BRASILIA
Lo que importaba era Essie. Cada vez que salía del quirófano —catorce veces en seis meses— me sentaba a su lado, y cada vez su voz era algo más débil y estaba más demacrada. Todos me perseguían a un tiempo; la vista que se celebraba contra mí en Brasilia iba mal, nos llovían los informes de la Factoría Alimentaria, el fuego de las minas de alimentos seguía sin extinguirse. Pero Essie era lo primero para mí. Harriet tenía órdenes claras. En cuanto Essie preguntaba por mí, estuviera dormido o despierto, se nos ponía en contacto de inmediato: «Por supuesto, señora Broadhead, Robin se pondrá en seguida. No, no le molestará en absoluto. Acaba de levantarse hace un momento». O bien: «En estos momentos está descansando entre dos entrevistas». O «En estos momentos sube del embarcadero del mar de Tappan». O cualquier cosa que no impidiera que Essie se pusiera en comunicación conmigo. Y entonces yo tenía que dirigirme a la habitación oscurecida, bronceado y sonriente con aspecto descansado, para decirle qué buen aspecto tenía. Habían convertido mi sala de billar en un auténtico teatro de operaciones, y habían tenido que sacar los libros de la biblioteca contigua para acondicionarle un dormitorio. Ella estaba allí la mar de bien. O, al menos, eso decía.
Y de hecho, no es que tuviera tan mal aspecto. Habían realizado ya todos los injertos y soldaduras óseos, y añadido dos o tres kilos de órganos de repuesto y tejidos injertados. Hasta le habían repuesto la piel, o le habían trasplantado la de alguien. Su rostro parecía normal, a excepción del ligero vendaje que le cubría parte de la cara, sobre la que cepillaba su espléndido pelo rubio.
—Ya, ya, ligón —me saludaba—. Y tú, ¿cómo estás?
—Bien, bien, un poco ajetreado —solía contestarle yo, restregando mi nariz contra su mejilla—. ¿Cómo te encuentras?
—Bien.
Y así nos dábamos mutuo ánimo; y tampoco es que mintiéramos. Ella mejoraba día a día, me lo decían los médicos. Y yo también… ¡yo qué sé qué es lo que iba haciendo! Pero temblaba de impaciencia cada mañana. Trabajaba con un promedio de cinco horas de sueño cada noche. Sin sentirme cansado ni un solo instante. Jamás me había sentido mejor en toda mi vida.
Pero ella continuaba adelgazando cada vez más. Los doctores me dijeron qué era lo que debía hacerse; yo se lo dije a Harriet y ella se ocupó de reajustar su dieta. Dejamos de comer ensaladas y bistecs a la plancha. Nada de café ni zumos en el desayuno, sino tvoroznikyi, pastelillos de queso y tazones de humeante cacao. Para comer, platos de cordero del Cáucaso con guarnición de arroz. Urogallo cocido con salsa de leche agria para cenar.
—Me estás malcriando, Robin querido —me acusaba.
Y yo le decía:
—Sólo te estoy engordando. Nunca me han gustado las mujeres flacuchas.
—De acuerdo, pero te estás pasando con tanta comida folklórica. ¿Es que no hay nada que engorde que no sea ruso?
—Espérate al postre —le sonreí—. Pastel de fresas. Aderezado con crema Devonshire.
Por amor de la psicología, la enfermera me había convencido de que debíamos empezar con pequeñas cantidades en platos grandes. Essie se obligaba a comerlo todo, y a medida que aumentábamos las raciones, comía más. No dejó por ello de perder peso, pero al menos lo hacía mucho más lentamente, y al cabo de seis meses los doctores opinaron, precavidos, que su estado podía calificarse de estable. Casi.
Cuando le di la buena nueva ya se levantaba, conectada, eso sí, a la maraña de tubos de debajo de su cama, aunque podía moverse por toda la habitación.
—Ya era hora —me dijo mientras se me acercaba para besarme—. Has pasado demasiado tiempo en casa.
—Es un placer —contesté.
—Es todo un detalle —me corrigió—. Ha sido delicioso que estuvieras siempre aquí. Pero ahora que ya estoy bien, Robin, hay asuntos de los que debes ocuparte.
—No creas, me las arreglo bastante bien con la terminal de la habitación de los cerebros electrónicos. Claro que sería formidable que nos pudiéramos ir los dos a otro sitio. Creo que no has estado nunca en Brasilia. Tal vez dentro de unas pocas semanas…
—No, dentro de unas pocas semanas, no. Al menos conmigo. Si tienes necesidad de ir, ve, Robin, por favor.
Dudé:
—Bueno. Morton cree que sería aconsejable.
Ella asintió nuevamente y dijo:
—¿Harriet? El señor Broadhead saldrá mañana para Brasilia. Haz la reserva, etcétera, etcétera.
—Ciertamente, señora Broadhead —contestó Harriet desde la consola a la cabecera de su cama. Su imagen se disolvió en la oscuridad tan rápidamente como había aparecido, y Essie me rodeó con los brazos.
—Me ocuparé personalmente de que tengas a tu disposición un servicio de comunicación completo en Brasilia —prometió—, y Harriet te mantendrá informado todo el tiempo acerca de mi estado. Estáte tranquilo, Robin. Si te necesito, lo sabrás al instante.
—Bien… —le dije al oído.
Ella musitó contra mi hombro:
—Nada de «bien». Está decidido y, ¿sabes?, te quiero mucho.
Albert me ha dicho que cada mensaje que envío por radio es, de hecho, una larga hilera de fotones lanzada al espacio como una flecha. Una transmisión de treinta segundos se convierte en una columna de nueve millones de kilómetros de longitud, cada uno de los fotones disparado a la velocidad de la luz, en perfecta línea recta. Pero incluso a esa larga, veloz, fina línea le lleva casi una eternidad cruzar las cinco mil U.A. que hay hasta la Factoría Alimentaria. La fiebre que había dañado a mi mujer había tardado en llegar veinticinco días. La orden de que no hicieran locuras con el diván de los sueños había recorrido apenas una fracción de la distancia cuando se cruzó con la segunda emanación de la fiebre, la que había provocado Janine. Nuestro mensaje de felicitación para los Herter-Hall con motivo de su llegada a la Factoría Alimentaria, en algún lugar más allá de la órbita de Plutón, se cruzó con el que nos comunicaba que casi todos se habían marchado en una nave espacial hacia el «Paraíso Heechee». Por ahora, seguían allí; y nuestro mensaje, en el que se les decía qué debían hacer, hacía días que aguardaba en la Factoría Alimentaria, en espera de una respuesta. Por una vez, dos sucesos acaecidos en fechas tan cercanas habían estado lo suficientemente próximos cómo para influirse mutuamente.
Y lo mismo iba a pasar cada vez. ¡Qué fastidio! Tenía necesidad de muchas de las cosas de la Factoría Alimentaria, pero sobre todo necesitaba la radio MRL. ¡Debía de ser algo sorprendente! Cuando le recriminé a Albert que no se hubiera esperado la sorprendente existencia de un invento de tal calibre, él se limitó a sonreírme con aquella sonrisa suya tan gentil y humilde y, metiéndose el extremo del mango de la pipa en la oreja, me dijo:
—Seguro que sí, Robin, si te refieres al tipo de sorpresa que siente uno cuando algo que sólo consideraba remotamente posible se hace realidad. Pero recuerda que se trata, en cualquier caso, de algo perfectamente posible. Acuérdate de que las naves Heechees son capaces de navegar sin error hacia blancos en movimiento. Cosa que sugiere la posibilidad de comunicación casi instantánea a través de distancias astronómicas, ergo, la existencia de una radio de mayor rapidez lumínica.
