CAPÍTULO I

Como no estaba apresurado por llegar a esa velada de los Guermantes a la que no tenía la certeza de ser invitado, me entretuve ociosamente afuera; pero el día de verano no parecía tener más prisa que yo en moverse. Aunque ya fuesen más de las nueve, le comunicaba al obelisco de Luksor, de la plaza de la Concordia, un aspecto de turrón rosado. Después le modificó los tintes y lo convirtió en una materia metálica, de suerte que no sólo el obelisco se hizo más precioso, sino que pareció adelgazado y casi flexible. Daba la sensación de que hubiese podido torcerlo, y que quizás esa joya ya se había falseado ligeramente. La luna estaba ahora en el cielo, como un casco de naranja pelado delicadamente, aunque algo mordido. Más tarde simuló estar hecha con el oro más resistente. Acurrucada, solita detrás de ella, una pobrecita estrella iba a servirle de única compañera a la luna solitaria, mientras que esta, protegiendo a su amiga, pero más audaz y acometedora, enarbolaría como un arma irresistible, como un símbolo oriental, su amplia y maravillosa media luna de oro.

Ante el palacio de la princesa de Guermantes encontré al duque de Chatellerault; ya no recordaba que media hora antes me perseguía aún el temor que pronto volvería a dominarme de nuevo de presentarme sin haber sido invitado. Uno se inquieta, y a veces mucho después de la hora del peligro, olvidado por la distracción, recuerda su inquietud. Saludé al joven duque y entré en la casa. Pero aquí debo anotar primeramente una circunstancia mínima que permitirá comprender un hecho que acaecerá muy pronto.

Esa noche, alguien, como en noches anteriores, pensaba mucho en el duque de Chatellerault, sin sospechar quién era, por otra parte: era el ujier (que en ese tiempo llamaban «el anunciador») de la señora de Guermantes. Al señor de Chatellerault, muy lejos de ser uno de los íntimos aunque era primo e la princesa, lo recibían por primera vez en su salón. Sus padres, disgustados con ella diez años atrás, se habían reconciliado hacía quince días y encargado a su hijo que los representara, ya que debían ausentarse esa noche de París. Y algunos días antes el ujier de la princesa había encontrado en los Campos Elíseos a un joven que le pareció encantador, pero cuya identidad no alcanzó a establecer, y no porque el joven no se hubiese mostrado tan amable como generoso. Los favores que el ujier supuso tener que prodigar a un señor tan joven, los había recibido, por el contrario. Pero el señor de Chatellerault era tan tímido como imprudente; estaba tanto más decidido a no revelar su incógnito cuanto que ignoraba de quién se trataba; de haberlo sabido y aunque sin fundamento hubiese tenido mucho más miedo. Se limitó a hacerse pasar por inglés, y a todas las preguntas apasionadas del ujier deseoso de volver a encontrar alguien a quien debía tanto placer y liberalidad el duque se limitaba a responder, a lo largo de la avenida Gabriel: «I do not speak french[4]».

A pesar de todo a causa del origen materno de su primo, aunque el duque de Guermantes afectase no encontrar ni rastros de los Courvoisier en el salón de la princesa de Guermantes-Baviére, se estimaba en general el espíritu de iniciativa y la superioridad intelectual de esa dama, de acuerdo con una innovación que en ese medio no podía hallarse en ninguna otra parte. Después de la comida y sea cual fuese la importancia de la reunión que se realizaría, los asientos de la princesa de Guermantes se encontraban dispuestos como para formar pequeños grupos que, en caso necesario, se daban la espalda. La princesa indicaba entonces su sentido social, yendo a sentarse como por preferencia en uno de ellos. No temía elegir, por otra parte, y atraer al componente de otro grupo. Si, por ejemplo, hacía notar al señor Detaille, con su aceptación naturalmente, el hermoso cuello de la señora de Villemur, que colocada en otro grupo se veía de espaldas, la princesa no vacilaba en levantar la voz: «Señora de Villemur, como corresponde a un gran pintor, el señor Detaille está admirando su cuello». La señora de Villemur interpretaba esto como una invitación directa para conversar; con la destreza que da el hábito del caballo hacía girar lentamente su silla, en un arco de tres cuartos de circunferencia y molestando apenas a sus vecinos, enfrentaba casi a la princesa.

«¿No conoce usted al señor Detaille?», preguntaba la dueña de casa, a quien no bastaba la hábil y púdica conversación de su invitada. «No lo conozco, pero conozco sus obras», contestaba respetuosa e insinuante la señora de Villemur, y con un sentido de la oportunidad que muchos envidiaban, a tiempo que dirigía un saludo imperceptible al célebre pintor cuya interpelación no bastaba para considerarla una presentación formal: «Venga, señor Detaille decía la princesa, voy a presentarle a la señora de Villemur». Esta empleaba entonces tanto ingenio en darle lugar al autor de Sueño, como acababa de hacerlo para volverse hacia él. Y la princesa se acercaba con una silla; no había interpelado efectivamente a la señora de Villemur más que para tener un pretexto de dejar el primer grupo donde había pasado los diez minutos de reglamento y conceder idéntica duración al segundo. En tres cuartos de hora, todos los grupos habían recibido su visita, que cada vez parecía guiada por lo imprevisto y las preferencias, pero debía indicar sobre todo con qué naturalidad «sabe recibir una gran dama». Pero ahora empezaban a llegar los invitados, y la dueña de casa se había sentado junto a la entrada erguida y orgullosa en su majestad casi real, llameándole los ojos con su propia incandescencia entre dos altezas desprovistas de, hermosura y la embajadora de España.

Formaban cola detrás de algunos invitados que habían llegado antes. Tenía frente a mí a la princesa cuya belleza, entre tantas otras, no es sin duda el único recuerdo de esa fiesta. Pero el rostro de la dueña de casa era tan perfecto, estaba acuñado como una medalla tan hermosa que conservó para mí una virtud conmemorativa. La princesa solía decir a sus invitados, días antes de sus veladas: «¿Vendrá usted, no?», como si tuviese grandes deseos de conversar con ellos. Pero como, al contrario, no tenía nada de que hablarles, apenas llegaban frente a ella, sin levantarse, le bastaba interrumpir un momento su vana conversación con las dos, altezas y la embajadora mientras agradecía diciendo: «Muy amable por haber venido»; no porque pensase que el invitado diera pruebas de amabilidad al venir, sino para aumentar aún la suya; luego, agregaba volviéndolo a echar enseguida al arroyo: «Encontrará usted al señor de Guermantes a la entrada de los jardines», de modo que uno se iba a visitarlo y la dejaba tranquila. A algunos ni les decía nada, enseñándoles sólo sus admirables ojos de ónix, como si se asistiera a una exposición de piedras preciosas.

El primero que debía pasar antes que yo, era el duque de Chatellerault.

No había advertido al ujier por contestar a todas las sonrisas y todos los saludos que le llegaban desde el salón. Pero desde el primer momento el ujier lo había reconocido. Esa identidad que tanto deseara conocer, se le iba a revelar dentro de un instante. Al pedir a su «inglés» de la antevíspera, con qué nombre debía anunciarlo, el ujier no sólo estaba conmovido, sino que se juzgaba indiscreto y sin delicadeza. Le parecía que iba a revelar a todos (que sin embargo nada sospechaban) un secreto que era culpable sorprender en esa forma y propagar públicamente. Al oír la contestación del invitado: «El duque de Chatellerault», se sintió turbado por tal orgullo que enmudeció un instante. El duque lo miró, lo reconoció y se creyó perdido mientras el sirviente, que se había serenado y conocía lo suficiente la heráldica para completar por sí mismo un apelativo, excesivamente modesto, aullaba con una energía profesional que se aterciopelaba de intima ternura: «Su Alteza, monseñor el duque de Chatellerault». Pero ahora me tocaba a mí ser anunciado. Absorto en la contemplación de la dueña de casa, que aún no me viera, no había pensado en las funciones, que me parecían terribles aunque de muy distinto modo que para el señor de Chatellerault de ese ujier vestido de negro como un verdugo, rodeado de un tropel de mucamos[4a] con las más alegres libreas, sólidos mocetones dispuestos a apoderarse de un intruso y ponerlo en la calle. El ujier me pidió mi nombre, y se lo dije tan maquinalmente como el condenado a muerte se deja atar al garrote. Enseguida levantó majestuosamente la cabeza y antes de que pudiera rogarle que me anunciase a media voz, para escatimar mi amor propio, en caso de no haber sido invitado, y el de la princesa de Guermantes si lo estaba, aulló las sílabas inquietantes con una fuerza capaz de estremecer la bóveda de la casa.

El ilustre Huxley (aquel cuyo sobrino ocupa en la actualidad un lugar preponderante en el mundo de la literatura inglesa) cuenta que una de sus enfermas ya no se atrevía a frecuentar gente porque a menudo, en el mismo sillón que le indicaban con gesto cortés, veía sentado a un anciano. Estaba convencida de que era una alucinación el gesto que la invitaba, o la presencia del anciano, porque no le hubieran indicado un sillón ya ocupado. Y cuando Huxley, para curarla, le insistió que asistiera a fiestas, tuvo un instante de penosa vacilación al preguntarse si el gesto amable con que la recibían era verdadero o si debía para obedecer a una visión inexistente, sentarse en público sobre las rodillas de un señor de carne y hueso. Su breve incertidumbre fue cruel. Menos quizás que la mía. A partir del momento en que percibí el gruñir de mi nombre, como el ruido previo de una posible catástrofe, debí adelantarme hacia la princesa resueltamente para defender en cualquier caso mi buena fe.

Me advirtió cuando estaba a algunos pasos de ella, y en lugar de quedarse sentada como ante los demás invitados, se levantó y se acercó, lo que confundía mis dudas acerca de una maquinación. Un segundo después, pude lanzar el suspiro de alivio de la enferma de Huxley cuando decidió sentarse en el sillón, lo encontró desocupado y comprendió que el anciano constituía la alucinación. La princesa acababa de extenderme la mano con una sonrisa. Se quedó de pie algunos instantes con esa gracia peculiar a la estancia de Malherbe que termina así:

Y para honrarlos se levantan los ángeles.

Se disculpó porque aún no había llegado la duquesa, como si debiese aburrirme sin ella. Para saludarme ejecutó alrededor de mí, a tiempo que me daba la mano, un giro lleno de gracia, en cuyo torbellino me sentí arrastrado. Por poco esperaba que me entregase entonces, como una conductora de cotillón[5], un bastón con mango de marfil o un reloj-pulsera. No me dio, a decir verdad, nada de eso y como si en vez de bailar el boston[6] oyera más bien un sacrosanto cuarteto de Beethoven cuyos sublimes acentos temiera turbar, detuvo la conversación o mejor dicho, no la empezó, y radiante aún por haberme visto entrar, sólo me participó en qué lugar estaba el príncipe.

Me alejé de ella y no me atreví a acercarme, sabiendo que no tenía absolutamente nada que decirme y que, con su inmensa buena voluntad, esa mujer maravillosamente alta y hermosa, noble como tantas grandes señoras que subieron tan altivamente al cadalso, no podía hacer otra cosa como no fuera ofrecerme agua de azahar que repetirme lo que ya me dijera dos veces: «Encontrará usted al príncipe en el jardín». Y buscar al príncipe, era hacer renacer mis dudas bajo otra forma. De cualquier modo, tenía que encontrar a alguien que me presentase. Se oía, dominando todas las conversaciones, la charla inagotable del señor de Charlus, que conversaba con S. E. el duque de Sidonia, al que acababa de conocer de profesión a profesión uno se adivina y también de vicio a vicio. El señor de Charlus y el señor de Sidonia presintieron enseguida cada cual el recíproco, que para ambos, era ser monologuistas en tertulia, al extremo de no poder soportar ninguna interrupción. Al juzgar en seguida que el mal no tenía remedio, como dice un célebre soneto, habían decidido no callar, sino hablar cada cual sin ocuparse de lo que diría el otro. Lo que provocaba esa confusa algarabía que se produce en las comedias de Moliere cuando varias personas dicen a un tiempo cosas distintas. Con su voz sonora el barón estaba seguro de triunfar y cubrir la débil voz del señor de Sidonia; sin que este último se desalentara sin embargo, puesto que cuando el señor de Charlus tomaba aliento por un instante, el susurro del grande de España que continuaba imperturbablemente su discurso llenaba el intervalo. Podía pedir al señor de Charlus que me presentase al príncipe de Guermantes, pero temía (con sobrados motivos) que estuviese enojado conmigo. Había obrado con él de la manera más ingrata al desechar por segunda vez sus ofrecimientos y al no darle señales de vida desde la noche en que tan afectuosamente me acompañara a casa. Sin embargo, como excusa no anticipé de ningún modo la escena que viera esa misma tarde entre ese Jupien y él. No sospechaba nada semejante. Es verdad que poco antes, cuando mis padres me increpaban por mi pereza y por no haberme tomado el trabajo de escribir unas líneas al señor de Charlus, les había reprochado violentamente que quisieran hacerme aceptar proposiciones deshonestas. Pero fue sólo la cólera y el deseo de encontrar la frase que más desagradable pudiera resultarles, los que me dictaron esa respuesta mendaz. En realidad, no supuse nada sensual ni aún sentimental en los ofrecimientos del barón. Había dicho eso a mis padres como una pura locura. Pero a veces lo que vendrá habita en nosotros sin que lo sepamos y nuestras palabras que creemos mentiras dibujan una realidad próxima.

El señor de Charlus hubiese perdonado, sin duda, mi falta de gratitud. Pero lo enfurecía, esa noche, mi presencia en casa de la princesa de Guermantes, como desde hacía algún tiempo en casa de su prima, que parecía desafiar su declaración solemne: «Nadie entra en esos salones sino por mí». Falta grave, crimen quizás inexpiable, no había seguido la vía jerárquica. El señor de Charlus sabía demasiado que los rayos que enarbolaba contra los que no acataban sus órdenes o empezaba a odiar, comenzaban a pasar, según mucha gente, por más rabia que pusiese en ellos, como rayos de cartón, y ya no tenían poder suficiente para echar a nadie de ningún lado. Pero quizás creía que su poder disminuido, todavía grande, seguía intacto a los ojos de los novicios como yo. Por eso no me parecía muy bien elegido para pedirle un favor en una fiesta donde mi sola presencia era ya un desmentido irónico a sus pretensiones.

Me detuvo en ese momento un hombre bastante vulgar: el profesor E… Le había sorprendido verme en casa de los Guermantes.

