Los hoteles de lujo no formaban parte de su experiencia de primera mano. Hasta ahora, ella nunca había entrado en el Ritz Carlton. Lo más cerca que había estado del gran hotel era cuando caminaba por el paseo marítimo. Ahora, se encontraba en el recibidor de una gran suite de habitaciones, sentada en una butaca que casi la envolvía por completo. Estaba asustada, pero no había vuelta atrás. Estaba temblando, doblando y desdoblando su deshilachada bufanda.
Era ama de casa y en verano trabajaba en la lavandería de una pensión. Se sentía fuera de lugar y se notaba que estaba nerviosa. Tenía la cara enrojecida, sudaba, y cuando se percató de que su vestido y el jersey estaban rotos, se sintió todavía más cohibida. Solo con un gran esfuerzo pudo controlar el pánico y el impulso de salir corriendo. Pero no podía irse. Louis Kessel le había dicho que el señor Johnson la atendería en un momento y que tenía que esperar. No podía salir ahora; sería embarazoso y, lo que era peor, podría ofender al señor Johnson. Si no fuera porque era invierno, y si no hubiera tenido tantas facturas por pagar, nunca habría sido capaz de animarse lo suficiente para venir en primer lugar. Pero no tenía elección; su marido había metido la pata y ella estaba desesperada por sacar a su familia adelante.
Louis Kessel apareció por segunda vez y le hizo una señal. Ella le siguió sin saber muy bien qué esperar. Cuando entró en el salón del señor Johnson, él le dio la mano y la saludó calurosamente. Habían pasado varios años desde que lo había conocido, en el velatorio de su padre, pero Johnson la recordaba y la llamó por su nombre. Estaba vestido con un elegante juego de albornoz y zapatillas y le preguntó qué podía hacer por ella. Al instante, su ansiedad se desvaneció. En una rápida sucesión de palabras, ella le contó cómo su marido había perdido el sueldo entero la noche anterior en una de las salas de juego locales. Su marido era ayudante de panadero y, durante los meses de invierno, los únicos ingresos de la familia eran los 37 dólares semanales que él ganaba. Insistió una y otra vez en el tema de todas las facturas y en que el carnicero ya no le daba más crédito. Johnson escuchó atentamente y, cuando ella hubo terminado, sacó un billete de cien dólares de su bolsillo y se lo entregó. Sobrecogida por la alegría, ella le dio las gracias repetidas veces hasta que él insistió en que lo dejara. Louis Kessel le hizo una señal, y añadió que había un coche esperando en la calle para llevarla a casa. Cuando salió, Johnson le prometió que se le negaría la entrada a su marido en todas las salas de la ciudad donde se jugara a dados y cartas. Le insistió en que regresara a verle si alguna vez volvía a tener problemas.
Enoch «Nucky» Johnson personifica como ningún otro la época previa a los casinos de Atlantic City. Para hacernos una idea cabal de cómo es este destino turístico en la actualidad, primero tenemos que comprender el reino de Nucky. El poder de Johnson tocó techo, al igual que la popularidad de su ciudad, durante la época de la Ley Seca, entre 1920 y 1933. En cuanto al alcohol ilegal, probablemente no había ningún lugar en el país donde se vendiera con tanto desparpajo como en la ciudad de Nucky. Era casi como si la noticia de la Ley Volstead nunca hubiera llegado a Atlantic City. Durante la Prohibición, Nucky participaba en los juegos de poder del Partido Republicano a la vez que desempeñaba un papel importante en el mundo del crimen organizado. Se desenvolvía como pez en el agua tanto con presidentes como con matones de la mafia. Sin embargo, para los residentes de Atlantic City Johnson no era en absoluto un mafioso. Era su héroe, la personificación de las cualidades que habían convertido su ciudad en un éxito.
Originalmente, Atlantic City fue concebida como un pueblo con playa por un doctor que esperaba construir un balneario para gente acomodada, pero no tardó en convertirse en un ostentoso y estridente destino de vacaciones para la clase trabajadora. Era un lugar al que la gente venía para escaparse de las reglas habituales, puesto que aquí no se aplicaban. Atlantic City floreció porque daba a sus visitantes lo que pedían: una fiesta desinhibida a un precio razonable.
En la memoria popular, que muchos consideran auténtica, Atlantic City figura como un elegante balneario para los ricos, comparable a Newport. Semejante idea es pura fantasía. En la época de su auge, Atlantic City era un destino turístico para los trabajadores de las fábricas de Filadelfia. El balneario era popular entre las personas que solo podían permitirse un día o dos de estancia. Estos humildes trabajadores venían aquí cada verano para escaparse de los calores de la ciudad y el aburrimiento de sus trabajos. Atlantic City les ofrecía un entorno apropiado para que pudieran soltarse la melena.
