La gran ilusión
¡Zas! La enorme red cayó al muelle y las masas chillaron de alegría. El agua salada lo salpicaba todo mientras cientos de peces se retorcían en el suelo. John Young presidía el espectáculo con una sonrisa de oreja a oreja, viendo cómo la gente se amontonaba a su alrededor con la boca abierta de estupefacción. Estos marineros de agua dulce nunca habían visto esas criaturas de las profundidades del mar y Young interpretaba su papel como el Capitán hasta las últimas consecuencias.
John Lake Young era el dueño del parque recreativo más grande de Atlantic City, el Muelle del Millón de Dólares de Young, y sus exhibiciones de las capturas de las profundidades, que tenían lugar dos veces al día, eran tan famosas que atraían a miles de turistas que las contemplaban con ojos como platos. Young llevaba pantalones cortos, un viejo jersey y una gorra, y con sus facciones curtidas y rojas, los brillantes ojos azules y un fibroso cuerpo, se parecía a un duende. Cuando la red hubo descendido hasta el muelle, Young comenzó la rutina de identificar los animales del mar que había atrapado. Era un espectáculo animado que hipnotizaba a los espectadores. Era capaz de nombrar hasta cuarenta y ocho especies y se inventaba los nombres de aquellas que no podía identificar. Con un poco de suerte, habría un tiburón o un cangrejo bayoneta, lo cual siempre excitaba al público. La gente salía excitada de la exhibición, seguramente para volver en su próxima visita a Atlantic City.
Young era el showman más embaucador del balneario. Había tomado el pulso de sus tiempos, conocía bien a sus clientes y les daba lo que querían. La gente que acudía al lugar con las tarifas baratas de las excursiones en tren tenía gustos sencillos. Querían pasárselo bien a un precio de ganga; algo que pudieran contar a la gente de su casa al volver.
El segundo tren a Atlantic City de Samuel Richards inició una guerra por conseguir los dólares de los visitantes y los comerciantes locales aprendieron enseguida que los turistas de la clase obrera también tenían dinero para gastar. Lo que no tenían de sofisticación lo suplían con la cantidad. Poco después de la inauguración del ferrocarril de vía estrecha de Richards, un tercer tren, el Ferrocarril de West Jersey y Atlantic, fue planificado con el supuesto propósito de transportar a «la clase media y clases más bajas». La tarifa bajaba hasta «la increíble cantidad de 50 centavos por billete (menos que la tarifa habitual para ir de Market Street en Filadelfia hasta el Parque)».
Los viajes a Atlantic City, especialmente los fines de semana, se incrementaron de manera espectacular. La competencia entre las compañías de ferrocarril por la venta de billetes de la modalidad de excursión garantizaba una gran cantidad de viajeros de la clase obrera, la mayoría de los cuales solo pasaba el día. También había familias e individuos que acudían al lugar para pasar semanas enteras, pero los fines de semana eran vitales para los beneficios de una temporada. El éxito y, a menudo, la supervivencia de muchos de los negocios del balneario dependían de doce o trece fines de semana, siendo el domingo el día más esperado. La semana laboral de seis días de la mayoría de los visitantes les obligaba a aprovechar cada minuto de su único día libre para pasárselo bien. El resultado fue que «las multitudes que venían de la ciudad a veces eran tan grandes, especialmente los domingos, que casi agotaban los suministros de carne, leche, pan y las demás provisiones almacenadas».
En los primeros años tras la llegada del segundo ferrocarril, los turistas de fin de semana acudían a las casas para excursionistas a entretenerse. Estas grandes estructuras al aire libre fueron construidas al borde de las vías del tren que entraban en la ciudad. Eran más que solo un punto de llegada. Por lo general, las casas de excursionistas incluían un pabellón de entretenimiento con espectáculos de vodevil, un comedor que vendía comida y proporcionaba espacio para los visitantes que traían la suya propia y un parque de atracciones para los niños. La casa para excursionistas del ferrocarril de West Jersey era conocida por sus económicas ofertas de todo-lo-que-puedas-comer, que incluían pescado, pollo, carne asada, verduras, pasteles, pudines, helado, té y café. También ofrecía música gratuita y bailes en su sala de baile, un bar, una bolera y una sala de billares. Los trajes de baño y las taquillas también estaban disponibles para el alquiler, por una tarifa diaria de veinticinco centavos. La entrada a la mayoría de las casas para excursionistas costaba cinco o diez centavos, ya que se esperaba ganar mucho dinero mediante el concepto de entretenimiento barato. Al final de cada temporada, la mayoría de las casas para excursionistas daban ofertas especiales conocidas como «Días de Excursión para Gente de Color». Todo fue posible gracias a las tarifas baratas de los viajes en tren.
Después del ferrocarril de vía estrecha no había vuelta atrás. En pocos años, Atlantic City se convirtió en una ciudad con un crecimiento económico sin precedentes. El tranquilo pueblo con playa de Pitney se había despertado. Cada verano, docenas de nuevos hoteles y pensiones surgieron como setas en lugares en los que un año atrás solo había arena. Año tras año, desde finales del invierno y a lo largo de toda la primavera, Atlantic City era un hervidero de obreros de la construcción que dormían sobre literas en tiendas de campaña, comiendo en cafeterías improvisadas y trabajando los siete días de la semana. Los trabajadores firmaban contratos temporales, sabiendo que trabajarían todos los días hasta que el tiempo se pusiera demasiado feo. Durante casi tres décadas, desde los últimos años del siglo XIX hasta la segunda década del siglo XX, una «ciudad de acampada» se elevaba sobre la arena cada primavera, cada año en un lugar distinto, siguiendo el crecimiento del balneario. Los residentes de la ciudad de acampada normalmente eran temporeros y comerciantes que a veces llegaban con sus familias, pero normalmente venían solos. Estas cuadrillas de trabajadores fueron transportadas a la ciudad desde Filadelfia y levantaron negocios que pretendían hacerse con una parte de lo que aportaba la acción en la playa. Trabajaban a tope desde el amanecer hasta la puesta del sol y los golpes se oían por toda la ciudad.
