A MITAD DE CAMINO
Amar a alguien es un don. Casarse con alguien es un contrato. La parte de mi persona que amaba a Essie lo hacía con todo el corazón, sumergiéndose en el terror y el dolor cada vez que empeoraba, embriagándose de temerosa felicidad cuando mostraba signos de recuperación. Tuve numerosas oportunidades de experimentar ambas sensaciones. Essie murió dos veces durante la operación antes de que yo llegara a casa, y otra vez aún doce días después, cuando tuvieron que volver a intervenirla. En aquella última ocasión la muerte clínica fue provocada. Detuvieron su corazón y sus pulmones, y mantuvieron tan solo su cerebro con vida. Y cada vez que la reanimaban yo temblaba al pensar que podía salir con vida, porque sí vivía tendría que morir una vez más, y no podía soportarlo. Pero lentamente, dolorosamente, empezó a ganar peso y Wilma me dijo que el peligro empezaba a retroceder, como cuando la espiral empieza a iluminarse en el interior de una nave Heechee a mitad de camino, y tienes la certeza de que sobrevivirás al viaje. Pasé todo aquel tiempo, semanas y semanas, dando vueltas alrededor de la casa para que Essie pudiera verme tan pronto como despertara.
Y durante todo aquel tiempo, la parte de mi persona que estaba casada con Essie empezaba a lamentar haber establecido el contrato y a desear ser libre.
¿Cómo explicarlo? Esa era una buena oportunidad para experimentar culpabilidad, y ése era un sentimiento al que me mostraba muy proclive, según solía decirme mi programa psiquiátrico. Y cuando entré para ver a Essie, que parecía una sombra de sí misma, la felicidad y la preocupación llenaron mi corazón y la culpabilidad y el resentimiento trabaron mi lengua. Hubiera dado mi vida para que se salvara. Pero esa no parecía ser una estrategia demasiado práctica, ya que no veía el modo de llevarla a cabo, y mi otra parte, la hostil y culpable, ansiaba ser libre para ocuparse de mi perdida Klara y de la manera de dar con ella.
Pero Essie se recuperó. Y rápido, las bolsas de debajo de sus ojos, ahora hundidas, se llenaron hasta no ser más que sombras. Le sacaron los tubos de la nariz. La cebaron como a un lechón. Se estaba hinchando ante mis propios ojos, su seno volvió a marcarse y sus caderas a ganar todo su poder de sugestión.
—Mi enhorabuena al doctor, —le dije a Wilma Liederman cuando la alcancé de camino a la habitación de su paciente.
Ella respondió amargamente:
—Sí, se está recuperando con rapidez.
—No me gusta la manera que tienes de decirlo, —le dije—. ¿Qué pasa?
Demoró la respuesta.
—En realidad, nada, Robin. Todas las pruebas son favorables. ¡Pero es que tiene tanta prisa!
—Pero eso es bueno, ¿no?
—Hasta cierto punto. Y ahora —añadió—, tengo que entrar a ver a mi paciente. Que por cierto se levantará y se pondrá a andar cualquier día de estos, y que tal vez vuelva a la vida normal dentro de un par de semanas.
Aquellas eran buenas noticias; y sin embargo, de qué manera tan reluctante las recibí.
Pasé aquellas semanas con la sensación de que algo pendía sobre mi cabeza. En ocasiones parecía tratarse de un aciago destino que tomaba la apariencia del viejo Peter Herter chantajeando al mundo sin que éste pudiera hacer nada para evitarlo, o la de los Heechees montando en ira porque nos habíamos atrevido a invadir su complejo mundo particular. En otras ocasiones se me presentaba en forma de doradas oportunidades, nueva tecnología, nuevas esperanzas, nuevos interrogantes para explorar y explotar. Se diría que sé distinguir entre esperanzas y preocupaciones, ¿no? Pues no. Me dan tanto miedo las unas como las otras. Como solía decirme el bueno de Sigfrid, tengo una innata habilidad no solo para sentirme culpable sino también para preocuparme.
Y si me paraba a pensarlo, tenía unas cuantas cosas de las que preocuparme. No se trataba sólo de Essie. Cuando uno alcanza cierta edad, tiene derecho a esperar que ciertas parcelas de la vida se estabilicen. Como por ejemplo, el dinero. Yo me había acostumbrado a disponer de dinero a raudales, mira tú por donde mi programa jurídico me salía ahora con que tenía que controlar hasta el último céntimo que gastaba.
—Pues le prometí a Hanson Bover que le pagaría un millón en efectivo y pienso hacerlo. Vende.
—Es que ya he vendido, Robin.
No estaba enfadado. En realidad no estaba programado para poder estar enfadado, pero podía mostrar preocupación y la estaba mostrando.
—Pues vende más. ¿Qué es lo mejor de lo que podemos deshacernos?
—No hay nada que sea «mejor» como tú dices, Robin. Las minas de alimentación están fuera de combate por culpa del fuego. Las piscifactorías no se han repuesto aún de las pérdidas de salmonetes. Dentro de unos dos meses…
—Dentro de unos dos meses ya no necesitaré el dinero. Vende.
Y cuando lo desconecté y pedí que me pusieran con Bover para saber adonde había que enviarle el dinero, se mostró sorprendido de verdad.
—En vista de las medidas que ha tomado la Corporación de Pórtico, —dijo— pensé que no mantendría nuestro trato.
—Un trato es un trato —dije—. Podemos dejar de lado las formalidades. Los detalles legales han dejado de tener sentido para mí ahora que los de Pórtico me han despojado de lo que es mío.
Se puso en guardia de inmediato. ¿Por qué será que consigo atraerme las sospechas de la gente precisamente cuando soy más honrado que de costumbre?
—¿Por qué quiere dejar de lado los formulismos? —preguntó mientras se frotaba agitadamente la calva. ¿Se le habría vuelto a quemar con el sol?
—No es que quiera —contesté—, es que ya me da igual.
Tan pronto como retire su pleito, Pórtico interpondrá su demanda.
Junto al ceñudo rostro de Bover apareció mi secretaria. Parecía un dibujo del buen ángel susurrando al oído de Bover, aunque lo que estaba diciendo era para mí.
—Faltan sesenta segundos para emisión de Herter —dijo.
Se me había olvidado que el viejo Peter nos había vuelto a enviar uno de sus mensajes con un anticipo de cuatro horas.
Le dije a Bover:
—Llegó la hora de la cuenta atrás del próximo ataque de Peter Herter —y colgué.
No es que me importara el recordárselo, lo único que quería era dar por terminada la conversación. No habría que esperar demasiado. Era todo un detalle —sobre todo era práctico— que el viejo Peter nos avisara cada vez, y que actuara de manera tan puntual. Pero eso era algo que concernía más bien a los pilotos y a los conductores, y no a los que como yo se quedaban en casa.
Y a pesar de eso, yo tenía que ocuparme de Essie. Eché un vistazo a su habitación para asegurarme de que no le estaban haciendo ningún trasplante en ese momento, o que no le estuvieran dando de comer. Dormía, de manera bastante apacible, con su cabello oro oscuro desparramado por la almohada, roncando ligeramente. Y de vuelta a mi cómoda consola sentí a Peter Herter colarse en mi cabeza.
Me había convertido en un experto en esto de las invasiones mentales. No es que fuera una habilidad mía especial. La entera humanidad se había convertido en una experta a lo largo de doce años, desde que el loco de Wan había ido por primera vez a la Factoría Alimentaria. Las suyas habían sido las peores invasiones, porque duraban mucho y porque compartía con todos sus sueños. Los sueños son poderosos; son una especie de locura a la que se da vía libre. Por el contrario, la única que nos había proporcionado Janine Herter no había sido nada, y las dosis de dos minutos de Peter Herter no eran peores que un semáforo: te detienes durante un minuto, esperas con impaciencia y sigues tu camino cuando se ha pasado. Con Peter sentía lo mismo que él experimentaba, a veces la náusea de la edad, otras veces hambre o sed, y en una ocasión, la airada lascivia de un hombre mayor abandonado a su soledad. Mientras me sentaba me dije a mí mismo que en esta ocasión no había sido nada. Como mucho parecía un vértigo momentáneo, como el que te produce el levantarte de golpe, y tienes que esperar un instante hasta que se te pasa. Pero no se pasó. Experimenté la confusa sensación de ver las cosas a través de dos pares de ojos, y la inarticulada ira y amargura del viejo, pero no con palabras, sino como si alguien me lo susurrara al oído sin que yo pudiera acabar de entenderlo.
Y siguió sin desaparecer. La confusa sensación persistió y aumentó. Empecé a delirar. Esa segunda visión, siempre confusa, empezó a mostrarme cosas que no había visto nunca antes. Cosas irreales, fantasías. Mujeres con picos de ave del paraíso. Enormes monstruos de brillante metal azul que se movían por detrás de mi retina. Fantasías. Sueños.
La amenaza en dosis de dos minutos había excedido su duración. El muy hijo de perra se había quedado dormido en el interior del diván.
¡Gracias a Dios que los viejos padecen insomnio! La cosa no llegó a durar ocho horas, sino apenas un poco más de una hora.
