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SESENTA MIL MILLONES

Cuando Essie Broadhead dijo: «Ponme con el programa Albert Einstein», puso en marcha una enorme cantidad de procesos. De los cuales, muy pocos eran evidentes de por sí a los sentidos. No tenían lugar en el mundo de la física macroscópica, sino en un microuniverso compuesto en su mayor parte por cargas y conexiones que operaban a la escala de un electrón. Las partículas individuales eran minúsculas, pero no así el conjunto que formaban, ya que estaba compuesto por unos sesenta mil millones de gigabits de información.

En Akademogorsk, los profesores de la joven S. Ya. la habían introducido en el estudio de la entonces en boga lógica computacional de lentes de iones y campos magnéticos, y ella había aprendido a adiestrar sus computadoras en la realización de unos cuantos prodigios, como hallar un millón de números primos o calcular las mareas de una marisma durante un período de cien años. Podían convertir los garabatos de un niño que representaban «una casa» o «Papá» en un plano arquitectónico o en un maniquí de sastre, respectivamente. Podían darle la vuelta a la casa, añadirle un porche, darle una mano de cal o cubrirla de hiedra. Podían afeitarle la barba a un hombre, ponerle un peluquín y vestir al maniquí de gala o sport. A la joven Semya de diecinueve años aquéllos le parecían unos programas fantásticos. Los encontraba apasionantes. Pero había madurado desde entonces. En comparación a los programas que estaba escribiendo para su secretaria, para «Albert Einstein» y para sus muchos clientes, aquellas tentativas primerizas no eran más que unas caricaturas lentas y balbuceantes. Claro que no habían podido aprovecharse de la incorporación de los circuitos Heechee, ni de la ventaja que suponía disponer de una memoria inmediata de sesenta mil millones de gigabits.

Por supuesto, ni siquiera Albert utilizaba los sesenta mil millones de bits de información él solo. Si, por una parte, no se veía obligado a compartir la totalidad de los datos disponibles, no era menos cierto que aquellos bancos de memoria comunes se veía obligado a compartirlos con varios cientos de millares de programas tan sutiles y complejos como él mismo, y con otros varios millares de programas menos sofisticados. El programa llamado «Albert Einstein» se movía entre todos ellos sin interferencias: ciertas «señales de tránsito» le advertían de cuáles eran los circuitos que estaban siendo utilizados. Otros indicadores le conducían a aquellos programas auxiliares que necesitaba para alimentar sus funciones. El camino que seguía para llevar a cabo sus cometidos no era nunca una línea recta. Era un árbol en las yemas de cuyas ramas se iban tomando decisiones sucesivas, una especie de zigzagueante relámpago de acuse de recibos. En realidad, no era ni tan siquiera un camino; Albert no necesitaba moverse de su sitio, ya que, de hecho, jamás estaba en un lugar específico desde el que moverse. Era incluso discutible el que Albert existiera en algún sentido. No tenía una existencia continua. Cuando Robin Broadhead se cansaba de él y le desconectaba, su existencia cesaba, y los programas auxiliares que lo conformaban se dedicaban a otras tareas. Cuando volvía a conectarlo, se recreaba de nuevo gracias a los circuitos que estaban ociosos en aquel momento, de acuerdo con el programa que S. Ya. había creado. Albert no era más real que una ecuación, y por ello mismo, no menos real que Dios.

«Ponme con…», había dicho S. Ya. Lavorovna-Broadhead. Antes de que su voz acabara de pronunciar la primera palabra, la entrada del receptor de su monitor, que se activaba por sonido, activó a su vez el programa de su secretaria, que no llegó a aparecer en pantalla. Su secretaria captó el primer atisbo del nombre que seguía, «…el programa Albert…», lo contrasto con su banco de órdenes, efectuó una evaluación aproximada del resto y formuló una serie de instrucciones.

Pero no fue eso todo lo que su secretaria hizo. Primero tuvo que reconocer la voz de S. Ya. y confirmar que se trataba de la voz de una persona autorizada; la de quien la había diseñado, para ser más exactos. Echó un vistazo a los mensajes que habían quedado por comunicar, que eran muchos, y evaluó su importancia. Realizó un rápido rastreo a través de los índices telemétricos de Essie para saber cuál era su estado, recordó la próxima intervención quirúrgica a la que debía someterse y, sopesando los índices telemétricos en contraste con la orden que Essie le había dado y en relación a los mensajes que debían ser despachados, concluyó que éstos bien podrían seguir esperando, más aún, que el programa sustituto de Essie podía encargarse de ellos. Todas estas operaciones le llevaron a Harriet apenas unos instantes que, sumados, no ocuparían más que una mínima fracción del tiempo de que disponía el programa secretarial. Ya que en ocasiones como aquella no le era necesario preocuparse por su aspecto o por el tono de su voz, prescindió de todo ello.

