El pueblo con playa de Jonathan Pitney
La medicina no le bastaba. Él quería ser algo más que solo un médico rural. Jonathan Pitney llevaba más de treinta años cuidando de los enfermos y los lesionados y se estaba cansando. Un consultorio médico en los Estados Unidos del siglo XIX todavía no era sinónimo de riqueza y prestigio, y Pitney ansiaba tener ambos. Sabía que el consultorio no le proporcionaría ninguna de las dos cosas.
Jonathan Pitney se parecía a un personaje de una novela de Dickens. Era alto y flaco y casi siempre estaba envuelto en una larga capa negra, pero la gente se fijaba primero en sus penetrantes ojos azules y en las manos, largas y finas. La piel rugosa y pálida, junto con la larga nariz aguileña y una frente alta, coronada de mechones canosos y ondulados, le daban una apariencia singular. Jonathan, el hijo de Shubal y Jane Pitney, nació en Mendham, Nueva Jersey, el 29 de octubre de 1797. La familia Pitney había llegado a este país alrededor del año 1700. Tal como se lo contaron a un biógrafo, el bisabuelo de Pitney había llegado de Inglaterra con su hermano para «disfrutar de la libertad civil y religiosa que no les estaba permitida en su país». Finalmente se asentaron en el Condado de Morris, en Nueva Jersey. Después de licenciarse en la Facultad de Medicina del Columbia College de Nueva York, Jonathan dejó la casa paterna de Mendham para dirigirse hacia el sur, al costero pueblo de Absecon. Tenía veintitrés años cuando llegó al sur de Nueva Jersey, y pasó allí el resto de su vida.
En 1820, la parte de Nueva Jersey que se extendía al sur de Trenton no era una región demasiado importante. Las cosas habían cambiado poco durante las dos generaciones posteriores a la Guerra de la Independencia. Con la excepción de la ciudad de Camden, a orillas del río Delaware, y el pueblo vacacional de Cape May en la punta sur del estado, el sur de Nueva Jersey estaba dominado por vastos bosques de pinos. Este gran pinar selvático era cruzado por caminos estrechos y arenosos para diligencias que seguían las rutas de los anteriores habitantes de estas tierras, los lenni lenape. Pequeños pueblos con pobladores que venían de las islas Británicas y el norte de Europa, salpicaban toda esta extensión verde desde el río y la bahía de Delaware hasta el océano Atlántico. Sus vidas estaban centradas en la agricultura, la pesca y la fabricación de vidrio, limonita y carbón vegetal. Con el tiempo, estos pioneros fueron conocidos como los Pineys[1]. El pueblo de Absecon, el lugar que Jonathan Pitney eligió para iniciar su carrera profesional, formaba parte de aquel mundo.
Pitney estaba muy comprometido con su profesión y trabajaba de manera incansable. Hacía largos viajes a caballo por la costa del sur de Nueva Jersey, hasta lugares que jamás habían recibido la visita de un médico. Once años después de su llegada, el 21 de abril de 1831, Jonathan Pitney se casó con Caroline Fowler. Ella era hija de Rebecca Fowler, la dueña de la posada de Sailor Boy en Elwood, uno de los muchos pueblos que visitaba Jonathan Pitney, situado veintidós kilómetros al oeste de Absecon. Durante años, Pitney era el único médico conocido para muchas familias y las llamadas de auxilio interrumpían a menudo su cena, cuando no le despertaban en medio de la noche. Se hizo muy conocido en la zona y era querido por sus pacientes por asistir en los partos, consolar a los moribundos, coser heridas y curar los huesos rotos por accidentes en la agricultura o la pesca. Pero sus ingresos eran escasos. A menudo no tenía más posibilidades de cobrar que mediante trueques, y algunos dicen que dependía de su suegra para salir adelante. Conforme pasaban los años, el entusiasmo de Pitney fue disminuyendo y se quedó tan arrugado como su maletín de médico.
A Pitney su profesión no le satisfacía plenamente y unos quince años después de iniciar su carrera de médico se metió en la política. Era demócrata en una región claramente dominada por los republicanos, pero Pitney tenía su propio programa y consiguió romper el status quo. En 1837 lideró una exitosa lucha por crear un nuevo condado, Atlantic, en medio de lo que por aquel entonces era el Condado de Gloucester. Gracias a aquella victoria, Pitney fue elegido presidente del consejo administrativo del nuevo condado. También fue el primer representante elegido del Condado de Atlantic para la Convención Constitucional Estatal, en 1844. En 1848 se presentó a las elecciones de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Sin embargo, el sur de Nueva Jersey no estaba preparado para un congresista demócrata y Pitney perdió, terminando así su carrera política.
Con el poder político fuera de su alcance, Jonathan Pitney decidió reinventarse a sí mismo, esta vez como empresario. Tenía las esperanzas puestas en una pequeña isla de arena que estaba a tiro de piedra de la costa del sur de Nueva Jersey.
A principios de su carrera profesional, Pitney atravesó la bahía de Absecon en una barca para tratar a un paciente en un lugar conocido como Further Island. Esta isla había sido creada por las mareas y las tormentas y era un lugar salvaje dominado por dunas de arena, ciénagas y aves acuáticas. Los lenni lenape habían llamado a este lugar Absegami, lo cual quería decir «poca agua de mar». Antes de la llegada de los colonizadores americanos, Absegami era un lugar de acampada para los indios, que venían para escapar de los calores del verano. Further Island era un lugar dejado de la mano de Dios con un puñado de residentes que eran todos de la misma familia y que vivían en siete cabañas repartidas por la isla. Aparte de estas solitarias cabañas, solo había «chabolas para ostreros y pescadores y una rústica pensión en la que se alojaban los alegres hombres de Filadelfia que venían en carros a pescar y cazar o perderse». Estos primeros americanos disfrutaban de Further Island de una manera muy parecida a la de los lenni lenape.