Pero fueron sesenta minutos de lo más desagradable. Cuando noté que los indeseados sueños abandonaban mi mente sin dejar rastro y me aseguré de que habían desaparecido del todo, corrí hacia la habitación de Essie. Estaba completamente despierta, echada sobre los almohadones.
—Me encuentro perfectamente, Robin —dijo en seguida—. Fue un sueño interesante. Un agradable cambio en relación a los míos.
—Voy a matar a ese viejo bastardo —afirmé.
Essie movió la cabeza, sonriéndome.
—No sé cómo.
Tal vez tuviera razón, pero tan pronto hube comprobado que Essie estaba bien, llamé a Albert Einstein.
—Quiero tu consejo, Albert. ¿Hay algo que podamos hacer para detener al viejo Peter Herter?
Se rascó la nariz.
—Supongo que a lo que te refieres es a una acción directa. No, Robin, con los medios de que disponemos ahora.
—¡No te admito esa respuesta! ¡Tiene que haber algo que podamos hacer!
—Seguro que sí, Robin —dijo despacio—, pero me temo que no le estás consultando al programa adecuado. Tal vez medidas indirectas resulten más indicadas. Si no he entendido mal, tienes que resolver todavía unos cuantos problemas legales. Es probable que cuando los hayas resuelto puedas llegar a un acuerdo con Herter.
—¡Eso ya lo he intentado! ¡Es justo al revés, maldita sea! Si pudiera detener a Herter tal vez conseguiría que los de Pórtico me devolvieran el control del asunto. Y mientras, él se dedica a volvernos locos a todos, ¡y quiero acabar con eso de una vez! ¿No podemos emitir algún tipo de interferencia?
Albert le dio una chupada a la pipa.
—No lo creo —dijo por fin—. No dispongo de suficientes datos.
Aquella sí que era buena.
—¿Es que ya no te acuerdas de lo que se siente?
—Robin —dijo armándose de paciencia—, yo no siento nada en absoluto. Te haría bien recordar que no soy más que un programa computerizado. Y me temo que no soy el programa más indicado para discutir acerca de la exacta naturaleza de las emisiones del señor Herter. Tu programa de psicoanálisis te sería de mucha más utilidad. Analíticamente sé lo que sucede, poseo todas las mediciones de las radiaciones que utiliza. Pero experimentalmente no sé nada. No afecta a las inteligencias artificiales. Que los seres humanos experimentan algo lo sé porque hay informes que así lo explican. Al parecer, existen también evidencias de que los mamíferos dotados de grandes cerebros se ven afectados: primates, delfines, elefantes; y tal vez afecte también a otros mamíferos, aunque no se sepa con certeza. Pero yo no he podido experimentarlo directamente… Por lo que se refiere a emitir interferencias desde aquí, sí, quizá sea posible hacerlo. ¿Pero cuál sería el efecto, Robin? Date cuenta de que además, se trataría de emitir una señal parecida a la suya pero desde un punto cercano, no a veinticinco días luz de distancia; si Herter nos causa una cierta desorientación, ¿cuál sería el efecto de una emisión hecha al azar desde un punto próximo a nosotros?
—Desastroso, me imagino.
—Seguro que sí, Robin. Probablemente más de lo que te imaginas, pero no podría asegurarlo sin experimentarlo. Tendría que ser humano para sentirlo, y eso es algo que excede mis capacidades.
Desde detrás de mí me llegó la voz de Essie con un tono de orgullo.
—Desde luego que excede tus capacidades, ¿quién mejor que yo va a saberlo?
Se me había acercado por la espalda sin hacer ruido, con los pies descalzos sobré la gruesa moqueta. Llevaba un camisón cerrado desde el cuello hasta los tobillos, y le habían recogido el pelo.
—Essie, ¿qué demonios estás haciendo fuera de la cama? —le pregunté.
—Mi cama se está volviendo de lo más aburrido —me dijo acariciándome el lóbulo de la oreja—, sobre todo porque estoy yo sola. ¿Tienes algún plan para esta tarde, Robin? Porque si me invitas, me gustaría compartirlo contigo.
—Pero… Essie… —fue todo lo que conseguí decirle.
Y lo que hubiera querido decirle era o bien, «no deberías estar diciendo estas cosas, todavía» o bien, «al menos, no delante de la computadora». Pero no me dio tiempo a que le dijera ninguna de las dos. Apoyó su mejilla sobre la mía, tal vez para que notara lo redonditas que volvían a estar sus formas otra vez.
—Robin —dijo dulcemente—, estoy muchísimo mejor de lo que te piensas. Pregúntale a la doctora si no me crees, y te dirá lo rápido que me he repuesto —volvió la cabeza hacia mí para besarme rápidamente y añadió—: Tengo unos cuantos asuntos de que ocuparme esta tarde. Continúa hablando con Albert hasta que acabe, por favor. Estoy segura de que tiene muchas cosas interesantes que contarte, ¿verdad, Albert?
—Seguro que sí, señora Broadhead —confirmó el programa dando alegres caladas a la pipa.
—Entonces, está decidido.
Me palmeó cariñosamente la mejilla y dio media vuelta, y he de decir en honor a la verdad que mientras iba de vuelta a su habitación no parecía en absoluto que hubiera estado enferma. La tela no estaba totalmente tersa, pero se le ajustaba lo suficiente al cuerpo, y la figura que se marcaba era realmente soberbia. No podía creer que el trasplante de piel de su lado izquierdo no le hubiera dejado señales, pero no se le veía ninguna.
Detrás de mí, mi programa científico tosió. Me volví y allí estaba, fumando y parpadeando por culpa del humo.
—Tu mujer tiene muy buen aspecto, Robin —afirmó juiciosamente asintiendo con la cabeza.
—Albert, a veces me pregunto cómo te las apañas para parecer tan antropomórfico. Bueno, ¿qué era todo eso que tenías que contarme?
—Lo que tú quieras que te cuente, Robin. ¿Continúo con lo de Peter Herter? Existen otras posibilidades, como por ejemplo abortar sus emisiones. Consistiría en ordenarle a la computadora de a bordo, conocida con el nombre de Vera, que explosionara los tanques de combustible de la estación orbital. Ese sería básicamente el plan, dejando de lado las complicaciones del tipo legal que pudiera implicar, claro está.
—¡Ni hablar! ¡Íbamos a destrozar el mayor tesoro jamás encontrado!
—Seguro que sí, Robin, y me temo que sería mucho peor que eso. Es muy poco probable que una explosión exterior llegara a dañar las instalaciones que el señor Herter está utilizando. Lo único que conseguiríamos sería enfurecerle. O dejarle allí atrapado para que actúe como mejor le parezca mientras siga con vida.
—¡Olvídalo! ¿No tienes nada mejor que eso?
—En realidad, sí, Robin —me sonrió—, lo tengo. Hemos encontrado por fin nuestra Piedra de Rosetta.
Se diluyó en una serie de reflejos de colores y desapareció. Cuando la imagen de una masa en forma de huso de color azul lavanda le sustituyó en la proyección holográfica, dijo:
—Esta es la imagen del principio de un libro.
—¡Pero si está en blanco!
—Aguarda un momento —explicó.
La figura era más alta que yo, y casi tan gruesa como alta. Empezó a transformarse ante mis propios ojos; el color se fue aclarando hasta que conseguí ver a su través, y entonces uno, dos, tres, puntos aparecieron en su interior, tres puntos de luz roja brillante que se pusieron a virar en una espiral. Se oía un triste sonido agudo, como el ruido de la telemetría o los chillidos de las golondrinas amplificados. Entonces la imagen se congeló. La voz se detuvo. La voz de Albert dijo:
—He sido yo el que ha detenido la imagen en este punto, Robin. Es probable que el sonido que se escucha sea un lenguaje, pero no hemos podido aislar unidades semánticas todavía. De todas formas el «texto» está claro. Hay ciento treinta y siete puntos de luz. Estáte atento mientras paso rápidamente unos cuantos segundos del libro.
La espiral de ciento treinta y siete pequeñas estrellas se desdobló en otra igual. Otra tira de estrellitas se despegó de la original y subió flotando hasta el extremo de la espiral, donde permaneció suspendida en silencio. El lamento aquel empezó de nuevo, y la primera espiral se expandió mientras todos sus puntos de luz trazaban una espiral por su cuenta. Cuando el proceso concluyó había una única espiral compuesta por ciento treinta y siete espirales más pequeñas compuestas a su vez por ciento treinta y siete puntos de luz. Entonces la imagen se coloreó de naranja y se congeló de nuevo.
—¿Quieres probar a interpretarlo, Robin? —preguntó la voz de Albert.
—Bueno, hasta ahí me temo que no puedo contar, pero creo que se trata de ciento treinta y siete veces ciento treinta y siete, ¿no es eso?
—Exacto, Robin, ciento treinta y siete al cuadrado, lo que hace un total de dieciocho mil setecientos sesenta y nueve puntos de luz. Y ahora mira.
