15

EL NÁUFRAGO ESPACIAL

Ni en los peores momentos —ni tan siquiera cuando se sentía más viejo que el mismísimo Patriarca y tan muerto como el propio Payter— había tenido Paul un aspecto tan lamentable como el de la lastimera criatura que enarbolaba una pistola con la que le apuntaba desde la escotilla de su propia nave. Detrás de la pestilente barba de más de un mes el rostro de aquel hombre parecía el de una momia. Hedía.

—Haría bien en tomarse un baño —le espetó Paul—. ¡Y deje de apuntarme con esa pistola!

La momia se desplomó sobre el borde de la escotilla.

—Usted es Paul Hall —murmuró escrutando su mirada—. Por temor de Dios, ¿tiene algo de comer?

Paul miró más allá de él.

—¿Es que ya no queda nada?

Se introdujo en el interior de la nave y comprobó que, como era de esperar, los montones de comida CHON seguían exactamente donde los habían dejado. La momia se había dedicado a las bolsas de agua, por lo menos había despanzurrado tres, y el suelo de la nave estaba sucio y embarrado. Paul le ofreció una de las raciones.

—Hable bajo —le ordenó—. Y hablando de todo, ¿quién es usted?

—Soy Robin Broadhead. ¿Qué hago con esto?

—Morderlo —soltó Paul exasperado.

Exasperado no tanto porque le molestara la presencia de aquel hombre, o porque le enojara su pestilencia, sino más bien exasperado contra sí mismo, porque seguía temblando todavía. Había creído desfallecer del susto al temerse que fuera con uno de los Primitivos con lo que se había tropezado. ¡Pero Robin Broadhead! ¿Qué demonios estaba haciendo allí?

Pero no podía hacerle semejante pregunta todavía. Broadhead estaba casi literalmente muerto de hambre. Le dio varias vueltas al paquete entre las manos, ceñudo y temblando, y finalmente mordió una esquina. Tan pronto se cercioró de que podía masticarlo sin dificultad, lo devoró, llenándose la boca de tal manera que trocitos de comida le asomaban por entre las comisuras de los labios. Observaba a Paul mientras se llenaba la boca más deprisa de lo que conseguían masticar sus dientes.

—¡Tranquilo! —dijo Paul alarmado.

Pero le advirtió demasiado tarde. Después de tan larga privación de alimentos, unido al sabor poco familiar de la comida, sucedió lo que tenía que suceder. Broadhead se atragantó, boqueó y lo vomitó todo.

—¡Maldito idiota! —le gritó— ¡Conseguirá que le huelan a una milla de distancia!

Broadhead se irguió de nuevo, aún dando arcadas.

—Lo siento —masculló—. Creí que me moría. La verdad es que he estado a punto. ¿Puede darme algo de beber?

Paul así lo hizo, sólo un par de sorbos cada vez, y después le autorizó a mordisquear un pedazo de uno de los paquetes amarillos y marrones, los más blandos que había.

—¡Despacio! —ordenó—. Le daré más dentro de un rato.

Pero después de todo empezaba a alegrarse de volver a tener compañía humana tras ¿cuánto tiempo? Debía de hacer por lo menos dos meses. Sí, tras dos meses de continuo y solitario esconderse y zafarse de sus perseguidores, mientras hacía planes.

—Me pregunto qué habrá venido a hacer —le dijo—, pero me alegro de verle.

Broadhead se acabó de limpiar con la manga las últimas migajas de comida que le había quedado en los labios.

—Pues es bien sencillo —respondió al tiempo que miraba con ojos ávidos el resto de la comida en las manos de Paul—. He venido a rescatarles.