Los lenni lenape renunciaron a sus derechos en todo el sur de Nueva Jersey a cambio de mercancías elaboradas, tales como telas de lana, teteras de hierro fundido, cuchillos, azadas y hachas. El primer terrateniente importante de la región de la que Further Island formaba parte fue Thomas Budd. Compró siete mil quinientas hectáreas en las orillas norte y sur del río Great Egg Harbor en 1678 a William Penn y un grupo de fiduciarios de los cuáqueros. Los cuáqueros se habían hecho con aquellas tierras —junto con el resto de Nueva Jersey— por el pago de una deuda. Budd vendió su parte a otros pioneros por ocho centavos la hectárea en Further Island, y a más de cuarenta centavos por hectárea en las tierras de la costa.
Cuando llegó Pitney, las únicas personas que vivían en la isla eran todas descendientes de Jeremiah Leeds, un veterano de la Guerra de la Independencia. Varios años después de la guerra, Leeds se construyó una cabaña con troncos de cedro en Further Island y se quedó a vivir allí junto con su mujer, Judith. (El asentamiento de los Leeds estaba en el lugar que más tarde se convertiría en el parque Columbus y después en el Corredor, la base de la autopista de Atlantic City). Leeds y los que le sucedieron dieron el nombre de isla Absecon a su hogar.
Jeremiah Leeds era un ogro de hombre que medía un metro ochenta y pesaba ciento veinticinco kilos. Con la ayuda de sus diez hijos, despejó el terreno alrededor de su casa y comenzó a cultivar maíz y centeno. Aparte de la venta de las cosechas, también pescaba y cazaba, así que la familia Leeds vivía bien. Leeds disfrutaba de la soledad de la isla. El austero granjero compraba tierra siempre que podía y nunca vendía nada. Cuando se murió, Jeremiah Leeds poseía cerca de 600 hectáreas en la isla Absecon, siendo el dueño de todo excepto de una extensión de 65 hectáreas.
A Pitney le encantó la serenidad y la belleza prístina de la isla Absecon. Volvía a menudo a aquel lugar y se convenció de que era el sitio por el que debía apostar. Pitney creía que la isla Absecon podría llegar a ser un lugar de veraneo para ricos. Como médico, Pitney tenía la sensación de que la isla podría ser promocionada como un balneario. No iba a hacerse rico por su profesión ni llegaría a ser alguien importante en la política, pero como fundador de un balneario podría ganar dinero y fama.
El sueño de Pitney era construir «un pueblo con playa». Intentó vender su idea, haciendo hincapié en los poderes curativos del agua salada y el viento del mar, y recomendando estancias junto al mar para curar cualquier dolencia. El problema era cómo llevar a la gente al sur de Nueva Jersey y después hacerles llegar a la isla.
El transporte ferroviario era la solución. Durante la segunda mitad del siglo XIX, el ferrocarril posibilitó el desarrollo económico en amplias extensiones de tierra que sin su ayuda habrían sido inaccesibles. En tiempos de Pitney, la locomotora del ferrocarril se convirtió en un símbolo de progreso y oportunidades. Pitney sabía que su mejor y única oportunidad era la de explotar la isla Absecon.
Pitney comenzó su campaña escribiendo cartas a todos los periódicos que quisieran publicarlas, concentrando sus esfuerzos en los periódicos de Filadelfia. Defendió la necesidad de establecer una conexión entre Filadelfia y la isla Absecon. Si aspiraba a hacer realidad sus sueños, necesitaba ubicar su balneario en la órbita de un centro urbano importante. Filadelfia era su única posibilidad. En sus cartas, firmadas con el nombre «doctor Pitney», se explayaba sobre los beneficios para la salud que suponía una visita a la isla Absecon. En todas sus cartas insistía en que lo único que hacía falta para que su isla de la salud fuera accesible a todo el mundo era una línea ferroviaria desde Filadelfia hasta la costa. La campaña epistolar de Pitney continuó durante varios años sin éxito. Las únicas personas que estaban entusiasmadas con su idea eran los descendientes de Jeremiah Leeds. Algunos de ellos no tenían ninguna gana de dedicarse a la agricultura y esperaban poder vender sus tierras.
Sin embargo, incluso a la familia de los Leeds le costaba creer que Pitney fuera a conseguir convertir la isla de Absecon en algo de provecho. La isla, tal y como era en el año 1850 según las cartas de Pitney, consistía «casi exclusivamente en arena blanca y fina, amontonada en montículos como montones de nieve». Había «varios riscos en estas antiguas playas, separados entre sí por valles estrechos y alargados en los que crecían frondosas hierbas, juncos, arbustillos y viñas, aparte de robles, cedros y acebos». La cima de una de estas dunas de arena tenía más de quince metros de altura. La isla estaba cubierta de árboles: «En algunos lugares se podía encontrar abundantes frutas silvestres, prunus marítima, uvas chinche y arándanos».
Los insectos eran menos agradables que los acebos y las frutas silvestres. Entre los meses de junio y septiembre, los mosquitos y las moscas de cabeza verde eran los amos de la isla. En verano, en cuanto dejaba de soplar la brisa del mar, las moscas de cabeza verde lo invadían todo. Eran tan grandes que se veían sus sombras cuando revoloteaban alrededor de sus víctimas. Estas moscas eran criaturas desagradables y el dolor producido por las picaduras duraba varios días. El vinagre de sidra era la única loción que aliviaba el dolor. La isla Absecon podía haber sido un lugar de naturaleza prístina, pero no era un paraíso para los turistas, ni un sitio que nadie asociara fácilmente con un balneario. Nadie que conociera las islas de la barrera del sur de Nueva Jersey y leyera las cartas de Pitney podría haber tomado estas en serio.
Ya que la campaña epistolar no surtió efecto, Pitney presentó su idea ante los legisladores del estado con la intención de hacerse con los derechos para construir una línea ferroviaria. Estos derechos le darían credibilidad ante los inversores. En 1851 realizó varios viajes a Trenton para reunirse con líderes políticos y promocionar su línea ferroviaria. Los viajes a caballo eran largos y solitarios, y el recibimiento no era favorable.
