ningún sentido para mí. Escribí, pues, para disculparme a la señora de Cambremer, por lo mismo que una hora ante había despachado a Albertina: el pesar había aniquilado en mí la posibilidad del deseo tan completamente como una fiebre fuerte corta el apetito… Mi madre debía llegar al día siguiente. Me parecía que era menos indigno de vivir junto a ella, que la comprendería mejor, ahora que toda una vida extraña y degradante había dejado lugar a recuerdos desgarradores que ceñían y ennoblecían tanto mi alma como la suya con una corona de espinas. Lo creía; en realidad, hay mucha distancia entre las penas verdaderas como la de mi madre, que le quitan literalmente la vida a uno por mucho tiempo, a veces para siempre, en cuanto se ha perdido al ser que se quiere; y esas otras penas transitorias, a pesar de todo, como debían de ser las mías, que se van pronto como han llegado tarde, que se conocen después del acontecimiento, porque se necesita comprenderlas para sufrirlas; penas como las soporta tanta gente y que constituían actualmente mi tortura y no se distinguían más que por esa modalidad del recuerdo involuntario.

Un pesar tan hondo como el de mi madre, debía conocerlo un día, ya se verá en la continuación de este relato, pero no ahora ni como me lo imaginaba. Sin embargo como un recitador que debiera conocer su papel y ocupar su lugar desde hace mucho tiempo, pero que sólo llega a último momento y no ha leído más que una vez lo que tiene que decir, sabe disimular con la suficiente habilidad cuando le llega el momento, para que nadie pueda advertir su atraso, mi pena completamente nueva me permitió hablarle a mi madre, cuando llegó, como si siempre hubiera sido la misma. Sólo creyó que esos lugares en que había estado con mi abuela (y además no era eso) la habían despertado. Entonces por primera vez, y porque mi dolor era insignificante al lado del suyo, pero me abría los ojos, comprendí con espanto lo que podía sufrir. Por primera vez comprendí que esa mirada fija y sin lágrimas (lo que hacía que Francisca la compadeciera escasamente) que tenía desde la muerte de mi abuela, estaba detenida sobre la incomprensible contradicción del recuerdo y de la nada. Por otra parte aunque envuelta siempre en sus negros velos, más vestida en esa nueva región, me chocaba más la transformación que en ella se llevara a cabo. No bastaba decir que había perdido toda alegría; fundida, congelada en una especie de imagen implorante, parecía tener miedo de ofender con un movimiento demasiado brusco, con un timbre de voz demasiado alto, la presencia dolorosa que no la abandonaba. Pero especialmente desde que la vi entrar con su tapado de crespón, advertí lo que se me había escapado en París que no era mi madre la que tenía bajo los ojos, sino mi abuela. Así como en las familias reales y ducales, a la muerte del jefe, el hijo toma su título, y de duque de Orleáns, de príncipe de Tarento o de príncipe de Laumes, se convierte en rey de Francia, duque de la Trémoïlle, duque de Guermantes, a menudo por un acontecimiento de otro orden y más hondo origen, el muerto atrapa al vivo, que se hace su sucesor parecido y continuador de su vida interrumpida. Quizás la inmensa pena que para una mujer tal como mamá sigue a la muerte de su madre, no hace más que romper la crisálida antes que apresurar la metamorfosis y la aparición del ser que uno lleva en sí y que sin esa crisis que hace quemar etapas y saltar de golpe los períodos hubiese sobrevenido más lentamente. Tal vez en el remordimiento de la que ya no está, hay una suerte de sugestión que acaba por traer a nuestros rasgos similitudes que teníamos