El aire estaba lleno de los ruidos de palas, martillos, sierras y herramientas de albañilería. Un paseo por cualquiera de las calles estaría marcado por el ruido de hombres trabajando, desde albañiles que gritaban a sus ayudantes: «Ladrillo, bloque, masa» mientras trabajaban en los cimientos de una casa, hasta las llamadas de carpinteros que pedían más tejas de madera y clavos. Mujeres y niños iban y venían entre los diferentes lugares de construcción vendiendo bocadillos y bebidas. Al final de cada día, las cervecerías al aire libre estaban llenas a rebosar de trabajadores. Nunca había cerveza suficiente ni mujeres para todos, y las peleas nocturnas eran habituales. Durante los períodos de máxima actividad, la policía local estaba saturada de trabajo. Excepto para los crímenes más serios, los arrestos e ingresos en la cárcel no eran la solución. Las autoridades locales pasaban la pelota a los dueños de las empresas para que mantuvieran a sus trabajadores controlados. Para ellos, el plan consistía en mandar a los infractores de vuelta a la ciudad de acampada, donde podían tranquilizarse en sus literas y volver al trabajo al día siguiente.
El balneario se convirtió rápidamente en una ciudad de obreros. Miles de albañiles y trabajadores del sector de la construcción fueron a Atlantic City en busca de trabajo y muchos se quedaron a vivir. Durante casi dos generaciones después de la llegada del segundo ferrocarril, el balneario fue un lugar donde las manos curtidas siempre podían encontrar trabajo. Había menos trabajo en otoño, pero el sueldo de un obrero, junto con los ingresos por trabajos temporales en temporada baja, normalmente era suficiente para que una familia aguantara el tirón hasta la primavera. Entre los años 1875 y 1900, la población permanente del balneario aumentó de menos de dos mil hasta treinta mil habitantes. El pueblo con playa de Pitney se había convertido en una ciudad. A mediados del siglo XX, varios barrios comenzaron a tomar forma. La mayoría de los irlandeses, italianos y judíos de primera y segunda generación que llegaron a la ciudad venían de Filadelfia y trajeron su estilo de vida urbano.
Los irlandeses formaban parte de las cuadrillas de trabajo que construyeron los ferrocarriles originales y pavimentaron las primeras calles de la ciudad. Organizaban empresas de construcción y establecieron tabernas y pensiones. Los artesanos italianos llegaron tras la estela de los irlandeses y trabajaban con ellos en la construcción de hoteles, pensiones y viviendas. Los italianos iniciaron empresas locales relacionadas con todas las facetas de la construcción y abrieron restaurantes, plazas de abastos y panaderías. Los comerciantes judíos llegaron con el cambio de siglo. Abrieron comercios al por menor y tuvieron un papel importante en el desarrollo comercial. Muchos de ellos se dedicaron a la banca, finanzas, derecho civil y contabilidad. Al cabo de una sola generación tras la apertura del segundo ferrocarril de Samuel Richards, la isla Absecon, que había sido un tranquilo pueblo con playa que cerraba sus puertas al final de cada verano, se convirtió en una ciudad muy activa, basada exclusivamente en el turismo.
A nivel nacional, el turismo y la industria hostelera y del entretenimiento estaban poco desarrollados. Solo existía un puñado de lugares de veraneo y estaban reservados para los ricos. Fuera de las ciudades, los hoteles existentes normalmente eran grandes pensiones y nadie contemplaba a la clase obrera como posibles clientes. Sin embargo, Atlantic City sí la tuvo en cuenta y el turismo se convirtió en el único negocio de la ciudad. Decenas de empresarios de Filadelfa y Nueva York vieron la oportunidad de beneficiarse del negocio hostelero y recreativo, y acudieron a la ciudad con grandes proyectos. Trajeron el capital —y además en cantidades con las que Pitney y Richards solo podían haber soñado— que hacía falta para construir una ciudad. En menos de nada ya había un cuarto ferrocarril que ofrecía una conexión directa con la ciudad de Nueva York.
La velocidad de la construcción de las nuevas líneas ferroviarias solo era comparable con la rapidez con la que se construían nuevos hoteles. El hotel Garden, con siete plantas, ciento sesenta y seis habitaciones y ochenta baños, construido en la década de 1880, fue levantado en setenta y dos días laborales. El hotel Rudolph, de cinco plantas y una pista de baile con capacidad para quinientas personas, fue construido en cien días. El hotel Chafonte, un hito de la construcción hostelera, de diez plantas, fue levantado en seis meses. La obra comenzó el 9 de diciembre de 1903 y el hotel abrió sus puertas el 2 de julio de 1904, en el quincuagésimo aniversario de la llegada del ferrocarril. Año tras año, la construcción de docenas de pequeños hoteles y pensiones comenzaba a principios de primavera y se completaba a tiempo para aprovechar la temporada veraniega.