Los legisladores pusieron la etiqueta de «la locura de Pitney» a esta iniciativa. Rechazaron la propuesta sin apenas debatirla y se burlaron de lo que consideraban un «ferrocarril a ninguna parte». La conclusión general de la asamblea era que resultaría imposible competir con Cape May, que era el primer balneario costero de Estados Unidos. Los acaudalados hombres de negocios de Filadelfia y Baltimore, así como los dueños de plantaciones e inversores en la industria tabaquera de Maryland y Virginia, llevaban veraneando en Cape May desde la década de 1790 y no había razones para pensar que eso cambiaría.
Cape May había comenzado como un pueblo de pesca deportiva frecuentado por personas de la clase alta que venían para «perderse». Se alojaban en la playa, en cabañas de madera de cedro y en tiendas de campaña, y dedicaban los días a pescar y a cazar aves acuáticas. Los visitantes preparaban su propia comida con la ayuda de esclavos y pasaban las noches reunidos alrededor de las hogueras. Durante varias décadas, hombres de negocios de Filadelfia y Delaware construyeron hoteles y pensiones, ofreciendo así una posibilidad a la gente menos curtida de veranear en la playa de Cape May.
Una mujer que visitó Cape May en el verano de 1850 escribió a los lectores de su tierra de origen describiendo la «estampa a rayas» creada por el nuevo deporte de los «baños en el mar». Aseguró que miles de personas, «grandes grupos de hombres, mujeres y niños vestidos con pantalones rojos, azules y amarillos y con sombreros de paja adornados con lazos rojos en la cabeza se metían en el mar y saltaban al compás del romper de las olas, con risas y gran regocijo». La corresponsal era la sueca Frederika Bremer (1801 - 1865), novelista y autora de relatos de viajes, y continuaba describiendo la escena que presenció en la playa de Cape May en los siguientes términos: «Blancos y negros, caballos, carruajes y perros, todos están entremezclados, y delante de ellos nadan los grandes peces, las marsopas. Estas levantan sus cabezas y a veces dan tremendos saltos, seguramente porque les divierte mucho ver cómo los humanos se revuelcan en su propio elemento».
En los años anteriores a la guerra civil de Estados Unidos, Cape May era famosa por ser un «balneario sureño» y se convirtió en un paraíso para los más acaudalados de la sociedad del sur. Dueños de plantaciones y la élite del norte acudieron en brillantes carruajes tirados por caballos y desfilaban a orillas del mar bajo el sol. Bandas musicales de fama nacional tocaban para las señoras en los buenos hoteles, mientras los hombres se dedicaban a jugar a las cartas. El salón de juegos más popular era El Cochino Azul, solo para «caballeros».
En 1850 no había otro balneario en Estados Unidos que pudiera competir con el cabo de Jersey por atraer a los ricos y famosos. Había más gente de fama nacional que veraneaba en Cape May que en cualquier otro lugar. Saratoga afirmaba lo contrario, pero solo Cape May podía jactarse de recibir visitas frecuentes de presidentes; varios de ellos establecieron su cuartel general allí durante el verano. El único balneario que rivalizaba con Cape May en la carrera de convertirse en la Casa Blanca del verano era Long Branch, en Nueva Jersey, a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia. No había necesidad de un tercer balneario, y menos en la parte sur del estado.
La mayoría de los que visitaban Cape May llegaba al lugar en balandros y en barcos de vapor, aunque algunos también venían en diligencia. Fuera cual fuese el medio de transporte, el viaje era largo y caro. Sin embargo, los veraneantes de Cape May eran fieles y el balneario prosperaba. Era un lugar popular entre los líderes políticos de Trenton y la mayoría de los legisladores opinaba que si se construía una vía ferroviaria hasta la costa de Jersey, el destino debía ser Cape May.
Otro obstáculo al que Pitney tenía que enfrentarse era el monopolio del Ferrocarril Camden-Amboy. En 1832, se había otorgado derechos exclusivos de explotación interestatal a esta compañía ferroviaria con sede en el norte de Nueva Jersey. Aunque el Camden-Amboy no tenía planes de construir un ferrocarril en el sur de Jersey, los legisladores no iban a permitir que alguien como Pitney entrase en el negocio ferroviario. Pitney no contaba ni con los recursos financieros ni con los contactos políticos adecuados, de modo que su idea de unir Filadelfa con una isla desconocida y poco desarrollada parecía absurda. Al rechazar su propuesta, los legisladores le preguntaron: «¿Quién ha oído hablar de construir una línea de ferrocarril con solo una estación de destino?».
La humillación de Pitney ante el poder legislativo del estado le obligó a cambiar de estrategia. Abandonó sus campañas por conseguir el apoyo popular y comenzó a vender su idea a los ricos y los poderosos. A mediados del siglo XIX, los barones de la limonita y del vidrio constituían la élite del sur de Nueva Jersey. Estos barones, alrededor de una docena de familias, controlaban casi todas las riquezas, poseían casi todas las tierras sin explotar y daban trabajo a casi todo el mundo que no fuera agricultor o pescador. Pitney les hablaba de la necesidad de que las fábricas de vidrio y las fundiciones contaran con mejores infraestructuras de transporte y argumentaba que sus productos podían ser distribuidos de manera más eficaz con el ferrocarril. Las cosas comenzaron a cambiar para Jonathan Pitney cuando encontró un aliado en Samuel Richards.
El apellido Richards era como un hechizo. Desde los tiempos coloniales hasta la guerra civil de Estados Unidos, la familia Richards era la más influyente en el sur de Nueva Jersey. El imperio de los Richards operaba desde los pueblos de Hammonton y Batsto e incluía fundiciones de hierro y de vidrio, molinos de algodón, fábricas de papel y de ladrillos, así como granjas. Durante varias generaciones, los Richards eran una de las familias con más posesiones de tierra en el este de Estados Unidos. En su época de máximo esplendor, la familia Richards poseía un total de más de ciento veinticinco mil hectáreas.
