El Donald viene a la ciudad
Donald Trump estaba en el puente de su yate de 30 millones de dólares, el Trump Princess. A pesar del cielo encapotado y los chubascos, cientos de personas —políticos, reporteros, paparazzi y seguidores incondicionales de Trump— se acurrucaron, protegidas de la lluvia bajo el techo de la zona de espera de la Marina Frank Farley. Habían llegado para ver cómo el magnate inmobiliario de la ciudad de Nueva York, convertido en magnate de casinos, atracaba en la isla Absecon, exhibiendo con orgullo su último juguete.
«El Donald» y su primer trofeo matrimonial, Ivana, mostraron sus mejores sonrisas y saludaron de manera triunfal mientras el yate de ochenta y seis metros de eslora atracaba lentamente en su embarcadero, hecho a medida. Después, en la televisión y en las fotografías de la prensa parecía que estaban saludando a unas masas eufóricas agolpadas sobre el embarcadero, pero la verdad es que la lluvia, junto con las instrucciones de los agentes de seguridad de Trump, mantenía a la mayor parte de los espectadores lejos de la nave. La gente de Trump había cargado otro barco con reporteros y cámaras para inmortalizar la llegada. Los animados gestos no eran más que oportunidades para realizar fotos. Las fuertes lluvias habían dejado el muelle vacío y el recibimiento previsto fue rápidamente trasladado al hotel y casino del Donald, el Trump Castle (ahora Trump Marina).
El Princess era el nuevo juguete de Trump. Apestaba a excesos desvergonzados. Era un palacio flotante que le habría dado envidia hasta a Nucky Johnson. La nave de seis plantas contaba con todas las facilidades imaginables, tanto para un crucero por los mares como para permanecer con las anclas echadas en algún puerto del Mediterráneo. Tenía ocho camarotes, seis suites y dos suites superiores. Los detalles del equipamiento de los baños estaban tallados a mano de piezas sólidas de ónix y los lavabos estaban bañados en oro. Durante las obras de rehabilitación, que ascendían a ocho millones y medio de dólares, se habían sacado todos los tornillos de las zonas públicas para bañarlos en oro antes de volverlos a poner en su sitio. Había docenas de teléfonos repartidos por toda la nave, además de una conexión vía satélite para mantener a Trump en contacto con su imperio desde cualquier punto de la tierra. Había un par de lanchas motoras de alta velocidad, colocadas en la popa del barco, para llevar a la gente al embarcadero rápidamente en aquellos puertos que no contaran con aguas lo suficientemente profundas para el Princess. Y si el Donald necesitaba acudir a tierra firme muy deprisa, el Princess tenía su propio helicóptero en la cubierta superior.
El Princess era una prueba llamativa de que su dueño poseía una de las mayores fortunas del mundo. La nave había sido bautizada Nabila en honor a la hija de su primer propietario, el traficante de armas de Arabia Saudí Adnan Khashoggi, que había sido utilizado por Oliver North como intermediario en el escándalo de Irangate. Cuando se les preguntaba a los miembros de la tripulación por el pasadizo secreto que permitía el acceso entre la suite de Khashoggi y la de su amante, sonreían en silencio, fingiendo no conocer semejantes cosas. Las novias eran caras, y los tiempos se volvieron difíciles para el traficante de armas. Estaba endeudado hasta las cejas y usó el Nabila como aval para un crédito del sultán de Brunei. Khashoggi no cumplió con las condiciones del contrato y el sultán se quedó con el barco. Se estimaba que los gastos de construcción del yate habían ascendido a 85 millones de dólares y era considerado una de las naves más lujosas del mundo. Pero el sultán no necesitaba otro yate. Ya tenía uno, que apenas utilizaba. Quería deshacerse del Nabila; Trump se lo compró por 30 millones de dólares.
Poco después de adquirir su nuevo yate, Khashoggi, que había visitado unos cuantos casinos de Atlantic City, se puso en contacto con Trump. El traficante de armas quería que Trump eliminara el nombre de su hija del yate. Khashoggi no conocía el ego del Donald, que quizá sea el mayor ego desde los tiempos de los faraones del antiguo Egipto. Con un hombre que ponía su nombre en casi todas sus pertenencias, era indudable que cambiaría el nombre de su nuevo juguete. Si Khashoggi hubiera esperado un poco más, no le habría costado el millón de dólares que Trump le exigió para cambiar el nombre del yate. Cuando atracó en Atlantic City, el yate ya se había convertido en el Trump Princess.
El evento fue la coronación de Trump como el autoproclamado príncipe de la industria de los juegos de azar de la ciudad. En el salón de baile del Castillo Trump, cientos de residentes se unieron al Donald y su gente para celebrar la ocasión. La lista de invitados era un listado de la gente más importante de Atlantic City. Estaban presentes los líderes empresariales de la zona, el alcalde, los miembros del concejo municipal y de la asamblea legislativa estatal, y hasta un miembro del Congreso de Estados Unidos. Las masas rindieron homenaje al éxito de Trump para cultivar su imagen como el promotor inmobiliario billonario que convertía en oro todo lo que tocaba. Traía algo más que un yate ostentoso a Atlantic City: estaba aumentando la visibilidad del balneario para el público nacional.
En la época en que el Donald vino a la ciudad, el apellido Trump se estaba convirtiendo en una leyenda en el mundo de los negocios inmobiliarios, y en un icono de la cultura popular estadounidense. Sin embargo, el Donald solo representa una parte de la leyenda de los Trump y, a decir verdad, era la parte más pequeña. Su padre, Fred Trump, tenía verdadera madera de leyenda. El Donald empezó ahí su carrera, subido a los hombros de Fred. Para entender al Donald, es importante conocer sus raíces.
Frederick Christ Trump nació el 11 de octubre de 1905 en la ciudad de Nueva York. Por aquel entonces, la residencia familiar era un piso sin agua caliente en el número 539 de la calle 177 del este de Manhattan. Sus padres habían nacido en Alemania y Frederich, el padre de Fred, iba de un lugar a otro en busca de la fortuna. Incluso regresó a Alemania para encontrar una esposa antes de volver a Estados Unidos y fijar su residencia permanente en Nueva York. No tuvo éxito ni como hotelero ni como hostelero y montó un negocio inmobiliario en la zona de Queens, en la ciudad de Nueva York. Aquello resultó ser el inicio de un imperio. Frederich murió cuando Fred tenía once años, y su mujer Elizabeth luchó por sacar adelante a Fred, su hermano y hermana.
Elizabeth Trump era costurera y Fred empezó a trabajar poco después de la muerte de su padre. En su primera adolescencia, Fred ya contribuía a los ingresos de la familia trabajando en el creciente sector de la construcción neoyorquina como «ayudante de caballos». Durante los meses invernales, los carros tirados por caballos y mulas a menudo no podían subir las cuestas más empinadas con materiales de construcción para las obras. En una época en la que no había leyes para regular el trabajo infantil, los contratistas empleaba a los chicos jóvenes más fuertes para sustituir a los caballos. Fred subía muchos cargamentos de materiales de construcción por las heladas cuestas hasta los atareados carpinteros. «Sustituí a una mula», diría más tarde. Fred todavía estaba en la adolescencia cuando él mismo se convirtió en carpintero. Estudiaba en el instituto Pratt de Brooklyn, donde profundizaba en las actividades de los diferentes gremios involucrados en la construcción y aprendía a interpretar planos y realizar dibujos técnicos. Tal y como diría después: «Aprendí a encuadrar paredes de manera más eficaz que otras personas, y cómo interpretar planos de manera más correcta y rápida. No eran unas habilidades muy considerables, pero me dieron cierta ventaja». Tuvo una ventaja competitiva sobre los demás durante toda su carrera.