Unas pequeñas líneas verdes cortaron la espiral en diez segmentos. Uno de los segmentos se separó del resto, ascendió y se dejó caer, enganchándose al extremo inferior de la espiral, y pasó del naranja al rojo otra vez.
—Esa no es exactamente la décima parte del número total —dijo Albert—. Si los cuentas te darás cuenta de que en el extremo inferior hay sólo mil ochocientas cuarenta estrellitas. Continúo.
Una vez más, la figura central cambió de color, ahora al amarillo.
—Fíjate en la figura del extremo superior.
Miré atentamente y vi como la primera estrellita cambiaba al naranja y la tercera al amarillo. Entonces la figura central giró sobre su eje vertical y generó una columna de espirales en tres dimensiones, y Albert dijo:
—Ahora tenemos un total de ciento treinta y siete puntos de luz al cubo en la figura central. A continuación, el proceso se vuelve bastante tedioso de mirar —dijo amablemente—. Lo voy a pasar a alta velocidad.
Y así lo hizo, y los puntos de luz iban de un lado para otro, cambiando de color del amarillo al verde, del verde al celeste, del celeste al marino, hasta recorrer todo el espectro dos veces.
—¿Te das cuenta ahora de lo que tenemos? Tres números, Robin. Ciento treinta y siete en el centro. Mil ochocientos cuarenta en el extremo inferior. Ciento treinta y siete elevado a dieciocho, que es aproximadamente lo mismo que tenemos en el extremo superior, diez elevado la treinta y ocho. O sea, tres números que dan una dimensión y que son, respectivamente, el de la estructura constante, el del radio entre el fotón y el electrón, y el de número de partículas del universo. Robin, acabas de recibir una lección acelerada sobre teoría de partículas de manos de un profesor Heechee.
—Vaya por Dios.
Albert reapareció en imagen, radiante.
—Ni más ni menos, sí señor, —dijo.
—¡Pero Albert! ¿Significa eso que puedes leer ya todos los molinetes de oraciones?
Ocultó el rostro.
—Sólo los más sencillos —se lamentó—. De hecho, éste era el más sencillo. Pero a partir de ahora será mucho más fácil. Pasamos cada molinete y lo grabamos. Buscamos las posibles correspondencias. Damos por buenas ciertas deducciones en los campos semánticos y las aplicamos en tantos contextos como podemos… Lo conseguiremos, Robin. Pero llevará algún tiempo.
—No quiero ni oír hablar de eso —refunfuñé.
—De acuerdo, Robin, pero en primer lugar hay que localizar cada molinete, después hay que leerlo, grabarlo y codificarlo para poderlo pasar por las computadoras, y…
—He dicho que no quiero oírlo —dije—. Limítate… pero, bueno, ¿qué es lo que pasa ahora?
Su expresión había cambiado.
—Se trata del presupuesto, Robin —se disculpó—. Vamos a necesitar mucho material.
—¡Tú ponte manos a la obra! Hasta donde llegues. Hablaré con Morton para que venda. ¿Tienes alguna otra cosa que enseñarme?
—Sí, algo curioso, Robin —me sonrió mientras disminuía de tamaño hasta no ser más que un rostro que me observaba desde un extremo de la imagen.
En el centro de la proyección fluyeron bandas de colores hasta convertirse en un panel de mandos Heechee en el que aparecían iluminadas cinco de las diez pantallas. Las demás estaban apagadas.
—¿Sabes lo que es eso, Robin? Es una composición con los vuelos cuyo destino es el Paraíso Heechee. Las señales que ves son idénticas a las de las siete naves que fueron allí. Las demás varían, pero es casi seguro que las diferencias no influirían decisivamente en lo que se refiere al destino de las naves.
—¿Qué es lo que estás diciendo, Albert? —le pregunté. Me había cogido por sorpresa. Me di cuenta de que estaba empezando a temblar—. ¿Quieres decir que si conseguimos esa combinación las naves nos llevarán al Paraíso Heechee?
—Es más que probable, Robin —me sonrió—. Y he localizado tres de las cinco naves, dos de ellas en Pórtico y una en la Luna, que aceptan ese destino.
Me eché un jersey sobre los hombros y me acerqué al agua. No quería oír ni una palabra más.
Habían estado regando. Me descalcé para sentir bajo mis pies la mullida y húmeda hierba, mientras miraba pescar a unos muchachos en la orilla de Nyack, y me dije: Esto es lo que has obtenido después de arriesgar tu vida en Pórtico, lo que has logrado a cambio de Klara.
¿Acaso quería volver a arriesgar mi vida?
Pero en realidad no se trataba de querer o no querer algo. Si alguna de aquellas naves salía en dirección al Paraíso Heechee y yo podía comprar o robar un pasaje, iría.
Por fortuna la cordura me salvó, y me di cuenta de que, después de todo, no iba a poder ir. Al menos no a mi edad. Y desde luego, no en vista de la opinión que les merecía a los de Pórtico. Y sobre todo, no a tiempo. El asteroide Pórtico estaba en la órbita adecuada justo en aquellos instantes. Llegar hasta él desde la Tierra supone un largo y fastidioso viaje de algo más de veinte meses si se viaja por las elipses de Hohmann, y no menos de seis meses si se viaja bajo los efectos de la máxima aceleración. Para cuando llegara allí, las naves ya estarían de vuelta.
En el caso de que volvieran, claro.
Aquel razonamiento tuvo tanto de alivio como de un malsano sentimiento de pérdida.
Sigfrid von Shrink jamás me explicó cómo librarme del sentimiento de culpa. Sólo me explicó cómo enfrentarme a ello. La receta es, básicamente, dejar que se produzca. Antes o después se pasará (según él). Por lo menos no necesariamente tienen que dejarle a uno paralizado. Así que mientras aquel sentimiento ambivalente se consumiera por sí solo, podía pasearme tranquilamente por la orilla, disfrutando del agradable aire que contenía la burbuja y mirando con orgullo la casa en la que vivía y el ala en la que, así esperaba de todo corazón, se estaba recuperando mi queridísima —durante algún tiempo querida tan solo de manera platónica— esposa. Desde luego, hiciera lo que hiciera, no lo estaba haciendo sola; dos veces aquella tarde un taxi había traído a alguien a casa desde la parada del ferrocarril. Las dos eran mujeres; en cambio, ahora, un taxi había traído a un hombre, que por cierto miraba a su alrededor con recelo mientras el coche daba media vuelta y se apresuraba a recoger a su próximo cliente. Dudé que fuera cosa de Essie, pero no había razón para pensar que fuera una visita para mí, o en cualquier caso, alguien de quien Harriet no pudiera ocuparse. Por eso me extrañó que los telecomunicadores que había bajo los aleros se alargaran y la voz de Harriet me llamara a través de ellos.
—¿Robin? Hay un tal señor Haagenbusch aquí. Creo que deberías atenderle tú mismo.
Era poco frecuente que Harriet se comportara de esa manera. Pero como rara vez se equivocaba, ascendí la cuesta, me sequé los pies junto a las ventanas francesas e invité al hombre a que pasara a mi despacho. Pertenecía a uno de esos grupos en vías de extinción, de calva rosada, con un par de atildadas patillas blancas y un acento meticulosamente americano, de esos que no acostumbran a tener ni siquiera los nacidos en los Estados Unidos.
—Gracias por atenderme, señor Broadhead —dijo al tenderme una tarjeta que rezaba:
Herr Doktor Advokat Wm. J. Haagenbusch
—Soy el abogado del señor Peter Herter —dijo—. He llegado esta mañana de Frankfurt porque quiero hacer un trato con usted.
«¡Cuánta amabilidad!», pensé; «¡Qué detalle venir en persona a llevar los negocios!». Pero si Harriet quería que le atendiera personalmente debía de haberlo consultado previamente con mi asesor legal, así que lo que le dije fue:
—¿Qué clase de trato?
Estaba esperando que le invitara a sentarse. Lo hice. Tuve la sensación de que también esperaba que pidiera café y coñac para los dos, pero a mí no me apetecía particularmente hacerlo. Se quitó los guantes de tafilete negro, se miró las bien cuidadas uñas y dijo:
—Mi cliente ha pedido doscientos cincuenta millones de dólares, que deberán serle ingresados en cierta cuenta, además de asegurarle que se verá libre de cualquier tipo de persecución. Recibí este mensaje codificado ayer.
Solté una carcajada.
—¡Dios, Haagenbusch! ¿Y por qué me cuenta todo eso? ¡No tengo un céntimo!
—No, ciertamente —convino—. Aparte de lo que lleva invertido en la financiación del equipo Herter-Hall y algunas piscifactorías, no le queda nada excepto un par de propiedades inmobiliarias y algunos bienes personales. Imagino que en total ascenderá a unos seis o siete millones, sin contar la inversión en el asunto de la Factoría Alimentaria. Y sabe Dios lo que valdrá eso en estos momentos.
Me eché atrás en mi asiento y le miré.
—Así que ya sabe que me he deshecho de mis negocios de turismo. Se ha informado a base de bien, ¿eh? Pero se olvida de las minas de alimentos.
—No lo creo, señor Broadhead. Según tengo entendido las vendió esta misma mañana.
