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LA PERSONA MÁS RICA DEL MUNDO

Me llamo Robin Broadhead y soy el individuo más rico de todo el sistema solar. El único que se me acerca es el viejo Bover, y seria casi tan rico como yo si no hubiera malgastado la mitad de su dinero en la demolición y reconstrucción de los barrios económicamente más deprimidos y gran parte del dinero de la otra mitad que le quedaba en la realización de una atentísima búsqueda en el espacio transplutoniano, con el fin de encontrar la nave de su mujer, Trish. (Lo que tenga pensado hacer con ella si es que la encuentra, no soy capaz de imaginármelo). Los supervivientes de la expedición Herter-Hall están también podridos de dinero. Cosa de la que me alegro, sobre todo por lo que se refiere a Wan y a Janine, que tienen que resolver su extraña relación en un mundo complejo y poco acogedor. Mi esposa, Essie, goza de la mejor salud. La amo. Cuando yo muera, o sea cuando ni siquiera con el Certificado Médico Completo logren volver a recomponerme, entrará a funcionar un plan que he ideado para que se ocupen de otra persona a la que también amo, por todo lo cual me siento satisfecho. Prácticamente todo existe para mi entera satisfacción. Sólo Albert, mi programa científico, constituye una excepción, ya que trata de explicarme a toda costa el principio de Mach.

Cuando despegamos del Paraíso Heechee, lo hicimos con las manos llenas. Había dado con la manera de controlar las naves Heechees, con la manera de construirlas, que es todavía más importante, y con la teoría gracias a la cual es posible viajar más rápido que la luz. No, no tiene nada que ver con el hiperespacio o con la «cuarta dimensión». Es bien sencillo. La aceleración multiplica la masa, ha dicho Einstein. Quiero decir, el de verdad, no Albert. Pero si la masa es igual a cero, da igual la cifra por la que la multipliques: sigue siendo cero. Según Albert, la masa puede crearse, y lo demuestra a través de principios lógicos: si existe, puede crearse. Por lo tanto, puede destruirse, ya que lo que es puede dejar de ser. Ese es el secreto Heechee, y con la ayuda de Albert para poner a punto el experimento y la de Morton para que obligara a los de la Corporación de Pórtico a sufragar los gastos, lo pusimos a prueba. No me costó un céntimo; una de las grandes ventajas de ser multimillonario es que no tienes que tocar tu capital. Lo único que tienes que hacer es que otros lo gasten por ti, y para tal fin es para lo que se han creado los programas de asesoría jurídica.

Así, pues, enviamos dos Cinco al espacio desde Pórtico. Una estaba sólo programada para permanecer en espacio y llevaba dos personas y un cilindro de aluminio sólido, para medir espectros, a bordo. La otra llevaba una tripulación completa, lista para llevar a cabo una prospección de las habituales. La nave que llevaba el instrumental contenía además un sistema de filmación en directo, de tres cámaras: una apuntaba al cilindro que media las oscilaciones de los campos gravitacionales; otra apuntaba a la otra Cinco; la tercera, a un reloj digital de átomo de cesio.

Según yo lo veo, el experimento no demostró nada. La segunda nave empezó a desaparecer y el cilindro registró su desaparición. ¡Vaya por Dios! Pero Albert estaba encantado.

—¡La masa de la nave empezó a desaparecer antes de que la nave lo hiciera, Robin! ¡A cualquiera podía habérsele ocurrido realizar esta prueba en los últimos doce años, Dios mío! ¡Nos van a conceder una bonificación de al menos diez millones de dólares!

—Que nos servirán para cubrir gastos menores —dije yo.

Me desperecé, bostecé y rodé por encima de la cama para besar a Essie, porque dio la casualidad de que estábamos en la cama.

—Qué interesante —dijo Essie con voz amodorrada mientras me besaba.

Albert sonrió, en parte debido a que Essie había reajustado su programación, en parte porque sabía tan bien como yo que aquella muestra de interés por parte de Essie era cortésmente falsa. A mi Essie no le interesaba demasiado la astrofísica. Lo que sí le interesaba y mucho, era la posibilidad de trabajar con las inteligencias artificiales Heechees. Llegó a trabajar con ellas hasta dieciocho horas al día, mientras estudiaba los circuitos del Patriarca que se habían salvado, y con los de los Difuntos, y con los de los Difuntos no humanos, aquellos cuyas memorias retrocedían hasta un millón de años a una sabana africana. No porque le interesara lo que las memorias contenían, sino porque su trabajo —y era condenadamente buena haciéndolo— consistía en saber cómo se había realizado la síntesis de aquellas memorias. Lo mínimo que aprendió gracias a las máquinas del Paraíso Heechee fue cómo reajustar el programa Albert Einstein. En general, lo que todos nosotros obtuvimos gracias al Paraíso Heechee fue fantástico. Se consiguieron los mapas astrales que mostraban los lugares en que los Heechees habían estado. Se obtuvieron los mapas astrales que mostraban dónde estaban los agujeros negros, incluido el de Klara. Yo mismo, siquiera fuese a modo de beneficio marginal y de escasa importancia, obtuve respuesta a la pregunta que tanto me había preocupado subconscientemente: ¿cómo era que seguía vivo? La nave que me había conducido al Paraíso Heechee había iniciado la deceleración al cabo de diecinueve días. Las leyes del sentido común decían que la nave no llegaría a destino hasta diecinueve días más tarde, momento en que yo estaría sin duda muerto; y sin embargo, aterricé al cabo de sólo cinco días. Y seguía vivo, o al menos, no del todo muerto; pero ¿cómo?

Albert me facilitó la respuesta. Todos los viajes llegados a feliz término en una nave Heechee, habían tenido lugar en todos los casos entre dos cuerpos que se encontraban relativamente quietos, con una diferencia máxima de unos pocos cientos de kilómetros por segundo entre uno y otro, no más. La diferencia era nula. Pero mi propia nave se dirigía en pos de un objetivo que viajaba casi a toda máquina, a una elevadísima velocidad. La desaceleración de mi nave había quedado más que compensada por el incremento de velocidad del artefacto Heechee. Y por eso me había salvado.

