Capítulo 9

Apagado de luces

No se habían lavado las ventanas en meses. Los asientos estaban mugrientos y todo el lugar olía a humedad. La marquesina estaba oscura y vacía, salvo por las palabras «Próxima función». Solo el Flacucho D'Amato, el dueño del 500 Club, podía recordar el último artista que había actuado en su club nocturno.

Paul «Flacucho» D'Amato era un héroe local. Había abandonado el instituto para vender lotería a la edad de once años, y para cuando tenía dieciséis ya había montado su propia sala de juegos. D'Amato era un empresario de éxito desde los tiempos de Nucky Johnson, y era apreciado por toda la comunidad. El Flacucho parecía conocer a todo el mundo, desde el tío que te fileteaba la carne en la tienda de la esquina hasta artistas de Hollywood. D'Amato era una criatura nocturna con buena pinta, y era tan apuesto y encantador como se esperaba del dueño de un club nocturno. El Flacucho sorbía un café tras otro y fumaba sin parar, y casi nunca se despertaba antes del mediodía. Lo normal era que desayunase en la cama. El 500 Club era el proyecto de su vida, y ofrecía todo tipo de entretenimiento, desde cantantes y comediantes hasta mujeres y chicos. En sus mejores tiempos, las funciones del 500 Club rivalizaban con las mejores actuaciones de Las Vegas y la Gran Manzana. Dean Martin y Jerry Lewis iniciaron sus carreras allí, y Frank Sinatra acudía para cantar con frecuencia. Pero el 500 Club ya no era un club nocturno; se había convertido en un bar cutre al que solo iban un puñado de viejos incondicionales y un lento goteo de primerizos que se habían sentido atraídos por su reputación. A D'Amato le costaba llegar a fin de mes y el bar solo seguía abierto por falta de otros proyectos mejores. Lo mismo se podía decir de la mayoría de sus clientes, especialmente las mujeres.

Rita era la única mujer que estaba sentada en el bar. Su pelo era de color rubio platino y llevaba anillos en todos los dedos salvo los pulgares, así que tenía un aspecto inconfundible. Sus nuevos vaqueros eran tan ajustados que parecía que se los había metido a presión. Su jersey era de color verde chillón y a pesar de todo el dinero que se había gastado en el sujetador, los pechos se le caían sin misericordia. Los años no la habían tratado bien y el maquillaje ya no podía arreglar nada. La gente del bar era joven y la mayoría de ellos había venido al 500 Club por curiosidad, esperando encontrar la marcha que sus padres habían vivido y contado. Algunos de ellos echaron un vistazo a Rita, pero esta mujer no encajaba en su idea de pasar un buen rato. Al cabo de un par de horas, el bar estaba vacío, a excepción de los fijos, por lo que Rita no tenía más remedio que salir a la avenida Pacific en busca de negocio.

Para el año 1974, Atlantic City era como Rita: una vieja y desgastada puta que trataba de rascar cuatro perras a sus potenciales clientes. Lo que una vez había sido un balneario próspero y vivo se había convertido en un viejo gueto de agua salada que luchaba por sobrevivir de las ya inexistentes glorias de antaño. Nadie con la cabeza en su sitio iría de vacaciones a Atlantic City, siempre que pudiera permitirse veranear en otro lugar.

El sueño de Jonathan Pitney se había convertido en una pesadilla, y su ciudad se estaba colapsando. La zona central, que una vez había sido el centro de la industria hotelera, era una vergüenza sórdida y putrefacta. En temporada baja, la ciudad estaba muerta. Había días en el período entre septiembre y junio en que una bola de bolos podría haber rodado desde un extremo de la avenida Atlantic hasta el otro sin chocar con nada. Las calles que llevaban a la playa parecían pistas rodeadas de basura. Las calles comenzaban donde estaban las torres, ya en ruinas, de los hoteles que flanqueaban el paseo marítimo, continuaban cuesta abajo hacia los sucios moteles del barrio de la playa y cruzaban la avenida Pacific con sus iglesias abandonadas, las destartaladas pensiones, las tiendas de alcohol de descuento y los garitos de comida rápida que cerraban al atardecer. Al otro lado de la avenida Atlantic, a la altura de las avenidas Baltic y Mediterranean, los edificios se confundían unos con otros en un enorme montón de escombros que conformaba un vasto gueto. La mayoría de los barrios residenciales se parecían a Dresde nada más acabar la Segunda Guerra Mundial. Pero no habían caído bombas, solo se habían deteriorado. Calle tras calle, mostraban miles de casas adosadas que necesitaban unas cuantas reparaciones y una buena capa de pintura. Algunas de ellas estaban ocupadas —como casas temporales de vagabundos—, pero la mayoría estaban vacías, entremezcladas con aquellas que habían sido devastadas por el fuego.