No fue en absoluto agradable encontrarme con que conocía mi situación financiera mejor que yo mismo. ¡Así que Morton había vendido también aquello! No tuve tiempo de evaluar lo que todo ello implicaba, porque Haagenbusch se acarició las patillas y siguió hablando.
—La situación es la siguiente, señor Broadhead: he advertido a mi cliente que un contrato conseguido bajo coacción no es válido. Por lo tanto, él no alberga ya ninguna esperanza de llegar a un acuerdo, sea con la Corporación de Pórtico, sea a través del sindicato de usted. Así que me ha dado nuevas instrucciones: asegurar el pago inmediato de la suma que le he mencionado; depositarla en una cuenta secreta a su nombre; ponerla a su disposición cuando vuelva, si es que vuelve.
—A los de Pórtico no les va a hacer ninguna gracia que los chantajeen. Pero quizás no les quede otra alternativa —dije.
—Desde luego que no la tienen —puntualizó—. El único defecto del plan del señor Herter es que no funcionará. Estoy seguro de que le pagarán. Pero estoy igualmente seguro de que intervendrán mis comunicaciones y me llenarán las oficinas de micrófonos, y de que los gobiernos de todas las naciones signatarias del acuerdo con Pórtico prepararán un dossier de acusaciones en contra del señor Herter para cuando éste regrese. Y no quiero que se me acuse de cómplice, señor Broadhead. Sé lo que ocurrirá. Darán con el dinero y se harán con él. Y rescindirán el contrato previo con el señor Herter en base al incumplimiento de su parte. Y lo meterán en la cárcel, a él solo, en el mejor de los casos.
—Su situación es delicada, señor Haagenbusch.
Se rió secamente, pero por su mirada comprendí que no le hacía ninguna gracia. Se acarició las patillas un instante y dijo a continuación:
—¡Ni se lo imagina! ¡Cada día recibo enormes listas de órdenes! ¡Exija esto, asegúrese de esto otro, le hago a usted personalmente responsable! Y entonces yo le envío una respuesta que tarda en llegarle veinticinco días, y para entonces él me ha enviado otros cincuenta mensajes, y sus pensamientos están ya totalmente alejados de lo que yo le aconsejo, y me recrimina y me amenaza. ¡Dios! No está bien, y además es viejo. No creo que vaya a vivir lo suficiente para recoger los beneficios de su chantaje… pero tal vez sí.
—¿Y por qué no abandona?
—¡Lo haría si pudiera! ¿Pero qué pasará si lo hago? Se quedará solo sin nadie de su parte. ¿Y qué hará entonces, señor Broadhead? Además —se encogió de hombros—, es un viejo amigo. Fue a la escuela con mi padre. No, no puedo abandonarle. Pero tampoco puedo hacer lo que me pide. Y sin embargo, tal vez usted pueda. No desembolsando los doscientos cincuenta millones de dólares, no, puesto que jamás ha dispuesto de semejante cantidad de dinero. Pero podría usted hacerle socio en sus ganancias. Creo que aceptará; no, creo que «quizás» acepte un trato así.
—¡Pero si acabo…! —me callé. Si Haagenbusch no se había enterado de que acababa de cederle a Bover la mitad de mis holdings, no lo iba a saber por mí.
—¿Y por qué cree que no trataré de rescindir el contrato después? —le pregunté.
—Tal vez lo haga —se encogió de hombros—. Pero creo que no lo hará. ¿Sabe?, es usted una especie de símbolo para él, y creo que confiará en usted, señor Broadhead. Mire, tengo la impresión de que sé qué es lo que quiere obtener con todo este asunto. Quiere poder llevar la vida que usted lleva, para lo que le queda de vida.
Se levantó.
—No necesito que me dé una respuesta ahora mismo —dijo—. Calculo que dispongo de veinticuatro horas antes de enviarle una respuesta. Por favor, considere mi oferta. Le llamaré dentro de veinticuatro horas.
Estreché su mano y ordené a Harriet que le consiguiera un taxi, y esperé con él en la calzada hasta que el taxi lo recogió y desapareció rápidamente en la creciente oscuridad.
Cuando entré en mi habitación encontré a Essie frente a la ventana, mirando las luces del mar de Tappan. De pronto entendí quiénes habían sido sus visitantes aquella tarde. Por lo menos una de las visitas había sido la peluquera; su cascada de cabello rubio volvía a caer pesadamente hasta su cintura una vez más, y cuando se volvió para sonreírme, era la misma Essie que se había despedido de mí al partir hacia Arizona, hacía ya tanto tiempo.
—¡Cuánto rato has estado con ese hombre! —señaló—. Debes de estar hambriento.
Me miró un momento y se echo a reír. Supongo que mi cara debía reflejar todas las preguntas que me estaba haciendo, porque las contestó todas.
—En primer lugar, la cena ya está lista. Una cena ligera, para que podamos comerla cuando nos apetezca. Dos, está preparada en nuestra habitación, lista para cuando te decidas a acompañarme. Y en tercer lugar, cuento con la aprobación de Wilma para todo. Estoy mucho mejor de lo que supones, cariño.
—La verdad es que pareces estar tan bien como cualquiera podría estarlo —dije, y debí de quedarme sonriendo porque sus perfectas cejas rubias se fruncieron en un mohín.
—¿Te divierte el espectáculo de tu esquelética esposa? —me preguntó.
—¡Oh, no, no es eso! —contesté ciñéndola con mis brazos—. Hace un momento me preguntaba por qué alguien podía querer llevar una vida como la mía, y ahora entiendo el porqué.
Bien, pues hicimos el amor. Despacito y delicadamente primero, y cuando constaté que no se iba a romper, lo hicimos de nuevo de manera un poco más violenta. Después nos acabamos prácticamente toda la comida que nos esperaba en el carrito del servicio, y estuvimos haciéndonos arrumacos hasta que volvimos a hacer el amor. Luego nos limitamos a permanecer abrazados medio dormidos hasta que Essie me susurró al oído:
—Ha sido una demostración de facultades realmente impresionante para ser un viejo cabrón. No hubiera estado mal ni para un amante de diecisiete años.
Me estiré y bostecé tal como estaba, restregando mi espalda contra su vientre y sus pechos.
—Con un poco de entrenamiento tú también puedes llegar a hacerlo bien —le contesté.
Ella no dijo nada, y se limitó a frotar su nariz contra mi cuello. Yo poseo un radar que me avisa siempre cuando las cosas no son lo que parecen. Seguí tumbado un momento y entonces me separé de ella y me incorporé.
—Essie, querida —dije—, ¿por qué no me lo cuentas?
—¿Por qué no te cuento qué? —preguntó con aire de inocencia.
Se apoyó contra mi costado, con la cabeza contra mis costillas.
—Vamos, Essie. ¿Es que voy a tener que sacar a Wilma de la cama para que me lo cuente? —le dije al no contestarme.
Ella bostezó y se sentó. Pero el bostezo había sido provocado; cuando me miró vi que estaba completamente despejada.
—Wilma es bastante conservadora —dijo indiferente—. Hay ciertos medicamentos que aceleran la recuperación, como los corticosteroides, que se negaba a suministrarme, porque su consumo puede producir secuelas con el tiempo, pero al cabo de mucho tiempo, y para entonces seguro que el Certificado Médico Completo es capaz de eliminarlas, estoy convencida. De modo que insistí en que me las diera. Se puso furiosa.
—¡O sea leucemia!
—Tal vez. Pero es casi seguro que no. Desde luego, no en breve.
Me senté desnudo en el borde de la cama para verla mejor.
—¿Por qué, Essie?
Ella deslizó los pulgares por debajo de su cabellera y la retiró antes de devolverme la mirada.
—Porque tenía prisa —contestó—, porque al fin y al cabo tienes derecho a disfrutar de una esposa sana. Porque es incómodo tener que orinar por un tubo, sin mencionar lo poco estético que resulta. Porque era la decisión que debía tomar y eso es lo que he hecho.
Retiró las sábanas de encima suyo y se tumbó de espaldas.
—Examíname, Robin —me invitó—. ¡Ni una cicatriz! Y por dentro, debajo de la piel, todo trabaja a pleno rendimiento: puedo comer, digerir, excretar, hacer el amor, ¡hasta tener hijos si así lo deseamos! Y sin tener que esperar al año próximo. Ahora.
Y era totalmente cierto. Podía comprobarlo por mí mismo. Su esbelto y pálido cuerpo estaba intacto; bueno, no del todo: su lado izquierdo presentaba partes de la piel de color ligeramente más claro, en los lugares en que había sido injertada la nueva piel. Pero no era visible a simple vista, y no había ninguna otra evidencia que mostrase que unas cuantas semanas antes hubiera estado destrozada, mutilada y en definitiva, muerta.
Me estaba enfriando. Me levanté a buscar la bata de Essie y me puse la mía. Quedaba aún algo de café, todavía caliente.
—Ponme a mí también —dijo Essie mientras vertía el café.
—¿No deberías descansar un poco?