en potencia, por otra parte, y se detiene nuestra actividad más particularmente individual (en mi madre, su buen sentido, la burlona alegría que tenía de su padre), que no temíamos ejercer mientras vivía el ser muy querido, así fuera a sus expensas y que equilibraba el carácter que teníamos exclusivamente de él. Una vez muerta, tendríamos escrúpulos de ser otro, ya no admiramos más que lo que era, lo que ya éramos, pero incorporado a otra cosa y lo que vamos a ser en adelante únicamente. Es en ese sentido (y no en aquel tan vago y tan falso que se acepta generalmente) que puede decirse que la muerte no es inútil y que el muerto continúa obrando sobre nosotros. Y obra más que un vivo, porque ya que la verdadera realidad no se desprende más que del espíritu, y como es objeto de una operación espiritual, no conocemos verdaderamente más que lo que estamos obligados a recrear con el pensamiento, lo que nos oculta la vida de todos los días… En fin, dedicamos en ese culto del pesar por nuestros muertos una idolatría a lo que han querido. No sólo no podía separarse mi madre de la cartera de mi abuela, más preciosa para ella que si fuera de zafiros y diamantes; de su manguito, de toda esa ropa que acentuaba más el parecido entre ambas, sino de los volúmenes de Mme. de Sevigné que mi abuela tenía siempre consigo, ejemplares que mi madre no cambiara por el mismo manuscrito de las cartas. Antes le daba bromas a mi abuela porque nunca le escribía sin citar una frase de Mme. de Sévigné o de la señora de Beausargent. En cada una de las tres cartas que recibí de mamá antes de su llegada a Balbec, me citó a Mme. de Sévigné, como si esas tres cartas no me las hubiese dirigido a mí, sino que mi abuela se las hubiese dirigido a ella. Quiso bajar al dique para ver la playa de que le hablaba mi abuela todos los días al escribirle. Teniendo en la mano el en tous cas de su madre, la vi avanzar desde la ventana vestida de negro, con pasos tímidos y piadosos, sobre la arena que antes que ella hollaran pies queridos y parecía ir en búsqueda de una muerte que debían volver a traer las aguas. Para no dejarla cenar sola, tuve que bajar con ella. El presidente primero y la viuda del presidente del Colegio de Abogados se hicieron presentar. Y todo lo que se relacionaba con mi abuela le era tan sensible que la conmovió infinitamente y guardó siempre el recuerdo y el agradecimiento de lo que dijo el presidente primero, y cómo sufrió con indignación porque, al contrario, la mujer del presidente del Colegio de Abogados no tuvo una palabra de recuerdo para la muerta. En realidad, al presidente primero le importaba tanto como a la mujer del presidente del Colegio de Abogados. Las palabras conmovidas de uno y el silencio de la otra, aunque mi madre hiciese entre ellos tal diferencia, no eran más que una manera distinta de expresar esa indiferencia que nos inspiran los muertos. Pero creo que mi madre encontró una especial dulzura en las palabras que, a pesar de mí mismo, dejaban traslucir un poco de mi sufrimiento. No podía dejar de hacer feliz a mamá (a pesar de la ternura que sentía por mí), como todo lo que le aseguraba a mi abuela una supervivencia en los corazones. Los días siguientes mi madre bajó a la playa para sentarse, para hacer exactamente lo que hacía su madre, y leer sus dos libros favoritos: las Memorias de la señora de Beausargent y las Cartas de la señora de Sévigné. Ella y ninguno de nosotros pudo soportar que se llamase a esta última la «marquesa ingeniosa», como el «buen hombre», a La Fontaine. Pero cuando leía en las cartas esas palabras: «mi hija», creía oír que su madre le hablaba.

