EL PATRIARCA
El Patriarca se movió lentamente, primero un órgano, luego otro, otro más después.
Primero los receptores piezofónicos exteriores. Llamémosles «oídos». Estaban siempre en funcionamiento, en el sentido de que los sonidos siempre llegaban a ellos. Sus frágiles cristales facetados captaban las vibraciones del aire, y cuando las ondas se ajustaban al nombre con que sus criaturas le llamaban, traspasaban la primera barrera y activaban lo que correspondía a su sistema nervioso periférico.
Cuando alcanzaba este estadio, el Patriarca no estaba aún despierto, pero era consciente de que estaba siendo despertado. Sus verdaderos oídos, los internos, que analizaban e interpretaban el sonido, volvían a activarse. Sus circuitos de cognición recogían las señales. El Patriarca oyó las voces de sus criaturas y entendió lo que decían. Pero sólo de un modo inmediato y distraído, como un somnoliento individuo que captara el ruido del vuelo de una mosca. No había «abierto los ojos» todavía.
Llegado a este punto, alguna decisión empezaba a tomar forma. Si la interrupción parecía digna de tenerse en cuenta, el Patriarca despertaba más circuitos. Si no, no. Un individuo puede despertarse para aplastar una mosca. Si al Patriarca le despertaban por razones triviales siempre acababa «aplastando» a alguna de sus criaturas de un modo u otro. No solían despertarle a la ligera. Pero si él decidía acabar de despertarse para actuar o para castigarles por haberle interrumpido el sueño, el Patriarca activaba entonces sus lentes exteriores de mayor tamaño y, junto con ellas, multitud de sistemas de procesado de información y bancos de memoria de alcance limitado. Ya estaba, pues, totalmente despierto, como un hombre que se despierta mirando al techo después de haber descabezado un sueño.
Sus cronómetros internos le informaron de que aquel sueño había sido más breve. Había durado menos de diez años. A no ser que hubiera una razón de peso por la que le hubieran despertado, alguien habría de pagar por ello.
En aquel momento era ya completamente consciente de la realidad que le rodeaba. Su telemetría interna estaba recibiendo informes del estado en que se encontraban sus sensores menos remotos, a través de los diez millones de toneladas de masa en que él y sus criaturas vivían. Un centenar de inputs recirculaban a través de sus bancos de memoria de alcance limitado: las palabras con que le habían despertado; las imágenes de tres prisioneros que le habían traído sus criaturas; un fallo en los sistemas de reparación en las secciones 4700 Å; el hecho de que había una actividad poco usual en las inteligencias almacenadas; temperatura; inventarios; momentos de aceleración. Sus bancos de memoria general, aunque dormidos aún, eran accesibles en caso de necesidad.
La más capacitada de sus criaturas estaba de pie ante él, gotas de sudor cayéndole por entre el ralo pelo de sus mejillas. El Patriarca se percató de que era un nuevo líder, más bajo y joven que el último que recordaba, pero llevaba puesto el collar de rollos de lectura que simbolizaban el cargo de que le hacían acreedor, mientras esperaba sus órdenes. El Patriarca volvió sus lentes exteriores hacia él, como señal de que podía hablar.
—Hemos capturado ciertos intrusos y te los hemos traído —dijo el líder temblando; y añadió—: ¿Hemos hecho bien?
El Patriarca volcó su atención en los prisioneros para observarlos. Uno de ellos no era ningún intruso, sino el cachorro que había autorizado a que naciera quince años atrás, ahora casi un adulto. Los otros dos, no obstante, sí eran intrusos, y ambos hembras, además. Esa era una opción que valía la pena tener en cuenta. En las anteriores ocasiones en que habían aparecido intrusos no había sabido aprovechar la ocasión para establecer una reserva nueva de cría, hasta que fue demasiado tarde para utilizar los especímenes. Y después, dejaron de llegar.
Aquella era una oportunidad que el Patriarca había dejado escapar, una oportunidad que, a la vista del terrorífico pasado, no hubiera debido dejar escapar. A lo largo de varios milenios, el Patriarca había podido constatar que no todas sus decisiones habían sido correctas, ni todas sus opiniones necesariamente fiables. Se estaba consumiendo poco a poco. Era susceptible de equivocarse. El Patriarca ignoraba qué pena habría de pagar por cada error cometido, y prefería no pensar en ello.