A los dieciocho años Fred ya era su propio jefe. Era demasiado joven para poder firmar contratos e incluso cheques, así que la primera empresa de Fred se llamaba Elizabeth Trump e Hijo. Su primer proyecto fue una casa unifamiliar en el barrio de Woodhaven, en Queens. Con los beneficios derivados de la venta de aquella casa, construyó otras dos casas en Queens Village, seguidas de otras diecinueve en Hollis. No necesitaba alejarse del lugar donde su padre había empezado y el distrito municipal de Queens fue donde se asentó. Construyó de todo, desde mansiones en Jamaica Estates hasta casas para profesores, bomberos y comerciantes en Woodhaven y Queens Village.
Cuando expandió el negocio a Brooklyn y Staten Island, Fred construyó miles de viviendas destinadas tanto a la venta como al alquiler. En julio de 1938, el Brooklyn Eagle elogió a Fred Trump llamándolo «el Henry Ford de la industria de la construcción de viviendas». Fred explotó las subvenciones gubernamentales y los incentivos fiscales que se ofrecían tras la Segunda Guerra Mundial con una habilidad que nadie en la historia de la ciudad de Nueva York ha podido igualar nunca. Amasó una fortuna. A lo largo de los años cincuenta y sesenta sus actividades suscitaron muchas controversias y el Gobierno investigó una obra tras otra. Hubo acusaciones de sobornos y comisiones ilícitas, pero Fred salió ileso y se convirtió en el arrendador más grande de la ciudad. Cuando su hijo Donald terminó la escuela preparatoria en la academia militar de Nueva York en Cornwall-on-Hudson, se licenció en el Centro Wharton de Estudios Empresariales de la Universidad de Pensilvania, en Filadelfia. Por aquel entonces, el imperio de Fred contaba ya con casi 25.000 viviendas, que proporcionaban unos beneficios anuales de más de 50 millones de dólares en concepto de alquiler.
Y todo era de él, no tenía socios. El enorme capital que Fred había amasado a través de sus propiedades inmobiliarias era irresistible para su hijo. Donald convenció a su padre para que utilizara aquel dinero inmovilizado para invertirlo donde Fred nunca lo había hecho hasta el momento: en la isla de Manhattan, al otro lado del río East.
El mercado inmobiliario de Manhattan no es un lugar apto para principiantes. Los inversores oportunistas con capital pueden hacer fortunas en Manhattan, pero también puede ser un cementerio para muchos potenciales barones inmobiliarios. Donald Trump no solo tenía el dinero de su padre, también tenía sus instintos. Desde que era niño, siempre había observado y trabajado con su padre cuando no estaba en el colegio. Aprendió mucho. Cuando todavía era un veinteañero, Trump ya había desarrollado unos conocimientos de la especulación inmobiliaria mucho mayores de lo que cabría esperar de una persona de su edad.
La primera oportunidad de Trump de mostrar su talento llegó con unos terrenos del Ferrocarril Penn Central, que pasaba una difícil situación. En 1974, Trump Enterprises firmó un precontrato de compra de varias parcelas a orillas del río Hudson. Era un momento crucial. No era solo Penn el que estaba en apuros, la propia ciudad de Nueva York estaba atravesando un momento de dificultades económicas y de imagen, y no había inversores. El precio de venta de los terrenos del Penn Central era de 62 millones de dólares, pero Trump no pagó nada por los derechos. Mejor aún, el ferrocarril aceptó hacerse cargo de los gastos administrativos relativos a los permisos que hacían falta para tramitar la construcción de una urbanización de miles de viviendas. Entre las desgravaciones fiscales municipales y los créditos a largo plazo con intereses bajos (Fred era íntimo del alcalde, Abe Beame), Fred pudo garantizar el éxito de sus planes. Otro negocio en el que Trump tampoco tuvo que adelantar mucho dinero propio fue el Grand Hyatt. De nuevo, Penn Central era la parte vendedora y esta vez Trump tenía un socio en la cadena de hoteles Hyatt. Aceptó comprar el viejo hotel Commodore por 10 millones de dólares y convenció al ayuntamiento de que le concedieran una desgravación fiscal de una duración de 40 años, valorada en al menos 160 millones de dólares, lo cual era un hecho sin precedentes. Cuando otros promotores se enteraron de los términos del acuerdo, el gobierno municipal fue muy criticado. Sin embargo, es probable que Trump, por aquel entonces, fuera el único posible comprador del Commodore, y el único promotor dispuesto a apostar por la construcción de un nuevo hotel en la ciudad de Nueva York.
Trump había aprovechado la oportunidad creada por una ciudad que estaba desesperada por construir. Continuó su campaña con la adquisición del edificio Bonwit Teller y los derechos de explotación de la parte superior de la adyacente Tffany's, en la Quinta Avenida. Allí construyó la columna vertebral de su imperio en Manhattan, la Torre Trump, un palacio brillante con cientos de pisos, cada uno con un valor de siete cifras, y esto solo en Nueva York. Trump expresó su deseo de invertir en Atlantic City.
A pesar del éxito inicial de los juegos de azar en casinos, una mentalidad parecida a la de Nueva York predominaba en Atlantic City cuando Trump comenzó a buscar propiedades inmobiliarias: es decir, cualquier tipo de construcción era bienvenido. Habían pasado tantos años sin que nadie mostrase interés por invertir en Atlantic City que durante los primeros diez o quince años después de la legalización de los juegos de azar cualquier promotor nuevo, especialmente un gigante inmobiliario como Trump, era recibido con los brazos abiertos. Había que reconstruir tantas cosas que Donald Trump fue mimado desde el primer momento. Trump estaba deseando beneficiarse del auge inmobiliario de Atlantic City, pero había esperado demasiado tiempo para conseguir el dinero realmente fácil y abundante que cosechaban Resorts, Bally's y Caesar's. Durante sus primeros años, los tres casinos eran verdaderas máquinas de hacer dinero. Trump no comenzó a buscar un proyecto de casino hasta principios de 1980. Para entonces, por lo menos otros seis casinos estaban en construcción y una docena más estaban siendo planificados. La oportunidad de convertir las inversiones en dinero fácil y rápido había atraído a todo tipo de gente, desde empresas consolidadas como hoteles Hilton y Holiday Inn hasta corredores de bolsa fraudulentos y la mafia.
El primer hotel con casino de Donald Trump, el Trump Plaza, era uno de aquellos proyectos que habían empezado como un fraude. Los planes para el casino habían sido desarrollados inicialmente por Robert Maheu, un socio del huraño billonario Howard Hughes. Habían pasado ocho años desde que le habían forzado la salida de la Corporación Summa de Hughes, en la que se dedicaba a las operaciones de casinos de la empresa en Las Vegas. En 1978, cuando Resorts International abrió sus puertas, Maheu era el presidente de Houston Complex, Inc., una empresa de Las Vegas que decía dedicarse al negocio del software para ordenadores. Su socio en esta aventura era Grady Sanders, presidente de Network One, Inc. Al igual que Steve Wynn, Maheu y Sanders vieron cómo los jugadores hacían cola para perder su dinero en Resorts International y quisieron tener un casino propio. Con una bravuconería solo superada por gente como Donald Trump, Maheu y Sanders anunciaron que construirían un hotel de mil habitaciones en un solar demasiado pequeño para tal propósito en el paseo marítimo, junto a la Sala de Convenciones. La construcción costaría más de 100 millones de dólares.