Broadhead había estado a punto de morir por deshidratación y por asfixia, pero no de hambre. Logró no devolver los pedazos que Paul le autorizó a tomar y a continuación pidió más; consiguió no devolver tampoco los nuevos pedazos e incluso logró reunir las suficientes fuerzas para ayudar a Paul a limpiar el zafarrancho que había organizado. Paul le encontró ropa limpia procedente del escaso guardarropa que tenía Wan en la nave; las prendas resultaron demasiado largas y estrechas, pero a fin de cuentas el cierre de la cintura de la faldilla no tenía por qué ajustarse del todo. Le condujo después al mayor de los abrevaderos para que se bañara. No lo hizo por un exceso de pulcritud, sino por temor. No era que los Primitivos oyeran mejor que los seres humanos, y posiblemente veían peor, pero poseían un olfato particularmente agudo. Después de pasar dos semanas escapando por los pelos, justo al poco de ser capturados Lurvy y Wan, Paul había comprendido la necesidad de bañarse hasta tres veces al día.

Y había comprendido muchas otras cosas.

Se apostó en la intersección de tres corredores, montando guardia mientras Broadhead intentaba quitarse de encima lo peor de su suciedad. ¡Rescatarlos! ¡Ja! En primer lugar no era cierto; los planes de Broadhead eran más sutiles y complejos. En segundo lugar, los planes de Broadhead no coincidían con los que él había estado madurando durante dos meses. Lo único que poseía era una ligera idea de cómo sonsacarles a los Difuntos cierta información, y apenas podía conjeturar el propio Broadhead qué haría una vez la información obrara en su poder. Y por si fuera poco esperaba que él le ayudara a arrastrar dos toneladas de maquinaria arriba y abajo por el Paraíso Heechee, sin importarle lo más mínimo el riesgo que pudieran correr, sin importarle en absoluto que tuviera sus propias ideas al respecto. Lo malo de ser rescatado es que los rescatadores se crean al mando de la operación. ¡Y encima que les estuviera agradecido!

En todo caso, admitió mientras se volvía lentamente para mantener vigilados los tres pasillos —si bien los Primitivos se mostraban ahora menos diligentes en lo relativo a patrullar de lo que se habían mostrado en un principio—, en todo caso, hubiese podido mostrarse agradecido si Broadhead hubiera aparecido antes, durante los primeros días de pánico, en que corrió y se escondió sin importarle demasiado una cosa u otra; o de haber aparecido algo más tarde, cuando había empezado ya a elaborar un plan, en el momento en que se había atrevido a volver a la sala de los Difuntos para establecer contacto con la Factoría Alimentaria, momento en que había conocido la muerte de Peter Herter. La computadora de la nave había resultado ser de nula utilidad, torpe como era y sobrecargada como estaba, incapaz siquiera de enviar sus mensajes a la Tierra. Los Difuntos se estaban volviendo locos. Estaba completamente solo. Poco a poco fue recuperando la calma. Y comenzó incluso a actuar. Cuando se sintió lo suficientemente seguro como para atreverse a acercarse a donde estaban los Primitivos, siempre y cuando se hubiese aseado previamente lo bastante para no dejar a su alrededor un rastro de olor, empezó a confeccionar un plan. Espió. Planeó. Estudió. Memorizó; ésa había resultado la parte más dura. Era muy difícil recordar cómo se comportaba el enemigo, qué caminos acostumbraban a frecuentar y en qué ocasiones era raro tropezarse con alguno de ellos, cuando no disponía de nada para escribir, cuando no disponía ni de un reloj. Cuando ni el día ni la noche, indistinguibles entre aquellas paredes de azul brillante, podían servirle de referencia. Hasta que finalmente se le ocurrió utilizar los hábitos de los Primitivos como cronómetros de sus actividades. Cuando veía a una patrulla volver a la cueva en forma de huso en que el Patriarca permanecía inmóvil, era que se disponían a dormir. Cuando veía salir de allí una nueva patrulla, era que empezaba un nuevo día. Dormían todos a un tiempo. Prácticamente todos, exceptuando ciertos imperativos que ignoraba a qué obedecían; y por ello fue atreviéndose a ir más y más cerca del lugar en que retenían a Lurvy, a Wan y a Janine. Incluso había logrado verlos una o dos veces, en las ocasiones que había osado esconderse entre las ramas de uno de los arbustos de bayas, espiando mientras los Primitivos empezaban a desperezarse, obligándole poco después a emprender una desesperada fuga. Lo tenía todo planeado. No había más de un centenar de Primitivos, y solían patrullar en grupos de no más de tres individuos.