—¿Y por qué no me lo habías dicho? —inquirí.
Él se rascó un tobillo, desnudo, con la zapatilla de deporte que calzaba el otro pie.
—Sólo era una posibilidad, Robin, no superior al cero coma cinco. Una condición suficiente, pero no necesaria. Simplemente, carecíamos hasta ahora de pruebas suficientes.
Hubiera podido seguir hablando con Albert de camino a Brasilia. Pero viajaba en el avión de una compañía aérea —las naves de mi compañía viajaban demasiado despacio en distancías como aquella—, y como además me gusta poder ver a Albert cuando hablo con él, utilicé mi tiempo y el comunicador audio en asuntos de negocios y con sólo la voz de Morton. Y la de Harriet, claro, que tenía la orden de pasarme cada hora un rápido informe del estado de Essie, siempre y cuando no me encontrara durmiendo.
Aunque se trate de un avión supersónico, un vuelo de diez mil kilómetros lleva algunas horas, y tuve tiempo de sobras para dedicar a los asuntos de la compañía. Morton quería tanto de aquel tiempo como pudiera robarme, sobre todo para intentar convencerme de que me entrevistara con Bover.
—Tienes que tomártelo en serio, Robin —se me quejó al oído—. Le representan Anjelos, Carpenter y Guttmann, y ésa es gente poderosa, con programas legales muy buenos.
—¿Mejores que tú?
Pausa.
—Bien, espero que no, Robin.
—Explícame una cosa, Morton. Si Bover no tuviera un asunto importante entre manos, ¿por qué iba gente tan importante a molestarse en ayudarle?
Aunque no podía verle, sabía que Morton estaría adoptando una de sus miradas defensivas, medio disculpándose, medio queriendo decir «tú que eres un simple ciudadano de a pie no lo entiendes».
—No es tan sencillo, Robin. Y por ahora la cosa no nos va bien. Y está cobrando dimensiones mayores de las que le habíamos supuesto en un principio. Me imagino que lo que ellos piensan es que sus informadores descubrirán tus puntos débiles, y me imagino que en el peor de los casos esperan embolsarse una buena cantidad como pago a sus servicios. Sería mejor que trataras de reforzar tus puntos débiles en lugar de verte con él. Tu corresponsal el senador Praggler es miembro del comité de supervisión del mes en curso. Ve a verle antes.
—Iré a verle, pero no antes —le dije a Morton, y corté la comunicación mientras virábamos para aterrizar.
Pude ver la enorme torre de los jefazos de Pórtico ensombreciendo el techo plano en forma de plato del Palacio de Congresos, y en la superficie de todo el lago vi los reflejos metálicos de los tejados de la Zona Franca. Había cortado la comunicación justo a tiempo. Mi cita con el viudo de Trish Bover (o con su marido, según se mire) estaba fijada para algo menos de una hora más tarde, y lo cierto es que no quería hacerle esperar.
Y no le hice esperar. Acababa de tomar una mesa en el comedor al aire libre del hotel Brasilia Palace cuando apareció. Delgado, alto, con una calvicie incipiente, tomó asiento con su ademán nervioso, como si tuviera una prisa extraordinaria, o unas ganas incontenibles de estar en cualquier otro sitio. Pero cuando le ofrecí que me acompañara, se tomó diez minutos para estudiar atentamente la carta, y luego la pidió entera de cabo a rabo. Ensalada de palmitos frescos, cangrejos de agua dulce recién traídos del lago, todo el menú hasta el final, para rematarlo con aquella divina piña natural que traían en avión desde Río.
—Este es mi hotel favorito en Brasilia —le informé en un alarde de genialidad, como si fuera su anfitrión, mientras aliñaba la ensalada de palmitos—. Es viejo, pero bueno. Supongo que habrá contemplado las magníficas vistas, ¿no?
—Hace ocho años que vivo aquí, señor Broadhead.
—Ah, ya veo.
Realmente, no tenía ni idea de dónde podía haber vivido semejante hijo de mala madre, para mí no había sido más que un nombre y un fastidio. Y eso por referencias. Intenté abordar el tema de los intereses comunes.
—Recibí un rápido informe de camino aquí sobre la Factoría Alimentaria. El equipo Herter-Hall lo está haciendo muy bien; están descubriendo un montón de maravillas. ¿Sabía que hemos podido identificar a cuatro de los Difuntos como antiguos prospectores de Pórtico?
—Sí, algo de eso he visto en la piezovisión, señor Broadhead. Parece bastante interesante.
—Más que interesante, Bover. Puede cambiar todo este mundo que nos rodea. Y puede hacernos ricos hasta la médula, además.
Asintió con la boca llena de ensalada, y siguió llenándosela. Lo cierto es que no estaba logrando sonsacarle gran cosa.
—Muy bien —le dije—, ¿qué tal si hablamos de negocios? Quiero que retire su querella.
Masticó y tragó. Con el tenedor lleno y apoyado en los labios, dijo:
—Eso ya lo sé, señor Broadhead.
Y se volvió a llenar la boca.
Yo tomé un largo y lento sorbo de mi copa de vino y le dije, sin que mi voz o un gesto me traicionaran:
—Señor Bover, me temo que no se da cuenta de qué es lo que está en juego. No es que le tome por tonto. Simplemente, creo que no es usted consciente de la magnitud de este asunto. Vamos a salir perdiendo los dos si sigue adelante con la demanda.
Seguí explicándole cuidadosamente el caso, por entero, tal como Morton me lo había explicado a mí, con pelos y señales: lo de la intervención de la Corporación de Pórtico, su evidente dominio de la situación, el problema que representaba someterse a las decisiones de un tribunal cuando lo que éste pudiera ordenar tardaría en llegar a los interesados más de mes y medio más tarde, en cuyo caso esas personas ya habrían hecho por su cuenta todo lo que hubieran planeado hacer previamente; le hablé de la posibilidad de llegar a un acuerdo.
—Lo que trato de decirle —le expliqué— es que se trata de un asunto verdaderamente grande. Demasiado grande como para que dividamos nuestras fuerzas. No es que nos vayan a joder un poquito, es que van a por nosotros, van a quedarse con lo que es nuestro.
Mientras tanto, él se limitaba a masticar, y cuando ya no le quedó nada a que hincarle el diente, dio un sorbo a su café y dijo:
—Creo que no tenemos nada más que discutir, señor Broadhead.
—¡Por supuesto que sí!
—No, a menos que así lo creamos ambos —señaló—, y yo no lo estimo así. Yo ya no sigo adelante con una demanda judicial; está usted mal informado respecto de ciertos detalles. Es una vista lo que tengo ahora entre manos.
—Que puede ponerle en aprietos.
—Sinceramente, no lo creo. La ley seguirá su curso, lo que llevará cierto tiempo. No pienso hacer ningún trato mientras tanto. Trish ya pagó con creces lo que pueda salir de todo este asunto. Y ahora que ella no puede defender sus propios intereses, me temo que he de hacerlo yo.
—¡Pero eso nos va a costar el pellejo a los dos!
—Es una posibilidad, como dice mi abogado. Él me previno en contra de esta entrevista.