La nota de prensa de Maheu atrajo la atención de la Comisión de Valores (SEC). Los comentarios de Maheu y Sanders sobre sus planes habían generado intensas especulaciones en Wall Street, y el precio de las acciones de las dos empresas se disparó. A finales de agosto de 1978, solo unos días después de que hubieran firmado un contrato de alquiler del terreno, la SEC paró la compraventa de acciones de las empresas durante diez días para investigar el asunto más a fondo. Unas dos semanas después de la primera intervención de la SEC, Maheu y Sanders desvelaron sus planes para otro proyecto, un hotel con casino de 600 habitaciones por un precio de 60 millones de dólares. «Ya se han dado órdenes para iniciar la obra y todo el mundo está entusiasmado con la idea», dijo Maheu en una rueda de prensa. Las notas de prensa se sucedieron. Nuevos socios se unieron a ellos, se concretaron los términos del alquiler y de la financiación, y se revisaron los planos de la construcción. También había otros planes. Previamente, ese mismo año, Network One había dicho a sus accionistas que estaba desarrollando un sistema «no manipulable» de grabación de vídeo que venderían a través de 90 distribuidoras y que generaría 2 millones de dólares de ventas solo el primer año. Un año más tarde, no había ni distribuidoras ni ventas. Las empresas también anunciaron sus planes para lanzar una cadena de televisión vía satélite y cable y un proyecto para construir una montaña rusa de tres kilómetros en Las Vegas, ninguno de los cuales se materializó nunca. Entonces la SEC les devolvió el golpe: acusó a las dos empresas de haber emitido «información falsa y engañosa sobre sí mismas con el fin de crear la ilusión de que eran empresas de Las Vegas firmemente consolidadas dignas de ser tenidas en cuenta que se dedicaban a diversas actividades». En realidad, las dos no eran más que «corporaciones sin ninguna actividad productiva que cotizaban en bolsa».
Ahora que resultaba prácticamente imposible financiar el proyecto, Maheu y Sanders reclutaron como socio a Midland Resources y a los promotores Robert Lifton y Howard Weingrow para rescatarlo. Sin embargo, Maheu y Sanders no tenían los recursos necesarios para continuar y los nuevos socios se hicieron con el control del proyecto. Los planes fueron revisados otra vez, pero no consiguieron encontrar financiación para lo que llamaban «el hotel-casino Atlantic Plaza». Entonces apareció Trump. El Donald llegó a un acuerdo para alquilar el terreno de los socios y se hizo con el proyecto, lo cual le permitió entrar en Atlantic City de una manera barata.
En el momento de la llegada de Trump, la industria del juego en Atlantic City estaba sufriendo las consecuencias del vertiginoso crecimiento. La industria había crecido más rápido que el mercado, y esto causó algunos momentos difíciles. Había nueve casinos funcionando —varios de los cuales perdían dinero— y ninguno estaba en construcción. Faltaba mucho para terminar la reconstrucción del balneario y los políticos del Estado y del municipio estaban desesperados por encontrar a alguien que pudiera poner a trabajar a los albañiles, crear más oportunidades para la recaudación de impuestos y fomentar la creación de empleo en la ciudad. Trump se percató de su ansiedad y aprovechó el momento. Entró con grandes planes, celebrados por los políticos como el inicio de una «segunda oleada». Después anunció que había puesto freno a sus planes hasta que no recibiera las concesiones de la ciudad y del Estado que pudieran garantizar el éxito de su inversión.
Un arrogante Trump insistió en que no continuaría con sus planes a no ser que le dieran una licencia de casinos primero. «No quería estar en una posición de desventaja frente a la Comisión de Control de Casinos […]. Mi mejor tarjeta de presentación era el hecho de que se habían parado todas las obras de construcción de nuevos casinos en Atlantic City. Sabía que los políticos del Estado y de la ciudad estaban tratando de encontrar nuevas pruebas de que merecía la pena invertir en Atlantic City». Dijo al Estado que no estaba dispuesto a «estar tocándome las narices a la espera de una respuesta» si el proceso de investigación duraba más de un año. El resultado era un compromiso informal de completar el proceso en el plazo de seis meses.
Técnicamente, era imposible cumplir con estas condiciones. La comisión otorga una licencia a un edificio y después averigua si los dueños cuentan con las cualificaciones necesarias para gestionarlo y dirigirlo. Este método no había presentado problemas antes de la llegada de Trump, porque todos los demás operadores abrieron sus casinos con una licencia temporal, lo cual era conveniente para la comisión, puesto que permitía abrir un casino con todas sus actividades en cuanto la construcción del mismo estuviera terminada aunque el proceso de investigación de los solicitantes no se hubiera completado. Para entonces, las licencias temporales habían sido abolidas y Trump no se arriesgaría a construir un casino sin antes saber que iba a poder dirigirlo. La estrategia cumplió dos objetivos a la vez: dio a Trump la excusa que necesitaba para buscar a otros que estuvieran dispuestos a arriesgar su dinero en el proyecto y también metió presión a la comisión para que terminasen con su investigación rápidamente. La comisión no podía otorgarle una licencia, pero tomó la segunda mejor medida: convocó una vista y decidió que Trump contaba con todas las cualificaciones necesarias para obtener una licencia, en cuanto su edificio estuviera terminado.
Uno de los primeros problemas de diseño a los que Trump tuvo que hacer frente fue el hecho de que el hotel se construiría en un terreno estrecho. La ubicación en sí, al lado de la Sala de Convenciones, estaba bien, pero sería difícil construir y hacer funcionar un casino con menos de 65 metros de anchura. Trump necesitaba más espacio para su proyecto. Trump se puso en contacto con el abogado local Pat McGahn para solucionar el problema. Resorts International llevaba años utilizando los servicios de McGahn para tramitar sus asuntos de manera eficaz en el ayuntamiento, y Trump reconocía la ventaja que suponía contar con gente local para tal propósito. Discretamente, McGahn montó varias reuniones privadas con sus amigos del ayuntamiento para debatir un nuevo y radical plan para el proyecto. Llegaron a un acuerdo para que Trump se hiciera con los derechos de explotación del espacio aéreo por encima de la avenida Mississippi, la calle que separaba el terreno del hotel de la Sala de Convenciones. La calle en cuestión es el único acceso al garaje subterráneo de la Sala de Convenciones, por lo que todos los vehículos de las personas que la visitaban tenían que pasar por esta calle. Ahora que tenía permiso para construir encima de ella, Trump podía planificar un casino mucho más ancho y más atractivo para los jugadores. En solo un mes —una velocidad supersónica para ser Atlantic City— el acuerdo fue aprobado por la ciudad, que vendió los derechos de explotación del espacio aéreo sobre la avenida Mississippi por 100 dólares. La intervención de McGahn que le permitió comprar estos derechos por un precio simbólico contrasta con una situación similar que se produjo en el Boardwalk Regency del Caesar's. Cuando Caesar's solicitó los derechos de explotar el espacio aéreo sobre un cantón estrecho, que apenas era utilizado por los ciudadanos, el ayuntamiento exigió el pago de 500.000 dólares.