Las pensiones alojaban al grueso de los visitantes de Atlantic City; para el año 1900 ya había alrededor de cuatrocientas. Aunque carecían del glamour de la mayoría de los hoteles, las pensiones hacían viable unas vacaciones prolongadas en la playa por parte de los obreros y sus familias. Los alojamientos eran sencillos hasta el punto del aburrimiento, pero limpios y confortables, que era más de lo que la mayoría de los visitantes podían decir de sus propias casas. Era habitual que desconocidos compartieran habitaciones sencillas, que no tenían ni baños propios ni contaban con servicio de habitaciones. Sea como fuere, la lealtad de la clientela era sólida y muchos huéspedes volvían a la misma casa verano tras verano. Durante la temporada alta, normalmente se podía encontrar una habitación en los grandes hoteles de lujo, pero los hoteles más pequeños y sencillos y las pensiones siempre estaban llenos a rebosar. Los dueños de las pensiones y sus clientes constituían la base para el negocio turístico del balneario. El visitante que llegaba a la ciudad mediante un billete de excursión no tenía dinero para alojarse en cualquiera de los grandes hoteles. Si la gente de la clase obrera pretendía quedarse una semana de vacaciones, necesitaban alojamientos que se ajustaran a sus medios. A pesar de que Atlantic City hoy en día se conoce como un lugar de veraneo para ricos, el balneario nunca hubiera podido sobrevivir de no haber sido por la clase obrera. La clase media baja y la clase baja fueron el motor de Atlantic City. De ellas venía la gran masa de los visitantes y para ellas se fijaban las tarifas de la mayoría de las habitaciones. Lo mismo no se podía decir de los grandes hoteles a orillas del mar, que cobraban entre tres y cinco dólares por noche. En general, cuanto más grande era el hotel más caras eran las tarifas y más limitada la clientela.
Se podían alquilar habitaciones en los hoteles pequeños más sencillos por solo 1,50 ó 2 dólares por noche, con pensión completa. Tarifas semanales de entre 8 y 12 dólares eran comunes. No queda constancia de las tarifas que cobraban las pensiones, pero se sabe que sus habitaciones costaban menos que las de los hoteles más baratos. En cuanto al número exacto de pensiones del balneario en su época de apogeo, solo podemos especular. Un dueño de un alojamiento no tenía la obligación de llamarlo «pensiones» ni «hotel». Muchas pequeñas pensiones de entre cuatro y seis habitaciones incluían la palabra «hotel» en su nombre comercial. Para aumentar aún más la confusión, muchos establecimientos usaban el término «cabaña».
Un historiador ha estimado que las pensiones suponían el 60 por ciento de todos los establecimientos que alquilaban habitaciones a turistas. Con un sueldo anual de mil dólares o menos, aplicable a trabajos como oficinistas, empleados del gobierno, carteros, pastores de parroquias, profesores y trabajadores de las fábricas, las tarifas de las pensiones hacían que una semana de vacaciones a orillas del mar fuera posible para la mayoría de los visitantes. Incluso las clases bajas podían permitirse una semana en la playa si se apretaban el cinturón y ahorraban de cara a sus vacaciones. Miles de familias hacían justo eso, ahorrando pequeñas sumas a lo largo del año para pasar una semana de juerga en la costa. Atlantic City era el único lugar de veraneo con un acceso directo en tren en todo el noreste, así que los hosteleros que trataban bien a sus clientes podían dar por hecho que volverían al año siguiente. Además, las compañías de ferrocarril y los comerciantes del balneario trabajaban juntos para mantener el flujo de clientes de la clase obrera.
Una de las estrategias para atraer a los turistas fue la de seguir promocionando el balneario como un spa. El empeño promocional de Pitney fue convertido en panfletos que las compañías ferroviarias repartían a sus clientes. Las exageradas afirmaciones acerca de los beneficios para la salud del entorno de la isla Absecon fue una parte importante de la campaña por vender Atlantic City a Filadelfa y al resto de la nación. Después de la muerte de Pitney, las líneas de ferrocarril emplearon a otros «hombres distinguidos de la medicina» que continuaron con la tradición. A estos doctores se les pagaba por firmar los textos promocionales y prescribir una estancia en la playa como cura para cualquier dolencia. Las compañías ferroviarias daban a los doctores billetes promocionales, que a su vez eran repartidos entre los pacientes que todavía no habían visitado el balneario. Los folletos, cuya impresión era financiada por las compañías ferroviarias, distribuían estos consejos de salud al público y describían siempre el aire del balneario como «hostil a la debilidad física».
Las exageraciones no tenían límites. «Junto con ser residente de Atlantic City, el mayor privilegio del que una persona puede gozar es disfrutar del descanso, la salud y el placer en esta ciudad junto al mar». El tema preferido de los doctores del ferrocarril era el ozono, «el elemento estimulante y vitalizador de la atmósfera» que existía en abundancia solo en la orilla del mar, especialmente en Atlantic City. Según uno de los panfletos de los ferrocarriles, «el ozono tiene una fuerza que tonifica, cura y purifica, la cual se incrementa cuando el aire entra en los pulmones. Fortalece los órganos respiratorios y, al estimularlos, ayuda a todo el sistema». Pero eso no fue todo. Al respirar el aire de Atlantic City, «la sangre se purifica y se revitaliza de manera natural, el estómago se tonifica, el hígado se activa de manera saludable y todo el cuerpo se beneficia de sus efectos. Una salud perfecta es el resultado inevitable».