Pero quedaba por resolver el problema de cómo enfrentarse a una de aquellas reducidas patrullas.

Paul Hall, más delgado y enojado que en toda su vida, creía haber resuelto ese problema. En los primeros días de pánico, de huida y de carreras, después de que los otros hubieran sido capturados, se había adentrado más y más lejos en el interior de los corredores verdes y rojos. En algunos de éstos la luz era escasa y débil. En otros, el aire tenía un regusto amargo y poco saludable, y las veces que pernoctó en ellos, se había despertado con un doloroso martilleo en la cabeza y con sensación de mareo. En todos ellos había objetos, máquinas y artilugios; algunos de éstos todavía crepitaban y murmuraban en voz baja, mientras que otros encendían y apagaban incesantemente sus luces.

No podía permanecer mucho tiempo en tales lugares porque no había en ellos agua ni comida, y no conseguía encontrar lo que más deseaba. No había verdaderas armas; quizá los Heechees no las habían necesitado jamás. Pero había encontrado una máquina rodeada por una especie de verja de rejas metálicas. Cuando las arrancó, en contra de lo que se había temido, no le electrocutaron. Y así se hizo con una lanza. Y en media docena de ocasiones encontró lo que parecía ser una versión reducida y más compleja de las perforadoras de túneles Heechees.

Y algunas funcionaban aún. Lo que los Heechees construían era para siempre.

Le llevó tres días llenos de temor, sed y bufidos conseguir que funcionaran, deteniéndose únicamente para deslizarse hacia los corredores dorados o la nave en busca de alimentos y comida, temiendo siempre que el ruido ensordecedor de las máquinas atraería a los Primitivos antes de que estuviera preparado. Pero no fue así. Aprendió a hacer girar la tetilla que sobresalía de la palanca móvil de modo que se encendieran las lucecitas que señalaban la puesta en marcha; aprendió a mover la dura rueda dentada hacia delante y hacia atrás para poder de esta manera llevar la máquina en una u otra dirección; aprendió que debía presionar en el disco oval de la plataforma para que brotara ante él el rayo de luz violáceo-azulada que conseguía incluso reblandecer el durísimo metal Heechee. Que fue lo que más ruido hizo. Paul temía que acabara por dañar algo que pudiera dañar a su vez el Paraíso Heechee, si es que antes no atraía hacia sí una de las patrullas de reconocimiento. Cuando llegó el momento de trasladar la máquina al lugar que había escogido, descubrió que ésta se deslizaba silenciosamente sobre sus ruedas. Y entonces Paul se detuvo para considerar la situación.

Sabía adonde solían ir los Primitivos, y cuándo.

Tenía una lanza con la que podía matar sólo a un Primitivo y que en el mejor de los casos podía permitirle derrotar a un par o tres si caía sobre ellos por sorpresa.

Tenía una máquina que podía aniquilar un número indeterminado de Primitivos si conseguía reunir una masa lo bastante grande de ellos delante de la máquina.

Todo ello le conducía a una estrategia que podía resultar efectiva. ¡Pero no podía estar seguro, Dios, no podía estar seguro! Dependía al menos de media docena de factores por combate. A pesar de que los Primitivos no le buscaban armados, ¿quién podía estar seguro? ¿qué armas podían tener? La estrategia consistía en matar unos cuantos de manera tan cuidadosa y experta que consiguiera no atraer a toda la tribu hasta que estuviera listo, para atraerlos a todos después, de una sola vez, o al menos a una cantidad suficiente de individuos que le permitiera encargarse del resto sólo con la lanza (¿sería ésa una estrategia de combate adecuada?). Y ante todo la estrategia se basaba en la no intervención de la gran máquina a la que Paul había conseguido vislumbrar, siempre a mucha distancia un par de veces, y cuyos poderes ignoraba por completo. ¿Y quién podía estar seguro de que no intervendría?