Yo no lo estaba menos, porque en casa de la princesa nunca se había visto ni se vio luego, un personaje de su calaña. Acababa dé curar al príncipe, ya con la extremaunción, de una neumonía infecciosa y el agradecimiento muy particular que por ello le guardaba la señora de Guermantes, motivó que se desecharan los usos y lo invitaran. No conocía absolutamente a nadie en esos salones, y como no podía vagar en ellos interminablemente solo, igual que un ministro de la muerte, sintió al reconocerme, y por primera vez en su vida, que tenía una infinidad de cosas que decirme, lo que le permitía adquirir cierta soltura, y ese era uno de los motivos por los cuales se me acercaba. Había otro. Él atribuía mucha importancia a no dar nunca un diagnóstico erróneo. Y su correspondencia era tan numerosa que no recordaba exactamente cuando veía una sola vez a un enfermo si la enfermedad había seguido el curso que él le señalara. No se ha olvidado, quizás, de que en el momento del ataque de mi abuela, yo la llevé a su casa, esa noche en que se hacía coser tantas medallas. Dado el tiempo transcurrido, no recordaba más la participación que se le enviara luego. «¿Su señora abuela ha muerto, verdad? —me dijo con una voz en que una casi certidumbre calmaba una leve aprensión—. ¡Ah! ¡En efecto! Por otra parte, desde el primer momento en que la vi, mi pronóstico fue completamente sombrío, lo recuerdo muy bien». Así es como el profesor E… supo o volvió a enterarse de la muerte de mi abuela, y debo decir en su elogio, que es el del cuerpo médico integro, sin manifestar, sin experimentar quizás satisfacción alguna. Los errores de los médicos son innumerables. Pecan habitualmente de optimismo en cuanto al régimen, por pesimismo en cuanto al desenlace. «¿Vino? En cantidades moderadas; no puede hacerle daño; en última instancia, es un tónico… ¿El placer físico? Después de todo, es una función. Se lo permito, sin abusos; usted me entiende. El exceso es un defecto para todo». Y, por consiguiente, qué tentación para el enfermo renunciar a esos dos revividores: el agua y la castidad. Por el contrario, si uno tiene algo en el corazón, albúmina, etc., ya no durará mucho tiempo. Habitualmente, trastornos graves aunque funcionales se atribuyen a un cáncer imaginario. Es inútil continuar unas consultas que no podrían detener una enfermedad incurable. Si el enfermo entregado a sí mismo se impone entonces un régimen implacable y luego cura o por lo menos sobrevive; al verse saludado el médico en la Avenida de la ópera, cuando lo creía desde hacía tiempo en el Père Lachaise, creerá que ese sombrerazo es un gesto de insolencia desafiante. Un paseo inocente efectuado en sus barbas no le provocaría más enojo al presidente de la Corte de Assises que dos años antes pronunció una condena a muerte contra el rústico que parece no temer nada. A los médicos (no se trata de todos, es claro, y no omitimos mentalmente admirables excepciones), en general los descontenta y los irrita más la nulidad de su veredicto que lo que pueda alegrarlos su ejecución. Lo que explica que el profesor E…, por más que experimentase alguna satisfacción intelectual al ver que no se había equivocado, supiera hablarme tristemente de la desgracia que nos hiciera. No le interesaba abreviar la conversación que le proporcionaba cierta soltura y un motivo de quedarse. Me habló de los grandes calores de esos días; pero, aunque era culto y podía expresarse en un francés correcto, me dijo: «¿A usted no le molesta esta hipertermia?». Porque la medicina ha hecho algunos pequeños progresos en sus conocimientos desde Moliere, pero ninguno en su vocabulario. Mi interlocutor agregó: «Deben evitarse los sudores que provoca clima semejante, especialmente en los salones recalentados. Puede remediarlo, cuando vuelva con ganas de beber, con el calor». (Lo que significa, evidentemente, bebidas calientes).

Debido a la manera como murió mi abuela, me interesaba el tema, y había leído poco antes en el libro de un gran sabio que la transpiración era perjudicial a los riñones, ya que expulsaba por la piel lo que debía salir por otro lugar. Lamentaba esos días caniculares, en los que había muerto mi abuela y estaba a punto de atribuirles la culpa de todo. No hablé de ello al doctor E…, pero él mismo me dijo: «La ventaja de estos tiempos muy calurosos, en que la transpiración es muy abrumante, consiste en que el riñón se alivia en otro tanto. La medicina no es una ciencia exacta».

Adherido a mí, el profesor E… no pedía otra cosa que estar conmigo. Pero yo acababa de ver al marqués de Vaugoubert, que le hacía grandes reverencias a la princesa de Guermantes, a derecha e izquierda, después de haber retrocedido un paso. El señor de Norpois me lo había presentado hacía poco, y yo esperaba que él fuera quien me acercara al dueño de casa. Las proporciones de esta obra no me permiten explicar aquí en virtud de qué incidentes de juventud el señor Vaugoubert era uno de los pocos hombres de mundo (quizás el único), que estuviese lo que se llama en Sodoma «en confidencias» con el señor de Charlus. Pero si nuestro ministro ante el rey Teodosio tenía algunos de los defectos del barón, no era más que en estado de muy pálido reflejo. Sólo bajo una forma infinitamente suavizada, sentimental y tonta presentaba esas alternativas de simpatía y odio por las que pasaba el barón debido al deseo de cautivar y luego al temor igualmente imaginario de ser, ya que no despreciado, por lo menos descubierto. Esas alternativas, ridículas por su castidad y su «platonismo» (al que como gran ambicioso sacrificara todo placer desde la edad del concurso), las presentaba, sin embargo, el señor de Vaugoubert. Pero mientras el señor de Charlus entonaba alabanzas inmoderadas con un verdadero exceso de elocuencia y las sazonaba con las más finas y mordientes ironías que podían señalar para siempre a un hombre, la simpatía del señor de Vaugoubert, por el contrario, estaba expresada con la trivialidad de un hombre de último orden, de hombre del gran mundo y funcionario, y las culpas (forjadas en general de una sola pieza, como las del barón) por una malevolencia sin tregua pero sin ingenio y que chocaban tanto más que contrariaban habitualmente los propósitos que enunciara el ministro seis meses antes y que enunciaría quizás de nuevo dentro de algún tiempo: regularidad en el cambio que prestaba una poesía casi astronómica a las distintas fases de la vida del señor de Vaugoubert, aunque ninguno menos que él podía parecerse a un astro.

Sus buenas noches no tenían nada de lo que hubieran tenido las del señor de Charlus. El señor de Vaugoubert prestaba a esas buenas noches, además de los mil modos que creía propios de la sociedad y la diplomacia, un aspecto desenvuelto, vivaracho y sonriente para parecer, por una parte, satisfecho de la existencia aunque rumiara interiormente los contratiempos de una carrera sin progreso, a la que amenazaba el retiro y por otra parte, joven, viril y encantador mientras veía y ya no se atrevía a mirarse en su espejo para ver las arrugas fijas en los alrededores de su rostro, que deseara conservar lleno de seducciones. Y no es que ambicionase conquistas efectivas, cuya sola idea lo atemorizaba por culpa del qué dirán, el escándalo y los chantajes. Ya que pasara de una corrupción casi infantil a la continencia absoluta, desde que pensara en el Qua d’Orsay y deseado una gran carrera, parecía un animal enjaulado, echando miradas en todas direcciones; miradas que expresaban miedo, apetencia y estupidez. La suya era tal que no pensaba que los pilluelos de su adolescencia ya no eran chicuelos, y cuando un vendedor de diarios le gritaba en las narices «¡La Prensa!», se estremecía de espanto más bien que de deseo, creyéndose reconocido y despistado.

Pero a cambio de los placeres sacrificados a la ingratitud del Quai d’Orsay[7], el señor de Vaugoubert y por eso hubiera querido seguir gustando tenía bruscos impulsos del corazón. Dios sabe con cuántas cartas fastidiaba al Ministerio (qué astucias personales desplegaba, cuántas extracciones operaba a cuenta del crédito de la señora de Vaugoubert, que, por su corpulencia, su elevado nacimiento, su aspecto masculino y especialmente por la mediocridad del marido, creían dotada de una notable capacidad y que desempeñaba las verdaderas funciones del ministro) para emplear en la legación, sin ninguna razón valedera, a un joven desprovisto de todo mérito.

Es cierto que algunos meses, algunos años después, a poco que el insignificante agregado pareciese sin rastro de mala intención, dar señales de frialdad a su jefe, este, creyéndose traicionado o despreciado, ponía igual ardor histérico en castigarlo que antaño en favorecerlo. Removía cielo y tierra para que lo trasladasen, y el director de Asuntos Políticos recibía diariamente una carta: «¿Qué espera usted para librarme de ese vivo? Domestíquelo un poco en su propio interés; lo que necesita es un poco de hambruna». El puesto de agregado ante el rey Teodosio, por ese motivo, no era agradable. Pero en lo demás, gracias a su perfecto buen sentido de hombre de mundo, el señor de Vaugoubert era uno de los mejores agentes del gobierno francés en el exterior. Cuando un hombre pretendidamente superior, jacobino y sabio en todas las cosas, lo reemplazó luego, no tardó en declararse la guerra entre Francia y el país gobernado por el rey. Al señor de Vaugoubert, como al señor de Charlus, no le gustaba tomar la iniciativa del saludo. Uno y otro preferían «contestar», temiendo siempre los chismes que pudiese haber oído aquel al que sin ese motivo hubiesen tendido la mano de ellos desde que no lo habían visto. En cuanto a mí, el señor de Vaugoubert no tuvo por qué plantearse la cuestión; yo había ido efectivamente a saludarlo primero, aunque no fuese más que por la diferencia de edad. Me contestó maravillado y encantado, con los dos ojos que continuaban agitándosele como si a cada lado tuviese alfalfa prohibida. Pensé que convenía solicitarle mi presentación a la señora de Vaugoubert, antes que la del príncipe, de la que pensaba hablarle después. La idea de relacionarme con su mujer pareció llenarlo de alegría tanto por ella como por él, y me condujo con paso decidido hasta la marquesa. Llegado ante ella y señalándome con la mano y los ojos con todas las expresiones posibles de consideración, enmudeció, sin embargo, y se retiró movedizo al cabo de algunos segundos, para dejarme solo con su mujer. Esta me había tendido la mano enseguida, sin saber a quién dirigía tal prueba de amabilidad, porque comprendí que el señor de Vaugoubert había olvidado mi nombre, quizás no me reconociera y al no quererlo confesar por cortesía, redujo la presentación a una simple pantomima. Por lo tanto, no había progresado mucho más. ¿Cómo hacerme presentar al dueño de casa por una mujer que no sabía mi nombre? Además, me veía obligado a conversar algunos instantes con la señora de Vaugoubert. Y eso me fastidiaba desde dos puntos de vista. No me interesaba estar mucho tiempo en esta fiesta, ya que concertara con Albertina (le había regalado un palco para Fedra) que viniese a verme poco antes de medianoche. En verdad, no estaba de ninguna manera enamorado de ella; al requerirla esa noche obedecía a un deseo completamente sensual, aunque estuviese en esa época tórrida del año en que la sensualidad liberada visita preferentemente los órganos del gusto y busca la frescura. Tiene uno más sed de una naranjada, de un baño, hasta de contemplar esa luna pelada y jugosa que saciaba al cielo, que del beso de una muchacha. Pero, sin embargo, esperaba aliviarme al lado de Albertina la que, por otra parte, me recordaba la frescura de las aguas de la nostalgia que me dejarían muchos rostros encantadores (puesto que en la velada que ofrecía la princesa había tantas muchachas como señoras. Por otra parte, el de la imponente señora de Vaugoubert, borbónico y lúgubre, no ofrecía ningún atractivo).

En el Ministerio se decía, sin sombra de malignidad, que en ese matrimonio el hombre llevaba las faldas y la mujer los pantalones. Y había en ello más verdad de lo que se creía. La señora de Vaugoubert era un hombre. ¿Siempre fue así, o se había transformado en lo que veía? Poco importa, porque en uno y otro caso tiene uno que enfrentarse con uno de los milagros más conmovedores de la naturaleza y que, especialmente el segundo, hace que el reino humano se parezca al reino de las flores. En la primera hipótesis que la futura señora de Vaugoubert hubiese sido tan pesadamente hombruna, la naturaleza, con una astucia diabólica y bienhechora, da a la joven el aspecto engañador de un hombre. Y el adolescente que rehuye a las mujeres y quiere curarse, encuentra con alegría el subterfugio de descubrir una novia que parece un changador. En caso contrario, si la mujer no tiene desde el comienzo las características masculinas, las toma poco a poco, para gustar a su marido, aún inconscientemente, por esa suerte de mimetismo que hace que algunas flores adquieran el aspecto de los insectos que quieren atraer. El dolor de no ser amada, y de no ser hombre, la viriliza. Aun fuera del caso que nos ocupa, ¿quién no ha notado en qué forma las parejas más normales acaban por parecerse, a veces hasta por intercambiar sus cualidades? Un antiguo canciller alemán, el príncipe de Bülow, se había casado con una italiana. Al tiempo, notaron en el Pincio hasta qué punto el esposo germánico había adquirido la fineza italiana y la princesa italiana la rudeza alemana. Saliendo hasta un punto excéntrico de las leyes que estamos trazando, todos conocen a un eminente diplomático francés, cuyo origen no recordaba sino su nombre, uno de los más ilustres de Oriente. Al hacerse maduro, al envejecer, se reveló en él el oriental que no se sospechara nunca y al verlo lamenta uno la ausencia del fez que lo completaría.

Volviendo a costumbres muy ignoradas del embajador cuya silueta ancestralmente espesa acabamos de evocar, la señora de Vaugoubert realizaba el tipo adquirido o predestinado, cuya imagen inmortal es la Princesa Palatina, siempre en traje de montar y que, al adquirir de su marido algo más que la virilidad, al absorber los defectos de los hombres que no gustan de las mujeres, denuncia en sus cartas de mujeres las relaciones recíprocas de todos los grandes señores de la corte de Luis XIV. Una de las causas que más aumentan el aspecto masculino de mujeres como la señora de Vaugoubert es que el abandono en que las dejan sus maridos y la vergüenza que experimentan, marchitan en ellas gradualmente todo lo que es propio de la mujer. Acaban por tomar las cualidades y los defectos que el marido no tiene. Cuanto más frívolo, más afeminado, más indiscreto, se hacen ellas la efigie sin encantos de las virtudes que debía practicar el esposo.

Rastros de oprobio, aburrimiento e indignación ensombrecían el rostro regular de la señora de Vaugoubert. ¡Ay!, yo advertía que ella me consideraba con interés y curiosidad, como a uno de esos jóvenes que gustaban al señor de Vaugoubert y que tanto hubiera deseado ser hasta que al envejecer su marido prefirio la juventud. Me miraba con la atención de esos provincianos que copian en un catálogo de tienda de novedades el traje sastre tan sentador para la linda persona dibujada (en realidad, la misma en todas las páginas, pero multiplicada ilusoriamente en distintas criaturas gracias a las diferentes posturas y a la variedad de los vestidos). La atracción vegetal que impelía hacia mí a la señora de Vaugoubert era tan fuerte que llegó hasta tomarme del brazo, para que la acompañase a beber un vaso de naranjada. Pero la eludí alegando que partiría pronto, y aún no me habían presentado al dueño de casa.

No era muy grande la distancia que me separaba de la entrada de los jardines donde conversaba con algunas personas. Pero me causaba más miedo que si tuviese que exponerme a un fuego continuado para atravesarla.

Muchas mujeres por quienes me parecía que podía hacerme presentar estaban en el jardín, donde, al tiempo que fingían una exaltada admiración, no sabían qué hacer. Las fiestas de este género son en general anticipadas. No adquieren realidad sino al día siguiente en que ocupan la atención de las personas que no han sido invitadas. Cuando un verdadero escritor, desprovisto del tonto amor propio de tantos hombres de letras, lee el artículo de un crítico que siempre le ha demostrado la mayor admiración y ve citados los nombres de autores mediocres menos el suyo, no tiene tiempo de detenerse en lo que podía asombrarlo: lo reclaman sus libros. Pero una mujer de mundo no tiene nada que hacer, y al ver en el Fígaro: «Ayer el príncipe y la princesa de Guermantes han ofrecido una gran velada, etc», exclama: «¡Cómo, si hace tres días he conversado durante una hora con María Gilberte y no me dijo nada!», y se devana los sesos para saber qué les habrá hecho a los Guermantes.