—Cuando esté cansada —dijo con tono pragmático— serás el primero en enterarte, porque me dejaré caer redonda y me echaré a dormir. Hace mucho tiempo que no estábamos los dos juntos de esta manera. Lo estoy saboreando.
Tomó la taza que le tendí y me miró por encima del borde mientras sorbía.
—Pero tú no —observó.
—¡Sí que disfruto! —y era cierto; pero un arranque de honestidad me hizo añadir:
—Es tan sólo que a veces no puedo evitar el preocuparme. Essie, ¿por qué cada vez que me muestras amor mi mente lo transforma en un sentimiento de culpabilidad?
Ella dejó la taza y se recostó.
—¿Deseas hablar de ello, cariño?
—Acabo de hacerlo. —Entonces añadí—: Supongo que en todo caso tendría que llamar a Sigfrid von Shrink y hablarlo con él.
—Puedes hacerlo —me contestó.
—Hum. Si empiezo otra vez, sabe Dios cuándo terminaré. Además, no es el programa con el que deseo hablar. ¡Están pasando tantas cosas, Essie! Y no puedo intervenir en ninguna. Me siento totalmente marginado.
—Sí —contestó—, sé cómo te sientes. ¿Se trata de hacer algo que acabará con esa sensación de estar al margen?
—Bueno… quizá —dije—. Peter Herter, pongamos por caso. He estado acariciando un proyecto que me gustaría discutir con Albert Einstein.
—¿Y por qué no? —asintió—. Pásame las zapatillas, por favor. Manos a la obra.
—¿Ahora? ¡Pero si es muy tarde! Essie, no deberías…
—Robin —dijo amablemente—, yo también he hablado con Sigfrid von Shrink. Es un buen programa, aunque no lo haya escrito yo. Dice que eres un buen hombre, Robin, equilibrado, generoso, y de todo ello yo misma puedo dar cuenta, eso sin mencionar que eres un amante maravilloso y una persona encantadora de cuya compañía me encanta disfrutar. Ven al estudio.
Me tomó de la mano mientras nos dirigíamos a la gran sala que dominaba el mar de Tappan, y nos sentamos frente a mi consola.
—Sin embargo —prosiguió—, Sigfrid también me ha dicho que eres muy bueno inventando excusas para no hacer lo que debes. Así que te voy a ayudar a salir de este atolladero. Daite gorod Polymat.
No me hablaba a mí sino al tablero, que se encendió acto seguido.
—Quiero los programas Sigfrid y Albert —ordenó—. Acceso a la información por modo interactivo. ¡Ahora, Robin, vamos a intentar responder a tus preguntas! ¡Al fin y al cabo, también a mí me interesan!
Aquella mujer, con la que hacía ya varios años que me había casado, S. Ya. Lavorovna, seguía sorprendiéndome cuando menos lo esperaba. Se sentó tranquilamente a mi lado, cogiéndome la mano, mientras yo hablaba de manera bastante abierta sobre cosas que hubiera preferido no querer hacer. No se trataba sólo de ir al Paraíso Heechee y a la Factoría Alimentaria para detener al viejo Peter Herter en su intento de volver loca a la humanidad. Se trataba también de adonde quería ir después de aquello.
Aunque al principio dio la sensación de que no iba a ir a ningún sitio.
—Albert, me dijiste que habías conseguido establecer la combinación que permite ir al Paraíso Heechee, a partir de los archivos de Pórtico. ¿Puedes hacer lo mismo con la Factoría Alimentaria?
Los dos estaban sentados juntos en la proyección holográfica, Albert dándole chupadas a la pipa, Sigfrid escuchando atentamente con las manos cruzadas. No hablaría en tanto no se le preguntara, y de momento no iba a hacerlo.
—Me temo que no —dijo en tono de disculpa—. Sólo teníamos una nave que aceptara ese destino, la de Trish Bover, y eso no nos basta para estar seguros. Hay sólo un cero coma seis por ciento de posibilidades de que consiguiéramos enviar una nave allí. ¿Y una vez allí, qué, Robin? No podría regresar. Al menos la de Trish Bover no pudo. —Se arrellanó en su asiento y continuó—: Claro que hay ciertas alternativas —miró a Sigfrid, sentado junto a él—. Podría sugestionarse la mente de Herter para que cambiara de proceder.
—¿Podría hacerse eso?
Yo seguía hablando con Albert Einstein. Él se encogió de hombros, y Sigfrid se movió en su asiento, pero no dijo una palabra.
—¡Vamos, no seas tan infantil! —soltó Essie—. Contesta, Sigfrid.
—Compañera Lavorovna —dijo mirándome—, me temo que no. Tengo la impresión de que mi colega ha planteado la pregunta sólo para que yo la refute. He estudiado las grabaciones de los mensajes de Peter Herter. El simbolismo es bastante obvio: la mujer angelical con una nariz picuda. ¿Qué es una nariz ganchuda, compañera? Piense en la infancia de Peter Herter, y en lo que oyó decir acerca de la confabulación judía para acabar con el mundo. Piense también en la violencia, en los castigos. Está bastante enfermo, ha sufrido de hecho una insuficiencia coronaria y ya no actúa bajo los mandatos de la razón; para ser más precisos diré que ha sufrido una regresión a un estadio muy infantil. Ni la sugestión ni ninguna llamada al sentido común le harán cambiar, compañera. La única posibilidad sería un tratamiento de larga duración. Pero seguramente él se mostrará reacio, la computadora de a bordo no podría llevarla a cabo correctamente y, en cualquier caso, no hay tiempo ya. No puedo ayudarles, compañera, al menos no con un mínimo de garantías.
Hacía ya bastante tiempo yo mismo había pasado algo así como unas doscientas horas bastante desagradables escuchando la voz razonable y enloquecedora de Sigfrid, y me había jurado no volver a oírla. Pero la verdad es que, después de todo, no me resultaba tan exasperante.
A mi lado, Essie se estiró.
—Polimath —ordenó—, que preparen café. —Y dirigiéndose a mí—: Me temo que vamos a estar un buen rato.
—No sé para qué —repuse—, al parecer estoy atado de pies y manos.
—Pues si resulta que lo estás, en vez de tomarnos el café, nos iremos a la cama —dijo tranquilamente—; pero de momento me lo estoy pasando bastante bien.
Bueno, ¿y por qué no? Curiosamente no tenía más sueño del que demostraba Essie. De hecho, me encontraba alerta y relajado a un tiempo, y nunca había estado tan despejado.
—Albert —pregunté— ¿hay algún progreso en relación a la lectura de los libros Heechees?
—No mucha —se disculpó—, Robin. Hay unos cuantos volúmenes más de matemáticas como el que viste, pero nada nuevo en lo que se refiere a una lengua. ¿Algo más, Robin?
Me retorcí los dedos. El pensamiento errabundo que había estado dando vueltas en lo más recóndito de mi cabeza, salió a la superficie.
—Los Números Universales —dije—. Los números que aparecían en el libro. Son los mismos que los Difuntos llamaban «Números Universales».
—Seguro que sí, Robin —asintió—. Son las constantes adimensionales del universo; al menos, las de este universo. Sin embargo, ahí está el principio de Mach, que sugiere…
—¡Ahora no, Albert! ¿De dónde supones que los sacaron los Difuntos?
Se detuvo, frunciendo el entrecejo. Sacudiendo la pipa para sacar el tabaco, miró de reojo a Sigfrid y dijo:
—Supongo que de alguna interferencia con las inteligencias artificiales Heechees. Sin duda que ha habido flujo informativo en ambos sentidos.
—¡Exacto, eso mismo pensaba yo! ¿Qué mas supones que saben los Difuntos?
—Es difícil decirlo, la información está registrada de manera bastante defectuosa. Incluso en los momentos en que la comunicación fue mejor, resultaba más bien difícil obtener respuestas claras, y ahora la comunicación ha sido interrumpida por completo.
Me puse de pie.
—¿Y qué pasará si se restablece la comunicación? ¿Y si alguien va al Paraíso Heechee para hablar con ellos?
Albert tosió y tratando de no sonar demasiado paternalista, dijo:
—Robin, varios miembros de la expedición Herter-Hall, además del chico, Wan, han fracasado en el intento de obtener de ellos alguna respuesta coherente. Incluso nuestras computadoras han tenido un éxito más que reducido, aunque —añadió de manera bastante moderada— eso se debe en parte por tener que hacerlo a través de la computadora de la nave, Vera. Están mal equipados, Robin. Y los Difuntos, mal registrados, son obsesivos, incoherentes y a menudo, irracionales.
Detrás de mí, Essie estaba de pie con la bandeja y las tazas de café. Yo apenas si había oído la campanita de la cocina que anunciaba que ya estaba listo.
—Pregúntale a él —me recomendó.
Yo preferí no disimular que no la había entendido.
—¡Demonios! —dije—. Está bien, Sigfrid, así es como trabajas. ¿Cómo se consigue hablar con ellos?
Sigfrid sonrió y separó las manos.
—Es agradable volver a hablar contigo, Robin —dijo—. Me gustaría felicitarte por tu considerable progreso desde la última vez que…
—¡Contesta a mi pregunta!