Todo ello era altamente satisfactorio, y sin embargo…

Y sin embargo todo tiene un precio.

Siempre ha sucedido lo mismo, a lo largo de la historia de la humanidad. Cada avance importante ha conllevado un precio que pagar por ello. El hombre inventó la agricultura: eso significaba que alguien tenía que plantar el algodón y que alguien tenía que hilarlo. Y así fue como nació la esclavitud. El hombre inventó el automóvil: con ello obtuvo un elevado porcentaje de polución atmosférica y muertes por accidentes de circulación. El hombre sintió curiosidad por saber cómo brillaba el sol: de esa curiosidad nació la bomba de hidrógeno. El hombre descubrió los artefactos Heechees y desentrañó algunos de los misterios que encerraban. ¿Y qué se consiguió con ello? Por una parte, que el viejo Payter casi matara a la humanidad entera, gracias a un poder que nadie antes de él había tenido. Por otra, un buen montón de nuevas preguntas que todavía no me he atrevido a afrontar del todo. Preguntas como las que Albert trata de contestar, en relación al principio de Mach, y que Henrietta había suscitado al hablar del punto X y de la pérdida de masa. Y otra importantísima cuestión que ocupaba mis pensamientos. Cuando el Patriarca desplazó el Paraíso Heechee de su órbita y lo lanzó a través del espacio hacia el corazón de la galaxia, ¿adónde, exactamente, se dirigía?

El momento más dramático, y también el más emocionante —bien lo sé— de toda mi vida fue aquel en que le dimos de lleno al Patriarca y, con las instrucciones que le habíamos sonsacado a Henrietta, nos sentamos frente al panel de controles del Paraíso. Hizo falta el esfuerzo de dos personas para que se moviera. Lurvy y yo mismo éramos los dos pilotos con más experiencia presentes en aquel momento, sin contar a Wan, quien estaba reuniendo en compañía de Janine a los medio adormilados Primitivos, explicándoles que había habido un cambio de autoridades. Lurvy ocupó el asiento de la derecha y yo el de la izquierda (preguntándome para qué extraño culo había sido diseñado). Y nos pusimos manos a la obra. Nos llevó más de un mes llegar a la órbita de la Luna, lugar que yo había elegido. Pero no fue un mes desperdiciado; había habido un enorme montón de cosas que hacer en el Paraíso Heechee. Lo cierto era que si el viaje me había parecido lento era porque tenía una enorme prisa por llegar a casa.

Tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para poder mover la teta de los controles, si bien tampoco es que fuera imposible de mover. Una vez que hubimos entendido que el principal panel de controles contenía los códigos de los objetivos previamente establecidos —hay más de quince mil en nuestra galaxia y algunos fuera de ella— quedó claro que era sólo cuestión de saber a qué objetivo correspondía cada combinación. A continuación, más que satisfechos con nosotros mismos, decidimos ponerlos en práctica. Los radioastrónomos nos pegaron una buena bronca porque nuestra órbita circumlunar había estado interfiriendo con sus paneles. Nos pusimos en marcha. Eso se hace con los paneles de control secundarios, los que nadie se ha atrevido a tocar en pleno vuelo, que no entran en acción hasta ese momento. El panel principal sirve para programar los objetivos de vuelo; los secundarios te llevan hasta cualquier objetivo cuyas coordenadas cósmicas seas capaz de proporcionarle. Pero lo divertido del asunto es que no puedes utilizar los paneles secundarios hasta que has inutilizado los principales poniéndolos a cero, cosa que tiene lugar cuando cambian de color y cobran una tonalidad rojizo profunda. Si a un prospector llegaba a ocurrírsele hacer eso en pleno vuelo, borraba la combinación que le permitiría volver a Pórtico. Qué fácil resulta todo una vez lo has comprendido. Así que conseguimos finalmente poner el medio millón de toneladas del maldito cacharro en movimiento, hasta plantarnos en la órbita de la Tierra, bueno, casi, e invitamos a más gente a la nave.

A la persona que más me apetecía traer a la nave era a mi mujer. Después de ella venía Albert, lo cual no es ningún demérito para Essie ya que fue ella quien lo creó. En mi mente se produjo un tira y afloja para decidir si Essie venía a la nave o si yo iba a la Tierra. Ella tenía tantas ganas de ponerles las manos encima a las máquinas Heechees como yo de ponérselas encima a ella.

Las comunicaciones no se ven sustancialmente entorpecidas en una órbita de cien minutos en torno a la Tierra. Tan pronto como nos pusimos a su alcance, la máquina que Albert me había programado se puso en contacto con él, vomitándole toda la información que habíamos conseguido, de manera que cuando pude hablar con él, Albert disponía de toda la información necesaria para hablar conmigo de lo que fuera. Claro que no era lo mismo. Era mucho más divertido hablar con Albert en el proyector de hologramas, en tres dimensiones y a todo color, que en la pantalla bidimensional y en blanco y negro del Paraíso Heechee. Pero hasta que no llegó material nuevo desde la Tierra, no dispuse de otra cosa; claro que, al fin y al cabo, se trataba del mismo Albert.

—Me alegra verte de nuevo, Robin —me dijo con aire de benevolencia, apuntándome con la boquilla de su pipa—. Imagino que sabes que hay un millón de mensajes esperándote.

—Que esperen —le dije.

De todas formas había contestado ya a algo así como a otro millón de mensajes. Todos ellos venían a decir que, si bien todos estaban algo molestos, estaban asimismo bastante complacidos. Y que volvía a ser rico.

—Lo que quiero oír en primer lugar es lo que tú quieras decirme.