Tuvo la mala suerte, en una de esas peregrinaciones en que no queda ser molestada, de encontrar por la playa a una señora de Combray seguida por sus hijas. Creo que se llamaba señora de Poussin. Pero entre nosotros no la llamábamos de otra manera que «Ya me darás noticias», porque con esa frase permanentemente repetida advertía a sus hijas los males que se preparaban; por ejemplo, diciéndole a una que se frotaba los ojos: «Cuando tengas una buena oftalmía, ya me darás noticias». Le dirigía de lejos a mamá largos saludos llorosos, no en señal de condolencia, sino por sentido de educación. Aunque no hubiésemos perdido a mi abuela y no tuviésemos más que motivos de ser felices. Vivía bastante retirada en Combray, en un jardín inmenso; nada le parecía lo bastante suave, y suavizaba los nombres y las palabras del idioma francés. Le parecía muy duro llamar «cuiller» (cuchara) a la pieza de platería con que tomaba sus jarabes, y pronunciaba, en consecuencia, «cuilier[32]» le hubiera asustado tratar con excesiva brusquedad al dulce sochantre de Telémaco llamándolo con rudeza Fénelon —como hacía yo mismo con conocimiento de causa, ya que mi amigo más querido, el ser más inteligente, bueno y valiente, inolvidable para todos lo que lo conocieron, era Bertrand de Fénelon—, y no decía nunca sino «Fénélon», suponiendo que el acento agudo le agregaba alguna blandura. El yerno menos suave de esa señora Poussin —cuyo nombre he olvidado, era escribano en Combray, huyó con la caja e hizo perder a mi tío, entre otros, una suma bastante crecida. Pero la mayor parte de la gente de Combray estaba en tan buenas relaciones con los otros miembros de la familia que no hubo ningún enfriamiento, y cada cual se conformó compadeciendo a la señora de Poussin. Ella no recibía, pera cada vez que uno pasaba ante su reja, se detenía para admirar sus hermosos árboles de sombra, sin poder distinguir otra cosa. No nos molestó para nada en Balbec, donde no la encontré más que una vez, mientras le decía a su hija, que se estaba comiendo las uñas: «Cuando tengas un buen panadizo, ya me darás noticias». Mientras mamá leía en la playa, yo me quedaba solo en mi cuarto. Recordaba los últimos tiempos de la vida de mi abuela y todo lo que con ellos se relacionaba, hasta la puerta de la escalera que dejara abierta cuando habíamos salido para su último paseo. En contraste con todo ello, el resto del mundo apenas me parecía real y mi sufrimiento lo envenenaba por completo. Por fin, mi madre exigió que saliese. Pero a cada paso, algún aspecto olvidado del casino o de la calle donde, al esperarla la primera noche, había ido hasta el monumento de Duguay-Trouin, me impedía seguir más adelante, como un viento contra el cual no se puede luchar, y bajaba los ojos para no ver. Después de haber recuperado algunas fuerzas, volvía al hotel, hacia el hotel donde sabía que ya era imposible que por más que esperase volviese a encontrar a mi abuela, que encontrara antaño la primera noche de la llegada. Como era la primera vez que salía, muchos sirvientes que no había visto aún me miraron con curiosidad. En el mismo umbral del hotel, un joven botones se sacó la gorra para saludarme y se la volvió a poner rápidamente. Creí que Aimé le había «pasado la consigna» de tener miramientos conmigo, según su propia expresión. Pero al instante vi que se la quitaba de nuevo ante otra persona que entraba. La verdad era que ese joven no sabía hacer otra cosa en la vida que sacarse y ponerse la gorra, y lo hacía a la perfección. Había comprendido que era incapaz de algo más; descollaba en eso, y lo cumplía la mayor cantidad posible de veces por día, lo que le valía por parte de los clientes una simpatía discreta pero general, una gran simpatía también por parte del portero, a quien le correspondía la tarea de emplear los botones y que hasta que llegó este pájaro raro no había podido encontrar uno solo que no se hiciese echar antes de los ocho días, con gran asombro de Aimé, que decía: «Sin embargo, en ese oficio no se les pide sino que sean educados; no debe ser tan difícil». El director insistía también en que tuviesen lo que llamaba una buena presencia, que riendo decir que se quedasen ahí o mejor habiendo retenido mal la palabra aspecto. El aspecto del césped que se extendía detrás del hotel había