S. YA. LAVOROVNA
A las cinco y cuarto en punto de la madrugada un discreto resplandor verdoso brilló en el monitor a la cabecera de la cama de S. Ya. Lavorovna-Broadhead. No hubiera bastado para sacarla de una modorra profunda, pero ella había permanecido medio despierta.
—Muy bien —dijo en voz alta—, ya estoy despierta, no es necesario seguir con este programa. Pero concédeme un momento.
—Sí, compañera —contestó su secretaria.
Pero la lucecita siguió brillando. Si al cabo de un minuto S. Ya. no daba muestras de estar despierta, volvería a llamarla, tanto si ella le pedía que lo hiciese como si no; cuando S. Ya. escribió el programa, le insertó aquella orden.
Pero esta vez no hizo falta. Essie se despertó con la mente bastante despejada. La volvían a intervenir aquella misma mañana, y Robin estaría ausente. Como el viejo Peter Herter había anunciado con antelación que volvería a invadir las mentes de todo el mundo, había habido tiempo para preparar las cosas. No se había producido prácticamente alteración alguna. Al menos, ninguna que fuera grave; pero todo ello había sido posible merced a una frenética actividad de reajustes y aplazamientos, en el curso de la cual los vuelos de Robin se habían visto inextricablemente liados.
Lástima. Más aún, qué miedo. Pero no era porque él no lo hubiera intentado. Essie aceptó aquel consuelo. Era agradable saber que lo había intentado.
—¿Puedo comer? —preguntó.
—No, compañera Broadhead. Nada de nada, ni siquiera un vaso de agua —contestó su secretaria inmediatamente—. ¿Deseas que te informe de los mensajes recibidos?
—No sé, ¿qué mensajes?
Decidió que los atendería si eran de interés; cualquier cosa servía para desterrar de su mente el pensamiento del quirófano y al pensar en la esclavitud a que la sometían los catéteres y los tubos que la ataban a su cama.
—Hay una comunicación en audio de tu marido, compañera, pero si lo deseas puedo obtener una comunicación en directo. Tengo una dirección, en el supuesto de que siga aún allí.
—Hazlo.
A modo de tentativa, Essie se incorporó para sentarse en el borde de la cama mientras esperaba a que llevaran a cabo la comunicación, o más bien, a que encontraran a su marido en alguna sala de espera y le llamaran al comunicador. Al tiempo que se ponía de pie consiguió que los doce tubos no se liaran. Aparte de mareada, no se sentía mal. Amedrentada. Sedienta. Destemplada. Pero sin dolores. Tal vez todo le hubiera parecido más grave de haberle dolido más, aunque quizás hubiese sido ése un buen síntoma. Aquellos meses en que la preocupación había disminuido habían resultado ser sólo un fastidio; había lo bastante de Ana Karenina en Essie como para que desease el sufrimiento. ¡Hasta qué punto se había trivializado el mundo! Su vida estaba en la cuerda floja y todo lo más que sentía era un cierto malestar en las partes más íntimas.
—¿Compañera Broadhead?
—¿Sí?
La imagen del programa se visualizó, con cara de circunstancias.
—No puedo comunicar con tu marido ahora, está de camino hacia Dallas desde Ciudad de México, y acaba de despegar; todos los sistemas de comunicación del avión están siendo empleados ahora mismo en previsión de posibles contingencias durante la navegación.
—¿Ciudad de México? ¿Dallas? —Pobre hombre, pensó, le iban a hacer dar la vuelta al mundo antes de llegar—. En ese caso pásame la llamada.
—Sí, compañera.
El rostro y el resplandor desaparecieron, y la voz de su marido le llegó desde los circuitos audio:
—Cariño, estoy teniendo problemas para ponerme en comunicación contigo. Tenía que tomar un chárter hacia Mérida, que se suponía que enlazaba con otro hacia Miami, pero lo he perdido. Creo que ahora puedo hacer una escala en Dallas y… en fin, que estoy en camino.