—Seguro que sí, Robin —dijo mientras vaciaba la pipa y me miraba—. Bueno, en primer lugar, la tecnología. De momento, conocemos más o menos lo relativo a la teoría de conducción de las naves Heechees, y estamos aprendiendo poco a poco lo concerniente a la radio ultralumínica. Por lo que se refiere a los circuitos de acceso a la información de los Difuntos, etcétera, etcétera, estoy seguro de que sabes —me guiñó un ojo— que la compañera Lavorovna-Broadhead está de camino para reunirse contigo. En lo relativo a este punto creo poder afirmar que es de esperar un rápido avance. Dentro de unos días, una expedición de voluntarios saldrá en dirección a la Factoría Alimentaria. Estamos más que seguros de que también conseguiremos hacernos con sus controles, y si así sucede, la traeremos a alguna órbita cercana para estudiarla y, creo podértelo garantizar, para copiarla y hacer un duplicado. Imagino que no te interesará conocer otros detalles de menor importancia relativos a tecnología ahora mismo, ¿no?

—No, la verdad, al menos en este preciso instante.

—Entonces —dijo mientras llenaba la pipa de nuevo—, déjame que entre ahora en consideraciones teóricas. En primer lugar está la cuestión de los agujeros negros. Hemos localizado el agujero negro en el que, con absoluta seguridad, se encuentra tu amiga, Gelle-Klara Moynlin. Estoy casi seguro de que podemos enviar una nave hasta allí sin riesgos importantes. Pero que podamos hacerla regresar es otra historia. No hemos encontrado nada en los archivos de los Heechees que indique cómo sacar algo de un agujero negro. En teoría, sí, pero ya conoces el refrán: «Del dicho al hecho…». Me temo que no puedo garantizarte ningún resultado antes de unos años, décadas más bien. Ya sé —dijo inclinándose hacia delante con la expresión grave— que se trata de algo de extrema importancia para ti, Robin. Pero también lo es para todos nosotros, y cuando digo nosotros no me refiero sólo a los seres humanos, sino también a las inteligencias artificiales.

Yo nunca le había visto tan serio.

—¿Sabes? —añadió—, también hemos conseguido averiguar hacia dónde se dirigía el Paraíso Heechee, sin lugar a dudas. ¿Puedo enseñarte una fotografía?

La respuesta, por supuesto, era retórica. Ni yo le contesté, ni él esperó mi respuesta. Se retiró a una esquina de la pantalla plana mientras aparecía la imagen. Era una media luna blanca de contornos muy nítidos. No era simétrica. La media luna quedaba a un lado de la imagen, y el resto estaba vacío salvo por un halo de tenue luz que, surgiendo desde los extremos de la media luna, completaba la figura hasta convertirla en una elipse.

—Es una lástima que no puedas verlo en color, Robin —dijo Albert desde su rincón—. Es más azul que blanca. ¿Quieres que te explique qué es lo que estás viendo? Se trata de la órbita que traza cierta materia en torno a un objeto de gran tamaño. La materia que queda a tu izquierda, que se acerca a nosotros, viaja a la suficiente velocidad como para emitir luz. La que queda a la derecha, que se aleja, viaja a una velocidad menor en relación a nosotros. Lo que estás viendo es materia convirtiéndose en radiación a medida que un enorme agujero negro la absorbe, en el centro de la galaxia.

—No sabía yo que la velocidad de la luz pudiera ser relativa —solté.

Albert aumentó de tamaño hasta volver a ocupar toda la pantalla.

—Y no lo es. Robin, pero la velocidad orbital de la materia que la produce, sí lo es. La fotografía pertenece a los archivos de Pórtico, y hasta hace bien poco no pudo situarse su exacta localización en el espacio. Pero ahora está más que claro que se trata, en el más estricto sentido de la expresión, del centro de la galaxia.

Se detuvo para encender su pipa, mirándome fijamente. No le metí prisa, y cuando acabó de encenderla, dándole rápidas pitadas, dijo:

—Robin, a menudo no estoy seguro de qué información debo proporcionarte. Si tú me haces una pregunta, la cosa cambia. Sea lo que sea lo que me preguntes, te diré tanto como estés dispuesto a escuchar. Te explicaré incluso lo que una cosa pueda ser, si es que me pides que formule una hipótesis; hasta aventuraré hipótesis cuando, de acuerdo con las instrucciones que se le han dado a mi programación, me parezca oportuno. La compañera Lavorovna-Broadhead ha establecido una normativa muy compleja a este respecto, pero, para simplificar, te diré que puede reducirse a una ecuación. Llamaremos V al «valor» de una hipótesis. Llamaremos P a la probabilidad de que ésta sea cierta. Si consigo que la suma de V más P sea igual a uno, como mínimo, entonces puedo, y lo hago, aventurar una hipótesis. ¡Pero ni te imaginas, Robin, lo difícil que es asignar a V y P los adecuados valores numéricos! En el caso que ahora nos ocupa, no tengo ni la más remota idea de qué valores asignarles para que la hipótesis pueda tener visos de probable. Pero la importancia de este caso es enorme. En todos los sentidos, su importancia puede considerarse infinita.

A esas alturas, yo ya estaba sudando la gota gorda. Lo único que soy capaz de asegurar respecto del programa Albert Einstein es que, cuanto más tarda en explicarme una cosa, menos seguro está de que me vaya a gustar oírlo.

—Albert, suéltalo ya de una vez.

—Seguro que sí, Robin —dijo, asintiendo con la cabeza pero incómodo al sentirse presionado—. Pero antes déjame que te diga que la conjetura que voy a explicarte, satisface no sólo las leyes de la astrofísica conocida, por más que a un nivel bastante complejo, sino que también contesta algunas otras preguntas, como por ejemplo adonde se dirigía el Paraíso Heechee cuando le hicisteis dar media vuelta, y por qué los mismos Heechees han desaparecido. Antes de facilitarte las conclusiones a las que he llegado, tengo que pasar revista a cuatro puntos esenciales, como sigue.