Hay que decir que en lo concerniente a las fiestas de la princesa, el asombro era a veces tan grande entre los invitados como entre los que no lo habían sido. Porque estallaban las invitaciones en el momento más inesperado y convocaban a personas que la señora de Guermantes había olvidado durante años. Y casi toda la gente de sociedad es tan insignificante que cada uno de sus semejantes no tiene para juzgarlos otra medida que su amabilidad; si invitados, los quiere; si excluidos, los detesta. En cuanto a estos últimos, si a menudo, en efecto, la princesa no los invitaba aun siendo amigos, era porque temía descontentar a Palamédes, que los había excomulgado. Por donde podía estar yo seguro de que no había hablado de mí al señor de Charlus, sin lo cual no estaría ahí. Se había acodado ahora frente al jardín, al lado del embajador de Alemania, en la rampa de la escalera grande que conducía a la casa, de manera que los invitados, a pesar de las tres o cuatro admiradoras que se agruparan alrededor del barón ocultándolo casi, se veían obligados a saludarlo. Él contestaba llamando a la gente por su nombre. Y se oía sucesivamente: «Buenas noches, señor de Hazay. Buenas noches, señora de la Tour du Pin-Verclause. Buenas noches, señora de la Tour du Pin-Gouvernet. Buenas noches, Filiberto. Buenas noches mí querida embajadora, etc», lo que constituía un gañido continuo, interrumpido por recomendaciones benévolas o preguntas (cuyas respuestas no oía) y que el señor de Charlus dirigía con un tono suavizado, ficticio y benigno para demostrar indiferencia: «Tenga cuidado que la pequeña no tome frío, pues los jardines siempre son algo húmedos. Buenas noches, señora de Brantes. Buenas noches, señora de Macklemburgo. ¿Ha venido la joven? ¿Se puso su encantador vestido rosa? Buenas noches, Saint-Géran». Es verdad que en esa actitud había orgullo; el señor de Charlus sabía que era un Guermantes y que ocupaba un sitio preponderante en esa fiesta. Pero había algo más que orgullo, y esa misma palabra fiesta evocaba para el hombre con dones estéticos el sentido lujoso y curioso que puede tener si esta fiesta se ofrece, no en casa de gente de mundo, sino en un cuadro de Carpaccio o del Veronés. Es más probable todavía que un príncipe alemán como el señor de Charlus debía representarse mejor la fiesta que se desarrolla en Tannhauser y a él mismo como el margrave, teniendo a la entrada de la Warburg una buena palabra condescendiente para cada invitado, mientras que su desagotamiento en el castillo o el parque es saludado por la larga frase cien veces confesada de la famosa «Marcha».

Debía decidirme, sin embargo. Reconocía, es verdad, bajo los árboles, mujeres con las que estaba más o menos relacionado; pero parecían transformadas porque estaban en casa de la princesa y no en casa de su prima, y no las veía sentadas ante un plato de porcelana de Sajonia, sino bajo las ramas de un castaño. A nada contribuía la elegancia del medio. Aunque hubiese sido infinitamente menor que en casa de «Oriana», en mí existía la misma turbación. Todo parece transformado si la electricidad llega a apagarse en nuestro salón y debe uno reemplazarla con candiles de aceite. La señora de Souvré me arrancó a mi incertidumbre. «Buenas noches dijo acercándoseme: ¿Hace mucho que no vio a la duquesa de Guermantes?». Era muy diestra en dar a ese género de frases una entonación que probaba que no las decía por pura tontería, como la gente que por no saber de qué hablar lo aborda a uno mil veces citando una relación común, y a menudo muy vaga. Tuvo, al contrario, un fino hilo conductor en la mirada, que significaba: «No crea que no lo reconocí. Usted es el joven a quien vi en casa de la duquesa de Guermantes. Lo recuerdo muy bien». Desgraciadamente, la protección que tendía sobre mí esa frase de apariencia estúpida y de intención delicada era extremadamente frágil y se desvaneció en cuanto quise usarla. La señora de Souvré tenía el arte, si se trataba de apoyar una solicitud junto a algún poderoso, de aparentar, a la vez, recomendarlo, a los ojos del solicitante y no recomendarlo a los ojos del personaje, de modo que ese gesto de doble sentido le abría un crédito de gratitud hacia este último sin crearle ningún débito con el otro. Alentado por las buenas disposiciones de esa señora para pedirle que me presentara al señor de Guermantes, aprovechó un momento en que las miradas del dueño de casa no se dirigían hacia nosotros, me tomó maternalmente por los hombros y sonriendo hacia el rostro del príncipe que no podía verla, me empujó hacia él con un movimiento pretendidamente protector y voluntariamente ineficaz que casi me detiene en mi punto de partida. Así es la cobardía de la gente de mundo.

La de una señora que vino a saludarme llamándome por mi nombre, fue mayor aún. Yo trataba de ubicar el suyo mientras le hablaba; recordaba perfectamente haber cenado con ella y hasta recordaba las palabras que me dijera. Pero mi atención tensa hacia la región interior de esos recuerdos suyos, no podía descubrir su nombre. Ahí estaba, sin embargo. Mi pensamiento inició con él algo así como una especie de juego para atrapar sus contornos, la letra con que empezaba e iluminarlo por fin completamente. Era trabajo perdido; advertía más o menos su masa, su peso, pero en cuanto a sus formas, las confrontaba con el tenebroso cautivo acurrucado en la noche interior y me decía: No es eso. En verdad mi espíritu podía crear los nombres más difíciles. Por desgracia, no tenía que crear, sino reproducir. Toda acción del espíritu es fácil si no está sometida a lo real. Ahí estaba obligado a someterme. Por fin, apareció el nombre de golpe: «Señora de Arpajon». Hago mal al decir que vino, porque no se me apareció, creo, en una propulsión propia. No pienso tampoco que los livianos y numerosos recuerdos que se referían a esa señora y a los que no dejaba de pedir que me ayudaran (con exhortaciones como esta: «Veamos, es esa señora amiga de la señora de Souvré, que siente por Víctor Hugo una tan cándida admiración, mezclada con tanto espanto y horror»), no creo que todos esos recuerdos revoloteando entre mi nombre y yo sirvieran para sacarlo a flote. En esa enorme «escondida» que se juega en la memoria cuando uno quiere encontrar un nombre, no hay una serie de aproximaciones graduadas. No se ve nada, y de golpe aparece el nombre exacto y muy diferente de lo que creía adivinarse. Él no vino a nosotros. No; más bien creo que a medida que vivimos, pasamos nuestro tiempo alejándonos de la zona en que un nombre es perceptible, y por un ejercicio de mi voluntad y de mi atención que aumentaba la agudeza de mi mirada interior atravesé de golpe la semioscuridad y vi con claridad. En todo caso, si hay transiciones entre el olvido y el recuerdo, esas transiciones son inconscientes. Porque los nombres de etapa por los que pasamos, antes de encontrar el verdadero, son falsos y no nos acercan a él para nada. No son ni siquiera nombres, hablando con propiedad, sino a menudo simples consonantes, que no vuelven a encontrarse en el nombre hallado. Por otra parte, ese trabajo del espíritu que pasa de la nada a la realidad es tan misterioso que después de todo es posible que esas consonantes falsas sean muletas previas torpemente extendidas para ayudarnos a atrapar el nombre exacto. «Todo lo cual dirá el lector no nos hace saber nada acerca de la falta de complacencia de esa señora; pero, ya que se ha detenido usted tanto tiempo, déjeme, señor autor, que le haga perder un minuto más para decirle que es enojoso que tan joven como era usted (o como era su protagonista sí no se trata de usted) tuviese ya tan poca memoria que no recordara el nombre de una señora que conocía tanto». Es muy enojoso, en efecto, señor lector. Y más triste de lo que usted cree cuando advierte en ello el anuncio de la época en que los nombres y las palabras desaparecerán de la zona clara del pensamiento y en que uno deberá renunciar para siempre a nombrar a los que ha conocido mejor. Es enojoso, en efecto, que se requiera esa tarea desde la juventud para encontrar nombres que tan bien conoce uno. Pero si esa dolencia no se produjera más que con nombres apenas conocidos, muy naturalmente olvidados y que uno no quisiera molestarse en recordar, esa dolencia no dejaría de tener ventajas. «¿Y cuáles, se lo ruego?». ¡Eh, señor!, es que sólo el mal hace notar y aprender y permite desarmar mecanismos que sin ello no se conocería. Un hombre que cae como un plomo cada noche en su cama y no vive hasta el momento de despertar y levantarse, ese hombre ¿podrá pensar alguna vez, no ya en hacer grandes descubrimientos, sino por lo menos pequeñas observaciones acerca del sueño? Apenas sabe sí duerme. Un poco de insomnio no es inútil para apreciar el sueño y proyectar alguna luz en esa noche. Una memoria sin desfallecimientos no es un excitante demasiado poderoso para estudiar los fenómenos de la memoria. «En fin, ¿la señora de Arpajon lo presentó a usted al príncipe?». No, pero cállese usted y deje que vuelva a mi relato.

La señora de Arpajon fue aún más cobarde que la señora de Souvré, pero su cobardía, era más disculpable. Sabía que siempre había tenido poca influencia en sociedad. Esa influencia se debilitó todavía al unirse con el duque de Guermantes; el abandono de este último le asestó el último golpe. El mal humor que le provocó mi pedido de presentarme al príncipe le causó un silencio con el cual tuvo la candidez de creer que aparentaba no haber comprendido lo que le había dicho. Ni siquiera advirtió que el enojo le hacía fruncir el ceño. Quizás, al contrario, lo advirtió, no se preocupó de la contradicción y la utilizó para la lección de discreción que podía darme sin excesiva grosería; quiero decir una lección muda y no por ello menos elocuente.

Por otra parte, la señora de Arpajon estaba muy contrariada, porque se habían levantado muchas miradas hacia un balcón Renacimiento en cuyo ángulo, en lugar de las monumentales estatuas aplicadas tan a menudo por esa época, se inclinaba, no menos escultural que ellas, la magnífica duquesa de Surgis-le-Duc, que acababa de suceder a la señora de Arpajon en el corazón de Basin de Guermantes. Bajo el leve tul blanco que la resguardaba del frescor nocturno, se veía su tenso cuerpo elástico de Victoria. No tenía más que recurrir al señor de Charlus, que había vuelto a entrar en un cuarto de la planta baja que tenía acceso al jardín. Tuve oportunidad puesto que fingía estar absorto en un partido de whist[8] simulado que le permitía aparentar que no veía a la gente) de admirar la voluntaria y artística sencillez de su frac, que por insignificancias que sólo hubiera podido advertir un sastre, parecía una «Armonía» en negro y blanco de Whistler: negro, blanco y rojo, más bien, porque el señor de Charlus llevaba la cruz de esmalte blanco, rojo y negro, de Caballero de la Orden religiosa de Malta, colgada de un amplio cordón sobre la pechera de su traje. En ese momento interrumpió el partido del barón la señora de Gallardon acompañada por su sobrino, el vizconde de Courvoisier, joven de buena estampa y aspecto impertinente: «Primo —dijo la señora de Gallardon—, permítame que le presente a mi sobrino Adalberto. Adalberto, ya sabes, el famoso tío Palamédes, de quien siempre oyes hablar». «Buenas noches, señora de Gallardon», contestó el señor de Charlus. Y agregó sin siquiera mirar al joven: «Buenas noches, señor», con aspecto enfurruñado y una voz tan violentamente descortés, que dejó estupefactos a todos. Quizás, como el señor de Charlus sabía que la señora de Gallardon tenía dudas acerca de sus costumbres y no pudo resistir en una oportunidad al placer de una alusión, le interesaba cortar de raíz todo lo que ella hubiera supuesto acerca de una amable acogida a su sobrino, al mismo tiempo que profesaba una sonora indiferencia en cuanto a los jóvenes; quizás no había supuesto que dicho Adalberto contestara las palabras de su tía con expresión lo bastante respetuosa; quizás, deseando entrar más tarde en la lid con tan agradable primo, quisiera darse las ventajas de una agresión previa, como los soberanos que antes de entablar una acción diplomática la apoyan con una acción militar.

No era tan difícil como lo creía que el señor de Charlus accediese a mi solicitud de presentación. Por una parte, en el curso de esos últimos veinte años, ese Don Quijote combatió contra tantos molinos de viento (a menudo parientes que pretendía se habían portado mal con él), prohibió con tanta frecuencia «como alguien imposible de recibir» que invitaran a los de tal o cual de los Guermantes, que estos empezaban a temer disgustarse con todas las personas que querían y privarse hasta su muerte del trato de, algunos recién llegados que deseaban conocer, si se solidarizaban con los rencores detonantes e inexplicables de un cuñado o un primo que deseaba que por él abandonase uno mujer, hermano e hijos. Más inteligente que los restantes Guermantes, el señor de Charlus advertía que ya no se consideraban sus exclusiones sino una de cada dos veces, y anticipándose al porvenir, temiendo que llegase el día en que fuese de él de quien llegaran a privarse, comenzó a hacer la parte del fuego, y rebajar sus precios, como se dice. Además, si tenía la facultad de dar durante meses y años una vida idéntica a un ser odiado y no toleraba que se le dirigiera una invitación y pelearía antes como un changador Con una reina, ya que no tomaba en cuenta la calidad de lo que le presentaba obstáculos; en cambio, tenía demasiado frecuentes explosiones de ira para que no fuesen bastante fragmentarias. «¡Imbécil, malvado, pícaro! Vamos a colocarlo en su lugar, barrerlo hasta la cloaca donde desgraciadamente no será inofensivo para la salud de la ciudad», aullaba aun solo en su casa, leyendo una carta que consideraba irreverente o recordando un concepto que se le había hecho conocer. Pero una nueva cólera contra un segundo imbécil disipaba la otra, y a poco que el primero se mostrase cortés, olvidaba la crisis ocasionada por él, ya que no había durado lo bastante para tener donde asentar un fondo de odio. Por lo tanto, quizás yo hubiese logrado éxito con él a pesar de su mal humor en mi contra cuando le pedí que me presentara al príncipe, de no habérseme ocurrido la desgraciada idea de agregar por escrúpulos y para que no pudiese suponerme la falta de delicadeza de haber entrado accidentalmente con él para quedarme: «Usted sabe que los conozco muy bien; la princesa ha sido muy amable conmigo». «Y bien, si los conoce, ¿para qué necesita que lo presente?», me contestó con tono tajante; y dándome la espalda, volvió a su fingida partida con el nuncio, el embajador de Alemania y un personaje que yo no conocía.

Entonces desde el fondo de esos jardines, en donde antaño el duque de Aiguillon criaba animales raros, llegó hasta mí, a través de las puertas abiertas de par en par, el rumor de un resoplido que parecía aspirar tantas elegancias y no quería perder nada de ellas. El ruido se acercó y me dirigí al azar en su dirección, tanto que las buenas noches fueron susurradas en mis oídos por el señor de Bréauté, no como el sonido herrumbroso y mellado de un cuchillo que se asienta para afilarlo, todavía menos como el grito del jabato, devastador de tierras cultivadas, sino como la voz de un posible salvador. Menos poderoso que la señora de Souvré, pero menos fundamentalmente atacado que ella de inservicialidad, mucho más a sus anchas con el príncipe que la señora de Arpajon, haciéndose quizás ilusiones sobre mi situación en el medio de los Guermantes o conociéndola quizás mejor que yo mismo, tuve, sin embargo, durante los primeros segundos, alguna dificultad en captar su atención, porque con las aletas estremecidas de su nariz y las narices dilatadas, hacía frente a todos lados, asestando curiosamente su monóculo, como si se hallara en presencia de quinientas obras de arte. Pero al oír mí solicitud, la acogió con satisfacción, me condujo hacia el príncipe y me presentó a él, con expresión golosa, ceremoniosa y vulgar, como si le hubiera alcanzado, recomendándoselas un plato de masas. Así como la acogida del duque de Guermantes era, amable cuando lo quería, llena de camaradería, cordial y familiar, así me pareció la del príncipe, acompasada, solemne y altanera. Me sonrió apenas y me llamó gravemente «Señor». Había oído decir a menudo que el duque se burlaba del énfasis de su primo. Pero a sus primeras palabras, que por la frialdad y la seriedad contrastaban por entero con el lenguaje de Basin, comprendí en seguida que el hombre fundamentalmente desdeñoso era el duque, que desde la primera visita le hablaba a uno de «par a compañero» y que, entre ambos primos, el verdaderamente sencillo era el príncipe. Encontré en su reserva un sentimiento más grande, no diré de igualdad, porque no se concebiría, para él al menos, la consideración que puede concedérsele a un inferior, como sucede en todos los medios fuertemente jerarquizados, en los Tribunales, por ejemplo; en una Facultad, donde un procurador general o un «decano» conscientes de su alto cargo ocultan más sencillez efectiva y cuanto más se los conoce más bondad, verdadera sencillez y cordialidad en su altanería tradicional que algunos más modernos en la afectación trivial de la ligera camaradería. «¿Piensa usted seguir la carrera de su señor padre?», me dijo con expresión distante pero atenta. Contesté lacónicamente a su pregunta, comprendiendo que no me la había planteado sino por buena voluntad, y me alejé para dejar que recibiera a los recién llegados.