No disponía de respuestas seguras. Tan solo tenía esperanzas. El Patriarca era demasiado grande como para moverse con soltura por otros pasillos que no fueran los dorados. Y no daba la sensación de desplazarse muy a menudo. Y tal vez consiguiera engañarle también a él y llevarle ante el devastador rayo de la perforadora de túneles (que por lo demás, tampoco podía ser una perforadora de túneles, no en un lugar como aquél). A cada nuevo paso, todo se ponía en su contra, ésa era la verdad.

Pero a cada nuevo paso existía una débil posibilidad de éxito. Y en última instancia, no era el riesgo lo que le iba a impedir seguir adelante.

El Paul Hall que había estado merodeando y haciendo planes en los túneles del Paraíso Heechee, medio enloquecido de ira, miedo y preocupación por la suerte de su mujer y de los otros, no estaba del todo loco. Era el mismo Paul Hall cuya paciencia y gentileza habían conseguido que Dorema Herter se casara con él, el mismo Paul Hall que había aceptado también en el mismo lote a su hermana menor, impertinente y a veces incluso un tanto descarada, y su irritante padre. Deseaba salvarlos a todos y conducirlos de nuevo a la libertad. A toda costa. A él siempre le quedaba la posibilidad de escapar al riesgo, con tal de que consiguiera llegar a la nave de Wan, aunque fuera a rastras, y regresar a la Factoría Alimentaria para, desde allí, volver, lentamente, solo y triste pero a salvo, a la Tierra… y a la riqueza.

Pero aparte del riesgo, ¿cuál era el coste de su plan?

El coste podía ser el barrer por completo toda una población de seres vivos e inteligentes. Le habían arrebatado a su esposa, pero no le habían hecho daño alguno. Y por más que lo intentara, no conseguía convencerse de su derecho a destruirlos.

Y hete aquí que ahora llegaba el «rescatador» este, un náufrago casi desfallecido llamado Robin Broadhead, quien apenas prestó atención a su plan y sonriéndole con arrogancia, le dijo tan cortésmente como pudo:

—Todavía trabaja para mí, Hall. Lo haremos a mi manera.

—¡Y un cuerno!

Broadhead se mantuvo educado y razonable; era sorprendente lo que un baño y un poco de comida habían conseguido.

—La clave —le dijo—, es averiguar a qué nos enfrentamos. Ayúdeme a trasladar el procesador de datos hasta donde se encuentran los Difuntos, y ya nos ocuparemos del resto. Lo primero que hay que hacer es lo que le he dicho.

—¡Lo primero es rescatar a mi mujer!

—¿Pero por qué, Hall? Usted mismo ha dicho que está bien. No le digo que no vayamos a hacerlo. Cualquier día de estos. Conseguimos tanta información como nos sea posible sonsacarles a los Difuntos. La grabamos toda si es factible. Entonces llevamos las cintas a mi nave y luego…

—No.

—¡Sí!

—¡No, y haga el favor de no gritar, maldita sea!

Riñeron como un par de colegiales, enfurecidos y colorados, con los ojos entrecerrados por la ira. Hasta que Robin Broadhead hizo un mohín y sacudió la cabeza.

—Demonios, Paul. ¿Está usted pensando lo mismo que yo?

Paul Hall se relajó. Un segundo después le contestó:

—Realmente, creo que lo que tendríamos que hacer es pensar juntos qué es lo que conviene hacer en lugar de discutir quién toma aquí las decisiones.

Broadhead sonrió.

—Eso es lo que yo estaba pensando. ¿Sabe qué es lo que me pasa? Estoy tan sorprendido de seguir con vida que aún no lo he asimilado.