sido modificado con la creación de algunos arriates florecidos, suprimiendo no sólo un arbusto exótico, sino el botones que el primer año decoraba exteriormente la entrada con el tallo flexible de su estatura y la curiosa coloración de su cabellera. Había ido tras una condesa polaca que lo tomó como secretario, imitando en ello a sus dos hermanos mayores y a su hermana dactilógrafa, sacados del hotel por personalidades de nacionalidad y sexos variados, que se habían enamorado de sus encantos. Sólo quedaba su hermano menor, que nadie quería por bizco. Se sentía muy feliz cuando la condesa polaca y los protectores de los otros iban a pasar una temporada en el hotel de Balbec. Porque a pesar de envidiar a sus hermanos, los quería y podía así cultivar sentimientos de familia durante algunas semanas. ¿Acaso la abadesa de Fontevrault no tenía la costumbre, dejando para ello a sus monjas, de compartir la hospitalidad que ofrecía Luis XIV a esa otra Mortemart, su amante, la señora de Montespan? En cuanto a él, era el primer año que estaba en Balbec. No me conocía aún; pero, como oyera que cuando me hablaban sus compañeros más antiguos hacían seguir mi apellido a la palabra señor, los imitó desde la primera vez con el aire satisfecho de demostrar ya su instrucción con respecto a una personalidad que estimaba conocida, ya el de conformarse a una costumbre que ignoraba cinco minutos antes, pero que le parecía indispensable no transgredir. Yo comprendía muy bien qué encanto podía ofrecer ese gran Palace a ciertas personas. Estaba organizado corro un teatro y lo animaba una figuración numerosa hasta en los plintos. Aunque el cliente no fuese más que algo así como un espectador, estaba incorporado permanentemente al espectáculo, no como en esos teatros en que los actores representan en la sala, sino como si la vida del espectador se desarrollase en medio de las suntuosidades de la escena. Aunque el jugador de tenis entrara con sacó de franela blanca, el portero se había trajeado de azul con galones de plata para entregarle sus cartas. Si ese jugador de tenis no quería subir a pie, no por eso dejaba de estar con los actores teniendo a su lado, para que manejará el ascensor, al ascensorista tan ricamente vestido. Los corredores de los pisos sustraían una fuga de camareras y mensajeras, hermosas en el mar y hasta los pequeños cuartos a los que llegaban los aficionados a la belleza femenina de la servidumbre, por sabios rodeos. Abajo, el que predominaba era el elemento monto masculino, y hacía de ese hotel, con motivo de la extremada y ociosa juventud de los servidores, una especie de tragedia judeo-cristiana que había tomado cuerpo y se representaba perpetuamente. Por eso al verlos no podía dejar de recordar dar, no ciertamente los verso: de Racine que me habían acudido a la memoria en casa de la princesa de Guermantes mientras el señor de Vaugoubert saludaba al señor de Charlus mirando a los jóvenes secretarios de embajada, sino otros versos de Racine, esta vez ya no de Esther, sino de Athalie: porque desde el hall, lo que se llamaba en el siglo XVII «Los Pórticos», un pueblo floreciente de jóvenes botones estaba, sobre todo a la hora del té, como los jóvenes israelitas de los coros de Racine. Pero no creo que uno solo pudiese haber proporcionado ni siquiera la vaga contestación que Joas tiene para Athalie, cuando esta pregunta al príncipe niño: «¿Cuál es, pues, vuestra ocupación?», porque no tenían ninguna. A lo sumo, si se le hubiese preguntado a cualquiera de ellos, como la nuera reina:

«¿Pero toda esa gente encerrada en esos lugares, en qué se ocupa?», podía haber dicho: «Y en el orden pomposo de esas ceremonias y contribuyo a ellas». A veces uno de los jóvenes figurantes iba hacia algún personaje más importante, y luego esa joven belleza regresaba al coro; y a menos que fuese el momento de un estatismo contemplativo, todos entrelazaban sus evoluciones inútiles respetuosas, decorativas y cotidianas. Porque, salvo su «día de salida», «lejos del elevado mundo» y sin franquear el atrio, llevaban la misma existencia eclesiástica de los levitas en «Athalie», y ante ese «tropel joven y fiel» que jugaba en las gradas cubiertas de alfombras magnificas, podía preguntarme si estaba penetrando en el gran hotel de Balbec o en el templo de Salomón.