»Uno. Las cantidades a las que Tiny Jim se refería como "Números Universales" son, casi todas ellas, cantidades numéricas de las llamadas "adimensionales", porque permanecen invariables las midas con las unidades que las midas. El número con el que Dirac mide la diferencia entre la fuerza gravitacional y electromagnética, la constante de la estructura de Eddington y todos los demás. Conocemos esos números con gran precisión. Lo que no sabemos es el porqué son lo que son. ¿Por qué el valor de la estructura de Eddington es 137 positivo en lugar de 150? Si nos encontráramos en disposición de poseer una teoría completa acerca de la Astrofísica, podríamos deducir esos números de la teoría. De hecho, tenemos esa buena teoría, pero no podemos deducir los números universales. ¿Por qué? ¿Es acaso posible —añadió con una expresión de lo más grave— que sean de algún modo "accidentales"?

Se detuvo para dar unas pitadas a la pipa, y a continuación me enseñó dos dedos.

—Dos. El principio de Mach. También a este respecto surgen preguntas, pero es más sencillo contestarlas. Mi predecesor —dijo entrecerrando los párpados, creo que para darme a entender que la cuestión era más sencilla que la anterior—, mi predecesor, digo, nos facilitó la teoría de la relatividad, según la cual todo es relativo en relación a todo lo demás excepto la velocidad de la luz. Cuando estás en tu residencia del mar de Tappan, Robin, tu peso es de ochenta y cinco kilogramos. O sea que esa medida indica la atracción que existe entre el planeta Tierra y tú. Es tu peso, digamos, relativo en la Tierra. Pero también poseemos una cualidad que se llama «masa». La mejor medida de la masa es la fuerza que hay que hacer para conseguir mover un objeto que se encontraba en reposo. Generalmente consideramos que masa y peso son lo mismo, y lo son, en la superficie terrestre, pero la masa se considera una cualidad intrínseca de la materia, mientras que el peso siempre depende de algo más.

Volvió a entrecerrar los párpados.

—Pero hagamos un experimento, Robin. Supongamos que tú eres el único objeto que hay en el universo. No hay más materia que la tuya. ¿Qué pesarías? Nada. ¿Cuál sería tu masa?

Ah, esa es la pregunta. Supongamos que posees un microacelerador y que decides autodesplazarte. Mides, pues, la aceleración y calculas la fuerza necesaria para moverte, y así obtienes tu masa, ¿no? Pues no, señor. ¡Porque no hay nada en relación a lo cual medir el desplazamiento! El concepto de desplazarse, en sí, no significa nada. Así que también la masa, de acuerdo con el principio de Mach, depende de otra cosa, de un sistema externo a ella misma. Mach estimó que sería algo así como «el resto del universo», para explicarte de algún modo, el telón de fondo en relación al cual podría medirse la masa. De acuerdo con el principio de Mach tal y como fue desarrollado por mi predecesor entre otros, lo mismo sucede con las demás características intrínsecas de la materia, la energía y el espacio, incluidos los números universales. Robin, ¿no te estará fatigando todo esto que te cuento?

—Por tu padre que sí que me estás fatigando, Albert —espeté—, pero sigue adelante.

Sonrió y levantó tres dedos.

—Tres. Lo que Henrietta llamó «punto X». Como sin duda recuerdas, Henrietta fracasó en la defensa de su tesis doctoral, pero yo he efectuado un estudio y sé qué es lo que quería dar a entender con ella. Durante los tres segundos después del Big Bang, lo que equivale a decir al principio del universo tal y como lo conocemos ahora, el universo era relativamente compacto, sobremanera caliente y totalmente simétrico. La disertación de Henrietta se basaba en las observaciones de un matemático de Cambridge llamado Tong B. Tang y de algunos más; lo que éstos ponían de relieve era que, después de ese momento, después del «punto X», la simetría del universo quedó «congelada». Todas las constantes que podemos observar quedaron fijadas en aquel momento. Todos los números universales. No existían antes del punto X . Sólo han existido, y se han mantenido inalterables, desde aquel momento.

»Así que en el punto X , tres segundos después del Big Bang, algo ocurrió. Pudo haber sido un hecho casual, tal vez turbulencias en la nube en expansión. Pero pudo haber sido provocado.

Se detuvo y echó un par de bocanadas de humo mientras no dejaba de mirarme. Como yo no hiciera el menor signo de reaccionar ante lo que acababa de decirme, suspiró y me mostró cuatro dedos.

—Cuarto y último punto, Robin. Pido disculpas por este preámbulo tan largo. El último punto de la disertación de Henrietta tiene que ver con la cuestión de la pérdida de masa. Se trata, pura y sencillamente, de que no parece que haya suficiente masa en el universo para dar sustento a teorías acerca del Big Bang que, de otro modo, se verían confirmadas. A este respecto, la tesis doctoral de Henrietta constituye un enorme avance. Sugirió que los Heechees habían descubierto el modo de crear y eliminar la materia. No ya la materia de una nave espacial —y de haber dicho que la de una nave espacial también, habría acertado plenamente—, sino a una escala formidable. A la escala del universo, de hecho. Aventuró la conjetura de que los Heechees hubieran estudiado los números universales igual que hemos hecho nosotros, y llegado a ciertas conclusiones que parecen ciertas. En este punto, Robin, tendrás que seguirme muy atentamente porque es un poco complicado. Pero casi hemos acabado.