Lo vi a Swann y quise hablarle, pero en ese momento advertí que el príncipe de Guermantes, en lugar de recibir ahí mismo los saludos del marido de Odette, lo había arrastrado enseguida al fondo del jardín con la potencia de una bomba aspirante y según ciertas personas, «para ponerlo en la calle».

Distraído de tal modo en sociedad que sólo supe al cabo de dos días y por los diarios que una orquesta checa había tocado toda la noche y que minuto a minuto se habían sucedidos los fuegos de bengala, encontré alguna facultad de atención pensando ir a ver el célebre surtidor de Hubert Robert.

En un claro formado por bellos árboles de los que algunos eran tan antiguos como él, plantado aparte, se lo veía de lejos, esbelto, inmóvil, endurecido, sin dejar que la brisa agitara otra cosa que el más leve sobrante de su penacho pálido y estremecido. El siglo XVIII había depurado la elegancia de sus líneas; pero, al fijar el estilo de su chorro, parecía haber detenido su vida; a esa distancia se tenía una sensación de arte antes que una sensación de agua. La misma nube húmeda que se amontonaba perpetuamente en su cima conservaba un carácter de época, como los que se reúnen en el cielo alrededor de los palacios de Versalles. Pero al acercarse advertía uno que a tiempo que respetaban, como las piedras de un palacio antiguo, el dibujo trazado previamente, eran aguas siempre renovadas las que al abalanzarse y al querer obedecer las antiguas órdenes del arquitecto, no las cumplían con exactitud, sino que parecían violarlas, y sólo sus mil brincos podían dar a la distancia la impresión de un solo impulso. Este, en realidad, se interrumpía tantas veces cuantas se desparramaba la caída, aun cuando de lejos me había parecido inflexible y denso, con una continuidad sin lagunas. Un poco más cerca, se veía que esa continuidad, en apariencia completamente lineal, se aseguraba, en todos los puntos de la ascensión del chorro y en todas partes donde pudiera haberse quebrado, por la entrada en línea, con la continuación lateral de un chorro paralelo que subía más alto que el primero y relevado él mismo, a una altura mayor, pero ya fatigosa para él, por un tercero. De cerca, caían sin fuerza gotas de la columna de agua, cruzando al paso a sus hermanas que ascendían y a veces, desgarradas y atrapadas en un remolino del aire turbado por ese surgir sin tregua, flotaban antes de naufragar en el estanque. Contrariándose por sus vacilaciones, con su trayecto inverso y esfumando con su blando vapor la rectitud y la tensión de ese tallo, que soportaba una nube oblonga formada por mil gotitas, pero aparentemente pintada de un color pardo dorado e inmutable que subía, intangible, inmóvil, impulsado y rápido, para sumarse a las nubes del cielo. Desgraciadamente, bastaba un golpe de viento para tirarlo oblicuamente al suelo; a veces hasta u simple, chorro desobediente divergía y mojara hasta los tuétanos de no conservarse a una respetuosa distancia a la muchedumbre imprudente y contemplativa.

Uno de esos pequeños accidentes que no se producían más que cuando se levantaba brisa, fue bastante desagradable. Habían hecho creer a la señora de Arpajon que el duque de Guermantes que en realidad no había llegado todavía estaba con la señora de Surgis en las galerías de mármol rosado a las que se tenía acceso por la doble columnata cavada en el interior y que se levantaba desde el brocal del estanque. En momentos en que la señora de Arpajon se dirigía a una de las columnas, un fuerte golpe de brisa cálida torció el chorro de agua e inundó tan completamente a la hermosa señora que, chorreando agua desde el escote hasta el interior de su vestido, la empapó como si la hubieran sumergido en un baño. Entonces, no lejos de ella, un gruñir escandido retumbó lo bastante fuerte como para hacerse oír por un ejército entero y, sin embargo, prolongado por períodos, como si se dirigiese no al conjunto, sino sucesivamente a cada parte de las tropas; era el gran duque Vladimiro, que se reía con toda el alma al ver la ducha de la señora de Arpajon, uno de las cosas más alegres, gustaba decir luego, a las que asistiera en toda su vida. Como algunas personas caritativas hiciesen notar al moscovita que una palabra suya de condolencia sería quizás merecida y le daría un gusto a esa mujer que a pesar de sus cuarenta años bien cumplidos, y esponjándose con su echarpe, sin pedirle ayuda a nadie, se sacudía el agua que salpicaba maliciosamente el brocal de la fuente de taza, el gran duque, que tenía buen corazón, creyó que debía obedecer, y apenas apaciguados los últimos redobles militares de la risa, se oyó un nuevo tronar, más violento aún que el otro. «¡Bravo, vieja!», exclamó aplaudiendo como en un teatro. A la señora de Arpajon no le agradó que se alabara su destreza a expensas de su juventud. Y como alguien le decía, ensordecido por el ruido del agua que dominaba, sin embargo, el trueno de monseñor: «Creo que Su Alteza Imperial le ha dicho algo». «No contestó, era a la señora de Souvré». Yo atravesé los jardines y volví a subir la escalera, donde en ausencia del príncipe, que se apartara con Swann, la muchedumbre de los invitados engrosaba en torno al señor de Charlus, lo mismo que cuando Luis XIV no estaba en Versalles se reunía más gente en lo de Monsieur[9] hermano. El barón me detuvo al paso mientras que detrás de mí dos señoras y un joven se aproximaban para saludarlo. «Es agradable verlo por aquí», me dijo, extendiéndome la mano. «Buenas noches, señora de la Trémoïlle; buenas noches, mi querida Herminia». Pero sin duda lo que me había dicho acerca de su papel de jefe en la casa de Guermantes le daba deseos de aparentar satisfacción respecto a lo que le disgustaba, aunque no pudiera impedirlo, a lo que su impertinencia de gran señor y su alegría de histérico dieron inmediatamente una forma de excesiva ironía: «Es amable —repuso—, pero es especialmente muy gracioso». Y se puso a lanzar carcajadas que parecían comprobar a la vez su alegría y la impotencia de la palabra humana para expresarla. Mientras algunas personas, que sabían cómo era simultáneamente de acceso difícil y listo para «salidas» insolentes, se aproximaban con curiosidad y un apresuramiento casi indecente, y por poco se ponían a correr. «Vamos, no se enoje me dijo tocándome suavemente el hombro, ya sabe que lo quiero mucho. Buenas noches, Antioche; buenas noches, Luis Renato. ¿Fue a ver el surtidor? —me preguntó en un tono más afirmativo que interrogador. ¿Es muy lindo, verdad? Maravilloso. Podía ser mejor, naturalmente, si se suprimieran algunas cosas, y entonces no habría nada semejante en toda Francia. Pero así como está, ya figura entre las cosas mejores. Bréauté le dirá que fue un error colocarle lamparitas para tratar de hacer olvidar que a él se le ocurrió esa idea absurda. Pero, en resumen, no ha conseguido afearlo del todo. Es mucho más difícil desfigurar una obra maestra que crearla. Sospechábamos, por otra parte, que Bréauté era menos talentoso que Hubert Robert».

Volví a ocupar la fila de visitantes que entraban en la casa. «¿Hace tiempo que no ve a mi deliciosa prima Oriana?», me preguntó la princesa, que había desocupado su sillón de la entrada muy poco antes y con la que volvía a los salones. «Debe venir esta noche; la he visto esta tarde —agregó la dueña de casa—. Me lo prometió. Creo, por otra parte, que cena usted con nosotras en casa de la reina de Italia, el jueves, en la Embajada. Estarán todas las Altezas posibles, va a ser muy intimidador». No podían intimidar de ninguna manera a la princesa de Guermantes, ya que abundaban en sus salones y decía: «Mis pequeños Cobourg», como si dijese: «Mis perritos». Por eso la señora de Guermantes dijo: «Va a ser muy intimidador», por simple tontería, que entre la gente de mundo triunfa hasta de la vanidad. Con respecto a su propia genealogía, sabía menos que un suplente de historia. En lo que concernía a sus relaciones, se empeñaba en demostrar que conocía sus sobrenombres. Al preguntarme si cenaba la semana siguiente en casa de la marquesa de la Pommeliére, que a menudo llamaban «la Manzana», la princesa obtuvo de mí una respuesta negativa, y calló por algunos instantes. Luego, sin ningún otro motivo que una exhibición voluntaria de erudición involuntaria, de trivialidad y conformismo con el espíritu general, agregó: «¡Es una mujer bastante agradable, esta Manzana!».

Mientras la princesa conversaba conmigo, entraban precisamente el duque y la duquesa de Guermantes. Pero no pude de primera intención salir a su encuentro, porque me aprisionó al paso la embajadora de Turquía, quien, señalándome a la dueña de casa, que acababa de dejar, exclamó, tomándome del brazo: «¡Ah, qué mujer deliciosa la princesa! ¡Qué ser superior a todos! Me parece que si yo fuera hombre agregó con un poco de bajeza y sensualidad orientales consagraría mi vida a esta criatura celestial». Le contesté que, efectivamente, me parecía encantadora, pero que conocía más a su prima la duquesa. «Pero no hay ninguna relación me dijo la embajadora. Oriana es una encantadora mujer de mundo, que extrae su ingenio de Mémé y de Babal, mientras que María Gilberte es alguien».

Nunca me gustó mucho que me digan, así, sin réplica, lo que debo pensar de la gente que conozco. Y no había ningún motivo para que la embajadora de Turquía tuviese acerca del valor de la duquesa de Guermantes, un juicio más seguro que el mío.

Por otra parte, lo que justificaba asimismo mi fastidio contra la embajadora, es que los defectos de un simple conocido y hasta de un amigo son para nosotros verdaderos venenos contra los que estamos felizmente «mitridatizados».

Pero, sin el menor despliegue de comparación científica, y sin hablar de anafilaxia, digamos que en el seno de nuestras relaciones amistosas o puramente mundanas hay una hostilidad momentáneamente curada, pero recurrente por exceso. Habitualmente poco se sufre de esos venenos mientras la gente siga siendo «natural». Al decir «Babal» y «Mémé», para designar a gente que no conocía, la embajadora de Turquía suspendía los efectos de la «mitridatización» que habitualmente me la hacía tolerable. Me fastidiaba, lo que era tanto más injusto cuanto que no hablaba así para que la supusieran intima de Mémé, sino a causa de una instrucción apresurada que le hacía nombrar a esos nobles señores de acuerdo con lo que creía una costumbre del país. Había hecho sus cursos en pocos meses, sin pasar por pruebas exigentes. Pero, al reflexionar, yo le encontraba otro motivo al disgusto de quedarme con la embajadora. No hacía tanto tiempo que en casa de Oriana esta misma personalidad diplomática me dijera, con un aspecto fundado y serio, que la princesa de Guermantes le resultaba francamente antipática. Creí conveniente no insistir en ese cambio de frente: la habría traído la invitación a la fiesta de esa noche. La embajadora era perfectamente sincera al decirme que la princesa de Guermantes era una criatura sublime. Lo había pensado siempre. Pero, como no la invitaron nunca hasta entonces a casa de la princesa, había creído que debía dar a ese género de no-invitación, la apariencia de una abstención voluntaria por principios. Ahora que había sido convidada y verosímilmente seguiría siéndolo, podía expresar libremente su simpatía. Para explicar las tres cuartas partes de las opiniones que uno tiene de la gente, no se necesita llegar hasta el despecho amoroso o la exclusión del poder político. El juicio sigue siendo incierto: lo determina el rechazo o la llegada de una invitación. Por otra parte, la embajadora de Turquía «hacía bien», como decía la baronesa de Guermantes, que pasó revista conmigo a los salones. Era sobre todo muy útil. Las verdaderas estrellas del mundo están cansadas de aparecer. El que siente curiosidad por verlas debe emigrar a menudo a otro hemisferio, donde están más o menos solas. Pero las mujeres semejantes a la embajadora otomana, muy recientes en la sociedad, no dejan de brillar, por así decirlo, en todas partes a la vez. Son útiles en esas especies de representaciones que se llaman una reunión o una velada y a las que se harían arrastrar moribundas antes que dejar de asistir. Son las figurantas con las que siempre se puede contar, deseosas de no faltar a una sola fiesta. Por eso los jóvenes tontos, ignorando que se trata de estrellas falsas, ven en ellas a las reinas de lo chic, aunque necesitarían una lección para explicarles en virtud de qué motivos la señora Standish, ignorada por ellos y que pinta cojines lejos del mundo, es por lo menos tan gran señora como la duquesa de Doudeauville.

En la vida habitual, los ojos de la duquesa de Guermantes eran distraídos y un poco melancólicos: sólo los encendía una llama de ingenio cuando tenía que saludar a un amigo; absolutamente como si hubiese sido un rasgo de ingenio, alguna salida encantadora, un placer para delicados, cuyo gusto coloco una expresión de fineza y alegría en el rostro del entendido. Pero en las grandes veladas, como tenía que saludar mucho, le hubiese parecido cansador apagar la luz cada vez y después de cada saludo. Como un entendido en literatura que va al teatro para ver una novedad de uno de los maestros de la escena, y está seguro de no pasar una mala noche, ajusta ya —mientras entrega sus cosas a la acomodadora— sus labios para una sonrisa sagaz y aviva su mirada para una maliciosa aprobación; así, desde su llegada la duquesa iluminaba para toda la noche. Y mientras entregaba su tapado de fiesta, de un magnífico rojo Tiépolo, que dejaba ver una verdadera canga de rubíes que le aprisionaba el cuello, después de echar sobre su vestido esa última mirada rápida, minuciosa y completa de costurera de una mujer de mundo, Oriana aseguró el brillo de sus ojos no menos que el de sus otras joyas. Algunas «buenas lenguas» como el señor de Janville se precipitaron inútilmente sobre el duque para impedirle la entrada: «¿Pero usted ignora, acaso, que el pobre Mama está en artículo de muerte? Acaban de administrarle los óleos». «Ya lo sé, ya lo sé contestó el señor de Guermantes empujando al fastidioso para entrar. El viático le produjo el mejor efecto», agregó sonriendo de placer al pensar tan sólo en la sala de baile a la que había decidido no faltar después de la velada del príncipe. «No queríamos que se supiese que habíamos entrado», me dijo la duquesa. No sabía que la princesa invalidara de antemano esas palabras al contarme que había visto a su prima un instante y que le prometiera asistir. El duque, después de una larga mirada con la que agobió a su mujer durante cinco minutos: «He contado sus dudas a Oriana». Ahora, al ver que carecían de fundamentos y no tenía que hacer ningún movimiento para tratar de disiparlas, las declaró absurdas y me hizo largas bromas. «Vaya idea, creer que no lo habían invitado… Y además estaba yo. ¿Usted cree que no podría haberlo hecho invitar a casa de mi prima?». Debo decir que con posterioridad hizo por mí cosas mucho más difíciles; sin embargo, evité interpretar sus palabras en el sentido de que había sido demasiado reservado. Comencé a conocer el exacto valor del lenguaje verbal o mudo de la amabilidad aristocrática, amabilidad que se alegra al echar un bálsamo sobre el sentimiento de inferioridad de aquellos a cuyo respecto se ejerce, pero no hasta el punto de disiparlo, sin embargo, porque en ese caso ya no tendría razón de ser. «Pero usted es nuestro igual, si no mejor», parecían decir en todas sus acciones los Guermantes; y lo decían de la manera más gentil que se pueda imaginar para que los amen y admiren, pero no para que los crean; el que se revelase el carácter ficticio de esa amabilidad, es lo que ellos llamaban ser bien educados; creer verdadera la amabilidad era la mala educación. Recibí, por otra parte, poco después, una lección que terminó de enseñarme con la más completa exactitud la extensión y los límites de ciertas formas de la amabilidad aristocrática. Fue durante una velada vespertina ofrecida por la duquesa de Montmorency en honor de la reina de Inglaterra; se formó una especie de pequeño cortejo para ir a la mesa, y la soberana marchaba a la cabeza dándole el brazo al duque de Guermantes. Llegué en ese momento. Con su mano libre, el duque me hizo por lo menos a cuarenta metros de distancia mil señales de llamado y amistad que parecían significar que podía aproximarme sin temor, que no me comerían crudo en lugar de los sándwiches. Pero yo, que empezaba a perfeccionarme en el lenguaje de las cortes, en lugar de acercarme un solo paso, me incliné profundamente a cuarenta metros de distancia, pero sin sonreír, como lo hubiera hecho ante alguien que apenas conociera, y luego continué mi camino en sentido opuesto. Los Guermantes me honraron más por ese saludo que si hubiese escrito una obra maestra. No sólo no pasó inadvertido a los ojos del duque, que ese día, sin embargo, tuvo que contestar a más de quinientas personas, sino a los de la duquesa, que al encontrar a mi madre se lo contó, cuidándose mucho de decirle que estaba equivocado y que debía haberme acercado. Le dijo que su marido se había maravillado por mi saludo y que era imposible darle un mayor contenido. No dejaron de buscarle todas las cualidades a ese saludo, sin mencionar, sin embargo, la que pareció más preciosa, es decir, que habla sido discreto, y no dejaron tampoco de hacerme alabanzas, por lo que comprendí que no era tanto una recompensa por el pasado que una indicación para el futuro, a la manera de aquella que proporciona delicadamente a sus alumnos el director de un establecimiento educativo: «No olviden, queridos niños, que esos premios no son tanto para ustedes como para sus padres; para que los manden de nuevo el año que viene». Así es cómo la señora de Marsantes, cuando entraba en su medio alguien de un mundo distinto, alababa en su presencia a la gente discreta «que uno encuentra cuando la busca y que se hace olvidar el resto del tiempo», de la misma manera que uno le avisa en forma indirecta, a un sirviente que huele mal y que el uso de los baños es perfecto para la salud.