Regresaba directamente a mi cuarto. Mis pensamientos estaban habitualmente ligados a los últimos días de la enfermedad de mi abuela, sufrimientos que revivía, acreciéndolos con ese elemento, más difícil todavía de soportar que el mismo sufrimiento de los demás y a los que se agrega nuestra cruel compasión; cuando creemos únicamente recrear los dolores de un ser querido, nuestra compasión los exagera; pero quizás sea ella la que esté en lo cierto, más que la conciencia que tienen de esos dolores los que los sufren y para los cuales queda oculta esa tristeza de su vida, que ve la compasión, y por la que se desespera. Sin embargo, en un nuevo impulso mi compasión hubiese llegado más allá de los sufrimientos de mi abuela, si supiera entonces lo que ignoré mucho tiempo: que mi abuela, la víspera de su muerte, en un momento de conciencia y asegurándose de que yo no estaba, había tomado la mano de mamá y después de pegar en ella sus labios afiebrados, le había dicho: «Adiós, hija mía, adiós para siempre». Y quizás es ese recuerdo también el que mi madre ya no dejó de contemplar con tanta fijeza. Y luego me volvían los dulces recuerdos. Ella era mi abuela y yo era su nieto. Las expresiones de su rostro parecían escritas en un lenguaje que no existía más que para mí; lo era todo en mi vida, pues los otros no existían sino en relación a ella y al juicio que me daría acerca de ellos; pero no, nuestras relaciones fueron demasiado huidizas para no haber sido accidentales. Ella no me reconoce, ya no la volveré a ver nunca. No habíamos sido creados únicamente el uno para el otro, era una extraña. Yo estaba mirando la foto de esa extraña hecha por Saint-Loup. Mamá, que encontrara a Albertina, había insistido en que yo la viese por las cosas amables que le dijo acerca de mi abuela y de mí. Entonces la había citado. Avisé al director para que la hiciese esperar en el salón. Me dijo que la conocía desde hacía mucho tiempo, a ella y sus amigas, mucho antes de que hubiesen alcanzado la edad de la pureza[33] pero que les guardaba cierto rencor por las cosas que dijeran del hotel. No deben ser muy ilustradas para hablar de ese modo. A menos que las hayan calumniado. Comprendí fácilmente que pureza quedaba dicho en lugar de pubertad. Mientras esperaba la hora de encontrarme con Albertina, tenía fijos mis ojos, como en un dibujo que uno acaba ya por no ver a fuerza de haberlo mirado, en la fotografía que había hecho Saint-Loup, cuando de golpe pensé de nuevo: «Es mi abuela, soy su nieto», como un amnésico vuelve a encontrar su nombre, como un enfermo cambia su personalidad. Francisca entró para decirme que Albertina estaba esperando, y al ver la fotografía: «¡Pobre señora! De veras, es ella. Hasta su lunar en la mejilla. El día que la retrató el marqués, había estado muy enferma, se desmayó dos veces. Sobre todo, Francisca —me dijo—, es necesario que no lo sepa mi nieto». Y lo ocultaba bien, siempre estaba alegre en sociedad. Sola, por ejemplo, me parecía que tenía por momentos el espíritu decaído. Pero eso pasaba pronto. Y además me dijo así: «Si alguna vez me sucediera algo, necesitaría un retrata mío. Nunca me hice sacar ninguna». Entonces me mandó que le dijese al señor marqués —recomendándole que no le contara al señor que ella se lo había pedido— si podría sacarle una fotografía. Pero cuando volví a decirle que sí, ya no quería, porque le parecía tener muy mala cara. Es peor todavía —me dijo— que ninguna fotografía. Pero, como no era para tanto, acabó por arreglarse tan bien, tocándose con un gran sombrero