«¿Sabes?, todas esas constantes fundamentales como los números universales determinan la existencia de vida en el universo. Entre otras muchas cosas, eso seguro. Ahora bien, si algunas de esas constantes fueran algo mayores, o inferiores, la vida no podría existir. ¿Ves cuál es la lógica consecuencia de lo que acabo de decir? Sí, me imagino que sí. Es un silogismo de lo más sencillo. Premisa principal: los números universales no son fijados por las leyes naturales, pero hubieran podido ser diferentes si sucesos distintos a los que tuvieron lugar hubieran ocurrido en el punto X . Premisa secundaria: si hubieran sido distintos en cierto sentido, el universo difícilmente habría albergado vida. Conclusión. Éste es el meollo de la cuestión. La conclusión es que si las condiciones hubieran sido diferentes en otros sentidos distintos, las condiciones de la vida en el universo hubieran podido ser mucho más acogedoras.

Albert dejó de hablar, se sentó mirándome sobre la moqueta y se rascó la planta del pie.

No sé quién de los dos hubiera empezado a hablar antes. Yo estaba tratando de digerir un montón de información indigerible, y el bueno de Albert se había empeñado en concederme todo el tiempo que necesitara para digerirla. Pero antes de que ninguno de los dos tomara la iniciativa, Paul Hall entró al galope en mi cubículo gritando:

—¡Eh, Robin, tenemos visita!

Claro, mi primer pensamiento fue Essie; habíamos hablado; yo sabía que estaba de camino, por lo menos, de Cabo Kennedy, si es que no había llegado ya allí y estaba a la espera de poder despegar. Miré a Paul y acto seguido miré mi reloj.

—No ha tenido tiempo —dije.

Y no había tenido tiempo, esa era la verdad. Paul me sonreía.

—Ven a ver a los pobres bastardos —me dijo.

Y eso es lo que eran. Seis bastardos amontonados en una Cinco. Habían salido de Pórtico menos de veinticuatro horas después de que yo despegara desde la Luna, con un armamento suficiente como para aniquilar a toda una división de Primitivos. Después de haber cubierto la distancia que había hasta el Paraíso Heechee, dieron media vuelta y regresaron. En algún punto a medio camino debíamos de habernos cruzado con ellos sin saberlo. ¡Pobres diablos! Lo cierto es que eran unos tipos bastante decentes, voluntarios que se habían apuntado a una misión que debía de parecer arriesgada incluso según los parámetros de Pórtico. Les prometí que recibirían parte de los beneficios de la operación: había de sobra para todos. No era culpa suya si no los habíamos necesitado, sobre todo considerando lo mucho que nos habrían hecho falta de haberles necesitado.

Les dimos la bienvenida. Janine les llevó, orgullosa, a verlo todo. Wan, sonriente y enarbolando la pistola con la que les habíamos dormido, presentó a los Primitivos la tripulación de la Cinco, complacido sobremanera por esta nueva invasión. Cuando todo el jaleo pasó, me di cuenta de que lo que más necesitaba en aquellos momentos era comer y dormir. Y eso fue lo que hice.

Cuando desperté, la primera noticia que me dieron fue que Essie estaba de camino, pero que aún tardaría en llegar. Mientras intentaba matar el rato a la espera de que Essie llegara, deambulé de un lado a otro, tratando de recordar todo lo que Albert me había explicado, tratando de imaginar el Big Bang y lo que había ocurrido en aquel momento crítico tres segundos después… sin demasiado éxito. Volví a llamar a Albert y le pregunté:

—Más acogedoras, ¿cómo?

—Ah, Robin —nada le coge jamás por sorpresa—, ésa es una pregunta que no puedo contestar. No podemos ni tan siquiera imaginar todas las conjeturas que se desprenden del principio de Mach. Tal vez… —y comprendí, por las arrugas que se formaron en torno a sus ojos, que eran conjeturas destinadas a divertirme—. Tal vez ¿inmortalidad? ¿Inteligencia superior? ¿O simplemente más planetas en que pueda desarrollarse la vida? La que tú prefieras. O todas ellas, si lo deseas. Lo importante es que somos capaces de hipotetizar que esas condiciones de vida más favorables pueden existir, y que sería posible deducirlas, o haberlas deducido, de una base teórica sólida. Eso fue lo que hizo Henrietta. Fue incluso un poco más lejos. Supongamos, decía Henrietta, que los Heechees sabían más Astrofísica que nosotros, y que dieron con las condiciones que más favorables eran para que la vida se desarrollara. ¡Y se pusieron manos a la obra para producir ellos mismos esas condiciones! ¿Qué es lo que hubieran tenido que hacer? Bien, una de las maneras de hacerlo hubiera podido ser comprimiendo el universo para devolverlo a su estadio primordial y… ¡producir un nuevo Big Bang! ¿Y cómo hacer eso? Bien, es fácil si eres capaz de crear y hacer desaparecer masa. Unos pocos juegos malabares, se consigue detener la expansión del universo, se empieza a contraer de nuevo y entonces, de algún modo puestos a salvo de la explosión, lejos, fuera del punto de concentración, esperar a que el universo vuelva a estallar. Y entonces, desde ese refugio exterior, hacer lo necesario para cambiar esos fundamentales números adimensionales, de manera que el universo resultante podría llamarse… bueno, el paraíso.

Mis ojos se salían de las órbitas.

—¿Es eso posible?

—¿Para ti y para mí? ¿Ahora? No. Es absolutamente imposible. No sabríamos ni por dónde empezar.

—¡Para ti o para mí no, bobo! ¡Para los Heechees!

—Ah, Robin —dijo lamentándose—. ¿Quién puede decirlo? No sé cómo, pero eso no quiere decir que no les fuera posible hacerlo. Soy totalmente incapaz de imaginar cómo habría que manipular el universo para hacer, simplemente, que surgiera tal y como lo conocemos. Pero quizás ni siquiera ese tipo de conocimiento les fuera necesario. Tienes que admitir, de entrada, que ellos tendrían que ser inmortales. Ésa es una condición necesaria aun para hacer el experimento una sola vez. Y si son inmortales, al menos en lo relativo a su esencia, bueno, entonces pueden ir introduciendo cambios esporádicos para ver qué ocurre, hasta obtener el universo deseado.