Samuel Richards, en palabras de uno de sus biógrafos, «tenía el aspecto de un director de banco y trabajaba como un buey. A pesar de su elegante porte y exquisita ropa, ninguna tarea era demasiado insignificante, ningún problema demasiado complejo, para que no se hiciera cargo de ellos personalmente». Richards era un empresario del tipo bucanero que llevaba una vida extravagante. Tenía una bella mansión en el sur de Nueva Jersey con grandes fincas colindantes y esclavos, así como un palacete de estilo victoriano en Filadelfia. Formaba parte de la aristocracia. Samuel Richards era vital para los planes de Pitney y además comprendía la importancia de establecer una línea ferroviaria entre Filadelfia y la isla Absecon. Vio el potencial del ferrocarril de Pitney y se dio cuenta de que podría enriquecer aún más a su propia familia.
El negocio ferroviario era una aventura mayúscula para los empresarios del siglo XIX y Samuel Richards estaba ansioso por invertir en el negocio. Por encima de todo lo demás, fue el auge del ferrocarril lo que transformó la economía de Estados Unidos en las décadas de 1840 y 1850. El desarrollo de una red ferroviaria a lo largo y ancho del país tuvo un impacto enorme en la economía nacional. Al principio tenían que importar los raíles de hierro, sobre todo de Inglaterra, para satisfacer la demanda, pero con el tiempo el ferrocarril motivó el desarrollo de una producción de hierro propia en Estados Unidos. Puesto que el ferrocarril precisaba enormes inversiones, los promotores inventaron nuevas formas de financiación. En una época en que casi todos los asuntos relacionados con la producción y el comercio todavía estaban gestionados por familias o sociedades privadas, el ferrocarril provocó el establecimiento de sociedades anónimas que vendían acciones al público. Este tipo de financiación marcó las pautas de la inversión y abrió el camino para la creación de las corporaciones modernas. El ferrocarril impulsó el crecimiento económico más que cualquier otra cosa en la historia de la nación hasta la fecha. Richards sabía que una línea ferroviaria que uniera sus tierras con Filadelfia incrementaría el valor de las mismas y le posibilitaría sacar beneficios de la venta de parte de sus vastos terrenos. Aunque el valor de las tierras no se disparase, Richards y sus socios seguirían beneficiándose de la reducción de costes del transporte del vidrio y el hierro que producían. Por aquel entonces, los productos que se fabricaban en el sur de Nueva Jersey eran transportados en carros tirados por caballos hasta Filadelfia, por caminos arenosos que normalmente resultaban intransitables con mal tiempo.
Samuel Richards se enganchó a la iniciativa de Pitney hasta tal punto que prácticamente llegó a considerarla suya. Richards se hizo cargo del trabajo de convencer a las autoridades de la necesidad de construir la línea ferroviaria. Cuando Pitney se puso en contacto con él, Samuel Richards acababa de cumplir treinta años. Sin embargo, el apellido de su familia por sí solo era suficiente para captar la atención de la asamblea legislativa del estado. Los argumentos de Richards fueron plenamente comprendidos por sus amigos republicanos de Trenton. Les convenció de que el ferrocarril era necesario para que las industrias locales de hierro y vidrio siguieran siendo competitivas. En cuanto a los planes de Pitney de construir una línea ferroviaria hasta un pedazo de arena con tan solo siete cabañas, eran los inversores los que tenían que hacer frente a los gastos de la colocación de los raíles todo el camino hasta la isla Absecon.
No había objeciones por parte de la compañía del Ferrocarril Camden-Amboy, que, probablemente, no tomaba la propuesta en serio. Al final, los legisladores se dejaron convencer por el ímpetu de Richards y por la idea generalizada entre muchos de que los planes de Pitney no prosperarían nunca. De esta manera, lo que en 1851 había sido el ferrocarril a ninguna parte se convirtió en la concesión de los derechos para la nueva línea de Camden-Atlantic al año siguiente.
Con esta concesión, Pitney dio un paso de gigante para convertir su sueño en realidad. Richards y Pitney comenzaron a ligar inversores al proyecto; casi todos o estaban metidos en las industrias de hierro y vidrio o eran grandes terratenientes. Pitney podía haber tenido el gran sueño, pero no sirvió de demasiada ayuda a la hora de buscar financiación. De las 1.477 acciones que se emitieron inicialmente, Pitney compró 20 y vendió 100 a su amigo Enoch Doughty de Absecon. Samuel Richards encontró al resto de los inversores y la mayoría de las acciones quedaron en manos de su familia. Para la mayoría de los inversores, el éxito del pueblo con playa de Pitney era irrelevante. Sus fábricas y tierras estaban en Camden y en los condados occidentales de Nueva Jersey, a una distancia de entre 45 y 75 kilómetros de la costa. Siempre y cuando el ferrocarril llegara a sus propiedades, poco les importaba si el tren alcanzaba o no la costa y menos todavía el futuro de la isla Absecon.
Más tarde, Samuel Richards reconoció que vio la isla Absecon por primera vez en junio de 1852, solo una semana antes de que comenzara la construcción del ferrocarril y tres meses después de que el poder legislativo hubiera concedido la licencia. «Bajamos en un carruaje hasta el pueblo de Absecon y después cruzamos el estrecho en una barca, hasta la playa de enfrente. Desembarcamos en el embarcadero habitual de la vía pública, no muy lejos de la granja de los Leeds».
Richards estaba abrumado por tanta arena. Años más tarde confesó: «tenía la impresión de que […] era el peor lugar para la última estación de una vía ferroviaria que había visto nunca». Varios inversores más acompañaron a Richards en la visita y estuvieron cerca de abandonar el proyecto. «La isla les parecía inhóspita y los estériles montones de arena, desnudos y solitarios, le daban un aspecto extraño y salvaje, un verdadero desierto».
Los inversores dudaban de que este lugar pudiera llegar a convertirse en un balneario y pensaban que «sería una aventura irresponsable construir un ferrocarril hasta un lugar tan salvaje». Los amigos de Richards no estaban seguros de que fuera a ser posible tender los raíles sobre los pastizales que conducían a la isla desde el otro lado de la bahía. Richards les recordó que la principal razón para construir el ferrocarril era enlazar sus fábricas y tierras con los crecientes núcleos urbanos de Camden y Filadelfia, y les aseguró que el balneario de Pitney era algo secundario.