volcado, que ya no aparentaba nada a menos de ponerse a plena luz. Estaba muy contenta de su fotografia, porque en ese momento no creía que pudiera volver de Balbec. Por más que le dijese: «Señora no hay que hablar en esta forma, no me gusta oír hablar así a la señora, estaba dentro de sus ideas. Y, vaya, hacía varios días que no podía comer. Por eso es que invitaba al señor a que comiera tan lejos con el señor marqués. Entonces, en lugar de ir a la mesa, hacía como que lela, y en cuanto salía el coche del marqués, subía para acostarse. Algunas veces quería avisar a la señora, para verla una vez más. Y después le asustaba sorprenderla, ya que no le había dicho nada. Mejor es que se quede con su marido, ¿sabe usted, Francisca?». Francisca me miró y me preguntó de pronto si no me sentía indispuesto. Le dije que no; y entonces ella: «Y usted me está reteniendo aquí para conversar con usted. A lo mejor ya ha llegado su visita. Tengo que bajar. No es una persona para este lugar. Y una apresurada como ella, a lo mejor ya se ha ido. No le gusta esperar. ¡Ah!, ahora la señorita Albertina es alguien». «Usted se equivoca; Albertina está bastante bien, demasiado bien para este lugar. Pero vaya a avisarle que no podré verla hoy».

¡Qué frases compasivas hubiese despertado en Francisca el verme llorar! Me oculté cuidadosamente. Sin eso hubiera tenido su simpatía. Pero yo le daba la mía. No nos ubicamos lo suficiente en el corazón de esas pobres mucamas que no pueden vernos llorar, como si llorar nos causara daño; o quizás les hiciera daño, ya que Francisca me habla dicho cuando yo era pequeño: «No llore, no me gusta verlo llorar así». No nos gustan las grandes frases y los testimonios, y obramos mal; cerramos así nuestro corazón a lo patético de los campos, a la leyenda que la pobre sirvienta, despechada, quizás injustamente, por robo, muy pálida, súbitamente más humilde, como si fuese una crimen ser acusada, desarrolla, invocando la honradez de su padre, los principios de su madre, los consejos de la abuela. Es verdad que esos mismos sirvientes que no pueden soportar lágrimas nos harán atrapar una pulmonía sin escrúpulos, porque a la mucama de arriba le gustan las corrientes de aire, y no sería conveniente suprimirlas. Porque es necesario que los mismos que tienen razón, como Francisca, también se equivoquen para hacer de la Justicia una cosa imposible. Aun los humildes placeres de las sirvientas provocan la negativa o la burla de sus amos. Siempre es poca cosa, pero tontamente sentimental, antihigiénica. Por eso pueden decir: «¡Cómo! ¿Yo no pido más que eso en todo el año y no me lo conceden?». Y sin embargo, los amos concederían mucho más siempre que no fuese estúpido y peligroso para ellas, o para ellos. Es verdad que no se puede resistir la humildad de la pobre mucama, temblorosa, dispuesta a confesar lo que no ha cometido, diciendo «me iré esta noche si es necesario». Pero hay que saber también no permanecer insensible, a pesar de la trivialidad solemne y amenazadora de las cosas que dice, su herencia materna y la dignidad del campito, ante una vieja cocinera envuelta en una vida y una ascendencia de honor, que levanta la escoba como un cetro, llevando su papel hasta lo trágico, entrecortándolo de sollozos, irguiéndose con majestad. Ese día recordé o imaginé tales escenas, las relacionadas con nuestra vieja sirvienta, y desde entonces, a pesar de todo el daño que pudo hacerle a Albertina, quería a Francisca con un afecto intermitente, es verdad, pero más fuerte por su índole pues se apoya en la compasión.