El espíritu de la comunidad también estaba quemado. Cuando la clase media abandonó la ciudad en masa, el tejido social de la ciudad se deshilachó. Los colegios y las iglesias cerraron sus puertas o se vieron obligados a fusionarse. Clubes de servicios fueron disueltos cuando sus socios se trasladaron a la tierra firme, drenando la ciudad de líderes sociales. El béisbol de la Little League, el baloncesto juvenil y los clubes juveniles vieron cómo el número de socios quedaba cada vez más reducido, hasta que muchos tuvieron que cerrar. La delincuencia callejera de la ciudad era rampante. Los propietarios de las tiendas de ultramarinos y los negocios familiares de ropa, joyas y ferretería hicieron sus maletas al ver cómo los robos minaban sus arcas. Las peluquerías y los salones de belleza cerraron y nadie se hizo cargo de los locales abandonados, dejando a la ciudad empapelada con señales de «Se vende o se alquila». Los cines cerraron por falta de espectadores o por vandalismo, y cada edificio de oficinas de la ciudad tenía locales en alquiler. No había señales de que las cosas fueran a cambiar, por lo que la desesperanza era la actitud dominante.

Durante casi una generación, los líderes de Atlantic City no pudieron hacer nada contra el deterioro. Entre 1950 y 1974, los ingresos derivados del turismo bajaron de 70 millones anuales a menos de 40 millones; miles de habitaciones de hotel fueron derribadas o selladas con tablas, con lo que se redujo el número de habitaciones destinadas al uso turístico de casi 200.000 hasta menos de 100.000, y las que quedaban no podían considerarse muy modernas. «¿Cómo podías conseguir clientes para un hotel cuyos colchones tenían cuarenta años y donde los clientes tenían que compartir baño?».

A medida que se derribaban los grandes hoteles, había cada vez más solares vacíos a lo largo del paseo marítimo, tan llamativos como una sonrisa desdentada. En vez de un gran paseo, un escaparate para la industria y la cultura populares, el paseo marítimo estaba lleno de tiendas de todo a cien, negocios fraudulentos de todo tipo y vagabundos. Las tasas de desempleo ascendían a aproximadamente el 25 por ciento durante nueve meses al año, y más de un tercio de la población vivía de las ayudas sociales. Más del 90 por ciento de las viviendas existentes habían sido construidas antes de 1939, y la mayoría de ellas no cumplía con las normativas de calidad. De las nueve ciudades de Nueva Jersey incluidas en el Programa Federal de Ciudades Modelo, Atlantic City contaba con el porcentaje más alto de familias (33,5 por ciento) con ingresos inferiores a 3.000 dólares anuales. Un informe preparado por una asociación de lucha contra la pobreza reveló que el balneario tenía las tasas más altas de divorcios, enfermedades venéreas, tuberculosis y mortalidad infantil de todas las ciudades del estado.

Según el informe de delincuencia del FBI, de 528 ciudades estadounidenses de la franja poblacional de entre 25.000 y 50.000, Atlantic City tenía las tasas más elevadas de delincuencia en las siete categorías básicas. Los delincuentes eran pobres que robaban a los menos pobres. No llegaba ningún tipo de dinero fresco a la ciudad. No se había construido nada nuevo de importancia en casi una generación. La única actividad que subía era el crimen.