—Entonces, ¿por qué ha venido?
Él miró a los restos de su comida, y luego a las fuentes del patio. Tres prospectores recién llegados de Pórtico estaban sentados junto al borde del estanque con una azafata de la Varig algo bebida, cantando y arrojando pedacitos de pastel a las carpas. Habían vuelto ricos.
—Resulta un cambio muy agradable, señor Broadhead —me dijo.
Al otro lado de la ventana de mi suite, en lo alto de la moderna Palace Tower, podía ver la corona de espinas de la catedral brillando al sol. Desde luego, era mejor que ver a mi programa de asesoría jurídica, de cuerpo entero en el monitor, pues me estaba poniendo enfermo.
—Puede que hayamos puesto el caso en contra nuestra, Robin. No sé si te das cuenta de lo grave que es este asunto.
—Eso mismo le dije yo a Bover.
—No, de veras, Robin. No se trata solamente de Robin Broadhead Inc., ni de la Corporación de Pórtico. Ahora es el gobierno el que está empezando a meter baza. Y tampoco es un asunto que afecta tan solo a los signatarios de la convención de Pórtico. Puede convertirse en un asunto de la O.N.U.
—¡Venga, hombre! ¿Pueden hacerlo?
—Claro que pueden, Robin. Y tu amigo Bover no nos está poniendo las cosas más fáciles. Acaba de solicitar que un auditor se haga cargo de la correcta administración de los holdings a tu nombre y de los que estén asociados a ti.
Menudo hijo de perra. Supongo que ya había cursado su petición mientras se tomaba la comida que yo le había pagado.
—¿Qué significa eso de «correcta»? ¿Es que he hecho algo que no sea correcto?
—Bueno, hay algo —dijo mientras enumeraba con los dedos—. Primero, te excediste en el uso de tu autoridad al concederle al equipo Herter-Hall más autonomía de acción de la preestablecida. Segundo, eso fue lo que les permitió ir hasta el Paraíso Heechee, con todos los riesgos que semejante decisión comporta. Y tercero, uno de los riesgos es una situación de grave riesgo nacional. Grábate eso en la cabeza: grave riesgo humano.
—¡Menuda guarrada, Morton!
—Eso es lo que escribió en su solicitud, sí —asintió—. Tal vez convenzamos a alguien de que es una guarrada. Más pronto o más tarde. Pero ahora hemos de esperar a que la Corporación decida.
—Cosa que significa que es mejor que me entreviste con el senador.
Me libré de Morton y llamé a Harriet para que se encargara de conseguirme una cita.
—Puedo ponerte con el programa secretarial ahora mismo —sonrió.
Se disolvió para dar paso a una imagen más bien esquemática de una hermosa muchacha de color. Era un simulacro bastante pobre, en nada similar a los programas que me escribía Essie. Pero por aquel entonces Praggler era un simple senador de los EE.UU.
—Buenas tardes —me saludó—. El senador me ha dicho que le comunique que esta tarde se encuentra en Río de Janeiro por asuntos del comité, pero que estará encantado de verse con usted a cualquier hora mañana por la mañana. ¿A las diez por ejemplo?
—A las nueve, mejor —le contesté sintiendo cierto alivio.
Me había temido que Praggler no pudiera volver a tiempo ahora que le necesitaba. Pero entonces me di cuenta de que tenía una buena razón para hacerlo: los lupanares de Ipanema.
—Harriet, ¿cómo está mi mujer? —le pregunté al reaparecer su imagen.
—No hay cambios, Robin. Está despierta, si quieres hablar con ella ahora —me sonrió.
—¡Bendito cerebro electrónico! —le dije.
Ella desapareció tras asentir. Harriet es realmente un buen programa. No siempre entiende lo que uno trata de decirle, pero es capaz de entender qué decisión tiene que tomar según el tono de mi voz, así que cuando Essie apareció, le dije:
—S. Ya. Lavorovna, hace usted bien su trabajo.
—Pues, sí, la verdad, Robin querido —aceptó jactanciosa. Se levantó y se dio la vuelta poco a poco—. Igual que nuestros doctores, como puedes ver.
No me di cuenta al primer instante. ¡No llevaba los tubos!
Aún llevaba las vendas en el lado izquierdo, pero ya no estaba conectada a los aparatos.
—¡Dios! ¿Qué ha pasado?
—Pues que a lo mejor ya me he curado —dijo con un tono que emanaba serenidad—. Aunque es sólo un experimento. Lo han autorizado los médicos, y voy a probar durante seis horas. Luego me examinarán otra vez.
—Tienes un aspecto condenadamente bueno.
Estuvimos hablando de naderías durante algunos momentos; ella me contaba cosas de los médicos, y yo de Brasilia, mientras la estudiaba tan atentamente como lo permitía el monitor de la piezovisión. Seguía paseándose, encantada con su nueva libertad de movimientos, tanto, que acabé por preocuparme.
—¿Seguro que puedes hacer todo eso?
—Bueno, me han dicho que nada de esquí acuático de momento, ni nada de bailar. Pero no todo lo que significa juerga está prohibido.
—Essie, cochina, ¿es un brillo de lascivia lo que leo en tus ojos? ¿Es que te encuentras tan bien?
—Bastante bien, sí. Bueno: bien, bien, no —subrayó—; me siento como después de una de aquellas borracheras que solíamos coger juntos no hace tanto. Un poco débil. Pero no creo que un amante delicado fuera a hacerme daño.
—Mañana mismo estoy de vuelta.
—No, ni mañana ni pasado mañana. Volverás cuando hayas solventado todos tus asuntos en Brasilia, y ni un minuto antes, o no me encontrarás disponible para satisfacer tus bajos instintos.
Me despedí colorado como un tomate.
Rubor que duró veinticinco minutos, hasta que llamé a la consulta de la doctora para que me asegurara que todo iba bien.
No la entretuve demasiado, porque cuando llamé estaba a punto de volver a la Universidad de Columbia.
—Siento tener que ir tan deprisa, señor Broadhead —se disculpó mientras se ajustaba la chaqueta de su traje gris—, pero tengo que enseñarles a unos estudiantes a coser tejido nervioso en diez minutos.
—Generalmente me llama Robin, doctora Liederman —dije, desanimándome por segundos.
—Sí, es cierto, Robin. No te preocupes. No hay malas noticias.
Continuó abotonándose hasta la altura del pecho, antes de ponerse una bata de quirófano encima. Wilma Liederman es una mujer bastante atractiva, pero yo no la había llamado para disfrutar de sus encantos.
—Pero tampoco es que tengas buenas noticias, ¿no es eso?
—Todavía no. Has hablado con Essie, así que ya sabes que estamos probando sin los aparatos. Tenemos que saber hasta dónde puede aguantar por sus propios medios, y no lo sabremos hasta dentro de veinticuatro horas. Al menos, no creo que lo sepamos antes.
—Essie dijo seis horas.
—Seis horas para reunir los datos, veinticuatro horas para extraer conclusiones a partir de los análisis. A no ser que los síntomas empeoren en menos de seis horas y haya que conectarla de nuevo a las máquinas.
Me hablaba por encima del hombro, mientras se lavaba las manos en una pequeña pila. Se acercó al comunicador con las manos mojadas en alto.
—No quiero que te preocupes, Robin —dijo—. Todo esto no es más que rutina. Lleva encima un centenar de trasplantes, y quiero comprobar si hay rechazos. No iría tan lejos si no creyera que las probabilidades son, como mínimo, razonables.