Pausa. Parecía nervioso, cosa que no extrañó a Essie, casi podía verlo intentando decir algo gracioso. Pero sólo conseguía divagar. Dijo algo acerca de unas extraordinarias noticias en relación a los molinetes de oraciones. Y algo más acerca de los Heechees… en definitiva, divagaciones. ¡Pobre! Estaba intentando parecer ocurrente delante de ella. Essie prestó más atención a sus sentimientos que a sus palabras, hasta que volvió a detenerse y dijo:
—Demonios, Essie, ojalá ya estuviera ahí. Pero llegaré. Tan pronto como pueda. Mientras tanto… cuídate. Si tienes tiempo antes de que… antes de que Wilma empiece, le he dicho a Albert que te grabara una síntesis de lo más esencial. Es un buen tipo, sí señor. —Pausa—. Te quiero.
Y la voz se desvaneció.
S. Ya. se tumbó de nuevo en su cama llena de apacibles zumbidos, preguntándose qué hacer durante la próxima —y quizás última— hora de su vida. Echaba a su marido de menos, sobre todo por lo infantil que le resultaba. «Es un buen tipo». ¡Qué tontería antropomorfizar programas computerizados! Todo lo más que ella era capaz de decir de su programa A. Einstein es que era preciso. Había sido idea de él que la unidad autónoma de bioanálisis tuviera forma de perro. ¡Y mira que ponerle nombre! ¡Squiffy! Era como ponerle un nombre al lavavajillas o a un rifle. Menuda idiotez. A menos que uno lo hiciera por cariño… en cuyo caso era un detalle encantador.
Pero las máquinas no son más que máquinas. En el Instituto Superior de Akademogorsk, la joven S. Ya. Lavorovna había comprendido perfectamente que la inteligencia de las máquinas no era «personal». Se las construía añadiendo las máquinas a los procesadores. Se las llenaba de datos. Se les construía un banco de memoria con respuestas adecuadas a los estímulos recibidos y se les proporcionaba una escala jerarquizada de adecuación a las preguntas. Por supuesto que, de vez en cuando, uno mismo podía llegar a sorprenderse de lo que hacía un programa propio. Claro que sí, era parte de la naturaleza del proceso. Pero nada de todo aquello indicaba la existencia de libre albedrío por parte de la máquina, ni tampoco la existencia de identidad individual.
De todas formas no dejaba de ser conmovedor ver como hablaba a propósito de sus programas. Era un hombre enternecedor. Conseguía desarmarla tocando sus fibras más sensibles, los lugares en que ella era más vulnerable y estaba más desprotegida, porque en algunas cosas se parecía al otro único hombre que le había importado realmente, su padre.
Cuando Semya Yagrodna era niña, su padre era la persona más importante del mundo, un hombre alto, delgado, entrado en años, que tocaba la mandolina y el ukelele y que daba clases de biología en el instituto. A él le encantaba tener una hija tan despierta e inquisitiva. Y aún se habría sentido más complacido si ella hubiera dirigido su interés a las ciencias de la vida en lugar de hacerlo hacia la física y las matemáticas, la ingeniería, pero él la aceptaba tal como era. Cuando ya no pudo enseñarle más matemáticas, pues los conocimientos de su hija superaban a los suyos, le enseñó cosas de la vida.
—Tienes que ser consciente de lo que te vas a encontrar —le explicó—. Tanto aquí y ahora como cuando yo era joven, en tiempos de Stalin, cuando los movimientos feministas promovieron la igualdad y el que las muchachas pudieran igualmente disparar un cañón o conducir un tractor; siempre ha sido lo mismo, Semya. Está comprobado que las matemáticas son cosa de los jóvenes, y que las chicas pueden competir con los muchachos hasta, por lo menos, los quince, o a lo mejor, los veinte años. Y entonces, justo cuando los chicos empiezan a convertirse en Lobachevskys o Fermats, las chicas se detienen. ¿Por qué? Porque se convierten en madres, en esposas, sabe Dios porqué. Pero no vamos a dejar que eso te pase a ti, paloma mía. ¡Estudia, lee, aprende, comprende! ¡Tantas horas al día como puedas! Que yo te ayudaré tanto como me sea posible.