Mientras conversaba con la señora de Guermantes, antes de abandonar el vestíbulo, oí una voz de tal modo que en lo sucesivo podía distinguirla sin error posible. Era, en el caso particular, la del señor de Vaugoubert hablando con el señor de Charlus. Un clínico no necesita que el enfermo levante su camisa ni le haga oír su respiración; le basta la voz. ¡Cuántas veces más tarde me sorprendió en un salón la entonación o la risa de un hombre que, sin embargo, copiaba exactamente el lenguaje de su profesión o los modales de su medio, afectando una distinción severa o una grosería familiar, pero cuya voz falsa bastaba para hacerme saber: «Es un Charlus» para mi oído adiestrado como el diapasón de un afinador! En ese momento pasó el personal integro de una embajada, que saludó al señor de Charlus. Aunque mi descubrimiento de la enfermedad en cuestión sólo provenía del mismo día (al advertir al señor de Charlus y a Jupien), no hubiese necesitado plantear preguntas ni auscultar para emitir un diagnóstico. Pero el señor, de Vaugoubert me pareció inseguro al hablar con el señor de Charlus. Sin embargo, debió saber a qué atenerse después de las dudas de la adolescencia. El invertido se cree único en su especie en el universo; sólo más tarde se imagina nueva exageración que la única excepción es el hombre normal. Pero ambicioso y timorato, el señor de Vaugoubert no se entregaba desde hacía mucho tiempo a lo que para él hubiera sido el placer. La carrera diplomática tuvo sobre su vida el efecto de un ingreso en las órdenes. Combinada con la asiduidad a la Escuela de Ciencias Políticas, se había dedicado desde los veinte años a la castidad del cristiano. De esa manera, como cada sentido pierde fuerza y vivacidad y se atrofia cuando está en desuso, el señor de Vaugoubert perdió la perspicacia especial que rara vez le fallaba al señor de Charlus, lo mismo que el hombre civilizado que ya no es capaz de los ejercicios de fuerza y de la fineza de oído del hombre de las cavernas; y en las mesas oficiales, ya sea en París, ya sea en el extranjero, el ministro plenipotenciario no reconocía a aquellos que bajo el disfraz del uniforme eran en el fondo sus semejantes. Algunos nombres que pronunció el señor de Charlus, indignado si lo citaban por sus gustos, pero siempre divertido al difundir los ajenos, causaron al señor de Vaugoubert un delicioso asombro. No es que pensase aprovechar ninguna oportunidad después de tantos años. Pero esas revelaciones rápidas, semejantes a las que en las tragedias de Racine hacen saber a Atalía y a Abner que Joas pertenece a la raza de David; que Ester, sentada bajo la púrpura, tiene padres judíos, al cambiar el aspecto de la legación de X… o tal o cual servicio del Ministerio de Relaciones Exteriores, hacían a esos palacios tan misteriosos retrospectivamente como el templo de Jerusalén o la sala del Trono de Susa. En cuanto a esa embajada, cuyo personal joven vino íntegramente a darle la mano al señor de Charlus, el señor de Vaugoubert tomó la expresión maravillada de Elisa cuando exclama en Esther:

Ciel!, quel nombreux essaim d’innocentes beautés

S’offre à mes yeux en foule et sort de tous côtés!

Quelle aimable pudeur sur leur visage est peinte![10]

Luego, deseando tener más «informes», echó sonriendo al señor de Charlus una mirada tontamente interrogadora y concupiscente: «Vamos, se entiende», dijo el señor de Charlus con el aspecto docto de un erudito que habla con un ignorante. Al punto el señor de Vaugoubert (lo que fastidio enormemente al señor de Charlus) ya no pudo apartar los ojos de esos jóvenes secretarios que el embajador de X… en Francia, viejo recidivista, no había elegido al azar. El señor de Vaugoubert se callaba; yo veía únicamente sus miradas. Pero, acostumbrado desde mi infancia a prestar aún a lo mudo el lenguaje de los clásicos, le hacía decir a los ojos del señor de Vaugoubert los versos con los que Ester explica a Elisa que Mardoqueo ha insistido, por fidelidad a su religión, en colocar junto a la reina sólo a muchachas que pertenezcan a ella.

Cependant son amour pour notre nation

A peuplé ce palais de filles de Sion,

Jeunes et tendres fleurs par le sort agitées,

Sous un ciel étranger comme moi transplantées

Dans un lieu séparé de profanes témoins,

Il (l’excellent ambassadeur) met à les former son étude et ses soins.[11]

Por fin el señor de Vaugoubert habló de otra manera que con sus miradas. «¡Quién sabe dijo con melancolía si en el país dónde resido existe el mismo asunto!». «Es probable contestó el señor de Charlus, comenzando por el rey Teodosio, aunque no sé nada positivo acerca de él». «¡Oh! No». «Entonces no se debe aparentarlo hasta ese punto. Y tiene modales modositos. Tiene el estilo “querida mía”, el estilo que más odio. No me atrevería a andar con él por la calle. Además, debe conocerlo usted por lo que es, es más conocido que la ruda». «Usted se equivoca completamente con él. Es encantador, por otra parte. El día que se firmó el tratado con Francia, el rey me abrazó. Nunca, sentí mayor emoción». «Era el momento de decirle lo que usted deseaba». «¡Oh, Dios mío! ¡Qué horror! Si solamente hubiese una sospecha. Pero nada temo a ese respecto». Palabras que oí porque no estaba muy lejos y que me hicieron recitar mentalmente:

Le Roi jusqu’à ce jour ignore qui je suis,

Et ce secret toujours tient ma langue enchaînée.[12]

Ese diálogo, a medias silencioso y a medias hablado, duró pocos instantes, y apenas había dado algunos pasos por los salones con la duquesa de Guermantes, la detuvo una señora, pequeña, morocha y extremadamente bonita:

«Quiero hablar con usted. D’Annunzio la ha visto desde un palco y escribió una carta a la princesa de T… donde le dice que nunca vio nada tan hermoso. Daría toda su vida por diez minutos de conversación con usted. De cualquier modo, aunque usted no pueda o no quiera, la carta está en mi poder. Tendría que fijarme usted una cita. Hay cosas secretas que no puedo decirle aquí. Veo que no me reconoce agregó, dirigiéndose a mí; lo he conocido en casa de la princesa de Parma (a cuya casa nunca había ido). El emperador de Rusia quisiera que enviaran a su padre a Petersburgo. Si pudiera venir el martes, justamente ese día estará Isvolski y podría hablar con usted. Tengo que hacerle un regalo, querida agregó volviéndose a la duquesa, que no le haría a nadie sino a usted. Los manuscritos de tres piezas de Ibsen que me mandó con su anciano enfermero. Guardaré una y le daré las dos restantes».

El duque de Guermantes no estaba encantado de esos ofrecimientos. Ignoraba a ciencia cierta si Ibsen o D’Annunzio estaban muertos o vivos; ya veía a escritores y dramaturgos que visitaban a su mujer y la hacían figurar en sus obras. La gente de sociedad se representa habitualmente a los libros como una especie de cubo, una de cuyas caras está levantada, de manera que el autor se apresura para «hacer entrar» a las personas que encuentra. Lo que es evidentemente desleal y por eso se trata de gente de poca monta. Cierto que no sería aburrido verlos «al pasar», porque gracias a ellos, si uno lee un libro o un artículo, conoce «el dorso de los naipes» y se pueden «quitar las máscaras». A pesar de todo, lo más juicioso consiste en atenerse a los autores muertos. Al señor de Guermantes sólo le parecía «perfectamente conveniente» el caballero que escribía la sección necrológica del Gaulois. Ese por lo menos se contentaba con citar el nombre del señor de Guermantes entre las personas advertidas especialmente en los entierros donde figuraba inscripto el duque. Cuando este último prefería que no figurase su nombre, en lugar de inscribirse, enviaba una carta de condolencia a la familia del difunto dándole seguridades acerca de sus sentimientos particularmente tristes. Si esa familia insertaba en el diario: «entre las cartas recibidas citemos la del duque de Guermantes, etc», no era culpa del cronista, sino del hijo, hermano o padre de la difunta que el duque calificaba de arribistas y con quienes decidía en lo sucesivo no tener más relaciones (lo que él llamaba, por no conocer con precisión el sentido de las locuciones, tener que discutir con alguien). Así es como los nombres de Ibsen y de D’Annunzio y su supervivencia insegura hicieron fruncir el ceño al duque, que aún no estaba lo suficientemente lejos de nosotros como para no haber oído las distintas amabilidades de la señora Timoléon d’Amoncourt. Era una mujer encantadora, con un ingenio y una belleza tan agradables que uno solo de ellos le hubiese bastado para gustar. Pero, nacida fuera del medio en que ahora vivía, no había deseado primero más que un salón literario, y amiga sucesivamente de ninguna manera amante, ya que sus costumbres eran muy puras y exclusivamente de cada gran escritor que le daba todos sus manuscritos y le dedicaba libros, se introdujo por azar en el barrio de Saint-Germain, para lo que le fueron útiles esos privilegios literarios. Tenía ahora una situación como para no prodigar más encantos que los que derramaba su presencia. Pero, acostumbrada ya a las maniobras, a los manejos y a prestar servicios, continuaba haciéndolo, aunque ya no le fuese necesario. Siempre tenía un secreto de Estado para revelarle a uno, un potentado que presentarle, la acuarela de algún maestro para ofrecerle. Es verdad que había en todos esos atractivos inútiles una parte de mentira, pero hacían de su existencia una comedia de reluciente complicación y era exacto que tenía el poder de nombrar prefectos y generales.

Mientras caminaba a mi lado, la duquesa de Guermantes dejaba flotar delante de sí la luz azulada de sus ojos, pero vagamente, con el objeto de evitar a aquella gente cuyo trato no le interesaba y cuyo escollo amenazador adivinaba de lejos. Avanzábamos entre una doble fila de invitados que, al saber que nunca conocerían a Oriana, querían por lo menos enseñársela como curiosidad a su mujer: «Ursula, pronto, pronto, venga a ver a la señora de Guermantes, que conversa con ese joven». Y se advertía que por poco se trepaban a una silla para verla mejor, como en el desfile del 14 de Julio o el Gran Premio. Y no es que la duquesa de Guermantes tuviese un salón más aristocrático que su prima. Frecuentaban la casa de la primera personas que la segunda nunca habría querido invitar, sobre todo por su marido. Nunca recibiría a la señora de Alfonso de Rothschild, intima amiga de la señora de la Trémoïlle y de la señora de Sagan, como la misma Oriana, que la frecuentaba mucho. Lo mismo sucedía con el barón de Hirsch, que el príncipe de Gales había llevado a su casa, pero no a la de la princesa, a quien hubiera disgustado, y lo mismo con algunas grandes notabilidades bonapartistas y aun republicanas que interesaban mas a la duquesa, pero que el príncipe, convencido realista, no quería recibir. Su antisemitismo, que también provenía de principios, no se doblegaba ante ninguna elegancia por acreditada que fuese, y si recibía a Swann, su amigo de siempre era, por otra parte, el único de los Guermantes que lo llamase Swann y no Carlos, es porque sabía que la abuela de Swann, protestante casada con un judío, había sido la querida del duque de Berri, y trataba de creer, a veces, en la leyenda que suponía al padre de Swann hijo natural del príncipe. Según esa hipótesis, por otra parte falsa, Swann, hijo de un católico, hijo él mismo de un Borbón y de una católica, era completamente cristiano.

«¿Cómo? ¿No conoce usted esos esplendores?», me dijo la duquesa hablándome de la casa en donde estábamos. Pero, después de haber exaltado el palacio de su prima, agregó presurosa que prefería mil veces su humilde casucha. «Esto es admirable para hacer visitas. Pero me moriría de pena sí tuviese que acostarme en esos cuartos donde han pasado tantos acontecimientos históricos. Tendría la impresión de haberme quedado después de la clausura o haber sido olvidada en el castillo de Blois, de Fontainebleau, hasta en el Louvre y como único recurso contra la tristeza asegurarme que estoy en el cuarto donde ha sido asesinado Monaldeschi. Como calmante es insuficiente. Vamos, ahí está la señora de Saint-Euverte. Hemos cenado con ella hace un rato. Supuse que ya se había acostado, ya que mañana realiza su gran aparato anual. Pero no puede fallar una fiesta. Si esta tuviera lugar en el campo, treparía a una carreta con tal de no perderla».

En realidad, la señora de Saint-Euverte había asistido esa noche no tanto por el placer de no faltar a una fiesta ajena como para asegurar su propio éxito, reclutar los últimos adherentes y en cierto modo pasar revista in extremis a las tropas que al día siguiente evolucionarían brillantemente en su garden-party. Porque desde hacía muchos años, los invitados de las fiestas de Saint-Euverte ya no eran en lo mínimo los mismos de antes. Las notabilidades femeninas del medio Guermantes, entonces tan dispersas, habían traído poco a poco a sus amigas, colmadas de cortesías por la dueña de la casa. Al mismo tiempo, con un trabajo paralelamente progresivo, pero en sentido inverso, la señora de Saint-Euverte redujo de año en año el número de personas desconocidas para el mundo elegante. Habían dejado de ver a una y luego a otra. Durante algún tiempo funcionó el sistema de las «hornadas», que permitía, gracias a algunas fiestas silenciadas, invitar a los reprobados para que se divirtiesen entre ellos, lo que evitaba invitarlos con la gente bien. ¿De qué podían quejarse? ¿No tenían acaso panem et circenses[13]) masas y un hermoso programa musical? Por ello, en cierto modo simétricamente con las dos duquesas exiladas que, al debutar el salón Saint-Euverte, sostenían como dos cariátides su techo vacilante, en los últimos años ya no se vio incorporadas a la buena sociedad más que a dos personas heterogéneas: la vieja señora de Cambremer y la esposa con hermosa voz de un arquitecto, a la que a menudo debía pedírsele que cantara. Pero como no conocían ya a nadie en lo de la señora de Saint-Euverte, lamentando a las compañeras perdidas y advirtiendo que molestaban, parecían a punto de morirse de frío como dos golondrinas que no han emigrado a tiempo. Por eso no las invitaron al año siguiente; la señora de Franquetot ensayó un trámite a favor de su prima, a quien tanto gustaba la música. Pero, como no pudo obtener una respuesta más explícita que esas palabras: «Pero uno puede siempre oír música, si le gusta; no tiene nada de malo», a la señora de Cambremer no le pareció esa invitación lo suficientemente insistente, y se abstuvo.