En un intento por resucitar la lastimosa economía del balneario, las agencias de publicidad que trabajaban para algunos de los hoteles intentaron promocionar Atlantic City como un «lugar de recreo para la familia». Los días de libertinaje abierto habían terminado y se suponía que Atlantic City ya era un lugar al que mamá y papá podían llevar a sus hijos. ¡Menuda broma! La gente como el Flacucho D'Amato, que todavía podía recordar los días de gloria de Atlantic City, lo veía de otra manera. Sabía que su ciudad nunca podría ser vendida como un lugar de recreo para la familia.

Ya en 1958, la Cámara de Comercio Femenino del balneario, animada por la dueña de un hotel local llamada Mildred Fox, había manifestado su apoyo a la legalización de los juegos de azar. Mildred era una pelirroja vivaz y bajita con un temperamento italiano —su apellido de soltera era Logiovino— que siempre chocaba con los representantes de la política local. Era políticamente activa, una demócrata de la escuela de Roosevelt-Kennedy y no una Farléycrata. Atlantic City era su casa y no iba a abandonarla. Mildred era valerosa pero astuta, y promovía la idea de legalizar los juegos de azar delante de cualquiera que estuviera dispuesto a escuchar. «Era la única esperanza que teníamos para salvar la ciudad. Nos estábamos convirtiendo en un pueblo fantasma». Fox tenía cuatro hijos y era la dueña y directora del Fox Manor, un pequeño hotel de la avenida Pacific que se especializaba en viajes de novios. Por aquel entonces, todavía había un mercado negro de juegos de azar y una de las consecuencias de los esfuerzos de Fox fueron las amenazas de muerte a ella y sus hijos. El FBI se tomó las amenazas en serio y con su permiso realizó escuchas telefónicas, pero fueron incapaces de localizar las llamadas. Durante medio año, los hijos de Fox fueron escoltados por agentes especiales en el camino de ida y vuelta al colegio.

A principios de los años sesenta las salas de juego ya habían desaparecido. Poco a poco, una nueva actitud comenzó a tomar forma. Según esta mentalidad, Atlantic City nunca recuperaría su estatus de balneario nacional si no tenía un valor añadido, y era evidente que este solo podría ser los juegos de azar en casinos. Las Vegas tenía casinos y mira lo que eran capaces de hacer allí, en medio del desierto. ¿Qué no se podría hacer con los juegos de azar en una ciudad con playa y el paseo marítimo? Los argumentos se apoyaban en esa lógica.

Hacia el final de su carrera, cuando la idea fue presentada por primera vez, Hap Farley se negó a apoyar la iniciativa de los juegos de azar en casinos. Pudo ser la única ocasión en la que los intereses políticos de Farley prevalecían sobre los de su ciudad, o tal vez estaba cansado tras las batallas por mantenerse en el poder y desconfiaba de que cualquier remedio fuera a servir. Los íntimos de Hap piensan que le preocupaba el escrutinio que su régimen iba a tener que soportar. Si el balneario se convertía en Las Vegas del este, las agencias policiales federales y estatales se fijarían todavía con más atención en la corrupción de Atlantic City, y eso no le interesaba a Farley para nada.

Cuando Farley desapareció de la escena, la idea de Fox pudo salir a la luz por fin. Ella y otros empresarios afines mantuvieron viva la esperanza. Sin embargo, traer los casinos a la ciudad era un proyecto mayúsculo. La legalización de este tipo de juego solo podría contemplarse con una enmienda a la Constitución de Nueva Jersey, previa aprobación de un referéndum a nivel estatal. Y no iba a haber referéndum sin el visto bueno de la asamblea legislativa y el apoyo del gabinete del gobernador. Hacían falta credenciales serias, y eso era algo que le faltaba a Atlantic City desde el retiro de Farley. Para empeorar las cosas, el gobernador actual era un puritano exjuez de la Corte Superior que, en su carrera contra el crimen, se había ganado el mote de «señor Limpio». Brendan Byrne no era el gobernador que Atlantic City necesitaba para traer casinos legales a la ciudad.