Empezó a tomar decisiones. Buscó en sus bancos de memoria de alcance limitado precedentes y líneas directrices de actuación, y encontró una serie de alternativas satisfactorias. Su enorme cuerpo de metal se irguió sobre sus soportes; puso en marcha su sistema de movilidad y los brazos mecánicos, y se desplazó más allá de donde permanecía el líder, en dirección al cubículo en que estaban encerrados los prisioneros. Oyó la respiración agitada de sus criaturas mientras se desplazaba. Estaban asombrados. Algunos de los más jóvenes, que jamás le habían visto moverse, estaban aterrorizados.
—Habéis hecho bien —sentenció, y hubo un prolongado suspiro de alivio.
El Patriarca no podía penetrar en el cubículo debido a su tamaño, pero gracias a sus largos sensores de blando metal llegó al interior y palpó a los cautivos. Le trajo sin cuidado que gritaran y forcejaran. En aquel momento su interés se centraba en su estado físico, que era muy satisfactorio: dos de ellos, incluido el macho, eran muy jóvenes, y por ello mismo, aptos para muchos años de uso. Fuera cual fuera el modo en que decidiera utilizarlos. Todos parecían gozar de una salud excelente.
Por lo que se refería a establecer algún tipo de comunicación con ellos, existía el problema de que sus gritos e imprecaciones pertenecían a una de aquellas desagradables lenguas que sus predecesores habían utilizado. El Patriarca no entendió una palabra. Aunque aquél no era un problema grave, ya que podía comunicarse con ellos con la ayuda de las memorias almacenadas de sus antecesores. Incluso sus propias criaturas, con el tiempo, habían acentuado la tendencia a desarrollar su idioma de tal modo que no se hubiera podido comunicar con ellos de no haber almacenado una o dos de sus propias criaturas cada doce generaciones para que le sirvieran de traductores; y únicamente como traductores, pues tales criaturas, lamentablemente, no parecían servir para mucho más. Así que aquéllos eran problemas que sí podían resolverse. De momento, los hechos eran favorables. Hecho: los especímenes se encontraban en buenas condiciones. Hecho: eran claramente inteligentes, capaces de utilizar herramientas, capaces incluso de cierto grado de tecnología. Hecho: de él dependía cómo utilizarlos.
—Alimentadlos. Mantenedlos a buen recaudo. Esperad nuevas instrucciones —ordenó a las criaturas apiñadas detrás de él.
Entonces apagó sus receptores externos para ponderar cómo emplearía a aquellos intrusos y llevar a buen término los imperativos que constituían el núcleo de su existencia.
Como individuo salvaguardado en una máquina, las esperanzas de vida normal del Patriarca eran muy elevadas —de varios miles de años, tal vez— pero no lo suficientemente extensas como para llevar a cabo sus planes. Había conseguido prolongar su vida diluyéndola. Mientras permanecía fuera de servicio apenas envejecía, de modo que pasaba casi todo el tiempo desconectado, sin moverse. Se limitaba a perdurar mientras sus criaturas consumían sus existencias realizando sus deseos, y mientras el universo, afuera, se expandía lentamente.
De vez en cuando, alertado por sus cronómetros internos, se despertaba para comprobar, corregir, revisar. En otras ocasiones eran sus criaturas las que le despertaban. Les había aleccionado para que lo hicieran sólo en caso de necesidad y, muy a menudo, la contingencia se presentaba —aunque, después de todo, no tan a menudo, de acuerdo con los patrones que él mismo había establecido.