Cierto que sufrí todo el día al quedarme frente a la fotografía de mi abuela. Me torturaba. Menos, sin embargo, de lo que lo hizo la visita del director, por la noche. Como yo le hablaba de mi abuela y me renovaba sus condolencias, le oí decirme (porque le gustaba emplear las palabras que pronunciaba mal): «Es como el día en que su señora abuela tuvo ese simecope[34]; yo quería hacérselo saber, ¿verdad?, porque a causa de la clientela podía haber perjudicado a la casa. Mejor hubiera sido que partiera esa misma noche. Pero me suplicó que no le dijese nada y me prometió no tener más simecopes, y que al primero se iría. El encargado del piso me contó, sin embargo, que tuvo otro. Pero, vaya, ustedes eran antiguos clientes a los que trataba de complacerse, y ya que nadie se quejó». De modo que mi abuela había tenido sincopes y me lo había ocultado. Quizás en momentos en que yo era menos amable con ella, en que estaba obligada mientras sufría a cuidar su buen humor para no irritarme y aparentar salud para que no la echaran del hotel. «Simecope» es una palabra que así pronunciada no hubiese imaginado nunca, que me hubiese parecido ridícula al aplicarse a otros, pero que en su extraña novedad sonora, semejante a una original disonancia, permaneció mucho tiempo en mí como algo capaz de despertar las más dolorosas sensaciones.

Al día siguiente, a pedido de mamá, fui a tirarme un poco en la arena, o mejor en las dunas, ahí donde uno se oculta en sus repliegues y donde sabía que ni Albertina ni sus amigas podrían encontrarme. Mis párpados caídos dejaban pasar una luz única, muy rosada, la de las paredes interiores de mis ojos. Luego se cerraron por completo. Entonces se me apareció mi abuela, sentada en un sillón. Tan débil que parecía vivir menos que nadie. Sin embargo, la ola respirar; a veces una seña nos indicaba que había comprendido lo que decíamos mi padre y yo. Pero, por más que la abrazara, no podía llegar a despertar una mirada de afecto en sus ojos, algún color en sus mejillas. Ausente de sí misma, parecía no quererme; no conocerme, quizás ni siquiera verme. No podía adivinar el secreto de su indiferencia, dé su abatimiento, de su descontento silencioso. Aparté a mi padre. «Lo ves, sin embargo —le dije—; no hay que hacerle, ha sorprendido exactamente cada cosa. Es la completa apariencia de la vida. Si pudiéramos llamar a tu primo, que pretende que los muertos no viven… Hace más de un año que se murió y en resumen vive siempre. Pero ¿por qué no querrá abrazarme?». «Mira, su pobre cabeza vuelve a caer. Pero quisiera irse a los Campos Elíseos, lo antes posible». «Es una locura. Verdaderamente, ¿crees que eso podría perjudicarla, que podría morir aún más? No es posible que ya no me quiera. Por más que la abrace, ¿ya no me sonreirá nunca? ¡Qué quieres los muertos son los muertos…!».

Algunos días más tarde la fotografía que habla hecho Saint-Loup me resultaba dulce; no despertaba el recuerdo de lo que me dijera Francisca porque no me había dejado y me acostumbraba a él. Pero, ante la ideó de su estado tan grave, tan doloroso de ese día, la fotografía aprovechaba las astucias que desplegara mi abuela y acertaban a engañarme a pesar de haberme sido reveladas; me la mostraba tan elegante, tan despreocupada, bajo el sombrero que escondía un poco su rostro, que la veía menos desgraciada y con mejor salud de lo que me supusiera. Y a pesar de sus mejillas, que tenían una expresión propia, algo plomizo, azorado, como la mirada de un animal que ya se sintiese elegido y designado, mi abuela parecía una condenada a muerte, involuntariamente sombría, inconscientemente trágica, que se me escapaba, pero que siempre le impedía a mamá mirar la fotografía, esa fotografía que no le parecía tanto una fotografía de su madre como de su enfermedad, un insulto que esa enfermedad le infería al rostro brutalmente cacheteado de mi abuela.