La orden de la secretaria despertó a «Albert Einstein».

Él, al principio, ignoró que «era» Albert Einstein. A medida que avanzó a través de su programa recordó muchas cosas acerca de sí mismo. En primer lugar, que era un programa interactivo de información e interpretación; a partir de lo cual se lanzó a buscar información y encontró las direcciones de las principales categorías de información que se suponía que tenía que facilitar. En segundo lugar, que su naturaleza era heurística y normativizada, lo que le obligaba a atenerse a una serie de reglas —en forma de conexiones de libre circulación y bloqueo— que determinaban las tomas de decisiones. En tercer lugar, que era propiedad de Robin —o también Robinette, Rob o Robby, Bob o Bobby— Stetley Broadhead, en relación al cual debía mostrar el comportamiento de un conocido. Esto hizo que el programa Albert Einstein accediera a la información acerca de Robin Broadhead, y repasara su contenido, lo que constituyó, con mucho, el proceso más largo de sus operaciones por el momento.

Una vez hecho todo esto, descubrió su propio nombre y los pormenores de su aspecto. Efectuó una selección arbitraria de usos y actitudes —un jersey de cuello alto, o una camiseta gris con cercos de sudor, zapatillas de deporte o playeras por cuyo extremo asomaban los dedos de sus pies, con o sin calcetines— y aparecía en imagen a manera de un Albert Einstein real, con la pipa en la mano, unos ojos chispoteantes, todo ello antes de que muriera el último eco de la orden: «…Einstein».

Había tenido tiempo de sobra. Essie había tardado casi cuarenta centésimas de segundo en pronunciar su nombre.

Como ella había hablado en inglés, él la saludó en el mismo idioma:

«Buenos días», dijo después de una rápida evaluación del tiempo local. A continuación, una instantánea apreciación del estado de la salud y del humor de Essie: «…Señora Broadhead». De haber estado ella en la oficina, se habría dirigido a Essie como «Señora Lavorovna».

Essie le observó con aprobación unos cuantos segundos, toda una eternidad en el cómputo temporal de Albert. Tiempo que él no desaprovechó. Era un programa con el tiempo apretadísimo, y todas aquellas funciones que en aquel preciso momento no entraron en acción fueron empleadas en otras tareas, cualesquiera que éstas fueran. Mientras esperaba, algunas de sus capacidades fueron requeridas para ayudar a otros programas, en la elaboración del pronóstico del tiempo para una flotilla pesquera que partía de Long Island, para ayudar a una chiquilla a conjugar los verbos franceses, activar una muñeca sexual para un recluso viejo pero lleno de energía y algo peculiar en sus gustos, y para verificar el precio del oro en la bolsa de Pekín. Casi siempre había otras cosas de que ocuparse. Y cuando no las había, era necesario ocuparse de las hornadas de cuestiones menos importantes o menos urgentes que estaban a la espera: análisis de partículas nucleares, elaboración de las órbitas de asteroides, el balance de un millón de cuentas corrientes… Asuntos que cualquiera de los sesenta mil millones de gigabits de información podía ayudar a resolver.

Albert no era uno más de los programas de Robin —como el abogado, el psiquiatra, la doctora, la secretaria o cualquier otro subordinado— que éste ponía en marcha cuando estaba demasiado atareado o muy poco interesado en algo. Albert compartía con ellos algunas de sus memorias. Cada uno de ellos tenía libre acceso a los archivos de los demás, cada cual tenía un específico campo de acción, programado para cubrir determinadas necesidades; pero no podían llevar adelante su respectivas tareas sin que los otros lo supieran.

Además de eso, todos eran propiedad particular de Robin Broadhead y estaban sometidos a sus deseos. Albert, en cambio, era tan sofisticado que podía entender indicaciones no explicitadas y deducir cuáles eran los imperativos dado un contexto. Sus respuestas no estaban totalmente condicionadas por lo que Robin dijera. Era capaz de descubrir solapados interrogantes a partir de lo que Robin les había dicho a los demás programas. Pero Albert no podía traicionar una confidencia que le hubiera hecho Robin, ni podía dejar de comprender cuándo algo era confidencial. Por lo general.

Pero había excepciones. La persona que había creado el programa de Albert podía escribir una contraorden de prioridad. Y eso era lo que había hecho.