—¡Caramba, Wilma, eso de «razonables» no acaba de gustarme!
—Más que razonables, pero no me atosigues. Y no te preocupes. Recibes informes con regularidad, y puedes llamar a mi programa siempre que lo desees, y a mí también, si lo crees preciso. ¿Quieres que nos apostemos algo? Dos contra uno a que todo va a salir bien. Cien contra uno a que si falla algo lo podemos enmendar. Y ahora, tengo que hacer un trasplante de genitales a una joven dama que quiere asegurarse unos cuantos años más de buena vida.
—Creo que mi obligación es volver —le dije.
—¿Para qué? Lo único que harás será estorbar. Robin, te prometo que no la dejaré morir mientras estés fuera. —A su espalda, el sistema piezófono dejaba oír una melodía—. Esa es mi señal, Robin, te llamo más tarde.
Hay ocasiones en que me siento el centro del mundo, sabiendo que puedo dirigirme a cualquiera de los programas que mi mujer ha escrito para mí, enfrentarme a cualquier situación o dar la orden que sea.
También hay veces en que, sentado frente a la consola llena de instrumentos y con la cabeza llena de preguntas candentes, soy incapaz de sacar nada en claro, porque ni siquiera sé cómo empezar a formular las preguntas.
Hay otras ocasiones en que tengo tanto que aprender, ser y hacer, que los instantes pasan volando y los días se evaporan; y otras en que estoy como en aguas tranquilas junto a una corriente por la que el mundo se escurre aceleradamente. Había mucho que hacer. Y no me apetecía hacerlo. Albert me acosaba con noticias del Paraíso Heechee y de la Factoría Alimentaria. Le dejé que se explayara, pero sus extractos y sus esquemas caían en saco roto, sin que yo hiciera una sola pregunta; cuando estaba en plena disertación acerca de las deducciones que había extraído de las divagaciones de los Difuntos, lo desconecté. Era de lo más interesante, pero por algún motivo no me interesaba en absoluto. Ordené a Harriet que pusiera en marcha mi simulacro para que se encargara de la rutina diaria, y le dije que toda llamada que no fuera urgente esperara hasta más tarde. Me estiré en uno de los sofás, contemplando el increíble cielo de Brasilia, deseando que fuera el diván aquel de la Factoría Alimentaria, conectado a alguien a quien yo amaba.
¿No habría sido maravilloso? Ser capaz de contactar con alguien muy lejano, de la misma manera que Wan había contactado con la humanidad, y sentir lo que esa persona siente, y dejar que ella sienta tu interior. ¡Qué milagro para los amantes!
Y, ante pensamiento tan espiritual, no se me ocurrió mejor reacción que llamar a Morton para consultarle la posibilidad de patentar este nuevo uso del diván de los sueños.
No, no fue una reacción demasiado romántica para semejante pensamiento. El problema estribaba en que yo no sabía con quién deseaba contactar. Si con mi querida esposa, a la que tanto quería, tan necesitada de mi cariño en aquellos momentos, o si con otra persona mucho más alejada de mí, y mucho más difícil de contactar.
Y así acabé de pasar mi larga tarde brasileña, con un chapuzón en la piscina, una siesta bajo el Sol poniente y una suculenta cena en mi suite, regada con una buena botella de vino, y entonces llamé de nuevo a Albert para preguntarle lo que deseaba saber.
—Albert, ¿dónde está exactamente Klara?
Se tomó su tiempo, mientras apretujaba el tabaco en la cazoleta de su pipa, reconcentrado en lo que hacía. Dijo por fin:
—Gelle-Klara Moynlin está en un agujero negro.
—Ya. ¿Y eso qué significa?
Dijo a modo de disculpa:
—Eso es difícil saberlo. Quiero decir que no es fácil explicarlo con palabras sencillas, y además es difícil porque no lo sé. Me faltan datos.
—Inténtalo.
—Seguro que sí, Robin. Supongo que está en la nave de exploración que quedó en órbita, justo debajo del incierto horizonte de la sorpresa aquella con la que os topasteis, que —se apartó de golpe y detrás de él apareció una pizarra— está, por supuesto, dentro del radio Schwarzschild.
De pie, metiéndose la pipa aún por encender en el bolsillo superior de su arrugada bata de algodón, sacó un trozo de tiza y escribió:
2GM |
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c2 |
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—Llegado a este límite, la luz no puede seguir avanzando. Es algo así como un frente inmóvil de olas, el último punto al que la luz ha podido llegar. Más allá de él no puedes ver lo que hay en el agujero negro. Nada puede volver hacia atrás desde el otro lado de ese frente inmóvil. Estos símbolos significan, por supuesto, gravedad y masa, y supongo que a alguien como tú, acostumbrado a viajar más rápido que la luz, no hará falta decirle qué es c2, ¿no? De acuerdo con los instrumentos de la nave en que volviste, aquel agujero negro tenía sesenta kilómetros de diámetro, lo que hace pensar en una estrella diez veces mayor que el sol. ¿No te estaré explicando más de lo que quieres saber?
—Tal vez un poco, Albert.
Me moví incómodo sobre el colchón de agua. Realmente, seguía sin saber exactamente qué era lo que quería saber.
—Quizá lo que quieres averiguar es si está muerta, Robby —dijo—. No, no lo creo. Habrá mucha radiación por allí, y sabe Dios qué tipo de fuerzas. Pero es que, además, no ha pasado el tiempo suficiente como para que haya muerto. Depende de la velocidad angular. Tal vez ni sepa que te has ido. El tiempo se dilata. Esa es una de las consecuencias de…
—Ya sé lo de la dilatación del tiempo —le interrumpí. Y lo hice porque estaba empezando a padecer todo aquello en propia carne—. ¿Hay manera de saberlo?
—No hay manera de saberlo, Robby —subrayó solemnemente—. Según la ley de Carter-Werner-Robinson-Hawking, lo único que puede saberse de un agujero negro es su masa, su carga y su momento angular. Nada más.
—A no ser que te metas dentro, como le pasó a ella.
—Bien, sí, Robby —admitió sentándose y ocupándose de la pipa de nuevo. Hizo una pausa, chupeteó la pipa, y después dijo:
—Robin…
—¿Sí, Albert?
Me dio la sensación de que estaba avergonzado o, al menos, tan avergonzado como pueda estarlo una proyección holográfica.
—Me temo que no he sido totalmente sincero contigo. Podemos saber algo más de los agujeros negros. Pero eso nos llevaría a cuestiones de mecánica cuántica, y no creo que te sea de gran ayuda en tus propósitos.
No me hizo ninguna gracia que mí programa computerizado insinuara que sabía cuáles eran mis «propósitos». Sobre todo porque ni yo mismo estaba demasiado seguro de saber cuáles eran.
—¡Cuéntame! —ordené.
—Está bien. Bueno, lo cierto es que no sabemos demasiado. Se trata de lo que Stephen Hawking enunció en uno de sus principios. Señaló que, en cierto modo, puede decirse que los agujeros negros tienen temperatura, lo que implica cierta clase de radiación. Algunas partículas, pues, sí escapan. Pero no de los agujeros negros que te interesan, Robby.
—¿De qué clase de agujeros negros escapan esas partículas?