Y lo hizo; y desde los ocho a los dieciocho, Semya Yagrodna Lavorovna cada día al llegar a casa de la escuela, dejaba en el apartamento una cartera llena de libros, cogía otra igualmente repleta y se iba corriendo al edificio amarillo donde vivía su tutor, más allá de la Avenida Nevsky. Nunca dejó de lado las matemáticas, cosa que tuvo que agradecerle a su padre. Jamás aprendió a bailar, ni tampoco a maquillarse o a citarse con chicos, hasta que llegó a Akademogorsk, cosa que también tuvo que agradecerle a su padre. Allí donde el mundo pretendía obligarla a desempeñar su papel de mujer, él la defendía como un tigre. Pero en casa, a decir verdad, había que cocinar, y coser, y barnizar las sillas de palisandro; y él no hacía ninguna de todas aquellas tareas. Físicamente, Robin y su padre no se parecían en nada… ¡Pero en otras cosas, se parecían tanto!
Robin le había propuesto que se casaran cuando hacía menos de un año que se conocían. A ella le hizo falta otro año para decir sí. Lo comentó con todo el mundo. Con su compañera de habitación, con el decano de su departamento, con su novio, que se había casado con la chica de la habitación de al lado. Mantente lejos de ése, S. Ya., le habían aconsejado. A la vista de los hechos el consejo parecía lógico, porque ¿quién era él, a fin de cuentas? Un millonario irresponsable, de luto aún por la mujer de su vida, desconsoladamente solo, con complejo de culpabilidad, recién salido de un largo tratamiento psiquiátrico… ¡Una perfecta descripción de los inevitables riesgos del matrimonio! Pero por otra parte, sin embargo…
Sin embargo la conmovía. Fueron juntos a Nueva Orleans el martes de carnaval, con un tiempo frío que calaba los huesos, y se pasaron la mayor parte del tiempo en el Café Du Monde, sin ver un solo desfile. El resto lo pasaron en el hotel, lejos del mundanal ruido, haciendo el amor, saliendo sólo por las mañanas para desayunar un delicioso café con leche y pastelillos cubiertos de azúcar en polvo. Robin se esforzaba por ser galante:
—Podríamos hacer una travesía por el río. ¿Quieres ver alguna exposición de pintura? ¿Te apetece ir a bailar esta noche?
Pero era evidente que no quería hacer nada de todo lo que le proponía, él, un hombre que le doblaba la edad y que tan solo quería casarse con ella, sentado con las manos en torno a la taza como si el simple hecho de calentárselas así fuera una tarea como para dedicarle todo el día. Y entonces ella se decidió.
Le dijo:
—Creo que lo que tendríamos que hacer es casarnos.
Y así lo hicieron. No aquel mismo día, pero sí tan pronto como pudieron. S. Ya. jamás había tenido motivos para arrepentirse; no era nada de lo que pudiera arrepentirse. Tras las primeras semanas había dejado de preocuparle incluso cómo acabaría siendo la relación. No era celoso ni tacaño. A menudo le absorbía el trabajo, pero a ella le sucedía otro tanto, al fin y al cabo.
Quedaba tan solo el problema de aquella mujer, Gelle-Klara Moynlin, su amor perdido.
Seguramente estaba muerta. O como si lo estuviera, porque se hallaba más allá de su alcance, para siempre. Bien claro lo decían las leyes físicas fundamentales… pero había veces, Essie estaba segura, en que su marido no acababa de aceptarlo.
Y entonces ella se preguntaba:
—Si existiera la más mínima posibilidad de que Robin tuviera que hacer una elección entre ambas, ¿a cuál escogería?
¿Y qué pasaría si al final las leyes físicas acabaran por permitir una excepción de vez en cuando?
La cuestión de cómo aplicar las leyes físicas a las naves Heechees seguía abierta. Al igual que a cualquier otro individuo pensante, los interrogantes abiertos por los Heechees la habían intrigado durante mucho tiempo. El asteroide Pórtico fue descubierto siendo ella una niña. Mientras estuvo en la universidad, nuevos hallazgos habían ido apareciendo cada semana. Algunos de sus compañeros de clase habían dado el gran salto y se habían especializado en Teoría de los Sistemas de Control Heechees. Dos estaban en Pórtico ahora. Y al menos tres de ellos habían salido en las naves y no habían regresado.
Las naves Heechees no eran incontrolables. De hecho, se las podía manejar con precisión. Se conocían los mecanismos más superficiales del procedimiento. Cada nave poseía cinco nonios de conducción principales, y otros cinco auxiliares, los cuales establecían coordenadas en el espacio (¿pero cómo?), a las que se encaminaba la nave en cuanto éstas se fijaban (de nuevo, ¿cómo?). Una vez alcanzado el objetivo, la nave volvía inequívocamente al punto de origen, generalmente, a menos que se quedara sin combustible o se encontrara con una contingencia repentina. Era un triunfo de la cibernética que S. Ya. sabía irreproducible por ninguna inteligencia humana. La dificultad estribaba en que seguía sin saberse a ciencia cierta cómo interpretar los controles.