Con tal transmutación operada por la señora de Saint-Euverte, de un salón de leprosos a un salón de grandes señoras (la última forma que tomara, en apariencia ultraelegante), podía uno extrañarse que quien daba al día siguiente la fiesta más brillante de la estación necesitase dirigir antes un supremo llamado a sus ejércitos. Pero es que la preeminencia del salón Saint-Euverte no existía más que para aquellos cuya vida social sólo consiste en leer los resúmenes de las veladas y las fiestas en el Gaulois o el Fígaro, sin asistir jamás a ninguna. Para esos mundanos que no ven otro mundo que el del diario, la enumeración de las embajadoras de Inglaterra, Austria, etc., de las duquesas de Uzés, de la Trémoïlle, etc., bastaba para imaginarse de buenas ganas el salón Saint-Euverte como el primero de París, aunque era uno de los últimos. Y no es que engañaran las crónicas. En su mayor parte, las personas nombradas estuvieron presentes. Pero cada una había asistido a raíz de imploraciones, cortesías y favores y con la sensación de honrar infinitamente a la señora de Saint-Euverte. Semejantes salones, más rehuidos que codiciados y a los que uno va, por decirlo así, como de encargo, no ilusionan más que a las lectoras de Mundanidades. No identifican una fiesta verdaderamente elegante, aquella en que la dueña de casa puede reunir todas las duquesas, las que arden en deseos de estar entre «los elegidos» y hacen omitir el nombre de sus invitados en el diario. Por eso, tales mujeres, que desconocen o desdeñan el poder que actualmente adquirió la publicidad, son elegantes para la reina de España, pero desconocidas por la muchedumbre, porque la primera sabe y la segunda ignora de quiénes se trata.

La señora de Saint-Euverte no era una mujer de esas, y como buena cosechadora venía a recoger para el día siguiente todo lo que invitara antes. El señor de Charlus no estaba; siempre había rehusado ir a su casa. Pero estaba disgustado con tanta gente que la señora de Saint-Euverte podía colocarlo a cuenta de su carácter.

En verdad que si ahí no estuviese más que Oriana, la señora de Saint-Euverte podía no haberse molestado, ya que la invitación había sido hecha de viva voz y aceptada, por otra parte, con esa encantadora y engañadora buena voluntad en la que se especializan los académicos de cuya casa salen enternecidos los candidatos y sin dudar que pueden contar con sus votos. Pero ella no estaba sola. ¿Iría el príncipe de Agrigéne? ¿Y la señora de Durfort? Por eso, para cuidar su cosecha, la señora de Saint-Euverte creyó más expeditivo trasladarse personalmente, insinuante con unos, imperativa con los otros; a todos les anunciaba con medias palabras inimaginables diversiones que ya no volverían a verse, y a cada cual le prometía que encontraría en su casa a la persona que deseaba o al personaje necesario. Y esa especie de función que investía una vez al año como algunas magistraturas del mundo antiguo de persona que al día siguiente ofrecería el «garden-party» más considerable, le confería una autoridad momentánea. Sus listas estaban ya hechas y cerradas, de manera que al recorrer los salones de la princesa para decir sucesivamente a cada oído: «No me olvidará usted mañana», tenía la gloria efímera de desviar los ojos, sonriendo, si advertía a una fea que debía evitar o algún hidalgüelo que una camaradería de colegio había admitido en lo de «Gilbert», y cuya presencia nada agregaría a su «garden-party». Prefería no hablarle, para poder decir luego: «Hice mis invitaciones verbalmente, y por desgracia no lo he encontrado». Así ella, simple Saint-Euverte, efectuaba con sus ojos escrutadores una selección en la velada de la princesa. Y se creía, al obrar así, una verdadera duquesa de Guermantes.

Hay que decir que esta no tenía en la medida que lo creyera uno, la libertad de sus saludos ni sus sonrisas. Por una parte, sin duda, cuando los rechazaba, lo hacía voluntariamente: «Pero me fastidia decía; ¿acaso tendré que hablarle de su velada durante una hora?».

Se vio pasar a una duquesa muy morena, exilada por su fealdad, su tontería y ciertas desviaciones de su conducta, no de la sociedad, pero sí de algunas intimidades elegantes. «¡Ah! —susurró la señora de Guermantes con el golpe de vista exacto y desengañado del entendido a quien le enseñan una joya falsa—, ¡pensar que recibo a eso aquí!». Sólo al ver a la dama semiaveriada, cuyo rostro sobrecargaban excesivos lunares con pelos negros, la señora de Guermantes cotizaba el mediocre valor de esa velada. Había sido cortés, pero interrumpió todas las relaciones con esa señora; no contestó a su saludo sino con una inclinación de cabeza de lo más seca. «No comprendo me dijo disculpándose cómo María Gilberte nos invita junto con toda esta morralla. Puede decirse que los hay de todas las parroquias. Estaba mucho mejor en casa de Melania Pourtalés. Ella invitaba al Santo Sínodo y al Templo del Oratorio, si le gustaba; pero por lo menos no nos invitaban esos días». Pero casi todo era por timidez, por temor a una escena con su marido, que no quería que recibiera a artistas, etc. («María-Gilbert» protegía a muchos de ellos; había que cuidarse de que no lo abordara a uno alguna ilustre cantatriz alemana); por cierto temor también con respecto al nacionalismo, al que, aunque detentara, como el señor de Charlus, el espíritu de los Guermantes, despreciaba desde el punto de vista mundano (ahora preferían, para glorificar al estado mayor, a un general plebeyo antes que a algunos duques); pero al que, sin embargo, como se sabía tan cotizada como mal pensada, hacía amplias concesiones, hasta llegar a temer estrecharle la mano a Swann en ese ambiente antisemita. A ese respecto pronto se tranquilizó al saber que el príncipe no había dejado entrar a Swann y tuviera con él algo así como un altercado. No arriesgaba una conversación pública con el pobre Carlos, al que prefería querer en privado. «¿Quién será esta otra?», preguntó la señora de Guermantes al ver a una señora pequeña, con aspecto algo extraño y un vestido negro tan sencillo que parecía una pobrecita, que le hacían ella y su marido un gran saludo. No la reconoció, y como tenía a veces esas insolencias, se irguió ofendida y miró sin contestar, con expresión de asombro: «¿Quién es esa persona, Basin?», inquirió extrañada, mientras el señor de Guermantes, para reparar la descortesía de Oriana, saludaba a la señora y le daba la mano al marido. «Pero es la señora de Chaussepierre; usted ha sido muy descortés». «No sé qué es Chaussepierre». «El sobrino de la vieja Chanlivault». «No conozco nada de eso. ¿Quién es la mujer? ¿Por qué me saluda?». «Pero usted los conoce perfectamente; es la hija de la señora de Charleval, Enriqueta Montmorency». «¡Ah!, pero conocí mucho a su madre; era encantadora y muy ingeniosa. ¿Por qué se ha casado con toda esa gente que no conozco? ¿Dice usted que se llama señora de Chaussepierre?», dijo deletreando esa última palabra interrogativamente y como si temiera equivocarse. El duque la miró con dureza. «No es tan ridículo como usted supone llamarse Chaussepierre. El viejo Chaussepierre era hermano de la Charleval ya nombrada, de la señora de Sennecour y de la vizcondesa du Merlerault. Son gente muy bien». «¡Ah!, basta exclamó la duquesa, que como los domadores, nunca quería parecer intimidada por las miradas devoradoras de la fiera. Basin, me hace usted reír. No sé de dónde ha sacado esos nombres, pero lo felicito. Si ignoraba a Chaussepierre, he leído a Balzac, no es usted el único, y hasta he leído a Labiche. Aprecio a Chanlivault y no odio a Charleval, pero confieso que du Merlerault es la obra maestra. Por otra parte, confesemos que Chaussepierre tampoco está mal. Usted los ha coleccionado; no es posible de otro modo. Usted, que quiere escribir un libro, me dijo, tendría que recordar: dar a Charleval y a du Merlerault. No encontrará nada mejor». «Se hará procesar, es muy sencillo, e irá a parar a la cárcel; lo aconseja muy mal, Oriana». «Espero para su bien que tenga a su disposición personas más jóvenes si desea malos consejos, y sobre todo si quiere seguirlos. ¡Pero si quiere solamente escribir un libro!». Bastante lejos de nosotros, una maravillosa y altiva mujer joven se destacaba suavemente en un vestido blanco, de tul y brillantes. La señora de Guermantes la miró mientras hablaba ante todo un grupo atraído por su gracia. «Su hermana es en todos lados la más hermosa; esta noche está encantadora», le dijo mientras tomaba una silla, al príncipe de Chimay, que pasaba. El coronel de Froberville (cuyo tío era general del mismo nombre) vino a sentarse a nuestro lado, así como el señor de Bréauté, mientras que el señor de Vaugoubert, contoneándose (por un exceso de cortesía que conservaba hasta para jugar al tennis y con la que, a fuerza de pedir permiso a los personajes notables antes de alcanzar la pelota, hacía perder inevitablemente el partido a su bando), volvía junto al señor de Charlus (hasta entonces casi envuelto en la inmensa pollera de la condesa de Molé, que hacía profesión de admirar entre todas las mujeres) y por casualidad, en el momento en que saludaban al barón varios miembros de una nueva misión diplomática en París. Al ver a un joven secretario de aspecto particularmente inteligente, el señor de Vaugoubert fijó sobre el señor de Charlus una sonrisa en la que florecía visiblemente una sola pregunta. El señor de Charlus hubiera comprometido de buenos ganas a alguien, pero que lo comprometiera a él esa sonrisa de otro, que no podía tener sino un significado, lo sacaba de quicio. «No sé absolutamente nada; le ruego que conserve su curiosidad para usted mismo. Me dejan más que frío. Por otra parte, en ese caso particular se equivoca usted de medio a medio. Creo que ese joven es precisamente lo contrario». El señor de Charlus, irritado al haber sido denunciado por un tonto, no decía la verdad. El secretario hubiese sido una excepción en la embajada, si el barón dijese la verdad. Estaba, en efecto, compuesta por personalidades muy diferentes, algunas extremadamente mediocres, de manera que si se buscaba el motivo de la selección que se había operado en ellas, no podía descubrirse otro que la inversión. Al colocar al frente de ese pequeño Sodoma diplomático a un embajador que amaba por el contrario a las mujeres con una cómica exageración de galán de revista que hacía maniobrar a reglamento su batallón de disfrazados, parecía haberse seguido la ley de los contrastes. A pesar de lo que tenía a la vista, no creía en la inversión. Dio de ello una prueba inmediata al casar a su hermana con un encargado de negocios a quien suponía equivocadamente mujeriego. Desde entonces se hizo un poco molesto y pronto fue reemplazado por una nueva Excelencia que aseguró la homogeneidad del conjunto. Otras embajadas trataron de rivalizar con ella, pero no pudieron disputarle el premio (como en el concurso general, en que siempre lo obtiene determinado liceo) y transcurrieron más de diez años antes de que otro le arrancase la palma funesta y marchara a la cabeza; ya se habían infiltrado algunos agregados heterogéneos en ese todo tan perfecto.

Tranquilizada acerca del temor de conversar con Swann, la señora de Guermantes no sentía sino curiosidad con respecto a la conversación que este había tenido con el dueño de casa. «¿Sabe usted a qué respecto?», preguntó el duque al señor de Bréauté. «He oído decir contestó este que se trataba de un acto corto que el escritor Bergotte hizo representar en casa de ellos. Encantador, por otra parte. Pero parece que el actor se había caracterizado como Gilbert y que, además, ese señor Bergotte lo había querido copiar efectivamente». «Vaya, me hubiera divertido verlo imitar a Gilbert», dijo la duquesa, sonriendo soñadoramente. Con respecto a esa pequeña representación —repuso el señor de Bréauté adelantando su mandíbula de roedor—, Gilbert ha pedido explicaciones a Swann, que se conformó contestando, lo que a todos les pareció muy ingenioso: «Absolutamente, no se le parece en nada: usted es mucho más ridículo. Parece, por otra parte —agregó el señor de Bréauté— que esa petipieza era encantadora. La señora de Molé estaba y se divirtió enormemente». «¿Cómo, la señora de Molé los frecuenta?, dijo la duquesa asombrada». «¡Ah!, Mémé debe de haberlo arreglado. Es lo que siempre acaba por suceder con esos lugares. Un buen día empiezan a frecuentarlos todos, y yo, que me he excluido voluntariamente por principio, me encuentro aburrida y sola en mi rincón». A partir del relato que acababa de hacerles el señor de Bréauté, la duquesa de Guermantes (ya que no se refirió al salón de Swann por lo menos acerca de la hipótesis de encontrar a Swann dentro de un instante) había adoptado un nuevo punto de vista, como se ve. «La explicación que usted nos da dijo el coronel de Froberville al señor de Bréauté es completamente inventada. Tengo mis motivos para saberlo. El príncipe le ha promovido pura y sencillamente un altercado a Swann y le hizo saber, como decían nuestros padres, que no se enseñase más en su casa, dadas sus opiniones. Y según creo, mi tío Gilbert no sólo ha tenido mil veces razón al provocar este altercado, sino que debía haber terminado hace más de seis meses con este dreyfusista convicto».

El pobre señor de Vaugoubert, convertido esta vez, de jugador de tenis remolón, en una inerte pelota que lanza uno sin miramientos, se encontró proyectado hacia la duquesa de Guermantes, a la que presentó sus homenajes. Fue bastante mal recibido, ya que Oriana vivía convencida de que todos los diplomáticos u hombres políticos de su mundo eran unos estúpidos.

El señor de Froberville se había beneficiado forzosamente de la situación dé favor que se les había hecho poco antes a los militares en la sociedad. Desgraciadamente, si la mujer con la que se había casado era verdaderamente parienta de los Guermantes, también era cierto que lo era y muy pobre y como perdiera él mismo su fortuna, no tenían ya relaciones y eran gente que se dejaba a un lado fuera de las grandes ocasiones, cuando tenían la suerte de perder un pariente o casarlo. Entonces formaban verdaderamente parte de la comunión del gran mundo, como los católicos nominales que no se acercan al altar sino una vez por año. Su situación material pudo haber sido hasta desgraciada si la señora de Saint-Euverte, fiel al afecto por el difunto general de Froberville, no ayudara en toda forma al matrimonio, brindándoles vestidos y distracciones a las dos chiquillas. Pero el coronel, que pasaba por buen muchacho, no tenía un alma agradecida. Envidiaba los esplendores de una bienhechora que los celebraba ella misma sin tregua ni medida. El garden-party anual era para él, su mujer y sus hijos un placer maravilloso que no hubieran querido perder por todo el oro del mundo, pero un placer envenenado, por la idea de los regocijos de orgullo que extraería la señora de Saint-Euverte. El anuncio de ese garden-party en los diarios que luego, después de un relato detallado, agregaban maquiavélicamente: «Volveremos a ocuparnos de esta hermosa fiesta» y los detalles complementarios sobre los vestidos durante varios días, todo eso les producía tanto daño a los Froberville que, bastante privados de placeres y sabiendo que contaban con el de esa fiesta, llegaban hasta desear cada año que el mal tiempo entorpeciese su éxito, consultando el barómetro y anticipando con deleite una tormenta que podría hacer fracasar la fiesta.

No discutiré de política con usted, Froberville dijo el señor de Guermantes, pero, en lo que respecta a Swann, puedo decir francamente que su conducta con nosotros ha sido incalificable. Antaño bajo nuestro patrocinio y el del duque de Chartres en el mundo, me dicen que ahora es abiertamente partidario de Dreyfus.

Nunca hubiera creído eso de él; él, un gastrónomo refinado, un espíritu positivo, un coleccionista, un enamorado de los libros antiguos, socio del Jockey, un hombre rodeado de la consideración general, conocedor de buenas direcciones, que nos mandaba el mejor oporto que pueda beberse, un dilettante[14] un padre de familia. ¡Ah!, me he equivocado mucho. No hablo de mí; estamos de acuerdo en que soy un viejo tonto, cuya opinión no cuenta, una especie de andrajoso; pero, aunque no fuese más que por Oriana, no debía haberlo hecho y debió desautorizar abiertamente a los judíos y los sectarios del condenado.

