EL LUGAR AL QUE SE MARCHARON LOS HEECHEES
A las seis, el día de su décimo cumpleaños, Robin Broadhead dio una fiesta. La vecina de enfrente le regaló unos calcetines, un videojuego y, a manera de broma, un libro que se titulaba «Todo lo que sabemos de los Heechees». Los túneles de los Heechees acababan de descubrirse en Venus, y todo eran conjeturas a propósito del lugar al que podían haberse marchado, su aspecto y sus propósitos. La broma consistía en que, a pesar de que el libro contenía ciento sesenta páginas, todas ellas estaban en blanco.
A esa misma hora, el mismo día —o, en cualquier caso, a la hora equivalente según el horario local, lo que es muy distinto— alguien ocupaba su tiempo bajo las estrellas, antes de retirarse a descansar. También él iba a celebrar algo, pero no exactamente una fiesta de cumpleaños. Estaba muy lejos de la fiesta de Robin y de las velas de su pastel, a más de cuarenta mil años luz, y muy lejos, también, de parecerse a un ser humano. Tenía un nombre propio, pero por el respeto que inspiraba y por la labor que había desempeñado, todos le llamaban algo así como «capitán». Por encima de su velluda y ligeramente cuadrada cabeza, las estrellas brillaban claras y cercanas. Cuando las miraba herían sus ojos, a pesar del caparazón de apariencia cristalina y cuidadoso diseño que cubría el lugar en que habitaba y la mayor parte de su planeta. La triste estrella M, de brillo rojo y más poderoso que la Luna vista desde la Tierra. Tres doradas G. Una única F, de brillo rosado, que dolía al mirarla. En aquel cielo no las había del tipo O ni del tipo B. Ni tampoco estrellas de brillo débil. El Capitán podía identificar el tipo al que pertenecía cada estrella que veía, porque sólo había unos pocos miles de estrellas, diez, más o menos, desde las frías hasta las calientes, desde las más fulgurantes hasta las más difícilmente perceptibles para el ojo. Y más allá de aquellos familiares miles de estrellas, aunque no podía ver más allá desde donde se encontraba, sabía, por sus muchos viajes espaciales, que lo que había era la turbulencia azul en forma de concha que rodeaba todo lo que él y los suyos poseían del universo. Era, el suyo, un cielo que habría atemorizado a un ser humano. Aquella noche, al pensar en lo que ocurriría después de que volviera a despertarse, hasta el mismo Capitán estaba algo asustado.
Ancho de hombros y caderas, pero plano entre pecho y espalda, el Capitán caminaba desgarbadamente hacia el transportador que le devolvería a su diván de los sueños. Era un viaje corto. Tal como él percibía el tiempo, apenas unos minutos: a cuarenta mil años luz de distancia, Robin Broadhead comía, crecía, empezaba la escuela secundaria, se rompía un hueso de la muñeca, se le soldaba, fumaba su primer porro y engordaba unos diez kilos mientras el Capitán abandonaba el trasportador. Dio las buenas noches a sus adormilados compañeros de habitación, dos de los cuales eran, en ocasiones, sus compañeros de actividad sexual; se quitó las insignias de capitán de los hombros; desató la unidad de mantenimiento vital y comunicaciones, que pendía entre sus muy separadas piernas; levantó la cubierta del diván y se deslizó dentro. Se revolvió ocho o diez veces, cubriéndose con la esponjosa y blanda malla. El Capitán y los suyos procedían de seres acostumbrados a vivir en madrigueras, más que al aire libre, y por eso dormían mejor a la manera de sus ancestros. Cuando se sintió cómodo, alargó su huesuda mano para bajar la cubierta y cerrar el caparazón del diván. Como lo había hecho toda su vida. Como hacían los suyos para dormir bien. Ya que habían movido a las mismísimas estrellas para cubrirse con ellas después de decidir que les era necesario, a todos ellos, dormir un sueño muy largo e inquietante.
De todas formas, la broma que contenía el libro que le habían regalado a Robin Broadhead quedaba un tanto empañada por el hecho de que, en realidad, no era del todo cierto lo que decía. Algo sí se sabía en relación a los Heechees. Estaba claro que en ciertos aspectos eran muy distintos de los seres humanos, pero en otros aspectos muy significativos, eran iguales. En la curiosidad, por ejemplo. Sólo un acentuado sentido de la curiosidad podía haberles llevado a visitar lugares tan extraños y tan remotos. En la tecnología, por ejemplo. La ciencia Heechee no era igual a la humana, pero descansaba sobre los mismos principios de termodinámica, las mismas leyes de movimiento, los mismos extremos mentales que iban desde la pequeñez hasta la inmensidad, desde la partícula atómica al universo en conjunto. Similar era también la química de sus organismos: respiraban un aire parecido y comían alimentos compatibles con la dieta humana.