Se miró la pipa, que se había apagado y, pensativo, se la guardó en el bolsillo de la camisa.

—Hasta ahí llegó Henrietta antes de que los viejos profesores se abalanzaran sobre su disertación para rechazarla. Porque a continuación dijo que la pérdida de masa probaba, de hecho, que los Heechees habían empezado a intervenir en el orden del desarrollo del universo; dijo que estaban retirando masa de las galaxias exteriores para hacerlas disminuir más rápidamente. Tal vez, conjeturó Henrietta, estaban concentrando más masa en el centro, si es que lo hay. Y añadió que eso podía explicar el porqué los Heechees se habían ido. Habían empezado ya el proceso y se alejaban para esconderse, supuso, en algún lugar carente de tiempo, como un agujero negro tal vez, mientras las cosas seguían su curso, para salir después y volver a empezar. ¡Aquella fue la gota que colmó el vaso! ¿Te puedes imaginar a la flor y nata de los decanos de la astrofísica, teniéndoselas que ver con semejante teoría? Le dijeron que intentara hacerse con un doctorado en psicología Heechee en lugar de en astrofísica. Le reprocharon que todo lo que tenía que ofrecer era pura conjetura, y no le concedieron el título de doctor, porque no había manera de probar su teoría, aunque creían que se trataba de una teoría francamente buena. Y así fue como ella se marchó a Pórtico para acabar muerta.

Entonces, Albert me dijo, volviendo a sacar su pipa:

—¿Sabes, Robin? Creo realmente que Henrietta estaba equivocada, o al menos, algo equivocada. No tenemos pruebas de que los Heechees sean capaces de transformar la materia en ninguna galaxia como no sea en la nuestra, y de lo que ella hablaba era de todo el universo.

—Pero no puedes asegurarlo, ¿no es eso?

—No, en absoluto, Robin.

—¡No tienes una jodida hipótesis al menos! —exclamé.

—Seguro que sí, Robin —dijo satisfecho—, pero no es más que eso, una hipótesis. Cálmate, por favor. Mira, yo creo que lo incorrecto es la escala. El universo es demasiado grande, por las noticias que tenemos. Y el tiempo, demasiado poco. Lo Heechees estuvieron aquí hace menos de un millón de años, el tiempo de expansión del universo hasta ahora es de veinte veces esa cantidad. El tiempo necesario para invertir el proceso difícilmente podría ser inferior. Y es matemáticamente poco probable que los Heechees eligieran ese momento en particular para aparecer.

—¿Aparecer?

Albert tosió.

—Me había olvidado un paso, Robin. Hay otra hipótesis en juego, esta vez enteramente mía. Supongamos que es «éste» el universo que crearon los Heechees. Supongamos que ellos proceden de otro universo menos hospitalario que el nuestro, que no les gustó y que retrotrajeron hasta su origen para crear uno nuevo que es el universo en que nos encontramos. Eso no es de todo imposible, ¿sabes? Podrían haber aparecido para echar un vistazo, simplemente para saber si era como ellos deseaban, quizá los que vinieron a explorar hayan salido en busca del resto.

—¡Albert! ¡Por amor de Dios!

—Robin —dijo conciliador—, no estaría diciendo todas estas cosas si pudiera evitarlo. No es más que una conjetura. No sé si eres capaz de imaginar lo difícil que me resulta aventurar hipótesis de este calibre, y no sería capaz de hacerlo si no fuera porque… bueno, bueno, ahora te lo explico. Existe una sola posibilidad de que alguien sobreviva a la contracción y al nuevo Big Bang, y consiste en estar en un lugar donde el tiempo se detenga. ¿Qué qué lugar es ése? Pues un agujero negro. De los grandes. Uno lo bastante grande como para no perder masa que, por tanto, puede vivir ilimitadamente. Sé que hay un agujero negro de tales características, Robin. Su masa es aproximadamente quince mil veces la del sol. Se encuentra en el corazón de nuestra galaxia.

Echó un vistazo a su reloj y cambió la expresión de su rostro.

—Si no me he equivocado en mis cálculos, Robin —dijo— tu mujer debe de estar llegando en este preciso momento.

—¡Einstein! ¡Lo primero que va a hacer mi mujer en cuanto llegue es reprograrmarte!

Parpadeó.

—Ya lo ha hecho, Robin —señaló—, y una de las cosas que me ha enseñado a hacer es aliviar las tensiones, cuando sea necesario, bien a través de un comentario jocoso, bien a través de un comentario halagüeño.

—¿Insinúas que tendría que encontrarme sometido a una gran tensión por culpa de tus hipótesis?

—No, claro que no. Pero es que todo esto es muy teórico… quizá ni eso. En términos de psicología humana seguramente dista mucho de serlo. Ese agujero negro del centro de la galaxia es, como mínimo, uno de los posibles lugares adonde se fueron los Heechees, y según los parámetros de la navegación espacial Heechee no está lejos. Y… ¿te he dicho ya que conseguimos averiguar cuál era el objetivo del Paraíso Heechee cuando vosotros llegasteis? Pues era ése, Robin. Iba derechito a ese agujero negro cuando le hicisteis dar media vuelta.

Estaba ya harto de hallarme en el Paraíso Heechee antes de que Essie empezara a cansarse de estar allí. Se lo estaba pasando en grande con las inteligencias artificiales Heechees. Pero como yo no estaba cansado de Essie, me quedé hasta que ella misma reconoció que ya tenía todo lo que quería del Paraíso Heechee, y cuarenta y ocho horas después estábamos de vuelta en el mar de Tappan. Y noventa minutos después de haber llegado se presentó Wilma Liederman con todas sus herramientas para efectuar el último chequeo a Essie. Yo estaba totalmente tranquilo, pues podía ver por mí mismo que Essie se encontraba perfectamente, y cuando Wilma aceptó quedarse a tomar una copa con nosotros, tuvo que admitir que así era. Entonces quiso que habláramos acerca del aparato que había sido utilizado por los Difuntos para llevar el control médico de Wan mientras éste se encontraba en plena edad de crecimiento. Antes de que Wilma se marchara, habíamos decidido destinar un millón de dólares a la creación de una compañía que habría de dedicarse a la investigación y el desarrollo —con Wilma Liederman como presidenta— de estudios destinados a averiguar qué podía hacerse con aquel cacharro. Así de fácil. Así de fácil es todo cuando todo marcha como uno quiere.