Luego, un día, decidí comunicarle a Albertina que próximamente la recibiría. En una mañana de calor prematuro, los mil gritos de los niños que jugaban, los bañistas que bromeaban, los vendedores de diarios, me habían descrito en rasgos de fuego, en chispas entrelazadas la playa ardiente que refrescaban con su frescura, una a una, las olas pequeñas; entonces empezó el concierto sinfónico mezclado al chapoteo del agua, en la que vibraban los violines como un enjambre extraviado sobre el mar. Enseguida quise volver a escuchar la risa de Albertina, volver a ver a sus amigas, esas jóvenes que se destacaban en las aguas y que quedaron en mi recuerdo como un encanto inseparable, como la flora característica de Balbec; y resolví enviar por medio de Francisca unas líneas a Albertina, para la semana próxima, mientras el mar, subiendo apenas al batir de cada ola, recubría completamente con sus coladas de cristal la melodía cuyas frases aparecían separadas unas de las otras como esos ángeles laudistas que se levantan en la cima de las catedrales italianas entre las crestas de pórfido azul y de jaspe espumoso. Pero el día en que llegó Albertina, el tiempo se había descompuesto y refrescado de nuevo, y, por otra parte, no tuve oportunidad de oír su risa; estaba de muy mal humor. «Balbec está insoportable este año —me dijo—. Trataré de no quedarme mucho tiempo. Usted sabe que estoy aquí desde Pascuas, hace más de un mes. No hay nadie. ¡Si le parece divertido!…». A pesar de la lluvia reciente y del cielo tornadizo a cada instante, después de haber acompañado a Albertina hasta Épreville, porque Albertina hacía, según su expresión, de lanzadera entre esa pequeña playa donde estaba la casa de veraneo de la señora de Bontemps e Incarville, donde vivía en pensión en casa de los padres de Rosamonde, me fui a pasear solo por ese camino grande que recorría el coche de la señora de Villeparisis cuando íbamos a pasear con mi abuela; charcas de agua que afín, no evaporara el sol brillante, hacían del suelo un verdadero pantano, y pensaba en mi abuela, que antaño no podía dar un paso sin enfangarse. Pero en cuanto llegué al camino fue un deslumbramiento. Ahí, donde no observara en el mes de agosto, con mi abuela, más que las hojas y como el emplazamiento de los manzanos, estaban hasta perderse de vista en plena floración, con un lujo extraordinario, con los pies en el barro y en traje de fiesta, sin tomar precauciones para no estropear el satén rosado más maravilloso que se viera jamás y que hacía brillar el sol; el horizonte lejano del mar proporcionaba a los manzanos algo así como un segundo plano de estampa japonesa; si levantaba la cabeza para mirar al cielo entre flores que serenaban su azul, casi violento, parecían apartarse para enseñar la profundidad de ese paraíso. Bajo ese azul, una brisa ligera pero fría hacía temblar ligeramente los ramos ruborizados. Paros azules venían a posarse sobre las ramas y saltaban entre las flores, indulgentes, como si el que creara esa belleza viva hubiese sido aficionado al exotismo y los colores.

Pero emocionaba hasta las lágrimas, porque, tan lejos como se remontara uno en sus efectos de arte refinado, se advertía que era natural, que esos manzanos estaban en pleno campo como campesinos, sobre un gran camino de Francia. Luego, a los rayos del sol sucedieron de pronto los de la lluvia; marcaron el horizonte con rayas como de cebra y oprimieron la hilera de manzanos en su red gris. Pero estos seguían irguiendo su belleza, florecida y rosada, en el viento que heló el chaparrón: era un día de primavera.