Aparte de los panfletos que las compañías ferroviarias imprimían a mansalva, también había una serie de guías para viajeros, publicadas entre 1887 y 1908 por Alfred M. Heston, un autoproclamado promotor espontáneo del balneario. Heston era un hombre de amplia cultura y había trabajado para varios periódicos antes de fijar su residencia en Atlantic City. Heston era un hombre pequeño y flaco con cara de sabio que llevaba unos quevedos y unos bigotes muy bien cepillados. Era un poco excéntrico en su interés por las civilizaciones antiguas y la política progresista republicana. Heston era el editor de un periódico local, el Atlantic City Review, y el auditor oficial de cuentas de la ciudad entre 1895 y 1912. Sus guías de viaje anuales describían la maravillosa vida que esperaba a todo aquel que visitara Atlantic City. Las guías estaban llenas de bocetos de idílicas escenas protagonizadas por turistas, listados de hoteles, recomendaciones de comercios y restaurantes, actividades para la familia y pequeños relatos románticos. Todo estaba pensado para presentar Atlantic City al mundo a través de un cristal de color rosa. Según Heston, «el infinito panorama de la incesante y variada vida que impregna el agua, la playa y el paseo marítimo» hacía que Atlantic City fuera «la reina de los oasis».
Heston usó sus contactos en el mundo publicitario para que sus guías fueran reseñadas y promocionadas en los periódicos más importantes del momento, mientras que las compañías ferroviarias se hacían cargo de la financiación y distribución. Un viajero que estaba esperando un tren en Boston, Pittsburgh, Chicago o cualquiera de las miles de estaciones de ferrocarril en todo Estados Unidos siempre podía encontrar un ejemplar gratuito de la guía de Heston.
Conforme crecía la popularidad del balneario, uno de los temas principales de los promotores era desmentir la creencia popular de que Atlantic City solo era atractiva en verano. No todo el mundo era como Walt Whitman, quien decía de Atlantic City: «Me gusta tanto, o incluso más, en invierno». Whitman disfrutaba de los paseos en carruaje a lo largo de la playa y en enero de 1879 escribió a un amigo: «La playa me ofrece una pista buena y reconfortante para los paseos debido a la arena tan lisa que tiene (las ruedas del carruaje apenas dejan huellas en ella). El radiante sol, las olas brillantes, la espuma, las vistas —el vital, vasto y monótono océano […]— eran los temas de mi paseo […]. ¡Cómo disfruta el alma de la sencillez, la eternidad, el aspecto lúgubre y la naturalidad de estos elementos!».
Sin embargo, la prosa de Whitman atraía a pocos turistas en la temporada invernal, así que los agentes publicitarios del ferrocarril se inventaron otra ley natural para convencer a los visitantes de que los inviernos de Atlantic City eran suaves. Los textos promocionales decían que la Corriente del Golfo, en su camino hacia el norte, se desviaba hacia el oeste nada más pasar el cabo May y llegaba a unas pocas millas de la parte de la costa de Nueva Jersey en la que se encontraba la isla Absecon. Después, la Corriente del Golfo se desviaba hacia el mar, como si una mano invisible la guiara de nuevo hacia el helado norte, impidiendo, de esta manera, que cualquier otra ciudad de la costa del noreste pudiera beneficiarse de su calor. Tal y como admitiera más tarde otro publicista, «durante las tormentas de nieve, fuertes o moderadas, acribillamos los periódicos de las grandes ciudades con la fase "No hay nieve en el paseo marítimo", aunque esto a veces suponía que teníamos que despejar la nieve antes de enviar el anuncio».
El paseo marítimo, que empezó como una manera de prevenir que los turistas llevaran la arena de la playa por toda la ciudad, era otro recurso publicitario de las compañías ferroviarias y los comerciantes locales. Jacob Keim, un hostelero, y Alexander Boardman, un revisor de trenes, estaban hartos de toda la arena que los clientes traían, y no sospechaban lo que estaban haciendo cuando crearon una novedad que con el tiempo atraería a cientos de miles de nuevos adeptos a Atlantic City. En la primavera de 1870, Keim y Boardman convocaron una reunión de otros comerciantes en el hotel de Keim, el Chester County House. Boardman inició la reunión con estas palabras:
Señores, les hemos convocado para presentarles una idea que pensamos que puede beneficiar a todos los que estamos presentes en esta sala. Nuestros clientes ya no están satisfechos con las sencillas comodidades que antaño se les ofrecía en este lugar. Hoy en día debemos poner alfombras de alta calidad, buenos muebles y otros lujos. Estas cosas cuestan mucho dinero. Nuestras alfombras e incluso las butacas mullidas se están estropeando debido a la arena arrastrada a nuestros establecimientos desde la playa. Los paseos en la playa es uno de los pasatiempos preferidos. No podemos ponerles fin. Nuestra propuesta consiste en proveer a los paseantes de un paseo de tablas sobre la arena, puesto que creemos que esta medida puede solucionar nuestros problemas con la arena.