Poco después de que se iniciaran las obras, Trump llegó a un acuerdo con Holiday Corporation, la empresa de Menfis que era propietaria de los casinos de Harrah's en Nevada y el Harrah's Marina Hotel Casino en Atlantic City. Era el mes de junio de 1982 y Holiday aceptó la financiación y gestión del hotel con casino. Todo lo que Trump tenía que hacer era construirlo y entregar las llaves. A cambio, él recibiría la mitad de los beneficios. Trump había encontrado a alguien que se hacía cargo de los riesgos mientras él compartía los beneficios, pero eso no le bastaba. A los pocos meses del estreno del Plaza, Trump comenzó a impacientarse con el control de Harrah's sobre su casino. No le gustaba mantenerse al margen y dejar que otros se bañaran en la gloria. Hubo discusiones constantes entre los socios acerca de cómo se debería gestionar las facilidades. Trump estaba convencido de que Harrah's estaba haciendo las cosas muy mal.
Según el Donald, uno de los errores más importantes de Harrah's era la negativa a aprovecharse de su nombre. Trump pensaba que su nombre era como un imán para las masas y lo quería publicitar a gritos por todo el mundo. Había que cambiar el nombre oficial de Harrah's Boardwalk Hotel Casino at Trump Plaza. Exigió que se diera más importancia a su nombre. Así las cosas, se convirtió en Harrah's at Trump Plaza. El cambio de nombre alimentó su ego, pero no solucionó las diferencias subyacentes entre los socios, ni sació su hambre de operar su propio casino. La oportunidad de Trump llegó en 1985, mediante una carambola que nadie podía haber anticipado.
La Comisión de Control de Casinos denegó una licencia a la corporación de hoteles Hilton, cometiendo un error que seguramente será recordado como el más grave de su historia. A diferencia de Trump, Hilton había iniciado la construcción de su hotel con casino de 325 millones de dólares antes de contar con el visto bueno de la comisión. Después de todo, ¿quién iba a pensar que se le denegaría la licencia a una cadena internacional de hoteles que alojaba a presidentes y reyes en sus lujosas habitaciones? Bajo una intensa presión, la comisión aceptó revisar la solicitud y tomar en consideración pruebas adicionales. Pero la primera denegación había enfadado tanto a la organización de Hilton que no quiso exponerse a un proceso que pudiera hacer aún más daño a su reputación, y abandonó sus intentos de obtener una licencia. Para colmo de males, en aquel momento Hilton estaba amenazado por varios problemas más. Steve Wynn, de Golden Nugget, Inc., estaba tratando de hacerse con el control de la empresa, y los gestores del patrimonio de Conrad Hilton, el fundador de la empresa, se estaban defendiendo de una demanda de su hijo Barron que reclamaba la propiedad de las acciones mediante las cuales los gestores controlaban la empresa. Para añadir más leña al fuego, una orden de monjas, que era la principal beneficiaria del patrimonio, opinaba que recibirían más dinero por la venta de las acciones si el comprador no fuera Barron Hilton, y eso les ayudaría más en su misión de atender a los huérfanos y a los pobres. Hilton no estaba dispuesto a mantener dos frentes abiertos a la vez, o no podía hacerlo, así que sacó el casino a la venta. El Donald estaba dispuesto a comprarlo.
Trump obtuvo un crédito de 325 millones de dólares de Manufacturers Hanover Trust Corporation para adquirir el Hilton de Atlantic City, un riesgo importante para un único banco, lo cual revela la sólida reputación de Trump, que solo tenía treinta y nueve años. Trump no estaba cómodo con la situación, quizá porque debía dinero, y rápidamente vendió bonos crediticios por un valor de 350 millones de dólares en el mercado de bonos basura para financiar la compra de la propiedad y eliminar su aval personal. No tenía que preocuparse por encontrar a alguien para gestionar Trump's Castle Hotel Casino, ya que una parte del acuerdo con Hilton estipulaba que el equipo directivo se mantendría en su sitio, al menos hasta fin de año.
Al abrir su segundo casino en junio de 1985, Trump era un príncipe, y no solo en su Castillo[15]. Al ser dueño de más de un casino, Trump se había posicionado de tal manera que ya ocupaba un lugar muy prominente en Atlantic City, donde tenía más poder que los políticos o los miembros de la Comisión de Control de Casinos. Solo había una cosa que le molestaba. Mientras estaba disfrutando de la gloria tras el estreno del casino, Trump fue demandado por su socio del paseo marítimo, que también era su competidor en la Marina, al otro lado de la calle. Después del enfrentamiento entre ambos acerca del nombre de Harrah's at Trump Plaza, Holiday Corporation no quería que Trump utilizara su nombre para el nuevo casino, que estaba enfrente del Harrah's Marina. Trump, que ya sabía lo que era operar su propio casino, volvió al mercado de los bonos basura y sacó el dinero que le hacía falta para comprar la parte de Holiday's en el Plaza. Poco después se escurrió, mediante un golpe de talonario, de un proyecto de rehabilitación de carreteras al que se había comprometido Hilton a cambio de obtener los permisos que necesitaba para el hotel con casino. Después, Trump se hizo con algo de dinero rápido en la bolsa mediante el uso del «chantaje financiero» para debilitar a varios competidores, amenazando con la compra de Holiday Corporation, Caesar's World, Inc., y Bally Manufacturing Corporation.
El siguiente paso importante de Trump se produjo poco después de la muerte de Jim Crosby, de Resorts International, en 1986. Convenció a los herederos de Crosby de que él debía terminar el hotel soñado por Crosby, el Taj Mahal Vendieron sus acciones en una transacción mediante la cual Trump se hizo con el control de tres casinos, el máximo permitido por la ley en aquella época. Para cumplir con la exigencia del límite de los tres casinos, Trump propuso el cierre del casino de Resorts cuando el Taj Mahal estuviera operativo. Se supone que la Comisión de Control de Casinos debe fomentar la competitividad y evitar las «concentraciones económicas», pero aceptaron su plan de cerrar un casino en vez de obligarle a venderlo. De todas maneras, Resorts nunca cerró porque el comediante-productor de concursos televisivos-inversor Merv Griffin lo compró.
Hubo una breve lucha entre Trump y Griffin por el control de la corporación, pero al final ambos consiguieron lo que querían. Griffin había comprado un gran número de las acciones de Resorts mientras Trump se dedicaba a negociar con los herederos de Crosby. Era alguien que Trump debía tener en cuenta. En un acuerdo entre los dos, Griffin se hizo con el control de todos los bienes de Resorts a excepción del Taj Mahal, que estaba a medio construir y que de todas maneras era la única propiedad que le interesaba a Trump. Al cabo de unos meses, después de que la Comisión de Control de Casinos se negara a renovar la licencia al Elsinore Atlantis Casino Hotel, antes Playboy, Trump se aprovechó del miedo de Elsinore de que el Estado pudiera nombrar un albacea para operar su hotel con casino. Poco antes de que la licencia de la empresa expirase, Trump compró el edificio. Puesto que no podía ser el dueño de otro casino, compró el Atlantis como un hotel sin casino para proporcionar más habitaciones a su Trump Plaza, en el lado opuesto de la Sala de Convenciones del paseo marítimo. Con el Plaza y el Castle ya asegurados, Donald Trump se concentró en el Taj Mahal.