—Robinette te dio instrucciones para que me prepararas informes —le dijo Essie a su creación—. Pásamelos ahora.

La mirada de Essie revelaba crítica atención y también admiración contenida mientras el programa asentía, se rascaba el oído con la boquilla de la pipa y empezaba a hablar. Albert era un programa francamente bueno, pensó con orgullo. Para ser poco más que un montón de impulsos electromagnéticos amontonados en bancos de memoria, Albert resultaba una persona bastante interesante.

Reajustó los tubos y pipetas y se tumbó sobre los almohadones para escuchar lo que Albert tenía que decirle, que por cierto era de lo más interesante. Interesante incluso para ella en aquellos momentos, cuando faltaba —¿cuánto era?— menos de una hora y diez minutos para que la lavaran, le cortaran el pelo, le afeitaran el vello y la anestesiaran antes de que la operaran de nuevo. Puesto que todo lo que le pedía a Albert era reproducir conversaciones que había grabado y que guardaba en sus memorias, sabía que gran parte de sus capacidades estaban siendo empleadas en otras tareas. Pero aun así, lo que Albert le mostraba era un trabajo realmente pulido. La transición de Albert a la espera de sus preguntas al Albert grabado en otra conversación mantenida con su marido se llevaba a cabo sin saltos, suavemente, siempre y cuando uno pasara por alto ciertos pequeños detalles como la pipa, que aparecía súbitamente encendida, o los calcetines, de pronto bien puestos y estirados por encima de los tobillos. Satisfecha con su creación, Essie prestó atención a lo que le estaba diciendo. Se dio cuenta de que no se trataba de una única conversación. Se trataba como mínimo de fragmentos de tres conversaciones distintas. Robin debía de haber echado mano muy a menudo de su programa científico mientras estaba en Brasilia, y mientras una parte de sí misma seguía atentamente las emocionantes noticias que se iban recibiendo del Paraíso Heechee, la otra parte sonreía para sí. ¡Qué bien que no hubiera utilizado su suite para otros menesteres! (O, al menos, no solo para eso, se corrigió). No hubiera podido culparle de haber escogido compañía humana en vez de Albert. Incluso si tal compañía era femenina. Dadas las circunstancias, con su principal amante incapacitado para mostrar afecto recíproco, también ella se hubiera sentido libre de hacer otro tanto, sin duda alguna. (Mejor sería decir con alguna duda. Quedaban en ella los suficientes escrúpulos adquiridos con la más temprana educación soviética como para dejar lugar al menos para la duda). Pero tuvo que admitir que se alegraba de ello, tras lo cual se obligó a escuchar todas aquellas fascinantes noticias que Albert seguía contándole. ¡Habían pasado tantas cosas! ¡Había tanta información que asimilar!

En primer lugar, los Heechees. ¡Los Heechees del Paraíso Heechee no eran Heechees! Como mínimo, los así llamados Primitivos no lo eran. Lo demostraba el análisis del DNA, según Albert le comunicaba con absoluta seguridad a su marido, subrayando su argumentación con el mango de la pipa. El bioanálisis había dado como resultado no una clara respuesta, sino un verdadero enigma, una química cuya base no era humana ni tampoco lo suficientemente no humana como para pertenecer a unas criaturas desarrolladas en torno a otra estrella.

—Además —dijo Albert chupando la pipa—, sigue en pie la cuestión de los asientos Heechees. No fueron diseñados para ajustarse a la anatomía humana, pero tampoco para la de los Primitivos. ¿Para quién, entonces? Lástima, Robin, no lo sabemos.

Un veloz salto, ahora aparecía sin calcetines, la pipa en la mano mientras la llenaba de tabaco, y Albert que hablaba esta vez de los molinetes de oraciones. Albert se disculpaba por no haber dado aún con la clave. Había consultado toda la vastísima literatura al respecto: no había ni una sola aplicación energética o tecnológica existente que no hubiese utilizado todavía. Sin embargo, continuaban mudos.

—Hay quien especula —dijo Albert acercando una cerilla a la pipa— con la posibilidad de que todos los molinetes que los Heechees nos han dejado estén amañados para desanimarnos. Pero yo no lo creo. Raffiniert ist der Herr Hietschie, aber Boshaft ist er nicht.