—Bien, más que nada de los más pequeños. De los que tienen la masa, digamos, la masa del monte Everest. Los sub-microscópicos. Llegan a alcanzar temperaturas altísimas, cien mil millones de grados Kelvin, e incluso más. Cuanto más pequeños se hacen y mayor es la aceleración cuántica, más se calientan. Hasta el punto de explotar. Pero los grandes, no. Con los grandes sucede al revés. Cuanto mayores son, más difícil es que recuperen su masa. Y más les cuesta a las partículas escapar. Uno como el de Klara tiene una temperatura inferior a un millón de grados Kelvin, y esa es una temperatura bajísima, Robin. Y se enfría cada vez más.
—Así que no hay manera de salir de uno como ése.
—No de un modo que yo conozca. Robin, ¿contesta esto tu pregunta?
—Por ahora sí —le dije al acercarme para desconectarlo.
Y era cierto que satisfacía mi curiosidad, menos en un punto: ¿Por qué al hablarme de Klara me llamaba «Robby»?
Essie creaba programas francamente buenos, pero tenía la impresión de que empezaban a pasarse de la raya. Era cierto que uno de mis programas utilizaba, al hablar conmigo, diminutivos de mi infancia, pero es que al fin y al cabo era mi psiquiatra. Tenía que decirle a Essie que reajustara sus programas, porque desde luego, los servicios de Sigfrid von Shrink no me hacían ninguna falta en aquellos momentos.
La oficina provisional del senador Praggler no se encontraba en la Torre de Pórtico, sino en la planta vigesimosexta del edificio de la magistratura, cortesía del congreso brasileño hacia un colega, todo un detalle, porque era apenas dos plantas por debajo de la azotea. A pesar de haberme levantado al salir el sol, llegué allí un par de segundos tarde. Me había pasado la mañana deambulando por la ciudad, que empezaba a despertar, paseando por las calzadas elevadas que colgaban por encima de mi cabeza, hasta que llegué al solar del parking. Paseando. Me encontraba padeciendo todavía una especie de estasis temporal.
Pero Praggler acabó de despabilarme, desbordante de energía y radiante como estaba.
—¡Buenas noticias, Robin! —gritó llevándome a su despacho después de ordenar que nos trajesen café—. ¡Jesús, qué imbéciles hemos sido!
Por un momento creí que iba a decirme que Bover había retirado la demanda, lo cual no hizo sino evidenciar el estado de imbecilidad en el que yo me encontraba sumido todavía. De lo que me hablaba era de las últimas noticias llegadas desde la Factoría Alimentaria. Los libros Heechees, tan buscados, habían resultado ser los molinetes de oraciones que teníamos entre nosotros desde hacía décadas.
—Creí que ya lo sabías —se disculpó cuando hubo acabado de informarme.
—He estado paseando por ahí —le dije.
Le resultaba bastante desconcertante tener que contarme algo de tal importancia relacionado con mi propio proyecto. Pero soy de recuperación rápida.
—Eso me hace pensar, senador, que tenemos un argumento más para impugnar la vista.
Me sonrió.
—¿Sabes?, hubiera tenido que imaginarme que reaccionarías así. ¿Te importaría mucho explicarme cómo crees que vas a poder hacerlo?
—Bueno, a mí me parece que está la mar de claro. ¿Cuál es el principal objetivo de la misión? Adquirir conocimientos nuevos acerca de los Heechees. Y ahora nos enteramos de que hay un montón de información por ahí tirada, esperando que se nos ocurra recogerla.
Frunció la frente.
—Aún no estamos seguros de cómo decodificar los malditos cacharros.
—Ya aprenderemos. Ahora que sabemos qué son, algo inventaremos para hacerlos funcionar. El misterio ha sido desvelado. Todo lo que necesitamos ahora, es cuestión de ingeniería. Deberíamos…
Me detuve a media frase. Iba a decir que deberíamos comprar todos los molinetes de oraciones disponibles en el mercado, pero era una idea demasiado buena incluso para decírsela a un amigo. Así que en su lugar, dije:
—Tendríamos que obtener resultados más deprisa. La cuestión es que la expedición Herter-Hall ya no es un asunto que nos concierna a nosotros sólo, de modo que toda cuestión en relación al interés de la nación, pierde peso específico.
Praggler tomó la taza que le tendía su secretaria, la secretaria real, la de carne y hueso, a quien la representación holográfica no hacía justicia, y se encogió de hombros.
—Es un argumento. Se lo haré saber al comité.
—Esperaba de ti que hicieras algo más, senador.
—Si lo que quieres es que le dé carpetazo al asunto, me temo que no tengo suficiente autoridad. Sólo estoy aquí para supervisar las actividades del comité. Durante un mes. Puedo volver a casa y armar una buena en el senado, y tal vez lo haga, pero más que eso no puedo hacer.
—¿Y qué es lo que va a hacer el comité? ¿Apoyar la solicitud de Bover?
Vaciló antes de contestar.
—Me temo que será todavía peor. La opinión general es la de expropiártelo todo. O sea que pasará a ser asunto de la Corporación de Pórtico, lo que significa que se quedará con todo ello hasta que los consignatarios del acuerdo lo decidan. Por supuesto que, a largo plazo, te reembolsarán el importe total de la operación.
Estrellé la taza contra el plato.
—¡Qué se metan el reembolso en el culo! ¿Es que os habéis creído que me metí en este berenjenal sólo por el dinero?
Praggler es un buen amigo mío. Sé que me aprecia, incluso que confía en mí, pero su mirada no era precisamente de amistad cuando me dijo:
—A veces me pregunto por qué te metiste, Robin.
Me miró un instante sin expresión alguna. Yo no ignoraba que él sabía lo que hubo entre Klara y yo, de la misma manera que sabía que había sido huésped de Essie en Tappan.
—Siento lo de tu esposa —dijo, por fin—. Espero que se recupere pronto del todo.
Me detuve en la antesala de su despacho para enviarle a Harriet un mensaje codificado y ordenarle que empezara a comprar todos los molinetes de oraciones disponibles en el mercado. Harriet tenía multitud de mensajes que pasarme, pero sólo escuché uno, en el que se me comunicaba que Essie había pasado una noche tranquila y que los doctores irían a verla una hora más tarde. No pude atender más mensajes, porque tenía prisa por ir a cierto sitio.
No es fácil conseguir un taxi a las puertas del congreso brasileño; los ujieres tienen órdenes que cumplir, y saben a quién dar prioridad. Tuve que ascender hasta la calzada más próxima y detener allí uno. Entonces, cuando le di la dirección al taxista, éste me la hizo repetir y me la hizo enseñársela por escrito. No se trataba de mi mal portugués, sino de que no quería ir a la Zona Franca.
Nos pusimos en marcha y dejamos atrás la vieja catedral, a la sombra de la inmensa Torre Pórtico, el congestionado Bulevard y llegamos al altiplano. Un altiplano de dos kilómetros. Esa era la zona verde, el cordón sanitario con el que los brasileños defendían su capital; al otro lado empezaba la zona de chabolas. En cuanto entramos, cerré la ventanilla. Me crié en las minas de alimentos de Wyoming, de modo que estaba acostumbrado a soportar malos olores las veinticuatro horas del día. Pero aquel hedor era distinto. No era sólo hedor de petróleo. Era el hedor de los wateres al aire libre y de porquería en descomposición, el hedor de dos millones de personas que no disponían de agua corriente. Las chabolas habían sido hechas para facilitarles un cobijo a los trabajadores mientras construían la bella ciudad de ensueño. Se suponía que iba a desaparecer tan pronto como finalizaran las obras. Pero los villorrios de chabolas no desaparecen jamás. Simplemente se institucionalizan.