Les llevó tan solo seis horas situar el procesador PMAL-2 donde querían, pero fueron seis horas de trabajo duro. Estaban ambos al borde del agotamiento, y hubiera sido una buena cosa que descabezaran un sueño, pero estaban impacientes. En cuanto conectaron la principal fuente de energía a los bancos de datos del procesador, la voz de Albert, previamente grabada, les fue explicando, paso a paso, cómo hacer el resto: el procesador en sí tenía que quedar instalado en el corredor, las terminales con la voz tenían que estar en la sala de los Difuntos, cerca del enlace por radio. Robin miró a Paul, Paul se encogió de hombros y Robin conectó el programa. Desde el otro lado de la puerta les llegaba la voz zalamera de la terminal:

—¿Henrietta? Henrietta, cariño, ¿puedes oírme?

Pausa. No hubo respuesta. El programa que Albert había escrito con la ayuda de Sigfrid von Shrink volvió a intentarlo:

—Henrietta, soy yo, Contéstame, por favor.

Hubiera sido más eficaz llamar su atención tecleando directamente su código; pero hubiera sido también más difícil que ellos la convencieran de que su marido, perdido hacía ya tanto, quería hablar con ella por radio desde un lejano puesto de avanzada.

La voz volvió a intentarlo, y aún otra vez más. Paul frunció el entrecejo y susurró:

—No funciona.

—Déle una oportunidad —contestó Robin sin demasiada convicción.

Permanecieron de pie, nerviosos, mientras la voz rogaba. Y entonces, por fin, una voz vacilante murmuró:

—¿Tom? ¿Eres tú, Tomasino?

Paul Hall era un ser humano normal, tal vez un poco menos en forma, consecuencia de pasar casi cuatro años encerrado y casi cien días huyendo atemorizado. A pesar de ello era normal, lo bastante como para compartir el gusto hacia lo lascivo; pero lo que estaba escuchando era más de lo que quería oír. Le sonrió con embarazo a Robin Broadhead quien, por toda respuesta, se encogió de hombros incomodado. La herida ternura y los celos rencorosos de los demás nos humillan al escucharlos, y sólo podemos aliviarnos gracias a la risa; el detective privado que lleva un caso de divorcio puede pasarse, por diversión, una cinta pirata con las conversaciones de un lecho dividido un día que tenga poco trabajo en su despacho. ¡Pero aquello no tenía ninguna gracia! Henrietta, cualquier Henrietta incluida aquella que estaba recluida en el interior de una máquina, no era en absoluto graciosa en aquellos momentos en que estaba siendo engatusada y traicionada al abrir su corazón. El programa que la requería falsamente de amor, estaba programado muy cuidadosamente: se disculpaba y rogaba, y sollozaba incluso con sibilantes sollozos metálicos de computadora cuando la propia Henrietta estallaba en sollozos de contenida tristeza e irrecuperable felicidad. Y entonces, tal y como había sido programado para hacerlo, la estocada final.

—¿Querrías…? ¿Podrías…? ¿Te sería posible, querida Henrietta, explicarme cómo controlar los mandos de una nave Heechee?

—Bueno, sí Tomasino, ¿por qué?

—Porque si pudieras, cariño, creo que me sería posible reunirme contigo. Estoy en una especie de nave. Hay una sala de controles. Si supiera cómo manejarlos…

A Paul le resultaba increíble que ni tan siquiera una pobre inteligencia almacenada en un banco de memoria pudiese sucumbir ante semejante patraña. Pero vaya si sucumbió. Le repugnaba tomar parte en aquel fraude, pero participó de todas formas, y una vez que se dejó ir, no hubo quien le parara los pies a Henrietta. ¿Qué cuál era el secreto de los controles de una nave Heechee? Por supuesto, Tomasino querido. Y la difunta mujer anunció a su falso marido que se mantuviera alerta porque se lo iba a comunicar vía un mensaje instantáneo, y le envió un torrente de ruidos como de electricidad estática del que Paul no consiguió entender ni una sola palabra porque, de hecho, no contenía ninguna; pero Broadhead, escuchando a través de sus auriculares, que se lo iban traduciendo, sonrió, asintió y juntó el índice y el pulgar formando el círculo del signo de triunfo. Paul no dijo nada y le arrastró pasillo adelante.