Hubo un tiempo en que el Patriarca había sido una criatura de carne y hueso, de naturaleza tan animal como la de sus propias criaturas o la de los prisioneros que le habían traído. Ciertamente, aquel período había sido corto de verdad, de menor duración que cualquiera de sus sueños, un momento que quedó comprendido entre el momento en que fue expulsado del retorcido y sudoroso vientre materno y el terrible momento final, en el que yació indefenso y unas extrañas agujas vertieron el sueño en sus venas, mientras los tornos aguardaban antes de trepanarle el cráneo. Cuando así lo decidía, podía recordar muy claramente aquel momento. Podía recordar cualquier cosa, de lo sucedido durante aquella su breve vida animal o de la larguísima pseudovida que siguió a la primera, con la única condición de que recordara el banco de memoria en el que tenía que buscar sus recuerdos. Y eso no siempre era posible. Había demasiado tiempo almacenado.
El Patriarca no poseía un sentido demasiado claro acerca de cuántos recuerdos disponía, ni del tiempo que había pasado entre una cosa y otra. Ni tan siquiera sabía a ciencia cierta dónde estaba almacenado cada recuerdo. El lugar en el que él y sus criaturas se encontraban era «Aquí». Aquel otro lugar que aparecía con tanta viveza en sus recuerdos era «Allí». Todo lo demás en el universo se encontraba simplemente en «Cualquier Otro Lugar», y no se molestaba en situar la exacta localización de cada lugar ni tampoco en saber cuál era la posición de unos en relación a los otros. ¿De dónde procedían los intrusos? De un sitio u otro. Daba igual saber exactamente de dónde. ¿Cuál era aquella fuente de abastecimiento que solía visitar el muchacho? Cualquier otro lugar. ¿Desde dónde había llegado su gente, en los remotos días que habían precedido a su nacimiento? No importaba. Ese punto central que era «Aquí» existía desde hacía mucho, mucho tiempo, más incluso del que cualquiera podía abarcar, más de lo que él mismo era capaz de aprender. «Aquí» había estado viajando por el espacio desde que fue construido, puesto a punto y botado; «Aquí» había visto muchos nacimientos y muchas defunciones, cerca de cinco millones, a pesar de que nunca había cobijado a más de unos pocos centenares de seres vivos a la vez, que raramente habían constituido otra cosa que reducidos grupos. Durante todo aquel tiempo «Aquí» había presenciado cambios constantes. A medida que el tiempo pasaba los nuevos seres eran de mayor tamaño, más blandos, más gruesos, y también más torpes. Los adultos eran más altos, más lentos, menos peludos. También los cambios habían sido rápidos en ocasiones. En esos casos las criaturas tenían que despertar al Patriarca.
A veces se trataba de cambios políticos, ya que «Aquí» había albergado un millón de sucesivos sistemas diferentes. Había períodos de una o dos generaciones, a veces de hasta varias centurias, en que la cultura existente era sensata y hedonística, o en que nadie descollaba sobre los demás. A veces se trataba de una sociedad puritana; en otras ocasiones algún individuo se convertía en déspota o en divinidad. Pero jamás se había desarrollado una república democrática como las de la Tierra —no había suficiente espacio «Aquí» para albergar a un gobierno representativo— y sólo en una ocasión había habido una sociedad estratificada en castas (que acabó cuando los sojuzgados piel parda se alzaron contra los amos piel marrón y los barrieron, afortunadamente). Había habido muchas ideologías «Aquí», bien variadas, pero una sola religión; al menos, durante el último milenio. Sólo había sitio para una mientras el dios viviente permaneciera junto a sus criaturas a lo largo de las vidas de éstas, y mientras siguiera despertando para castigarles o premiarles a su antojo.
A lo largo de muchos siglos, «Aquí» no había albergado gente de verdad, sino sólo un grupo de estupefactos seres semi-perceptivos enfrentados a una serie de contingencias ideadas para robustecer su inteligencia. El proceso funcionó, pero llevó mucho tiempo. Se tardó cien mil años en que el primero de ellos llegara a concebir el mero concepto de la escritura, y casi medio millón más de años en que apareciera uno lo suficientemente inteligente como para que se le pudiera confiar alguna tarea. Aquel honor le había correspondido al propio Patriarca. Ningún otro desde entonces había sido merecedor de semejante honor.
Y el Patriarca sabía que también aquello había sido un error. Había fracasado de una manera u otra. ¿Y en qué había fallado?