La construcción del Taj Mahal estaba atravesando serias dificultades cuando Trump entró en escena. El sueño de Crosby se había convertido en un abismo económico y estaba a punto de causar un desastre financiero a la empresa. El proyecto era demasiado caro para Resorts International y había consumido toda la liquidez de la empresa. La mayoría de los analistas de la industria del juego pensaba que, simplemente, resultaría demasiado caro terminar la obra y que lo mejor sería abandonarla. Trump no se dejó impresionar. Prometió que no solo terminaría el Taj Mahal, sino que «sería un lugar increíble: la octava maravilla del mundo». Fijó la primavera de 1990 como la fecha para la terminación y lo consiguió: abrió sus puertas al público en abril.
La fiesta del gran estreno estaba a la altura tanto de Trump como de su nuevo hotel con casino. Trump, de pie en una gran plataforma que se había construido expresamente para la ocasión delante del hotel, frotó una sobredimensionada lámpara mágica, que escupió humo y disparó un rayo láser cientos de metros hacia arriba, donde cortó un enorme lazo rojo que se había colgado desde la última de las 42 plantas de la torre. El espectáculo de láser y los discursos fueron seguidos de un ensordecedor espectáculo de fuegos artificiales a lo largo del paseo marítimo. Miles de personas estaban presentes, tanto en el casino —ya habían empezado a jugar— como en la calle. A pesar de la presencia de las autoridades y las celebridades habituales, eran las personas que ya estaban dándole a las máquinas tragaperras y apostando en las mesas de juego las que realmente le importaban a Trump. El Taj Mahal necesitaría muchos miles de jugadores para tener éxito.
Éxito era lo mismo que supervivencia en el caso del Taj Mahal, y para ello hacían falta carretillas de dinero. Antes del estreno, los analistas serios opinaban que Trump tenía que generar beneficios superiores a un millón de dólares al día para poder hacer frente a sus créditos y gastos de mantenimiento. Trump había vaciado sus bolsillos de manera tan completa que cuando se acercaba el gran estreno del Taj Mahal no tenía dinero suficiente para mantener sus tres casinos operativos. Para cumplir con la normativa de la Comisión de Control de Casinos de mantener un mínimo de reservas en efectivo para un casino, Trump pidió un préstamo sin intereses a su padre. Aquella primavera, Fred Trump llegó a la ciudad en una de las limusinas del Donald con una maleta llena de billetes. Fred cambió los billetes por fichas del Trump Castle Casino por un valor de 3,5 millones de dólares, con lo que aportó el dinero que su hijo necesitaba de manera tan desesperada. El incidente provocó la adopción de una nueva norma por parte de la comisión y permitió a Trump llenar un hueco financiero.
El tamaño de las obligaciones financieras de Trump solo era superado por el propio Taj Mahal. Cuando fue construido, era el edificio más grande y más caro que se había levantado jamás en Nueva Jersey. El Taj Mahal de Trump no se parece en nada al elegante mausoleo para una princesa india al cual el original debe su nombre. Su arquitectura ecléctica incorpora piezas y detalles de varios edificios extravagantes, entre ellos el Pabellón Regency en la playa de Brighton, en Inglaterra; la Alhambra de España; y la catedral a rayas de San Basilio de Moscú. También se han metido reminiscencias de la primera época de Miami Beach, junto con toques de Las Vegas. Al Capitán John Young le habría encantado.
Desde la distancia, el Taj Mahal de Trump se parece a una tarta nupcial de varios pisos y con mucho azúcar glas, hecha para satisfacer a alguien con más dinero que gusto. Lo que Trump llama calidad, otros lo podrían considerar una horterada. Sea como fuere, las medidas de este mastodonte de edificio son sobrecogedoras. Uno no se puede hacer una idea de las dimensiones del edificio sin visitarlo, pero un repaso a las diferentes partes del casino puede ayudarnos a apreciar la magnitud del compromiso de Donald Trump con Atlantic City. Es un matrimonio al que le queda mucha vida.
El Taj Mahal de Trump tiene unos 150 metros de altura, lo que le convierte en uno de los edificios más altos de Nueva Jersey. Está construido sobre nueve hectáreas del paseo marítimo y cuenta con 1.250 habitaciones (400 suites de lujo), 53.000 metros cuadrados de superficie para reuniones y exposiciones, un estadio de 24.000 metros cuadrados, un teatro con 1.500 butacas, un salón de baile de 12.000 metros cuadrados y un garaje con 6.000 plazas. Cuenta con una docena de restaurantes y cuando todas las posibilidades de restauración y de banquetes están operativas, tiene una capacidad para 13.000 comensales al mismo tiempo. Para la construcción del Taj Mahal se utilizaron suficientes vigas de acero como para construir cinco réplicas a escala real de la Torre Eiffel. Hay hectáreas y hectáreas cubiertas de mármol, utilizado sin reservas en el vestíbulo del hotel, las habitaciones, las entradas de los casinos y en otras zonas públicas; las famosas canteras italianas de Carrara tuvieron que trabajar casi dos años a destajo para producir las cantidades que hacían falta. Arañas de cristal hechas en Austria cuelgan sobre las mesas de juego, las escaleras mecánicas y en todos los espacios públicos del edificio —el precio de las arañas ascendía a un total de 15 millones de dólares—. Se gastaron otros 4 millones en uniformes para los más de 6.500 empleados. En la gran inauguración, todos llevaban trajes exóticos, una mezcla entre Las mil y una noches y trajes tradicionales indios. Por fortuna, la vestimenta se ha moderado desde entonces.
El corazón del Taj Mahal de Trump —del cual emanan todas las bendiciones— es un casino de más de 40.000 metros cuadrados, que era el más grande del mundo en el momento de su inauguración. El día que esta caverna forrada de espejos abrió sus puertas, aumentó la superficie destinada a los juegos de azar en Atlantic City más de un 20 por ciento. El casino contiene más de 3.000 máquinas tragaperras y cerca de 200 mesas de juego. Para acelerar el ritmo del flujo de dinero que entra en la casa, hay 1.300 máquinas de cambio repartidas por todo el casino y docenas de cajeros automáticos. El ruido producido por los rugidos y los timbres de las máquinas tragaperras, y por los gritos y suspiros de las mesas de blackjack y de los dados, es incesante.
Visualmente, el casino es deslumbrante. La iluminación es del tipo que consigues si mezclas carmesí, violeta, púrpura, orquídea, fucsia, rosa salmón y escarlata: el tipo de luz que hace que parezca que el cabello de todo el mundo ha sido teñido. Añades a esto camareras tetudas que sirven cócteles, estatuas de elefantes cubiertas de piedras preciosas y hombres con turbantes subidos a zancos, y el efecto es mareante. Lo que el New Baedeker dijo sobre Atlantic City hace casi un siglo es aplicable al Taj Mahal de Trump: «Es sobrecogedora en su ordinariez: primitiva, espantosa y magnífica. Hay algo colosal en su vulgaridad».