El taxista hizo avanzar su vehículo a través de casi un kilómetro de callejones estrechos, murmurando entre dientes, a paso de tortuga. Las cabras y la gente se apartaban muy lentamente de nuestro camino. Los niños alborotaban mientras corrían a nuestro lado. Hice que me llevara hasta el sitio exacto, y que saliera y preguntara dónde vivía el señor Hanson Bover, pero antes de que lo averiguara vi al propio Bover sentado en los viejos escalones de una barraca móvil, vieja y oxidada. En cuanto le hube pagado, el taxista dio media vuelta y se alejó a mucha más velocidad de la que había venido, soltando las maldiciones esta vez en voz alta.
Bover permaneció sentado mientras me acercaba a él. Tampoco dejó de masticar el pastelillo que se estaba comiendo. Se limitó a mirarme.
Para lo que era el barrio, vivía en una gran mansión. Aquellas antiguas caravanas llegaban a tener incluso tres habitaciones en su interior y hasta tenía maceteros a ambos lados de los escalones. La parte superior de su cabeza estaba calva y quemada por el sol, y vestía unos vaqueros viejos, sucios, cortados y deshilachados, y una camiseta con algo escrito en portugués que no pude entender pero que debía de ser una cochinada. Acabó de tragarse un trozo de pastel y dijo:
—Le hubiera ofrecido que comiera conmigo, pero estoy acabando de comer, Broadhead.
—No quiero almorzar. Lo que quiero es un trato. Le daré la mitad de lo que saque de la expedición y además le daré un millón de dólares si retira su demanda.
Se acarició con cuidado la cabeza. Me pareció extraño que se le hubiera quemado con tanta rapidez, porque no le había apreciado síntomas de quemaduras el día antes. Pero entonces me di cuenta de que tampoco le había visto la calva, su gran calva. Debía de haber llevado puesto un postizo. Se había disfrazado de arriba abajo para codearse con la clase alta. No cambiaba gran cosa. Sus modales me disgustaban, como me disgustaba el corrillo de gente que se había ido formando a nuestro alrededor.
—¿Podemos hablar dentro?
No me contestó. Se metió en la boca el último pedazo de pastel y lo masticó mientras me miraba.
Ya era suficiente. Pasé junto a él y subí los escalones hacia la casa.
Lo que primero me sacudió fue el hedor. Dios, cien veces peor que el de la calle. Tres de las paredes de la habitación estaban cubiertas por montones de jaulas en las que había crías de conejos. Olía a mierda de conejo, y la había a kilos. Y no solo de conejo. Había también un crío con los pañales sucios, acunado por una mujer joven. No, era una chiquilla, tendría apenas quince años. Me miró inquieta pero no dejó de acunar al niño entre sus brazos.
¡Así que aquel era el devoto santuario a la memoria de su esposa! No pude evitar el soltar una carcajada.
No había sido una buena idea entrar dentro de la caravana. Bover me siguió y cerró la puerta tras de sí, y la peste se intensificó. Ya no permanecía impasible, ahora estaba enojado.
—Ya veo que no aprueba mi estilo de vida.
Me encogí de hombros.
—No he venido hasta aquí para hablar de su vida sexual.
—No. Tampoco tiene ningún derecho a hacerlo. No creo que lo entendiera.
Intenté mantener la conversación donde me interesaba.
—Bover, le hice una oferta mucho mejor que la que obtendrá jamás de un tribunal, y bastante mejor de lo que tiene derecho a esperar. Acéptela, por favor, y así podré seguir con lo que tengo entre manos.
Tampoco entonces me contestó directamente, sino que le dijo a la chica algo en portugués. Ella se levantó, arrolló un trapo en torno al trasero del crío y se fue a las escaleras, cerrando la puerta al salir. Bover dijo, como si no me hubiese oído:
—Trish se marchó hace más de ocho años. Aún la quiero, pero sólo tengo una vida para vivir, y sé que está todo en contra para que Trish y yo volvamos a estar juntos.
—Si damos con la manera de dirigir las naves Heechees, tal vez podamos dar con Trish —dije.
No era mi intención hacerlo, pero todo lo que conseguí fue que me mirara con abierta hostilidad, como si creyera que aquella era una manera de intentar convencerle.
—Un millón de dólares, Bover. Puede usted abandonar este lugar esta misma noche. Con su señora, el crío y los conejos. Certificado Médico Completo para todos. El futuro del chico asegurado.
—Le dije que no lo entendería, Broadhead.
Después de meditarlo, le dije:
—Entonces, hágame entenderlo. Cuénteme lo que no sé.
Recogió uno de los paños sucios y dos pinzas del asiento en que había estado sentada la muchacha. Por un momento creí que, en un instante de debilidad, iba a mostrarse hospitalario, pero fue él quien se sentó allí, y me dijo:
—Broadhead, hace ocho años que vivo de la beneficencia. De la beneficencia brasileña. Si no nos hubiéramos dedicado a criar conejos no hubiésemos podido comer carne, y de no haber sido por las pieles, no hubiera podido comprar el billete de autobús gracias al cual me reuní con usted, ni el que me permite verme con mi abogado. Un millón de dólares no me van a resarcir de todo eso, ni de la pérdida de Trish.
Yo intentaba conservar la calma, pero su actitud y el hedor aquel estaban empezando a hartarme. Lo intenté con otras estrategias.
—¿Siente alguna simpatía por sus vecinos? ¿Quiere ver cómo se les ayuda? Bover, con la tecnología Heechee podemos acabar con este tipo de pobreza. ¡Comida en abundancia para todos! ¡Lugares acogedores en los que vivir!
Él contestó con un gesto de paciencia:
—Usted sabe tan bien como yo que lo primero que se obtenga de la tecnología Heechee no va a tener nada que ver con la gente del barrio. Sólo servirá para que gente como usted se haga más rica todavía. Quién sabe, tal vez llegue a suceder como dice, ¿pero cuándo? ¿A tiempo de servirles aún de algo a mis vecinos?
—¡Sí! ¡Si puedo conseguir que sea a tiempo, lo haré!
Él asintió.
—Usted dice que lo hará. Yo sé que lo hará si consigo hacerme con el control de todo ello. ¿Por qué tendría que confiar en usted?
—¡Porque le doy mi palabra, pedazo de mierda! ¿Por qué cree que estoy tratando de ganar tiempo?
Se arrellanó en el sillón y me miró.
—En cuanto a eso, creo que sí sé por qué tiene usted tanta prisa. No es por nada que tenga que ver con mis vecinos. Mis abogados le han seguido la pista muy de cerca, y ya sé todo lo referente a su chica de Pórtico.
No pude más. Exploté.
—¡Si sabe tanto acerca de mí —grité—, entonces también sabrá la prisa que tengo por sacarla de donde la metí! ¡Y escuche esto con atención, Bover: no voy a dejar que ni usted ni su puta de presidio me impidan hacerlo!
Su rostro se puso entonces tan colorado como su calva.
—¿Y qué es lo que piensa su mujer de lo que está usted intentando hacer? —preguntó para incomodarme.
—¿Por qué no se lo pregunta usted mismo? Si es que vive lo suficiente como para discutirlo con usted. Me largo, Bover. Jódase. ¿Cómo puedo conseguir un taxi?