—Desde luego, Robin. Queda una posibilidad. La memoria del prospector hembra, Henrietta, parece bastante completa, dejando de lado su única obsesión, es decir, la infidelidad de su marido. Creo que si se consiguiera elaborar un programa computerizado con lo que sabemos de su marido y la enfrentáramos con ello…
—¿Falsificarle un marido, como si fuera uno de los Difuntos?
—Más o menos, Robin —asintió—. Aunque no fuera una réplica exacta. Porque, en general, los Difuntos están tan mal registrados que cualquier respuesta inadecuada por parte nuestra pasaría desapercibida. Desde luego, el programa sería bastante…
—Ahórratelo, Sigfrid. ¿Podrías escribir un programa semejante?
—Sí, con la ayuda de tu esposa, sí.
—Y una vez lo tengamos, ¿cómo nos ponemos en contacto con Henrietta?
Miró abiertamente a Albert.
—Creo que mi colega puede ser de utilidad en este punto.
—Seguro que sí, Sigfrid —contestó alegremente Albert, frotándose un pie con la punta del otro—. Punto uno: escribir el programa dotado de alternativas. Dos: pasarlo por un procesador instantáneo PMAL-2 que posea una memoria de un gigabit y todas las unidades auxiliares. Tres: montar el procesador en una Cinco y enviarla al Paraíso Heechee. Entonces, someter a Henrietta al interrogatorio. Le concedería una probabilidad de éxito del, digamos, cero con nueve.
—¿Y por qué tenemos que enviar allí toda la maquinaria?
—Por la cuestión de la velocidad, Robin —explicó pacientemente—. Al no tener una radio ultralumínica tenemos que mandar el procesador a su lugar de trabajo.
—Pero la computadora de los Herter-Hall sí tiene una radio MRL.
—Pero es demasiado torpe y demasiado lenta, Robin. Y no has escuchado lo peor. Toda esa maquinaria es enorme. Ella sólita podría llenar una Cinco. Lo que significa enviarla sola y desprotegida al Paraíso Heechee, y no sabemos quién saldrá a recibirla al muelle de aterrizaje.
Essie estaba de nuevo sentada a mi lado, con una deliciosa expresión de preocupación en el rostro y una taza de café en la mano. La tomé automáticamente y la vacié de un sorbo.
—Has dicho que podría llenar una Cinco. ¿Significa eso que un piloto podría caber también en la nave?
—Me temo que no. Sólo quedaría espacio para otros ciento cincuenta kilos.
—¡Pues yo sólo peso la mitad de eso!
Noté que Essie se ponía tensa detrás de mí. Estábamos llegando al meollo del asunto. Por primera vez en varias semanas me sentía despejado y totalmente seguro de mí mismo. La parálisis de la inactividad iba desapareciendo por instantes. Me daba perfecta cuenta de lo que estaba diciendo, y era completamente consciente de lo que significaba para Essie. Y aun así prefería seguir adelante.
—Eso es cierto. Robin —concedió—, ¿pero es que quieres llegar allí muerto? Necesitarás agua, aire, comida. Calculando por bajo, la cantidad mínima de provisiones que necesitarías para un viaje de ida y vuelta suman un total de trescientos kilos, y no hay…
—Corta el rollo, Albert —espeté—. Sabes tan bien como yo que estamos hablando de un viaje sólo de ida. Hablamos de ¿cuántos son?, sí, veintidós días. Eso fue lo que tardó en llegar Henrietta. No necesito más. Sólo serán veintidós días. Cuando haya llegado al Paraíso Heechee, lo demás dará igual.
Sigfrid me miraba muy interesado pero sin decir palabra. Albert parecía preocupado.
—De acuerdo, Robin —admitió—, eso es cierto. Pero el riesgo sigue siendo enorme, sin margen para el error.
Moví la cabeza resignado. Le llevaba demasiada delantera; iba incluso más allá de lo que él era capaz, de imaginar, seguía sin comprender lo que estaba insinuando.
—Has dicho que hay una Cinco en la Luna que aceptaría ese destino. ¿Hay allí algún procesador PMAL o como quiera que se llame?
—No, Robin —contestó, pero añadió con voz triste—: No obstante hay uno en Kourou, a punto de salir para Venus.
—Gracias, Albert —dije medio en broma, porque había tenido que tirarle de la lengua para que me lo dijera. Y me senté para considerar lo que había sido dicho hasta entonces.
No había sido yo el único en escuchar atentamente. A mi lado, Essie depositó su taza de café.
—Polimath —ordenó—, ponnos con el programa Morton, con acceso informativo por modo interactivo. Adelante, Robin. Lo que tengas que hacer, hazlo.
En la proyección se oyó abrir una puerta y entró Morton, quien saludó a Albert y a Sigfrid estrechándoles las manos mientras miraba hacia mí por encima del hombro. A medida que avanzaba para sentarse iba recibiendo información, y por la cara que puso adiviné que no le gustaba lo que averiguaba. Pero me daba igual. Le dije:
—¡Morton! Hay un procesador PMAL en el muelle de despegue de la Guayana. Cómpralo.
Él se volvió hacia mí y enfrentó mi mirada.
—Robin, no sé si te das cuenta de lo rápidamente que te estás quedando sin capital. Solamente este programa te cuesta unos mil dólares por minuto. Voy a tener que vender…
—¡Pues vende!
—No es sólo eso. Si lo que estás pensando es embarcarte con esa computadora rumbo al Paraíso Heechee, ¡olvídalo! ¡Ni lo sueñes! En primer lugar, el pleito de Bover te lo prohíbe. En segundo lugar, suponiendo que lograras hacerlo, podrías hacer que recayera sobre ti una demanda por daños y perjuicios que…
—No te he pedido tu opinión al respecto, Morton. Suponte que consigo que Bover retire su pleito. ¿Podrían impedirlo?
—¡Sí! Aunque —añadió conciliador—, hay una posibilidad de que no lo hicieran. Al menos, no a tiempo para impedírtelo.
No obstante, como tu asesor jurídico tengo que advertirte…
—No tienes nada que advertirme. Compra el procesador. Albert, Sigfrid, programadlo según hemos discutido. Y ahora desapareced los tres. Que venga Harriet. ¿Harriet? Consígueme un vuelo de Kourou a la Luna, en la misma nave en que viaja la computadora que va a comprarme Morton, tan deprisa como puedas. Y mientras tanto mira si puedes localizarme a Hanson Bover. Quiero hablar con él.
Cuando hubo asentido y desapareció de la imagen, me volví para mirar a Essie. Tenía los ojos húmedos, pero sonreía.
—¿Sabes una cosa? —le pregunté— Albert no me ha llamado ni una sola vez «Rob» o «Bobby».
Ella me pasó los brazos alrededor y me apretó fuerte.
—Tal vez considere que ya no hay que tratarte como a un niño —dijo—. Y yo tampoco soy una niña, Robin. ¿O acaso crees que sólo quería recuperarme porque tenía prisa por hacer el amor? No. Se trataba más bien de que no te sintieras coaccionado por una esposa a la que consideras poco atento abandonar. Y se trataba también de que yo estuviera lo bastante repuesta para enfrentarme a ello —añadió—, cuando quiera que sea que te vayas.
Aterrizamos en Cayena de noche cerrada y lloviendo a mares. Bover me esperaba medio adormilado en un butacón de la terminal del aeropuerto mientras yo liquidaba el papeleo en la aduana. Le agradecí reiteradas veces el que hubiera venido a esperarme, pero se mostró indiferente, y dijo:
—Sólo nos quedan dos horas. Vamos a por ello.
Harriet había fletado un transporte aéreo. Despegamos por encima de las palmeras en el momento en que el Sol asomaba por encima del Atlántico. Cuando llegamos Kourou era ya de día, y el módulo lunar se erguía junto a su torre de soporte. Era pequeño si se lo comparaba a los gigantes que despegan de cabo Kennedy o de California, pero el Centro Espacial de la Guayana, al estar en el ecuador, efectúa lanzamientos seis veces más precisos, por lo que sus cohetes no necesitan ser tan grandes. La computadora estaba ya cargada y bien sujeta, por lo que Bover y yo subimos a bordo de inmediato. Un ruido terrible. Una sacudida. Con el desayuno —que no hubiera debído tomar en el avión— en la boca, me encontré de pronto de camino.
Llegar a la Luna lleva tres días. De los cuales pasé tanto tiempo como pude durmiendo, y el resto, hablando con Bover. Era el período de tiempo más prolongado que pasaba alejado de mis comodidades en, por lo menos, doce años, y aunque pensé que se me haría eterno, se me pasó volando. Me despertaron las sacudidas de la desaceleración, y vi el rostro cobrizo de la Luna. Ya estábamos allí.