Para Donald Trump, lo único vulgar del Taj Mahal era la deuda que tuvo que contraer para construirlo. A pesar de que los beneficios superaban el millón de dólares diarios de media desde el principio, Trump seguía sin poder hacer frente a los gastos acumulados de las deudas de la construcción (casi 1.000 millones de dólares) y del mantenimiento diario. En menos de un año tras el estreno del Taj Mahal, Trump se declaró en bancarrota premeditadamente, con lo que pudo reestructurar sus créditos bancarios y los préstamos derivados del mercado de los bonos. Sin embargo, el plan de reestructuración aprobado por la Corte de Bancarrota golpeó duramente a muchos de los contratistas que habían trabajado en la obra. Todavía hoy, muchos contratistas y proveedores locales no soportan oír el nombre de Donald Trump. No fue un día memorable para el Donald, pero sobrevivió y su Taj Mahal es un ganador que genera unos beneficios limitados pero consistentes. Gracias al Taj Mahal y sus otros bienes, la presencia de Donald Trump en Atlantic City se hará notar durante muchos años.
Otra persona que ayudó a transformar Atlantic City fue Arthur Goldberg, de Park Place Entertainment, que murió a la edad de cincuenta y ocho años, en octubre del año 2000. Goldberg era listo y duro, pero a la vez ético y educado, casi cortés, y fue un líder en el verdadero sentido de la palabra. Durante el breve período en el que estuvo activo en la industria de los juegos de azar se ganó una reputación envidiable entre los magnates de los casinos y los inversores de Wall Street. En agosto de 1999, el Barron's, el periódico semanal de Dow Jones dedicado a los negocios y las finanzas, lo declaró «el Rey de los Dados» en un número temático sobre él.
El imperio de Arthur Goldberg comenzó con Transco Group, una empresa de camiones de su familia con sede en Newark que se dedicaba al transporte de mercancías para empresas nacionales del tamaño de Tropicana, Safeway y Pepsi-Cola. Se había licenciado en Derecho en Villanova, pero abandonó su carrera de abogado solo dos años después para dirigir la empresa de su padre, que había sufrido un infarto serio. En 1979, con dinero de Transco, Goldberg compró una parte importante de Triangle Industries, un fabricante de cables. Se convirtió rápidamente en el director ejecutivo de Triangle y obtuvo unos beneficios de 7 millones de dólares por su inversión cuando otros inversores compraron Triangle al cabo de un año. En 1983, Goldberg hizo otra gran inversión en International Controls, un conglomerado empresarial que producía de todo, desde cajas para bombas y torres eléctricas hasta remolques para tractores. De nuevo, Goldberg se convirtió en director ejecutivo y varios años más tarde, tras aumentar el valor de la empresa, vendió sus acciones y consiguió grandes beneficios otra vez. Su reputación como inversor que estaba dispuesto a ponerse el traje de faena y llevar las riendas de las empresas que compraba aumentó su fama.
Cuando la década de los ochenta llegaba a su fin, Goldberg había tenido tanto éxito que ya no le quedaban retos por superar. En 1989 adquirió una posición dominante en una distribuidora de alimentos, DiGiorgio Corporation, que vendía productos de comida italiana. Tuvo éxito, pero no era un reto lo suficientemente grande. Un año después pagó 14 millones de dólares, a 8 dólares por acción, por hacerse con el 5,6 por ciento de Bally Entertainment, Inc., el propietario del Bally's Park Place Casino Hotel. En aquel momento, Bally's atravesaba serios problemas económicos y estaba amenazado por la posibilidad real de tener que acogerse a la normativa de la Cláusula 11 del código que regula los casos de bancarrota.
Goldberg se había embarcado en una nave que estaba a la deriva. Al igual que hiciera en sus empresas anteriores, se metió de cabeza en el negocio de los casinos, sin contemplar la posibilidad de la derrota ni un solo momento. Acudió al consejo directivo de Bally's con un plan para reflotar la empresa, con la condición de que le nombrasen presidente y director ejecutivo. El consejo aceptó su propuesta y Goldberg actuó sin vacilar. Su actuación para reflotar Bally's fue extraordinaria, vista desde cualquier perspectiva. Los inversores que se quedaron con Goldberg desde el momento en que se unió a la empresa en noviembre de 1990 hasta que Hilton compró Bally's casi seis años más tarde vieron cómo el valor de sus acciones aumentaba de 3,50 a 28 dólares. A pesar de la debacle anterior, Goldberg les animó a solicitar una licencia de casino. Hilton le hizo caso y esa vez le fue otorgada.
La fusión con Hilton colocó a Arthur Goldberg y a la organización de Milton —y con ellos también a Atlantic City— en la primera fila de la industria de los juegos de azar a nivel mundial. Goldberg se convirtió en presidente de Hilton Gaming y se hizo con el control de once propiedades de Hilton, entre ellas el Flamingo y el Hilton de Las Vegas, además de los cuatro que ya tenía. Ese número aumentó hasta dieciocho casinos con la compra de tres importantes casinos de Misisipi cuando la recién creada Park Place Entertainment se desvinculó de Hilton. La incorporación final a su imperio antes de su prematuro fallecimiento fue el Paris-Las Vegas, un lujoso hotel con casino de 800 millones de dólares que abrió sus puertas en septiembre de 1999. Con su ejemplo, Arthur Goldberg marcó el rumbo a seguir para los nuevos empresarios de los casinos de Atlantic City y de la nación entera. Se le echa mucho en falta.
Varios líderes cuyos esfuerzos en el ámbito político a lo largo de los años ochenta y noventa complementaron el dinamismo de gente como Goldberg, Trump y Wynn, son James Usry, William Gormley y James Whelan. A pesar de sus diferencias de estilo y política, cada uno, a su manera, contribuyó al progreso de Atlantic City.
James Usry había formado parte de la última oleada de afroamericanos venidos del sur, atraídos por la industria hotelera de Atlantic City. Usry nació en Athens, Georgia, en 1922, en el seno de una familia que se trasladó al norte poco después de su nacimiento. Sirvió como soldado en la Segunda Guerra Mundial, en una famosa unidad segregada llamada los Búfalos Negros. Fue un deportista extraordinario y jugó durante un breve período de tiempo en los Harlem Globetrotters. James Usry estudió en el instituto de Atlantic City y en la Universidad de Lincoln, y dedicó la mayor parte de su carrera a la educación. Como profesor y administrador de escuelas entró en contacto con las vidas de miles de niños de la ciudad. Usry llevaba tiempo siendo un líder de la comunidad cuando se presentó a sus primeras elecciones en 1982. Perdió frente a Michael Matthews en unas elecciones muy disputadas. Tras la imputación de Matthews, Usry fue elegido el primer alcalde afroamericano de Atlantic City, en las elecciones anticipadas de 1984. Fue reelegido para un mandato completo en 1986, con un programa político en el que los residentes de Atlantic City ocupaban el primer lugar. Tal y como afirmó el Press of Atlantic City tras su muerte:
Su legado está compuesto de dotaciones de guarderías, centros juveniles y las nuevas urbanizaciones que están repartidas por toda la ciudad, aunque muchas de estas mejoras no fueron realizadas hasta después de que él dejara su cargo. Fue él quien envió el mensaje de que no se podía pasar por alto las necesidades de los residentes de Atlantic City.
El mandato de Jim Usry como alcalde fue salpicado por las acusaciones de cohecho derivadas de la investigación COMSERV de 1989. COMSERV fue una investigación estatal para sacar a la luz «trapos sucios» en la que se cometieron errores graves. Estaba saturada de comunicados de prensa y carecía de pruebas convincentes. Finalmente, Usry se declaró culpable de irregularidades menores relacionadas con la financiación de su campaña y fue derrotado en las elecciones de 1990 por James Whelan.