Hubo cuatro ingredientes para que el balneario tuviera éxito. Cada uno era indispensable; si se hubiera eliminado cualquiera de ellos, Atlantic City habría sido un lugar muy distinto. El primer ingrediente era el transporte ferroviario. Si no hubiese sido por el ferrocarril, el desarrollo de la isla Absecon se habría retrasado por lo menos cincuenta años. El segundo era los inversores del negocio inmobiliario de Filadelfia y Nueva York. Trajeron el dinero y los conocimientos necesarios para construir y gestionar docenas de hoteles y cientos de pensiones en una isla hecha de arena. El tercero era una gran cantidad de mano de obra barata para mantener todo en funcionamiento. Solo había una clase de trabajadores: los esclavos liberados y sus hijos. El último ingrediente era una población local que estaba dispuesta a ignorar la ley para complacer a los turistas. Desde el inicio del siglo XX hasta setenta años más tarde, la ciudad fue gobernada por una alianza entre políticos locales y criminales. Esta alianza era el producto de la relación entre la economía y la política de la ciudad.
Desde sus inicios, Atlantic City ha sido una ciudad dedicada al dinero fácil. Su carácter de ciudad es extraño, porque nunca tuvo otro papel que no fuera el de ser un destino turístico. Siempre tuvo una única razón de ser: la de proporcionar actividades de ocio para los turistas. La economía de Atlantic City dependía totalmente del dinero de la gente de fuera. Los visitantes tenían que partir con una sonrisa en los labios. Si no lo hacían, no volverían.
La clave residía en satisfacer los gustos de los clientes por los placeres, fueran estos legales o no. Los comerciantes del balneario negociaban con el deseo de los visitantes de hacer cosas prohibidas, y los dueños de los negocios cultivaban la institución de la parranda. Poco después de su fundación, Atlantic City ya era conocida como un lugar adonde la gente podía ir a pasárselo en grande, sin ataduras. Se convirtió en un destino turístico nacional mediante la promoción del vicio como uno de los principales reclamos del sector recreativo local. Sin embargo, el mantenimiento de la industria del vicio obligó a la administración de Atlantic City a tomar medidas especiales. Era inevitable que los peces gordos de la industria del vicio se aliaran con los líderes políticos locales. Sin este tipo de entendimiento entre las dos esferas de poder, el porvenir de la mayor atracción turística de Atlantic City habría sido problemático.
No había que molestar a los huéspedes del balneario mientras se entretenían. Esto sería malo para los negocios. No importaba el hecho de que el juego, la prostitución y la venta de alcohol los domingos infringieran las leyes estatales y las normas de la moralidad convencional. Nada debía interferir con la diversión de los visitantes, porque podrían dejar de venir. Los líderes de Atlantic City hacían caso omiso a la ley y permitían que la industria del vicio local operase abiertamente, como si fuera legal.
El singular propósito del balneario requería una mentalidad especial para gestionar sus negocios. Esta necesidad, junto con el dominio del Partido Republicano en el sur de Nueva Jersey durante varias generaciones después de la guerra civil de Estados Unidos, provocó una actitud que no aceptaba una política tradicional. Los reformadores y los críticos eran un lujo que no se podía tolerar. El éxito de la economía local era la única ideología política. No querían tener una «oposición leal»» ni un Partido Democrático que actuara de buena fe. Si no te adaptabas al sistema, el sistema acababa contigo. A principios del siglo XX, un híbrido político que llevaba la insignia republicana, pero financiado por el crimen organizado, ya estaba firmemente establecido.
El primer «jefe» de la vida política de Atlantic City fue Louis «el Comodoro» Kuehnle, que gobernó desde 1890 hasta 1910, aproximadamente. El Comodoro reconocía el potencial de la industria del vicio local como una fiable fuente de ingresos para su organización política. Fue Kuehnle quien estableció el procedimiento de supervisar y recoger los pagos fruto de la extorsión a los que proporcionaban entretenimiento ilegal. Bajo el dominio del Comodoro, los salones de juego, los bares ilegales y los prostíbulos operaban como si fueran legales. Las únicas ocasiones en las que la policía local realizaba registros en algún local era cuando se retrasaban los pagos.
El dinero de la extorsión, junto con los sobornos y las comisiones que se cobraban a los contratistas municipales y a los vendedores, era la base financiera de la maquinaria de Kuehnle. Después de chocar con Woodrow Wilson en las elecciones a gobernador de 1910, Kuehnle fue enviado a la cárcel por fraude electoral.
El sucesor de Kuehnle, Nucky Johnson, fue el maestro indiscutible de la vida política de Atlantic City durante los siguientes treinta años. Johnson comprendió los principios básicos de las personas y del poder y supo manejar ambos. No había un solo político local o trabajador municipal que no hubiese sido nombrado por Nucky. Se embolsaba parte de los beneficios de todos los contratos municipales y las operaciones relacionadas con el juego en la ciudad. Antes de que le enviaran a la cárcel, Kuehnle eligió a Johnson como sucesor suyo porque tanto los políticos como los criminales lo respaldaban. A estas alturas, la gente de Atlantic City estaba acostumbrada a la corrupción política y aceptó a Nucky como el nuevo jefe del balneario. Los residentes de Atlantic City esperaban, y querían, que Johnson perpetuara el tipo de política que habían conocido bajo el Comodoro. Él no les defraudó. Mediante engaños, sofisticadas maniobras y una astuta administración del dinero obtenido de diversas fuentes de extorsión, Nucky Johnson se posicionó como una fuerza importante en dos mundos distintos. Era a la vez el republicano con más poder en Nueva Jersey, capaz de decidir el destino de gobernadores y senadores, y un mafioso que gozaba del respeto y la confianza del mundo del crimen organizado.