La primera incursión en la política de Brendan Byrne tuvo lugar cuando fue elegido gobernador en 1973. Era el candidato elegido a dedo, sacado de la Corte Superior por un grupo de demócratas irlandeses acaudalados del norte de Nueva Jersey que también habían sido responsables de la elección de otros dos gobernadores. Byrne era el candidato ideal: era elegante, apuesto, elocuente y tenía buenos contactos; había estudiado en la Universidad de Princeton y se había licenciado en Derecho en Harvard. Era la antítesis del político del estilo de Farley. Tras licenciarse en Derecho, trabajó como secretario de un juez de la Corte Superior. Más tarde continuó su carrera como fiscal ayudante en la Fiscalía del Condado de Essex, para luego convertirse en fiscal a todos los efectos y, después de un tiempo, en juez. Durante sus días como fiscal, Byrne se había forjado una reputación como abanderado de la lucha contra el crimen, y la gente se refería a él como alguien a quien «no se podía comprar». Disfrutaba de su reputación y emanaba santurronería.

Teniendo en cuenta el problema tradicional de la corrupción en Nueva Jersey, Byrne fue recibido de manera parecida a como se le había dado la bienvenida a Woodrow Wilson sesenta años antes. Los líderes demócratas lo apoyaron y ganó las primarias con facilidad. Su campaña no se fundamentaba en gran cosa, salvo, esencialmente, en una promesa de «restaurar la integridad» a la administración de Nueva Jersey —un reto importante para cualquiera—. El adversario de Byrne fue el congresista Charles Sandman, de Cape May. Charlie Sandman era el candidato sempiterno que dedicó la mayor parte de su carrera a tratar de convertirse en gobernador. En junio de 1973 dio un susto al gobernador en funciones William Cahil, en unas elecciones primarias muy disputadas que dividían al Partido Republicano. Sandman se convertiría más tarde en el seguidor más leal de Richard Nixon durante los interrogatorios del Watergate, y su intransigente mensaje conservador no calaba demasiado hondo en la sociedad. No fue rival para Byrne, que arrasó en las elecciones. Cuando Brendan Byrne inició el primer año de su mandato, el asunto de la legalización de los juegos de azar no ocupaba un lugar prominente en su lista de prioridades. De hecho, ni siquiera estaba en su programa.

Sin embargo, los juegos de azar sí fueron una prioridad para el equipo legislativo del balneario. El año en que se iniciaría la vuelta a la fama de Atlantic City fue 1974. El senador del Estado Joe McGahn tomaba nota de la opinión de los medios de comunicación locales, y también de la de los líderes empresariales y civiles. Solo tenía un asunto en su agenda política: este iba a ser el año en que la legalización de los juegos de azar se convertiría en realidad. Por primera vez en la historia del Condado de Atlantic, la delegación legislativa estaba compuesta solo por demócratas y el gobernador del Estado también era demócrata. El año comenzó con grandes esperanzas. El Atlantic City Press expresó su confianza con más énfasis que otros: «El gobernador Brendan Byrne se ha mostrado receptivo a la propuesta de un referéndum para eliminar la prohibición actual de los juegos de azar, y es de suponer que la asamblea legislativa recién elegida dará su apoyo a la iniciativa. Se cree que la aprobación oficial debería estar garantizada». Sin embargo, Joe McGahn no lo tenía tan claro.

Joe McGahn se había pasado toda la vida viendo cómo su ciudad natal se caía a pedazos. Ahora, siendo senador, tenía una oportunidad de enderezar ese rumbo negativo. No poseía las habilidades negociadoras de Farley, pero sí tenía los pies en el suelo y era lo suficientemente maduro a nivel personal como para mantener su concentración en un único asunto. El socio de McGahn, que en realidad era el líder de la lucha por sacar adelante el referéndum, era el miembro de la asamblea Steven Perskie, otro demócrata. La primera vez que fue elegido para la asamblea, en 1971, había sido, a sus veintiséis años, la persona más joven de la historia del Condado de Atlantic en ser elegida para este puesto. Había llegado como miembro del equipo de McGahn tras la victoria de este sobre Farley. Al llegar a Trenton, el joven miembro de la asamblea ya no necesitaba el mecenazgo de McGahn y aprendió las reglas del juego rápidamente. Steve Perskie era sobrino de Marvin Perskie, el enemigo de Farley, y era abogado de tercera generación de una familia de representantes legales respetados, pues su padre y abuelo habían sido jueces.