—Si ya lo tiene, veámonos de aquí —susurró.

—¡Oh, sí, lo tengo! —sonrió entre dientes— ¡Ella lo sabe todo! Ha estado en régimen de circuito abierto con la máquina que controla todo esto, y se han estado intercambiando información, y lo está contando todo.

—Genial. Ahora vamos a por Lurvy.

Broadhead le miró, no enfadado sino implorante.

—Sólo unos minutos. ¿Quién sabe qué más puede decirnos?

—¡No!

—¡Sí!

Se miraron uno al otro, sacudiendo las cabezas.

—Lleguemos a un trato —dijo Robin Broadhead—. Un cuarto de hora más, ¿de acuerdo? Y después saldremos a rescatar a su mujer.

Volvieron atrás pegados a la pared del corredor con sonrisas de pesarosa satisfacción pintadas en el rostro; pero la satisfacción se les borró. Las voces habían dejado de ser embarazosamente íntimas. Ahora era peor. Estaban casi peleándose. Se produjo un chasquido y un gruñido y la voz metálica de Henrietta, dijo:

—Eres un cerdo, Tom.

El programa se mostraba empalagosamente razonable:

—Pero Henrietta, si yo sólo trataba de averiguar…

—Lo que tratas de averiguar depende sólo de tu predisposición para aprender. ¡Y estoy tratando de explicarte algo realmente importante! Traté de explicártelo antes. Traté de explicártelo durante todo el tiempo que duró nuestra llegada aquí, pero no, tú no querías escuchar, sólo querías meterte en el módulo con aquella furcia…

El programa sabía cómo aplacarla.

—Lo siento, Henrietta, cariño, si quieres que aprenda algo de astrofísica, lo haré.

—¡Más te vale! —pausa—. ¡Es muy importante, Tom! —pausa; y a continuación—: Retrocedamos hasta el Big Bang. ¿Me escuchas, Tom?

—¡Claro! —contestó el programa del modo más humilde y encantador de que era capaz.

—¡Muy bien! Nos encontramos en el punto en que el universo comenzó, momento que conocemos bastante bien, a excepción del nebuloso instante de la transición, que sigue siendo un poco oscuro, y al que llamaremos punto X .

—¿Vas a explicarme en qué consiste ese punto X, querida?

—¡Cállate, Tom! ¡Escucha! Antes de ese punto X , la totalidad del universo se concentraba en un pequeño globo de apenas unos cuantos kilómetros de diámetro, superdenso, supercaliente, tan concentrado que carecía de estructura. Entonces, explotó. Empezó a expandirse, hasta llegar al punto X , y hasta aquí todo está bastante claro. ¿Me sigues, Tom?

—Sí, querida; por ahora no es más que cosmología sencilla, ¿no es así?

Pausa.

—Tú presta atención —acabó por decir la voz de Henrietta—. Después, tras haber alcanzado el punto X , continuó expandiéndose. A medida que se expandía, pequeñas porciones de «materia» empezaron a condensarse. Primero, las partículas nucleares, hadrones y piones, electrones y neutrones, protones y quarks. Después, materia «auténtica». Verdaderos átomos de hidrógeno, incluso de helio. El volumen del gas en expansión empezó a decrecer. Las turbulencias se arremolinaron formando espirales a causa de la gravedad. Al concentrarse, el calor de la concentración puso en marcha reacciones nucleares. Se incendiaron. Nacieron las primeras estrellas. El resto —concluyó—, es lo que está teniendo lugar ahora.

El programa recogió su insinuación.

—Sí, creo que lo tengo. Henrietta, ¿de qué cantidades de tiempo estamos hablando?

—¡Aja! Buena pregunta —dijo, pero el tono de su voz no era precisamente halagüeño—. Desde el inicio del Big Bang hasta el punto X , tres segundos. Desde el punto X hasta ahora, unos dieciocho mil millones de años. Y ése es el meollo del asunto.