Nucky Johnson dio a Atlantic City el tipo de liderazgo que la ciudad necesitaba. La estructura del poder político y económico que había tomado forma era corrupta de arriba abajo. Si Johnson se hubiera negado a colaborar con el crimen organizado, habría sido reemplazado. Sin embargo, Nucky dio un paso de gigante más allá de lo que el Comodoro había conseguido en relación a la alianza con la industria del vicio. Johnson metió a los criminales más importantes en la organización republicana, lo cual le convirtió en líder tanto de la maquinaria política como del mundo del crimen organizado. Bajo el liderazgo de Nucky, los dos círculos de poder se convirtieron en uno.
La revocación de la Ley Seca en 1934 supuso el principio del fin de los días de gloria para Atlantic City. Dos años más tarde, por iniciativa de William Randolph Hearst, el presidente Franklin Roosevelt mandó al FBI a la ciudad y no salió de allí hasta que no consiguió una condena de Johnson por evasión de impuestos. Costó cinco años, miles de horas de trabajo de investigación, docenas de imputaciones de los socios de Johnson, veintenas de testigos que cometían perjurio y varios casos de manipulación del jurado, pero al final consiguieron destronar a Nucky. En 1941, Johnson tuvo que ir a la cárcel y cumplió cuatro años de condena.
La estructura de poder que Nucky dejó atrás era mucho más compleja que la que él había heredado del Comodoro. El siguiente jefe de Atlantic City tenía que ser alguien capaz de ganarse el respeto de los políticos locales y de los criminales por igual. El sucesor de Johnson, Frank «Hap» Farley, era el prototipo de abogado-político americano con sangre irlandesa. Su carrera y estrategia de operaciones son asombrosamente parecidas a las del personaje ficticio Frank Skeffngton, creado por Edwin O'Connor en El último hurra. Antes de los problemas de Johnson con el FBI, ya había elegido a Farley para que se presentase a las elecciones a la asamblea estatal de 1937. A lo largo de los siguientes años, Hap Farley se hizo amigo de dos de los hombres más influyentes de Johnson: Jimmy Boyd, secretario del Consejo del Condado y mano derecha de Johnson en la política, y Herman «Stumpy» Orman, un agente inmobiliario que había triunfado durante los años de la Ley Seca y que contaba con buenos contactos en la mafia a nivel nacional.
Farley, Boyd y Orman eran la asociación perfecta. Farley era el líder que acudía a Trenton y daba la cara ante la sociedad en general. Boyd era el mercenario, el brazo ejecutor que mantenía el control sobre las tropas. Orman controlaba los negocios ilegales y recogía el dinero de la protección que se usaba para financiar la organización. Boyd y Orman constituían una capa protectora para Farley, que le aislaba de cualquier problema que pudiera mandarlo a la cárcel. Hap heredó a Jimmy y Stumpy. No hubiera podido reemplazarlos ni aunque hubiese querido.
La relación de Farley con Boyd y Orman le dio la oportunidad de convertirse en legislador y funcionario a tiempo completo. Hap se involucró personalmente en los problemas de su ciudad y nunca dudó en usar su poder para promover los intereses de Atlantic City. Se hizo cargo de todos y cada uno de los asuntos que afectaran a la economía de la ciudad. Durante los treinta años que sirvió como senador del estado en representación del Condado de Atlantic, Hap Farley marcó un récord de éxitos que le convirtieron en una leyenda en Trenton. Su experiencia, junto con su dominio total de los procesos legislativos, le convirtió en una realidad impenetrable que cada gobernador debía tener en cuenta antes de fijar su programa político, durante más de veinticinco años. Farley dominaba el Senado hasta tal punto que el hecho de oponerse a él habría sido un suicidio político. Los gobernadores tenían que elegir entre negociar con Hap o ver cómo se frustraban sus planes. Gran parte de los esfuerzos de Farley como legislador estuvieron destinados a retrasar el deterioro de su ciudad. Para decepción suya, era como tratar de parar la marea. Atlantic City era víctima de la modernización de la posguerra y el declive de la ciudad provocaba un efecto similar en la carrera de Hap. Farley se agarró al poder todo el tiempo que le fue posible, hasta que fue desbancado por un demócrata en 1971. Los años que siguieron a la despedida de Farley se dedicaron a resucitar Atlantic City a la desesperada mediante la introducción de los casinos en la ciudad. La adopción, en 1976, del referéndum constitucional que legalizaba los juegos de azar en Atlantic City es un tributo a la larga tradición del balneario de promocionarse como algo más allá de su valor real. El juego y el dinero que el referéndum trajo al balneario han infundido nueva vida a una ciudad desgastada que ha vuelto a emprender el largo camino de recuperar su importancia a nivel nacional. Independientemente de cómo salga este experimento de rehabilitación urbana, Atlantic City seguirá siendo hija de los valores que la hicieron grande en sus comienzos.