Jim Whelan, un auténtico demócrata (y no un «republícrata» de Atlantic City), llegó a la política municipal por una vía diferente. Era oriundo de Filadelfia y había veraneado en Atlantic City, convirtiéndose en socorrista con trabajo en diferentes playas durante su adolescencia. Después de terminar sus estudios en la Universidad Temple, donde fue uno de los integrantes del equipo nacional universitario de natación, Whelan se trasladó a Atlantic City. Aquí fue contratado por el sistema escolar de la ciudad como profesor y entrenador de natación. A través de su compromiso tanto con los alumnos como con los padres, creó una sólida red de seguidores. Durante los años ochenta fue elegido dos veces al concejo municipal, donde a menudo era la única voz de la razón. A lo largo de sus varios mandatos como alcalde, que empezaron en 1990, Jim Whelan mostró un coraje político poco común en su liderazgo de una ciudad dividida por asuntos raciales y facciones menores. Es el primer alcalde de la era pos-Farley que ha gobernado de manera eficaz. Durante los tres mandatos de Whelan como alcalde, partes enteras de la ciudad han sido transformadas por completo. Su integridad y madurez le colocan en una clase diferente de la de los demás políticos. Atlantic City debe mucho a Jim Whelan.
El tercer político que ha desempeñado un papel fundamental en los inicios de la reconstrucción de Atlantic City en los últimos veinte años es el senador del Estado William Gormley. Bill Gormley ha sido moldeado por la política republicana de la ciudad y del condado.
Es el hijo del difunto sheriff del Condado de Atlantic Gerald Gormley, un lugarteniente fiel de la organización republicana bajo el mando tanto de Nucky Johnson como de Hap Farley. Gormley estudió en Notre Dame y en Villanova. A pesar de su talento en la abogacía, la política y la administración son su profesión. Como legislador, de manera consciente o no, emula a Hap Farley. A pesar de sus aspiraciones de alcanzar una posición más elevada, ha explotado con éxito sus relaciones en el capitolio estatal para beneficiar a Atlantic City. En los veinte años que lleva en Trenton, Bill Gormley se ha ganado el respeto de todos los políticos más importantes del Gobierno estatal. En el tiempo que lleva al frente del Comité Judicial del Senado, se ha convertido en uno de los legisladores más influyentes de Nueva Jersey. Seguirá siendo una fuerza importante tanto en Trenton como en Atlantic City.
Trabajando juntos a lo largo de los años noventa, Gormley y Whelan aportaron no solo el liderazgo, sino también la visión y voluntad política de mover las cosas. Whelan era el alcalde que Gormley necesitaba como aliado y a la ciudad le hacía falta un líder para comenzar la reconstrucción del balneario. Y la reconstrucción ha comenzado.
Los números hablan por sí solos: los casinos son un éxito. Los beneficios brutos anuales de los 12 casinos de Atlantic City no tienen nada que envidiar a los que obtienen los más de 50 casinos de Las Vegas, puesto que los ingresos de Atlantic City superan los 4.300 millones de dólares anuales. Desde la llegada de los casinos se han creado casi 50.000 puestos de empleo en un condado que tenía una población activa de poco más de 80.000 personas en el año 1977. Los casinos han dado lugar a nuevas construcciones por un valor de 7.000 millones, lo cual ha aumentado la base imponible de bienes e inmuebles desde los 295 millones de dólares en 1976 hasta los casi 8.000 millones en 2002. Se han construido más de 11.000 habitaciones de hotel de primera línea. Los impuestos sobre bienes e inmuebles pagados por los casinos a la administración de Atlantic City rondan los 165 millones de dólares al año, algo que representa casi el 80 por ciento de la recaudación de impuestos de la ciudad. Además, los casinos aportan aproximadamente 240 millones de dólares anuales a la gente de la tercera edad y hasta la fecha se han recaudado más de 700 millones de dólares para un fondo de préstamos para mejoras públicas, administrado por la Agencia de Desarrollo y Reinversión de Casinos. Finalmente, más de 30 millones de personas visitarán Atlantic City este año. Ni siquiera Sanford Weiner se hubiera atrevido a pronosticar semejantes cifras.
¿Qué esconde el futuro? De una manera importante, el presente refleja el pasado. Atlantic City sigue siendo una ciudad con un propósito singular: proporcionar actividades de ocio a los turistas. Como siempre, la economía depende por completo del dinero que viene de fuera. Los visitantes tienen que irse felices. Si no es así, no volverán. Y conseguir que vuelvan requiere a menudo un montón de trabajo e imaginación.
Las atracciones disponibles para conseguir dinero de los turistas en general, y de los jugadores en particular, han aumentado de manera espectacular en los últimos veinticinco años. Los casinos se han multiplicado por todo el país, desde en las reservas indias (Foxwoods Resort Casino, en Connecticut, es ahora el casino más grande del mundo) hasta las operadoras de cruceros en ríos. Cuando se añaden a eso las loterías estatales, se puede decir que la lucha por los dólares de los jugadores está presente por todas partes. Sin embargo, el público no es constante y la historia de los juegos de azar revela continuos altibajos en su popularidad. Hay buenas razones para pensar que Atlantic City y Las Vegas tendrán la mayor capacidad de retener a los jugadores. Sin embargo, si se pretende que Atlantic City continúe creciendo y que la economía mantenga su vitalidad, la ciudad debe convertirse en algo más que un balneario dominado por los juegos de azar.
Atlantic City tiene que transformarse en un destino para gente que quiera hacer algo más que venir a pasar el día en coche o en autobús. Y eso es una tarea complicada. Las encuestas indican que pocas personas piensan que Atlantic City es un lugar para irse «de vacaciones»; más bien lo consideran meramente un sitio para jugar, cenar, ver algún espectáculo y volver a casa. Si hacen noche, normalmente se trata de una sola noche. Hacen falta cambios importantes para romper esa imagen. El nuevo Centro de Convenciones es una pieza clave para ampliar los fundamentos económicos del balneario, pero hacen falta muchas más plazas de hotel para atraer a las grandes convenciones y ferias nacionales. Tan importante como el negocio de las convenciones y las nuevas plazas de hotel es el transporte aéreo.
El balneario no pasará de ser el patio de recreo de Filadelfia, dependiente de la región del noreste, hasta que no sea capaz de asegurar una aerolínea que proporcione un servicio de transporte aéreo con horarios regulares. Hasta la fecha, el error más llamativo de los operadores de los casinos de Atlantic City ha sido su incapacidad de trabajar juntos para atraer a una aerolínea importante, o bien para invertir capital necesario y asegurar las garantías financieras para iniciar una aerolínea nueva con servicio a las zonas metropolitanas más importantes de la nación. Parece que los operadores de los casinos están más abocados a competir entre sí por los clientes que vienen a pasar el día que a unir fuerzas para extender su negocio a nivel nacional. Es difícil comprender por qué, después de más de veinte años de éxito, los operadores de casinos de más peso no han sido capaces de colaborar entre sí para establecer un servicio de transporte aéreo. Si continúan esperando que la solución venga del mundo de la política, el balneario nunca tendrá un servicio de transporte aéreo fiable y el horizonte de esta ciudad seguirá siendo limitado.