Keim y Boardman presentaron bocetos de su idea y enviaron una petición firmada al ayuntamiento. Fue fácil convencerles. El primer paseo marítimo era una construcción ligera, con una medida de dos metros y cuarenta y cuatro centímetros de ancho y estructurado en secciones con una longitud de tres metros y sesenta y seis centímetros, para que se pudiera retirar y guardar al final del verano. Se iniciaba en la casa para excursionistas Seaview y terminaba en el faro de la isla Absecon, convirtiendo las «incómodas zonas de ciénagas infestadas de mosquitos y arena blanda» en una vía frecuentada por grandes cantidades de excitados turistas que pegaban brincos en cada tabla. Este paseo, que cruzaba las dunas y se llenaba de gente que corría de aquí para allá, debió de ofrecer un aspecto muy curioso.
En los tiempos en que se colocó el primer paseo marítimo, el ayuntamiento adoptó una ley que prohibía la construcción de cualquier edificio a menos de 10 metros del paseo en el lado de la ciudad y vetaba totalmente edificar en el lado de la playa. En el año 1880, tras el patente éxito del segundo ferrocarril, los empresarios locales vieron el potencial del paseo marítimo como lugar para el establecimiento de tiendas. Los dueños de los terrenos que colindaban con el paseo presionaron al ayuntamiento para que anulara el decreto, para poder acercar los comercios minoristas a los paseantes. En menos de tres años tras la rescisión del decreto, el paseo marítimo se convirtió en una calle muy activa con más de cien negocios mirando al mar. Conforme crecía la demanda de acceso al paseo marítimo, la estructura iba mejorando y cada vez presentaba un aspecto más elaborado y permanente. En 1884 fue elevado del suelo, para prevenir el contacto con la arena, y colocado más cerca de la orilla. En 1896, la ciudad realizó una inversión seria, construyendo un paseo marítimo entablado que descansaba sobre pilotes de acero que se fijaban en la arena de la playa. Después de 1896, se puede decir que el paseo marítimo ya era un «paseo espectacular», sin rival en el mundo. A finales del siglo XIX, el paseo marítimo ya era una atracción por sí mismo, con muchos visitantes que acudían al balneario por primera vez solo para caminar por él Había algo mágico en poder caminar tan cerca, pero a la vez tan lejos, de la arena y del agua que captaba la atención del público.
Los negocios que bordeaban el paseo marítimo contribuyeron a fomentar la idea del comercio como algo central en la imagen de Atlantic City, lo cual duraría muchos años. Cada metro de este gran paseo estaba dedicado a ayudar a los paseantes a vaciar sus bolsillos. Si la gente que paseaba por el paseo marítimo no contemplaba el océano, estarían viendo algo que estaba en venta. Los comerciantes del paseo marítimo comprendían bien a sus clientes y hacían todo lo posible por distraer las miradas de las olas. Por primera vez, la industrialización y la urbanización de Estados Unidos habían creado unos ingresos lo suficientemente grandes para las masas como para permitir que estas pudieran gastar el superávit. Atlantic City contribuyó de manera importante a fomentar la ilusión de que el materialismo era el camino hacia la felicidad. Los comerciantes del paseo marítimo se aprovechaban del impulso consumista y convencían a sus clientes de que no iban a pasárselo bien en la playa si no compraban algunos de sus productos estrella. La idea de ir de compras como una actividad de ocio se puso de moda mediante la comercialización del paseo marítimo. La clase obrera se dejó convencer de que el desembolso de dinero podía resultar placentero y esa actividad se convirtió en una parte de la cultura popular americana.
Las tiendas del paseo marítimo no estaban allí para la conveniencia de los paseantes, sino que eran un tipo de entretenimiento y suponían una oportunidad de hacer realidad el sueño americano, aunque solo fuera de manera temporal. Cientos de pequeñas tiendas y estructuras parecidas a quioscos fueron construidas delante de los hoteles en el lado que daba a la ciudad del paseo marítimo. Dentro de los hoteles había tiendas más sofisticadas que vendían joyas y otros productos más caros, pero eran pocas. Había muchas más tiendas vendiendo abalorios a cambio de calderilla a lo largo del paseo marítimo. Con los grandes hoteles como telón de fondo, estas pequeñas tiendas ofrecían a los visitantes, de los cuales la mayoría nunca podría permitirse una estancia en los hoteles, la oportunidad de comprar regalos y recuerdos para que pudieran llevar a casa el sabor de la gran vida.
La cantidad de cacharros que los comerciantes del paseo marítimo ponían a la venta era ilimitada: postales con insinuantes motivos sexuales, conchas pintadas, joyas de oropel, mocasines indios hechos a mano, muñecas baratas, vidrio tallado de Bohemia y un sinfín de productos absurdos que el visitante solo podía adquirir cuando estaba de vacaciones en Atlantic City y no en cualquier otro lugar. Además, los comerciantes del paseo marítimo se inventaron establecimientos de comida para llevar, ofreciendo una selección increíble de comida y bebidas. Había de todo, desde croquetas, tutti frutti, toffee de agua salada, palomitas de caramelo y pretzels hasta toda el «agua natural de Saratoga» que pudieras tomar por cinco centavos.
El paseo marítimo se convirtió en la calle Mayor de la isla de Fantasía. Era un lugar maravilloso, lleno de despampanantes atracciones baratas. «El paseo marítimo era un escenario en el que se imponía una suspensión temporal de la incredulidad; un comportamiento que en circunstancias normales se hubiera considerado exagerado se tomaba como algo natural en el día a día del balneario». A principios del siglo XX, el balneario atrajo la atención del New Baedeker, una publicación para los viajeros sofisticados que proclamaba: «Atlantic City es la octava maravilla del mundo. Es sobrecogedora en su ordinariez: primitiva, espantosa y magnífica. Hay algo colosal en su vulgaridad».