Sin poder evitarlo, Essie soltó una carcajada. ¡Así que Der Herr Hietschie! ¿Había programado ella semejante histrión? Estuvo a punto de interrumpirle y pedirle que le mostrara la parte de sus instrucciones que se referían a semejantes habilidades, pero en aquel momento la filmación cambió y un Albert menos alborotado apareció hablando de astrofísica. En este punto, Essie casi se tapó los oídos, porque se hartó de oír curiosidades cosmológicas. El universo, ¿era abierto o cerrado? No le importaba demasiado. ¿Qué faltaba una gran cantidad de masa en el universo porque la que había no podía dar razón de los conocidos efectos gravitacionales? Bueno, pues que siguiera faltando. No veía la necesidad de que siguieran buscándola. Le interesaban muy poco las elucubraciones de un tal ¿Klube? respecto de la posibilidad de crear masa a partir de la nada. Pero cuando la conversación derivó hacia los agujeros negros, prestó muchísima atención. Lo cierto es que el asunto en sí le interesaba bien poco. Lo que le preocupaba, era que preocupara tanto a Robin.

Y ése, se dijo a sí misma cuando Albert empezó a divagar, era asunto suyo. Robin no había tenido secretos para ella. Al poco de conocerse le había explicado lo del amor de su vida, la mujer llamada Gelle-Klara Moynlin, a la que había abandonado en el agujero negro. De hecho, le había explicado más de lo que ella quería saber.

—Alto —dijo.

Instantáneamente, la figura tridimensional en el proyector dejó la palabra que estaba pronunciando a media sílaba. Aguardó amablemente, en espera de órdenes.

—Albert —dijo cuidadosamente—, ¿por qué me dijiste que Robin estudiaba el problema de los agujeros negros?

La imagen tosió.

—Bueno, señora Broadhead —dijo Albert—, le acabo de pasar una grabación especialmente preparada para usted.

—No me refiero a esta grabación. ¿Por qué le facilitaste esta información en otras ocasiones?

La expresión de Albert se dulcificó y dijo humildemente:

—Esa orden no figuraba en mi programa.

—¡Lo suponía! ¡Has entrado en interacción con el programa psiquiátrico!

—Sí, compañera Broadhead, como tú misma me programaste para hacerlo.

—¿Y cuál es el propósito del programa de Sigfrid von Shrink?

—No podría asegurarlo, pero… —añadió de mala gana— tal vez podría hacer una conjetura. Quizá se trate de que Sigfrid opina que tu marido debería mostrarse más abierto contigo.

—¡Pero ese programa no debería ocuparse de mi salud mental!

—No, compañera, de la tuya no, sino de la de tu marido. Compañera, si deseas más información te sugiero que le consultes directamente al programa psiquiátrico, no a mí.

—¡Puedo hacer mucho más que preguntarle! —cortó.

Y vaya si podía. Con sólo decir tres palabras, «Daite gorod Polymat», Albert, Harriet, Sigfrid von Shrink y todos los demás programas de Robin quedarían subordinados a su potente programa, Polimath, el mismo que había utilizado para programarlos a todos ellos, el programa que poseía la orden máxima de prioridad y todas las instrucciones de todos los demás programas. ¡Se vería entonces si se atrevían a probar sus estrategias con él! ¡Entonces se vería si eran capaces de seguir confiando en la capacidad de sus memorias!

—¡Dios —dijo en voz alta—, tener que hacer planes para enseñarles a mis propios programas a comportarse!

—¡Perdón!

Essie contuvo el aliento. Fue mitad carcajada, mitad sollozo.

—Nada, olvídalo. No tengo nada que objetar a tu programación, Albert, ni a la de von Shrink. Si el programa psiquiátrico cree que Robin padece tensiones internas, no bloquearé su programa ni lo intentaré.

Lo curioso de Essie Lavorovna-Broadhead era que «honestidad» era un concepto que significaba algo para ella, incluso en su relación con sus creaciones. Un programa como el de Albert Einstein era grande, sutil, complejo y muy poderoso. Ni siquiera ella, S. Ya. Lavorovna, podía programarlo sola; por eso necesitaba a Polimath. Un programa como el de Alber Einstein crecía, aprendía y se afinaba a medida que pasaba el tiempo. Ni siquiera su propio creador podía explicar por qué el programa facilitaba determinada información y no otra. Lo único que podía decirse con seguridad era que el programa cumplía con su cometido. Era injusto culpar al programa, y Essie no podía ser tan injusta.