O casi todo. Yo seguía experimentando esa especie de sensación de ansiedad cuando pensaba en los Heechees (si es que de ellos se trataba) recluidos en ese lugar en el centro de la galaxia (si es que es allí donde están). Es algo que me inquieta. Si Albert hubiera dicho que los Heechees iban a hacer irrupción sembrando la muerte y la destrucción, o si simplemente me hubiera pronosticado que iban a aparecer el año próximo, caramba, me hubiera puesto histérico con sólo pensar en ello. Si me hubiera dicho que tardarían diez o cien años todavía, al menos hubiera pensado en ello constantemente, y probablemente pensar en ello me habría atemorizado. Pero cuando se trata de tiempo astronómico, ¡demonios!, no resulta fácil que a uno le preocupe algo que tardará mil millones de años en producirse.

Y sin embargo, no podía olvidarme del asunto.

Me tuvo inquieto durante toda la comida, después de que Wilma se marchara, y cuando llevé el café a la mesa, Essie, que estaba hecha un ovillo delante de la chimenea, muy sexy con sus ajustados pantalones peinándose su rubia melena, me dijo:

—Seguramente no pasará nada, Robin.

—¿Cómo puedes estar tan segura? Hay quince mil destinos programados en las naves Heechees. ¿Cuántos hemos visitado? ¿Ciento cincuenta? Menos, y uno de ellos ha resultado ser el Paraíso Heechee. Las leyes de probabilidad dicen que podría haber centenares de artefactos similares, ¿y quién te dice que ahora mismo no hay uno de ellos que se esté dirigiendo hacia los Heechees para explicarles lo que estamos haciendo?

—Robin, cariño —me dijo Essie frotando su nariz contra mi cuello cariñosamente— bébete el café. No sabes nada del cálculo de probabilidades, y además, ¿quién te dice que tengan intención de hacernos daño?

—¡No se trata de que tengan intención de hacérnoslo! Sé qué es lo que ocurriría, por amor de Dios. Está claro. Es lo mismo que les ha pasado a los tasmanos, a los tahitianos, a los esquimales, a los indios de América. Es lo que ha sucedido siempre, a lo largo de la historia. El pueblo que se enfrenta a una cultura superior, es destruido. Y no es que nadie tenga forzosamente la intención de destruirlo, es que, sencillamente, no puede sobrevivir.

—¿Siempre, Robin?

—¡Essie, por favor!

—No, te lo pregunto muy en serio —insistió—. Un contraejemplo: ¿Qué les pasó a los romanos cuando invadieron la Galia?

—¡Pues que la conquistaron, naturalmente!

—Cierto. Pero no del todo. Unos doscientos años más tarde, ¿quién conquistó a quién, Robin? Los bárbaros conquistaron Roma.

—¡No hablo de conquistas! Estoy hablando de un complejo de inferioridad racial. ¿Qué les sucede a los pueblos que entran en contacto con una raza más inteligente?

—Pues dependerá de las circunstancias, naturalmente, Robin. Los griegos sabían más que los romanos, Robin. Los romanos jamás tuvieron una idea propia en su vida, salvo en materia de guerra o de construcción. Y les trajo sin cuidado. Incluso metían a los griegos en sus hogares, como esclavos, para que les enseñaran historia, poesía y ciencia. Robin, querido —dijo volviendo a frotar su nariz contra mi cuello y acercándose a mí—, la sabiduría es como una fuente. Dime, cuando quieres información, ¿a quién te diriges?

Lo medité durante un instante.

—A Albert, sobre todo —admití—. Ya sé lo que quieres decir, pero eso es diferente. Es trabajo de las computadoras saber más y más deprisa que las personas, al menos en ciertos aspectos. Es para lo que han sido diseñadas.

—Exacto, cariño, y por lo que puedo ver, no has sido destruido.

Dejó la taza en el suelo y se levantó.

—Qué inquieto eres —dijo—. ¿Qué te gustaría hacer?

—¿Qué opciones tengo? —le pregunté mientras iba en pos de ella.

Essie negó con la cabeza.

—No me refería a eso, al menos no ahora mismo —me dijo—. ¿Te apetece ver la Piezovisión? He grabado un fragmento del noticiario de esta noche, en el que aparecen tus viejos amigos visitando su hogar ancestral.

—¿Los Primitivos en África? Ya lo he visto.

A algún promotor turístico se le había ocurrido que sería una buena propaganda enseñarles África a los Primitivos. Y estaba en lo cierto, aunque a los Primitivos no les gustó demasiado: no soportaban el calor, ni las fotos que tuvieron que aguantar que les hicieran, ni tampoco el viaje en avión les pareció gran cosa. Pero eran noticia. Lo mismo que Paul y Lurvy, en aquellos momentos en Dortmund preparando un mausoleo para el padre de Lurvy para cuando llegaran sus restos desde la Factoría Alimentaria. También Wan era noticia y se estaba haciendo millonario a base de rodar avisos comerciales como «el muchacho del Paraíso Heechee». Lo mismo que Janine, que se lo estaba pasando en grande al tener la oportunidad de conocer en persona a los cantantes con los que había mantenido correspondencia. Lo mismo que yo. Todos nosotros éramos millonarios en dinero y fama. Lo que hicieran con ello los demás, era algo que ignoraba, pero lo que yo quería lo tenía más que claro.