Teniendo en cuenta lo lejos que había llegado a volar, no dejaba de ser curioso que pisara la Luna por vez primera. No sabía qué esperar de la ocasión. Me cogió absolutamente desprevenido: la acrobática y danzarina sensación de no pesar más que una pelota de goma y la voz de tenor aflautada que salió de mi garganta en la tenue atmósfera del veinte por ciento de helio. En la Luna no se respiraba la mezcla Heechee. Aquí las perforadoras Heechees podían trabajar con la mayor facilidad, y con toda la luz solar de que se disponía era sencillísimo mantenerlas trabajando con un mínimo esfuerzo. El único problema consistía en llenarlas de aire, por lo que añadían helio, mucho más barato y fácil de conseguir que el N2.
El huso Heechee en la Luna está cerca de la base de lanzamientos, o para ser más exactos, la base de lanzamientos está donde está porque es allí donde los Heechees habían excavado más de un millón de años antes. Todo estaba bajo la superficie, incluidos los muelles de atraque, situados al abrigo de una hendidura. En cierta ocasión, un par de astronautas americanos habían pasado un fin de semana deambulando por allí, Shepard y Mitchell, sin darse cuenta en ningún momento. Ahora una comunidad de más de mil personas vivía en el túnel en forma de huso, y los nuevos túneles crecían en todas direcciones, mientras que la superficie lunar se había visto convertida en un amasijo de emisoras de microondas, reflectores y tuberías.
—Eh, tú —le dije al primer individuo de aspecto robusto que vi—, ¿cómo te llamas?
Se me acercó medio flotando de modo perezoso, mordiendo un cigarrillo apagado.
—¿Y a ti qué te importa?
—Están sacando cierto cargamento del interior del módulo. Lo quiero a bordo de la Cinco que está en el muelle de despegue ahora. Necesitarás a media docena de ayudantes, y probablemente un equipo de descarga, y el trabajo va a ser duro.
—Ya —dijo—, ¿y tiene la necesaria autorización?
—Te la mostraré cuando te pague —le dije—. Y la paga será de mil dólares por barba, con una gratificación especial de diez mil dólares para ti si lo hacéis en menos de tres horas.
—Hum. Veamos cuál es la carga.
Salía en aquel momento de la nave. La observó cuidadosamente, se rascó durante un ratito y se lo pensó otro poco. Y lo hizo todo acompañándose de unas cuantas palabras dichas de vez en cuando, por las que me pude enterar de que se llamaba A. T. Walthers, Jr., y de que había nacido en los túneles de Venus. Por el brazalete que llevaba en la muñeca constaté que había probado suerte en Pórtico, y por el hecho que desempeñaba tareas un tanto extrañas en la Luna, constaté que su suerte no había sido buena. Bueno, la mía tampoco lo había sido las dos primeras veces; y de sopetón, cambió. En qué sentido, era difícil saberlo.
—Puede hacerse, Broadhead —dijo por fin—, pero no disponemos de tres horas. El simpático de Herter volverá a la carga dentro de veinte minutos, de manera que habrá que descargarlo antes.
—Tanto mejor —le contesté—. Bien, ¿por dónde quedan las oficinas de la Corporación de Pórtico?
—Al final del huso. Cerrarán dentro de una media hora.
Tanto mejor, volví a pensar, pero me lo callé, arrastrando a Bover detrás de mí, medio bailé en la liviana atmósfera mientras desandábamos nuestro camino en dirección a la caverna en forma de huso donde estaban las oficinas de la zona, y encaminé nuestros pasos al despacho de la jefa de Embarques.
—Necesitará un circuito abierto con la Tierra para la Identificación. Yo soy Robin Broadhead, y éstas son mis huellas dactilares —le dije—. Me acompaña Hanson Bover; por favor, Bover, si es tan amable…
Presionó la placa que había junto a él.
—Y ahora diga lo que tiene que decir —le invité.
—Yo, Allen Bover —contestó automáticamente—, declaro que retiro mi pleito en contra de Robin Broadhead, la Corporación de Pórtico et al.
—Gracias, Bover. Y ahora, mientras verifica usted todo eso, ahí va una copia por escrito de lo que Bover acaba de decir, para que figure en sus archivos, más una copia del plan de nuestra misión. En virtud a mi contrato con la Corporación de Pórtico estoy autorizado a utilizar los servicios de la misma en todo aquello que concierna a la expedición Herter-Hall, y eso me dispongo a hacer a continuación. Para tal propósito necesito la Cinco que se encuentra actualmente estacionada en sus muelles. Por el plan de nuestra misión verá usted que tenemos intención de ir al Paraíso Heechee, y desde allí a la Factoría Alimentaria, lugar en el que intentaré evitar que Peter Herter siga infligiendo daños a la Tierra, así como intentaré rescatar al resto de componentes del equipo Herter-Hall y conseguir cuanta información de valor sea posible para que la Corporación de Pórtico pueda procesarla y utilizarla. Y me gustaría partir antes de una hora —sentencié.
La verdad es que durante un minuto o así, la cosa pareció que iba a funcionar. La jefa de Embarques miró nuestras huellas en las placas, cogió el carrete con nuestro plan y lo sopesó en la mano, mirándome en silencio por espacio de un minuto con la boca abierta. Pude escuchar el silbido del gas volátil que utilizaban para calentar los motores, cumpliendo el ciclo de Carnor desde las lentes de Fresnel hacia arriba, a los reflectores en forma de alcachofa que había encima de nuestras cabezas. No oí nada más. Entonces la jefa de embarques suspiró y dijo:
—¿Ha oído eso, senador Praggler?
La voz de Praggler me llegó por el aire desde detrás de su escritorio.
—Puedes apostar lo que quieras a que sí lo he oído, Milly. Dile a Broadhead que no va a servirle de nada. No puede hacerse con la nave.
Habían sido los tres días de viaje los que me habían ganado la partida. En el momento de embarcarnos, los pasaportes de todos los pasajeros habían sido radiados a la Luna automáticamente, de modo que los oficiales supieron que estaba de camino antes incluso que la nave abandonara la Guayana. Fue pura casualidad que Praggler estuviera allí; pero incluso de no haber estado él, hubiesen tenido tiempo de sobra para recibir órdenes de los cuarteles generales de Brasilia. En un primer momento llegué a pensar que ya que estaba Praggler allí podríamos discutir el asunto. Pero no hubo lugar. Pasé media hora imprecándole, y otra media rogándole, pero no hubo nada a hacer.
—No hay nada de malo en tu plan —admitió—. El problema eres tú. Ya no se te permite utilizar los servicios de Corporación porque la Corporación ha decidido privarte de esa prerrogativa ayer mismo, mientras entrabas en órbita. Y aunque no lo hubieran decidido así, Robin, tampoco te dejaría ir. Estás metido en este jaleo hasta el cuello. Dejando de lado el hecho de que ya no estás para estos trotes.
—¡Te recuerdo que soy un piloto de Pórtico experimentado!
—Eres una puñetera mierda, Robin, además de estar algo loco. ¿Qué crees que un solo hombre podría hacer en el Paraíso Heechee? No, Robin. Vamos a utilizar tu plan, e incluso te pagaremos por ello, pero vamos a hacer bien las cosas, desde el propio Pórtico, con tres naves como mínimo, llenas de hombres jóvenes, bien pertrechados y dispuestos a todo.
—¡Déjame ir, senador! —le rogué—. ¡Si se llevan el procesador hasta Pórtico tardarán meses, años!
—No, si utilizamos para ello la Cinco que hay aquí estacionada —dijo—. Seis días. Y puede salir acto seguido en el convoy. Pero sin ti. Sin embargo —añadió compasivo—, te pagaremos por el procesador y por el programa, no lo dudes. Déjalo estar, Robin, deja que otro corra los riesgos. Te lo digo como amigo.
Bien, sí, era mi amigo y los dos lo sabíamos, pero quizá fuera menos amigo mío después de lo que le dije que podía hacer con su amistad. Al final, Bover tuvo que sacarme de allí. Lo último que vi del senador fue que estaba sentado en el borde del escritorio mirándome con el rostro encendido por la ira y con los ojos a punto de llorar.
—Mala suerte, señor Broadhead —dijo compadeciéndose.
Tomé aire para ponerle las peras a cuarto también a él, pero me contuve a tiempo. Hubiera sido gratuito hacerlo.
—Le conseguiré un billete de vuelta a Kourou —le dije.
Me sonrió, mostrándome al hacerlo una dentadura reluciente. Al parecer había invertido ya en sí mismo parte de dinero que yo le había dado.
—Me ha hecho usted rico, señor Broadhead. Puedo pagarme el billete yo mismo. Además, es la primera vez que estoy aquí y no creo que vaya a volver, así que voy a quedarme algún tiempo.
—Como guste.
—¿Y usted, Broadhead, cuáles son sus planes?
—No tengo.
Y ni tan solo se me ocurría alguno. Era incapaz de pensar. Es imposible describir la sensación de vacío que tenía. Me había armado de valor para enfrentarme a otro viaje misterioso en una nave Heechee, ciertamente no tan misterioso como cuando estaba de prospector en Pórtico, pero seguía siendo un viaje peligroso. Había dado un paso en mi relación con Essie que había intentado evitar durante mucho tiempo. Y todo para nada.
Miré pensativo al largo y desierto túnel que conducía a la zona de despegues.
—Voy a ponerme de camino yo mismo —dije.