Pero mientras se revolvía inquieta entre los almohadones (¡le quedaban veintidós minutos!) se le ocurrió pensar que el mundo no era del todo justo con ella. ¡En absoluto justo! No era justo que todos aquellos sucesos extraordinarios empezaran a lloverle encima al mundo como el maná, ni que todos aquellos peligros se manifestaran ahora, justo cuando ella podía no sobrevivir para ver cómo terminaba el asunto. ¿Conseguirían hacer entrar en razón a Peter Herter? ¿Estarían aún vivos los otros miembros de la expedición? ¿Podría llevar a cabo Robin todas sus promesas: alimentar al mundo, hacer a todos los hombres felices, permitir que la humanidad explorara el universo, gracias a la ayuda de los molinetes de oraciones? Todas aquellas preguntas esperaban aún respuesta, y antes de que se pusiera el sol de aquel nuevo día ella podía haber muerto sin llegar a conocer jamás las respuestas. Era totalmente injusto. Y lo que era aún más injusto, si moría a consecuencia de la nueva operación, jamás sabría con certeza cuál habría sido la elección de Robin en el supuesto de que hubiera podido encontrar a su perdido amor.

Se apercibió de que pasaba el tiempo. Albert, en la proyección, seguía sentado, moviéndose ocasionalmente para darle pitadas a la pipa o para estirar el elástico de su jersey, para indicarle con todo aquello que seguía a la espera.

Su ahorrador espíritu de programadora de computadoras le ordenaba con indignación que se sirviera de su programa o lo desconectara. ¡Menuda pérdida del tiempo de la máquina!

Pero ella dudaba. Quedaban todavía preguntas que quería hacerle.

Desde la puerta, la enfermera la miró.

—Buenos días, señora Broadhead —dijo al ver que Essie estaba completamente despierta.

—¿Es ya la hora? —preguntó Essie con la voz repentinamente entrecortada.

—No, todavía le quedan unos minutos. Puede seguir con su máquina si lo desea.

Essie sacudió la cabeza.

—Da igual —dijo.

Despidió al programa. Fue una decisión precipitada, pues no se le ocurrió pensar que podía ser oportuno formular alguna de las preguntas que tenía en mente.

Y cuando desconectó a Albert, éste se mostró reacio a desaparecer.

«Jamás se cuenta toda la verdad», había dicho Henry James. Albert sólo conocía a Henry James como una fuente en la que buscar información, considerada, eso sí, de cierta «importancia», información que él dejaba pasar o cuyo paso obstaculizaba. Un asunto sencillo. Pero el programa era repetitivo. Algunos fragmentos de información conseguían atravesar algunas barreras, a veces, hasta varios centenares de ellas; y cuando algunas barreras daban paso y otras lo cerraban, ¿qué se suponía que tenía que hacer? Había algoritmos para sopesar la importancia, pero al llegar a cierto grado de complejidad los algoritmos comprobaban también la fuente de los sesenta mil millones de bits de información. Los problemas de Albert no eran de semejante envergadura, pero no había algoritmo que decidiera por él; por ejemplo, si debía o no echar mano de las complicadas implicaciones del principio de Mach en relación a los asuntos Heechees. Y para acabar de complicar las cosas, era un programa en propiedad. Hubiera sido interesante llevar adelante sus conjeturas para efectuar un programa científico. Pero eso era algo que impedía su programación básica.

De modo que Albert se mantuvo cohesionado durante una milésima más de segundo, reconsiderando sus posibilidades. ¿Debía revelar todas sus dudas acerca de la —potencialmente— terrible verdad que se ocultaba tras el Paraíso Heechee la próxima vez que le llamara Robin?

No llegó a ninguna conclusión durante aquella milésima de segundo, y fue requerido en otra parte.

Y entonces se permitió desaparecer.

Una parte de sí mismo pasó a los bancos de memoria, otra pasó a solucionar problemas menores, y así hasta que todo Albert Einstein se diluyó en los sesenta mil millones de bits, como sal en el agua, hasta que no quedó nada de él. Algunas de sus funciones más banales pasaron a integrarse en los circuitos de un videojuego bélico. Otras funciones pasaron a ayudar a las del controlador aéreo de Dallas-Fort Worth, ya que el avión de Robin iba a aterrizar allí. Mucho, mucho más tarde, algunas de sus funciones fueron a ayudar al monitor de seguimiento de las funciones vitales de Essie cuando la doctora Wilma Liederman empezó a cortar. Un poco más tarde, horas después, ayudó a resolver el misterio de los molinetes de oraciones. Y sus circuitos más sencillos y elementales supervisaron el programa que se encargaba de preparar el desayuno de Robin y de que la casa estuviera a punto para cuando llegara. Sesenta mil billones de bits de información pueden hacer muchas cosas, incluso las tareas domésticas.