El espectacular paseo de Atlantic City creó una ilusión de movilidad social para los paseantes que no se podía encontrar en ningún otro balneario. La invención de Elias Howe de la máquina de coser en 1846 asentó la base para la industria de la confección lista para llevar. El extendido uso de esta máquina en la última mitad del siglo XIX propició una revolución en la moda de Estados Unidos. Ahora, las vestimentas elegantes ya estaban al alcance de la clase obrera. La ropa confeccionada a escala industrial borró los límites entre las clases y, para muchos de los clientes del balneario, el paseo marítimo se convirtió en una pasarela donde poder exhibir su nueva ropa.
Un viaje a Atlantic City era una excusa para ponerse guapo. Los paseos en el paseo marítimo hacían que los visitantes se sintieran como integrantes de un gran desfile de moda. La clase obrera necesitaba oportunidades para participar en eventos festivos, y el paseo marítimo les daba justo eso. Durante los meses de verano, el balneario se convirtió en una gigantesca fiesta de disfraces en la que todo el mundo trataba de mostrar que había avanzado en la jerarquía social. Al mismo tiempo que la popularidad del balneario estaba creciendo, la sociedad estadounidense se estaba orientando hacia la cultura popular para adaptarse al nuevo mundo industrial. El trabajador medio quería liberarse de los límites impuestos por la vida en las granjas y los pequeños pueblos. Atlantic City era un lugar donde este deseo podía ser expresado. El paseo marítimo creaba la ilusión de que todo el mundo formaba parte de una enorme clase media que estaba desfilando hacia la prosperidad y la libertad social. No existían las diferencias sociales mientras uno paseaba por el paseo marítimo; todo el mundo era alguien especial.
Para los visitantes, la glorificación del hombre de la calle culminó con la llegada de la butaca con ruedas. La butaca con ruedas fue introducida en el paseo marítimo por primera vez en 1887 por William Hayday el dueño de una ferretería, para contribuir a la imagen de Atlantic City como un spa. Los inválidos podían alquilar una butaca y disfrutar de las vistas del mar, del aire salado y de los productos que estaban a la venta en la multitud de tiendas del paseo marítimo. Harry Shil, un fabricante de sillas de ruedas, se quedó tan impresionado que comenzó a producir grandes cantidades de butacas con ruedas. Se convirtieron rápidamente en un medio de transporte no solo para los inválidos, sino también para cualquier visitante, desde los trabajadores más sencillos hasta la realeza, aunque solo fueran para distancias cortas. ¿Qué mejor manera de acariciar el ego de la clase obrera que llevarle de un lado a otro en un vehículo ornamentado, con cojines confortables y mullidos, conducido por un atento sirviente? Este tipo de tratamiento no estaba a su alcance cuando estaban en sus propias casas, lo cual convertía al paseo marítimo en un recuerdo muy especial.
El paseo marítimo llevó a los clientes del balneario hasta la orilla del mar, pero los cinco muelles de entretenimiento que fueron construidos en el lado que daba al mar los acercó todavía más, ya que se encontraban sobre el mismo océano. La excitación producida por la idea de divertirse junto al océano era más que suficiente para atraer a los visitantes y se gastaban el dinero en cualquier atracción que se ofreciera en los muelles. Los tres primeros que fueron construidos no duraron más que un verano; las tormentas invernales acabaron con ellos. En 1884, John Applegate, un fotógrafo del paseo marítimo, construyó uno más sólido que medía 204 metros y contaba con dos pisos y un pabellón para entretenimiento en el extremo del mar. El muelle de Applegate era una inversión rentable para su dueño, pero poca cosa en comparación con el éxito de John Young, quien lo compró en 1891.
John Young comprendió el significado último de Atlantic City. Nació en la bahía frente al pueblo de Absecon, hijo de un ostrero, y se quedó sin padre a la edad de tres años. Pronto dejó el colegio para ganarse la vida. Mientras trabajaba como carpintero en las obras de reparación del paseo marítimo, conoció a Stewart McShea, un panadero de Pensilvania. McShea tenía dinero y Young tenía ideas. Juntos abrieron una pista de patinaje y un tiovivo, que tuvieron mucho éxito. Cuando el muelle de Applegate salió a la venta se lo quedaron y Young se encargó del espectáculo.
Young alargó el muelle de Applegate hasta los 650 metros y rastreó todo el mundo en busca de atracciones que pudieran atraer a las masas. Su muelle era un palacio brillante: contenía «la pista de baile más grande del mundo», un hipódromo, una sala de exhibiciones donde se podía ver de todo, desde mariposas hasta mutantes; una reproducción de un templo griego y un acuario en el que exhibía criaturas especiales que sacaba del mar en sus sesiones de pesca diarias. Young organizaba bailes, promovía concursos, entregaba premios, montaba exhibiciones y financiaba producciones de obras de teatro clásicas y modernas en el Teatro del Muelle de Young. Incluso llegó a traer a Sarah Bernhardt a su muelle para actuar en una función de «Camile». El Capitán tenía algo para todo el mundo.
El muelle que Young compró a Applegate fue arrasado por el fuego en 1902. Young pagó a McShea su parte correspondiente y reconstruyó el muelle en solitario, estrenando la nueva construcción el siguiente verano con el nombre de El Muelle del Millón de Dólares de Young. Su muelle era un palacio de oropel que cegaba los ojos de los paseantes del paseo marítimo. Estaba decorado con centelleantes secciones de madera ornamentada al estilo victoriano y albergaba atracciones diseñadas para un público amplio. En su mejor época, Young cosechaba unos ingresos anuales superiores a un millón de dólares, y esto antes de la llegada del impuesto sobre la renta de las personas físicas.