Con una estatura y corpulencia medias, y con el pelo negro enmarañado y las gafas con gruesas monturas de concha, era la viva imagen de la intensidad. Perskie emanaba confianza —casi arrogancia— y tenía un talento nato para los procesos legislativos. Era un político brillante con una dicción rápida pero elocuente, y con su carismática personalidad se convirtió en el incansable defensor de la iniciativa de los juegos de azar de casinos y el mejor portavoz para la causa del balneario. Y lo que era más importante: Steve Perskie había conseguido caerle bien a Brendan Byrne. Había sido uno de sus primeros seguidores en las primarias demócratas y le había hablado del tema de la legalización de los juegos de azar poco después. Tras las elecciones acudía a las oficinas del gobernador con frecuencia, donde estableció contactos importantes con miembros del equipo de Byrne. El balneario no podía haber tenido un equipo legislativo más eficaz que el que formaban McGahn y Perskie.

Cuando la ciudad lanzó su campaña para sacar adelante el referéndum constitucional, la advertencia general era: «No promociones nuestra iniciativa con demasiada insistencia». La mentalidad imperante inspiraba una actitud de cautela y moderación a la hora de proponer el asunto de la legalización, la cual solo pudo haber sido producto de un exceso de confianza. Atlantic City y sus líderes tenían la sensación de que, con tal de que no destacaran demasiado, las cosas saldrían según lo previsto.

Por aquel entonces, Nueva Jersey estaba luchando por reformar el sistema estatal de recaudación de impuestos. Un fallo de la Corte Suprema sobre la financiación de los centros de enseñanza públicos había convertido el impuesto sobre la renta de las personas físicas en algo inevitable. Algunos de los defensores del juego extendieron el mensaje de que la legalización de los juegos de azar podría eliminar la necesidad de imponer el impuesto en cuestión. Para desmentir semejantes rumores, el Atlantic City Press, con un tono casi didáctico, informó a sus lectores, especialmente a los políticos, de que «el Estado no puede esperar muchos beneficios directos, si es que se producen algunos, y eso lo saben tanto los defensores como los detractores del juego […]. Ni siquiera debería mencionarse en el mismo contexto que el impuesto sobre la renta. Hay que venderlo con el sólido argumento de que la medida actuaría como estímulo para las importantes inversiones que podrían devolver los viejos días de gloria a Atlantic City».

Otra trampa residía en el peligro de que Atlantic City se convirtiera en «Las Vegas del este», con un casino en cada esquina y máquinas tragaperras en supermercados, farmacias y gasolineras.

De alguna manera, Atlantic City tenía que ser mejor que Las Vegas. La reputación de la influencia de la mafia y la imagen hortera de Las Vegas era algo que había que evitar en una campaña a nivel estatal. Con una versión más parecida a un cuento de hadas, los líderes de Atlantic City esperaban presentar una imagen más digna. Hablaron del juego en términos de clase y elegancia comparable con las operaciones discretas que tenían lugar en las Bahamas y en Montecarlo. Según ellos, Atlantic City estaba por encima de la manera de hacer negocios de Las Vegas. No habría extravagancias ni ornamentos dorados, ni tampoco locales infestados de máquinas tragaperras. En cuanto el juego fuera legalizado, sería un negocio discreto y sofisticado; unos juegos de azar civilizados solo para damas y caballeros educados.