¡Sin duda alguna él había dado lo mejor de sí mismo! Siempre, y en particular durante los primeros siglos de su vida posterior en el interior de la máquina, había sido cuidadoso y diligente a la hora de supervisar cada uno de los actos de sus criaturas. Les había castigado cuando se equivocaban. Y cuando acertaban, no dejaba de alabarles. Siempre había estado atento a sus necesidades.
Pero tal vez era ahí donde se había equivocado. Mucho, muchísimo tiempo atrás se había despertado con una terrible sensación de «dolor» en la carcasa metálica en la que habitaba. No era dolor carnal, sino el informe que los sensores le habían facilitado acerca de un daño físico inaceptable, pero había sido tan alarmante como si se hubiera tratado de dolor real. A su alrededor se apiñaban sus criaturas, aterrorizadas, gritando, al tiempo que le mostraban el cuerpo destrozado de una joven hembra.
—¡Estaba loca! —gritaron temblando— ¡Intentaba destruirte!
El rápido sistema de evaluación informó al Patriarca de que los daños eran despreciables. Había utilizado algún tipo de explosivo, y todo lo más que había dañado eran unos cuantos instrumentos y alguna que otra red de control, nada que no pudiera repararse. Preguntó porqué había sucedido aquello. Sus respuestas fueron lentas pues estaban aterrorizados.
—Quería qué te destruyéramos. Decía que nos estabas perjudicando y que no podríamos evolucionar mientras tú siguieras vivo. ¡Te pedimos clemencia! ¡Sabemos que nos hemos equivocado, que hubiéramos debido matarla antes!
—Os habéis equivocado, sí —sentenció el Patriarca—, pero no por eso. Si vuelve a aparecer alguien así entre vosotros, despertadme de inmediato. Debéis reducirlo por la fuerza si es necesario, pero no lo matéis.
Y después… ¿algunos siglos más tarde? Parecía ayer mismo. Y después, tuvo lugar aquel período en el que no le despertaron a tiempo. Durante una docena de generaciones, sus criaturas no obedecieron las leyes, y no cumplieron con los planes de reproducción, y el censo total de sus criaturas vivas descendió a cuatro individuos en el momento en que decidieron afrontar el riesgo de su ira y le despertaron. Y realmente la experimentaron. Aquello casi constituyó el fin de sus planes, porque de los cuatro individuos sólo uno era hembra, y era casi demasiado vieja para poder criar. El Patriarca tuvo entonces que pasar doce años de su vida despertándose continuamente cada pocos meses, preocupado por imponer su disciplina, por enseñar, por ocuparse de todo. Con ayuda del conocimiento depositado en sus más antiguas memorias consiguió que las dos crías que la hembra pudo concebir fueran, asimismo, hembras. Con el esperma que había conservado de los temerosos machos mantuvo la reserva genética tan diversificada como pudo. Pero aquello había sido casi el fin. Y algunas cosas se habían perdido definitivamente. Ningún otro asesino se había lanzado en contra de él. ¡Si por lo menos hubiera aparecido uno! Pero ningún otro individuo semejante apareció.
El Patriarca se vio obligado a reconocer que no aparecería ningún otro. De haber sido posible, ya hubiese sucedido. Había habido tiempo más que suficiente. Diez mil generaciones de sus criaturas se habían sucedido desde entonces, a lo largo de un período de un cuarto de millón de años.
Cuando el Patriarca volvió a desplazarse de lugar, todas sus criaturas lo hicieron con él. Sabían que iba a actuar. Pero no sabían cómo.
—Que se reemplacen los mecanismos de reparación de los pasillos de 4700 @ —dijo—. Enviad tres técnicos.
Un apagado rumor de alivio escapó de entre los setenta y pico adultos. Los castigos eran lo primero que se padecía, y si las primeras órdenes no habían sido castigos era que —de momento— no los habría. Los tres técnicos que había escogido el líder estaban menos tranquilos, porque su elección significaba varios días de pesado trabajo manual llevando y trayendo las maquinarias de reparación; pero también era una buena excusa para alejarse de la angustiosa presencia del Patriarca, y la aprovecharon de inmediato.