Young no trataba de esconder su fortuna y mandó levantar una mansión de mármol en su muelle para poder, según sus propias palabras, «pescar desde la ventana de mi cocina». La casa estaba decorada con objetos que venían de todas partes del mundo y la oficina de correos de Estados Unidos la identificaba como «Océano Atlántico, número 1, Estados Unidos». A pesar de estar edificada en un muelle, la mansión contaba con un jardín que se extendía delante de sus puertas. El jardín incluía estatuas importadas de Florencia, en Italia. «Fueron destapadas según la tradición antigua y en su momento se consideraban atrevidas. En particular, el grupo de motivos de Adán y Eva causó sensación cuando un rayo cayó sobre un punto delicado de la figura de Eva. La divertida anécdota saltó a la prensa. Los periódicos y las agencias de prensa difundieron la noticia por todo el país». La iluminación y el diseño paisajístico del palacio de Young eran obra de su amigo de toda la vida Thomas Edison. El Capitán y el inventor pasaron muchas tardes juntos, pescando desde el extremo del muelle detrás de la mansión. La mansión de Young era admirada por todos sus clientes hasta que un día el mar se la tragó durante una tormenta invernal.
Young y los otros comerciantes del paseo marítimo que lo imitaban fueron, en gran medida, responsables de la institucionalización del concepto de la cultura de consumo en Estados Unidos. Gracias a ellos, Atlantic City se convirtió en un lugar donde los visitantes que venían sabían que iban a gastar su dinero. Los turistas lo hacían encantados, porque los comerciantes del paseo marítimo fueron capaces de convencerles de que se lo estaban pasando en grande. En el sector hostelero, la parte correspondiente a los comerciantes del paseo marítimo eran los dueños de los hoteles y pensiones del balneario, que estaban dispuestos a invertir su dinero en la blanda arena con la esperanza de hacerse con una fortuna. Muchos de ellos venían de Filadelfa y contemplaban Atlantic City como la nueva frontera de la industria hotelera. Para ellos, el balneario era el patio de recreo de verano de Filadelfa, y consideraban que el mercado era suyo.
Los dueños de los hoteles y las pensiones participaron en las campañas publicitarias destinadas al mercado nacional, pero sabían que no podían sobrevivir sin Filadelfa. El primer hotelero de gran éxito fue Benjamín Brown, quien adquirió el hotel Estados Unidos, de seiscientas habitaciones. El hotel, que había sido construido por el Ferrocarril Camden-Atlantic, ya había cambiado de manos varias veces antes de que Brown lo comprara. Poco después de hacerse con él, ya estaba cortejando a los clientes con anuncios publicitarios que proclamaban: «Grandes habitaciones con muebles de nogal […], gas en cada habitación […], conciertos todas las mañanas, tardes y noches a cargo de famosas orquestas». Benjamin Brown era un showman de la talla de John Young. En colaboración con el ferrocarril, lanzó una agresiva campaña para atraer a los ricos y los famosos, usándolos como cebo para los nuevos ricos que estaban trepando en la jerarquía social. Ofertaba estancias con todos los gastos incluidos a visitantes famosos, siempre y cuando pudiera utilizar sus nombres en textos publicitarios.
En una ocasión, Brown logró traer al presidente Ulysses S. Grant. «El amigo de mi padre, Al, dijo que Grant bebió tanto durante su visita a la ciudad que es probable que ni se acuerde de haber estado». El día de la llegada de Grant fue declarado festivo y se publicaron anuncios en los periódicos más importantes del noreste para demostrar que Cape May no era el único balneario capaz de dar la bienvenida a un presidente.
Otro hotelero importante era Charles McGlade, dueño del Mansion House, que se encontraba en la esquina de las avenidas de Pennsylvania y Atlantic. Era una estructura baja que se extendía en todas las direcciones, y el hotel estaba de capa caída cuando McGlade se hizo cargo de él McGlade cambió las cosas rápidamente. Era un tipo inquieto, lleno de energía, que supervisaba cada faceta de su hotel. Comenzó promocionando su negocio y fue el primer hotelero en utilizar, para sus anuncios en la prensa, una letra tan grande como la de las tiendas minoristas. Antes de McGlade, los anuncios de hoteles aparecían, por regla general, en un formato comparable a los clasificados modernos: cinco o seis líneas, bajo la categoría de «balnearios», era la praxis habitual de la moderada era victoriana. McGlade ignoraba las convenciones. Anunciaba sus mensajes a pleno pulmón con una llamativa letra negrita en la sección de anuncios de los periódicos más importantes del noreste. Funcionó, y la competencia no tardó en seguir su ejemplo, creando una revolución en el mundo de la publicidad hostelera.
El dueño del Mansion House también inventó cosas que iban más allá de la publicidad.
Antes de McGlade, la mayoría de los hoteles y pensiones de la ciudad tenía pocos muebles, lo cual creaba un ambiente sobrio, casi espartano —casi el que uno podría esperar en un retiro religioso—.