Una última preocupación para los defensores de la legalización era el miedo a que, si se limitaba solo a Atlantic City, otras comunidades del estado tratasen de sabotear el referéndum. El balneario estaba dispuesto a compartir la oportunidad con otras comunidades, esperando que nadie más mostrase interés. En un intento por neutralizar una hipotética oposición, McGahn y Perskie propusieron un referéndum que permitiera el juego en casinos por todo el estado. En cuanto se aprobase la enmienda constitucional inicial, se podría permitir los juegos de azar en cualquier comunidad siempre y cuando los votantes, tanto los del municipio como los del condado correspondiente, votasen a favor de realizar un segundo referéndum. Para prevenir la infiltración de la mafia, la administración estatal sería la propietaria de los casinos y además los gestionaría; no importaba que no hubiera nadie en la administración del Estado que tuviera experiencia en dirigir un casino. Simplemente adoptarían las regulaciones y todo iría sobre ruedas. En cuanto a la nueva construcción privada, no harían falta muchas obras. Los casinos se ubicarían en hoteles o propiedades estatales existentes. Además, se prohibiría la publicidad y solamente los clientes vestidos de manera adecuada tendrían permiso para jugar. Creando un marco así para su propuesta, los líderes de Atlantic City esperaban que la oposición no tuviera muchos fundamentos en los que apoyar su ataque.

En el informe de un estudio realizado por el equipo del Comité de la Conferencia del Senado en mayo de 1974, la administración de Byrne presentó ante la asamblea legislativa su visión de cómo se gestionaría el juego. Se estipulaba que el primer casino se construiría en el paseo marítimo a cuenta del Estado. Tras ese primer casino, otros dos se ubicarían en espacios alquilados de hoteles ya existentes. El horario de apertura sería desde las ocho de la tarde hasta las cuatro de la madrugada. La venta de bebidas alcohólicas estaría prohibida, y tampoco estaría permitida la concesión de créditos para jugar a los clientes del casino. Se prohibiría cualquier tipo de inversión privada. Era una visión idealizada, típica de una administración política, que la que asumía que el hecho de que unos funcionarios gestionaran y trabajaran en los casinos era solo una tarea más para la burocracia. La posibilidad de permitir el juego por todo el estado no contaba con el apoyo del gobernador Byrne y, conforme la tramitación de la enmienda a la Constitución comenzaba a avanzar por las vías legislativas, Byrne hizo pública su opinión. Por iniciativa del fiscal general William F. Hyland, Byrne cuestionó las condiciones del referéndum.

El gobernador sugirió que se limitase el juego a Atlantic City. Llegó incluso a amenazar con oponerse el referéndum si se permitía el juego en cualquier lugar más allá de los límites de Atlantic City. Algunos testigos creen que Byrne estaba buscando una salida al asunto que le permitiera quedar bien. Él creía que, con tal de limitar el juego solo al balneario, provocaría un sentimiento de marginación en las demás regiones que acabaría con las posibilidades de éxito del referéndum. Los líderes del balneario estaban fuera de sí, pero Steve Perskie se negó a abandonar la iniciativa. Apoyándose en su relación personal con Brendan Byrne, Perskie lanzó una campaña privada cuyo resultado fue que el gobernador modificó su postura inicial. Byrne aceptó apoyar el referéndum tal y como estaba redactado, siempre y cuando el juego en casinos fuera limitado a Atlantic City durante los primeros cinco años tras la aprobación. Fue una concesión importante, que solo Perskie podría haber obtenido.

Con el apoyo de Byrne, McGahn y Perskie consiguieron obtener el visto bueno de la asamblea legislativa para convocar un referéndum constitucional. En total, les había costado menos de cinco meses conseguir que el asunto fuera incluido en el referéndum previsto para el mes de noviembre. McGahn y Perskie comenzaron sus maniobras en Trenton, pero nadie más hizo nada. Cuando comenzaba el año, los defensores de la legalización del juego ya sabían que iban a tener diez meses para organizar su campaña de cara al referéndum de noviembre. También sabían que podrían esperar oposición.