El dinero que se había conseguido para el nuevo Ferrocarril Camden-Atlantic no se usó solo para adquirir terrenos y tender raíles. Richards y Pitney se pusieron a comprar toda la tierra que pudieron en la isla Absecon. La isla solo tenía dieciséis kilómetros de largo y en su punto más ancho tenía poco más de un kilómetro y medio de costa a costa, por lo que ofrecía una tentadora posibilidad de monopolización. A pesar de todo el dinero que esta inversión supondría, Richards no pudo evitar pensar que el valor de los terrenos de la isla Absecon podría aumentar tras la construcción de la línea ferroviaria. Ya que Jonathan Pitney gozaba de la confianza de los isleños, los terrenos fueron adquiridos en su nombre y después fueron transferidos a la compañía ferroviaria.
El Ferrocarril Camden-Atlantic alteró el negocio inmobiliario de una manera tan agresiva que la asamblea legislativa del estado adoptó una ley que le prohibía comprar más tierra, pero eso no frenó a Richards y Pitney. Rápidamente crearon la Compañía de Tierras del Camden-Atlantic y continuaron comprando terrenos. Ahora que Jeremiah Leeds había desaparecido y sus descendientes ya no estaban interesados en la agricultura, Richards y Pitney pudieron adquirir la mayor parte de las tierras de la isla Absecon. En menos de dos años compraron todos los terrenos que necesitaban para satisfacer a los inversores. En 1854, la familia Leeds vendió el grueso de sus propiedades. Juntas, las Compañías del Ferrocarril y de Tierras compraron casi quinientas hectáreas a un precio de entre diez y veinte dólares por hectárea.
Mientras que Pitney negociaba las adquisiciones de tierras, Richards supervisaba la construcción del ferrocarril. El primer constructor que habían elegido para la obra fue Peter O'Reily. Sacaron la primera palada de tierra en septiembre de 1852, pero, después de varios meses de retrasos, se hizo evidente que O'Reily no estaba a la altura de las circunstancias. Richards decidió que O'Reily debía marcharse. Fue sustituido por Richard Osborne, que previamente había sido responsable de la construcción del ferrocarril de Richmond y Danvile. Nacido y formado en las islas Británicas, Osborne era un ingeniero civil que se había licenciado en Chicago, la ciudad que más creció en el siglo XIX. Osborne era un hombre de muy buen ver, caracterizado por sus frondosos mostachos y por unas patillas que le llegaban por debajo de la barbilla. Estaba trabajando en Filadelfia cuando Samuel Richards se puso en contacto con él para que hiciera de consultor para las Compañías del Ferrocarril y de Tierras en el desarrollo del pueblo con playa. Osborne sabía identificar una buena oportunidad y le excitaba la idea de estar al timón de la aventura de Richards. Esperaba poder sacar una fortuna del árido paisaje de la isla de Pitney.
El primer objetivo de Richard Osborne fue el de planificar el trayecto del ferrocarril. No era un asunto complicado. Fijó el rumbo de las vías como una línea recta que partía de Cooper's Ferry en Camden y se extendía hasta el centro de la isla Absecon. Osborne y su equipo de topógrafos trazaron la ruta del tren a través del corazón del gran pinar del sur de Nueva Jersey. Ignoraron los caminos para las diligencias y los demás caminos para carros y caballos. Los raíles no cederían ante nada.
Las obras de la construcción del ferrocarril bajo la dirección de Osborne se iniciaron en serio en agosto de 1853. Comenzaron en Camden y, conforme avanzaba el Ferrocarril de Camden-Atlantic por los bosques, dejaba una estela de árboles talados, colinas allanadas y ciénagas drenadas. Los lazos de acero de Osborne no tenían curvas. Lo único que rompía el pinar era el propio ferrocarril. La parte más complicada de la construcción del ferrocarril era el trayecto que atravesaba las ciénagas entre la tierra firme y la isla.
El tiempo de aquel invierno había sido favorable para la construcción del ferrocarril, «pero en febrero la marea provocada por una tormenta barrió la capa de balasto para las vías que ya se había colocado en los prados». El equipo de Osborne dedicó dos meses a reponerla, cuando de nuevo en abril «una terrible tormenta de noreste anegó los prados y arrasó varios kilómetros de la capa de balasto que estaba lista para las vías, llevándose travesaños y carretillas a varios kilómetros de la costa». Finalmente, el temporal amainó y las vías fueron tendidas hasta la bahía frente a la isla Absecon en julio de 1854.
A la vez que progresaba el trabajo con las vías del tren, la Compañía de Tierras de Camden-Atlantic pidió a Osborne que preparase un plan urbanístico para el pueblo con playa de Pitney. Tras haber comprado casi todas las tierras de la isla Absecon, los inversores estaban ansiosos por preparar solares para la reventa. Osborne aplicó el mismo criterio que ya había utilizado cuando proyectó la línea del ferrocarril, y el proyecto urbanístico para este nuevo pueblo no tenía en cuenta el paisaje original. Cualquier obstáculo físico que dificultara el trazado de las calles, como las dunas que se extendían a lo largo de toda la isla, los estanques de agua dulce o las zonas donde anidaban las aves acuáticas, tenía que desaparecer. Bajo la dirección de Osborne, la isla Absecon fue dividida en cuadrados y rectángulos regulares, solares perfectos para maximizar los beneficios de la venta de terrenos.
Cuando Richard Osborne presentó el plano del proyecto urbanístico para esta nueva localidad costera, las palabras «Atlantic City» aparecían sobre un fondo de olas espumosas. Según Osborne, los inversores aceptaron su sugerencia de nombre inmediatamente. El plano, que esperaba atraer a turistas de más allá de Filadelfia, asignaba el nombre de cada estado de la nación a una de sus avenidas. Richard Osborne creía que el «destino manifiesto» de este nuevo centro urbano era convertirse en «el primero, el más popular, el más saludable y el más atractivo balneario» del país. Sabía que el grueso de los visitantes vendría de Filadelfia, pero en sus sueños Atlantic City se convertiría en una localidad turística a escala nacional con clientes que vendrían de todas partes del país.