«Sí, después de la amistad que siempre le ha demostrado mi mujer, debiera haberse separado repuso el duque, que consideraba evidentemente que condenar a Dreyfus por alta traición, sea cual fuere la opinión que se tuviese íntimamente acerca de su culpabilidad, constituía una especie de agradecimiento por la manera como había sido recibido en el barrio de Saint-Germain; porque, pregúntenle a Oriana: ella tenía verdadera amistad por él». La duquesa, al pensar que un tono tranquilo e ingenuo daría más valor dramático a sus palabras, dijo con una voz de colegiala, como si dejara salir simplemente la verdad de su boca y dando sólo a sus ojos una expresión algo melancólica: «Pero es verdad: no tengo ningún motivo de ocultar que sentía un verdadero afecto por Carlos». «Ahí tienen, ¿lo ven?, no la obligo a decirlo. Y después de esto lleva su ingratitud hasta ser dreyfusista».

«A propósito de dreyfusistas dije: parece que también lo es el príncipe Von». «¡Ah!, hace usted bien en hablarme de él exclamó el señor de Guermantes. Iba a olvidarme que me invitó a cenar con él el lunes. Pero, que sea dreyfusista o no, me da lo mismo, ya que es extranjero. Me importa un rábano. Aunque para un francés es otra cosa. Verdad que Swann es judío. Pero hasta ese día discúlpeme, Froberville había tenido la debilidad de creer que un judío puede ser francés; entiendo por ello un judío honorable, hombre da mundo. Swann lo era en todo el sentido de la palabra. Y bien, me obliga a reconocer que me he equivocado, ya que se hace partidario de ese Dreyfus (que, culpable o no, no forma en ningún modo de su medio y al que nunca hubiera encontrado) contra una sociedad que lo habla adoptado, que lo había tratado como a uno de los suyos. Ni qué decirlo, nos habíamos constituido todos en fiadores de Swann, hasta responder de su patriotismo como del mío. ¡Ah, qué mal nos recompensa! Confieso que nunca lo hubiera esperado de él. Lo juzgaba mejor. Tenía ingenio (en su género, se entiende). Ya sé que había cometido la locura de su vergonzoso matrimonio. Ahí tienen: ¿saben ustedes a quién causó mucha pena el matrimonio de Swann? A mi mujer. Oriana tiene a menudo lo que yo llamaría una afectación de insensibilidad. Pero en el fondo siente las cosas con una fuerza extraordinaria». La señora de Guermantes, encantada de ese análisis de su carácter, lo escuchaba modestamente, pero no decía una palabra, por escrúpulos de aceptar el elogio y sobre todo por temor a interrumpirlo. El señor de Guermantes podía hablar una hora sobre ese tema, que se hubiera movido menos que si le hubiesen hecho oír música. «Y bien, recuerdo que cuando supo el casamiento de Swann se sintió herida; le pareció mal por parte de alguien a quien habíamos demostrado tanta amistad. Ella lo quería mucho a Swann: la apenó mucho. ¿Verdad, Oriana?». La señora de Guermantes creyó que debía contestar una interpelación tan directa sobre un punto de hecho que le permitiría confirmar las alabanzas que advertía concluidas sin aparentarlo. Con tono tímido y un aire tanto más aprendido cuanto quería aparecer sentido, dijo con reservada dulzura: «Es verdad, Basin no se equivoca». «Sin embargo, no era lo mismo. ¡Qué quieren ustedes, el amor es el amor aunque en mi opinión deba permanecer dentro de ciertos límites! Lo disculparía todavía a un joven, un mocosito, que se deja llevar por utopías. Pero Swann, un hombre inteligente de probada delicadeza, un fino entendido en cuadros, un familiar del duque de Chartres, de Gilbert mismo…». El tono con que lo decía el señor de Guermantes era, por otra parte, perfectamente simpático, sin rastros de esa vulgaridad que demostraba a menudo. Hablaba con una tristeza ligeramente indignada, pero todo en él indicaba esa dulce gravedad que hace el encanto untuoso y ancho de ciertos personajes de Rembrandt, el burgomaestre Six, por ejemplo. Se advertía que la cuestión de la conducta inmoral de Swann, en el Asunto, ni siquiera se le planteaba al duque, por no ofrecer dudas; experimentaba la aflicción de un padre que ve que uno de sus hijos por cuya educación ha hecho los mayores sacrificios arruina voluntariamente la magnífica situación que le ha creado y deshonra un nombre respetado con calaveradas intolerables para los principios o los prejuicios de la familia. Es verdad que el señor de Guermantes no había manifestado antes un asombro tan profundo y tan doloroso al saber que Saint-Loup era dreyfusista. Pero primeramente consideraba a su sobrino como un joven mal encaminado y del cual nada podía asombrar hasta que hubiera sentado cabeza, en tanto que Swann era lo que el señor de Guermantes llamaba «un hombre ponderado, un hombre que tiene una posición de primer orden». Luego y por sobre todo, había pasado un tiempo bastante largo durante el cual, si, desde el punto de vista histórico, los acontecimientos parecieron justificar en parte la tesis dreyfusista, la oposición antidreyfusista duplicó su violencia y en lugar de puramente política, como era al principio, se había hecho social. Era ahora una cuestión de militarismo y patriotismo, y las olas de cólera levantadas en la sociedad habían tenido tiempo de adquirir esa fuerza que nunca tienen al comienzo de la tormenta. «Vea usted —repuso el señor de Guermantes—: aun desde el punto de vista de sus queridos judíos, ya que tiene tanto interés en sostenerlos, Swann ha cometido una tontería de alcance incalculable. Prueba que de alguna manera están obligados a prestar apoyo a alguien de su raza, aun sin conocerlo. Es un peligro público. Hemos sido evidentemente demasiado complacientes, y el error que comete Swann tendrá tanta más resonancia cuanto lo estimaban, lo recibían y era tal vez el único judío que se conocía. Uno dirá: Ab uno diste omnes[15]». (La satisfacción de haber encontrado oportunamente en su memoria una cita tan precisa iluminó con una sonrisa orgullosa la melancolía del gran señor traicionado).

Tenía muchos deseos de saber lo que sucediera exactamente entre el príncipe y Swann, y ver a este último si todavía no había dejado la fiesta. «Le diré me contestó la duquesa, a quien hablaba de ese deseo que no tengo excesivo interés en verlo, porque parece, según lo que acaban de decirme en lo de la señora Saint-Euverte, que antes de morir quisiera que yo conociera a su mujer y a su hija. ¡Dios mío!, me causa una pena infinita que esté enfermo, pero ante todo espero que no sea tan grave. Y además no es un verdadero motivo, porque de otro modo sería demasiado fácil. Un escritor sin talento no tendría más que decir: Vote por mí en la Academia, porque mi mujer va a morir y quiero darle esta última alegría. No habría más salones si uno debiese conocer a todos los moribundos. Mi cochero podría hacer valer: Mi hija está muy mal, haga que me reciba la princesa de Parma. Adoro a Carlos y me apenaría mucho rechazárselo, por eso prefiero evitar que me lo pida. Supongo de todo corazón que no está a punto de morir, como lo dice; pero, verdaderamente, si debiera suceder, no sería ese el momento indicado de conocer a esas dos criaturas que me han privado del más agradable de los amigos durante quince años, y que me dejarían plantada una vez que ni siquiera pudiera aprovechar para verlo, ya que se habría muerto».

Pero el señor de Bréauté no había dejado de rumiar el desmentido que le infligiera el coronel de Froberville. «No dudo de la exactitud de su relato, querido amigo dijo; pero tengo el mío de buena fuente. Es el príncipe de la Tour d’Auvergne quien me lo ha contado».

«Me asombra que un sabio como usted diga todavía el príncipe de la Tour d’Auvergne interrumpió el duque de Guermantes; usted sabe que no lo es en modo alguno. No hay más que un solo miembro de esa familia. Es el tío de Oriana, el duque de Bouillon».

«¿El hermano de la señora de Villeparisis? —pregunté yo, recordando que esta era una señorita de Bouillon. Perfectamente. Oriana, la señora de Lambresac la está saludando». En efecto, uno veía por momentos formarse y pasar como una estrella fugaz una débil sonrisa destinada por la duquesa de Lambresac a alguna perdona que reconocía. Pero esa sonrisa, en lugar de precisarse en una afirmación activa, en un lenguaje mudo pero claro, se ahogaba casi enseguida en una suerte de éxtasis ideal que nada distinguía, mientras que la cabeza se inclinaba en un gesto de bendición beata que recordaba al que dirige a la muchedumbre de las comulgantes, un prelado algo ablandado. La señora de Lambresac no lo era de ningún modo. Pero ya conocía yo ese género de distinción arcaica. En Combray y en París, todas las amigas de mi abuela tenían la costumbre de saludar en una reunión mundana con una expresión tan seráfica como si hubiesen advertido a algún amigo dentro de la iglesia en el momento de la Elevación, o durante un entierro, y le echaban blandamente un saludo que concluía como una plegaria. Y una frase del señor de Guermantes completaría mi acercamiento. «Pero usted ha visto al duque de Bouillon me dijo el señor de Guermantes. Acababa de salir de mi biblioteca cuando usted entraba, un señor de corta estatura y completamente canoso». Era el que yo supuse un pequeño burgués de Combray y del cual ahora, al reflexionar, desprendía un parecido con la señora de Villeparisis. La similitud de los saludos evanescentes de la duquesa de Lambresac con aquellos de los amigos de mi abuela había empezado a interesarme, enseñándome que en los medios estrechos y cerrados, pertenezcan a la pequeña burguesía o a la gran nobleza, las antiguas maneras persisten, permitiéndonos encontrar como arqueólogos lo que podía ser la educación y la porción de alma que indica en tiempos del vizconde de Arlincourt y de Loisa Puget. Mejor ahora, la perfecta conformidad de apariencia entre un pequeño burgués de Combray de su edad y el duque de Bouillon me recordaba (lo que me llamara tanto la atención cuando al ver al abuelo materno de Saint-Loup, el duque de la Fochefoucault, en un daguerrotipo en que estaba exactamente igual en aspecto y modales a mi tío abuelo) que las diferencias sociales, aun individuales, se esfuman a distancia en la uniformidad de una época. La verdad es que el parecido en los trajes y también lo que del espíritu de una época se refleja en el rostro ocupan en una persona un lugar más importante que su casta; llena una gran parte sólo en el amor propio del interesado y la imaginación de los demás; y para advertir que un gran señor de la época de Luis Felipe es menos distinto a un burgués de la época de Luis Felipe que a un gran señor del tiempo de Luis XV no se necesita recorrer las galerías del Louvre.

En ese momento un músico bávaro de largos cabellos que protegía la princesa de Guermantes saludó a Oriana. Esta contesto con una inclinación de cabeza, pero el duque, furioso al ver que su mujer saludaba a alguien que no conocía, de traza tan singular y que tanto como creía saberlo el señor de Guermantes tenía muy mala fama, se dio vuelta hacia su mujer con un aspecto interrogador y terrible, como si dijese: «¿Quién es ese ostrogodo?». La situación de la pobre señora de Guermantes era ya bastante complicada, y si el músico hubiese tenido alguna lástima por esa esposa mártir, se hubiera alejado lo antes posible. Pero ya fuese porque no deseaba soportar la humillación que acababa de serle infligida en público en medio de los más viejos amigos del círculo del duque, cuya presencia pudo haber motivado en parte su silenciosa inclinación y para demostrar que era de pleno derecho y no sin conocerla que había saludado a la señora de Guermantes, o ya porque obedeciese a la inspiración oscura e irresistible de la torpeza que lo impulsara en un momento en que debió fiarse más bien del espíritu a aplicar la letra precisa del protocolo, el músico se acercó más a la señora de Guermantes y le dijo: «Señora duquesa: quisiera solicitar el honor de serle presentado al duque». La señora de Guermantes sufría horriblemente. Pero, en fin, por más esposa engañada que fuera, era sin embargo la duquesa de Guermantes y no podía aparecer como despojada del derecho de presentarle al marido la gente que conocía. «Basin le dijo, permítame que le presente al señor d’Herweck».

«No le pregunto si irá mañana a casa de la señora de Saint-Euverte dijo el coronel de Froberville a la señora de Guermantes para disipar la penosa impresión producida por el intempestivo pedido del señor d’Herweck. Estará todo París». Mientras tanto, girando con un solo movimiento y como de una sola pieza hacia el músico indiscreto, el duque de Guermantes le hacía frente, monumental, mudo, irritado, parecido a Júpiter tonante; se quedó así inmóvil algunos segundos, con los ojos llameantes de cólera y de asombro, y los cabellos crespos que parecían salir de un cráter. Luego, como en el arrebato de un impulso que únicamente le permitía cumplir la cortesía solicitada y después de aparentar que demostraba con su actitud de desafío, a toda la concurrencia, desconocer al músico bávaro, cruzando detrás de la espalda sus dos manos enguantadas de blanco, se volcó para adelante y asestó al músico un saludo tan profundo, lleno de tanto estupor y tanta rabia, tan brusco, tan violento, que el artista, tembloroso, retrocedió inclinándose para no recibir un formidable cabezazo en el vientre. «Pero es que justamente no estaré en París» contestó la duquesa al coronel de Froberville. Le diré (lo que no debiera confesar) que he llegado a mi edad sin conocer los vitrales de Montfort-l’Amaury. Es vergonzoso, pero así es. Para reparar tan culpable ignorancia, me he prometido ir a verlos mañana. El señor de Bréauté sonrió finamente. Comprendio, en efecto, que si la duquesa había podido llegar a esa edad sin conocer los vitrales de Montfort-l’Amaury, esa visita artística no adquiría súbitamente el carácter urgente de una intervención inaplazable y hubiese podido sin peligro postergarse por veinticuatro horas, después de haber sido pospuesta más de veinticinco años. El proyecto que formara la duquesa era simplemente, el decreto lanzado a la manera de los Guermantes, que el salón de Saint-Euverte no era decididamente una casa bien, sino una casa a la que lo invitaban a uno para adornarse en el resumen del Gaulois, una casa que discernía un sello de suprema elegancia a aquellos o en todo caso, a aquella, si no fuese más que una, que no asistiera. La delicada diversión del señor de Bréauté, doblada con ese placer poético que experimentaban las gentes de mundo al ver a la señora de Guermantes haciendo cosas cuya menor situación no les permitía imitar, pero les causaba sólo al oírlas esa sonrisa del campesino atado a su gleba que ve por encima de su cabeza hombres más libres y más afortunados, ese delicado placer no tenía ninguna relación con el regocijo disimulado, pero sin tino, que experimentó enseguida el señor de Froberville.

Los esfuerzos que hacía el señor de Froberville para que no se oyese su risa, lo congestionaron como un gallo, y a pesar de eso, entrecortando sus palabras con hipos de alegría, exclamó con un tono de misericordia: «¡Oh!, pobre tía Saint-Euverte, se va a enfermar. No, la desgraciada no tendrá a su duquesa. ¡Qué golpe! Es como para reventar», agregó, desternillándose de risa. Y en su embriaguez, no podía dejar de hacer llamados con los pies y frotarse las manos. Sonriendo con un ojo y un solo ángulo de la boca al señor de Froberville, cuya intención amable apreciaba, pues le hacía menos intolerable el mortal aburrimiento, la señora de Guermantes acabó por decidirse a dejarlo.

«Escuche, me voy a ver obligada a despedirme de usted —le dijo levantándose con un aspecto de melancólica resignación, y como si eso hubiese sido para ella una desgracia. Bajo el encantamiento de sus ojos azules su voz dulcemente musical sugería la queja poética de un hada—. Basin quiere que vaya a verla a María un momento». En realidad, ya le bastaba escucharlo a Froberville, que no dejaba de envidiarla por ir a Montfort-l’Amaury, cuando ella sabía demasiado que oía hablar de esos vitrales por primera vez y que además por nada del mundo dejaría la velada de Saint-Euverte.