—El prisionero macho y la hembra de más edad, que sean encerrados juntos —dijo. Si habían de servir para la reproducción, sería mejor empezar cuanto antes, y hacerlo con la hembra más adulta—. ¿Hay alguno entre vosotros que sepa cómo funciona la máquina de los sueños?
Tres de las criaturas se adelantaron con recelo.
—Que uno de vosotros eduque a la hembra más joven —ordenó—. ¿Hay alguno entre vosotros que sepa cómo almacenar la memoria de los intrusos?
—Yo preparé a los dos últimos —dijo el líder—, y algunos de los que me ayudaron siguen vivos.
—Comprueba si todavía recordáis cómo hacerlo —ordenó el Patriarca—. Si alguno de vosotros ha de morir, que se le prepare para el almacenaje, y que algunos de los más jóvenes aprendan a hacerlo.
Era realmente necesario. Si habían olvidado la técnica —y sus vidas eran tan breves que olvidaban muchas de las técnicas mientras él dormía— sería necesario que algunas de sus criaturas practicaran la cirugía cerebral con otros individuos de su misma especie, para que estuvieran preparados en caso de que él decidiera que alguno de los intrusos tenía que ser conservado en los bancos de memoria. Siguió adelante con su lista de asuntos prioritarios y dio órdenes adicionales. Al menos una vez al mes, las zonas de acceso permitido habrían de ser visitadas y las plantas muertas habrían de reemplazarse por otras en buen estado. Y puesto que el número de jóvenes y niños era tan solo de once, tendría que conseguir que nacieran al menos cinco individuos al año durante los siguientes diez.
Después de aquello, el Patriarca desconectó sus receptores externos, recuperó su posición en la central de las terminales de comunicación y se conectó a los bancos de memoria general. En la sala en forma de huso sus criaturas se apresuraban a cumplir las órdenes que recibían a medida que el líder iba repartiendo tareas. Una media docena salieron a plantar arbustos de bayas y enredaderas con las que reemplazar a las plantas que habían resultado dañadas, otros fueron a ocuparse de los cautivos y a atender las tareas de mantenimiento, varias de las parejas jóvenes fueron enviadas a sus habitáculos para criar. Fueran cuales fueran sus otros planes, habían quedado aplazados. En este caso en particular, el Patriarca no lamentaba que sus criaturas le hubiesen despertado; y, por supuesto, ni se le ocurrió considerar que sus criaturas sí lamentaban haberlo hecho.
Sus preocupaciones eran muy otras.
A pesar de haber reducido sus receptores externos a un estado de reposo por desconexión, él no había vuelto a reposar. Estaba asimilando los nuevos factores en sus memorias. Las cosas habían cambiado, y el cambio significaba peligro. Pero también nuevas oportunidades, si abordaba el riesgo de manera adecuada. Podía utilizar la posibilidad del cambio para adelantar sus propósitos y podía evitar que el riesgo interfiriera en ellos. Ahora, su atención se cifraba en las estrategias que habían de llevar sus propósitos a buen término.
Buscó por entre las memorias generales. Algunas almacenaban sucesos acaecidos tan lejos en el tiempo y el espacio que llegaron a atemorizarle. (¡Cómo se había atrevido con aquella temeridad!). Algunos de los acontecimientos eran, por el contrario, bastante cercanos y en absoluto escalofriantes, por ejemplo aquellas memorias a las que el chico llamaba «Difuntos». No habría en ellos nada que pudiera atemorizarle. Pero eran terriblemente irritantes.
Cuando los intrusos llegaron, por error, la primera vez, náufragos quebrantados en frágiles naves, el Patriarca había sentido un momento de terror. Era inexplicable. ¿Quiénes eran? ¿Eran acaso los señores a los que él trataba de servir, llegados para castigarle por su prepotencia?
Comprendió rápidamente que no. ¿Eran, pues, otra casta de servidores de los señores, de quienes él podría aprender nuevos métodos para poder seguir sirviéndoles? Tampoco se trataba de eso. No eran más que viajeros. Habían llegado Aquí por casualidad, en naves antiguas, abandonadas, que ellos no sabían manejar a ciencia cierta. Cuando los mandos de las naves quedaron bloqueados al llegar Aquí, como tenían que hacer, se alarmaron.