El programa no estaba diseñado para responder al sarcasmo, pero éste resultaba palmario incluso en la voz metálica. El programa hizo lo que pudo.

—Gracias cariño. Y ahora, ¿tendrás la amabilidad de explicarme qué tiene de especial el punto X ?

—Te lo explicaría, mi querido Tomasino —dijo alegremente—, si fueras mi Tomasino, pero no lo eres. Ese botarate no hubiera entendido ni una sola palabra de todo lo que he dicho. Y además, no me gusta que me mientan.

Y dio lo mismo todo lo que el programa intentó y lo que le dijo el propio Robin Broadhead después de descubrir el engaño: Henrietta no dijo una palabra más.

—¡A la porra! —dijo finalmente Broadhead—. Tenemos de lo que preocuparnos durante las próximas tres horas sin necesidad de retroceder hasta hace dieciocho mil millones de años.

Apretó la palanca que había en uno de los lados del procesador y atrapó lo que salió de éste: la gruesa cinta donde estaba concentrado todo lo que Henrietta había dicho. La tiró al aire y la cogió de nuevo.

—Esto es a por lo que vine —dijo sonriendo—. Y ahora, Paul, ocupémonos de su pequeño problema… ¡y volvamos a casa a disfrutar de nuestros millones!

En el profundo e inquieto sueño del Patriarca no había lugar para los sueños, sino para los enojos.

Los enojos eran cada vez más frecuentes, más y más urgentes. Desde el momento en que el primero de los prospectores de Pórtico había irrumpido misteriosamente, hasta el momento en que había registrado al último de ellos (según creía), apenas había transcurrido el tiempo que se tarda en pestañear, apenas unos pocos años. Desde entonces hasta el momento en que los intrusos y el muchacho habían sido capturados, el tiempo de un latido de corazón; y desde ese momento al instante en que le comunicaron que la hembra había escapado, no había pasado nada de tiempo. Acababa de desconectar sus sensores para descansar y de nuevo se encontraba con que la tranquilidad se había disuelto. Sus criaturas se mostraban inquietas y atemorizadas. Pero no había sido su alboroto lo que le había despertado. Sólo un ataque físico directo o el ser llamado por su nombre podía despertarlo. Pero lo enojoso de aquel tira y afloja era que no iba dirigido directamente a él, pero tampoco podía decirse lo contrario. Discutían, disputaban; unas pocas voces asustadas pedían que se le llamara, otro grupo de voces rogaba en sentido contrario.

Aquel era un comportamiento incorrecto. El Patriarca había pasado un millón de años enseñando modales a sus criaturas. Si se le necesitaba, había que llamarle. Pero no se le debía llamar por razones triviales ni, por supuesto, por accidente o equivocación. Sobre todo en aquellos momentos. En aquellos momentos en que cada nuevo esfuerzo suponía un enorme desgaste de su anciano corpachón. Empezaba a vislumbrarse el tiempo en que ya no podrían volver a despertarle.

El agitado alboroto no cesaba.

El Patriarca activó sus sensores externos y observó a sus criaturas. ¿Por qué quedaban tan pocos? ¿Y por qué la mitad de ellos estaban tendidos en el suelo irremediablemente dormidos?

Dolorosamente puso en marcha sus sistemas de comunicación y habló:

—¿Qué sucede?

Cuando, aún atemorizados, consiguieron explicarle lo que había pasado, y él fue capaz de hacerse una idea aproximada de la nueva situación, las bandas de luz de su carcasa se empañaron. La hembra no había sido capturada. La hembra más joven y el muchacho habían escapado también. Otras veinte de sus criaturas yacían dormidas, y los numerosos grupos que habían salido a inspeccionar, no habían vuelto aún.

Algo verdaderamente grave estaba ocurriendo.