Me sonrió de manera repugnante. Me abrí paso y me fui sin volver la vista atrás.
Cuando llegué al hotel comprendí por qué sonreía. Lo había comprendido ya, después de esperar el autobús dos horas en una plaza próxima a una letrina pública. No voy a explicar cómo fue el viaje en autobús. He viajado de maneras peores, pero no desde que dejé Pórtico. Había grupos de gente en el vestíbulo del hotel, y me miraron con extrañeza mientras atravesé la planta. Por supuesto, sabían quién era, todo el mundo sabía lo de los Herter-Hall, y mi foto había salido en la PV junto con las de ellos. No me cabía ninguna duda de que ofrecía un aspecto peculiar, sudoroso y aún enfadado.
Al cerrar de golpe la puerta de mi suite a mis espaldas, vi que las luces de emergencia de mi consola brillaban todas a la vez como si fueran fuegos de artificio. Lo primero que tenía que hacer era ir al cuarto de baño, pero por encima del hombro, a través de la puerta abierta, grité:
—¡Harriet! Manten todos los mensajes a la espera un minuto más y ponme con Morton. Comunicación de un solo sentido, no quiero que me conteste, sólo voy a darle una orden.
El rostro de Morton apareció en una esquina de la imagen, pequeño pero dispuesto.
—Morton, acabo de volver de casa de Bover. Le dije todo lo que se me ocurrió pero no le hizo ningún efecto. Quiero que me consigas detectives privados y que le sigan la pista como nadie lo haya hecho antes. El muy hijo de perra ha tenido que cometer algún error. Voy a hacerle chantaje. Si el error consiste en una multa de aparcamiento impagada de hace diez años, quiero su extradición por ello. ¡Apúrate!
Asintió en silencio, pero no desapareció, con lo que me daba a entender que obedecía mis órdenes pero que tenía algo que comunicarme, si se lo permitía. Por encima suyo, la cara de Harriet seguía esperando, contando los segundos que faltaban para que transcurriera el minuto de silencio que le había impuesto. Volví al cuarto y dije:
—Está bien, Harriet, pásamelos. Los de alta prioridad, primero, uno por uno.
—Sí, Robin, pero —dudó, mientras efectuaba rápidas evaluaciones— es que hay dos de igual importancia. En primer lugar está Albert, que quiere discutir contigo la captura de los Herter-Hall, aparentemente a manos de los Heechees.
—¡Capturados! ¿Por qué demonios no me…? —me detuve.
Evidentemente no me lo había dicho porque no había podido localizarme en toda la tarde. Pero Harriet continuó, sin darme tiempo a seguir pensando en ello.
—Sin embargo, supongo que preferirás que te pase primero el informe de la doctora Liederman, Robin. Me he puesto en contacto con ella, y puede hablar ahora mismo contigo, en persona.
Me dejó de piedra.
—Ponme —aunque sabía que no podía ser nada bueno si Wilma Liederman en persona quería hablar conmigo. En cuanto apareció, le pregunté—: ¿Qué ocurre?
Llevaba puesto un traje de noche, con una orquídea en el hombro. Por primera vez la veía así desde que vino a nuestra boda.
—No te alarmes, Robin, pero Essie ha sufrido una recaída. La hemos vuelto a conectar a los aparatos de emergencia otra vez.
—¡¿Qué?!
—No es tan grave como parece. Está despierta, consciente y lúcida, no le duele nada y se mantiene estable. Podemos mantenerla así tanto tiempo como haga falta…
—¡Siempre hay un pero!
—Pero hay un rechazo de riñon, y los tejidos de alrededor no se regeneran. Necesita otra tanda de trasplantes. Sufrió un colapso urémico hace dos horas y ahora está bajo diálisis total de nuevo. Pero eso no es lo peor. Se le han añadido tantas partes y fragmentos que su sistema inmunológico está resentido. Vamos a tener que encontrarle una muestra de tejido similar al suyo, pero de todas formas habrá que darle dosis masivas de droga que estimulen sus propias autodefensas.
—¡Mierda! ¡Eso es como volver al tiempo de las cavernas!
Asintió.
—Generalmente, conseguir un tejido similar a los del paciente no es difícil, pero sí en este caso. Para empezar, pertenece a un grupo sanguíneo poco frecuente. Es rusa, y ese tipo es raro en esta parte del mundo, así que…
—¡Por amor de Dios! ¡Conseguidla en Leningrado!
—Así que, estaba diciendo, hemos rebuscado por todos los bancos de tejidos del mundo. Los hay parecidísimos, casi iguales al suyo. Pero en su actual estado no deja de haber riesgos.
La miré con atención, intentando descubrir algo en el tono de su voz.
—De que vuelva a suceder, ¿no es eso?
Movió afirmativamente la cabeza con dulzura.
—¿De que se muera quieres decir? ¡No puedo creerlo! ¿De qué narices sirve el Certificado Médico Completo?
—Robin, casi se nos muere hace dos horas. Tuvimos que reanimarla. Hay un límite más allá del cual nadie puede resistir.
—¡Entonces al diablo con la operación! Has dicho que se mantenía estable, ¿no?
Wilma se miró las manos entrelazadas en su regazo, y luego me miró a mí.
—El paciente es ella, Robin, no tú.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Es cosa suya. Acaba de decirme que no quiere pasarse el resto de su vida conectada a una máquina de soporte vital. Vamos a empezar mañana por la mañana.
Me quedé sentado mirando la imagen mucho rato después de que Wilma Liederman desapareciera y de que mi paciente programa secretarial volviera a aparecer, esperando en silencio mis órdenes.
—Eh, Harriet —dije por fin—. Quiero que me reserves plaza en un vuelo a casa esta misma noche.
—Sí, Robin, ya lo he hecho. No hay ninguno directo esta noche, pero hay uno que puedes tomar en Caracas y que te dejará en Nueva York a las cinco de la mañana. La operación está prevista para las ocho.
—Gracias.
Ella siguió esperando en silencio. La estúpida cara de Morton seguía también en pantalla, chiquita y llena de reproche, en el ángulo inferior izquierdo. No hablaba, pero de vez en cuando se aclaraba la garganta o tragaba saliva para hacerme saber que seguía a la espera.
—Morton —le dije—, creo haberte dicho que te esfumaras.
—No puedo hacer eso mientras tenga dudas. Me diste ciertas órdenes con respecto al señor Bover.
—Ya lo creo que lo hice. Y si aun así no consigo pillarle, haré que le maten.
—No tienes por qué preocuparte —añadió rápidamente—. Hay un mensaje de sus abogados. Ha decidido aceptar tu oferta.
Le miré sin darle crédito, con los ojos y la boca abiertos.
—No lo entiendo, ni sus abogados tampoco, Robin —dijo rápidamente—. Están bastante contrariados. Pero ha dejado un mensaje personal para ti, si es que eso explica algo.
—¿Qué dice?
—Cita: «Quizá él lo entienda». Fin de cita.
A lo largo de una vida llena de confusión, vida que además se está convirtiendo en especialmente larga, he tenido muchos días confusos, pero aquél fue algo especial. Me metí debajo del chorro del agua caliente durante media hora, tratando de aclararme la mente. Pero no conseguí calmarme.