Ni siquiera habían resultado ser interesantes. El Patriarca había empleado muchos de sus días en ellos a medida que habían ido apareciendo, primero uno, después otro aventurero solitario, un grupo de tres más tarde. En total habían llegado a sumar unos veinte, llegados en nueve naves, sin contar al chico que había nacido Aquí, y ninguno de ellos se hizo merecedor de la atención que les había dedicado. A los primeros había hecho que los sacrificaran sus criaturas, para que sus cerebros pudieran ser almacenados y él pudiera utilizarlos mejor. A los otros, había ordenado que los dejaran circular libremente, pues le pareció que tal vez serían de mayor provecho e interés dejándoles llevar una vida independiente en las áreas que eran frecuentadas rara vez. Les había facilitado todo lo que creyó que podía hacerles falta. A algunos les había hecho inmortales de la misma manera que él mismo había sido inmortalizado, cosa que había hecho con menos del cinco por ciento de sus criaturas. Pero todo aquello había resultado ser un derroche. Vivos a su capricho o conservados para la eternidad, causaban más problemas de los que cabía soportar por su causa. Les contagiaron enfermedades a sus criaturas, llegando a morir algunas de ellas. A su vez, sus criaturas les contagiaron las suyas a los intrusos, de los que también murieron algunos. Y, además, no era posible almacenar sus cerebros en buen estado. A pesar de utilizar las mismas técnicas que se habían utilizado con él, y que él empleaba con sus criaturas, para almacenarlos adecuadamente, su percepción del tiempo resultaba deficiente; las respuestas que daban a los interrogatorios, vagas. Algunos eran imposibles de entender, y no porque las técnicas utilizadas hubieran fallado; es que, de entrada, eran defectuosos.
Después de haber sido inmortalizado tras la muerte de su carne, el Patriarca despertó a su verdadero ser. Todos sus conocimientos y habilidades los duplicó la máquina, y lo mismo sucedía con sus criaturas cuando decidía incorporarlos a la máquina. Eso mismo había sucedido con sus antecesores, hacía ya tanto que su propia avanzadísima edad parecía menguar en comparación. Otro tanto ocurría con aquellas memorias que había almacenado y que prefería no consultar.
No así con los intrusos. Algo pasaba con sus componentes químicos. Quedaban registrados de manera defectuosa y de cualquier manera, y había ocasiones en que se sentía tentado de borrarlos. Había confinado sus sistemas de síntesis a la periferia de Aquí, adonde sus criaturas no se acercaban nunca. Había decidido conservarlos finalmente por cuestión de economía. Tal vez llegara un tiempo en que los necesitaría.
Y quizás la ocasión había llegado.
Con un cierto receloso disgusto, como haría alguien que descendiera a las alcantarillas a por una gema extraviada, el Patriarca abrió las conexiones que le unían a las mentes de los intrusos.
Y retrocedió asustado.
Tres de las criaturas, que metían prisas a Janine mientras recorrían la curvatura en forma de huso que iba desde la celda de Janine hasta la máquina de los sueños, vieron cómo los sensores del Patriarca se estremecían y las lentes externas se abrían de golpe. Tropezaron y se detuvieron, esperando muertos de miedo qué pasaría a continuación.
Pero no sucedió nada. Los sensores se relajaron y los lentes volvieron a cerrarse en posición de reposo. Poco después las criaturas se reagruparon y empujaron a Janine en dirección al diván metálico en forma de concha que les aguardaba.
Pero allá en el interior de su carcasa de metal, el Patriarca había recibido el mayor shock de los últimos tiempos. ¡Alguien había estado utilizando las memorias de los intrusos! No era únicamente que hubieran enloquecido, ya que siempre habían estado locos; peor aún, podía decirse que de algún modo estaban más cuerdos ahora, o como mínimo más lúcidos, como si alguien hubiera intentado reprogramarlos. Poseían inputs que jamás les había facilitado. Tenían datos de los bancos de memoria que él no había compartido jamás con nadie. Y no eran informaciones que hubieran salido a la superficie desde sus vidas pasadas. Eran nuevas. Era como un conocimiento organizado a una escala que empequeñecía el suyo propio. Naves espaciales y máquinas, inteligencias vivientes que se contaban por miles de millones. Máquinas inteligentes que en relación a él eran lentas y casi estúpidas, pero que disponían de increíbles datos de memoria de los que alimentarse. No cabía la menor duda de que había reaccionado físicamente, como alguien que se sorprendiera y pellizcara después de sufrir una alucinación.