McGlade trajo el confort a Atlantic City, algo que los hosteleros locales habían considerado superfluo en un negocio que solo funcionaba en la temporada de verano. Lo primero que hizo fue transformar el «salón» en un sofisticado vestíbulo de hotel. Las paredes desnudas y la escasa decoración dieron paso a techos con frescos de flores y figuras pintados por un artista local llamado Jerre Leeds.
McGlade creó un aura de glamour. La renovación incluía elegantes alfombras, papel de pared exclusivo, butacas chaise longue con cojines, candelabros de cristal, vidrio pulido y paneles de caoba. Poco después, las desnudas paredes y los incómodos muebles de la competencia de McGlade fueron sustituidos por toda una serie de mejoras que transformaron la industria hotelera de los balnearios. «El bar, una parte fundamental de cualquier negocio hotelero, pasó de ser un saloon a ser un salón», y se convirtió en un popular lugar de encuentro para los clientes de otros hoteles y pensiones. McGlade también instaló un pabellón con pista de baile al aire libre, ofreciendo a sus clientes la posibilidad de disfrutar del frescor en vez de verse obligados a acudir a un caluroso comedor, que era donde su competencia organizaba los bailes. Y lo que era más importante, inauguró un modo de entretener a sus clientes que no tardó en convertirse en la marca de la casa de Atlantic City. Mandaba un elegante carruaje tirado por caballos a la estación de ferrocarril para recoger a sus huéspedes, y cuando llegaban al hotel él mismo los recibía en persona. Supervisaba todos los servicios que el hotel ofrecía a sus huéspedes y les hacía sentir que eran invitados especiales. Cuando partían, él estaba presente para despedirse de ellos con un: «Espero volver a verles pronto». McGlade fijó las normas de la hospitalidad.
Otros hoteleros siguieron su ejemplo. Uno de aquellos pioneros era Josiah White, quien estableció una dinastía en el balneario. Josiah White III era el biznieto de Josiah White, un pionero de Pensilvania que había construido el canal de Lehigh. Los White deseaban establecer nuevos negocios en Pensilvania, de una manera parecida a la de la familia Richards en el sur de Nueva Jersey. Josiah White podía ver que Atlantic City era la zona de recreo de Filadelfa y en 1887 adquirió el hotel Luray una pensión de noventa habitaciones en la avenida Kentucky cerca de la playa. No tardó en hacerse con las tierras entre el Luray y el océano y, con sus hijos John y Alen, amplió el Luray hasta convertirlo en un hotel de más de trescientas habitaciones. White y sus hijos establecieron tiendas a lo largo del paseo marítimo y levantaron el primer patio solar de un hotel en el balneario. Los White añadieron otra primicia: agua de mar caliente y fría para aquellas habitaciones que contaran con baños privados.
Tras el éxito del Luray, White y sus hijos compraron una propiedad cercana que estaba siendo utilizada para estancias breves por la Academia del Sagrado Corazón. En 1902, los White levantaron el Marlborough House. Poco después, el Luray fue arrasado por un incendio. En vez de reconstruirlo, White y sus hijos adquirieron propiedades adicionales cerca del Marlborough y construyeron el hotel Blenheim. Fue uno de los primeros hoteles resistentes al fuego en Atlantic City y el primero en el que todas las habitaciones contaban con un baño privado, algo inédito en la industria hotelera de entonces. Otra novedad que presentaba el Blenheim era que estaba construido con hormigón armado. Era un proceso nuevo y su inventor, Thomas Edison, estaba presente para supervisar la obra.
Los hoteles de White, junto con varios otros hoteles grandes, crearon un aura de magia a lo largo del paseo marítimo. Eran magníficos castillos de arena que llamaban la atención al público e incrementaron la fama de Atlantic City. El Marlborough, llamado así por la casa del príncipe de Gales, fue construido con el estilo de arquitectura de la reina Ana de Gran Bretaña. El Blenheim, bautizado con este nombre en honor al castillo Blenheim, la casa del duque de Marlborough, fue diseñado al estilo árabe. La mayoría de la gente que visitaba Atlantic City no podía permitirse una estancia en el Marlborough ni el Blenheim, pero las propiedades de los White pusieron un toque de elegancia y dieron valor añadido a Atlantic City y el paseo marítimo.
A través del liderazgo de hosteleros como Benjamin Brown, Charles McGlade y los White, la industria hotelera de Atlantic City se forjó una reputación como un destino en el que el turista podía contar con recibir un buen trato. Fijaron las normas para toda la industria hostelera, incluso para los hoteles más pequeños y las pensiones. Independientemente de su nivel adquisitivo, cuando los visitantes llegaban a Atlantic City sabían que se les mimaría. Pero el cortejo de los huéspedes de los hoteles —especialmente en los tiempos previos a la llegada de las facilidades modernas— suponía mucho trabajo. La actividad de la industria hotelera del balneario no era viable sin grandes cantidades de trabajadores poco cualificados. Había una demanda constante de cocineros, camareros, personal de limpieza, friegaplatos, botones y conserjes. Estos puestos eran ocupados casi en exclusiva por esclavos liberados y sus descendientes, que habían emigrado hacia el norte tras la guerra civil de Estados Unidos. Estos afroamericanos fueron esenciales en la carrera de Atlantic City por convertirse en un destino turístico distinguido. El dinero que hacía falta para construir un balneario de nivel nacional llegó de los inversores de Filadelfa y Nueva York, pero el esfuerzo físico necesario para que la máquina no se parase lo pusieron los trabajadores negros, que habían sido atraídos al norte con la esperanza de encontrar una vida mejor.