La inauguración del Ferrocarril Camden-Atlantic tuvo lugar el 1 de julio de 1854. El primer viaje, en un «tren oficial especial» que contaba con nueve coches para pasajeros, se inició en la estación de Cooper's Ferry, en Camden. Transbordadores de Filadelfia trajeron una multitud de viajeros, cada uno con una invitación impresa, y cientos de curiosos que acudieron para ver la salida de la primera locomotora rumbo a la costa. «Finalmente, poco después de las nueve de la mañana, el silbato sonó, la locomotora escupió una gran nube de humo negro y, tras unos estridentes chirridos, el tren se puso en marcha».
Los 600 pasajeros a bordo fueron cuidadosamente elegidos por Samuel Richards y Jonathan Pitney. Eran periodistas, políticos y personas ricas e importantes del momento —todos habían sido invitados para contribuir a la promoción del balneario—. Se hicieron varias paradas a lo largo del camino para dejar que los accionistas más importantes pronunciaran discursos y alardeasen de su inversión ante sus amigos y empleados. Uno de los pasajeros no se quedó demasiado impresionado por el viaje, y describió el recorrido como «una triste sucesión de pinos y ciénagas con cedros», añadiendo: «No había ni pueblos ni ciudades a lo largo del camino, solo alguna que otra chabola de leñadores o carboneros, o algún aserradero destartalado».
Dos horas y media después de salir de Camden, el viaje en tren terminó en la costa y los pasajeros fueron transportados en barcas a través de la bahía hasta Atlantic City. Varios meses después se terminaría la construcción de un puente que enlazaba la isla con tierra firme. Tras la llegada a Atlantic City, un segundo tren llevó a los visitantes al primer alojamiento público del balneario, el Hotel Estados Unidos. El hotel pertenecía a la compañía del ferrocarril. Era una enorme estructura de cuatro pisos, con una capacidad de alojamiento para dos mil personas. Abrió sus puertas cuando todavía estaba en construcción, con solo un ala en pie, e incluso esta estaba sin terminar. Sin embargo, para el fin de año, cuando se terminó de construir por completo, el Hotel Estados Unidos no solo era el primer hotel de Atlantic City, sino también el más grande de la nación. Contaba con más de seiscientas habitaciones y la extensión de la propiedad cubría unas siete hectáreas.
A su llegada, los primeros visitantes del balneario fueron invitados a un extravagante banquete, seguido de discursos y música. Después de la comida, muchos de los invitados bajaron a pasear por la playa, donde se entretuvieron explorando los vestigios de algunos naufragios. Tras este estreno privado, el Ferrocarril Camden-Atlantic se abrió al público el 4 de julio de 1854. En lo que quedaba del verano, casi todos los trenes que partían de Camden estaban llenos.
Fue un momento de gran satisfacción para Jonathan Pitney. Sus beneficios estaban lejos de parecerse siquiera a los de Samuel Richards, pero Pitney se había salvado del anonimato. El ferrocarril permitía que la gente de Filadelfia y Camden pudiera visitar la costa en un solo día sin necesidad de gastarse mucho dinero en unas vacaciones largas. También cumplió con las expectativas de Samuel Richards y los demás inversores de generar un crecimiento explosivo en el mercado inmobiliario a lo largo del trayecto. En menos de tres años se construyeron quince estaciones de tren entre Camden y Atlantic City. La familia Richards vendió gran parte de sus tierras y cosechó una gran fortuna. El valor de los terrenos en la isla Absecon se disparó. Las dunas y prados que habían sido comprados a precios tan bajos como diez dólares por hectárea fueron vendidos años más tarde por cantidades que llegaban hasta los trescientos dólares por hectárea. Jonathan Pitney nunca había visto semejantes sumas ejerciendo de médico.
El éxito de la especulación inmobiliaria llegó más rápido que el desarrollo de un balneario en toda regla. Pitney estaba satisfecho con su pueblo junto al mar, pero se encontraba lejos de ser un balneario serio. Sabía que había que establecer una comunidad permanente en el lugar, algo que costaría tiempo y considerables cantidades de dinero. Había que superar muchos obstáculos. En primer lugar, el propio viaje en tren no dejaba de ser una aventura. Las ventanillas de los primeros trenes no llevaban cristales, solo cortinas de lona, y era habitual que los viajeros llegaran cubiertos de hollín, y que su ropa y piel se quemara con las ascuas despedidas por el carbón que se utilizaba como combustible para la locomotora. Las chaquetas de lino, los sombreros y las gafas eran artículos que no podían faltar en el equipaje del viajero.
Uno de los primeros empleados del Ferrocarril Camden-Atlantic recordó la experiencia de la siguiente manera: «En 1854 - 1855 llegabas a Atlantic City atravesando colinas de arena, bosques de pinos y arbustos de roble. La mayor parte de los coches eran vagones abiertos. Madre mía, ¡la de polvo que volaba por el aire!». Los primeros trenes tampoco contaban con señalización de ningún tipo. «Cuando yo tenía que parar el tren para que bajaran pasajeros, debía pasar por todos los vagones, pegarle un golpe al maquinista con una astilla de madera y levantar el dedo corazón para indicarle que un pasajero se iba a bajar en la próxima estación».
La aventura no terminaba con el viaje en tren. Cuando los viajeros llegaban a su destino, se encontraban con mucha más naturaleza de la que se había mencionado en las campañas de publicidad. La isla estaba salpicada de cientos de humedales donde los insectos podían reproducirse, por lo que los primeros huéspedes fueron recibidos por enjambres de moscas de cabeza verde y mosquitos.