¿Pero podría llegar a saberse? Gracias a la información que llegaba de la Factoría Alimentaria y del Paraíso Heechee; gracias a lo que decían los Difuntos; con un piloto humano —Wan, el chico— semicapaz de hacerlo; gracias, sobre todo, al nuevo saber que podía obtenerse de los molinetes de oraciones…
¿Cuánto se tardaría en desvelar alguno de aquellos misterios? Tal vez no demasiado.
S. Ya. hubiese deseado estar en el meollo del asunto, como lo estaban sus excompañeros de clase, ahora en Pórtico. Igual que lo había estado su marido. Aunque lo que deseaba de verdad era no sospechar dónde querría estar él en caso de poder escoger. Pero la sospecha subsistía. Si Robin consiguiera que una nave Heechee le llevara a un destino escogido por él mismo, ella creía saber cuál sería ese destino.
Semya Yagrodna Lavorovna-Broadhead llamó a su secretaria:
—¿Cuánto tiempo me queda aún?
El programa apareció y dijo:
—Son las cinco y veintidós. Se espera a la doctora Liederman a las siete menos cuarto. Entonces te prepararán para la operación, que empezará a las ocho en punto. Te queda algo más de hora y cuarto. ¿Te apetece descansar?
S. Ya. se echó a reír. Le encantaba que sus propios programas se permitieran aconsejarla. Pero no sintió necesidad de contestar, sino que preguntó:
—¿Están preparados los menús de hoy y de mañana?
—No, compañera.
Aquella pregunta era a la vez un alivio y una contrariedad. Al menos, Robin no le había prescrito más menús para cebarla aquel día… ¿o, simplemente, su orden había quedado anulada por la operación?
—Elige alguno —ordenó.
El programa era, de sobra, capaz de programar menús; lo que, de hecho, se debía a que Robin había decidido que ninguno de los dos se preocuparía jamás de tales menudencias. Robin era Robin, y a veces le apetecía practicar en la cocina, y se ponía a cortar cebolla y a darle vueltas con un cucharón. En ocasiones lo que cocinaba era horrible, otras veces no tanto; pero Essie no se lo recriminaba, porque le importaba poco lo que comía. Y también porque le agradecía no tener que preocuparse de esas enojosas rutinas; en este sentido, al menos, Robin superaba a su padre.
—No, espera —añadió al recordar algo—. Cuando Robin llegue tendrá hambre. Prepárale un café y pasteles de aquellos de Nueva Orleans. Como los del Café Du Monde.
—Sí, compañera.
«Qué sucio juegas», pensó Essie, sonriéndose. Le quedaban una hora y doce minutos. No le vendría mal descansar.
Aunque, a decir verdad, no tenía sueño.
Podía, pensó, volver a interrogar a su programa médico. Pero no le apetecía realmente escuchar de nuevo el proceso al que tendría que enfrentarse. ¡Todas aquellas piezas que había que extraerle a alguien para que ella se beneficiara! El riñon, sí, se podía vender uno y seguir viviendo. En su época de estudiante, Essie había sabido de compañeros que lo habían hecho, y también ella lo hubiera tenido que hacer de haber sido algo más pobre de lo que era. Pero aunque sabía poco más de anatomía de lo que le había enseñado su padre, sentada en sus rodillas, sabía que aquella persona que le había facilitado los demás tejidos no podía seguir viva. Era una sensación nauseabunda.
Tanto como la sensación que le sobrevino al enterarse de que a pesar del Certificado Médico Completo, podía perfectamente no superar la próxima intervención de Wilma Liederman en su organismo.
Una hora y once minutos todavía.
Volvió a incorporarse. Tanto si había de sobrevivir como si no, era una esposa tan atareada como lo había estado siendo una estudiante, y si Robin quería que se ocupara del asunto de los molinetes de oraciones, lo haría. Se dirigió a la terminal de la computadora:
—Ponme con el programa Albert Einstein.