Lo verdaderamente vital en relación a los Heechees y que todo el mundo sabía —o esperaba o adivinaba— era que, cuando se pensaba en ello, no eran en absoluto diferentes de los seres humanos. Tal vez unos milenios por delante en materia de civilización y conocimientos científicos. Quizá ni eso. Y al pensar —o adivinar— así, la gente no se equivocaba. Menos de ochocientos años transcurrieron entre la primera vez en que una tripulación Heechee se atrevió a probar la cancelación de masa como medio de transporte y la época en que sus expediciones peinaron la mayor parte de la galaxia. (Mientras tanto, en África, uno de los antepasados de La Tuerta se inclinaba inquisitivo sobre el hueso de antílope que le había dado su madre, preguntándose qué hacer con él).
Ochocientos años, ¡pero qué años!
Los Heechees experimentaron una explosión demográfica. Fueron mil millones. Después diez, y después, cien. Construyeron vehículos que se desplazaban sobre ruedas con los que exploraron la poco acogedora superficie de su planeta, y en menos de dos generaciones, saltaron al espacio en sus cohetes. Unas pocas generaciones más tarde se encontraban explorando los planetas de las estrellas más próximas. Aprendieron a medida que iban avanzando. Desarrollaron máquinas de gran tamaño y de fina sutileza: estrellas de un neutrón en el interior de un aparato que medía gravedades; un sistema de detección de microondas de un año luz de alcance, con el que localizar las galaxias que se aproximaban a su límite. Las estrellas que visitaron y las galaxias que observaron eran casi idénticas a como se ven desde la Tierra (una diferencia de unos cientos de años es irrelevante cuando se habla de tiempo astronómico), pero ellos aprendieron más rápidamente y de manera más completa. Y lo que observaron y aprendieron resultó ser, para ellos, de vital importancia. La hipótesis de Albert había resultado ser cierta, o casi del todo cierta, en todos los detalles hasta llegar a un punto en que resultaba del todo falsa.
Como resultado de lo que vieron, los Heechees hicieron lo que creían que era mejor para ellos.
Hicieron volver a sus más alejadas expediciones, y se reunieron después de haber traído consigo todo lo que les pudiera hacer falta y pudiera ser acarreado.
Estudiaron varios millones de estrellas, y de ésas eligieron unos pocos millares: algunas de ellas habrían de ser alejadas, porque eran peligrosas; otras habría que juntarlas. No les resultaba difícil hacerlo. La posibilidad de crear y hacer desaparecer masa convertía las fuerzas de gravedad en sus esclavas. Seleccionaron un grupo de estrellas estables y longevas, dispersaron a las que podían ser peligrosas, y reunieron a las otras, acercándolas lo suficiente para hacer con ellas lo que querían. Agujeros negros los hay de todos los tamaños. Una cierta concentración de materia encorsetada dentro de ciertos límites volumétricos, se pliega sobre sí misma. Un agujero negro puede ser tan grande como toda una galaxia si las estrellas que la componen están más cerca las unas de las otras de lo que están en nuestra galaxia. Pero los planes de los Heechees no eran tan ingentes. Buscaron un volumen en el espacio cuyo diámetro fuera sólo de unos cuantos años luz, lo llenaron de estrellas, entraron con sus naves… Y lo vieron cerrarse a su alrededor.