«Adiós. Le he hablado apenas; así es en sociedad: no nos vemos ni nos decimos lo que quisiéramos decirnos; por otra parte, lo mismo es en la vida de todas partes. Esperemos que después de la muerte las cosas vayan mejor. Por lo menos, uno no tendrá necesidad de escotarse siempre. ¿Y quién sabe? Quizás se exhiban los huesos y los gusanos para las grandes fiestas. ¿Por qué no? Mire, ahí tiene a la vieja Rampillón. ¿A usted le parece que hay mucha diferencia entre eso y un esqueleto vestido de sarao? Es verdad que tiene todos los derechos, porque cuenta por lo menos cien años. Ya era uno de los monstruos sagrados ante los que me negaba a inclinarme cuando daba mis primeros pasos por el mundo. La creía muerta desde hacía mucho tiempo; lo que, por otra parte, sería la única explicación del espectáculo que nos ofrece. Es impresionante y litúrgico. Es un “campo santo”». La duquesa había dejado a Froberville; él se acercó: «Quisiera decirle una última palabra». Un poco fastidiada: «¿Qué pasa todavía?», le dijo con altanería. Y él, temiendo que a último momento no se arrepintiese por Montfort-l’Amaury: «No me había atrevido a hablarle a causa de la señora de Saint-Euverte para no apenarla; pero, ya que no va a ir, puedo decirle que me alegré por, usted porque en su casa hay sarampión». «¡Oh, Dios mío! —dijo Oriana, que temía las enfermedades. Pero por mí no importa, ya lo tuve. No se contrae dos veces». «Los médicos lo aseguran; sin embargo, conozco gente que lo ha tenido hasta cuatro veces. En fin, está usted advertida». En cuanto a él, únicamente si tuviese en realidad ese sarampión ficticio se resignaría a no asistir a la fiesta de Saint-Euverte, tantos meses esperada. ¡Tendría el placer de ver tantas elegancias…! El placer mayor de comprobar algunas cosas fracasadas y sobre todo el de vanagloriarse mucho tiempo de haber tratado con las primeras y exagerándolas o inventándolas lamentar las segundas.

Aproveché que la duquesa cambiara de lugar para levantarme e ir al salón de fumar, a informarse de Swann. «No crea una palabra de lo que ha contado Babal me dijo ella. Nunca la pequeña Molé hubiera ida a meterse ahí adentro. Nos dicen eso para atraernos. No reciben a nadie y no los invitan en ningún lado. Él mismo lo confiesa: Nos quedamos los dos solos junto al fuego. Como dice siempre nosotros, no como el rey, pero por su mujer, no insisto. Pero estoy muy bien informada», agregó la duquesa. Ella y yo nos cruzamos con dos jóvenes cuya gran belleza difícil se originaba en la misma mujer. Eran los dos hijos de la señora de Surgis, la nueva amante del duque de Guermantes. Resplandecían con las perfecciones de su madre, pero cada cual con una distinta. Por uno había pasado, ondulante en un cuerpo viril, la real prestancia de la señora de Surgis y la misma palidez ardiente, rojiza y sagrada afluía alas mejillas marmóreas de la madre y de ese hijo; pero su hermano heredó la frente griega, la nariz perfecta, el cuello de estatua y los ojos infinitos; compuesta así por regalos diferentes que había compartido la diosa, su doble belleza ofrecía el placer abstracto de pensar que el origen de esa belleza estaba fuera de ellos; parecía que los principales atributos de su madre se habían encarnado en dos cuerpos distintos; que uno de los jóvenes era la estatura de su madre y su tez y el otro su mirada como los seres divinos que no eran más que la fuerza y la belleza de Júpiter o de Minerva. Llenos de respeto por el señor de Guermantes, de quien decían: «Es un gran amigo de nuestros padres», el mayor creyó, sin embargo, prudente no saludar a la duquesa, cuya enemistad con su madre conocía sin saber quizás el motivo, y ante nosotros desvió ligeramente la cabeza. El menor, que imitaba siempre a su hermano, porque, como era estúpido y además miope, no se atrevía a tener opinión personal, inclinó la cabeza según el mismo ángulo y se deslizaron ambos hacía la sala de juego, uno detrás dé otro, parecidos a dos figuras alegóricas.

En el momento de llegar a esa sala, me detuvo la marquesa de Citri, todavía bonita pero casi con la espuma en la boca. De bastante noble origen, había buscado y realizado una unión brillante al casarse con el señor de Citri, cuya tatarabuela era Aumale-Lorraine. Pero, apenas experimentó esa satisfacción, su carácter negativo la había asqueado de la gente del gran mundo de una manera que no excluía en absoluto la vida mundana. No sólo se burlaba de todos en una velada, sino que esa burla tenía algo tan violento que ni siquiera la risa resultaba bastante áspera y se transformaba en un silbido gutural: «¡Ah! —me dijo señalándome a la duquesa de Guermantes, que acababa de dejarme y que ya estaba un poco lejos—, lo que me voltea es que pueda llevar esa vida». ¿Esas palabras eran de una santa furibunda que se asombra porque los gentiles no acuden espontáneamente a la verdad o de un anarquista con apetencia de carnicería? En todo caso, su apóstrofe se justificaba lo menos posible. En primer lugar, «la vida que llevaba» la señora de Guermantes se distinguía muy poco (salvo la indignación) de la de la señora de Citri. La señora de Citri se asombraba al ver que la duquesa era capaz de ese sacrificio mortal: asistir a una velada de María-Gilbert. Hay que decir en este caso particular que la señora de Citri quería mucho a la princesa; que, en efecto, era muy buena y que sabía que le causaba un gran placer al asistir a su velada. Por eso había desechado, para asistir a esa fiesta, a una bailarina a quien le suponía genio y que debía iniciarla en los misterios de la coreografía rusa. Otra razón que quitaba algún valor a la rabia concentrada que experimentaba la señora de Citri al ver que Oriana saludaba a tal o cual invitado es que la señora de Guermantes, aunque en un estado mucho menos avanzado, presentaba los síntomas del mal que causaba estragos a la señora de Citri. Por otra parte, ya se ha visto que ella llevaba los gérmenes del nacimiento. En fin, más inteligente que la señora de Citri, la señora de Guermantes hubiera tenido más derechos que ella a ese nihilismo (que no era solamente mundano), pero es verdad que algunas cualidades ayudan más bien a soportar los defectos del prójimo de lo que contribuyen a hacer os sufrir; y un hombre de gran talento prestará habitualmente menos atención a la tontería de los demás que un tonto. Hemos descrito bastante detalladamente el estilo de espíritu de la duquesa para ponernos de acuerdo en que si nada tenía en común con una alta inteligencia, era por lo menos espíritu, un espíritu diestro en utilizar (como un traductor) distintas formas de sintaxis. Y nada semejante parecía calificar a la señora de Citri para despreciar cualidades tan similares a las suyas. Todos le parecían idiotas, pero en su conversación y en sus cartas se mostraba más bien inferior a la gente que trataba con tanto desprecio. Tenía, por otra parte, tanta necesidad de destrucción que cuando hubo más o menos renunciado al mundo, los placeres que buscara entonces soportaron uno tras otro su terrible poder disolvente. Después de haber cambiado las veladas por sesiones musicales, se puso a decir: «¿A usted le gusta oír música? ¡Ah, Dios mío!, depende de los momentos. ¡Pero qué fastidioso puede llegar a ser! ¡Ah, Beethoven, un aburrimiento!». En cuanto a Wagner, a Franck y Debussy, ni siquiera se tomaba el trabajo de decir «un aburrimiento», sino que se conformaba con pasarse la mano como un barbero por el rostro[16].

Pronto todo le resultó fastidioso. ¡Son tan aburridas las cosas lindas!… ¡Ah, los cuadros, como para enloquecerlo a uno! «¡Cuánta razón tiene usted! ¡Es tan aburrido escribir cartas!…». Finalmente, fue la vida misma a la que trató como cosa insoportable, sin que se supiera dónde había tomado sus términos de comparación.

No sé si por lo que la duquesa de Guermantes había dicho de esa pieza la primera noche que yo cené en su casa, pero la sala de juego o de fumar, con su embaldosado ilustrado, sus trípodes, sus figuras de dioses y de animales que lo miraban a uno, las esfinges alargadas en los brazos de los asientos, y sobre todo la inmensa mesa de mármol o de mosaico esmaltado, cubierta de signos simbólicos, más o menos imitados del arte etrusco y egipcio; esa sala de juegos me dio la sensación de una verdadera cámara mágica. Y, en un asiento cerca de la mesa deslumbrante y augural, el señor de Charlus, que no tocaba ninguna carta, insensible a lo que sucedía a su alrededor, incapaz de advertir que yo acababa de entrar, parecía precisamente un mago que concentraba todo el poder de su voluntad y de su razonamiento para sacar un horóscopo. Además de salírsele los ojos de la cabeza, como a una Pitia sobre su trípode, para que nada lo distrajese de los trabajos que exigía la cesación de los movimientos más simples había depositado junto a sí el cigarro que tenía un rato antes en la boca ya que carecía de la libertad de espíritu necesaria para fumar, como un calculador que no quiere nada mientras no ha resuelto su problema. Al advertir las dos divinidades acurrucadas que tenía en sus brazos el sillón colocado frente a él, pudo creerse que el barón trataba de descubrir el enigma de la esfinge si no hubiese sido más bien la de un joven y viviente Edipo, sentado precisamente en ese sillón en que se había instalado para jugar. Y la figura a la que el señor de Charlus dedicaba con tal aplicación todas sus facultades del espíritu y que no eran a la verdad las que uno estudia de costumbre «more geométrico[17]», era la que le proponían las líneas de la cara del joven marqués de Surgis; a tal punto el señor de Charius estaba absorto frente a ella, que parecía algún acertijo, alguna adivinanza, algún problema de álgebra cuyo enigma hubiera tratado de atravesar, o hallar su fórmula. Delante de él, los signos sibilinos y las figuras inscriptas en esa tabla de la Ley parecían el grimorio[18] que permitiría al viejo brujo saber en qué sentido se orientaban los destinos del joven. De pronto, al advertir que yo lo miraba, levantó la cabeza como quien sale de un sueño y me sonrió, ruborizándose. En ese momento el otro hijo de la señora de Surgis vino a mirar las cartas, junto al que estaba jugando. Cuando el señor de Charlus supo por mí que eran hermanos, su rostro no pudo disimular la admiración que le inspiraba una familia creadora de obras maestras tan espléndidas y tan diferentes. Y lo que algo hubiese agregado al entusiasmo del barón sería saber que los dos hijos de la señora de Surgis-le-Duc no sólo eran de la misma madre, sino del mismo padre. Los hijos de Júpiter son disímiles[19], pero eso es porque primero se casó con Metis, en cuyo destino estaba dar a luz hijitos juiciosos, luego Temis y después Eurínomo y Mnemosina y Leto, y sólo en último término Juno. Pero de un único padre la señora de Surgis había hecho nacer dos hijos que recibieron su belleza de ella, aunque dos bellezas distintas.

Tuve por fin ese placer de ver penetrar a Swann en esa pieza, muy grande, tanto que no me vio de entrada. Placer mezclado cuya tristeza, con una tristeza que no experimentaban quizás los otros invitados, pero que en ellos consistía en esa especie de fascinación que ejercen las formas inesperadas y singulares de una muerte próxima, de una muerte que ya se tiene, como dice el pueblo, impresa en el rostro. Y es con un estupor casi descortés, donde había alguna indiscreta curiosidad, crueldad y un retorno a un tiempo quieto y preocupado, (mezcla a la vez de suave mari magno[20] y de memento quia pulvis[21], como hubiese dicho Roberto), que todas las miradas se adhirieron a ese rostro con las mejillas roídas por la enfermedad como una luna menguante que, salvo desde cierto ángulo, sin duda los mismos desde el cual se contemplaba Swann, giraba en círculo como una escenografía inconsistente al que sólo una ilusión óptica consigue dar una apariencia de espesor ya sea por la ausencia de esas mejillas que ya no estaban ahí para disminuirlo, ya sea que la arteriosclerosis que también es una intoxicación lo enrojeciese como la embriaguez o lo deformase como la morfina, la nariz de Polichinela de Swann, largo tiempo reabsorbida en un rostro agradable, parecía ahora enorme, tumefacta, encarnada, más bien la de un viejo hebreo que la de un curioso Valois. Por otra parte, quizás en esos últimos días la raza acusaba más el tipo físico que la caracteriza al mismo tiempo que el sentimiento de una solidaridad moral con los demás judíos, solidaridad que Swann parecía haber olvidado toda su vida y que, injertadas unas en otras, habían despertado la enfermedad mortal, el asunto Dreyfus y la propaganda antisemita. Hay algunos judíos muy finos, sin embargo, y delicados mundanos en los que permanecen en reserva y entre bastidores un grosero y un profeta para hacer su entrada a una hora dada en su vida, como en una pieza teatral. Swann había llegado a la hora del profeta. Es verdad, había cambiado mucho con su rostro del que desaparecieran segmentos enteros bajo la acción de la enfermedad, como un bloque de hielo que se derrite y del que caen trozos íntegros. Pero no podía dejar de llamarme mucho más la atención cómo había cambiado a mi respecto. No podía llegar a comprender cómo pude despistar antes a ese hombre excelente, cultivado, que estaba muy lejos de fastidiarme cuando lo encontraba, con tal misterio que su aparición en los Campos Elíseos me hacía latir el corazón a punto que me avergonzara acercarme a su esclavina forrada de seda y no llamaba a la puerta del departamento donde vivía semejante ser sin que me sobrecogiesen una turbación y un espanto infinitos; todo eso había desaparecido no sólo de su vida, sino de su persona, y la idea de conversar con él podía serme o no agradable, pero no afectaba a mi sistema nervioso.

Y cómo había cambiado desde esa misma tarde en que lo encontrara. Después de todo, algunas horas antes en el despacho del duque de Guermantes. ¿Habría tenido verdaderamente una escena con el príncipe que lo trastornara? El supuesto no era necesario. Los menores esfuerzos que se le exigen a alguien muy enfermo se le convierten pronto en un agotamiento excesivo. Por poco que lo expongan, ya cansado, al calor de una velada se descompone su aspecto y se torna azulado como lo hace en menos de un día una pera demasiado madura o la leche a punto de cortarse. Además, la cabellera de Swann raleaba por zonas, y, como decía la señora de Guermantes, necesitaba el peletero; parecía alcanforada y mal alcanforada iba a atravesar el salón de fumar para hablar a Swann cuando una mano se desplomó sobre mis hombros:

«Buenas noches, muchacho; me quedo en París un par de días. He pasado por tu casa y me han dicho que estabas aquí, de manera que mi tía te debe el honor de mi presencia en su fiesta». Era Saint-Loup. Le dije qué hermosa me parecía la vivienda. «Sí, resulta bastante monumento histórico». «A mí me parece insoportable. No nos acerquemos a mi tío Palamédes porque si no nos va a tragar. Como la señora Molé (porque ella es la que domina en ese momento) acaba de partir, está completamente desamparado. Parece que era un verdadero espectáculo: no la ha dejado ni un paso; apenas la abandonó al dejarla instalada en el coche. No le guardo rencor a mi tío; sólo que me parece gracioso que mi consejo de familia, que se ha mostrado siempre tan severo conmigo, esté compuesto precisamente por los parientes que han hecho más francachelas, comenzando por el más calavera de todos, mi tío Charlus, que es mi tutor en segundo término, que ha tenido tantas mujeres como don Juan y que a su edad todavía no desensilla. En cierto momento se trató de nombrarme un consejo judicial. Pienso que cuando se reunían todos esos viejos andariegos para estudiar el caso y me llamaban para dictarme un curso de moral, lo que apenaba a mi madre, no debían mirarse sin reír. Examinarás la composición del Consejo; parecería que eligieron ex profeso los que levantaron más polleras». Dejando a un lado al señor de Charlus, a cuyo respecto el asombro de mi amigo no me parecía mucho más justificado, pero por otras razones que debían luego modificarse en mi espíritu, Roberto hacía muy mal al extrañarse porque a un joven le dieran lecciones de moral parientes que han hecho locuras o las siguen haciendo.