—Ponte un jersey, Essie —le dije—. Vamos a dar una vuelta.

Llegamos hasta la orilla del agua casi helada, cogidos de la mano.

—Brrr. Está nevando —dijo Essie.

Estaba mirando hacia arriba, a la burbuja que estaba sobre nuestras cabezas a una altura de unos setecientos metros. Generalmente no es fácil de ver, pero aquella noche, alumbrada desde los lados por los calefactores que evitan que caiga la nieve dentro y que forme hielo, parecía una cúpula lechosa, salpicada por los reflejos de las luces de la superficie, extendiéndose desde un extremo al otro del horizonte.

—¿Hace demasiado frío para ti?

—Tal vez aquí sí, tan cerca del agua —reconoció.

Retrocedimos, cuesta arriba, hasta el bosquecillo de palmeras que hay cerca de la fuente, y nos sentamos en un banco para mirar las luces del mar de Tappan. Allí se estaba bien. El aire nunca se enfría demasiado debajo de la burbuja, pero el agua es la del Hudson, que corre libre unos setecientos u ochocientos kilómetros antes de llegar al Embalse de la Empalizada, y a veces, en invierno, trozos de hielo flotan sobre el agua después de haber pasado por debajo de las barreras, y se deslizan hasta chocar contra el embarcadero.

—Essie —le dije—, he estado pensando.

—Sí, ya veo.

—En el Patriarca, en la máquina.

—¿Ah, sí?

Ella recogió los pies para sacarlos de la hierba, húmeda por los salpicones de la fuente.

—Una máquina bastante buena, sí —admitió—. Hasta llega a ser bastante dócil, una vez que le has limado los dientes. Sobre todo si no le proporcionas movilidad, o acceso a otros circuitos; sí, bastante dócil.

—Lo que quiero saber —le dije— es si se puede construir un aparato semejante para un ser humano.

—¡Ah! Hmm. Sí, creo que sí. Se necesitaría bastante tiempo y mucho dinero, pero sí, se podría hacer.

—O sea que se podría conservar una personalidad humana… una vez muerta, claro. Igual que los Difuntos, ¿no?

—Mejor incluso, me atrevería a afirmar. Aunque habría algunas dificultades, sobre todo bioquímicas, cosa que no es de mi competencia.

Se recostó en el respaldo del banco y, después de lanzar una mirada a la burbuja iridiscente, dijo pensativa:

—Mira, Robin. Cuando creo un programa computerizado le hablo a la computadora, utilizando un lenguaje u otro, y le digo lo que es y lo que se espera que haga. Pero la manera de programar de los Heechees es distinta. Se basa en la síntesis directa del cerebro. El cerebro de los Primitivos no es idéntico químicamente al tuyo y al mío, razón por la que la síntesis cerebral de los Difuntos dista mucho de ser perfecta. Los Primitivos son, probablemente, muy distintos de los Heechees, para quienes el sistema de síntesis cerebral debió de crearse en un principio. Pero los Heechees parece que pudieron realizar el proceso sin dificultades aparentes, o sea que debe de poder hacerse. Sí, querido, cuando mueras será posible sintetizar tu cerebro, meterlo en una máquina para que quede allí almacenado y enviar una nave con la máquina en su interior al agujero negro Sagitario YY, donde podrás saludar a tu querida Gelle-Klara Moynlin y explicarle que lo que pasó no fue culpa tuya. Esto te lo prometo, pero tú tienes que darme tu palabra de que no te morirás en los próximos ocho años, más o menos, para que podamos avanzar lo suficiente en nuestras investigaciones. ¿Me lo prometes?

Hay veces en que algunas cosas me cogen tan por sorpresa que no sé si echarme a reír, a llorar o ponerme a gritar enfadado. En aquella ocasión me puse de pie, miré a mi mujer y decidí que lo que iba a hacer era echarme a reír. Y lo hice.

—A veces me sorprendes, Essie —le dije.

—¿Pero por qué, Robin? —se levantó y me tomó de la mano—. Suponte que fuera el caso contrario, ¿eh? Suponte que fuera yo quien, hace muchos años, se hubiera visto envuelta en una grave tragedia personal. Igual que te pasó a ti, Robin. Una tragedia en la que alguien a quien yo amaba profundamente resultaba gravemente herido, de manera que yo no pudiera volver a verla ni explicarle lo que había sucedido. ¿No crees que me gustaría poder hablar con ella para explicarle al menos cómo me siento?

Empecé a contestarle, pero me cerró los labios con sus dedos.

—Era una pregunta retórica, Robin. Los dos conocemos la respuesta. Si tu Klara vive todavía, seguro que tiene muchas ganas de recibir noticias tuyas. De eso no hay ni la menor duda. Así que éste es mi plan: cuando te mueras, y espero que tardes aún bastante en morirte, pondremos tu cerebro en una máquina. Imagino que me dejarás quedarme con una copia, ¿no? Bien, una de las copias volará hacia el agujero negro para dar con Klara, y cuando la encuentre, le dirá: «Klara, querida, lo que pasó no hubo manera de evitarlo, pero me gustaría que supieras que hubiera dado mi vida por salvarte». Y entonces, Robin, ¿sabes lo que le contestará Klara a esa extraña máquina que aparecerá sin saberse de dónde, tal vez unas pocas horas después, en su tiempo particular, del accidente?

Pues lo bueno del caso es que no era capaz de predecir cuál sería la respuesta de Klara. Pero no pude decirle eso a Essie, porque tampoco me dio tiempo a hacerlo. Me dijo:

—Entonces Klara dirá: «Pues claro, Robin, sabía que lo hubieras hecho, porque de todos los hombres que he conocido eres el único en el que confío y al que más amo y respeto». Estoy segura de que es eso lo que te diría, Robin, porque para ella sería la verdad, pura y simple, como lo es para mí.