Desde aquel momento en adelante, los Heechees se habían aislado del resto del universo, acurrucados en su nido estelar. El tiempo había cambiado para ellos. En el interior de un agujero negro el tiempo fluye muy, muy lentamente. En el universo exterior pasaron más de tres cuartos de millón de años. En el interior, al Capitán le pareció que no había transcurrido sino una veintena de años. Mientras los Heechees se construían confortables residencias en los planetas que había atrapado y que habían convertido en habitables gracias al esfuerzo de casi un siglo, el agradable Plioceno daba paso al tempestuoso Pleistoceno. Los hielos del Norte avanzaron y retrocedieron. Los australopitecus que el Capitán había capturado, con la intención de ayudarles o, al menos, con la esperanza de encontrar en ellos algo que permitiera albergar esa esperanza, desaparecieron de la superficie de la Tierra. El suyo había sido un experimento fallido. Aparecieron los Pitecántropos, desaparecieron también. Lo mismo sucedió con el Hombre de Heidelberg, y con los hombres de Neanderthal. Se desplazaron en la dirección que los hielos les indicaban, de norte a sur inventando herramientas, aprendiendo a enterrar a sus muertos y a convocar sus espíritus mediante círculos de cuernos de animales. Aparecieron brazos de tierra que unieron los continentes y que volvieron a desaparecer debajo de las aguas. Por encima de algunos de estos brazos de tierra se desplazaron algunas tribus de atemorizados asiáticos que, procedentes de su continente de origen, descendieron desde Alaska hasta el cabo de Hornos, mientras otra rama de la misma raza permanecía en su zona natal, desarrollando grasa alrededor de su pulmones con la que combatir el frío polar. Las criaturas que el Capitán alimentaba en los túneles de Venus, mientras él y los demás miembros de su equipo observaban la Tierra para elegir al grupo de primates más prometedor, no habían acabado de desarrollarse cuando el homo sapiens descubrió las aplicaciones del fuego y de la rueda.
Y el tiempo seguía pasando.
Cada latido del corazón doble del Capitán duraba lo equivalente a medio día en el universo exterior. Cuando los sumerios descendieron de las montañas en que vivían para inventar la ciudad en la llanura persa, el Capitán fue invitado a participar en la próxima conferencia anual. Mientras preparaba su lista de invitados, Argón edificaba su imperio. Mientras daba instrucciones a sus computadoras en relación al evento, un grupo de temblorosos hombres daban forma a unas rocas azuladas para levantar Stonehenge. Colón descubría América mientras el Capitán supervisaba los cambios y las cancelaciones de última hora; terminaba su cena al tiempo que los primeros cohetes de los hombres orbitaban el planeta, y decidía estirar las piernas antes de retirarse a descansar en el mismo instante en que un sorprendido explorador descubría los túneles de Venus. Mientras Robin Broadhead crecía, llegaba a la adolescencia, viajaba a Pórtico y desde Pórtico, se descubría la Factoría Alimentaria y Robin se hacía cargo de su exploración, el Capitán descabezaba un sueño. Se medio despertó coincidiendo con la partida del equipo Herter-Hall —menos de una hora, según su propia medida del tiempo— y siguió durmiendo mientras ellos realizaban su viaje de más de tres años y medio. A fin de cuentas, el Capitán era aún relativamente joven. Le quedaban algo así como el equivalente a diez años de vida activa intensa todavía, aproximadamente un cuarto de millón de años según el tiempo del resto del universo.
El propósito del encuentro anual era reconsiderar la decisión de los Heechees de retirarse al interior del agujero negro y contemplar qué otras posibilidades tenían a su alcance.
Fue una reunión breve. La mayoría de las reuniones de los Heechees lo eran, salvo en el caso de las reuniones que tenían como fin el disfrute de la vida social; la mediación de las inteligencias artificiales ahorraba tanto tiempo que el destino de un mundo podía decidirse en cuestión de minutos.
Se decidieron muchas cosas. Había inquietantes noticias. La estrella del tipo F que habían incluido, con cierta reticencia, en su refugio, mostraba ciertos síntomas que podían interpretarse como indicadores de reciente inestabilidad. Quizás aún tardaría mucho en ser alarmante, pero sería buena cosa alejarla del conjunto. Algunas de las noticias eran tristes pero esperadas. Los mensajes de las últimas naves expedicionarias revelaban que no había evidencia de que hubiera apareciendo ninguna otra civilización capaz de viajar por el espacio. Otras se sabían ya de antemano. Los últimos y más rigurosos tests científicos demostraban que la teoría de los universos oscilatorios era correcta; por lo tanto, la hipótesis del principio de Mach —aunque, claro está, ellos no la llamaban así—, según la cual los números universales podían alterarse en los instantes más tempranos del Big Bang, era válida. En último lugar, se reabrió la discusión en torno a la decisión por la que el tiempo pasaba, en el lugar en que vivían, en una proporción del 1 por cada 40.000 años del universo exterior. ¿Era la proporción suficiente para sus propósitos? Podía aumentarse —tanto como uno quisiera— simplemente contrayendo aún más el tamaño del agujero negro, al tiempo que podía retirarse la peligrosa estrella tipo F. Se decidió que se realizarían una serie de estudios. Se intercambiaron felicitaciones. La reunión había terminado.