Es cierto que la industria de las aerolíneas no es un terreno apto para principiantes, especialmente desde los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. Los gastos y los peligros son enormes, pero no son insuperables. El éxito de los doce casinos de Atlantic City en otros ámbitos demuestra que si unieran sus fuerzas y realizaran una acción conjunta, el balneario tendría, en un breve plazo de tiempo, una aerolínea con destinos repartidos por toda la nación. Sea mediante la creación de un consorcio financiero que pueda hacerse cargo de las pérdidas iniciales derivadas de las inversiones o a través del compromiso de comprar un número determinado de plazas, se llenen o no de pasajeros, los vuelos regulares están al alcance del balneario. El único ingrediente que falta es la voluntad colectiva, por parte de la industria del juego, de hacerlo.
La voluntad política general que hace falta para dar un impulso a Atlantic City solo puede venir de un consenso entre los ejecutivos de los casinos, los líderes políticos y la comunidad. Sin embargo, debido a su pasado, en esta ciudad resulta difícil alcanzar un consenso amplio que pueda proporcionar un rumbo clave e idear un plan razonable para el futuro.
Atlantic City todavía tiene que terminar de hacerse a la idea de una vida sin corrupción política. La derrota de Hap Farley supuso algo más que el derrumbe de una maquinaria política: fue el fin de una era. Con Farley y sus predecesores, el sistema de los distritos políticos era la institución dominante de Atlantic City. Durante casi un siglo, fue el medio principal mediante el cual se distribuían servicios sociales y poder político, y su funcionamiento dependía más del consenso que de la extorsión. La política de los distritos se parecía a un contrato social y sus acciones eran respetadas por la comunidad entera. Era el eje de la ciudad. La desaparición del sistema de distritos políticos marcó el final de una administración eficaz en Atlantic City. La maquinaria republicana era corrupta, implacable y avariciosa, pero conseguía lo que se proponía. Lo peor de ella eran las extorsiones practicadas a cualquiera que se acercara al ayuntamiento, y la obstrucción de reformas necesarias. Lo mejor de los regímenes de Kuehnle, Johnson y Farley era que respondían ante las necesidades de los ciudadanos y, sorprendentemente, a menudo proporcionaban un liderazgo competente en relación a los asuntos de importancia para el balneario.
Si se diseñara adecuadamente, a Atlantic City le vendría bien una nueva alianza comparable a la que se forjó a principios del siglo XX entre Louis Kuehnle y los hoteleros y la industria local del vicio. Esta vez, sería un diálogo estructurado entre, por un lado, políticos del municipio, el condado y el estado y, por el otro, representantes de la industria del juego.
Para que esta iniciativa funcione, tiene que venir de los casinos. La realidad dice que la industria de los casinos es la institución dominante en la nueva Atlantic City. Tiene la obligación de asumir un papel de liderazgo más importante y debe convertir los asuntos de la administración municipal, y de la comunidad en general, en una prioridad. Muchos de los empleados de los casinos es gente inteligente, con formación y llena de energía. Puesto que más de tres cuartas partes de ellos residen fuera de Atlantic City, piensan que no pintan nada en los asuntos de la ciudad. Sin embargo, esto no quiere decir que no puedan, o no deban, tomar parte en ellos.
Los casinos tienen que trabajar conjuntamente no solo para salvaguardar sus propios intereses, sino también a favor de los intereses de la comunidad más amplia de Atlantic City. Tienen que hacerse oír en los barrios de Atlantic City y en los institutos de la región, al igual que en el ayuntamiento y en el Gobierno estatal. Cada casino podría elegir representantes que se formarían en la administración a nivel de municipio, condado y estado y, a la vez, empezarían a formar a los políticos sobre las peculiaridades y necesidades de su negocio. Estos delegados no pueden ser altos ejecutivos —cambian con demasiada frecuencia—, sino que deberían ser elegidos entre los gestores de nivel medio y empleados comunes, cuya estabilidad laboral no depende de si otra corporación se hace cargo del casino ni de si tiene lugar un golpe por el poder desde dentro.
Estos delegados podrían reunirse entre sí periódicamente para decidir con qué agencias administrativas y organizaciones locales harían de enlace. Si los delegados de los casinos se informan de toda la escala de actividades de la administración y de la comunidad, reuniéndose con frecuencia con las personas con influencia en la ciudad, podrían, con mucho esfuerzo pero en poco tiempo, iniciar el diálogo y crear los lazos de unión necesarios para que Atlantic City pueda prosperar.
No hay razones para pensar que Atlantic City no pueda prosperar como comunidad aparte de como destino turístico; estas dos cosas no son incompatibles. En el pasado hubo personas que pronosticaban que Atlantic City se convertiría en un parque temático para adultos, sin espacio para las familias, pero la última década ha demostrado que estaban equivocadas. A través de la colaboración entre la Agencia de Reinversión y Desarrollo de Casinos, el ayuntamiento y los casinos, muchas zonas deprimidas de la ciudad han sido demolidas y miles de viviendas asequibles han sido construidas para alojar a los residentes locales y a los empleados de los casinos. A pesar de los muchos empleos bien remunerados en la industria de los casinos, el trabajador medio solo gana 30.000 dólares al año. Si tuvieran a su disposición viviendas asequibles y transporte público, muchos de estos trabajadores optarían por vivir en Atlantic City y su calidad de vida aumentaría al compás de la de la región y la comunidad entera. Ya se han dado pequeños pero importantes pasos en ese sentido. A Atlantic City le falta todavía mucho camino por recorrer como comunidad para recuperar la vitalidad que una vez tuvo, pero ha avanzado sensiblemente. El ritmo tal vez no sea del agrado de todos, pero el hecho de que Atlantic City llevase cuarenta años con un deterioro constante antes de la llegada de los casinos nos indica que un desarrollo más rápido no es demasiado factible.
En los últimos veinticinco años, los casinos han transformado una pequeña y sórdida ciudad a punto de caer en el olvido en una de las mayores atracciones turísticas del mundo. Los beneficios, los empleos, las inversiones totales y la recaudación de impuestos derivados de los juegos de azar superan con creces las previsiones de los defensores más optimistas de los casinos en 1976. Algunos de los primeros defensores están decepcionados, pero deberían saber que, teniendo en cuenta el pasado del balneario, ninguna otra cosa salvo la legalización del juego podría haber resucitado a la ciudad. Si en el referéndum de 1976 se hubiese votado no, el deterioro de Atlantic City habría continuado y la ciudad se habría hundido todavía más en la miseria. Los detractores de la industria de los casinos pueden coger su coche y subir por la Garden State Parkway hasta Asbury Park para ver lo que habría ocurrido en Atlantic City sin los casinos. Habría sido una vida sórdida para los que se hubieran quedado. La isla Absecon habría sido abandonada de una manera que sus primeros promotores nunca hubieran podido imaginar.
El pueblo con playa de Jonathan Pitney sigue siendo un experimento de planificación social con el turismo como base. La nueva Atlantic City está vinculada a los inversores de la industria hotelera y recreativa de las grandes corporaciones estadounidenses, y eso es algo que los residentes tienen que acabar comprendiendo. Cuando la comunidad y la industria de los casinos aprecien su relación y comprendan sus respectivos papeles, Atlantic City habrá encontrado el rumbo que lleva a la máxima prosperidad. Trabajando juntos, el experimento será un éxito.