De alguna manera, los intrusos que había almacenado habían establecido contacto con su propia cultura.
Le era fácil saber cómo habían establecido aquel contacto. Desde Aquí hasta el dispensario de alimentos a través de la red de comunicaciones durante tanto tiempo olvidada. En el dispensario de alimentos, una máquina prácticamente torpe había interpretado y procesado la información que había sido transmitida en ambas direcciones. El Patriarca se encontraba como un ingeniero hidráulico paralizado a los pies de un embalse contemplando cómo un finísimo hilillo de agua saltaba a cientos de metros de distancia a través del aire, escapando de un minúsculo agujero del tamaño del ojo de una aguja. La cantidad era despreciable, pero esa pequeña cantidad que se vertía a través de un agujero tan pequeño respondía a la presión de un enorme cuerpo que empujaba desde el otro lado del embalse.
Y el escape circulaba en ambas direcciones.
El Patriarca tuvo que admitir que se había descuidado. Al interrogar a los intrusos que habían almacenado, les había permitido aprender mucho de sí mismo, de Aquí y de la tecnología que sustentaba.
Al menos, el escape había sido mínimo, y las transmisiones se habían visto afectadas por culpa de las propias imperfecciones de los «Difuntos». No había lugar en aquellas memorias que no le fuera accesible. Las escudriñó para estudiarlas y siguió la pista de cada fragmento de información. No les «habló». Dejó que las mentes de ellos fluyeran a través de la suya. Los Difuntos no podían resistírsele, de la misma manera que una rana preparada para ser disecada no puede resistirse al escalpelo del taxidermista.
Cuando hubo acabado se retiró a meditar.
¿Peligraban sus planes?
Activó sus escáneres interiores y una proyección tridimensional de la galaxia brotó en su mente. No tenía corporeidad, no existía ningún punto de fuga desde el que la proyección pudiera ser vista. De hecho, ni siquiera él la «veía», simplemente era consciente de su presencia. Era una especie de ilusión. Una ilusión óptica, pero con la particularidad de que no era de naturaleza óptica. En la proyección, muy a lo lejos, apareció un objeto rodeado por un halo de luz. Había pasado muchísimo tiempo desde que por última vez se decidiera observarlo. Pero ahora tenía que volver a hacerlo.
El Patriarca se sumergió en los bancos de memoria durante tanto tiempo inalterados y los activó.
No era una experiencia sencilla. Equivalía a una sesión en el diván del psicoanalista de los seres humanos, ya que lo que estaba haciendo era airear pensamientos, recuerdos, culpas, preocupaciones e incertidumbres que su mente «consciente» —los circuitos que razonaban y resolvían los problemas— había decidido hacía mucho tiempo dejar de lado. Pero aquellos recuerdos no habían desaparecido, ni se habían debilitado. Seguían representando «culpa» y «miedo» para él. ¿Estaba actuando correctamente? ¿Se atrevería a actuar bajo su propia responsabilidad? Los viejos razonamientos en círculo fulguraron como entonces. Y al Patriarca no se le permitía refugiarse en la histeria o en la depresión. Sus circuitos lo impedían.
Le era posible, sin embargo, sentir pánico.
Después de un largo intervalo, emergió de su introspección. Seguía atemorizado. Pero estaba decidido. Tenía que actuar.
Las criaturas volvieron a dispersarse con temor cuando el Patriarca se desplazó nuevamente.
Sus brazos prensiles delanteros se estremecieron, se estiraron y señalaron a una joven hembra que estaba pasando junto a él. Cualquier otra hembra hubiera servido lo mismo.
—Ven conmigo —le ordenó.