El Capitán, una vez terminado su cometido, salió a la superficie para dar un paseo.
Amanecía en aquel momento. Por ello, los paneles de protección se habían oscurecido paralelamente. Aun así, el brillo de unas veinte estrellas desafiaba a su propio sol, refulgiendo en el cielo verdeazulado. El Capitán bostezó desmesuradamente, pensó en desayunar pero finalmente se decidió por un descanso. Se sentó perezosamente bajo la tamizada luz solar, pensando en la reunión y en todo lo que la había rodeado. El parecido entre los Heechees y los seres humanos era suficiente como para que el Capitán se sintiera algo decepcionado por el hecho de que las criaturas que él en persona había elegido y trasladado al artefacto no habían colmado sus esperanzas. Claro que tal vez podrían hacerlo en el futuro. Las naves de los equipos de expedición llegaban cada uno o dos años (siempre según el cálculo temporal Heechee, lo que en términos humanos correspondía a más de cincuenta mil años), y una civilización podía despertar en ese lapso. Incluso en el supuesto de que su propio proyecto fracasara, había otros quince o dieciséis en la galaxia en los que se había vislumbrado la posibilidad de que los seres en cuestión llegaran a desarrollar vida inteligente. Pero la mayoría de esos otros seres no estaban tan desarrollados como sus australopitecus.
El Capitán se recostó en su asiento ahorquillado, bajo cuyo ángulo su unidad de mantenimiento vital pendía cómodamente, y oteó el cielo. ¿Cómo podrían saber en qué momento aparecerían ellos?, se preguntó. ¿Se abriría el cielo en dos? (Bobo, se reprochó). ¿O acaso la fina concha que constituía su agujero negro se desvanecería sin más? Tampoco eso era demasiado probable.
Pero si aparecían, donde quiera que fuese que lo hicieran, los Heechees lo sabrían.
Porque la prueba estaba allí.
Y la prueba de ello no era comprensible únicamente para las mentes de los Heechees. Si alguna de las razas con las que estaban experimentando llegaba a alcanzar un alto grado de conocimiento tecnológico y de civilización, sin duda también iban a darse cuenta de ello. Iban a darse cuenta de que se estaba registrando un «desplazamiento» de la radiación cósmica 3K, de naturaleza anisotrópica. (Los humanos habían sido ya capaces de detectarlo, pero no habían conseguido todavía interpretar semejante hecho). La física teórica había demostrado que los números fundamentales que habían hecho posible la existencia de vida, podían ser alterados. (Los humanos acababan de saberlo, pero no estaban del todo seguros). Las sutiles evidencias que habían puesto de relieve que algunas de las más lejanas galaxias estaban perdiendo su natural tendencia a expandirse, mostraban ahora que algunas de ellas habían empezado ya, de hecho, a contraerse. Esto estaba más allá de las posibilidades de observación de los seres humanos, pero sólo era cuestión de décadas, tal vez, el que pudieran advertirlo.
Cuando estuvo claro para los Heechees no solo que el universo podía destruirse para remodelarlo, sino que de hecho, alguien había empezado a hacerlo en algún lugar, quedaron anonadados. Por más que lo intentaran, no podían decir de quién se trataba, ni dónde ese «alguien» podía encontrarse. Pero de lo que sí estaban seguros los Heechees era de que no deseaban tener que enfrentarse a ellos.
Por eso, el Capitán y los demás Heechees se habían deseado mutuamente suerte y acierto en sus respectivos experimentos y observaciones. No solo por cuestiones de educación y protocolo. No solo por interés profesional. Sino porque era mucho lo que dependía de sus experimentos y observaciones.
Si algunas de las razas que los Heechees habían sometido a observación había llegado a desarrollarse de verdad, a aquellas alturas debían de poseer ya una tecnología considerablemente avanzada. Podían estar encontrando los rastros que los mismos Heechees habían ido dejando tras de sí, y debían de estar bastante atemorizados de ser así, supuso el Capitán. Intentó sonreír para sí al pensar que aquellas razas eran a los Heechees lo que los propios Heechees eran a Ellos, a los Otros.
Fueran «Ellos» quienes fueran.
Por lo menos, se dijo tristemente el Capitán, cuando Ellos aparecieran para volver a ocupar el universo que habían remodelado a su antojo, tendrían que vérselas con las otras razas antes de dar con los Heechees.