Incluso al final de su ajetreada existencia, el Patriarca seguía siendo una máquina soberbia. Poseía recursos que rara vez usaba, poderes que no explotaba desde hacía cientos de miles de años. Se irguió sobre sus deslizadores para observar desde lo alto a sus criaturas mientras rebuscaba, por entre sus memorias menos utilizadas, conocimiento y orientación. En la placa que tenía sobre la frente, entre sus receptores ópticos, dos relucientes puntos de luz azul empezaron a emitir un débil zumbido, y en el extremo superior de su carcasa un platillo poco profundo empezó a brillar con una tenue luz violácea. Habían transcurrido miles de años desde que por última vez había utilizado sus más poderosos métodos de castigo, pero a medida que iba reuniendo datos que le iban proporcionando sus memorias, concluyó que quizás había llegado el momento de emplearlas de nuevo. Al investigar en las memorias de las personas que tenía registradas descubrió lo que Henrietta había explicado, y supo también todo lo que sus nuevos interlocutores le habían preguntado. Comprendió, a diferencia de Henrietta, de qué tipo eran las armas de mano con que se había estado paseando Robin Broadhead. En el fondo de sus más recónditas memorias localizó, retrocediendo hasta antes de su existencia animal, el arma con que habían hecho dormir a sus propios antecesores, y descubrió que se trataba de un arma muy parecida.

El problema estaba alcanzando una escala como jamás hubiera imaginado, ante la que se sentía incapaz de reaccionar convenientemente. Si pudiera atraparlos él mismo… pero no podía. Su enorme cuerpo era demasiado ancho para circular por los pasajes de la nave, a excepción de los dorados; las armas que le estaban esperando se quedarían sin blanco al que disparar. ¿Y sus criaturas? Sí, tal vez. Tal vez podrían salir a cazar a los intrusos y derrotarles; ciertamente no se perdía nada con intentarlo, que fueran los pocos supervivientes a por ellos; y así se lo ordenó. Pero a pesar de no poder actuar por sí mismo, la capacidad intelectual de su mente mecánica y racional no estaba en absoluto dañada. Podía calcular perfectamente cuáles eran sus posibilidades; y no eran demasiado alentadoras.

La pregunta clave era: ¿estaba su gran proyecto en peligro?

La respuesta era afirmativa. Pero había algo, sí, algo que podía hacer por sí mismo. El punto neurálgico de su plan residía en el lugar en que se controlaba la nave. Aquel lugar era el corazón de toda la construcción; era allí donde había puesto finalmente en marcha los últimos estadios de su plan.

Se puso manos a la obra antes de haber tomado una última decisión. Su gran carcasa metálica cambió de posición y se volvió, y a continuación se deslizó a lo largo de la caverna en dirección a los anchos pasillos que conducían a la sala de controles. Una vez allí, estaría seguro. ¡Qué fueran allí si se atrevían! El zafarrancho estaba listo. El enorme esfuerzo que debía realizar al deslizarse sobre sus mecanismos de traslación le obligaban a moverse de modo torpe y poco seguro, con lentitud y sin constancia. Pero le quedaba aún suficiente energía. Podría bloquear él mismo la entrada, y entonces, que intentaran aquellas pobres criaturas de carne y hueso lo que quisieran…

Se detuvo. Ante él, una de las máquinas de corrección de muros estaba plantada, fuera de su sitio. Estaba justo en el centro del corredor, y detrás de la máquina…

Si hubiera estado un poco menos agotado, si hubiera sido una fracción de segundo más rápido… pero no. El rayo de luz del corredor de muros le golpeó en plena frente. Quedó ciego. Quedó sordo. Sintió como sus protuberancias externas se chamuscaban, y como los cilindros sobre los que se deslizaban se fundían y quedaban pegados al suelo.

El Patriarca ignoraba cómo sentir dolor. No podía sentir su alma llenarse de angustia. Sólo sintió que había fallado.

Aquellas pequeñas criaturas de carne y hueso se habían hecho con el control de su nave, y su plan se interrumpía para siempre.