El New York Times y el Wall Street Journal, junto con la mayor parte de los periódicos locales a lo largo y ancho de Nueva Jersey y las cadenas de televisión de Nueva York y Filadelfia, habían manifestado su oposición a la legalización del juego. El senador de Estados Unidos Clifford Case, los senadores estatales Arme Martindell, Raymond Bateman y John Fay y los miembros de la asamblea James Hurley y Thomas Kean se habían posicionado en contra cada vez que este tema se sacaba a debate en la asamblea legislativa. Kean, el líder de la minoría de la asamblea, era un adversario que metía mucho ruido. «Ustedes están hablando de cambiar nada menos que el carácter de Nueva Jersey. Los juegos de azar se convertirían en nuestro negocio principal, se nos conocería como el estado del juego, y el proceso legislativo siempre estaría condicionado por los intereses de la industria del juego». Además, los dos oficiales del orden público de más rango del estado, el fiscal general de Nueva Jersey, William Hyland, y el fiscal general de Estados Unidos, Jonathan Goldstein, se manifestaron en contra de la medida.

Jonathan Goldstein era un portavoz de peso para la oposición. Junto con clérigos del Concilio de las Iglesias de Nueva Jersey, habló en cientos de mítines por todo el estado. Goldstein se fue de gira por las zonas rurales del estado, secundado por los periódicos y las emisoras de radio locales, que se hicieron eco de sus palabras. Fuera donde fuese, siempre avisaba de que el único grupo que se beneficiaría de la legalización de los juegos de azar era el crimen organizado. «A mí me preocupa el hecho de que los mismos intereses que han permitido el deterioro de Atlantic City puedan ser los únicos que se beneficiarán de los juegos en los casinos». Goldstein era uno de los fiscales de la acusación en el juicio contra los Siete de Atlantic City y tenía conocimientos profundos sobre la asociación tradicional entre los políticos locales y el crimen organizado. Jugaba con las sospechas del votante medio de que todos los juegos de azar estaban controlados por la mafia. Para el público general, los comentarios de Goldstein sonaban razonables y con toda la difusión que recibía en los medios de comunicación supusieron un obstáculo para la causa del balneario.

Aparte del asunto del crimen organizado, la oposición contaba también con otro argumento, expresado por la senadora estatal Anne Martindell. El balneario no se merecía un tratamiento especial. Según Martindell, la Constitución estatal no debería ser enmendada para satisfacer las necesidades de una sola ciudad. Los referéndum estatales y la enmienda de los principios legales fundamentales de Nueva Jersey deberían limitarse a asuntos de importancia estatal.

Martindell argumentaba que si Atlantic City pretendía volver a la fama, debería cortar de raíz y empezar de cero. Que diversificara su economía. Que invirtiera en industria ligera y usos comerciales que fueran más allá de los negocios orientados al ocio. El balneario no tenía derecho a una salida fácil. Debería luchar contra el deterioro urbano igual que estaban haciendo todas las demás ciudades del noreste venidas a menos. En un discurso pronunciado en el paseo marítimo varias semanas antes del referéndum, Martindell afirmó: «Me preocupa el futuro de Atlantic City. Quiero reconstruir la ciudad sobre un futuro firme, no sobre las peligrosas arenas movedizas de los juegos de azar. Hay que hacer planes, planes de verdad, para atraer a una diversidad de industrias e inversores, crear nuevos puestos de trabajo y solucionar los profundos problemas económicos y sociales de Atlantic City».

Para los líderes del balneario, los comentarios de Martindell sonaban a ciencia ficción.

Conocían el propósito singular de su ciudad. Si el balneario no conseguía un valor añadido para reavivar el interés de los turistas, todo se echaría a perder. Desafortunadamente, los argumentos de Martindell calaron hondo entre los votantes de todo el estado, especialmente en aquellos que vivían en las zonas urbanas deterioradas de Nueva Jersey. Muchos políticos de otras ciudades no veían ninguna razón para dejar que Atlantic City fuera la única beneficiaría de una enmienda constitucional.