En el verano de 1858 hubo una plaga de insectos que estuvo a punto de forzar el cierre del balneario. Moscas de cabeza verde, jejenes y mosquitos atormentaron a los visitantes a lo largo de todo el verano. Hacia mediados de agosto, la mayoría de los turistas había dejado de venir a la ciudad. Un veraneante escribió en una carta a su casa: «En mi última carta comenté que había muchos mosquitos por aquí. Desde entonces se han convertido en una plaga y no hay paz en este lugar». La incapacidad del balneario de hacer frente al problema quedó dolorosamente patente para los huéspedes. «La semana pasada el lugar estaba lleno de visitantes; ahora están huyendo del tormento lo más rápido que pueden. Esta casa está rodeada de hogueras, encendidas con la esperanza de que el humo ahuyente al enemigo. El ataque de las moscas de cabeza verde puso tan nerviosos a los caballos que estaban atados a uno de los carruajes en el que viajaban huéspedes del Hotel Estados Unidos que se escaparon, machacando el carruaje y rompiéndole el brazo a una de las señoras».
Aquel verano fue una pesadilla. Según los testimonios de la época, caballos cubiertos de sangre se tumbaban en las calles y el ganado se metía en el océano para escapar a la tortura de los insectos. Hombres, mujeres y niños se rascaban entre gritos y los turistas que venían a pasar el día rogaban a los conductores que volvieran a casa antes de la hora prevista. Durante los siguientes diez o quince años, el problema de los mosquitos y las moscas de cabeza verde se resolvió echando aceite de carbón en el agua de los estanques y en los humedales que salpicaban la isla. La peste finalmente se eliminó cuando nivelaron las dunas y llenaron los estanques con arena.
En estos primeros años, la única manera de refugiarse de los insectos para todo aquel que bajaba a la playa consistía en o bien meterse en el agua, o bien esconderse en una cabina de playa. Las cabinas de playa eran unas construcciones rudimentarias de madera que se llevaban hasta la orilla en primavera y se arrastraban de vuelta a las dunas en otoño. Otra dificultad era la falta de algo que separase de la playa la parte desarrollada de la isla. Había arena por todas partes y era habitual que las calles se inundaran con la marea alta.
El agua del mar estaba por todas partes, pero no era potable. Durante los primeros treinta años de existencia de Atlantic City, los residentes y los visitantes dependían del agua de la lluvia que se recogía en cisternas, ya que era el único abastecimiento de agua disponible. Durante su primera década de existencia, el balneario se mantuvo fiel a los orígenes campestres de la isla, permitiendo que el ganado de los granjeros locales pastara libremente. «Hasta 1864, el ganado, los cerdos y las cabras podían ir y venir por las calles de la ciudad a su antojo. Hasta entonces, todos los residentes permanentes del lugar poseían una o más vacas». La arteria principal de Atlantic City, la avenida Atlantic, comenzó como un camino usado por los granjeros para llevar sus vacas desde el embarcadero principal hasta la parte meridional de la isla. Todavía en la década de 1880 era posible ver cómo las manadas de vacas eran conducidas de un extremo del pueblo al otro y reconducidas al punto de partida por la noche, atravesando el centro de la población a lo largo de la avenida Atlantic.
En comparación con la facilidad con la que habían encontrado inversores para el ferrocarril, resultó mucho más difícil conseguir financiación para realizar las mejoras necesarias para establecer una comunidad permanente en la isla Absecon. Los primeros inversores ya habían logrado lo que buscaban y no estaban muy interesados en el pueblo con playa con el que Pitney soñaba. Las Compañías de Ferrocarril y de Tierras Camden-Atlantic solo financiarían lo justo para ayudar a Pitney a construir su balneario. Los planes para crear calles perpendiculares, nivelar las dunas, llenar los diques y comenzar las obras de infraestructura necesarias para establecer una ciudad simplemente tuvieron que esperar. En consecuencia, durante sus primeros veinte años de existencia el pueblo con playa de Pitney avanzó a paso renqueante, permaneciendo en un estado básicamente salvaje.
Tal y como algunos de los detractores de Pitney habían pronosticado, la popularidad del balneario de Cape May no disminuyó y suponía una dura competencia. Pitney había concebido su balneario como una zona exclusiva para ricos. Sin embargo, los ricos eran reacios a cambiar sus costumbres y aunque algunos de ellos visitaron el titubeante balneario, Cape May seguía siendo atractiva. Normalmente, la gente que tenía dinero para pasar unos días de vacaciones prefería ir a Cape May.
En cuanto a la clase obrera, que estaba creciendo de manera constante tanto en Filadelfia como en Camden, los gastos para irse de vacaciones eran demasiado elevados. Las masas de trabajadores de las fábricas no podían permitirse la compra de un billete de tren y una estancia en un hotel. Los pocos que visitaban el lugar llegaban por la mañana y regresaban por la noche.
Al principio, al Ferrocarril Camden-Atlantic le costaba ser rentable. Tal y como observó un testigo de aquellos tiempos, «cuando tenía que parar el tren, el agua que inundaba y arrastraba las vías, junto con el bajo valor de los bonos, amenazaban con hundir la empresa desde sus inicios. Los primeros dieciséis años eran una lucha constante contra estas dificultades». El ferrocarril se fue a la bancarrota durante la crisis de 1857 y si no hubiera sido por el dinero de la Compañía de Tierras, el tren habría quebrado definitivamente. La incertidumbre económica producida por la guerra civil de Estados Unidos privó al nuevo balneario de los ansiados inversores, lo cual retrasó el crecimiento del pueblo. En 1872 las cosas comenzaron a mejorar. Las condiciones de viaje habían mejorado y los coches de pasajeros ya estaban limpios y confortables; las ventanillas incluso llevaban cristales. El ferrocarril llevaba más de cuatrocientos mil pasajeros al año hasta el balneario y aportó beneficios a los accionistas. El volumen de pasajeros continuó creciendo y para el año 1874 casi quinientos mil pasajeros fueron transportados en tren hasta Atlantic City.