No sabía qué hacer en las tres horas que me quedaban antes de salir hacia Caracas. Y no por falta de cosas. Harriet intentaba captar mi atención; Morton, que le firmara el acuerdo con Bover; Albert quería que discutiéramos el bioanálisis de sangre Heechee que no sé quién había llevado a cabo. Todos querían hablarme de algo, y yo no quería hacer nada de lo que me decían. Me había quedado atrapado en mi propio tiempo dilatado, mientras veía al mundo pasar volando ante mí. Aunque en realidad, más que pasar volando, se arrastraba. No sabía qué hacer. Era gracioso pensar que Bover hubiera creído que le había entendido tan bien. Me preguntaba cómo podía creer que me entendía siquiera a mí mismo.
Al cabo de un rato conseguí reunir las suficientes energías como para dejar que Harriet me pasara alguno de los mensajes que reclamaban mi atención, y tomé las decisiones que me pareció oportuno, y algo después, mientras me entretenía tomando leche y galletas, escuché un resumen informativo. No se hablaba de otra cosa que de la captura de los Herter-Hall, cosa que podía explicarme Albert mucho mejor que cualquiera de los locutores de la Piezovisión.
Y en aquel momento recordé que Albert quería hablar conmigo, y por un instante me sentí mejor. Aquello me facilitaba un objetivo vital. Había alguien a quien poder gritar.
—Listillo —le espeté en cuanto se materializó—. Las cintas magnéticas tienen cien años. ¿Cómo es que no puedes leerlas?
Me miró con calma por debajo de sus pobladas cejas blancas.
—Te refieres a los mal llamados molinetes de oraciones, ¿no? Desde luego que lo hemos intentado, muchas veces. Hasta llegamos a sospechar que existía algún tipo de sinergia, porque lo intentamos con varios tipos de campos magnéticos a la vez, directos y oscilantes, con oscilaciones de diversa velocidad. Lo intentamos incluso con radiaciones simultáneas de microondas, aunque, por lo que se ve, no del tipo adecuado.
Yo seguía abstraído, pero no tanto que no me sintiera interesado por lo que decía.
—O sea que hay ciertas microondas con las que sí se puede.
—Seguro que sí, Robin —sonrió—. Tan pronto obtuvimos una pista adecuada gracias a los instrumentos de los Herter-Hall, la reprodujimos. El mismo tipo de microondas que hay en la Factoría Alimentaria, en su medio ambiente, un flujo de unos cuantos microwatios de microonda de un millón de ángstróms de polarización elíptica. Y se obtiene la señal.
—¡Realmente fantástico, Albert! ¿Y qué es lo que obtenemos?
—Bueno —dijo, mientras buscaba su pipa—, no demasiado por ahora, de hecho. Se trata de información contenida en hologramas, de modo que lo que puede verse es una especie de nube de símbolos. Y, claro está, no sabemos leer esos símbolos. Se trata de lenguaje Heechee. Pero por lo menos ahora se trata de una mera cuestión de criptografía, por así decir. Lo único que necesitamos es una nueva Piedra de Rosetta.
—¿Y cuánto tiempo nos va a llevar eso?
Se encogió de hombros, estiró los brazos, abrió las palmas de las manos y entrecerró los párpados.
Medité durante algunos instantes.
—Bien, sigue en ello. Otra cosa. Quiero que busques en mi programa legal todo lo referente a frecuencia de microondas, etcétera. Tiene que haber una patente en algún sitio y quiero hacerme con ella.
—Seguro que sí, Robin. ¡Ah! ¿No quieres saber lo de los Difuntos?
—¿Qué pasa con ellos?
—Bien, pues resulta que no todos son humanos. Hay algunos cerebritos realmente extraños en los circuitos de aquella memoria, Robin. Creo que son lo que tú llamas «Primitivos».
—¿Los Heechees?
—No, no, Robin, casi humanos, pero no. No usan bien el lenguaje. Sobre todo los que parecen más antiguos, y apuesto a que no eres capaz de imaginar siquiera la factura que vas a tener que pagar por el análisis que hay que hacer para entender lo que dicen.
—¡Dios mío! Essie se sorprenderá cuando…
Me callé. Por un momento me había olvidado de ella.
—Bueno —dije—, eso es interesante. ¿Qué más ibas a decirme?
Lo cierto es que ya no me interesaba. Había consumido mi última gota de adrenalina, y ya no me quedaba nada de nada.
Le dije que siguiera con el resto de su informe, pero casi todo me resbaló por encima. Se sabía con certeza que tres miembros del equipo Herter-Hall habían sido capturados. Los Primitivos los habían llevado a un lugar en forma de huso en el que había cierta máquina. Las cámaras seguían enviando información poco interesante en forma de monótonas imágenes. Los Difuntos se habían estropeado por completo, hablaban sin ningún sentido. El paradero de Paul Hall se desconocía; quizás seguía con vida, en libertad. La conexión entre los Difuntos y la Factoría Alimentaria seguía funcionando, aunque mal, pero no se podía predecir hasta cuándo seguiría haciéndolo, en el supuesto de que a los Difuntos les quedara algo interesante que decir todavía. La química orgánica Heechee era bastante sorprendente, porque era menos diferente de la bioquímica humana de lo que cabía esperar. Le dejé hablar hasta que acabó, sin animarle a que continuara, y después conecté con los canales de la Piezovisión. Había dos comediantes riéndose el uno del otro. El único problema era que hablaban en portugués. Pero me daba igual. Tenía que pasar aún otra hora, y dejé que transcurriera. Como mínimo podría admirar a aquella preciosa carioca, con su sombrero-ensalada en la cabeza, de cuyo llamativo atuendo los dos comediantes la iban despojando entre carcajadas.
La señal de alarma de Harriet se iluminó, de rojo brillante.
Antes de que pudiera decidir si contestaba o no, la imagen de los comediantes desapareció y una voz de hombre dijo algo en portugués. No pude entenderlo, pero comprendí perfectamente la imagen que apareció acto seguido.
Era la Factoría Alimentaria, una imagen de archivo, y una fotografía de los Herter-Hall mientras se acercaban para aterrizar. Y en la corta frase que acababa de pronunciar el locutor hubo dos palabras que muy bien podían haber sido «Peter Herter».
Podía ser.
Era.
La imagen quedó congelada, pero una voz empezó a hablar, y era la voz del viejo Peter Herter, airada pero firme.
—Este mensaje —dijo— se transmite por todas las emisoras. Es un ultimátum de dos horas. Dentro de dos horas me instalaré en el diván y provocaré una fiebre de un minuto empleando… esto… las necesarias proyecciones. Tomad precauciones. Si no lo hacéis, es responsabilidad vuestra, no mía. —Hizo una pausa y continuó—: Recordad, tenéis dos horas hasta que yo empiece. No más. Luego, volveré a hablaros para deciros la razón de eso y lo que pido en pleno derecho si no queréis que eso vuelva a suceder otras veces. Dos horas. Empiezan… ahora.
Y la voz calló.
El locutor reapareció, balbuciendo algo en portugués con aspecto atemorizado. No le entendí, pero me era igual.
Entendí perfectamente lo que Peter Herter dijo. Había reparado el diván de los sueños e iba a volver a utilizarlo. No por ignorancia, como Wan. Ni como un experimento rápido, como el de la chica, Janine. Iba a usarlo como arma. Estaba apuntando a toda la humanidad con una pistola.
Y mi primer pensamiento fue: lástima de contrato con Bover. Porque los de la Corporación de Pórtico iban a tomar cartas en el asunto de una vez por todas. Y no podía culparles por ello.