—¡Broadhead! Pero… pero…
—¡Bah, no se preocupe! Lo cierto es que no voy a hacerlo, más que nada porque todas las armas de los alrededores deben de estar concentradas en torno a esa Cinco. Y no creo que vayan a dejarme entrar.
Me miró a la cara.
—Bueno —dijo dubitativo—, tal vez prefiera disfrutar de su estancia aquí…
Y entonces su expresión cambió.
Apenas si lo percibí; de hecho, yo mismo estaba sintiendo lo que él, y aquello bastó para acaparar mi atención. El viejo Peter había vuelto a meterse en el diván de los sueños. Era peor que nunca. No eran únicamente sus sueños y fantasías lo que estaba experimentando, lo que todo ser vivo estaba sintiendo. Era dolor. Desesperación. Locura. Una terrible presión se apoderó de mis sienes, experimenté un doloroso ardor en el pecho y en los brazos. Mi garganta estaba seca, y de pronto, en carne viva, mientras se llenaba de coágulos que vomité.
Jamás nos había llegado nada similar desde la Factoría Alimentaria.
Pero es que nadie antes había agonizado en el diván de los sueños. No duró un minuto, ni diez. Los pulmones me daban convulsivas arcadas. Lo mismo le pasaba a Bover. Lo mismo le sucedía a todo aquel que se encontraba dentro del radio de acción de la transmisión. El dolor siguió en aumento, y cada vez que alcanzaba un nuevo estadio, una nueva explosión de dolor lo acompañaba; y todo ello aderezado por el sentimiento de terror, de ira, de sobrecogedora miseria de un hombre que era consciente de que iba a morir y no se resignaba.
Pero yo sabía de qué se trataba.
Sabía de qué se trataba, y sabía lo que podía hacer, lo que al menos podía hacer mi cuerpo, si conseguía mantener mi mente entera el tiempo suficiente. Me obligué a dar un paso, y otro más. Me obligué a trotar a lo largo de aquel pasillo fatigoso y anchísimo mientras Bover se retorcía sobre el suelo a mis espaldas y los guardias se tambaleaban sin poder evitarlo. Pasé a trompicones delante de ellos, y dudo mucho que me vieran, hasta que conseguí meterme por la estrecha escotilla del módulo, cayendo magullado y tembloroso dentro de la nave, luchando enconadamente por conseguir que se cerrara tras de mí.
Y allí estaba yo de nuevo, en la desagradablemente familiar cabina, rodeado de formas plásticas de color oscuro. Walthers había cumplido con su parte del trato; aunque en aquel momento me resultaba del todo imposible recompensarle por ello, si hubiera aparecido su mano por la portezuela, habría depositado en ella un millón.
En un determinado momento, Peter Herter murió. Pero su miseria no murió con él, sino que se apagó paulatinamente. Jamás hubiese podido imaginar cómo sería encontrarse en el interior de la mente de un hombre que ha muerto, mientras siente pararse su corazón y aflojarse sus vísceras y la certidumbre de la muerte irrumpe en su cerebro. Era algo mucho más largo de lo que hubiera podido suponer. Persistió mientras liberaba la nave de sus ataduras y la mandaba hacia arriba impulsada por sus pequeños propulsores de hidrógeno, hacia el punto en que el sistema de conducción Heechee empezaría a funcionar. Giré convulsivamente las ruedas de selección de destino hasta que conseguí la combinación que Albert me había enseñado y que yo había aprendido tan bien.
Y entonces giré la teta de control y me encontré de camino. La nave dio comienzo a su inestable y mareante aceleración. Las estrellas que podía ver, o mejor, adivinar, al pasar éstas a través de la pantalla de la computadora de la nave, empezaban ahora a fundirse. Nadie podía ya detenerme. Ni siquiera yo mismo.
Según los datos que había conseguido reunir Albert, el viaje duraría exactamente veintidós días. No es demasiado tiempo, siempre y cuando no te hayas introducido en una nave que ya está abarrotada hasta los topes. Había sitio para mí, más o menos. Podía estirarme. Podía ponerme de pie. Podía incluso tumbarme en el suelo, eso cuando los movimientos errabundos de la nave me permitían adivinar dónde estaba el suelo, y en el supuesto de que no me importara acurrucarme entre varias piezas metálicas. Lo que no podía hacer, durante aquellos veintidós días, era moverme más de un metro en todas direcciones, ni para comer, ni para dormir, ni para lavarme o excretar; para nada de nada.
Había tiempo de sobras para que pudiera hacer memoria y recordar lo terrible que podía ser un vuelo Heechee, y para que experimentara tal sensación a lo largo de los veintidós días.
También había tiempo de sobras para aprender. Albert me había grabado toda la información que no se me había ocurrido pedirle, y disponía de todas las cintas que contenían dicha información. No eran demasiado interesantes ni demasiado sofisticadas en lo relativo a su factura. El PMAL-2 era todo memoria: mucho cerebro pero pocas habilidades. No disponía de proyector de hologramas, sólo un visor de doble pantalla bidimensional a modo de anteojeras, para mirar cuando mis ojos soportaran hacerlo, y una pantallita no más grande que mi palma como alternativa a las anteojeras.
Al principio no las usé. Simplemente permanecí tumbado, intentando dormir tanto como me fuera posible. En parte me recuperaba de la muerte de Peter, tan terriblemente parecida a la propia. En parte estaba haciendo pruebas con el interior de mi mente, autorizándome a sentir miedo —¡autorizándome, cuando tenía todo el derecho del mundo a estar muerto de miedo!— y animándome a sentir culpabilidad. Hay tipos de culpabilidad que sé que albergo, como el remordimiento de las obligaciones y las tareas incumplidas. De ésas, tenía muchas en las que pensar, empezando por el propio Peter, que sin duda seguiría vivo si no lo hubiera aceptado en la misión, para acabar —o mejor dicho, para no acabar— con la cuestión de Klara congelada en su agujero negro; para acabar, digo, porque siempre se me ocurrían otras muchas en que pensar. Fue una diversión que se agotó pronto. Para sorpresa mía, el sentimiento de culpabilidad no resultó ser tan absorbente al fin y al cabo, especialmente después de haberlo experimentado; y así llené mi primer día de viaje.
Entonces volví mi atención a las grabaciones. Dejé que la rígida y semianimada caricatura del programa que tan bien conocía y al que amaba, me fuera leyendo lo relativo al principio de Mach, a los números universales y otras curiosas formas de especulación astrofísica en las que no se me habría ocurrido ni pensar. En realidad, no prestaba ninguna atención, sino que dejaba que la voz me resbalara por encima, y de este modo transcurrió el segundo día.
Después, de idéntica forma, dejé que me cayera encima toda la información disponible acerca de los Difuntos. Ya la conocía prácticamente toda, pero la escuché de nuevo. No tenía nada mejor que hacer, y ése fue mi tercer día.
A continuación, una miscelánea de conferencias acerca del Paraíso Heechee, de la procedencia de los Primitivos y de las posibles estrategias a emplear con Henrietta, y de los posibles riesgos que cabía prever en relación a los Primitivos, y de esta manera transcurrió el tercer día, y el cuarto, y el quinto.
Empecé a preguntarme cómo conseguiría llenar veintidós días, así que volví a las grabaciones, y así pasé el sexto día, y el octavo, y el décimo; y en el decimoprimero…
En el undécimo primer día desconecté la computadora y me sonreí a mi mismo con anticipada alegría.
Era el día de mitad de camino. Me colgué de las correas de seguridad a la espera de la única satisfacción que aquel maldito y molesto viaje podía producirme: la titilante explosión de chispas doradas de luz en el interior de la espiral de cristal que significarían el comienzo de la última etapa del viaje. No sabía con exactitud cuándo tendría lugar. Seguramente no ocurriría a primera hora de aquel día (que fue lo que sucedió). Probablemente tampoco en la segunda, ni en la tercera… y así fue. No a aquellas horas, ni en la cuarta, o la quinta, ni en las que siguieron. No sucedió en aquel undécimo día de viaje.
Ni en el décimo segundo.
Ni en el décimo tercero.
Ni en el décimo cuarto; y cuando finalmente conecté de nuevo la computadora para que verificara los cálculos que ya no quería molestarme en hacer yo mismo, la computadora me dijo lo que hubiera preferido no oír.
Era demasiado tarde.
Incluso si la señal de la mitad de camino se producía en cualquier momento, aunque fuera en el minuto siguiente, no habría suficiente comida o aire o agua para mantenerme con vida hasta el final.
Hay economías que uno puede hacer. Y las hice. Me humedecía los labios en lugar de beber, dormía todo lo que podía, respiraba quedamente como era capaz de hacerlo. Y por fin la señal se produjo, al décimo noveno día. Ocho días demasiado tarde.
Cuando hice los cálculos con la computadora, éstos se verificaron fríos y claros.
La señal de la mitad de camino se había producido demasiado tarde. Al cabo de otros diecinueve días a partir de aquel momento llegaría la nave al Paraíso Heechee, pero sin el piloto vivo. Para entonces llevaría ya seis días muerto.