Después de veinte años, Atlantic City por fin contaba con un apoyo firme. Pitney pasó los últimos años de su vida en el pueblo de Absecon sin pena ni gloria y falleció en 1869. Pero para Samuel Richards, que era más joven, Atlantic City todavía estaba lejos de aprovechar todo su potencial. Quedaban todavía cientos de hectáreas por explotar y no se presentaban nuevos inversores para aportar el ansiado capital. Los negocios que sobrevivieron a las primeras dos décadas solo tuvieron un éxito moderado. Sus dueños regresaban a Filadelfia cada otoño, dejando el balneario vacío como un pueblo fantasma. Samuel Richards se dio cuenta de que había que desarrollar facilidades orientadas a las masas para que Atlantic City se convirtiera en un balneario grande y llegase a contar con una comunidad de residentes permanentes. Desde el punto de vista de Richards, era necesario que viniera más gente de la clase obrera de Filadelfia para dar un impulso al crecimiento del balneario. Estos visitantes solo vendrían si se reducía el precio de los viajes en tren.
Durante varios años Samuel Richards intentó, sin éxito, vender sus ideas a los demás accionistas del Ferrocarril Camden-Atlantic. Pensaba que se podría obtener mayores beneficios si se reducía el precio de los billetes, ya que esta medida aumentaría el número de viajeros. La mayoría de los miembros del consejo de administración no estaba de acuerdo. Al final, en 1875 Richards perdió la paciencia con los otros directores. Junto con tres aliados, Richards se dio de baja del consejo de administración del Ferrocarril Camden-Atlantic y fundó una segunda compañía ferroviaria por su cuenta.
El ferrocarril de Richards iba a ser una línea de vía estrecha, más eficiente y barata.
La capa de balasto para la vía estrecha era más fácil de construir que la del primer ferrocarril. Tenía una anchura de un metro y siete centímetros en vez del habitual metro y medio, de modo que la mano de obra y el material saldrían más baratos.
La idea de una segunda línea de ferrocarril hasta Atlantic City dividía al pueblo. Jonathan Pitney había fallecido seis años antes, pero su sueño de construir un oasis exclusivo seguía intacto. A mucha gente no le interesaba el tipo de desarrollo propuesto por Samuel Richards, ni les apetecía vivir codo con codo con la clase obrera de Filadelfia. Hubo un debate encendido que duró varios meses. La mayor parte de los residentes estaba contenta con la idea de que la isla siguiera siendo un tranquilo pueblo con playa y no querían tener nada que ver con el turismo que provenía de las fábricas. Sin embargo, estas opiniones no eran relevantes para Samuel Richards. Tal y como hiciera veinticuatro años antes, Richards acudió a la asamblea legislativa del estado y obtuvo otra licencia para construir un ferrocarril.
Se firmaron los estatutos de la Compañía del Ferrocarril Filadelfia-Atlantic City en marzo de 1876. Los directores de la Camden-Atlantic estaban amargados por la pérdida de su monopolio y trataron de obstaculizar el progreso de Richards con todo tipo de medidas. Cuando comenzó la construcción en abril de 1877 —de manera simultánea desde ambos extremos— los directores de la Camden-Atlantic no permitieron que la maquinaria para la construcción fuera transportada sobre sus vías ni que se utilizaran sus vagones para llevar suministros. El Taller de Locomotoras de Baldwin tuvo que enviar su motor de construcción por vía marítima, costeando el cabo May y el resto del litoral; los travesaños llegaron en barco desde Baltimore.
Richards no dejó que nada se interpusiera en su camino. Estaba decidido a poner su tren en marcha ese mismo verano. La maquinaria de construcción echaba humo y las cuadrillas de obreros hacían dobles turnos los siete días de la semana. Los ochenta y seis kilómetros de ferrocarril fueron completados en tan solo noventa días. A excepción de las líneas ferroviarias que se construían en el transcurso de una guerra, jamás se había hecho un ferrocarril en tan poco tiempo.
El primer tren de la Compañía del Ferrocarril Filadelfia-Atlantic City llegó al balneario el 7 de julio de 1877. Antes de la llegada del ferrocarril de Richards, un billete de ida y vuelta del Camden-Atlantic costaba tres dólares, y un billete de ida, dos. Los viajes por la vía estrecha costaban un dólar cincuenta centavos y un dólar, respectivamente. El principal reclamo, que llenaba los trenes de Richards, era la oferta de «la excursión». Richards comprendió que la mayoría de la gente que visitaba Atlantic City iba solo para pasar el día. Su ferrocarril explotaba esa realidad y surgieron negocios que proporcionaban atracciones para gente con poco dinero que solo se quedaba durante un día. El desarrollo de un balneario en el que la gente se alojaba en hoteles llegaría más tarde.
Richards equipaba sus vagones para un tipo de cliente al que le daba igual viajar en trenes que eran la escoria de las demás compañías ferroviarias. No les importaba que los coches carecieran de cristales en las ventanillas, aunque eso significaba que llegarían a la playa untados de hollín. Tampoco les importaba viajar en asientos hechos de tablas de madera con cojines. Las sacudidas y chirridos del tren que avanzaba por los raíles de hierro no paraban en todo el viaje, pero también eso daba igual. La tarifa de la oferta de la excursión era de un dólar para un billete de ida y vuelta, y para la mayoría de los clientes de Richards el precio era lo más importante.
Al final, en 1883, el nuevo ferrocarril de Richards fue vendido a la Compañía de Ferrocarril de Filadelfia y Reading y convertido en una línea ferroviaria con un ancho de vía estándar.
A pesar de su corta vida, el impacto del Ferrocarril de Filadelfia-Atlantic City fue enorme. Potenció el desarrollo de nuevas partes de la isla y trajo cientos de miles de nuevos visitantes. Richards había desatado el potencial de Atlantic City como un balneario para el turismo de masas. Con el tiempo, nuevos hoteles fueron construidos, los inversores comenzaron a interesarse y Atlantic City inició un período de expansión que duró más de cincuenta años. Cada pueblo que contaba con una estación de ferrocarril vio cómo sus negocios prosperaban, especialmente los relacionados con la producción de madera, vidrio y agricultura. Nuevas empresas surgieron a lo largo de las vías y la especulación inmobiliaria era tan ferviente que la gente podía hacer verdaderas fortunas de la noche a la mañana. Más de una generación después de su fundación, el pueblo con playa de Jonathan Pitney finalmente estaba camino de convertirse en un destino turístico importante.