Ella sollozó, pero le siguió. Su macho dio un paso tras ellas cuando los dos se apresuraron pasillo dorado adelante. Pero no se le había dicho que fuera con ellos, de modo que se detuvo y los contempló alejarse lastimeramente. Diez minutos antes habían estado copulando, obedientes y complacidos. Ahora no sabía siquiera si volvería a verla.
El desplazarse del Patriarca no era mucho más rápido que un paso ligero, pero esa ligera diferencia obligó a la hembra a trotar y jadear para mantenerse a su altura. Él se deslizó adelante, dejando atrás máquinas que ni siquiera sus memorias recordaban haber utilizado: correctoras de muros; módulos grandes como casas; un extraño objeto para una tripulación de seis semejante a un helicóptero, con el que se había poblado el Paraíso Heechee con sus ángeles. Los enmarañados garabatos espirales de las paredes pasaron del dorado a un color plata brillante y después al blanco más puro. Un corredor que jamás habían recorrido sus criaturas se abría ante ellos, con las pesadas puertas abiertas de par en par. Llegaron a una cámara que la hembra ignoraba que existiera, donde las madejas de símbolos de las paredes se cruzaban entre sí en una confusión de una docena de colores y extraños dibujos parpadeaban en los paneles. La hembra había perdido el resuello.
Sin concederle descanso, el Patriarca le ordenó:
—Ve allí. Ajusta las esferas. Mira como lo hago yo.
A ambos lados de la sala, tan separados el uno del otro que una sola persona no podía utilizarlos a la vez, había ciertos controles. En el suelo, al lado de cada control había una especie de bancos angulares en que la hembra se sintió muy incómoda. Ante cada asiento había una especie de hilera de ruedas radiadas, diez por hilera, con luces con los colores del arco iris brillando débilmente entre ellos. El Patriarca hizo caso omiso del asiento y con uno de sus brazos prensiles fue dándole la vuelta a la rueda más cercana. Las luces temblaron y oscilaron.
El verde brilló hasta hacerse amarillo, naranja pálido, con una triple línea ocre en el centro.
—¡Ajusta tu combinación a la mía!
La pobre hembra trató de obedecerle. Las ruedas apenas se movían, como si nadie las hubiera hecho girar en mucho tiempo (como de hecho había sucedido). Los colores se fundieron y arremolinaron, y le llevó mucho tiempo conseguir la misma combinación de colores. Él, por su parte, ni la apremió ni reprochó su tardanza. Se limitó a esperar. Sabía que ella lo estaba haciendo lo mejor que podía. Cuando las diez ruedas mostraron el color escogido, las lágrimas habían dado paso a gruesas gotas de sudor que nublaban los ojos de la hembra y resbalaban por entre su rala barba.
Los colores no eran perfectos. Entre ambos controles, la pantalla circular que hubiera debido mostrar las coordenadas de su objetivo, seguía en blanco. Lo cual no era para sorprenderse. Lo sorprendente, después de casi mil años, habría sido que los controles funcionaran.
Pero funcionaron.
El Patriarca palpó algo debajo de su propio panel de controles, y rápida, magníficamente, las luces se avivaron por cuenta propia. Parpadearon y volvieron a resplandecer, y tan pronto como los precisos selectores automáticos se ocuparon de ello, ambos paneles se igualaron. La pantalla circular se iluminó con una imagen de puntos y líneas brillantes. La joven hembra contempló la pantalla con temor. Ignoraba que lo que estaba viendo era un campo de estrellas. Jamás había visto una estrella, ni había oído hablar de su existencia.
Lo que vino acto seguido pudo sentirlo por sí misma.
Como los demás habitantes de Aquí. Los prisioneros en sus celdas, las casi cien criaturas en sus habitáculos, la joven hembra y el Patriarca lo sintieron, sintieron un repentino mareo cuando la secular gravedad desapareció y fue sustituida por la falta de peso que las oscilaciones de la pseudoaceleración interrumpía por momentos.
Después de más de tres cuartos de millón de años de lenta traslación alrededor del distante sol de la Tierra, el artefacto se desplazó hacia una nueva órbita y se movió.