La oposición descubrió que los medios de comunicación apoyaban su postura y a pesar de su falta de recursos —el gasto de los defensores del juego superaba al suyo en una proporción de veinte a uno— Goldstein, Martindell y otros pudieron difundir su mensaje sin tener que recurrir a ningún tipo de financiación. Un ejemplo del mensaje enviado a los votantes por los medios de comunicación de Nueva Jersey es un editorial del Vineland Times Journal, que fue reproducido también en otros periódicos del estado:

De nuevo, los ciudadanos están siendo engañados, aunque esta vez el fraude debe figurar entre los más grandes de todos los tiempos. Lo que nos quieren hacer creer es que facilitando que los granjeros, trabajadores, empresarios, amas de casa y jubilados puedan dilapidar sus ahorros en los dados, la ruleta, las cartas o las máquinas tragaperras (hoy por hoy, tienen que volar hasta Nevada para hacerlo), este será un estado más fuerte y saludable, un lugar mejor para vivir. La gran promoción de este colosal fraude viene de Atlantic City, cuyos políticos afirman, sin que se les caiga la cara de vergüenza, que un siglo de racismo, corrupción política y policial, explotación de los pobres, prostitución y sordidez en general desaparecerá con la legalización del juego. Claro, la gente más fina del país acudirá en masa a Atlantic City, y la isla Absecon volverá a formar parte del club de los nobles, puros y bien alimentados.

Al ignorar estas ruidosas manifestaciones de la oposición, los defensores del juego desperdiciaron los primeros seis meses de la campaña. A pesar de todos los ornamentos brillantes y de su personalidad antaño dinámica y prestigiosa, Atlantic City seguía siendo una ciudad de vagos. Setenta años de régimen corrupto de un único partido habían provocado una mentalidad complaciente; fuera cual fuese el problema, la maquinaria republicana, en colaboración con los propietarios de los negocios ilegales y los dueños de los hoteles, lo solucionaría. El activismo social de la calle no existía en Atlantic City. En opinión de los votantes del balneario, la política era un asunto para profesionales como Kuehnle, Johnson y Farley. Tras la desintegración del sistema republicano de los distritos políticos, ya no quedaba nada que pudiera mantener unida la sociedad. Si no había nadie al mando, Atlantic City vagaba sin rumbo fijo.

Cuando a mediados de julio finalmente consiguieron organizarse, el esfuerzo fue débil. Una encuesta sobre la intención de voto, contratada por la organización de la campaña, avisó de que las elecciones estarían muy igualadas, pero nadie estaba escuchando. El objetivo inicial de recaudar un millón de dólares nunca se consiguió; se gastó la mitad de esa cantidad. Se canceló el contrato que tenían con una agencia de publicidad de primera línea y, lo que era más importante, nunca se estableció una organización estatal con delegaciones en cada condado. Steve Perskie, Joe McGahn y otros cruzaban el estado de un extremo a otro contestando a Goldstein y los clérigos al estilo de un espectáculo de vodevil ambulante, pero no se hizo ningún tipo de seguimiento posterior. La gente que acudía a los debates no recibió cartas ni llamadas telefónicas de los defensores del juego después. No hubo campaña puerta a puerta y no se coordinaron los esfuerzos por conseguir votos. Los defensores de la legalización no establecieron ni una sola sede para la campaña fuera de Atlantic City. Finalmente, la campaña no tenía alma ni tema, ni tampoco un lema. No había nada que agarrase a los votantes con fuerza para hacerles votar sí.

El referéndum fracasó miserablemente. La iniciativa fue derrotada por una diferencia de más de 400.000 votos y solo recibió el apoyo de dos condados, el de Atlantic y el de Hudson. En el resto del estado fue machacada. Fue como una patada en el culo a una puta vieja y cansada que había perdido sus encantos. Una oleada de desesperación inundó la ciudad. A muchos de los residentes de la zona les costaba imaginarse un futuro para su ciudad. Se produjeron afirmaciones valientes acerca de la necesidad de que el balneario cambiase de postura, pero para muchos de los ciudadanos de Atlantic City la derrota se erguía como el epílogo para la historia de su ciudad. Los que se lo podían permitir comenzaron a hacer planes para trasladar sus negocios a otro lugar. Parecía que todo estaba perdido. En las semanas que siguieron, se hizo popular una pegatina para coches que resumió la triste situación de la ciudad. Decía: «El último en salir de la isla, que apague las luces»